Isaac Asimov
Yo, robot
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O.N.C.E.
Centro de
Producción Bibliográfica
C. La Coruña, 18
28020 Madrid
Telf. 5711236
1990
Volumen I
ccccccccccc
Isaac Asimov
cccccccccccccc
Yo, robot
cccccccccc
Título original:
I, robot
Traducción de
Manuel Bosch Barrett
Primera edición: marzo de 1975
Novena reimpresión: junio 1984
Colección Nebulae N.o 1
Edhasa/Ciencia Ficción
Edhasa, 1975
Avda. Diagonal, 519-521
Barcelona 29
Impreso por Romanyá/Valls
Verdaguer, 1 Capellades
(Barcelona)
I.S.B.N.: 84-350-0121-0
Depósito legal: B. 21.134-1984
Los robots de Isaac Asimov son
máquinas capaces de llevar a cabo muy
diversas tareas, y aunque carecen de
libre albedrío, se plantean a menudo a
sí mismos problemas de "conducta huma-
na", en situaciones que serían
recreadas más tarde por muy distintos
autores. (Véase "El alma del robot",
de B. J. Bayley). Pero estas cues-
tiones se resuelven en "Yo, robot" en
el ámbito de las tres leyes fundamen-
tales de la robótica, concebidas por
el mismo Asimov, y que no dejan de
proponer extraordinarias paradojas,
que a veces pueden explicarse por
errores de funcionamiento y otras por
la creciente complejidad de los "pro-
gramas". Estas paradojas no son sólo
ingeniosos ejercicios intelectuales
sino y además una fascinante indaga-
ción sobre la situación del hombre
actual en el universo tecnológico y en
relación con la experiencia del tiempo
y la historia.
677I
Isaac Asimov nació en 1920 en la
Unión Soviética, y es doctor en
bioquímica. Algunas de sus obras de
ficción más importantes aparecieron en
las revistas populares del género en
la década de los cuarenta.
7
Las tres leyes robóticas
1. Un robot no debe dañar a un ser
humano o, por su inacción, dejar que
un ser humano sufra daño.
2. Un robot debe obedecer las órde-
nes que le son dadas por un ser hu-
mano, excepto cuando estas órdenes
están en oposición con la primera
Ley.
3. Un robot debe proteger su propia
existencia, hasta donde esta protec-
ción no esté en conflicto con la
primera o segunda Leyes.
Manual de Robótica
561 edición, año 2058
677I
9 9
Introducción
He revisado mis notas y no me gus-
tan. He pasado tres días en los
U.S. Robots y lo mismo hubiera po-
dido pasarlos en casa con la Enciclo-
pedia Telúrica.
Susan Calvin había nacido en
1982, dicen, por lo cual tendrá ahora
setenta y cinco años. Esto lo sabe
todo el mundo. Con bastante aproxima-
ción, la "U.S. Robots & Mechanical
Men Inc." tiene también setenta y
cinco años, ya que fue el año del na-
cimiento de la doctora Calvin cuando
Lawrence Robertson sentó las bases
de lo que tenía que llegar a ser la
más extraña y gigantesca industria en
la historia del hombre. Bien, esto lo
sabe también todo el mundo.
A la edad de veinte años, Susan
Calvin formó parte de la comisión
investigadora psicomatemática ante la
cual el Dr. Alfred Lanning, de la
677I
U.S. Robots, presentó el primer
robot móvil equipado con voz. Era un
robot grande, basto, sin la menor
belleza, que olía a aceite de máquina
y destinado a las proyectadas minas de
Mercurio. Pero podía hablar y razo-
nar.
Susan no dijo nada en aquella oca-
sión; no tomó tampoco parte en las
apasionadas polémicas que siguieron.
Era una muchacha fría, sencilla e
incolora, que se defendía contra un
mundo que le desagradaba con una
expresión de máscara y una hipertrofia
del intelecto. Pero mientras observa-
ba y escuchaba, sentía la tensión de
un frío entusiasmo.
Se graduó en la Universidad de
Columbia en el año 2003, y empezó a
dedicarse a la Cibernética.
Todo lo que se había hecho durante
la segunda mitad del siglo veinte en
materia de "máquinas calculadoras"
había sido anulado por Robertson y
sus cerebros positónicos. Las millas
de cables y fotocélulas habían dado
paso al globo esponjoso de plati-
no-iridio del tamaño aproximado de un
cerebro humano.
10 11
Aprendió a calcular los parámetros
necesarios para establecer las posi-
bles variantes del "cerebro positó-
nico"; a construir "cerebros" sobre el
papel, de una clase en que las res-
puestas a estímulos determinados po-
dían producirse muy aproximadamente.
En 2008, se doctoró en Filosofía
e ingresó en la U.S. Robots como
"robopsicóloga", convirtiéndose en la
primera gran practicante de esta nueva
ciencia. Lawrence Robertson era to-
davía presidente de la corporación;
Alfred Lanning había sido nombrado
director de investigaciones.
Durante quince años vio cómo cam-
biaba la dirección del progreso huma-
no, y avanzaba vertiginosamente.
Ahora se retiraba... hasta donde
podía. Por lo menos, permitía que la
puerta de su despacho ostentase el
nombre de otra persona.
Esto, sencillamente, fue lo que
supe. Tenía una larga lista de sus
publicaciones, de las patentes a su
nombre; conocía los detalles cronoló-
gicos de sus promociones, en una pala-
677I
bra, tenía su "vida" profesional con
todo detalle.
Pero todo esto no era lo que yo
quería.
Necesitaba algo más para mis artí-
culos con destino a la Prensa In-
terplanetaria. Mucho más. Y así se
lo dije.
--Doctora Calvin -le dije tan ama-
blemente como pude-, según la opinión
general, la U.S. Robots y usted son
equivalentes. Su retirada pondrá fin
a una Era que...
--¿Quiere usted el punto de vista
del interés humano? -dijo sin sonreír.
No creo que nunca sonriese. Pero sus
ojos eran penetrantes, aunque no agre-
sivos. Sentí que su mirada me atrave-
saba y salía por el occipucio y supe
que era para ella de una transparencia
inusitada; que todo el mundo lo era.
--Exacto -dije.
--¿El interés humano... de los ro-
bots? Esto es una contradicción.
--No, doctora, de usted.
--También me han llamado robot.
Con seguridad le habrán dicho a usted
que no soy humana.
Me lo habían dicho, en efecto, pero
11 13
no ganaba nada con confesarlo.
Se levantó de la silla. No era
alta y parecía frágil. La seguí hasta
la ventana y nos asomamos a ella.
Las oficinas y talleres de la
U.S. Robots formaban una pequeña
ciudad, espaciosa y bien planeada.
Todo era achatado como una fotografía
aérea.
--Cuando vine aquí por primera vez
-dijo- vivía en una pequeña habita-
ción, allá a la derecha, donde está
hoy el retén de bomberos. Fue derri-
bada antes de que usted naciese. Com-
partía la habitación con tres perso-
nas. Tenía media mesa. Construíamos
nuestros robots en un solo edificio.
Producción... tres a la semana. Aho-
ra fíjese.
--Cincuenta años -aventuré-, es
mucho tiempo.
--No cuando una mira hacia atrás.
Una se pregunta cómo han pasado tan
aprisa.
Volvió a su mesa y se sentó. No
necesitaba expresión alguna en su
rostro para parecer triste.
677I
--¿Qué edad tiene usted? -quiso
saber.
--Treinta y dos años -respondí.
--Entonces, no puede recordar los
tiempos en que no había robots. La
humanidad tenía que enfrentarse con el
universo sola, sin amigos. Ahora
tiene seres que la ayudan; seres más
fuertes que ella, más útiles, más
fieles, y de una devoción absoluta.
¿Ha pensado usted en ello bajo este
aspecto?
--Temo que no. ¿Puedo citar sus
palabras?
--Sí. Para usted, un robot es un
robot. Mecánica y metal; electricidad
y positones. ¡Mente y hierro! ¡Obra
humana! Si es necesario, destruida
por el hombre. Pero no ha trabajado
usted en ellos, de manera que no los
conoce. Son más limpios, más educados
que nosotros.
Traté de halagarla, de adularla
hábilmente.
--Quisiéramos saber algo de lo que
pueda usted contarnos, saber su opi-
nión sobre los robots. La Prensa
Interplanetaria abarca todo el Sis-
tema Solar. Unos tres billones de
11 15
lectores, doctora Calvin. Tienen que
saber lo que pueda usted decirnos
sobre los robots.
No tenía necesidad de insistir. No
me oyó, pero se dirigía al lugar indi-
cado.
--Deben haberlo sabido desde el
principio. Vendíamos robots para uso
terrestre... antes de mis tiempos,
incluso. Desde luego, eran robots que
no podían hablar. Después se hicieron
más humanos, y empezó la oposición.
Los sindicatos obreros, como es natu-
ral, se opusieron a la competencia que
hacían los robots al trabajo humano, y
varios sectores de la opinión reli-
giosa hicieron sus objeciones inspira-
das en la superstición. Todo aquello
fue inútil y ridículo. Y, sin embar-
go, así era.
Yo iba tomando notas de lo que de-
cía en mi registrador de bolsillo,
tratando de que no observase el movi-
miento de mi mano. Practicando un
poco se puede llegar a hacer detalla-
das anotaciones sin sacar el chisme
del bolsillo.
677I
--Tomemos el caso de Robbie
-dijo-. No lo conocí. Fue desguazado
el año anterior a mi entrada en la
compañía...; era muy atrasado. Pero
vi a la muchacha en el museo.
Se detuvo, pero no dijo nada. Dejé
que sus ojos se humedeciesen y su ima-
ginación viajase. Tenía que recorrer
mucho tiempo.
--Oí hablar de ello más tarde, y,
cuando nos llamaban blasfemos y crea-
dores de demonios, siempre me acordaba
de él. Robbie era un robot sin voca-
lización. No podía hablar. Fue
fabricado y vendido en 1996. Eran
días anteriores a la extrema especia-
lización, de manera que fue vendido
como niñera...
--¿Cómo qué?
--Como niñera...
13 17
1
Robbie
--Noventa y ocho... noventa y
nueve... ¡cien! -Gloria retiró su
mórbido antebrazo de delante de los
ojos y permaneció un momento parpa-
deando al sol. Después, tratando de
mirar en todas direcciones a la vez,
avanzó cautelosamente algunos pasos,
apartándose del árbol contra el que se
apoyaba.
Estiró el cuello, estudiando las
posibilidades de unos matorrales que
había a la derecha y se alejó unos
pasos para tener mejor punto de vista.
La calma era absoluta, a excepción
del zumbido de los insectos y el gor-
jear de algún pájaro que afrontaba el
sol de mediodía.
--Apostaría a que se ha metido en
casa, y le he dicho mil veces que esto
no es leal -se quejó.
677I
Avanzando los labios con un mohín y
arrugando el entrecejo, se dirigió
decididamente hacia el edificio de dos
pisos del otro lado del camino.
Demasiado tarde oyó un crujido
detrás de ella, seguido del claro
"clump-clump" de los pies metálicos de
Robbie. Se volvió rápidamente para
ver a su triunfante compañero salir de
su escondrijo y echó a correr hacia el
árbol a toda velocidad. Gloria chi-
lló, desalentada.
--¡Espera, Robbie! ¡Esto no es
leal, Robbie! ¡Prometiste no salir
hasta que te hubiese encontrado! -Sus
diminutos pies no podían seguir las
gigantescas zancadas de Robbie. En-
tonces, a tres metros de la meta, el
paso de Robbie se redujo a un mero
arrastrarse y Gloria, haciendo un
esfuerzo final por alcanzarlo, echó a
correr jadeante y llegó a tocar la
corteza del árbol la primera.
Orgullosa, se volvió hacia el leal
Robbie y con la más baja ingratitud,
le recompensó su sacrificio mofándose
de su incapacidad para correr.
--¡Robbie no puede correr! -gritaba
con toda la fuerza de su voz de ocho
14 19
años-. ¡Lo gano cada día! ¡Lo gano
cada día! -cantaban las palabras con
un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego...
con palabras. Echó a correr, esqui-
vando a Gloria cuando la niña estaba
a punto de alcanzarlo, obligándola a
describir círculos que iban estrechán-
dose, con los brazos extendidos azo-
tando el aire.
--¡Robbie... estáte quieto! -grita-
ba. Y su risa salía estridente, acom-
pañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbita-
mente y la agarró, haciéndole dar
vueltas en el aire, de manera que du-
rante un momento para ella el universo
fue un vacío azulado y los verdes ár-
boles que se elevaban del suelo hacia
la bóveda celeste. Y después se
encontró de nuevo sobre la hierba, al
lado de la pierna de Robbie y agarra-
da todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respira-
ción. Trató inútilmente de arreglar
su alborotado cabello con un gesto de
vaga imitación de su madre y miró si
677I
su vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de
Robbie.
--¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te
pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose
el rostro con las manos, de manera que
ella tuvo que añadir:
--¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré!
Pero ahora me toca a mí esconderme,
porque tienes las piernas más largas y
me prometiste no correr hasta que te
encontrase.
Robbie asintió con la cabeza
-pequeño paralelepípedo de bordes y
ángulos redondeados, sujeto a otro
paralelepípedo más grande, que servía
de torso, por medio de un corto cuello
flexible- y obedientemente se puso de
cara al árbol. Una delgada película
de metal bajó sobre sus ojos relucien-
tes y del interior de su cuerpo salió
un acompasado tic-tac.
--Y ahora no mires, ni te saltes
ningún número -le advirtió Gloria,
mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron
transcurriendo los segundos, y al lle-
gar a cien se levantaron los párpados
15 21
y los ojos colorados de Robbie
inspeccionaron los alrededores. Al
instante se fijaron en un trozo de
tela de color que salía de detrás de
una roca. Avanzó algunos pasos y se
convenció de que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre
Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia
el escondrijo, y, cuando Gloria estu-
vo plenamente a la vista y no pudo
dudar de haber sido descubierta, ten-
dió un brazo hacia ella, y se golpeó
con el otro la pierna, produciendo un
ruido metálico. Gloria salió, contra-
riada.
--¡Has mirado! -exclamó con neta
deslealtad-. Además, estoy cansada de
jugar al escondite. Quiero que me
lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la
injusta acusación, y, sentándose cau-
telosamente, movió la cabeza contra-
riado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adoptando
una gentil zalamería.
--Vamos, Robbie, no lo he dicho en
serio, que mirases. Llévame a paseo.
677I
Pero Robbie no era tan fácil de
conquistar. Miró fijamente al cielo y
siguió moviendo negativamente la cabe-
za, obstinado.
--¡Por favor, Robbie, llévame a
paseo! -Rodeó su cuello con sus rosa-
dos brazos y estrechó su presa. Des-
pués cambiando repentinamente de hu-
mor, se apartó de él-. Si no me das
un paseo, voy a llorar. -Y su rostro
hizo una mueca, dispuesta a cumplir su
amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso
de la terrible posibilidad, y siguió
moviendo la cabeza por tercera vez.
Gloria consideró necesario jugar su
última carta.
--Si no me llevas -exclamó amenaza-
dora- no te contaré más historias.
¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se
rindió sin condiciones y movió afirma-
tivamente la cabeza, haciendo resonar
su cuello de metal. Levantó cuidado-
samente a la chiquilla y la sentó en
sus anchos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Glo-
ria se secaron en el acto y se echó a
reír con deleite. La piel metálica de
15 23
Robbie, mantenida a una temperatura
constante gracias a las resistencias
interiores, era suave y agradable, y
el ruido metálico que ella producía al
golpear el cuerpo con sus tacones daba
mayor encanto a la situación.
--Eres un caza del aire, Robbie,
eres un gran caza de plata del aire.
Tiende los brazos. ¡Tienes que ten-
derlos, Robbie, si quieres ser un
caza del aire!
Ante aquella lógica irrefutable los
brazos de Robbie se convirtieron en
alas, que cogían las corrientes de
aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del
robot, inclinándose hacia la derecha.
Entonces dotó a la nave de un motor
que hacía "Brrrr", y de armas que
producían sonidos onomatopéyicos de
disparos. Daba caza a los piratas y
las baterías de la nave entraban en
acción.
--¡Hemos matado a otro! ¡Dos
más!... -gritaba-. ¡Más aprisa,
hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!
Apuntaba por encima de su hombro
677I
con indomable valor, y Robbie era una
achatada nave del espacio que zumbaba
a través de la bóveda celeste con la
máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la
alta hierba, y se detuvo con una rapi-
dez que arrancó un grito a su sonroja-
da amazona y la dejó caer suavemente
sobre la blanda alfombra verde. Glo-
ria se reía y jadeaba, lanzando inter-
mitentes exclamaciones.
--¡Oh, qué bueno!...
Robbie esperó a que recobrase la
respiración y entonces le tiró suave-
mente de un mechón de pelo.
--¿Quieres algo? -dijo Gloria con
una expresión de inocencia en los
ojos, que no consiguió engañar ni por
un instante a su voluminosa "niñera".
Robbie le tiró del pelo con más fuer-
za.
--¡Ah, ya sé!... Quieres una his-
toria.
Robbie asintió rápidamente.
--¿Cuál?
Robbie describió un semicírculo en
el aire con un dedo.
--¿"Otra vez"? -protestó la chiqui-
lla-. Te he explicado la Cenicienta
15 25
un millón de veces. ¿No estás cansado
de ella? ¡Es para niños! Bien, bien
-añadió, viendo a Robbie describir
otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su me-
moria el recuerdo del cuento (con sus
modificaciones propias, que eran va-
rias) y empezó:
--¿Estás a punto? Bien, pues había
una vez una bella muchacha que se lla-
maba Ella. Y tenía una cruel
madrastra y dos hermanastras muy feas
y muy malas y...
Gloria había llegado al momento
crítico del cuento: "Daba medianoche
en el reloj y sus andrajos se conver-
tían..."; y Robbie escuchaba atenta-
mente, con los ojos ardientes, cuando
vino la interrupción.
--¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que
había llamado no una, sino varias ve-
ces; y tenía el tono nervioso de aquel
a quien la ansiedad convierte en impa-
ciencia.
--Mamá me llama -dijo Gloria,
contrariada-. Será mejor que me lle-
677I
ves a casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente,
porque sabía que más valía cumplir las
órdenes de Mrs. Weston sin la menor
vacilación. El padre de Gloria esta-
ba raramente en casa durante el día, a
excepción de los domingos -hoy, por
ejemplo-, y cuando esto ocurría, se
mostraba el hombre más afable y
comprensivo. La madre de Gloria, en
cambio, era una fuente de sinsabores
para Robbie, que sentía siempre el
deseo de alejarse de su presencia.
Mrs. Weston los vio en el momento en
que aparecían por encima de los altos
tallos de la vegetación, y volvió a
entrar en la casa a esperarlos.
--Te he llamado hasta quedarme ron-
ca, Gloria -dijo severamente-. ¿Dón-
de estabas?
--Estaba con Robbie -balbució
Gloria-. Le estaba contando la Ce-
nicienta y he olvidado que era hora de
comer.
--Pues es una lástima que Robbie
lo haya olvidado también. -Y como si
de repente recordase la presencia del
robot, se volvió rápidamente hacia
él-. Puedes marcharte, Robbie. No
17 27
te necesita ya. Y no vuelvas hasta
que te llame -añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marchar-
se, pero se detuvo al oír a Gloria
salir en su defensa.
--¡Espera, mamá! Tienes que dejar
que se quede: No he acabado de con-
tarle la Cenicienta. Le he prometido
contarle la Cenicienta y no he termi-
nado.
--¡Gloria!
--De verdad, mamá. Se estará tan
quieto que no te darás siquiera cuenta
de que está aquí. Puede sentarse en
la silla del rincón, y no dirá ni una
palabra...; bueno, no hará nada,
quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de
arriba abajo su pesada cabeza.
--Gloria, si no dejas esto inme-
diatamente, no verás a Robbie en una
semana.
La chiquilla bajó los ojos.
--Bueno..., pero la Cenicienta es
su cuento favorito y no lo había ter-
minado... ¡Y le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con
677I
paso vacilante y Gloria ahogó un
sollozo.
George Weston se encontraba a gus-
to... Tenía la inveterada costumbre
de pasar las tardes de los domingos a
gusto. Una buena digestión de la
sabrosa comida; una vieja y muelle
"chaise longue" para tumbarse; un nú-
mero del "Times"; las zapatillas en
los pies, el torso sin camisa...
¿Cómo podía uno no encontrarse a gus-
to?
No experimentó ningún placer, por
lo tanto, cuando vio entrar a su espo-
sa. Después de diez años de matrimo-
nio era todavía lo suficientemente
estúpido para seguir enamorado de
ella, y tenía siempre mucho gusto en
verla; pero las tardes de los domingos
eran sagradas y su concepto de la ver-
dadera comodidad era poder pasar tres
o cuatro horas solo. Por consiguien-
te, concentró su atención en las últi-
mas noticias de la expedición Lefe-
bre-Yoshida a Marte (tenía que salir
de la Base Luna y podía incluso te-
ner éxito) y fingió no verla.
Mrs. Weston esperó pacientemente
dos minutos, después, impaciente, dos
18 29
más, y finalmente rompió el silencio.
--George...
--¿Ejem?
--¡He dicho George! ¿Quieres de-
jar este periódico y mirarme?
El periódico cayó al suelo, cru-
jiendo, y George volvió el rostro
contrariado hacia su mujer.
--¿Qué ocurre, querida?
--Ya sabes lo que ocurre. Es Glo-
ria y esta terrible máquina.
--¿Qué terrible máquina?
--No finjas no saber de lo que
hablo. El robot, al cual Gloria lla-
ma Robbie. No se aparta de ella ni
un instante.
--¿Y por qué quieres que se aparte?
Es su deber... Y en todo caso, no es
ninguna terrible máquina. Es el mejor
robot que se puede comprar con dinero
y estoy seguro de que me hace economi-
zar medio año de renta. Es más inte-
ligente que muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el
periódico, pero su mujer fue más rá-
pida que él y se lo arrebató.
--Vas a escucharme, George. No
677I
quiero ver a mi hija confiada a una
máquina, por inteligente que sea. No
tiene alma y nadie sabe lo que es ca-
paz de pensar. Una chiquilla no está
hecha para ser guardada por una "cosa"
de metal.
--¿Y cuándo has tomado esta deci-
sión? -preguntó Mr. Weston fruncien-
do el ceño-. Ya lleva con Gloria dos
años y no he visto que te preocupases
hasta ahora.
--Al principio era diferente. Era
una novedad, me quitó un peso de enci-
ma y era una cosa elegante. Pero aho-
ra, no sé... los vecinos...
--¿Y qué tienen que ver los vecinos
con esto? Mira, un robot es muchísimo
más digno de confianza que una nodriza
humana. Robbie fue construido en
realidad con un solo propósito: ser el
compañero de un chiquillo. Su "menta-
lidad" entera ha sido creada con este
propósito. Tiene forzosamente que
querer y ser fiel a esta criatura. Es
una máquina, "hecha así". Es más de
lo que puede decirse de los humanos.
--Pero puede ocurrir algo.
Puede... puede -Mrs. Weston tenía
unas ideas muy vagas del contenido
19 31
interior de un robot-, no sé, si algo
de dentro se estropease y...
No podía decidirse a completar su
claro y espantoso pensamiento.
--Tonterías... -negó Weston con un
involuntario estremecimiento ner-
vioso-. Es completamente ridículo.
Cuando compré a Robbie tuvimos una
larga discusión acerca de la Primera
Regla Robótica. Ya sabes que un
robot no puede dañar a un ser humano;
que mucho antes de que algo pudiese
alterar esta Primera Regla, el robot
quedaría completamente inutilizado.
Es una imposibilidad matemática.
Además, dos veces al año viene un
ingeniero de la U.S. Robots a hacer
una revisión completa del mecanismo.
Hay menos probabilidades de que se
estropee algo en Robbie, de que uno
de nosotros se vuelva repentinamente
loco; considerablemente menos. Ade-
más, ¿cómo se lo vas a quitar a Glo-
ria?
Hizo una nueva e infructuosa tenta-
tiva de tomar el periódico y su mujer
lo arrojó con rabia a la habitación
677I
contigua.
--Ahí está la cosa, George. No
quiere jugar con nadie más. Hay por
aquí docenas de niños y niñas con
quienes podría trabar amistad, pero no
quiere. No quiere ni acercarse a
ellos, a menos que yo la obligue. Es
imposible que se críe así. Querrás
que sea una niña normal, ¿verdad?
Querrás que sea capaz de ocupar su
sitio en la sociedad... supongo.
--Estás luchando contra las
sombras, Grace. Imagínate que Rob-
bie es un perro. He visto centenares
de chiquillos que querían más a su
perro que a su padre.
--Un perro es diferente, George.
Tenemos que librarnos de este terri-
ble instrumento. Puedes volverlo a
vender a la compañía. Lo he pregunta-
do y es posible.
--¿Que lo has... "preguntado"?
Mira, Grace, escucha, no nos aparte-
mos de la cuestión. Vamos a conservar
el robot hasta que Gloria sea mayor,
y no se hable más de este enojoso
asunto.
Y con estas palabras, salió de la
habitación dando un bufido.
20 33
Dos días después, Mrs. Weston
encontró a su marido en la puerta.
--Tienes que escuchar una cosa,
George. Hay mala voluntad por el
pueblo.
--¿Acerca de qué? -preguntó Mr.
Weston entrando en el cuarto de baño
y ahogando la posible respuesta con el
ruido del agua.
Mrs. Weston esperó a que cesara.
Después dijo:
--Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla
en la mano, el rostro colorado y colé-
rico.
--¿Qué diablos estás diciendo?
--La cosa se ha ido formando y for-
mando... He tratado de cerrar los
ojos y no verlo, pero no puedo más.
Todo el pueblo considera a Robbie
peligroso. No dejan acercarse aquí a
los chiquillos.
--Nosotros le confiamos "nuestra"
hija.
--La gente no razona, ante estas
cosas.
--¡Pues que se vayan al diablo!
677I
--Decir esto no resuelve el proble-
ma. Yo tengo que comprar allí. Tengo
que ver a los vecinos cada día. Y
estos días es peor cuando se habla de
robots. Nueva York acaba de dictar
la orden prohibiendo que los robots
salgan a la calle entre la puesta y la
salida del sol.
--Muy bien, pero no pueden impedir-
nos tener un robot en nuestra casa,
Grace. Esto es una de tus campañas.
La conozco. Pero la respuesta es la
misma. ¡No! Seguiremos teniendo a
Robbie.
Y no obstante, quería a su mujer;
y, lo que era peor aún, su mujer lo
sabía. George Weston, al fin y al
cabo, no era más que un hombre, ¡el
pobre!, y su mujer echaba mano de to-
dos los artilugios que el sexo más
torpe y escrupuloso ha aprendido, con
razón e inútilmente, a temer.
Diez veces durante la semana que
siguió, tuvo ocasión de gritar:
"¡Robbie se queda... y se acabó!", y
cada vez lo decía con menos fuerza y
acompañado de un gruñido más plañide-
ro.
21 35
Llegó finalmente el día en que
Weston se acercó tímidamente a su
hija y le propuso una sesión de visi-
voz en el pueblo.
--¿Puede venir Robbie?
--No, querida -dijo él estremecién-
dose al sonido de su voz-, no admiten
robots en el visivoz, pero podrás con-
társelo todo cuando volvamos a casa.
-Dijo las últimas palabras balbucean-
do y miró a lo lejos.
Gloria regresó del pueblo hirviendo
de entusiasmo, porque el visivoz era
realmente un espectáculo magnífico.
Esperó a que su padre metiese el
coche a reacción en el garaje subte-
rráneo y dijo:
--Espera que se lo cuente a Rob-
bie, papá. Le hubiera gustado mucho.
Especialmente cuando Francis Fran
retrocedía tan sigilosamente y tropezó
con uno de los Hombres-Leopardo y
tuvo que huir. -Se rió de nuevo-.
Papá, ¿hay verdaderamente
hombres-leopardo en la Luna?
--Probablemente, no -dijo Weston
distraído-. Es sólo fantasía.
677I
No podía entretenerse ya mucho con
el coche. Tenía que afrontar la si-
tuación. Gloria echó a correr por el
césped.
--¡Robbie! ¡Robbie!
De repente se detuvo al ver un mag-
nífico perro de pastor que la miraba
con ojos dulces, moviendo la cola.
--¡Oh, que perro más bonito! -dijo
Gloria subiendo los escalones del
porche y acariciándolo cautelosamen-
te-. ¿Es para mí, papá?
--Sí, es para ti, Gloria -dijo su
madre, que acababa de aparecer junto a
ellos-. Es muy bonito, y muy bueno...
Le gustan las niñas.
--¿Y sabe jugar?
--¡Claro! Sabe hacer la mar de
trucos. ¿Quieres ver algunos?
--En seguida. Quiero que lo vea
Robbie también. ¡"Robbie"!... -Se
detuvo, vacilante, y frunció el ceño-.
Apostaría a que se ha encerrado en su
cuarto, enojado conmigo porque no le
he llevado al visivoz. Tendrás que
explicárselo, papá. A mí quizá no me
creería, pero si se lo dices tú sabrá
que es verdad.
Weston se mordió los labios. Miró
22 37
a su mujer, pero ella apartaba la vis-
ta.
Gloria dio rápidamente la vuelta y
bajó los escalones del sótano al tiem-
po que gritaba:
--¡Robbie..., ven a ver lo que me
han traído papá y mamá! ¡Me han
comprado un perro, Robbie!
Al cabo de un instante, había
regresado asustada.
--Mamá, Robbie no está en su habi-
tación. ¿Dónde está? -No hubo res-
puesta; George Weston tosió y se
sintió repentinamente interesado por
una nube que iba avanzando perezosa-
mente por el cielo. La voz de Gloria
estaba preñada de lágrimas-. ¿Dónde
está Robbie, mamá?
Mrs. Weston se sentó y atrajo
suavemente a su hija hacia ella.
--No te importe, Gloria. Robbie
se ha marchado, me parece.
--¿Marchado?... ¿Adónde? ¿Adónde
se ha marchado, mamá?
--Nadie lo sabe, hijita. Se ha
marchado. Lo hemos buscado y buscado
por todas partes, pero no lo encontra-
677I
mos.
--¿Quieres decir que no va a volver
nunca más? -sus ojos se redondeaban
por el horror.
--Quizá lo encontraremos pronto.
Seguiremos buscándolo. Y entretanto
puedes jugar con el perrito. ¡Míralo!
Se llama "Relámpago" y sabe...
Pero Gloria tenía los párpados
bañados en lágrimas.
--¡No quiero el perro feo! ¡Quiero
a Robbie! ¡Quiero que me encuentres
a Robbie!
Su desconsuelo era demasiado hondo
para expresarlo con palabras, y pro-
rrumpió en un ruidoso llanto.
Mrs. Weston pidió auxilio a su
marido con la mirada, pero él seguía
balanceando rítmicamente los pies y no
apartaba su ardiente mirada del cielo,
de manera que tuvo que inclinarse para
consolar a su hija.
--¿Por qué lloras, Gloria? Robbie
no era más que una máquina, una má-
quina fea... No tenía vida.
--¡No era una máquina! -gritó Glo-
ria con fuego-. Era una persona como
tú y como yo y además era mi amigo.
¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá,
23 39
quiero que vuelva...!
La madre gimió, sintiéndose venci-
da, y dejó a Gloria con su dolor.
--Déjala que llore a su gusto -le
dijo a su marido-; el dolor de los
chiquillos no es nunca duradero.
Dentro de unos días habrá olvidado
que aquel espantoso robot haya existi-
do.
Pero el tiempo demostró que Mrs.
Weston había sido demasiado optimis-
ta. Desde luego, Gloria dejó de llo-
rar, pero dejó de sonreír y cada día
se mostraba más triste y silenciosa.
Gradualmente, su actitud de pasiva
infelicidad fue minando a Mrs. Wes-
ton y lo único que la retenía de ce-
der, era su incapacidad de confesar la
derrota a su marido.
Hasta que una noche, entró en el
"living", se sentó y se cruzó de bra-
zos, desalentada. Su marido estiró el
cuello para verla por encima del pe-
riódico.
--¿Qué te pasa, Grace?
--Es esta chiquilla, George. He
tenido que devolver el perro hoy.
677I
Gloria me dijo que no podía soportar
verlo. Hará que tenga un ataque de
nervios.
Weston dejó el periódico a un lado
y un destello de esperanza apareció en
sus ojos.
--Quizá..., quizá tendríamos que
volver a pedir a Robbie. Es posible,
sabes... Puedo hablar con...
--¡No! -respondió ella secamente-.
No quiero oír hablar de él. No vamos
a ceder tan fácilmente. Mi hija no
tiene que ser criada por un robot,
aunque necesite años para quitárselo
de la cabeza.
Weston volvió a tomar el periódico
con aire decepcionado.
--Un año así y tendré el cabello
prematuramente gris.
--No eres de gran ayuda, George
-fue la glacial contestación-. Lo que
Gloria necesita es un cambio de
ambiente. Aquí no puede olvidar a
Robbie, desde luego. ¿Cómo puede
olvidarlo si cada árbol y cada roca se
lo recuerda? Es realmente la si-
tuación más tonta de que he oído
hablar. ¡Imagínate una criatura des-
falleciendo por la pérdida de un ro-
24 41
bot!
--Bien, vamos al grano. ¿Cuál es
el cambio de ambiente que planeas?
--Vamos a llevarla a Nueva York.
--¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que
representa Nueva York en agosto?
¡Es insoportable!
--Hay millones que lo soportan.
--No tienen un sitio como éste don-
de estar. Si no tuviesen que quedarse
en Nueva York, no se quedarían.
--Pues nosotros tendremos que que-
darnos también. Vamos a salir en se-
guida, en cuanto hayamos hecho los
preparativos. En Nueva York, Glo-
ria encontrará suficientes distrac-
ciones y suficientes amigos para ha-
cerle olvidar esta máquina.
--¡Oh, Dios mío!... -gruñó el
infeliz marido-. ¡Aquellos pavimentos
abrasadores!
--Tenemos que ir -fue la implacable
respuesta-. Gloria ha perdido dos
kilos este mes y la salud de mi hijita
es más importante para mí que tu como-
didad.
--Es una lástima que no hayas pen-
677I
sado en la salud de tu hijita antes de
privarla de su querido robot -murmuró
él..., para sí mismo.
Gloria dio inmediatamente síntomas
de mejoría en cuanto oyó hablar del
inminente viaje a la ciudad. Hablaba
poco de él, pero cuando lo hacía era
siempre con vivo entusiasmo. Comenzó
de nuevo a sonreír y a comer con su
precedente apetito.
Mrs. Weston no cabía en sí de jú-
bilo y no perdía ocasión de demostrar
su triunfo sobre su todavía escéptico
marido.
--¿Lo ves, George? Ayuda a hacer
el equipaje como un angelito y charla
como si no hubiese tenido un disgusto
en su vida. Es lo que te dije, lo que
necesitaba era fijar su interés en
otra cosa.
--¡Ejem!... -respondió el marido,
escéptico-. Esperemos que así sea.
Los preliminares se hicieron rápi-
damente. Se tomaron las disposiciones
para el alojamiento en la ciudad y un
matrimonio quedó encargado del cuidado
de la casa de campo. Cuando finalmen-
te llegó el día de la marcha, Gloria
25 43
había vuelto a ser la misma de antes y
ni la menor alusión de Robbie pasó
por sus labios.
Con el mejor humor, la familia tomó
un taxigiro hasta el aeropuerto (Wes-
ton hubiera preferido ir en su autogi-
ro, pero era sólo un dos plazas y no
había sitio para el equipaje) y entra-
ron en el avión que esperaba para sa-
lir.
--Ven, Gloria, te he reservado un
sitio al lado de la ventana para que
veas el paisaje.
Gloria ocupó el sitio indicado,
aplastó su naricilla contra el grueso
vidrio y miró con un interés que au-
mentó al comenzar a rugir los motores.
Era demasiado pequeña para asustarse
cuando la tierra empezó a alejarse a
sus pies y sintió aumentar el doble de
su peso. Sólo cuando la tierra hubo
cambiado de aspecto y se convirtió en
una vasta manta de cuadros de colores,
apartó la nariz del vidrio y se volvió
hacia su madre.
--¿Llegaremos pronto a la ciudad,
mamá? -preguntó rascándose la nariz
677I
helada y observando cómo se desvanecía
la mancha opaca que su aliento había
dejado en la ventana.
--Dentro de media hora, hija mía.
¿No estás contenta de que vayamos?
-añadió con sólo un leve tono de
ansiedad en la voz-. ¿No vas a ser
muy feliz en la ciudad, con los edifi-
cios y la gente y tantas cosas que
ver? Iremos al visivoz cada día, y al
teatro, y al circo y a la playa, y...
--Sí, mamá -fue la respuesta sin
entusiasmo de la chiquilla. La nave
pasaba en aquel momento sobre un mar
de nubes y Gloria quedó en el acto
absorbida en la contemplación de aque-
lla masa que tenía a sus pies. Des-
pués volvieron a encontrarse en medio
de un cielo azul y se volvió hacia su
madre con un súbito aire misterioso de
secreto.
--Ya sé por qué vamos a la ciudad,
mamá.
--¿Sí, hija mía? -dijo Mrs. Wes-
ton intrigada-. ¿Y por qué?
--No me lo has dicho porque querías
darme una sorpresa, pero lo sé.
-Quedó un momento sumida en la admi-
ración de su aguda perspicacia y des-
26 45
pués se echó a reír alegremente-.
Vamos a Nueva York porque allí
podremos encontrar a Robbie, ¿no es
verdad? Con detectives.
La suposición pilló a George Wes-
ton en el momento de beber un vaso de
agua, con desastrosos resultados.
Hubo una especie de ronquido, un
géiser de agua y una tos de alguien
que se ahoga. Cuando todo hubo termi-
nado, ofreció el aspecto de una perso-
na profundamente contrariada, tenía el
rostro colorado y estaba mojado de
pies a cabeza.
Mrs. Weston mantuvo su compostura,
pero cuando Gloria hubo repetido su
pregunta con el ansia redoblada en la
voz, su mal humor triunfó.
--Quizá -repitió secamente-. Y
ahora siéntate y estáte quieta, por el
amor de Dios.
Nueva York, en 1998, era para el
visitante un paraíso superior a lo que
había sido siempre. Los padres de
Gloria se dieron cuenta de ello y
sacaron el mejor partido posible.
677I
Por orden estricta de su mujer,
Weston había tomado las disposiciones
necesarias para que sus negocios
marchasen solos por algún tiempo, a
fin de estar libre y poder dedicar el
tiempo a lo que él llamaba "salvar a
Gloria del borde del abismo". Como
era costumbre en Weston, lo hizo de
aquella forma precisa, minuciosa y
eficiente que era propia de él. Antes
de que hubiese transcurrido un mes,
nada de lo que podía hacerse había
dejado de ser hecho.
Gloria fue llevada al último piso
del Roosevelt Building, que medía
casi un kilómetro de altura, y desde
donde se gozaba del abigarrado panora-
ma de los edificios que se extendían
hasta los campos de Long Island y
las tierras llanas de Nueva Jersey.
Visitaron los jardines zoológicos,
donde Gloria contempló con emocionado
temor un "verdadero león vivo" (con la
consiguiente decepción de ver que los
guardianes lo alimentaban con trozos
de carne cruda y no con seres humanos,
como ella esperaba), y pidió con
insistencia y de manera perentoria ver
"la ballena".
26 47
Los diversos museos contribuyeron
también a llamar su atención, así como
parques, playas y el acuario.
Llevaron a Gloria hasta medio cur-
so del Hudson en un barco especial-
mente decorado, que evocaba el arcaís-
mo de los años veinte. Viajó por la
estratosfera en una salida de exhibi-
ción y vio el cielo ponerse de color
de púrpura, las estrellas destacar en
el firmamento y la Tierra nebulosa
tomar bajo ellos el aspecto de una
gran taza cóncava. Una nave submarina
de paredes transparentes le hizo visi-
tar las aguas de Long Island y vio
aquel mundo verde y tembloroso, y los
monstruos marinos acercarse a ella y
huir después atemorizados.
En un terreno más prosaico, Mrs.
Weston la llevó a los grandes almace-
nes, donde pudo soñar de nuevo a su
antojo.
En resumen, cuando el mes hubo casi
transcurrido, los Weston estaban con-
vencidos de haber hecho cuanto era
humanamente posible para quitarle de
la cabeza al desaparecido Robbie,
677I
pero no estaban muy seguros de haberlo
conseguido.
El hecho cierto era que dondequiera
que llevasen a Gloria, desplegaba el
más vivo interés por todos los robots
que se le ponían delante. Por muy
interesante que fuese el espectáculo a
que asistía, por nuevo que fuese a sus
ojos infantiles, su mirada se fijaba
implacablemente en cualquier parte
donde viese un movimiento metálico.
La situación alcanzó su apogeo con
el episodio del Museo de Ciencia y
de Industria. El Museo había anun-
ciado un "programa infantil" especial
donde tenían que hacerse demostracio-
nes de magia científica reducidas a la
escala de la mentalidad infantil. Los
Weston, desde luego, pusieron el
espectáculo en la lista de "indispen-
sables".
Los Weston estaban completamente
absorbidos por los experimentos de un
potente electroimán cuando Mrs. Wes-
ton se dio súbitamente cuenta de que
Gloria no estaba con ellos. El pá-
nico inicial se convirtió en metódica
decisión y con la ayuda de tres
empleados se comenzó una minuciosa
27 49
búsqueda.
Gloria, por su parte, no era de
esas chiquillas que rondan al azar.
Para su edad, era inusitadamente de-
cidida, saturada de idiosincrasia ma-
ternal, a este respecto. En el tercer
piso había visto un gran cartel con
una flecha y la indicación "Al Robot
Parlante", y después de haberlo dele-
treado sola y observando que sus
padres no parecían decididos a avanzar
en aquella dirección, hizo lo que con-
sideró indicado. Esperando un momento
de distracción paterna, dio media
vuelta y siguió la flecha.
El Robot Parlante era verdadera-
mente un "tour de force"; pero un
artefacto totalmente inútil, sin más
valor que el publicitario. Cada hora,
un grupo de visitantes escoltados por
un empleado se detenía delante del
robot y hacía preguntas al ingeniero
encargado del robot, con discretos
susurros. Las que el ingeniero juzga-
ba aptas para ser contestadas por los
circuitos del robot, le eran transmi-
tidas.
677I
Era una tontería. Puede ser muy
interesante saber que el cuadrado de
catorce es ciento noventa y seis, que
la temperatura en este momento es de
28> centígrados, que la presión del
aire acusa 750mm de mercurio, y que
el peso atómico del sodio es 23, pero
para esto, en realidad, no se necesita
un robot. No se necesita, en espe-
cial, una enorme masa inmóvil de
alambres y espirales que ocupa veinti-
cinco metros cuadrados.
Pocos eran los que hacían una se-
gunda experiencia, pero una chiquilla
de unos diez años estaba tranquilamen-
te sentada en un banco esperando la
tercera exhibición. Era la única per-
sona que había en la sala cuando Glo-
ria entró, pero no la miró. Para
ella, en aquel momento otro ser humano
era un ejemplar completamente despre-
ciable. Consagraba su atención a
aquel objeto lleno de ruedas dentadas.
De momento, vaciló con cierto desa-
liento. Aquello no se parecía a nin-
guno de los robots que ella había vis-
to. Cautelosamente, vacilando, levan-
tó su débil voz.
--Por favor, Mr. Robot, perdone,
28 51
¿es usted el Robot Parlante?
No estaba muy segura de ello, pero
le parecía que un robot que hablaba
merecía toda clase de consideraciones.
(Por el delgado rostro de la mucha-
cha de diez años pasó una mirada de
intensa concentración. Sacó un carnet
de notas del bolsillo y comenzó a
escribir rápidamente).
Se oyó un girar de mecanismos bien
engrasados y una voz metálica lanzó
unas palabras que carecían de acento y
entonación.
--Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró contrariada. "Ha-
blaba", pero el sonido venía de
dentro. No había rostro al cual
hablar.
--¿Puede usted ayudarme, Mr. ro-
bot? -dijo.
El Robot Parlante estaba
construido para contestar preguntas,
pero sólo las preguntas que se podían
hacer. Confiado en su capacidad, sin
embargo, respondió:
--Puedo-ayudarle.
--Gracias, Mr. Robot. ¿Ha visto
677I
usted a Robbie?
--¿Quién-es-Robbie?
--Un robot, Mr. Robot, señor -se
puso de puntillas-. Es así de alto,
pero más alto, y muy bueno. Tiene
cabeza, sabe... Bueno, usted no
tiene, pero él sí.
--¿Un robot?... -preguntó el Robot
Parlante un poco perplejo.
--Sí, míster Robot. Un robot como
usted, salvo que, naturalmente, no
sabe hablar y que..., parece una per-
sona de veras.
--¿Un-robot-como-yo?
--Sí, míster Robot.
A lo cual el robot parlante sólo
contestó con un ruido de engranajes y
un sonido incoherente. Trató de po-
nerse lealmente a la altura de su mi-
sión y se fundieron media docena de
bobinas. Zumbaron algunas señales de
alarma.
(En aquel momento la muchacha de
diez años se marchó. Tenía bastante
para su primer artículo sobre "Aspec-
tos Prácticos del Robotismo". Era
el primero de los varios que tenía que
escribir Susan Calvin sobre este
tema).
29 53
Gloria permanecía de pie con mal
disimulada impaciencia, esperando la
respuesta del robot, cuando oyó un
grito detrás de ella.
--¡Allí está! -Y en el acto reco-
noció la voz de su madre-. ¿Qué estás
haciendo aquí, mala muchacha? -excla-
mó, su ansiedad transformándose en el
acto en cólera-. ¿No sabes el miedo
que has hecho pasar a papá y mamá?
¿Por qué te has escapado?
El ingeniero del robot había apare-
cido también, mesándose los cabellos y
preguntando quién diablos había estro-
peado la máquina.
--¿Es que no saben ustedes leer?
¿No saben que no tienen derecho a
estar aquí sin ir acompañados?
Gloria levantó su ofendida voz.
--He venido sólo a ver el Robot
Parlante, mamá. Pensé que quizá
sabría dónde estaba Robbie, puesto
que los dos son robots. -Y al apare-
cer en su mente el recuerdo de Rob-
bie, estalló en una tempestad de
lágrimas-. ¡Tengo que encontrar a
Robbie, mamá, tengo que encontrarlo!
677I
--¡Ah, Dios mío, esto es más de lo
que soy capaz de soportar! -exclamó
Mrs. Weston ahogando un grito-.
¡Volvamos a casa, George!
Aquella tarde, George se ausentó
durante algunas horas y a la mañana
siguiente se acercó a su mujer en una
actitud sospechosamente complaciente.
--He tenido una idea, Grace.
--¿Sobre qué? -preguntó ella con
soberana indiferencia.
--Sobre Gloria.
--¿No vas a proponer devolverle el
robot?
--No, desde luego que no.
--Entonces, sigue. No tengo incon-
veniente en escucharte. Nada de lo
que hemos hecho parece haber servido
de nada.
--Muy bien. He aquí lo que he
estado pensando. El gran mal de Glo-
ria es que piensa en Robbie como per-
sona y no como máquina. Naturalmente,
no puede olvidarlo. Ahora bien, si
conseguimos convencer a Gloria de que
su Robbie no era más que un amasijo
de acero y cobre en forma de planchas
y que el jugo de su vida no era más
que hilos y electricidad, ¿cuánto
30 55
tiempo duraría su anhelo? Es la forma
psicológica de ataque, si entiendes lo
que quiero decir.
--¿Y cómo pretendes conseguirlo?
--Simplemente, ¿dónde imaginas que
fui, anoche? He persuadido a Ro-
bertson, de la U. S. Robots & Me-
chanic Men Inc., que nos permita
realizar mañana una visita completa de
sus talleres. Iremos los tres y una
vez hayamos terminado la visita, Glo-
ria estará convencida de que un robot
no es una cosa viva.
Los ojos de Mrs. Weston habían
ido agrandándose progresivamente, de-
latando una súbita y profunda admira-
ción.
--¡Pero.. George..., esto es una
excelente idea!
Los botones de la chaqueta de
George Weston tiraron con fuerza.
--Es de las que tengo yo... -dijo.
Míster Struthers era un director
general concienzudo y naturalmente
inclinado a ser un poco locuaz. Esta
combinación dio por resultado una vi-
677I
sita que fue totalmente, quizá con
exceso, explicada en todas sus fases.
Sin embargo, Mrs. Weston no se abu-
rría. Al contrario, más de una vez se
detuvo e insistió en que explicase
detalladamente algo en un lenguaje
suficientemente claro para que Gloria
lo entendiese. Bajo la influencia de
esta apreciación de sus facultades
narrativas, míster Struthers se sin-
tió comunicativo y se extendió con
mayor genialidad todavía, si cabe.
Incluso George Weston demostraba
una creciente impaciencia.
--Perdóneme, Struthers -dijo,
interrumpiendo una conferencia sobre
la célula fotoeléctrica-; ¿no tienen
ustedes una sección donde sólo se
emplee mano de obra robot?
--¡Oh, sí; sí, desde luego! -dijo
sonriendo a Mrs. Weston-. Un círcu-
lo vicioso, en cierto modo; robots
creando robots. Desde luego, no hace-
mos una práctica general de ello. En
primer lugar, porque los sindicatos no
nos lo permitirían. Pero conseguimos
poder utilizar algunos robots como
mano de obra robot, únicamente como
una especie de experimento científico.
31 57
Comprenda... -prosiguió golpeándose
la palma de la mano con sus lentes
para dar paso a su argumentación-, lo
que los sindicatos no comprenden -y lo
dice un hombre que ha simpatizado
siempre con la obra sindical en gene-
ral- es que el advenimiento del robot,
aun cuando aportando al empezar alguna
dislocación en el trabajo, tendrá ine-
vitablemente que...
--Si, Struthers -dijo Weston-,
pero esta sección de que habla usted,
¿podemos verla? Debe de ser muy inte-
resante, estoy seguro.
--¡Sí, sí, desde luego! -Míster
Struthers se puso los lentes con un
movimiento convulsivo y soltó una to-
secita de desaliento. Síganme, por
favor.
Mientras siguieron un largo corre-
dor y bajaron un tramo de escaleras,
Struthers, precediendo a los demás,
estuvo relativamente tranquilo. Des-
pués, una vez hubieron entrado en una
vasta habitación intensamente ilumina-
da donde reinaba el zumbido de una
mecánica actividad, se abrieron las
677I
compuertas y desbordó el chorro de sus
explicaciones.
--Aquí lo tiene usted -dijo con el
orgullo impreso en su voz-. ¡Sólo
robots! Cinco hombres actúan como
inspectores y no tienen siquiera que
estar en esta habitación. En cinco
años, es decir, desde que inaguramos
este sistema, no ha ocurrido un solo
accidente. Desde luego, los robots
aquí reunidos son relativamente senci-
llos, pero...
La voz del director general se ha-
bía convertido hacía tiempo ya en un
murmullo tranquilizador a los oídos de
Gloria. Toda aquella visita le pare-
cía aburrida e inútil, a pesar de que
hubiese muchos robots a la vista.
Ninguno de ellos era ni remotamente
como Robbie, y los contemplaba con
manifiesto desdén.
Vio que en aquella habitación no
había ser viviente. Entonces sus ojos
se fijaron en seis o siete robots que
trabajaban activamente en una mesa
redonda en el centro de la sala, y se
apartaron con una sorpresa de incredu-
lidad. La sala era espaciosa. Gloria
no podía verlo bien, pero uno de los
32 59
robots parecía... parecía... ¡"era"!
--¡Robbie! -El grito rasgó el aire
y uno de los robots se estremeció y
dejó caer la herramienta que manejaba.
Gloria estaba como loca de alegría.
Metiéndose por debajo de la barandi-
lla antes de que sus padres pudiesen
impedirlo, saltó al suelo, situado
algunos palmos más abajo y corrió ha-
cia Robbie, con los brazos abiertos y
el cabello flotando.
Y en aquel momento, las tres perso-
nas mayores vieron horrorizadas, al
tiempo que quedaban paralizadas de
espanto, lo que la chiquilla no vio:
un enorme tractor que avanzaba a cie-
gas, siguiendo el camino que tenía
trazado.
Weston necesitó una fracción de
segundo para volver en sí, pero aque-
lla fracción de segundo lo representó
todo porque Gloria ya no podía ser
salvada, todo era claramente inútil.
Struthers hizo una rápida seña a los
inspectores para que detuviesen el
tractor, pero los inspectores no eran
más que seres humanos y necesitaron
677I
tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie quien actuó rápi-
damente y con precisión.
Devorando con sus piernas de metal
el espacio que lo separaba de su ami-
ta, se lanzó hacia ella viniendo de la
dirección opuesta. Todo ocurrió en un
instante. Extendiendo el brazo, Rob-
bie agarró a Gloria sin moderar su
marcha en lo más mínimo y dejándola,
por consiguiente, sin aire en los pul-
mones. Weston, sin comprender muy
bien lo que ocurría, sintió, más que
vio, a Robbie pasar por su lado como
un alud y detenerse en seco. El trac-
tor cortó el camino donde había estado
Gloria, medio segundo después de que
Robbie la hubo arrastrado tres
metros, y se detuvo con un chirrido
metálico y prolongado.
Gloria recobró el aliento, fue so-
metida a una serie de apasionados
abrazos y caricias por parte de sus
padres y se volvió emocionada hacia
Robbie. Para ella no había ocurrido
nada, salvo que había encontrado a su
amigo.
Pero la expresión de Mrs. Weston
había pasado de la franca alegría a la
33 61
de una sombría suspicacia. Se volvió
hacia su marido, y, pese a su descom-
puesto y alterado aspecto, consiguió
adoptar una actitud formidable.
--¿Tú..., has preparado esto, ver-
dad...?
George Weston se secaba la abrasa-
da frente con un pañuelo. Su mano
temblaba y sus labios sólo conseguían
esbozar una sonrisa sumamente tenue.
--Robbie no estaba construido para
un trabajo de ingeniería o construc-
ción -prosiguió Mrs. Weston siguien-
do sus ideas-. No podía serles de
ninguna utilidad. Lo has hecho colo-
car aquí a fin de que Gloria pudiese
encontrarlo. Ya lo sabes...
--Pues, sí... -dijo Weston-. Pero
¿cómo iba a saber yo que el encuentro
tenía que ser tan violento? Y Robbie
le ha salvado la vida; esto tienes que
reconocerlo. ¡No puedes volverlo a
despedir!
Grace Weston reflexionó. Se vol-
vió hacia Gloria y Robbie y los con-
templó pensativa algún tiempo. Gloria
había pasado sus brazos alrededor del
677I
cuello del robot y hubiera asfixiado a
cualquiera que no hubiese sido de me-
tal, mientras murmuraba palabras sin
sentido con un frenesí casi histérico.
Los brazos de acero cromado de Rob-
bie (capaces de convertir en un anillo
una barra de acero de cinco centíme-
tros de diámetro) abrazaban cariñosa-
mente a la chiquilla y sus ojos bri-
llaban con un rojo intenso y profundo.
--Bien -dijo Grace Weston, final-
mente-. ¡Por mí puede quedarse hasta
que se oxide!
--Desde luego, no fue así -dijo
Susan Calvin, encogiéndose de
hombros-. Esto ocurría en 1998. En
2002 habíamos inventado ya el robot
móvil-parlante que, naturalmente, de-
jaba a todos los modelos no parlantes
anticuados, y que parecía ser el últi-
mo grito en lo tocante a elementos
no-robot. Entre 2003 y 2007, la
mayoría de los gobiernos desterraron
el uso del robot para todo propósito
que no fuese la investigación cientí-
fica.
34 63
--¿Así que Gloria tuvo que abando-
nar a Robbie, al final?
--Así lo temo. Imagino, sin embar-
go, que debió de serle más fácil a los
quince años que a los ocho. No
obstante, fue una actitud estúpida e
innecesaria por parte de la humanidad.
U. S. Robots alcanzó financieramen-
te su nivel más bajo en 2007, por los
tiempos en que yo ingresé. Al princi-
pio, creí que mi empleo podía terminar
súbitamente en cuestión de algunos
meses, pero entonces empezamos a desa-
rrollar el mercado extraterrestre.
--Y así siguió usted trabajando,
desde luego.
--No del todo. Empezamos tratando
de adaptar los modelos que teníamos a
mano. Los primeros modelos parlantes,
por ejemplo. Los enviamos a Mercurio
para trabajar en las explotaciones
mineras, pero fracasaron.
--¿Fracasaron? -pregunté yo con
sorpresa-. ¡Pero si las minas de
Mercurio rinden muchos millones de
dólares!
--Ahora, sí, pero fue una segunda
677I
tentativa la que triunfó. Si quiere
usted saber algo de esto, le aconsejo
que se entere de lo que le ocurrió a
Gregory Powell. Él y Michael Do-
novan resolvieron los casos más difí-
ciles entre los diez y veinte. Hace
años que no sé nada de Donovan, pero
Powell vive aquí, en Nueva York.
Hoy es abuelo, una cosa a la cual es
difícil acostumbrarse. Yo sólo puedo
recordarlo como un muchacho. Desde
luego, yo era joven también.
Traté de seguirle tirando de la
lengua.
--Si quiere usted darme los hechos
escuetos, doctora Calvin -dije-,
puedo hacer que míster Powell me los
complete más tarde. (Y esto fue exac-
tamente lo que hice).
Extendió sus finas manos sobre la
mesa y permaneció contemplándolas.
--Hay dos o tres casos sobre los
que sé alguna cosa... -dijo.
--Empecemos por Mercurio -propuse.
--Bien; me parece que fue en 2051
cuando se organizó la segunda expedi-
ción a Mercurio. Era una expedición
exploratoria, financiada en parte por
U. S. Robots y en parte por Solar
35 65
Minerals. Consistía en un nuevo tipo
de robot, todavía experimental; Gre-
gory Powell; Michael Donovan...
677I
2
Sentido Giratorio
Uno de los principios favoritos de
Gregory Powell era que con la exci-
tación no se gana nada; de manera que
cuando Mike Donovan bajó las escale-
ras saltando hacia él, con el cabello
rojo empapado de sudor, Powell frun-
ció el ceño.
--¿Qué pasa? -dijo-. ¿Te has roto
una uña?
--¡Ya!... -exclamó Donovan
febril-. ¿Qué has estado haciendo
aquí abajo todo el día? -Hizo una
profunda aspiración-: ¡Speedy no ha
regresado!
Los ojos de Powell se agrandaron
momentáneamente y se detuvo en la
escalera; después reaccionó y siguió
subiendo. No pronunció una palabra
hasta llegar al rellano de arriba y
entonces, dijo:
--¿Has mandado a buscar el selenio?
--Sí.
--¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
36 67
--Cinco horas ya.
Silencio. Era una situación endia-
blada. Llevaban exactamente doce ho-
ras en Mercurio y ya estaban metidos
hasta las cejas en la mar de complica-
ciones. Hacía ya tiempo que Mercurio
era el mundo endiablado del sistema,
pero aquello resultaba algo excesivo,
incluso para un diablo.
--Empieza por el principio y vamos
a poner esto en claro -dijo Powell.
Estaban en la sala de la radio, con
el equipo ya ligeramente anticuado,
que nadie había tocado durante los
diez años anteriores a su llegada.
Incluso diez años, tecnológicamente
hablando, tienen importancia. Compa-
remos a Speedy con el tipo de robots
en boga por allá el año 2005. Pero
el avance en robótica de aquellos días
era tremendo. Powell, contrariado,
tocó una superficie metálica todavía
reluciente. El aspecto de abandono
que reinaba en la estancia, e incluso
en toda la estación, era infinitamente
deprimente. Donovan debió de darse
cuenta, porque empezó:
677I
--He tratado de localizarlo por
radio, pero ha sido inútil. La radio
es inoperante en la cara solar de
Mercurio, a más de tres kilómetros en
todo caso. Este es uno de los motivos
por los cuales pasáis la primera expe-
dición. Y no podemos instalar el
equipo de ultraonda antes de algunas
semanas...
--Deja todo esto. ¿Qué has conse-
guido?
--He localizado la señal de un
cuerpo inorganizado en la onda corta.
No he conseguido más que la posición.
He seguido su rastro durante dos ho-
ras y he anotado los resultados en el
mapa.
Llevaba en el bolsillo un cuadrado
de pergamino, reliquia de la infruc-
tuosa primera expedición, y lo arrojó
sobre la mesa con rabia, extendiéndolo
con la palma de la mano. Powell, con
las manos sobre el pecho, lo observaba
a distancia. El lápiz de Donovan
señaló nerviosamente.
--La cruz roja es el pozo de sele-
nio. Tú mismo lo marcaste.
--¿Cuál de ellos? -interrumpió
Powell-. Mac-Dougal localizó tres
37 69
antes de marcharse.
--He mandado a Speedy al más pró-
ximo, naturalmente. A veintiocho ki-
lómetros de aquí. Pero, ¿qué diferen-
cia hay? -añadió con la voz tensa-.
Aquí hay los puntos de lápiz que mar-
caban la posición de Speedy.
Por primera vez el estudiado aplomo
de Powell falló y tendió las manos
hacia el mapa.
--¿Lo dices en serio? Esto es
imposible.
--Pues así es -gruñó Donovan.
Los diminutos puntos de lápiz for-
maban un vago círculo alrededorde la
cruz roja del pozo de selenio. Y
Powell se atusó el bigote, infalible
signo de ansiedad.
--Durante las dos horas que lo he
seguido -prosiguió Donovan- dio cua-
tro vueltas alrededor del pozo. Me
parece que va a seguir así siempre.
¿Te das cuenta de la situación en que
nos encontramos?
Powell levantó un instante la vista
pero no dijo nada. Sí, se daba muy
bien cuenta de la situación en que
677I
estaban. Aparecía tan clara como un
silogismo. La barrera de fotocélulas,
único obstáculo que se interponía
entre el monstruoso sol de Mercurio y
ellos, estaba destruida. Lo único que
podía salvarlos era el selenio. El
único que podía conseguir el selenio
era Speedy. Si Speedy no regresaba,
no había selenio. Si no había sele-
nio, no había barrera de fotocélulas.
Si no había barrera de fotocélu-
las..., sería la muerte, abrasados
lentamente de la forma más desagrada-
ble posible.
Donovan se secó con rabia la roja
melena y en tono amargado dijo:
--Vamos a ser el hazmerreír de todo
el sistema, Greg. ¿Cómo puede haber
ido todo tan mal, tan de repente? ¡El
famoso equipo de Powell y Donovan es
mandado a Mercurio para informar
sobre la conveniencia de abrir de
nuevo el yacimiento minero de la Fase
Solar con técnica moderna y robots y
el primer día lo estropean todo! Un
trabajo de mera rutina, además...
Jamás sobreviviremos a esto.
--Ni tendremos necesidad de sobre-
vivir, quizá -respondió Powell tran-
38 71
quilamente-. Si no hacemos algo pron-
to, sobrevivir, o incluso sólo vivir,
estará fuera del caso.
--¡No seas estúpido! Si te gusta
bromear con esto, a mí, no. Ha sido
criminal mandarnos aquí con un solo
robot. Y fue idea genial tuya, creer
que podíamos restablecer la barrera de
fotocélulas solos.
--Ahora no eres leal. Fue una de-
cisión mutua y tú lo sabes muy bien.
Lo único que necesitábamosera un ki-
logramo de selenio, una Placa Inmo-
vilizadora Dielectródica y unas tres
horas de tiempo; la cara solar está
llena de pozos de selenio. El
espectro-reflector de Mac-Dougal
descubrió tres en cinco minutos. ¡Qué
diablos! ¡No podíamos esperar la pró-
xima conjunción!
--Bien, ¿y qué vamos a hacer? Po-
well, tú tienes una idea. Lo sé, si
no la tuvieses no estarías tan tran-
quilo. No eres más héroe que yo.
¡Venga, suéltala ya!
--No podemos ir en busca de Speedy
por la cara del sol, Mike. Ni aun
677I
los nuevos insotrajes aguantan más de
veinte minutos de luz directa del sol.
Pero ya conoces el viejo refrán,
"Manda un robot a buscar un robot".
Mira Mike, quizá las cosas no están
tan mal. Abajo, en los subniveles
tenemos seis robots que podemos utili-
zar si funcionan. "Si" funcionan.
Un destello de esperanza apareció
súbitamente en los ojos de Donovan.
--¿Quieres decir los seis robots de
la primera expedición? ¿Estás seguro?
Pueden ser máquinas subrobóticas.
Diez años son muchos años para los
tipos de robots, ya lo sabes.
--No importa,son robots. He pasado
el día entre ellos y lo sé. Tienen
cerebro positónico; primitivo, desde
luego. Vamos abajo -dijo metiéndose
el mapa en el bolsillo.
Los seis robots estaban en el últi-
mo subnivel, rodeados de cajas de
embalaje de incierto contenido. Eran
enormes, muy grandes, y a pesar de que
estaban sentados en el suelo con las
piernas estiradas, sus cabezas se ele-
vaban sus buenos dos metros en el
aire.
--¡Fíjate en el tamaño! -silbó
39 73
Donovan-. El torso debe de tener
tres metros de circunferencia.
--Es porque están dotados del viejo
mecanismo Mcguffy. He mirado su
interior; es la cosa más complicada
que has visto jamás.
--¿Los has cargado ya?
--No, no tenía ningún motivo para
ello. No creo que tengan nada descom-
puesto. Incluso el diagrama está en
buen estado. Pueden hablar.
Destornilló la placa del pecho del
más cercano e insertó en él la esfera
de cinco centímetros de diámetro que
contenía la diminuta chispa de energía
atómica que daba vida al robot. Era
difícil fijarla, pero lo consiguió, y
volvió a atornillar laboriosamente la
placa. Los controles de radio de mo-
delos más modernos no habían sido oí-
dos hacía diez años. Después repitió
la operación con los otros cinco.
--No se mueven -dijo Donovan,
inquieto.
--No les hemos dado orden de que lo
hagan -respondió Powell sucintamente.
Volvió al primero de la fila y lo
677I
golpeó en el pecho-. ¡Tú! ¿Me oyes?
La cabeza del monstruo se inclinó
respetuosamente, como lo hubiera hecho
un siervo, y sus ojos se fijaron en
Powell. Después, con una voz dura,
como un graznido, como la de un gramó-
fono de la época medieval, articuló:
"Sí, señor".
Powell miró a Donovan sin expre-
sión.
--¿Has oído? Son los tiempos de
los primeros robots parlantes, cuando
parecía que los robots iban a ser des-
terrados de la Tierra. Los fabrican-
tes luchaban e imbuyeron en ellos sa-
nos instintos de esclavitud.
--De poco les ha valido -murmuró
Donovan.
--No, no les valió, pero lo inten-
taron. -Se volvió de nuevo hacia el
robot-. ¡Levántate!
El robot se incorporó lentamente y
Donovan levantó la cabeza con un leve
silbido.
--¿Puedes salir a la superficie?
¿A la luz? -preguntó Powell.
El lento cerebro del robot funcionó
pausadamente.
--Sí, señor -dijo por fin.
40 75
--Bien. ¿Sabes lo que es un kiló-
metro?
Otra reflexión y otra lenta res-
puesta.
--Sí, señor.
--Vamos a llevarte a la superficie
y te indicaremos una dirección. Avan-
zarás veintiocho kilómetros y por
alguna parte de aquella región
encontrarás otro robot, más pequeño
que tú. ¿Sigues entendiendo?
--Sí, señor.
--Encontrarás este robot y le orde-
narás que regrese. Si no quiere
regresar, tienes que traerlo a la
fuerza.
Donovan agarró la manga de Powell.
--¿Por qué no mandarlo directamente
a buscar el selenio?
--Porque quiero que Speedy regre-
se, idiota. Quiero averiguar qué le
ocurre. Bien -añadió dirigiéndose al
robot-, sígueme.
El robot permaneció inmóvil y su
voz graznó:
--Perdón, señor, pero no puedo.
Tienes que montar primero. -Con un
677I
fuerte golpe, juntó sus manos entrela-
zando los dedos. Powell lo miró y se
acarició el bigote.
--¡Eh...! ¡Ah!
--¿Tenemos que montarlo? -dijo
Donovan saltándole los ojos-. ¿Como
un caballo?
--Me parece que ésta es la inten-
ción. Pero no sé por qué. No veo...
¡Ah, sí! Ya te he dicho que en aque-
llos tiempos estaban luchando con la
seguridad de los robots. Evidentemen-
te, quisieron dar la sensación de se-
guridad no permitiéndoles moverse sin
llevar un cornac en los hombros. ¿Qué
hacemos ahora?
--Eso es lo que estoy pensando
-murmuró Donovan-. No podemos salir
a la superficie, ni con robot ni sin
él. ¡Por el pellejo de...! -Hizo
chasquear los dedos-. Dame el mapa
-dijo excitado-. No en balde he pasa-
do dos horas estudiándolo. ¡Hay una
explotación mineral! ¿Por qué no uti-
lizamos los túneles?
El yacimiento minero estaba marcado
en el mapa por un círculo negro y las
delgadas líneas que salían de él, a la
manera de una telaraña, eran los tú-
41 77
neles. Donovan estudió las explica-
ciones de lectura al pie de la página.
--Mira -dijo-, los pequeños puntos
negros son aberturas que dan a la su-
perficie y aquí hay uno que quizá no
esté a más de cinco kilómetros del
pozo de selenio. Aquí hay un nú-
mero..., ¡hubieran podido escribir más
grande!... 13-A. Si los robots sa-
ben el camino hasta aquí...
Powell hizo la pregunta y recibió
un sordo "Sí, señor".
--Ponte el insotraje -dijo, satis-
fecho.
Era la primera vez que se ponían
los insotrajes, lo cual requería más
tiempo del que habían creído el día
anterior a su llegada, y sintieron
incomodados los movimientos de sus
miembros.
El insotraje era mucho más volumi-
noso y feo que el traje del espacio
reglamentario; pero considerablemente
más ligero porque no entraba metal
alguno en su composición. Compuestos
de plástico resistente al calor y
planchas de corcho químicamente trata-
677I
das, y equipados con un dispositivo
desecador para mantener el aire seco,
los insotrajes podían resistir el
ardor del sol de Mercurio durante
veinte minutos. Y quizá de cinco a
diez más, sin causar la muerte del
ocupante.
Y las manos del robot seguían for-
mando estribo sin demostrar el más
leve indicio de sorpresa ante la gro-
tesca figura en que Powell se había
convertido. La voz de Powell, enron-
quecida por la radio, gritó:
--¿Estás a punto de llevarnos a
Salida 13-A?
--Sí, señor.
"Bien", pensó Powell; "pueden ca-
recer de radio control, pero, por lo
menos, van equipados con radio recep-
tor".
--Monta en uno de los otros, Mike
-le dijo a Donovan.
Puso un pie en el improvisado
estribo y montó. Encontró el asiento
cómodo; los hombros del robot habían
sido evidentemente moldeados con este
fin; había una depresión en cada
hombro, y dos "orejas" salientes cuyo
objeto parecía claro.
42 79
Powell se agarró a las "orejas" y
sacudió la cabeza del robot. Su mon-
tura se volvió pesadamente. "Guía,
Macduff". Pero Powell no se sintió
tranquilizado.
Los gigantescos robots avanzaron
lentamente con mecánica precisión y
franquearon la puerta cuyo dintel ape-
nas distaba un palmo sobre su cabeza,
de manera que los dos amigos tuvieron
que encogerse rápidamente; siguieron
un corredor en el cual los lentos pa-
sos resonaban rítmicamente y finalmen-
te entraron en la compuerta neumática.
El largo túnel sin aire que se
extendía delante de ellos hasta llegar
a formar un solo punto, evocó a Powe-
ll la exacta magnitud del esfuerzo
realizado por la primera expedición,
con sus rudimentarios robots y sus
elementales necesidades. Pudo ser un
fracaso, pero su fracaso fue bastante
más útil que los éxitos usuales del
Sistema Solar.
--Fíjate en que estos túneles están
iluminados y su temperatura es la nor-
mal de la Tierra. Probablemente ha
677I
sido así durante los diez años que han
permanecido desiertos.
--¿Cómo es eso?
--Energía barata; la más barata del
Sistema. Fuerza solar, ¿comprendes?,
y en la Cara Solar de Mercurio, la
fuerza solar es "algo". Por esto la
estación fue construida a la luz del
sol en lugar de las sombras de la mon-
taña. Es realmente un enorme
transformador de energía. El calor es
transformado en electricidad, luz,
fuerza mecánica y lo que quieras; de
manera que la energía es suministrada
por un proceso simultáneo, pues sirve
también para refrigerar la estación.
--Mira -dijo Donovan-. Todo esto
es muy instructivo, pero, ¿te importa-
ría cambiar de tema? Ocurre que esta
conversión de la energía de que hablas
es realizada principalmente por la
barrera de fotocélulas, y éste es para
mí un doloroso tema en este momento.
Powell gruñó ligeramente y cuando
Donovan rompió el subsiguiente silen-
cio fue para abordar un tema totalmen-
te distinto.
--Escucha, Greg. ¿Qué diablos
debe ocurrirle a Speedy? No puedo
43 81
comprenderlo.
No es cosa fácil encogerse de
hombros dentro de un insotraje, pero
Powell lo intentó.
--No lo sé, Mike. Ya sabes que
está perfectamente adaptado a un
ambiente mercuriano. El calor no sig-
nifica nada para él y está construido
para poca gravedad y suelo accidenta-
do. Está a prueba de averías..., o
por lo menos, debería estarlo.
--Señor -dijo el robot-. Ya esta-
mos.
--¿Eh? -dijo Powell medio dormi-
do-. Bien, salgamos; vamos a la su-
perficie.
Se encontraban en una pequeña su-
bestación, vacía, sin aire, en ruinas.
Donovan había observado un agujero
dentellado en la parte alta de una de
las paredes a la luz de su lámpara de
bolsillo.
--¿Un meteorito, supones? -había
preguntado.
--¡Al diablo! -respondió Powell-.
No importa, salgamos.
Un imponente acantilado de negra
677I
roca basáltica ocultaba la luz del sol
y la profunda noche oscura de un mundo
sin aire los envolvía. Delante de
ellos, la sombra se extendía y termi-
naba como en un filo de navaja de un
insoportable resplandor de luz blanca
que relucía con millares de cristales
sobre el suelo de roca.
--¡Pardiez! -susurró Donovan-.
¡Esto parece nieve! -Y era así.
Los ojos de Powell se fijaron en
el dentellado resplandor de Mercurio
en el horizonte y parpadeó bajo su
brillo cegador.
--Esta debe de ser una zona
extraordinaria -dijo-. La composición
general de Mercurio es baja y la ma-
yoría del suelo es de piedra pómez
gris. Algo como la luna, ¿comprendes?
¿Bonito, no?
Agradecía los filtros de luz de su
placa de visión. Bello o no, mirar
directamente el sol a través del cris-
tal los hubiera cegado en menos de un
minuto.
Donovan miró el termómetro que lle-
vaba en la muñeca.
--¡Repámpanos, ochenta grados!...
¡Qué temperatura!
44 83
--Un poco alta, ¿no crees? -dijo
Powell después de haber comprobado el
suyo.
--¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?
--Mercurio en realidad no carece de
atmósfera -explicó Powell como
distraído, ajustando los binoculares a
la placa de visión con los dedos tor-
pes a causa de su traje-. Hay una
tenue exhalación que se pega a la su-
perficie, vapores de elementos más
volátiles y compuestos de un peso su-
ficiente para ser retenidos por la
gravedad de Mercurio: Selenio, yodo,
mercurio, galio, potasio y óxidos vo-
látiles. Los vapores se reúnen en las
sombras y se condensan, creando calor.
Es una especie de alambique gigantes-
co. Si empleas tu lámpara encontrarás
probablemente que toda esta parte del
acantilado está cubierta de azufre en
bruto o quizá rocío de mercurio.
--No importa. Nuestros trajes
pueden soportar unos vulgares ochenta
grados indefinidamente.
Powell había ajustado ya su dispo-
sitivo binocular, de manera que tenía
677I
los ojos salientes como un caracol.
--¿Ves algo? -preguntó Donovan
observando intensamente.
Powell no contestó en el acto, y
cuando lo hizo fue con cierta ansie-
dad.
--En el horizonte hay un punto
oscuro que podría ser el pozo de sele-
nio. Está donde debe estar. Pero no
veo a Speedy.
Powell se echó adelante con un mo-
vimiento instintivo para mejorar su
visión, levantándose inestable sobre
los hombros de su robot. Con las
piernas estiradas, forzando la vista,
dijo:
--Creo..., creo..., que sí, defini-
tivamente es él. Viene por aquí.
Donovan miró hacia donde señalaba
el dedo. No llevaba binoculares, pero
había un punto que se movía, destacán-
dose en negro sobre el cegador brillo
del suelo cristalino.
--¡Lo veo! -gritó-. ¡Sigamos avan-
zando!
Powell había vuelto a sentarse
sobre los hombros del robot y su mano
enguantada golpeó el gigantesco pecho.
--¡Adelante! -dijo.
45 85
--¡Vamos allá! -gritó Donovan gol-
peando con sus talones como si llevara
espuelas.
Los robots avanzaron con el golpe-
teo regular de sus pies silenciosos en
el vacío, porque la tela metálica de
los trajes no transmitía ningún soni-
do, sólo se percibía la rítmica vibra-
ción del mecanismo interior.
--¡Más aprisa! -gritó Donovan;
pero el ritmo no cambió.
--Es inútil -respondió Powell,
también gritando-. Estos condenados
chismes no tienen más que una veloci-
dad. ¿Crees acaso que están equipados
con flectores selectivos?
Habían atravesado ya las sombras y
la luz caía sobre ellos como una ducha
líquida al rojo blanco. Donovan se
encogió involuntariamente.
--¡Arrea! ¿Es imaginación o siento
calor?
--Ya sentirás más. No pierdas de
vista a Speedy -le respondió.
El robot Spd-13 estaba lo sufi-
cientemente cerca para ser visto ya
677I
con todo detalle. Su gracioso y alar-
gado cuerpo lanzaba cegadores deste-
llos mientras avanzaba con fácil velo-
cidad por el abrupto suelo. Su nombre
era derivado de las iniciales, pero
era apropiado, porque los modelos Spd
se contaban entre los robots más velo-
ces producidos por la United States
Robots & Mechanical Men Corp.
--¡Eh, Speedy! -gritó Donovan
agitando la mano.
--¡Speedy! -chilló también Powe-
ll-. ¡Ven aquí!
La distancia entre los dos hombres
y el errante robot fue reduciéndose
momentáneamente, más por los esfuerzos
que por el lento avance de las anti-
cuadas monturas de Donovan y Powell.
Estaba lo suficientemente cerca
para darse cuenta de que el paso de
Speedy tenía una especie de balanceo
peculiar y, en el momento en que Po-
well agitaba de nuevo la mano y manda-
ba el máximo de energía a su emisor de
radio, preparándose a lanzar un nuevo
grito, Speedy levantó la cabeza y los
vio.
Speedy se detuvo y permaneció un
momento inmóvil, balanceándose leve-
45 87
mente como bajo el impulso de una li-
gera brisa.
--¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí,
muchacho!
A lo cual la voz de robot de S-
peedy resonó en los auriculares de
Powell por primera vez.
Pero lo que dijo fue incomprensi-
ble. Fueron sólo unos sonidos inarti-
culados o quizá unas palabras
incomprensibles. Girando sobre sus
talones, salió a toda velocidad en la
dirección por donde había venido, le-
vantando en su furia fragmentos de
polvo ardiente. Y sus últimas pala-
bras al huir fueron:
"Crece una florecilla cerca del
viejo roble", seguidas de un curioso
sonido metálico que pudo ser el robó-
tico equivalente del hipo.
--Oye, Greg... -dijo Donovan des-
falleciendo-, ¿es que está borracho o
qué?
--Si no me lo hubieses dicho, no me
hubiera dado cuenta -respondió Powell
amargamente-. Volvamos al acantilado.
Me estoy asando.
677I
Powell fue el primero en romper el
angustioso silencio.
--En primer lugar -dijo-, Speedy
no está borracho en el sentido humano
de la palabra, porque es un robot y
los robots no se emborrachan. Sin
embargo, le pasa algo que es el equi-
valente robótico de la borrachera.
--Para mí está borracho, y me pare-
ce que se figura que estamos jugando
-insistió Donovan-. Y no hay tal.
Es cuestión de vida, o una muerte
espantosa.
--Muy bien. No me des prisa. Un
robot sólo es un robot. Una vez haya-
mos averiguado qué le pasa, podremos
arreglarlo y seguir adelante.
--"Una vez"... -dijo Donovan tris-
temente.
--Speedy está perfectamente adapta-
do al ambiente de Mercurio -prosiguió
Powell sin hacerle caso-. Pero esta
región es definitivamente anormal
-añadió con un amplio movimiento del
brazo-. Esta es la consecuencia.
Ahora bien, ¿de dónde vienen estos
cristales? Pueden haber sido formados
por un líquido de enfriamiento muy
lento; pero, ¿de dónde sacarás un lí-
46 89
quido tan caliente que pueda enfriarse
bajo el sol de Mercurio?
--Acción volcánica -insinuó al
instante Donovan.
--De la boca de los inocentes...
-murmuró Powell con una extraña voz,
antes de permanecer algunos minutos
silenciosos-. Escucha, Mike -dijo
finalmente-, ¿qué le dijiste a Speedy
cuando lo mandaste en busca del sele-
nio?
Donovan quedó sorprendido, inmóvil.
--Pues..., no sé. Le dije sólo que
fuese a por él.
--Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Tra-
ta de recordar las palabras exactas.
--Le dije..., eh... dije: "Speedy,
necesitamos selenio. Puedes
encontrarlo en tal y tal sitio. Ve a
por él". Eso es todo. ¿Qué más
querías que le dijera?
--¿No indicaste ninguna urgencia en
la orden, verdad?
--¿Para qué? Era pura rutina.
--Bien, es tarde ya -dijo Powell
con un suspiro-, pero estamos en un
buen atolladero. -Había desmontado de
677I
su robot y estaba sentado de espaldas
al acantilado. Donovan se reunió con
él y se cogieron del brazo. A distan-
cia, la abrasadora luz del sol parecía
querer jugar al escondite con ellos y,
a su lado, de los dos gigantescos ro-
bots sólo era visible el rojo oscuro
de sus ojos fotoeléctricos que los
miraban, sin pestañear, inmóviles e
indiferentes.
¡Indiferentes! ¡Como todo lo de
aquel ponzoñoso Mercurio, tan grande
en peligros como pequeño de talla!
La voz de Powell resonó tensa en
el receptor de radio de Donovan.
--Ahora veamos, empecemos por las
tres Reglas Fundamentales Robóti-
cas, las tres reglas que han penetrado
más profundamente en el cerebro posi-
tónico de los robots. -Sus enguanta-
dos dedos fueron marcando los puntos
en la oscuridad-. Tenemos: Primera.
"Un robot no debe dañar a un ser hu-
mano, ni, por su inacción, dejar que
un ser humano sufra daño".
--¡Exacto!
--Segunda -continuó Powell-. "Un
robot debe obedecer las órdenes que le
son dadas por un ser humano, excepto
47 91
cuando estas órdenes están en oposi-
ción con la Primera Ley".
--¡Exacto!
--Y la tercera: "Un robot debe
proteger su propia existencia hasta
donde esta protección no esté en
conflicto con la Primera y Segunda
Leyes".
--Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?
--Exactamente en la explicación.
El conflicto entre las diferentes
leyes se presenta ante los diferentes
potenciales positónicos del cerebro.
Vamos a suponer que un robot se
encuentra en peligro y lo sabe. El
potencial automático que establece la
Tercera Ley le obliga a dar la vuel-
ta. Pero supongamos que tú le "orde-
nas" correr este peligro. En este
caso la Segunda Ley establece un
contrapotencial más alto que el ante-
rior y el robot cumple la orden a
riesgo de su existencia.
--Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué
hay de ello?
--Veamos el caso Speedy. Speedy
es uno de los últimos modelos, alta-
677I
mente especializado y del coste de un
barco de guerra. No es una cosa para
ser destruida a tontas y a locas.
--De manera que la Tercera ley ha
sido reforzada como fue específicamen-
te mencionado, dicho sea de paso, en
los folletos sobre los modelos Spd,
de forma que su alergia al peligro sea
inusitadamente alta. Al mismo tiempo,
cuando lo mandaste en busca del sele-
nio le diste la orden distraídamente y
sin énfasis especial, de manera que el
potencial de la Segunda Ley era su-
mamente débil. Ahora bien, fíjate; no
hago más que establecer los hechos.
--Muy bien, sigue; me parece que ya
lo tengo.
--¿Ves cómo es la cosa, no? Hay
alguna especie de peligro, centraliza-
do en el pozo de selenio. Aumenta al
aproximarse a él, y, a una cierta dis-
tancia de él, el potencial de la Ter-
cera Ley, inusitadamente alto, com-
pensa exactamente el potencial de la
Segunda Ley, inusitadamente bajo.
Donovan se puso de pie, excitado.
--Y crea el equilibrio, ya lo veo.
La Tercera Ley lo hace retroceder,
y la Segunda Ley lo lleva adelan-
48 93
te...
--Y así describe un círculo alrede-
dor del pozo de selenio, permaneciendo
en el lugar donde los potenciales se
equilibran. Y como no hagamos algo
permanecerá en este círculo para
siempre jamás, girando como un tiovi-
vo. Y esto -añadió más pensativo- es
lo que lo embriaga. En un equilibrio
potencial la mitad de los senderos
positónicos de su cerebro están fuera
de sitio. No soy especialista en ro-
bots, pero me parece obvio. Probable-
mente habrá perdido el control de
aquellas precisas partes de su meca-
nismo voluntario que pierde el ser
humano ebrio.
--Pero ¿cuál es el peligro? Si
supiésemos de qué huía...
--Tú lo has insinuado. Acción vol-
cánica. En algún sitio, encima del
pozo de selenio, hay una emanación de
gases de las entrañas de Mercurio.
Oxido de azufre, óxido de carbono...
y monóxido de carbono. Muchos..., y a
esta temperatura...
--El monóxido de carbono más hierro
677I
da el hierro carbonilo.
--Y un robot -añadió Powell- es
esencialmente hierro. No hay nada
como la deducción -añadió-. Hemos
definido todo lo referente al proble-
ma, menos la solución. No podemos
conseguir el selenio nosotros mismos.
Sigue estando demasiado lejos. No
podemos mandar estos robots-caballos
porque no pueden ir solos y no pueden
llevarnos lo suficientemente aprisa
para no perecer abrasados. Y no pode-
mos agarrar a Speedy, porque el imbé-
cil cree que estamos jugando.
--Si uno de nosotros fuese -dijo
tímidamente Donovan- y regresase asa-
do siempre quedaría el otro.
--Sí -respondió Powell sarcástica-
mente-, sería un tierno sacrificio,
salvo que una persona no estaría en
condiciones de dar órdenes antes de
llegar al pozo y no creo que los ro-
bots regresasen al acantilado sin ór-
denes. Calcúlalo. Estamos a cuatro o
cinco kilómetros del pozo, digamos
cuatro, el robot anda siete kilómetros
por hora y nosotros duraríamos veinte
minutos en nuestros trajes. Y no es
sólo el calor, recuérdalo. La ra-
49 95
diación solar, aquí, a partir del
ultravioleta es "veneno".
--¡Ejem!... -murmuró Donovan-.
Nos faltarían diez minutos.
--Como si fuese una eternidad. Y
otra cosa: para que el potencial de la
Tercera Ley haya detenido a Speedy
donde lo ha detenido, tiene que haber
una cantidad apreciable de monóxido de
carbono en la atmósfera, de vapor me-
tálico, y, por consiguiente, una
acción corrosiva apreciable. Lleva ya
varias horas fuera; y, ¿cómo sabemos
que una articulación de la rodilla,
por ejemplo, no se saldrá de su sitio,
haciéndolo caer? No es sólo cuestión
de pensar; tenemos que pensar "apri-
sa".
¡Profundo, sombrío, tétrico silen-
cio...!
Donovan lo rompió, temblándole la
voz por el esfuerzo hecho para ocultar
su emoción:
--Puesto que no podemos incrementar
el potencial de la Segunda Ley dán-
dole nuevas órdenes, ¿por qué no obrar
en sentido contrario? Si incrementa-
677I
mos el peligro, incrementamos el po-
tencial de la Tercera Ley y lo
traemos atrás.
La placa de visión de Powell se
había vuelto hacia él con una pregunta
muda.
--Verás -dijo la cautelosa explica-
ción-, lo único que tenemos que hacer
para sacarlo de su cauce es aumentar
la concentración de monóxido de carbo-
no por su vecindad. Bien, en la esta-
ción tenemos un laboratorio analítico
completo.
--Naturalmente -asintió Powell-.
Es una estación minera.
--Bien. Debe de haber kilogramos
de ácido oxálico para las precipita-
ciones del calcio.
--¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un
genio!
--Sí, sí... -reconoció Donovan
modestamente-. Se trata sólo de re-
cordar que el ácido oxálico, al calen-
tarse, se descompone en bióxido de
carbono, agua y el buen viejo monóxido
de carbono. Química de primer año, ya
sabes...
Powell se había puesto de pie y
llamó la atención de uno de los
50 97
monstruosos robots.
--Oye, ¿sabes tirar cosas?
--¿Señor...?
--Es igual. -Powell maldijo el
torpe y lento cerebro del robot.
Cogió del suelo un trozo de roca del
tamaño de un ladrillo-. Toma esto -le
dijo- y tíralo al espacio más allá de
la hendidura. ¿Lo ves?
--Está demasiado lejos, Greg -dijo
Donovan, tocándole el hombro-. Hay
casi un kilómetro.
--Calla -respondió Powell-. Hay
que contar con la gravedad de Mercu-
rio y que un brazo de acero lo lanza.
¡Fíjate, quieres...!
Los ojos del robot estaban midiendo
la distancia con una minuciosa preci-
sión estereoscópica. Su brazo se
ajustó solo al peso del proyectil y se
echó atrás. En la oscuridad, los mo-
vimientos del robot eran invisibles,
pero se oyó el ruido silbante produci-
do por el lanzamiento y segundos des-
pués la piedra apareció, destacándose
en negro sobre la luz del sol. No
había resistencia del aire para fre-
677I
narla, ni viento para apartarla de su
camino, y cuando cayó al suelo levantó
trozos de cristal en el preciso centro
de la "mancha azul".
Powell lanzó un aullido de júbilo y
exclamó:
--Vamos a buscar el ácido oxálico,
Mike.
Mientras penetraban de nuevo en la
arruinada subestación que llevaba al
túnel, Donovan dijo, con rabia:
--Speedy no se ha movido de este
lado del pozo de selenio desde que
andamos detrás de él, ¿te has fijado?
--Sí.
--Me parece que quiere jugar.
¡Bien, pues jugaremos con él!
Pocas horas después estaban de
regreso con tres jarras de a litro de
un producto químico blanco y las caras
largas. La barrera de fotocélulas se
estaba deteriorando más rápidamente de
lo que hubiera podido preverse. Los
dos robots avanzaron en silencio por
la parte soleada hacia Speedy, que
estaba esperando. Al verlos, galopó
nuevamente hacia ellos.
--Aquí estamos otra vez...
51 99
"¡Jeee!". He hecho la lista del
piano y el organista. Es como el que
bebe "pippermint" y te lo escupe a la
cara.
--Nosotros vamos a escupirte algo a
la cara -murmuró Donovan-. Cojea,
Greg.
--Ya me he fijado -respondió éste
en voz baja-. El monóxido lo atacará,
si no nos damos prisa.
Avanzaban cautelosamente, casi des-
lizándose, para evitar poner en movi-
miento el robot irracional. Powell
estaba todavía demasiado lejos para
decirlo con seguridad, pero hubiera
jurado que el perturbado cerebro de
Speedy se disponía a echar a correr.
--¡Vamos allá! -jadeó-. Cuenta
hasta tres. ¡Uno!... ¡Dos!
Dos brazos de acero se echaron
atrás simultáneamente y agarrando las
dos jarras de cristal las lanzaron al
aire describiendo dos arcos paralelos.
Brillaban como diamantes bajo el
insostenible sol. Y en el espacio de
dos segundos, se estrellaron en el
suelo detrás de Speedy, desprendiendo
677I
el ácido oxálico pulverizado.
Bajo el potente calor del sol de
Mercurio, Powell sabía que hervía
como el agua de seltz.
Speedy se volvió a mirarlos, des-
pués se apartó lentamente y fue ganan-
do velocidad. A los quince segundos
corría directamente hacia los dos se-
res humanos. Powell no entendió las
palabras de Speedy, pero le pareció
entender que se referían a las profe-
siones de los herejes. Se volvió.
--¡Al acantilado, Mike! Ha salido
ya del surco y obedecerá las órdenes.
Empieza a tener calor.
Se dirigieron hacia las sombras al
lento paso de sus monturas y sólo
cuando hubieron entrado y sentido el
agradable frescor que reinaba a su
alrededor, Donovan se volvió:
--¡"Greg"!
Powell miró y refrenó un grito.
Speedy avanzaba lentamente ahora...,
muy lentamente..., y en "dirección
opuesta". Volvía atrás; volvía a su
surco; e iba ganando velocidad. A
través de los binoculares parecía
terriblemente cerca, pese a que estaba
terriblemente fuera de su alcance.
52 101
--¡A él! -gritó Donovan con furia,
e hizo andar a su robot, pero Powell
lo llamó.
--No lo alcanzarás, Mike, es inú-
til. ¿Por qué veré siempre las cosas
cinco segundos después de que todo
haya terminado? Mike, hemos perdido
el tiempo.
--Necesitamos más ácido oxálico
-dijo fríamente Donovan-. La con-
centración no era bastante fuerte.
--Siete toneladas serían insufi-
cientes y perderíamos muchas horas
preparándolas. ¿No ves lo que ocurre,
Mike?
--No -respondió Donovan con fran-
queza.
--Estábamos estableciendo meramente
nuevos equilibrios. Cuando creamos
nuevo monóxido e incrementamos el po-
tencial de la Tercera Ley, retrocede
hasta que está de nuevo en equilibrio
y cuando el monóxido desaparece, avan-
za y el equilibrio se restablece de
nuevo.
La voz de Powell tenía un acento
desalentado.
677I
--Es el viejo círculo vicioso.
Podemos empujar la Tercera Ley y
tirar de la Segunda Ley y no
obtendremos nada; sólo conseguimos
cambiar su posición o equilibrio.
Teníamos que salirnos de las dos le-
yes. -Acercó su robot al de Donovan
hasta que estuvieron uno frente al
otro, vagas sombras en la oscuridad, y
susurró-: ¡Mike!
--Es el final -añadió-. Me parece
que lo mejor es que regresemos a la
estación, esperemos a que se derrumbe
la barrera, estrechémonos las manos,
tomemos cianuro y acabemos como
hombres.
Soltó una risa nerviosa.
--Mike -repitió Powell con calor-,
teníamos que haber alcanzado a S-
peedy.
--Lo sé.
--Mike... -dijo una vez más, pero
entonces Powell vaciló antes de con-
tinuar-: Siempre existe la Primera
Ley. Pensé en ella..., antes...,
pero el caso es desesperado.
Donovan levantó la vista y su voz
cobró vida.
--"Estamos" desesperados...
53 103
--Bien. De acuerdo con la Primera
Ley, un robot no puede ver a un ser
humano en peligro por culpa de su
inacción. La Segunda y la Tercera
no pueden alzarse contra ella. ¡"No
pueden", Mike!
--Ni aun cuando el robot esté medio
lo... Bien, esté borracho. Ya lo
sabes.
--Es el riesgo que hay que
correr...
--¿Qué piensas hacer?
--Voy a salir y ver qué efecto pro-
duce la Ley Primera. Si no rompe el
equilibrio..., todo al diablo; lo mis-
mo da ahora que dentro de tres o cua-
tro días.
--Escucha, Greg. Hay también
reglas humanas de conducta que obser-
var. No vas a salir así tranquilamen-
te. Imaginemos que es una lotería y
dame a mí también una oportunidad.
--Muy bien. El primero que saque
el cubo de catorce, va. -Y casi inme-
diatamente añadió-: ¡Veintisiete,
coma, cuarenta y cuatro!
Donovan sintió que su robot se tam-
677I
baleaba bajo un súbito empujón del de
Powell y lo vio salir al sol. Dono-
van abrió la boca para gritar, pero
volvió a cerrarla. Desde luego, el
muy granuja había calculado el cubo de
catorce por anticipado. Muy digno de
él.
El sol abrasaba más que nunca y
Powell sentía un dolor enloquecedor
en la espalda. Su imaginación, proba-
blemente, o quizá la fuerte irra-
diación que comenzaba a atravesar
incluso su insotraje.
Speedy lo estaba contemplando sin
decir una palabra, ni incoherente ni
de bienvenida. ¡Gracias a Dios!
Pero no se atrevía a acercarse dema-
siado.
Estaba a unos trescientos metros de
él cuando Speedy empezó a retroceder,
paso a paso, cautelosamente, y Powell
se detuvo. Saltó de los hombros del
robot al suelo cristalino levantando
algunos fragmentos.
Prosiguió a pie resbalando a cada
paso, y la baja gravedad aumentaba sus
dificultades. Las suelas de sus zapa-
tos se pegaban por efecto del calor.
Dirigió una mirada atrás hacia el
54 105
negro acantilado y se dio cuenta de
que había ido demasiado lejos para
retroceder, solo, o con la ayuda del
robot. Sin Speedy estaba perdido, y
esta idea producía una gran angustia
en su pecho.
¡Bastante lejos! Se detuvo.
--¡Speedy! -llamó-. ¡Speedy!
El esbelto robot moderno vaciló,
detuvo su retroceso un instante y lo
reanudó.
Powell trató de dar una nota
plañidera a su voz y vio que el resul-
tado era nimio.
--¡Speedy, tengo que regresar a la
sombra o el sol terminará conmigo!
¡Es cuestión de vida o muerte, S-
peedy, te necesito!
Speedy avanzó un paso adelante y se
detuvo. Habló, pero al oírlo Powell
lanzó un gruñido, porque lo que dijo
fue:
--Cuando estás echado despierto con
un horrible dolor de cabeza y el repo-
so te está prohibido...
Aquí calló, y Powell esperó algún
tiempo antes de murmurar:
677I
--Iolanthe...
¡Se estaba asando! Vio un movi-
miento con el rabillo del ojo y se
volvió rápidamente; entonces quedó
atónito, porque vio que el monstruoso
robot que le había servido de montura,
avanzó hacia él, aunque nadie lo mon-
taba. Iba diciendo:
--Perdona, señor. No debo moverme
sin llevar alguien encima, pero estás
en peligro.
¡Desde luego, el potencial de la
Ley 1 ante todo! Pero no quería
aquella antigualla, quería a Speedy.
Se apartó y con el frenesí en la voz,
ordenó:
--¡Te ordeno que te apartes! ¡"Te
ordeno" que te detengas!
Fue inútil. Es imposible vencer el
potencial de la Regla 1. El robot
insistió, estúpidamente.
--Estás en peligro, señor.
Powell miró a su alrededor, deses-
perado. No veía ya claro. Su cerebro
ardía; la respiración abrasaba sus
pulmones; bajo sus pies parecía aceite
hirviendo. De nuevo gritó:
--¡Speedy! ¡Me muero, maldito
seas! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!
55 107
Seguía retrocediendo en un ciego
esfuerzo de huir del gigantesco robot,
cuando sintió unos dedos de acero en
sus brazos y una voz metálica y humil-
de, como excusándose, resonó en sus
oídos.
--¡Por el Sagrado Humo, señor,
qué estás haciendo aquí! ¡Y que hago
"yo"..., estoy tan confuso...!
--¡No importa!... -murmuró Powell
débilmente-. ¡Llévame al acantila-
do... pronto, pronto!
Sólo tuvo una última sensación de
que lo levantaban en volandas, de un
rápido avance bajo un calor abrasador,
y se desvaneció.
Al despertar, vio a Donovan incli-
nado sobre él.
--¿Cómo estás, Greg?
--Bien -respondió Powell-. ¿Dónde
está Speedy?
--Aquí mismo. Lo he mandado a otro
de los pozos de selenio, con orden de
conseguir selenio a toda costa, esta
vez. Lo trajo en cuarenta y dos minu-
tos, tres segundos. Lo he controlado.
No ha terminado todavía de excusarse
677I
por su fuga. Teme acercarse a ti por
miedo a lo que le dirás.
--Tráemelo aquí -ordenó Powell-.
No fue culpa suya. -Tendió una mano
y agarró la garra metálica de S-
peedy-. ¡D. K. Speedy! -dijo. Y,
dirigiéndose a Donovan, añadió-:
¿Sabes una cosa, Mike? Estaba pen-
sando...
--¿Qué?
--Pues... -Se frotó el rostro; el
aire era tan deliciosamente fres-
co...-, ya sabes que cuando lo hayamos
arreglado todo aquí y Speedy haya
sido sometido a su Campo de Pruebas,
nos van a mandar a la próxima Esta-
ción del Espacio...
--¡No!
--¡Sí! Por lo menos es lo que la
vieja Calvin me dijo antes de que
saliésemos y yo no contesté nada por-
que quería luchar contra esta idea.
--¡Luchar!... -gritó Donovan-.
¡Pero...!
--Lo sé. Ahora todo va bien. Dos-
cientos setenta y tres grados centí-
grados bajo cero. ¿no será un placer?
--Estación del Espacio... -dijo
Donovan-. ¡Allá voy!
57 109
3
Razón
Medio año después los dos amigos
habían cambiado de manera de pensar.
La llamarada de un gigantesco sol
había dado paso a la suave oscuridad
del espacio, pero las variaciones
externas significan poco en la labor
de comprobar las actuaciones de los
robots experimentales. Cualquiera que
sea el fondo de la cuestión, uno se
encuentra frente a frente con un
inescrutable cerebro positónico, que
según los genios de la ciencia, tiene
que obrar de esta u otra forma.
Pero no es así. Powell y Donovan
se dieron cuenta de ello antes de lle-
var en la Estación dos semanas.
Gregory Powell espació sus pala-
bras para dar énfasis a la frase.
--Hace una semana Donovan y yo te
pusimos en condiciones... -Sus cejas
677I
se juntaron con un gesto de contra-
riedad y se retorció la punta del bi-
gote.
En la cámara de la Estación Solar
5 reinaba el silencio, a excepción
del suave zumbido del poderoso Haz
Director en las bajas regiones.
El robot Qt-1 permanecía sentado,
inmóvil. Las bruñidas placas de su
cuerpo relucían bajo las luxitas, y
las células fotoeléctricas que forma-
ban sus ojos estaban fijas en el
hombre de la Tierra, sentado al otro
lado de la mesa.
Powell refrenó un súbito ataque de
nervios. Aquellos robots poseían ce-
rebros peculiares. ¡Oh, las tres
Leyes Robóticas seguían en vigor!
Tenían que seguir. Todo el personal
de la U.S. Robots, desde el mismo
Robertson hasta el nuevo barrendero
insistirían en ella. ¡De manera que
Qt-1 estaba a salvo! Y sin embar-
go..., los modelos Qt eran los prime-
ros de su especie y aquél era el pri-
mero de los Qt. Los cálculos matemá-
ticos sobre el papel no siempre eran
la protección más tranquilizadora
contra los gestos de los robots.
58 111
Finalmente, el robot habló. Su voz
tenía la inesperada frialdad de un
diagrama metálico.
--¿Te das cuenta de la gravedad de
una tal declaración, Powell?
--"Algo" te ha hecho, Cutie -le
hizo ver Powell-. Tú mismo reconoces
que tu memoria parece brotar completa-
mente terminada del absoluto vacío de
hace una semana. Te doy la explica-
ción. Donovan y yo te montamos con
las piezas que nos mandaron.
Cutie contempló sus largos dedos
afilados con una curiosa expresión
humana de perplejidad.
--Tengo la impresión de que todo
esto podría explicarse de una manera
más satisfactoria. Porque, que "tú"
me hayas hecho a "mí", me parece
improbable.
--¡En nombre de la Tierra! ¿Por
qué? -exclamó Powell, echándose a
reír.
--Llámalo intuición. Hasta ahora
es sólo esto. Pero pienso razonarlo.
Un encadenamiento de válidos razona-
mientos sólo puede llevar a la deter-
677I
minación de la verdad, y a esto me
atendré hasta conseguirla.
Powell se levantó y volvió a sen-
tarse en el extremo de la mesa, cerca
del robot. Sentía súbitamente una
fuerte simpatía por el extraño meca-
nismo. No era en absoluto como un
robot ordinario, que realizaba su ta-
rea rutinaria en la estación con la
intensidad de un sendero positónico
profundamente marcado.
Puso una mano sobre el hombro de
acero de Cutie y notó la frialdad y
dureza del metal.
--Cutie -dijo-. Voy a tratar de
explicarte algo. Eres el primer robot
que ha manifestado curiosidad por su
propia existencia... y el primero, a
mi modo de ver, suficientemente inte-
ligente para comprender el mundo exte-
rior. Ven conmigo.
El robot se levantó lentamente y
siguió a Powell con sus pasos que
hacía silenciosos la gruesa suela de
esponja de caucho. El hombre de la
Tierra apretó un botón y un panel
cuadrado de pared se deslizó a un la-
do. El grueso y claro vidrio de la
portilla dejó ver el espacio... cuaja-
58 113
do de estrellas.
--Ya he visto esto por las ventanas
de observación de la sala de máquinas
-dijo Cutie.
--Lo sé -dijo Powell-. ¿Qué crees
que es?
--Exactamente lo que parece; un
material negro detrás de este cristal,
salpicado de puntos brillantes. Sé
que nuestro director manda rayos desde
algunos de estos puntos, siempre los
mismos; y también que estos puntos se
mueven y que los rayos se mueven con
ellos. Eso es todo.
--¡Bien! Ahora quiero que me escu-
ches atentamente. Lo negro es vacío,
inmensa extensión vacía que se extien-
de hasta el infinito. Los pequeños
puntos brillantes son enormes masas de
materia saturadas de energía. Son
globos, algunos de ellos de millones
de kilómetros de diámetro, y para que
puedas compararlos te diré que esta
estación tiene sólo mil quinientos
metros de ancho. Parecen tan pequeños
porque están increíblemente lejos.
>Los puntos a los cuales van diri-
677I
gidos nuestros haces de energía están
más cercanos y son más pequeños. Son
fríos y duros y los seres humanos como
yo mismo, vivimos en su superficie;
somos varios millones. Es de uno de
estos mundos de donde Donovan y yo
venimos. Nuestros rayos alimentan
estos mundos con energía sacada de uno
de estos grandes globos incandescentes
que se encuentran cerca de nosotros.
A este globo lo llamamos Sol y está
del otro lado de la Estación, donde
no puedes verlo.
Cutie permanecía inmóvil al lado de
la portilla, como una estatua de ace-
ro. Sin volver la cabeza, dijo:
--¿De qué punto de luz pretendes
venir?
--Allí está -dijo Powell después
de haber buscado-. Aquel tan brillan-
te de la esquina. Lo llamamos Tie-
rra. La buena y vieja Tierra. Somos
tres billones en él, Cutie, y dentro
de unas dos semanas volveré a estar
allá con ellos.
Y entonces, cosa sorprendente,
Cutie pareció canturrear, distraído.
No era en realidad una tonada, pero
poseía la curiosa calidad sonora de un
59 115
"pizzicato". Cesó tan rápidamente
como había empezado.
--¿Y de dónde vengo yo, Powell?
No me has explicado "mi" existencia.
--Todo lo demás es sencillo. Cuan-
do estas estaciones fueron estableci-
das por primera vez para alimentar de
energía solar los planetas, eran regi-
das por seres humanos. Sin embargo,
el calor, las fuertes radiaciones so-
lares y las tempestades de electrones
hacían la estancia en el puesto difí-
cil. Se perfeccionaron los robots
para sustituir el trabajo humano y
ahora sólo necesitan dos jefes para
cada estación. Estamos tratando de
reemplazar incluso a estos dos y aquí
es donde intervienes tú. Tú eres el
tipo de robot más perfeccionado, y si
demuestras la capacidad de dirigir
esta estación independientemente, ja-
más un ser humano volverá a poner los
pies aquí, salvo para traer las piezas
de recambio para reparaciones.
Su mano se levantó y la placa de
metal volvió a caer en su sitio. Po-
well volvió a la mesa y frotó una man-
677I
zana contra la manga antes de morder-
la. El rojo resplandor de los ojos
del robot detuvo un ademán.
--¿Esperas acaso que dé crédito a
ninguna de estas absurdas hipótesis
que acabas de exponerme? -dijo lenta-
mente-. ¿Por quién me tomas?
Powell escupió fragmentos de manza-
na sobre la mesa y se puso colorado.
--¡Pero, maldito sea! ¡No son hi-
pótesis, son hechos!
--¡Globos de energía de millones de
kilómetros de anchura! -dijo Cutie
amargamente-. ¡Mundos con tres billo-
nes de seres humanos! ¡El vacío infi-
nito!... Lo siento, Powell, pero no
creo nada de esto. Lo resolveré yo
solo. Adiós.
Dio la vuelta y salió de la cámara.
Pasó por delante de Michael Dono-
van, hizo una inclinación de cabeza al
llegar al umbral y salió al corredor,
ignorante de la expresión de asombro
de los dos hombres.
Mike Donovan se pasó la mano por
el rojo cabello y dirigió una mirada
de contrariedad a Powell.
--¿Qué diablos estaba diciendo el
maldito artefacto este? ¿Qué es lo
60 117
que no cree?
--Es un escéptico -dijo el otro,
mordiéndose nerviosamente el bigote-.
No cree que lo hayamos fabricado, ni
que la Tierra exista, ni que haya un
espacio estrellado.
--¡Por el viejo Saturno! Ha sali-
do un robot loco de nuestras manos...
--Dice que va a resolver el proble-
ma él solo.
--Bien, en este caso, espero con-
descenderá a explicarme todo lo que
descubra. -Y con súbita rabia,
añadió-: ¡Oye! ¡Como ese montón de
metal me largue a mí una de éstas, le
parto esta varilla de cromio en la
espalda!
Se sentó encogiéndose de hombros y
se sacó una novela del bolsillo.
--Este robot empieza a darme grima,
de todos modos. Es demasiado inquisi-
tivo...
Mike Donovan se estaba comiendo un
bocadillo de lechuga y tomate cuando
Cutie llamó suavemente a la puerta y
entró.
--¿Está aquí Powell?
677I
Donovan le contestó con voz pausada
y apagada por la masticación.
--Está reuniendo datos sobre la
función de las corrientes electróni-
cas. Parece que nos acercamos a una
tormenta.
En aquel momento entró Gregory
Powell, miró un papel lleno de cifras
que traía en la mano y se sentó. Dejó
las hojas sobre la mesa y comenzó a
hacer cálculos. Donovan lo miraba,
masticando la lechuga y recogiendo las
migas de pan. Cutie esperaba, silen-
cioso.
--El potencial Zeta se eleva, pero
lentamente -dijo Powell levantando la
vista-. De todos modos, las corrien-
tes funcionales son errantes y no sé
qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie!
Creía que estabas vigilando la insta-
lación de la nueva "barra de mando".
--Ya está instalada -dijo el robot
tranquilamente- y he venido a sostener
una conversación con vosotros.
--¡Ah!... -dijo Powell, aparente-
mente inquieto-. Bien, siéntate. No,
en esta silla, no. Una de las patas
es floja y no resistiría tu peso.
--He tomado una decisión -dijo el
61 119
robot, después de haber obedecido.
Donovan levantó la vista y dejó los
restos de su bocadillo a un lado. Se
disponía a hablar, pero Powell le
hizo guardar silencio con un gesto.
--Sigue, Cutie.Te escuchamos.
--He pasado estos dos últimos días
en concentrada introspección -dijo
Cutie-, y los resultados han sido de
lo más interesante. Empecé por un
seguro aserto que consideré podía per-
mitirme hacer. Yo, por mi parte exis-
to, porque pienso...
--¡Ah, por Júpiter... un robot
Descartes! -gruñó Powell.
--¿Quién es Descartes? -preguntó
Donovan-. Oye, ¿es que tenemos que
estar aquí sentados escuchando a este
loco metálico...?
--¡Cállate, Mike!
--Y la cuestión que inmediatamente
se presenta -continuó Cutie impertur-
bable-, es: ¿cuál es exactamente la
causa de mi existencia?
Powell se quedó con la boca abier-
ta.
--Estás diciendo tonterías. Ya te
677I
he dicho que te hicimos nosotros.
--Y si no nos crees, con gusto vol-
veremos a hacerte pedazos -añadió
Donovan.
El robot tendió sus fuertes manos
con un gesto de imploración.
--No acepto nada por autoridad.
Una hipótesis debe ser corroborada
por la razón, de lo contrario, carece
de valor; y es contrario a todos los
dictados de la lógica suponer que vo-
sotros me habéis hecho.
Powell detuvo con su mano el gesto
amenazador de Donovan.
--¿Por qué dices esto, exactamente?
Cutie se echó a reír. Era una risa
inhumana, la risa más mecanizada que
había surgido jamás. Era aguda y
explosiva, regular como un metrónomo y
sin matiz alguno.
--Fíjate en ti -dijo finalmente-.
No lo digo con espíritu de desprecio,
pero fíjate bien. Estás hecho de un
material blando y flojo, sin resisten-
cia, dependiendo para la energía de la
oxidación ineficiente del material
orgánico... como esto -añadió señalan-
do con un gesto de reprobación los
restos del bocadillo de Donovan-.
62 121
Pasáis periódicamente a un estado de
coma, y la menor variación de tempera-
tura, presión atmosférica, la humedad
o la intensidad de radiación afecta
vuestra eficiencia. Sois "altera-
bles".
>Yo, por el contrario, soy un pro-
ducto acabado. Absorbo energía
eléctrica directamente y la utilizo
con casi un ciento por ciento de efi-
ciencia. Estoy compuesto de fuerte
metal, estoy consciente constantemente
y puedo soportar fácilmente los más
extremados cambios ambientales. Estos
son hechos que, partiendo de la irre-
futable proposición de que ningún ser
puede crear un ser más perfecto que
él, reduce vuestra tonta teoría a la
nada.
Las maldiciones murmuradas en voz
baja por Donovan brotaron inteligi-
bles al levantarse frunciendo sus ro-
jas cejas.
--¡Muy bien, hijo de unos desperdi-
cios de metal! Si no te hicimos noso-
tros, ¿quién te hizo?
--Muy bien, Donovan -asintió
677I
Cutie gravemente-. Esta era, desde
luego, la cuestión siguiente. Eviden-
temente, mi creador tiene que ser más
poderoso que yo y, por lo tanto, sólo
cabía una hipótesis.
Los dos hombres de la Tierra le
miraban sin expresión y Cutie prosi-
guió:
--¿Cuál es el centro de las activi-
dades aquí en la Estación? ¿Al ser-
vicio de quién estamos todos? ¿Qué
absorve toda nuestra atención?
Esperó, a la expectativa. Donovan
miró asombrado a su compañero.
--Apostaría a que este amasijo de
tornillos está hablando del mismo
Transformador de Energía.
--¿Es así, Cutie? -preguntó Powe-
ll.
--Estoy hablando del Señor -fue la
fría respuesta que siguió.
Aquello fue la señal del estallido
de risas de Donovan y el mismo Powe-
ll se permitió esbozar una sonrisa.
Cutie se puso de pie y sus ojos bri-
llantes se fijaron en uno y después en
el otro.
--Da lo mismo lo que penséis y no
me extraña que os neguéis a creerlo.
63 123
Vosotros no tenéis que estar mucho
tiempo aquí, estoy seguro de ello.
Powell mismo ha dicho que al princi-
pio sólo los hombres servían al
Señor; que después vinieron los ro-
bots para el trabajo rutinario; y fi-
nalmente yo, para dirigir. Los hechos
son sin duda verdaderos, pero la
explicación es completamente ilógica.
¿Queréis saber la verdad que hay
detrás de todo esto?
--Sigue, Cutie, me diviertes.
--El Señor creó al principio el
tipo más bajo, los humanos, formados
más fácilmente. Poco a poco fue
reemplazándolos por robots, el si-
guiente paso, y finalmente me creó a
mí, para ocupar el sitio de los últi-
mos humanos. A partir de ahora sirvo
al Señor.
--No harás nada de esto -dijo Po-
well secamente-. Seguirás nuestras
órdenes y te estarás tranquilo hasta
que estemos convencidos de que puedes
dirigir el Transformador. ¡Escucha!
"El Transformador", no el Señor.
Si no nos convences, serás desmonta-
677I
do. Y ahora, si no te importa...
puedes marcharte. Y llévate estos
datos y regístralos debidamente.
Cutie aceptó los gráficos que le
tendían y salió sin decir palabra.
Donovan se echó atrás en su silla y
se mesó los cabellos.
--Ese robot nos va a dar trabajo.
¡Está como una cabra!
" " "
El soñoliento zumbido del
Transformador se oye más fuerte en la
cámara de mando y mezclado a él se oye
la aspiración de los contadores Gei-
ger y el intermitente ruido de las
señales luminosas.
Donovan apartó los ojos del teles-
copio y encendió los Luxites.
--El haz de Estación 4 capta
Marte en horario. Podemos cortar los
nuestros ya.
Powell parecía abstraído.
--Cutie está en el cuarto de má-
quinas. Le daré la señal y puede ha-
cerse cargo de ello. Oye, Mike, ¿qué
piensas de estas cifras?
Donovan las estudió atentamente y
64 125
lanzó un silbido de perplejidad.
--¡Hombre, esto es lo que yo llamo
intensidad de rayos gamma! El viejo
Sol hace de las suyas...
--Sí -respondió Powell amargamen-
te-, estamos en mala posición para
aguantar una tormenta de electrones,
además. Nuestro haz de Tierra está
probablemente en el sendero indicado.
-Apartó su silla de la mesa-. ¡Cuer-
nos! ¡Si tan sólo aguantase hasta que
venga el relevo, pero lleva ya diez
días! Oye, Mike, ¿y si fueses abajo
a echar una mirada a Cutie?
--O.K. Dame algunas de estas
almendras. -Agarró el saquito que le
arrojó Powell y se dirigió hacia el
ascensor.
El instrumento se deslizó suavemen-
te hacia abajo y se detuvo en la pe-
queña puerta de la sala de máquinas.
Donovan se asomó a la barandilla y
miró hacia abajo. Los enormes genera-
dores estaban en plena acción y de los
tubos-L salía el agudo silbido que
saturaba toda la estación.
Vio la enorme y reluciente figura
677I
de Cutie al lado del tubo-L de Mar-
te, observando atentamente los demás
robots que trabajaban al unísono.
Y entonces Donovan se quedó rí-
gido. Los robots, que parecían empe-
queñecidos junto al enorme tubo-L,
estaban alineados delante de él, con
la cabeza doblada en ángulo recto,
mientras Cutie andaba lentamente
arriba y abajo por delante de ellos.
Transcurrieron quince segundos y
entonces, con un estruendo metálico
que retumbó en la estancia, cayeron
todos de rodillas.
Donovan bajó precipitadamente la
estrecha escalera. Corrió hacia
ellos, con el rostro rojo como sus
cabellos, agitando furiosamente los
puños en el aire.
--¿Qué diablos significa esto,
idiotas sin seso? ¡Vamos! ¡Ocupaos
del tubo-L! ¡Como no lo tengáis en
perfecta condición, limpio, antes de
que termine el día, os coagulo el ce-
rebro con corriente alterna!
Ni un solo robot se movió.
Incluso Cutie, en el extremo, el
único que estaba de pie, permaneció
silencioso, con la mirada fija en los
65 127
oscuros rincones de la gran máquina
que tenía delante. Donovan dio un
fuerte empujón al primer robot.
--¡Levántate! -rugió.
Lentamente el robot obedeció.
Sus ojos fotoeléctricos se fijaron
con reproche sobre el hombre de la
Tierra.
--No hay más Señor que el Señor
-dijo-, y Qt-1 es su profeta,
--¿Eh?... -Donovan se encontró
frente a veinte pares de ojos fijos en
él y veinte voces de timbre metálico
que declaraban solemnemente:
--"No hay más Señor que el Señor
y Qt-1 es su profeta...".
--Temo -dijo Cutie al llegar a
este punto-, que mis amigos obedecen
ahora a alguien más alto que tú.
--¡Qué diablos dices! ¡Sal de aquí
inmediatamente! Ya te arreglaré las
cuentas más tarde, y a estos chismes
animados, ahora mismo.
--Me apena -dijo Cutie lentamente
moviendo despacio la cabeza-, pero veo
que no me entiendes. Todos estos son
robots, y por lo tanto seres dotados
677I
de razón. Les he predicado la Verdad
y ahora reconocen al Señor. Me lla-
man el Profeta. Soy indigno de ello
-añadió bajando la cabeza, pero
quizá...
Donovan consiguió recobrar el
aliento e hizo uso de él.
--¿Sí, eh?... ¡Vaya, qué boni-
to!... Pues escucha que te diga una
cosa, chimpancé de bronce. Aquí no
hay tal Señor, ni tal Profeta, ni es
cuestión de quién da órdenes. ¿Enten-
dido? -Su voz se convirtió en un mu-
gido-. ¡Y ahora, fuera de aquí!
--Obedezco solamente al Maestro.
--¡Al diablo el Maestro! -Donovan
escupió sobre el tubo-L-. ¡Esto para
el Maestro! ¡Haz lo que te digo!
Ni Cutie ni los demás robots dije-
ron una palabra, pero Donovan se dio
cuenta de un aumento de tensión. Los
ojos fríos aumentaron la intensidad de
su color, y Cutie parecía más rígido
que nunca.
--¡Sacrílego! -murmuró, con voz
metálica emocionada.
Donovan tuvo la primera sensación
de miedo al ver aproximarse a Cutie.
Un robot "no puede sentir odio", pero
66 129
los ojos de Cutie eran inescrutables.
--Lo siento, Donovan -dijo el ro-
bot-, pero después de esto no podéis
seguir por más tiempo aquí. Por con-
siguiente, Powell y tú tenéis vedado
el acceso a la sala de control y la
sala de máquinas.
Había hecho un gesto pausado y en
el acto dos robots sujetaron los bra-
zos de Donovan.
Donovan no tuvo tiempo de hacer más
que una angustiada aspiración antes de
sentirse levantado y llevado escaleras
arriba a la velocidad de un buen galo-
pe.
Gregory Powell andaba arriba y
abajo de la habitación, con el puño
cerrado. Dirigió una intensa mirada
de desesperación a la puerta y se
acercó a Donovan amargamente.
--¿Por qué diablos tenías que escu-
pir contra el tubo-L?
Mike Donovan se desplomó sobre el
sillón y golpeó el brazo furiosamente.
--¿Qué querías que hiciese con este
espantajo electrificado? ¡No voy a
doblegarme ante sus caprichos!, ¿ver-
677I
dad?
--No; pero ahora estamos en la sala
de oficiales con robots de centinela
en la puerta. Esto no es doblegarse,
¿verdad?
--Espera a que lleguemos a la base.
Alguien pagará todo esto -dijo Dono-
van-. Los robots deben obedecernos.
Es la Segunda Ley.
--¿De qué sirve esto? No nos obe-
decen. Y esto responde seguramente a
una razón que descubriremos demasiado
tarde. A propósito, ¿sabes lo que nos
ocurrirá cuando estemos de regreso en
la Base?
Se detuvo delante del sillón de
Donovan, furioso.
--¿Qué?
--¡Oh, nada!... Veinte años de
Minas de Mercurio. O quizá el Pre-
sidio de Ceres.
--¿Qué estás diciendo?
--La tempestad de los electrones
que se acerca. ¿Sabes que avanza di-
rectamente hacia el centro del haz de
Tierra? Acababa de calcularlo cuando
el robot me ha levantado de la silla.
¿Y sabes lo que le va a pasar al haz?
Porque la tormenta va a ser de ali-
67 131
vio. Que va a saltar como una pulga
con el contacto. Y todo esto con
Cutie solo en los controles, y si
sale de foco... que el cielo proteja a
la Tierra... y a nosotros.
Donovan sacudía frenéticamente la
puerta cuando Powell estaba sólo a
medio camino de ella. La puerta se
abrió y el hombre de la Tierra avan-
zó, pero encontró un duro e inamovible
brazo de acero que lo detuvo.
El robot lo miraba con indiferen-
cia.
--El Profeta ha dado orden de que
no os mováis. Por favor, obedeced.
El brazo se movió, Donovan fue
empujado hacia dentro y en aquel mo-
mento apareció Cutie por el fondo del
corredor. Apartó con un gesto suave-
mente la puerta. Donovan se dirigió a
Cutie jadeando, indignado.
--¡Esto ha ido ya bastante lejos!
¡Vas a pagar cara la farsa!
--Por favor, no te contraríes -dijo
el robot con suavidad-, tenía forzosa-
mente que ocurrir. Los dos habéis
perdido vuestra función...
677I
--Hasta que fui creado, vosotros
velabais por el Maestro. Este privi-
legio me pertenece ahora a mí y por
consiguiente, la razón de ser de
vuestra existencia ha desaparecido.
¿No es esto evidente?
--No mucho -respondió amargamente
Powell-, pero ¿qué crees que vamos a
hacer ahora?
Cutie no contestó en seguida. Per-
maneció silencioso como si reflexiona-
se sobre el hombro de Powell. El
otro agarró a Donovan por la muñeca y
lo acercó.
--Me gustáis los dos. Sois criatu-
ras inferiores, pero siento realmente
cierto afecto por vosotros. Habéis
servido fielmente al Señor y Él os
lo recompensará. Habiendo terminado
vuestro servicio, no existiréis proba-
blemente por mucho tiempo, pero
mientras existáis, tenemos que procu-
raros comida, ropas y abrigo, a condi-
ción de que os mantengáis apartados de
la sala de controles y de máquinas.
--¡Nos está poniendo a pensión,
Greg! -gritó Donovan-. ¡Haz algo!
¡Es humillante!
--Oye, Cutie, no podemos tolerar
68 133
esto. Somos los "amos". Esta Esta-
ción ha sido exclusivamente creada por
seres humanos como yo, seres humanos
que viven en la Tierra y otros plane-
tas. Esto no es más que un colector
de energía. Tú no eres más que...
¡Ay... cuerno!
Cutie movió la cabeza gravemente.
--Esto frisa ya la obsesión. ¿Por
qué insistís en un punto de vista tan
radicalmente falso? Aun admitiendo
que los no-robot carecen de la facul-
tad de razonar, queda todavía el pro-
blema de...
Su voz se desvaneció en un reflexi-
vo silencio y Donovan dijo, en un
susurro saturado de intensidad:
--Si tuvieses un rostro de carne y
hueso te lo rompería.
Con los dedos, Powell se acari-
ciaba el bigote y sus ojos brillaban.
--Escucha, Cutie, si no existe una
cosa que se llama Tierra, ¿cómo te
explicas lo que ves por el telescopio?
--¡Perdona...!
--¿Te he ganado, eh? -dijo Powe-
ll-. Desde que estamos juntos has
677I
hecho muchas observaciones telescópi-
cas, Cutie. ¿Has observado que
muchos de estos puntos luminosos se
convierten en disco cuando los ves
así?
--¡Oh, "esto"!... Sí, ciertamente.
Es una mera ampliación con el propó-
sito de dirigir más exactamente el
haz.
--¿Por qué no aumentan igualmente
de tamaño las estrellas, entonces?
--¿Quieres decir los demás puntos?
No se les manda haz alguno, de manera
que no necesitan ampliación. Verdade-
ramente, Powell, "incluso" deberías
ser capaz de comprender esto.
--¡Pero ves más estrellas a través
del telescopio! -dijo Powell, mirán-
dolo perplejo-. ¿De dónde vienen?
¿De dónde demonios vienen, por Jú-
piter?
--Escucha, Powell -dijo Cutie,
contrariado-. ¿Crees que voy a perder
el tiempo tratando de buscar interpre-
taciones físicas de todas las ilusio-
nes ópticas de nuestros instrumentos?
¿Desde cuándo puede compararse la
prueba ofrecida por nuestros sentidos
con la clara luz de la inflexible ra-
69 135
zón?
--Mira -intervino Donovan súbita-
mente, liberándose del amistoso, pero
pesado brazo metálico de Cutie-, va-
mos al fondo de la cuestión. ¿Para
qué sirven los haces? Te estamos dan-
do una explicación lógica. ¿Puedes
hacer tú algo mejor?
--Los haces de luz son emitidos por
el Señor para cumplir sus designios.
Hay ciertas cosas -añadió elevando
piadosamente los ojos- que no deben
sernos probadas; en esta materia, tra-
to sólo de servir y no de interrogar.
Powell se sentó y hundió el rostro
en sus manos temblorosas.
--Sal de aquí, Cutie. Sal de aquí
y déjame pensar.
--Te mandaré comida -dijo Cutie
amablemente.
Un gruñido fue la única respuesta y
el robot salió.
--Greg -dijo Donovan en voz baja y
sombría-, esto requiere estrategia.
Tenemos que aplicarle un cortocir-
cuito en el momento en que no lo espe-
re. Acido nítrico concentrado en las
677I
articulaciones.
--No digas tonterías, Mike.
¿Crees acaso que nos dejará acercar-
nos a él con ácido nítrico en las ma-
nos? Tenemos que "hablar" con él, te
digo. Tenemos que convencerlo de que
nos deje tomar de nuevo posesión de la
sala de control antes de cuarenta y
ocho horas, o seremos reducidos a pa-
pilla. Pero -añadió balanceándose,
desalentado ante su impotencia- ¿quién
va a discutir con un robot?
--Es vejatorio... -terminó Dono-
van.
--¡Peor!
--¡Oye! -dijo Donovan, echándose a
reír-. ¿Por qué discutir? ¡Demostré-
moselo! Construyamos otro robot ante
sus propios ojos. ¡Tendrá que tragar-
se sus palabras, entonces!
En el rostro de Powell apareció
lentamente una sonrisa que se fue
ensanchando.
--¡Y piensa en su cara de espanto
cuando nos vea hacerlo! -terminó Do-
novan.
Los robots son fabricados, desde
luego, en la Tierra, pero su expedi-
ción a través del espacio es mucho más
70 137
fácil si puede hacerse por piezas y
montarlos en el sitio donde deben
emplearse. Elimina además la posibi-
lidad de que robots completamente mon-
tados vayan rondando por la Tierra,
enfrentando de esta manera la U.S.
Robots con la estricta ley que prohí-
be el uso de robots en la Tierra.
Sin embargo, esto hacía pesar sobre
hombres como Powell y Donovan las
necesidades de sintetizar robots
completos, tarea laboriosa y complica-
da.
Powell y Donovan no se habían dado
nunca tanta cuenta de la verdad de
este hecho como el día en que, reuni-
dos en la sala de montaje, emprendie-
ron la creación de un nuevo robot bajo
la inspección y vigilancia de Qt-1,
Profeta del Señor.
El robot en cuestión, un simple
Mc, yacía sobre la mesa, casi termi-
nado. Tres horas de trabajo lo habían
dejado solo con la cabeza por terminar
y Powell se detuvo para enjugarse la
frente y mirar a Cutie.
La mirada no fue muy tranquilizado-
677I
ra. Durante tres horas, Cutie había
permanecido sentado, inmóvil y silen-
cioso, y su rostro, siempre inexpresi-
vo, era ahora absolutamente inescruta-
ble.
--¡Vamos ya con el cerebro, Mike!
-gruñó Powell.
Donovan abrió un receptáculo hermé-
ticamente cerrado y del baño de aceite
del interior sacó un segundo cubo.
Abriendo éste a su vez, sacó un globo
de su revestimiento de esponja de go-
ma.
Lo manejó rápidamente, porque era
el mecanismo más complicado jamás
creado por el hombre. En el interior
de la tenue piel chapada de platino
del globo, había un cerebro positó-
nico, en cuya inestable y delicada
estructura habían insertado senderos
neutrónicos calculados, que dotaban a
cada robot de lo que equivalía a una
educación prenatal.
El cerebro se adaptaba exactamente
a la cavidad craneana del robot. El
metal azul se cerró y quedó sólidamen-
te soldado por la diminuta llama ató-
mica. Se adaptaron cuidadosamente los
ojos electrónicos, fuertemente atorni-
71 139
llados en su lugar y cubiertos por una
delgada hoja transparente de plástico
de la dureza del acero.
El robot sólo esperaba ya la vita-
lizadora corriente de una electricidad
de alto voltaje, y Powell se detuvo
con la mano sobre el interruptor.
--Ahora mira esto, Cutie. ¡Fíjate
atentamente!
El interruptor estableció el con-
tacto y se oyó un zumbido. Los dos
terrestres se inclinaron emocionados
sobre su creación.
Al principio sólo se produjo un
leve movimiento en las articulaciones.
La cabeza se levantó, los codos se
apoyaron sobre la mesa y el robot mo-
delo Mc bajó torpemente al suelo. Su
paso era inseguro y dos veces unos
infructuosos gruñidos fueron todo lo
que se consiguió sacarle en materia de
palabra. Finalmente su voz, incierta
y vacilante, adquirió forma.
--Quisiera empezar a trabajar.
¿Dónde debo ir?
Donovan corrió hacia la puerta.
--¡Baja estas escaleras! -dijo-.
677I
Ya te dirán lo que debes hacer.
El robot Mc se había marchado y
los dos hombres estaban solos delante
del inconmovible Cutie.
--Y bien, ¿crees ahora que te hemos
hecho nosotros?
--¡No! -fue la respuesta corta y
categórica de Cutie.
Powell frunció intensamente el ceño
y después fue relajándose. Donovan
abrió la boca y permaneció así.
--¿Lo veis? -continuó Cutie tran-
quilamente-. No habéis hecho más que
juntar piezas ya creadas. Lo habéis
hecho extraordinariamente bien, por
instinto supongo, pero en realidad no
habéis "creado" el robot. Las piezas
habían sido creadas por el Señor.
--Escucha -dijo Donovan, con voz
enronquecida-, estas piezas han sido
fabricadas en la Tierra y mandadas
aquí.
--Bien, bien... -dijo Cutie, tran-
quilizador-, no discutamos...
--No es ésta mi intención. -Dono-
van saltó hacia delante y agarró el
brazo del robot-. Si fueses capaz de
leer los libros de la biblioteca, te
lo explicarían de modo que no te que-
72 141
daría la menor duda.
--¡Los libros... los he leído!
¡Todos! Son muy ingeniosos.
Powell intervino súbitamente.
--Si los has leído, ¿qué más hay
que decir? No puedes negar su eviden-
cia. ¡No puedes!
--Por favor, Powell -dijo Cutie
con la compasión en la voz-, no puedo
considerarlos como una fuente válida
de información. También ellos fueron
creados por el Señor... y lo fueron
para ti, no para mí.
--¿Cómo has descubierto esto? -pre-
guntó Powell.
--Porque yo, como ser dotado de
razón, soy capaz de deducir la Verdad
de las Causas "a priori". Tú, ser
inteligente, pero sin razón, necesitas
que se te dé una explicación de la
existencia, y esto es lo que hizo el
Señor. Que te procurase estas visi-
bles ideas de mundos lejanos y pue-
blos, es, sin duda, excelente.
Vuestras mentes son demasiado vulga-
res para comprender la Verdad absolu-
ta. Sin embargo, puesto que es la
677I
voluntad del Señor que deis crédito a
vuestros libros, no quiero discutir
más con vosotros.
Al marcharse, se volvió y en tono
más amable, dijo:
--Pero no temáis nada. En el plan
de las cosas del Señor hay sitio para
todo. Vosotros, los pobres humanos,
tenéis vuestro lugar, y, si bien es
humilde, seréis recompensados si lo
ocupáis dignamente.
Se marchó con el aire de beatitud
propio del Profeta del Señor y los
dos seres humanos permanecieron solos,
evitando mirarse.
--Vámonos a la cama, Mike, abando-
no -dijo Powell haciendo un esfuerzo.
--Oye, Greg -dijo Donovan con voz
ronca-, ¿no creerás que tiene razón en
todo esto, verdad? Parece tan seguro
de sí mismo que...
--No seas idiota -dijo Powell vol-
viéndose rápido-. Ya te convencerás
de que la Tierra existe cuando vengan
los relevos la semana próxima y tenga-
mos que regresar a escuchar el con-
cierto.
--Entonces... ¡por la salud de
Júpiter!, tenemos que hacer algo.
72 143
-Casi lloraba-. No nos cree ni a
nosotros, ni a los libros, ni a sus
ojos.
--No -dijo Powell amargamente-.
¡Es un robot con razón, maldita sea,
con sus propios postulados! Cree sólo
en la razón, y esto tiene un inconve-
niente... -Su voz se desvaneció.
--¿Cuál es?
--Que por la fría razón y la lógica
se puede probar cualquier cosa... si
encuentras el postulado apropiado.
Nosotros tenemos los nuestros y
Cutie tiene los suyos.
--Entonces veamos estos postulados
en seguida. La tempestad es mañana.
--Aquí es donde falla todo -dijo
Powell con un suspiro de desaliento-.
Los postulados están establecidos por
la suposición y reforzados por la fe.
Nada en el Universo puede conmover-
los. Me voy a la cama.
--¡Oh, demonios! ¡No puedo dormir!
--Yo tampoco. Pero siempre puedo
intentarlo... por cuestión de princi-
pio.
Doce horas después el sueño seguía
677I
siendo esto, una cuestión de princi-
pio... inalcanzable, en la práctica.
" " "
La tormenta llegó a la hora previs-
ta y el rubicundo rostro de Donovan
se había quedado sin sangre. Powell,
con los labios secos y las mandíbulas
apretadas, miraba a través de la por-
tilla y se tiraba desesperadamente del
bigote.
En otras circunstancias, hubiera
sido un maravilloso espectáculo. El
chorro de electrones a alta velocidad
que penetraba en el haz de energía
florecía en forma de microscópicas
partículas de intensa luz. El chorro
se desparramaba por el vibrante vacío,
formando un revoloteo de brillantes
copos.
El haz de energía permanecía inmó-
vil, pero los dos terrestres sabían el
valor de las apariciones a simple vis-
ta. Una desviación en arco de una
centésima de milésima de segundo,
invisible al ojo humano, era suficien-
te para apartar el haz de su foco, y
convertir centenares de kilómetros
73 145
cuadrados de la Tierra en incandes-
centes ruinas.
Y un robot, indiferente al haz, al
foco y a la Tierra, a todo menos a su
Señor, era dueño de los mandos.
Las horas pasaron. Los dos hombres
seguían mirando en un silencio de hip-
nosis. La tormenta había cesado.
--Se acabó -dijo Powell con voz
incolora.
Donovan había caído en una especie
de sopor y Powell lo miraba con envi-
dia. La señal luminosa brillaba una y
otra vez, pero ninguno de los dos
prestaba atención a ella. Nada tenía
importancia. Quizá en el fondo Cutie
tuviese razón... y él no era más que
un ser inferior con una memoria metó-
dica y una vida que había sobrepasado
su propósito.
¡Ojalá fuese así! Cutie estaba
ante él.
--No habéis contestado a la señal,
de manera que he venido -dijo en voz
baja-. No tenéis buen semblante y
temo que el término de vuestra exis-
tencia no esté lejano. Sin embargo,
677I
¿queréis ver algunas de las anotacio-
nes registradas hoy?
Powell se daba vagamente cuenta de
que el robot trataba de mostrarse
amistoso, quizá para apagar sus remor-
dimientos, restableciendo a los huma-
nos en el mando de la estación. Cogió
las hojas de papel de la mano que se
las tendía y las miró sin verlas.
--Desde luego, es un gran prodigio
servir al Señor -dijo Cutie, al pa-
recer satisfecho-. No debéis tomaros
a mal que os haya reemplazado.
Powell lanzó un gruñido y siguió
recorriendo maquinalmente las hojas de
papel hasta que se fijó en una tenue
línea roja que cruzaba la hoja.
Miró... y volvió a mirar. Se apoyó
con fuerza sobre los puños y se levan-
tó, sin dejar de mirar. Las demás
hojas cayeron al suelo, mezcladas.
--¡Mike! ¡Mike! -Sacudió a su
amigo furiosamente-. ¡"Se mantiene en
dirección"!
--¿Eh?... ¿Cómo? -preguntó Dono-
van, volviendo en sí, mirando también
con los ojos salidos, la hoja que te-
nía delante.
--¿Qué ocurre? -preguntó Cutie.
74 147
--Te has mantenido en el foco -gri-
tó Powell-. ¿Lo sabías?
--¿Foco? ¿Qué es eso?
--Has mantenido el haz dirigido
exactamente a la estación receptora...
dentro de una diezmillonésima de se-
gundo de arco.
--¿Qué estación receptora?
--Tierra. La estación receptora es
Tierra -balbució Powell-. Has man-
tenido la dirección del foco.
Cutie giró sobre sus talones,
contrariado.
--Es imposible mostrar la menor
amabilidad con vosotros. ¡Siempre el
mismo fantasma! No he hecho más que
mantener todas las esferas en equili-
brio de acuerdo con la voluntad del
Señor.
Y recogiendo los esparcidos pape-
les, se retiró secamente; una vez hubo
salido, Donovan se volvió hacia Po-
well y dijo:
--¡Júpiter me confunda!... Bien,
¿y qué hacemos ahora?
--Nada -dijo Powell, cansado-.
Nada. Nos ha demostrado que puede
677I
dirigir perfectamente la estación.
Jamás he visto hacer mejor frente a
una tempestad de electrones.
--Pero esto no resuelve nada. Ya
has oído lo que ha dicho del Señor.
No podemos...
--Mira, Mike, sigue las instruc-
ciones del Señor a través de relojes,
esferas, gráficos e instrumentos. Es-
to es lo que siempre hemos hecho noso-
tros. En realidad, equivale a negarse
a obedecer. La desobediencia es la
Segunda Ley. No hacer daño a los
humanos es la primera. ¿Cómo podía
evitar hacer daño a los humanos sa-
biéndolo o no? Pues manteniendo el
haz de energía estable. Sabe que es
capaz de mantenerlo más estable que
nosotros, ya que insiste en que es un
ser superior, y por esto tiene que
mantenernos alejados del cuarto de
controles. Si tienes en cuenta las
Leyes Robóticas, es inevitable.
--Bien, pero no es ésta la cues-
tión. No podemos consentir que siga
con el sonsonete ese del Señor.
--¿Por qué no?
--Porque ¿quién ha oído jamás decir
estas tonterías? ¿Cómo vamos a dejar
75 149
que siga manteniendo la estación si no
cree en la existencia de la Tierra?
--¿Puede dirigir la Estación?
--Sí, pero...
--Entonces, ¿qué más da que crea
una cosa que otra?
Powell extendió los brazos con una
vaga sonrisa de satisfacción y cayó de
espaldas sobre la cama. Estaba dormi-
do.
Powell seguía hablando mientras
luchaba por endosarse su ligera cha-
queta del espacio.
--Será muy sencillo. Puedes traer
nuevos modelos Qt uno por uno, los
equipas con un conmutador de lanza-
miento automático que actúe en el pla-
zo de una semana, como para darles
tiempo de aprender... el... el culto
del Señor, de boca del mismo Profe-
ta; después los conmutas con otra
estación para revitalizarlos. Podemos
tener dos Qt por...
Powell levantó su visor de glasita
y se rió.
--Cállate y vámonos de aquí. El
relevo espera y no estaré tranquilo
677I
hasta que sienta la superficie de la
Tierra bajo mis pies..., sólo para
estar seguro de que realmente existe.
La puerta se abrió mientras estaba
hablando y Donovan volvió a cerrar
inmediatamente el visor de glasita,
volviéndose enojado hacia Cutie.
El robot se acercó a ellos lenta-
mente.
--¿Os vais? -preguntó con una nota
de pesar en la voz.
--Vendrán otros en nuestro lugar
-respondió Powell.
--Vuestro tiempo de servicio ha
terminado y la hora de la disolución
ha llegado -dijo Cutie con un suspi-
ro-. Lo esperaba, pero... En fin, la
voluntad del Señor debe cumplirse...
--Ahorra tu compasión -saltó Powe-
ll, indignado por el tono resignado de
Cutie-. Nos vamos a la Tierra, no a
la disolución.
--Es mejor que lo creáis así -sus-
piró nuevamente el robot-. Ahora
comprendo la cordura de la ilusión.
No quisiera tratar de conmover
vuestra fe, aunque pudiese. -Y se
marchó, convertido en la imagen de la
compasión.
76 151
Powell se echó a reír y se dirigió
hacia Donovan. Con las maletas
cerradas en la mano, se encaminaron
hacia la compuerta neumática.
La nave estaba en el rellano exte-
rior y Franz Muller, su relevo, los
saludó con rígida cortesía. Donovan
le prestó escasa atención y entró en
la cabina del piloto a tomar los man-
dos de Sam Evans.
--¿Cómo va la Tierra? -preguntó
Powell, quedándose atrás.
Era una pregunta bastante conven-
cional y Muller dio la respuesta con-
vencional que merecía:
--Sigue girando.
--Bien -dijo Powell.
--En el U.S. Robots han ideado
un nuevo tipo, a propósito -dijo Mu-
ller, mirándole-. Un robot múltiple.
--¿Un qué?
--Lo que he dicho. Hay un impor-
tante contrato de ellos. Tiene que
ser adecuado para los trabajos de mi-
nería en los asteroides. Es un robot
principal, con seis sub-robots alrede-
dor. Como tus dedos.
677I
--¿Lo han probado ya? -preguntó
Powell con ansiedad.
--Te están esperando a ti, he oído
decir -dijo Muller sonriendo.
--¡Maldita sea!... -exclamó Powe-
ll, cerrando el puño-. Necesito vaca-
ciones.
--¡Oh, las tendrás! Dos semanas,
creo.
Se estaba poniendo los gruesos
guantes del espacio preparándose para
su estancia allí y sus espesas cejas
se juntaron.
--¿Y qué tal va este nuevo robot?
Será mejor que se porte bien; o antes
me condeno que dejarle tocar los man-
dos.
Powell hizo una pausa antes de con-
testar. Sus ojos recorrieron el cuer-
po del orgulloso prusiano desde su
cabello encrespado hasta los pies,
reglamentariamente cuadrados..., y un
súbito resplandor de sincera alegría
recorrió su cuerpo.
--El robot es muy bueno -dijo len-
tamente-. No creo que tengas que
preocuparte mucho de los mandos...
Hizo una mueca y entró en la nave.
77 153
Muller tenía que estar allí varias
semanas...
Fin del volumen I
ccccccccccccccccccc
677I
155
Indice
Págs.
cccccc
Introducción ................... 9
1. Robbie ..................... 17
2. Sentido giratorio .......... 66
3. Razón ...................... 109
::::::::::::::::
677I
Isaac Asimov
cccccccccccccc
Yo, robot
cccccccccc
::::::::::9o::::::::::
O.N.C.E.
Centro de
Producción Bibliográfica
C. La Coruña, 18
28020 Madrid
Telf. 5711236
1990
Volumen Ii
cccccccccccc
Isaac Asimov
cccccccccccccc
Yo, robot
cccccccccc
Título original:
I, robot
Traducción de
Manuel Bosch Barrett
Primera edición: marzo de 1975
Novena reimpresión: junio 1984
Colección Nebulae N.o 1
Edhasa/Ciencia Ficción
Edhasa, 1975
Avda. Diagonal, 519-521
Barcelona 29
Impreso por Romanyá/Valls
Verdaguer, 1 Capellades
(Barcelona)
I.S.B.N.: 84-350-0121-0
Depósito legal: B. 21.134-1984
4
Atrápame esta liebre
Tuvo más de dos semanas de vaca-
ciones. Esto, Mike Donovan tenía
que reconocerlo. Tuvo seis meses, con
paga. Esto tenía que admitirlo tam-
bién. Pero esto, como explicaba enfu-
recido, fue fortuito. U.S. Robots
tenía que quitarle las pulgas al robot
múltiple, y había muchas pulgas, y
siempre quedaban por lo menos media
docena de pulgas dejadas para el campo
de pruebas. De manera que descansaron
y esperaron hasta que los hombres de
la sección de planos y los superviso-
res dijeron O.K. Y entonces,
Powell y él salieron hacia el aste-
roide y "no fue" O.K. Repitieron la
cosa una docena de veces, con el
rostro compungido.
--¡Por lo que más quieras, Greg,
sé un poco realista! ¿De qué sirve
aferrarse al pie de la letra a las
677I9
especificaciones y ver la prueba irse
al garete? Es ya hora que te quites
esta manía rutinaria tuya y pongamos
manos a la obra.
--Digo únicamente -respondió Gre-
gory Powell pacientemente, como el
que explica la teoría de los electro-
nes a un niño idiota- que, de acuerdo
con las especificaciones, estos robots
están equipados para los trabajos de
minería en los asteroides sin supervi-
sión. No estamos encargados de vigi-
larlos.
--Muy bien. Mira... ¡Lógico!
-Levantó sus velludos dedos y
señaló-: Uno; este robot ha pasado
por todas las pruebas en el laborato-
rio de la Tierra. Dos; U.S. Ro-
bots garantiza el éxito de la prueba
de actividad en un asteroide. Tres;
los robots no pasan tal prueba. Cua-
tro; si no la pasan, U.S. Robots
pierde diez millones de créditos en
efectivo y unos cien millones en repu-
tación. Cinco; si no la pasan y noso-
tros no somos capaces de explicar por
qué no la pasan, es muy posible que
tengamos que decir un tierno adiós a
dos buenos empleos.
79 7
Powell lanzó un gruñido a través de
una visible sonrisa poco sincera. El
tácito "slogan" de la United State
Robots / Mechanical Men Corp. era
bien conocido de todos. "Ningún
empleado comete el mismo error dos
veces. Es despedido a la primera".
--Tienes la lucidez de Euclides en
todo -dijo-, menos en los hechos. Has
vigilado tres grupos de estos robots
durante tres turnos y han hecho su
trabajo perfectamente. Tú mismo lo
has dicho. ¿Qué más podemos hacer?
--Averiguar qué es lo que no fun-
ciona. Esto es lo que tenemos que
hacer. Trabajaron perfectamente
mientras los vigilé. Pero en tres
diferentes ocasiones, cuando no los
vigilé, no sacaron ningún mineral. No
llegaban siquiera a la hora. Tenía
que ir a por ellos.
--¿Y había algo estropeado?
--Nada absolutamente. Todo era
perfecto. Liso y perfecto como el
luminífero éter. Sólo un pequeño e
insignificante detalle me turbó... "no
había mineral".
677I9
--Te diré lo que hay, Mike. Nos
hemos encontrado con misiones asquero-
sas en nuestra vida, pero se lleva la
palma la del asteroide de iridio.
Todo esto es de una complicación que
sobrepasa la resistencia. Mira, este
robot Dv-5 tiene seis robots que
dependen de él. Y no sólo que depen-
den de él... que forman parte de él.
--Lo sé...
--¡Cállate! Yo sé que lo sabes,
pero estoy diciéndote cuál es el busi-
lis de la cosa. Estos seis robots
forman parte de ti, y les dan sus ór-
denes no por radio ni de viva voz,
sino directamente a través de campos
positónicos. Ahora bien..., no hay en
toda la U.S. Robots un solo robo-
tista que sepa lo que es un campo po-
sitónico ni cómo funciona. Yo tampoco
lo sé. Ni tú.
--Esto último -dijo Donovan- ya lo
sabía.
--Fíjate en nuestra posición. Si
todo funciona... ¡bien! Si algo va
mal..., estamos listos y no podemos
probablemente hacer nada, ni nosotros
ni nadie. Pero la misión nos corres-
ponde a nosotros y a nadie más, de
79 9
manera que estamos en un atolladero.
Permaneció un momento silencioso,
mirando al vacío y prosiguió:
--En fin... ¿lo tienes ahí fuera?
--Sí.
--¿Está todo normal, ahora?
--Pues... por ahora no tiene la
manía religiosa ni anda describiendo
círculos y recitando tonterías, de
manera que lo considero normal.
Donovan franqueó la puerta, movien-
do la cabeza con gesto de duda.
Powell tendió la mano hacia el
"Manual de Robótica" que tenía en un
ángulo de su mesa y lo abrió respe-
tuosamente. Una vez había saltado por
la ventana de una casa incendiada en
"shorts", pero con el "Manual" bajo
el brazo. En caso de duda, se hubiera
quitado los "shorts".
El "Manual" estaba abierto delante
de él cuando entró el robot Dv-5
seguido de Donovan, que volvió a
cerrar la puerta de un puntapié.
--Hola, Dave. ¿Cómo te
encuentras? -preguntó Powell
sombríamente.
677I9
--Bien -dijo el robot-. ¿Te impor-
ta que me siente? -Se acercó la silla
especialmente reforzada para él y se
dobló sobre ella.
Powell miró a Dave; los legos en
la materia pueden pensar en los robots
por números de serie, los especialis-
tas nunca, y con razón. Pese a su
construcción como unidad pensadora de
un equipo integrado por siete unida-
des, no era de un volumen exagerado.
Tenía poco más de dos metros de altu-
ra y pesaba media tonelada de metal y
electricidad. ¿Mucho? No cuando la
media tonelada tiene que ser una masa
de condensadores, circuitos, contactos
y células de vacío, capaces de tener
prácticamente todas las reacciones
conocidas de los humanos. Y un cere-
bro positónico que, con 4,5k7 de ma-
teria y unos cuantos quintillones de
positones, hacía funcionar toda la
maquinaria.
Powell buscó un cigarrillo en el
bolsillo de su camisa.
--Dave -dijo- eres un buen mucha-
cho. No tienes nada de coqueto ni de
"prima-donna". Eres un robot estable,
buen minero, salvo que estás equipado
80 11
para mantener una coordinación directa
con seis subsidiarios. Por lo que sé,
esto no ha creado en tu mapa de sende-
ros cerebrales ningún cerebro inesta-
ble.
--Esto me hace sentirme bien -asin-
tió el robot-, pero ¿a qué va eso,
jefe? -Estaba equipado con un exce-
lente diafragma y la presencia de to-
nalidades en su voz lo salvaba de
buena parte de aquel sonido metálico
que suele tener la voz del robot
usual.
--Voy a decírtelo. Con todo esto
en tu favor, ¿qué pasa que tu trabajo
no va bien? Por ejemplo, ¿el turno B
de hoy?
--Por lo que yo sé, nada -dijo
Dave vacilando.
--No habéis producido nada de mine-
ral.
--Lo sé.
--¿Entonces...?
--No puedo explicárselo, jefe -dijo
Dave, visiblemente turbado-. Sería
capaz de darme un ataque de ner-
vios..., si pudiese. Mis subsidiarios
677I9
trabajan bien. Lo sé. -Reflexionó;
sus ojos fotoeléctricos brillaban
intensamente-. No recuerdo. El día
terminó a las tres y allí estaba
Mike, y las vagonetas de mineral, la
mayoría vacías.
--No has traído la nota de turnos
estos días, Dave -intervino Dono-
van-. ¿Lo sabes?
--Lo sé. Pero en cuanto... -Se
calló, moviendo la cabeza lenta y ce-
remoniosamente.
Powell tenía la sensación de que si
el rostro de Dave pudiese expresar
algo, expresaría la contrariedad. Un
robot, por su misma naturaleza, no
puede soportar faltar a su misión.
Donovan acercó su silla a la mesa
de Powell y se inclinó hacia él.
--¿Amnesia, crees?
--No puedo decirlo. Pero es inútil
tratar de aplicar nombres de enferme-
dades así. Las perturbaciones humanas
sólo se aplican a los robots como ro-
mánticas analogías. No tienen empleo
en ingeniería robótica. Me contraría
mucho someterlo a la prueba elemental
de reacción de cerebro -añadió, ras-
cándose el cuello-. Esto no adulará
81 13
su amor propio.
Miró a Dave, pensativo, y después
la "Descripción del Campo de Prue-
bas" dada por el "Manual".
--Mira, Dave -dijo-, ¿qué te pare-
ce si hiciéramos una prueba? Me pare-
cería muy indicado.
--Si tú lo dices, jefe... -dijo el
robot, levantándose. En su voz había
dolor, entonces.
Empezó bastante sencillamente.
Robot Dv-5 multiplicó de memoria
cantidades de cinco cifras bajo el
control de un reloj. Citó los números
primos entre mil y diez mil. Extrajo
raíces cuadradas e integrales de difí-
ciles complejidades. Resolvió reac-
ciones mecánicas a fin de aumentar las
dificultades. Y finalmente, sometió
su precisa mente mecánica a las más
altas funciones del mundo de los ro-
bots: la solución de problemas de
juicio y ética.
Al cabo de dos horas, Powell suda-
ba copiosamente. Donovan se había
sometido al poco nutritivo régimen de
677I9
uñas y el robot preguntó:
--¿Qué tal va eso, jefe?
--Tengo que pensarlo, Dave -dijo
Powell-. Un juicio demasiado rápido
no serviría de nada. Ahora es mejor
que vuelvas al grupo C. No lleves
prisa. No insistas demasiado en la
producción durante algún tiempo... y
todo lo arreglaremos.
El robot se marchó. Powell miró a
Donovan. Éste parecía decidido a
arrancarse de cuajo el bigote.
--No hay nada que no esté en orden
en las corrientes de su cerebro posi-
tónico.
--Sentiría tener esta certidumbre.
--¡Por Júpiter, Mike! El cerebro
es la parte más segura de un robot.
En la Tierra lo someten a una prueba
quíntuple. Si pasa sin dificultad el
campo de prueba como lo ha pasado
Dave, no es posible que el cerebro
funcione erróneamente. Esto cubre
todos los fragmentos del cerebro.
--¿Dónde estamos, pues?
--No me des prisa. Déjame averi-
guarlo. Queda todavía la posibilidad
de una avería mecánica en el cuerpo.
Hay unos mil quinientos condensado-
82 15
res, veinte mil circuitos eléctricos
individuales, cinco mil células de
vacío, mil contactos, y miles de otras
piezas individuales de diversa comple-
jidad, que pueden estar descompuestas.
De estos misteriosos campos positó-
nicos... nadie sabe nada.
--Oye, Greg -dijo Donovan, impa-
cientándose visiblemente-. Tengo una
idea. Este robot puede estar mintien-
do. Jamás...
--Los robots no pueden mentir a
sabiendas, idiota. Si dispusiéramos
del comprobador Mccormack-Wesley
podríamos comprobar individuo por
individuo durante veinticuatro o cua-
renta y ocho horas, pero los dos úni-
cos comprobadores M.W. existentes
están en la Tierra y pesan diez tone-
ladas; están sobre una base de hormi-
gón y son inamovibles.
--Pero, Greg -dijo Donovan, mi-
rando la mesa-, sólo dejan de funcio-
nar cuando no los vigilamos. Hay
algo... siniestro en esto. -Subrayó
su juicio con un puñetazo sobre la
mesa.
677I9
--Me das asco -dijo Powell, lenta-
mente-. Has estado leyendo novelas de
aventuras.
--Lo que quisiera saber es qué va-
mos a hacer... -gritó Donovan.
--Yo te lo diré. Voy a instalar
una placa de visión sobre mi mesa.
Allá mismo, en la pared. Voy a enfo-
carla a cualquier sitio de la mina
donde se trabaje y vigilaré. Eso es
todo.
--¿Eso es todo?... Greg...
Powell se levantó del sillón y apo-
yó sobre la mesa sus puños cerrados.
--Mike, estoy pasando muy malos
momentos. Llevas una semana molestán-
dome con Dave. Dices que se ha
estropeado. ¿Sabes cómo se ha estro-
peado? ¡No! ¿Sabes qué forma ha
adquirido la avería? ¡No! ¿Sabes qué
la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué le
impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de
todo esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo
esto? ¡No! De manera que, ¿qué
quieres que haga, pues?
Los brazos de Donovan se elevaron
en un gesto de grandilocuencia.
--Me has ganado... -dijo.
--Te lo digo una vez más. Antes de
83 17
intentar una cura tenemos que averi-
guar en qué consiste la enfermedad.
El primer paso necesario para asar
una liebre es atraparla. Y ahora,
vámonos de aquí.
Donovan recorrió las líneas preli-
minares de su memoria con cierto desa-
liento. Por su parte, estaba cansado,
y por otra, ¿qué podía comunicar
mientras las cosas no fuesen como era
debido?
--Greg -dijo-, estamos a cerca de
mil toneladas por debajo del cálculo
previsto.
--Me estás diciendo una cosa que no
sabía -respondió Powell, siempre sin
levantar la vista.
--Lo que quisiera saber -prosiguió
Donovan con súbito furor -es por qué
tienen que encargarnos siempre a noso-
tros de los nuevos tipos de robots.
He llegado a la conclusión que los
robots que eran suficientemente buenos
para el tío abuelo por parte de mi
madre lo son también para nosotros.
Estoy por lo ya probado y aprobado.
677I9
La prueba del tiempo es lo que cuen-
ta; los viejos robots, sólidos, anti-
cuados, no se estropean jamás.
Powell tiró un libro con perfecto
desprecio y Donovan volvió a sentarse
con paso vacilante.
--Tu misión -dijo Powell tranqui-
lamente- durante estos últimos cinco
años, ha sido probar nuevos robots en
condiciones normales de trabajo por
cuenta de la U.S. Robots. Porque
tú y yo hemos cometido la insensatez
de dar pruebas de una gran eficiencia,
nos ha recompensado con este asqueroso
trabajo. Esto -añadió, como si hora-
dase agujeros en el aire con el dedo-
es trabajo tuyo. Has estado andando
detrás de ello desde tu primera memo-
ria hasta cinco minutos después de que
la U.S. Robots te contratase. ¿Por
qué no dimites?
--Bien, te lo diré. -Donovan se
echó adelante y se agarró con fuerza
su mata de cabello rojo-. Soy fiel a
mis principios. Después de todo he
tomado parte en el desarrollo de los
nuevos robots. Hay que ayudar al
avance científico. Pero no me entien-
das mal. No es el principio el que me
84 19
hace seguir adelante; es el dinero que
nos pagan. ¡"Greg"!
Powell pegó un salto al oír el fe-
roz grito de Donovan y siguió su mi-
rada en la pantalla de visión a la que
quedaron mirando los dos con el horror
pintado en el rostro.
--¡Que... Júpiter... me... ampare!
-susurró.
--¡Míralos, Greg! -exclamó Dono-
van poniéndose de pie-. ¡Se han vuel-
to locos!
--Trae un par de trajes -dijo Po-
well-. Vamos allá.
Observó la actitud de los robots en
la placa de visión. En las sombrías
galerías del asteroide sin aire se
veían unos bronceados resplandores que
se movían lentamente. Era como una
formación militar y bajo el tenue
resplandor de su cuerpo avanzaban si-
lenciosamente por entre las rugosas
paredes del túnel, seguidos de parches
de sombras. Marchaban al unísono,
siete de ellos, con Dave al frente,
formando una macabra simultaneidad;
fundiéndose en los cambios de forma-
677I9
ción con la mágica precisión de un
regimiento de lanceros.
--Se han vuelto locos por culpa
nuestra, Greg -dijo Donovan regre-
sando con los trajes-. Esto es una
marcha militar.
--Por lo que veo -respondió
fríamente Powell- puede ser una serie
de ejercicios calisténicos. O Dave
puede estar bajo la alucinación de ser
un maestro de baile. Piensa primero y
no te tomes tampoco la molestia de
hablar después.
Donovan sonrió y se puso un detona-
dor en el estuche que llevaba al lado,
con gesto de ostentación.
--En todo caso -respondió-, así
estamos. Así trabajamos con los nue-
vos modelos de robots. Es nuestro
trabajo, de acuerdo. Pero contéstame
una cosa. ¿Por qué... por qué hay
siempre algo que va mal con ellos?
--Porque... -dijo Powell
sombríamente-, tenemos la maldición
encima. ¡Vámonos!
Siguiendo la aterciopelada oscuri-
dad de los corredores bajo los círcu-
los luminosos de sus lámparas de bol-
sillo, llegaron a su destino.
85 21
--Aquí están -dijo Donovan, ja-
deante.
--Estoy tratando de conectarlo por
radio, pero no contesta -susurró Po-
well-. El circuito de la radio está
probablemente desconectado.
--Celebro que los ingenieros no
hayan inventado todavía el robot que
pueda trabajar en la oscuridad total.
Me horrorizaría encontrar siete ro-
bots en un pozo negro sin radiocomuni-
cación, si no estuviesen "iluminados"
como árboles de Navidad radiactivos.
--Trepa a este reborde superior,
Mike. Vienen por aquí y quiero
observarlos de cerca. ¿Puedes?
Mike pegó el salto con un gruñido.
La gravedad era considerablemente más
baja que la normal de la Tierra, pe-
ro, con un traje pesado, la ventaja no
era tan grande, y el reborde represen-
taba un salto de no menos de tres
metros. Powell lo siguió.
La columna de robots seguía a Dave
en fila india. Con una regularidad
mecánica convertían la fila sencilla
en doble y volvían a pasar a sencilla
677I9
en diferente orden.
Lo repetían una y otra vez y Dave
nunca volvía la cabeza.
Dave estaba a unos seis metros
cuando la comedia cesó. Los robots
subsidiarios rompieron la formación,
esperaron un momento, y desaparecieron
en la distancia..., rápidamente. Dave
miró hacia ellos, después, lentamente,
se sentó. Apoyó la cabeza en una de
sus manos, en una postura completamen-
te humana.
--¿Estás aquí, jefe? -dijo su voz
en uno de los auriculares de Powell.
Powell hizo un signo a Donovan y
saltó del reborde.
--No sé... -dijo el robot moviendo
la cabeza-. Hace un momento estaba
sacando una considerable producción en
Túnel 17 y en el acto me di cuenta
de una presencia humana por las cerca-
nías, y me he encontrado casi un kiló-
metro más abajo del túnel.
--¿Dónde están los subsidiarios,
ahora? -preguntó Donovan.
--Trabajando, desde luego. ¿Cuánto
tiempo se ha perdido?
--No mucho. Olvídalo. -Volviéndo-
se hacia Donovan, Powell añadió-:
86 23
quédate con él el resto del turno.
Después, ven. Tengo un par de ideas.
Transcurrieron tres horas antes de
que Donovan regresase. Parecía can-
sado.
--¿Cómo ha ido esto? -preguntó
Powell.
--No pasa nunca nada cuando se los
vigila. Dame un cigarrillo...
El pelirrojo lo encendió con solí-
cito cuidado y echó al aire un anillo
de humo.
--He estado pensando en todo esto,
Greg -dijo-. Dave tiene un curioso
fondo, para ser un robot. Seis depen-
den de él, con una estricta reglamen-
tación. Tiene derecho de vida o muer-
te sobre ellos y tiene que reaccionar
con su mentalidad. Supongamos que
sienta la necesidad de confirmar su
poder como concesión a su vanidad.
--Ve al grano.
--Supongamos que tenemos militaris-
mo. Supongamos que está creando un
ejército. Supongamos que los está
instruyendo para unas maniobras mili-
677I9
tares. Supongamos...
--Supongamos que has perdido el
tino. Tus pesadillas deberían ser en
tecnicolor. Están postulando la mayor
aberración de un cerebro positónico.
Si tu análisis fuese correcto, Dave
tendría que infringir la Primera Ley
Robótica; que un robot no debe perju-
dicar a un ser humano o, por inacción,
permitir que un ser humano sea perju-
dicado. El tipo militarista y de ca-
rácter dominador que supones debe te-
ner como punto final de sus lógicas
implicaciones la dominación de los
humanos.
--Muy bien. ¿Y cómo sabes que éste
no es el fondo de la cuestión?
--Porque todo robot con esta menta-
lidad, primero, no hubiera salido ja-
más de la fábrica y, segundo, hubiera
sido descubierto inmediatamente. He
probado a Dave, ¿sabes?
Powell echó su sillón atrás y puso
los pies sobre la mesa.
--No. Seguimos en la situación de
no poder asar la liebre porque todavía
no sabemos dónde está. Por ejemplo,
si pudiésemos saber qué significaba
aquella danza macabra que hemos con-
87 25
templado, estaríamos en el camino de
la verdad. Mira, Mike -prosiguió
después de una pausa-. ¿Qué te parece
esto? Dave deja de funcionar solamen-
te cuando ninguno de nosotros está
presente. Y cuando no funciona, la
llegada de uno de nosotros lo vuelve
loco.
--Ya te dije una vez que todo esto
era siniestro.
--No me interrumpas. ¿En qué forma
un robot obra de manera diferente
cuando los humanos no están presentes?
La respuesta es obvia. Se requiere
una gran parte de iniciativa personal.
En este caso, busca las partes del
cuerpo afectadas por la nueva necesi-
dad.
--¡Cáspita! -exclamó Donovan,
incorporándose. Después volvió a
echarse atrás-. No, no... No es bas-
tante. Es demasiado vago. No cubre
las posibilidades.
--No puedo evitarlo. En todo caso,
no hay peligro de que no den el rendi-
miento previsto. Vigilaremos por tur-
no a estos robots a través del visor.
677I9
Cada vez que ocurra algo, iremos
inmediatamente al teatro del suceso.
Esto los hará trabajar.
--Pero de todos modos, los robots
no seguirán las especificaciones,
Greg. La U.S. Robots no puede
seguir haciendo modelos Dv con unos
informes como éstos.
--Es evidente. Tenemos que locali-
zar el error de fabricación y corre-
girlo, y tenemos sólo diez días para
conseguirlo. Lo malo es que...
-añadió Powell rascándose la cabeza-.
En fin, mira tú mismo los planos.
Los planos sobre papel azul cubrían
el suelo como una alfombra y Donovan
se puso a gatas ante ellos, siguiendo
el errante lápiz de Powell. Este
dijo entonces:
--Aquí es donde entras tú, Mike.
Eres el especialista del cuerpo y
quiero que me sigas. He estado tra-
tando de cortar todos los circuitos no
afectados por la iniciativa. Aquí,
por ejemplo, en la arteria del tronco
que comporta operaciones mecánicas.
Corta todas las rutas laterales ruti-
narias como divisiones de urgencia...
-Levantó la vista-. ¿Qué piensas?
88 27
Donovan sentía un mal sabor de bo-
ca.
--La cosa no es tan sencilla,
Greg. La iniciativa personal no es
un circuito eléctrico que puedas ais-
lar del resto y estudiarlo. Cuando un
robot actúa por sí mismo, la intensi-
dad de la actividad del cuerpo aumenta
inmediatamente en casi todos los fren-
tes. No queda ningún circuito entera-
mente sin afectar. Lo que hay que
hacer es localizar las condiciones
especiales, condiciones muy específi-
cas, que lo afectan, y "entonces",
empezar a eliminar circuitos.
--¡Ejem!... -dijo Powell, levan-
tándose y quitándose el polvo-. Muy
bien. Coge estos papelotes azules y
quémalos.
--Ya ves que dada una sola parte
defectuosa -dijo Donovan- cuando la
actividad se intensifica, puede ocu-
rrir cualquier cosa. El aislamiento
cesa, un condensador salta, un contac-
to echa chispas, una espiral se ca-
lienta. Y si obras a ciegas, pudiendo
elegir entre todo el robot, jamás
677I9
encontrarás el punto defectuoso. Si
desmontas a Dave y compruebas una por
una cada pieza del mecanismo de su
cuerpo, volviéndolo a montar y proban-
do nuevamente...
--Bien, bien. Sé también mirar por
una portilla...
Se miraron durante un momento, de-
salentados, y Powell, cautelosamente,
dijo:
--Supongamos que interrogásemos uno
de los subsidiarios...
Ni Powell ni Donovan habían teni-
do hasta entonces la oportunidad de
hablar con un "dedo". Sabía hablar;
la analogía con el dedo humano no era,
pues exacta. En realidad, tenía un
cerebro bastante desarrollado, pero
este cerebro estaba primariamente
adaptado a la recepción de órdenes,
vía campo positónico, y su reacción a
los estímulos independientes era un
poco confusa.
Powell no sabía tampoco a ciencia
cierta su nombre. Su número de serie
era Dv-5-2, pero esto era de poca
utilidad.
--Oye, camarada -le dijo para
infundirle confianza-. Voy a pedirte
89 29
que pienses muy intensamente y podrás
volverte con tu amo.
El "dedo" hizo un rápido movimiento
afirmativo con la cabeza, pero no lle-
vó las limitadas funciones de su cere-
bro hasta hablar.
--En cuatro ocasiones recientes
-dijo Powell-, tu amo se apartó del
esquema cerebral. ¿Recuerdas estas
ocasiones?
--Sí, señor.
--Las recuerda -gruñó Donovan con
rabia-. Ya te he dicho que hay algo
muy siniestro...
--¡Oh, cállate, cállate! Desde
luego el "dedo" recuerda. ¿Qué hay de
mal en ello? -Powell se volvió hacia
el robot-. ¿Qué estabais haciendo
cada una de estas veces... todo el
grupo, me refiero?
El "dedo" tenía una curiosa manera
de recitar las frases, como si contes-
tase las preguntas bajo la presión
mecánica de su cerebro, pero sin poner
en ello entusiasmo.
--La primera vez estábamos traba-
jando en una difícil explotación en
677I9
Túnel 17, Nivel B. La segunda
estábamos asegurando el techo contra
un posible hundimiento. La tercera
vez estábamos preparando explosiones
adecuadas para prolongar el túnel sin
producir fisuras subterráneas. La
cuarta vez fue después de un ligero
desprendimiento.
--¿Qué ocurrió estas veces?
--Es difícil de describir. Se
transmitió una orden, pero antes de
que pudiésemos recibirla e interpre-
tarla, vino la nueva orden de avanzar
en una extraña formación.
--¿Por qué? -saltó Powell.
--No lo sé.
--¿Cuál era la primera orden... la
que fue anulada por la de marchar en
formación? -intervino Donovan, inte-
resado.
--No lo sé. Sentía que se acababa
de dar una orden, pero no tuve tiempo
de recibirla.
--¿No puedes decirnos nada de ella?
¿Era la misma orden, siempre?
El "dedo" movía la cabeza, desalen-
tado.
--No lo sé.
--Bien, en este caso, vuelve con tu
90 31
amo -dijo Powell, echándose atrás.
El "dedo" se marchó, visiblemente
aliviado.
--Bien, hemos conseguido bastante,
esta vez -dijo Donovan-. Ha sido un
diálogo, verdaderamente animado del
principio al fin. Oye, Greg. Dave y
el "dedo" nos están tomando el pelo a
los dos. Hay demasiadas cosas que no
saben ni recuerdan. Va a ser cosa de
no confiar ya en ellos, Greg.
Powell se estaba peinando el bigote
en sentido contrario.
--¡Válgame Dios, Mike! ¡Otra
estúpida observación como ésta y no sé
lo que será de ti!
--Bien, bien... Tú eres el genio
del equipo. Yo no soy más que un
pobre niño de pecho. ¿En qué queda-
mos?
--Un poco más atrás que antes. He
tratado de avanzar hacia atrás por
mediación del "dedo" y no lo he conse-
guido. De manera que tendremos que
avanzar hacia delante.
--¡Es un gran hombre! -se maravilló
Donovan-. ¡Qué fácil es todo para
677I9
él! Ahora tradúcemelo al idioma vul-
gar, Maestro.
--Lo entenderás mejor si te lo tra-
duzco al lenguaje de los nenes.
Quiero decir que tenemos que averi-
guar qué orden fue la que dio Dave
antes de que todo fuese mal. Esta
puede ser la clave del misterio.
--¿Y cómo esperas conseguirlo? No
podemos acercarnos a él porque
mientras estemos presentes, todo irá
bien. No podemos captar sus órdenes
por radio porque las transmiten vía
campo positónico. Esto elimina la
proximidad y la lejanía, dejándonos
ante un magnífico cero.
--Por observación directa, sí.
Queda todavía la deducción.
--¿Eh?
--Vamos a ver los relevos, Mike
-dijo Powell con una mueca-. Y no
apartaremos los ojos de la placa de
visión. Observaremos todos los actos
de estos cerebros de acero. En el
momento en que dejen de actuar, habre-
mos visto lo que ocurría inmediatamen-
te antes y deduciremos cuál era la
orden.
Donovan abrió la boca y permaneció
91 33
así durante un minuto entero. Des-
pués, como si se ahogase, dijo:
--Dimito. Me voy.
--Tienes diez días para tomar una
decisión mejor -dijo Powell.
Qué es lo que durante ocho días
trató de hacer Donovan. Durante ocho
días, en guardias alternadas de cuatro
horas, observó, con los ojos doloridos
y congestionados, las relucientes for-
mas metálicas que se movían sobre el
vago fondo. Y durante ocho días, du-
rante las guardias y los descansos,
maldijo la U.S. Robots, los modelos
Dv y el día en que nació.
Y entonces, el octavo día, cuando
Powell entró con la cabeza dolorida y
el sueño en los ojos para hacer su
guardia, Donovan se levantó y, toman-
do lenta y deliberadamente la justa
puntería, arrojó un libro al centro de
la placa de visión. Se produjo el
natural ruido de algo que se rompe.
--¿Por qué has hecho esto? -pregun-
tó Powell, boquiabierto.
--Porque no quiero observar nada
677I9
más -respondió Donovan, casi con cal-
ma-. Nos quedan dos días y no hemos
averiguado nada. Dv-5 es sencilla-
mente un fracaso. Se ha parado cinco
veces mientras lo he estado observando
y tres durante tu guardia y ni tú ni
yo somos capaces de saber qué órdenes
da. Y no creo que logres averiguarlo,
porque no creo lograr averiguarlo yo.
--¡Pero, hombre, cómo quieres vigi-
lar seis robots a la vez! Uno trabaja
con las manos, el otro con los pies,
uno como un molino de viento y otro
salta arriba y abajo como un chiflado.
Y los otros dos... el diablo sabe lo
que están haciendo. Y de repente se
paran todos.
--Greg, no hacemos lo que debemos
hacer. Tenemos que estar más cerca.
Tenemos que observar lo que hacen
desde donde podamos ver los detalles.
Hubo un amargo silencio que fue
roto por Powell.
--Sí, y esperar que ocurra algo con
sólo dos días por delante.
--¿Es que hay alguna ventaja en
vigilar desde aquí?
--Es más cómodo.
--Ya..., pero hay algo que puedes
92 35
hacer allí y no puedes hacer aquí.
--¿Qué es?
--Puedes hacerlos parar... en el
momento que quieras, y entretanto
estás preparado para ver qué es lo que
ocurre.
--¿Cómo es eso? -dijo Powell,
intrigado.
--Piénsalo tú mismo si tienes el
cerebro que dices. Hazte algunas pre-
guntas. ¿Cuándo para de trabajar el
Dv-5? ¿Cuándo ha dicho el "dedo"
que lo hacía? Cuando hay amenaza de
derrumbamiento, o bien se produce;
cuando hay que tomar delicadas medidas
para la colocación de explosivos al
encontrar un filón difícil.
--En otras palabras, cuando hay
peligro -dijo Powell.
--¡Exacto! Cuando "esperas" que se
produzca. Es el factor iniciativa
personal el que nos causa la perturba-
ción. Y es precisamente durante los
momentos de peligro, en ausencia de un
ser humano, cuando la iniciativa per-
sonal está a su máximo de tensión.
Ahora bien, ¿cuál es la deducción
677I9
lógica? ¿Cómo podemos crear nuestra
intercepción cuando y donde queramos?
-Hizo una pausa, triunfante, ya que
empezaba a gozar con su papel y con-
testaba sus propias preguntas adelan-
tándose a la respuesta de Powell-.
Creando nuestro propio peligro.
--Mike -dijo Powell-... tienes
razón.
--Gracias, camarada. Sabía que
algún día la tendría.
--Bien, pero ahórrate los sarcas-
mos. Los conservaremos en una jarra
para los inviernos fríos. Entretanto
¿qué peligros podemos crear?
--Podríamos inundar las minas, si
no estuviésemos en un asteroide sin
aire.
--Muy ingenioso, sin duda. Real-
mente, Mike, me dejas incapacitado de
tanta risa. ¿Qué te parece un pequeño
desprendimiento de tierras?
Donovan avanzó los labios, refle-
xionó, y dijo:
--Por mi parte... O.K.
--Bien. Manos a la obra.
Mientras avanzaba por el escarpado
paisaje, Powell tenía todo el aspecto
de un conspirador. En aquella baja
93 37
gravedad, andaba por el abrupto suelo
lanzando trozos de roca a derecha e
izquierda bajo su peso y levantando
nubes de polvo gris. Mentalmente, sin
embargo, era el cauteloso avance de un
conspirador.
--¿Sabes dónde estamos? -preguntó.
--Creo que sí, Greg.
--Muy bien, pero si un "dedo" se
acerca a veinte pasos de nosotros nos
"sentirá", estemos en su línea de vi-
sión o no. Espero que ya lo sabes.
--Cuando necesite una información
sobre la ciencia robótica te la pediré
por escrito y por triplicado. Metá-
monos por aquí.
Estaban ya en los túneles; incluso
la luz de las estrellas había desapa-
recido. Los dos amigos seguían avan-
zando entre las paredes, iluminándolas
con sus lámparas a espacios intermi-
tentes. Powell buscó el seguro de su
detonador.
--¿Conoces este túnel, Mike?
--No muy bien. Es nuevo. Creo
poderlo reconocer por lo que vi en la
placa de visión, pero...
677I9
Transcurrieron unos interminables
minutos. Finalmente, Mike dijo:
--Toca eso...
Una ligera vibración de los muros
se transmitió a través de la enguanta-
da mano metálica de Powell. No se
oía nada, naturalmente.
--¡Diablos! Estamos muy cerca.
--Abre bien los ojos -dijo Powell.
Donovan asintió, impaciente.
La cosa se produjo y desapareció
antes de que pudiesen sentirla; fue
sólo un resplandor bronceado que atra-
vesó su campo visual. Se agarraron
uno a otro en silencio.
--¿Crees que nos sienten? -susurró
Powell.
--Espero que no. Pero será mejor
que los cojamos de flanco. Toma el
primer túnel transversal a la derecha.
--¿Y si no los encontramos?
--Bien, y ¿qué quieres hacer?
¿Volver atrás? -gruñó Donovan, mal-
humorado-. Están a cuatrocientos
metros. Los he estado observando por
la placa de visión. Y tenemos dos
días...
--¡Cállate! Estás malgastando el
oxígeno. ¿Es éste un corredor late-
94 39
ral? -Lanzó un destello-. Sí, lo es.
Vamos.
La vibración era considerablemente
más fuerte y el suelo temblaba.
--Va bien -dijo Donovan-, si no
cede debajo de nosotros, sin embargo.
-Mandó el haz de luz hacia delante
inquieto.
Con sólo levantar el brazo podían
tocar el techo y la ensambladura había
sido colocada recientemente. Donovan
vacilaba.
--No hay salida. Volvamos atrás.
--No. Espera -dijo Powell, desli-
zándose por su lado-. ¿Qué es esta
luz, allá abajo?
--¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde
quieres que salga una luz, aquí?
--Luz de robot. -Subía por una
suave pendiente, sobre manos y rodi-
llas. Su voz resonó ronca e inquieta
en los oídos de Donovan-. ¡Eh,
Mike, ven aquí!
Había luz. Donovan avanzó al lado
de las piernas estiradas de Powell.
--¿Una abertura?
--Sí. Tienen que estar trabajando
677I9
en este túnel, por el otro lado.
Donovan tocó los ásperos bordes de
un agujero que daba a un lugar que el
destello luminoso de la lámpara reveló
ser la galería principal de un filón.
El agujero era demasiado pequeño tam-
bién para que dos hombres pudiesen
mirar por él simultáneamente.
--No hay nada -dijo Donovan.
--Ahora, no. Pero debió de haber-
lo, de lo contrario no hubiéramos vis-
to luz. ¡Cuidado!
Las paredes se derrumbaron a su
alrededor y sintieron el impacto. Una
ducha de fino polvo cayó sobre ellos.
Powell levantó cautelosamente la ca-
beza y miró.
--Está bien, Mike. Están allí.
Los relucientes robots estaban
aglomerados quince metros más abajo,
en el túnel principal. Los brazos
metálicos trabajaban laboriosamente en
el montón de escombros creado por la
última explosión.
--No perdamos tiempo -dijo Donovan
con afán-. No tardarán mucho en ter-
minar y la próxima explosión puede
alcanzarnos.
--¡Cáspita, no me des prisa! -Po-
95 41
well sacó el detonador y sus ojos bus-
caron afanosamente a través del fondo
polvoriento, donde la única luz era la
de los robots y era imposible ver una
roca saliente en la oscuridad.
--Hay un punto en el techo, casi
encima de ellos. La última explosión
no lo ha derribado del todo. Si pue-
des alcanzarlo en la base, la mitad
del techo se vendrá abajo.
Powell siguió la dirección del del-
gado dedo.
--¡Cuidado! Ahora fija tu mirada
en los robots y reza por que no se
vayan demasiado lejos en esta parte
del túnel. Son mis fuentes de luz.
¿Están los siete allí?
--Los siete -dijo Donovan después
de haberlos contado.
--Bien, entonces, obsérvalos. Fí-
jate en todos sus movimientos.
Levantó el detonador y apuntó,
mientras Donovan vigilaba y pes-
tañeaba bajo el sudor que se metía en
sus ojos. Disparó.
Hubo una sacudida, una serie de
fuertes vibraciones y una nueva sacu-
677I9
dida más fuerte que arrojó a Powell
con fuerza contra Donovan.
--¡Greg, me has empujado! -gritó
Donovan-. No veo nada...
--¿Dónde están? -preguntó Powell
con violencia.
Donovan guardaba un estúpido silen-
cio. No había rastro de los robots.
Todo estaba oscuro como las riberas
de la laguna Estigia.
--¿Crees que los hemos sepultado?
-balbució Donovan.
--Vamos a bajar. No me preguntes
lo que creo.
Powell se arrastró hacia abajo, a
toda velocidad.
--¡Mike!
Donovan se detuvo en el momento en
que iba a seguirlo.
--¿Qué ocurre ahora?
--¡Detente! -La respiración de
Powell llegaba ronca e irregular a
los oídos de Donovan-. ¡Mike! ¿Me
oyes, Mike?
--Estoy aquí. ¿Qué ocurre?
--Estamos bloqueados. No fue el
techo que estaba a quince metros de
nosotros lo que se vino abajo, sino el
nuestro. La sacudida lo ha derribado.
96 43
--¡Cómo! -Donovan avanzó y se
encontró con una barrera de tierra-.
Enciende.
Powell encendió. En ninguna parte
había un agujero por donde pudiese
pasar una liebre.
--Vaya... ¿y qué hacemos ahora?
-dijo Donovan en voz baja.
Perdieron algún tiempo y algún
esfuerzo tratando de mover la barrera
que los bloqueaba. Powell trató de
ensanchar los bordes del agujero ori-
ginal y por un momento levantó su de-
tonador. Pero sabía que tan de cerca,
una explosión hubiera equivalido a un
suicidio.
--¿Sabes, Mike -dijo sentándose en
el suelo-, que hemos armado un lío?
No estamos más cerca de saber qué le
ocurre a Dave. Fue una buena idea,
pero nos ha salido al revés.
La mirada de Donovan delataba una
amargura cuya intensidad se perdía
totalmente en la oscuridad.
--Sentiría ofenderte, muchacho,
pero aparte de lo que sepamos o igno-
677I9
remos acerca de Dave, estamos en una
trampa. Si no nos liberamos, com-
pañero, vamos a morir. "M-o-r-i-r",
morir. ¿Cuánto oxígeno tenemos, de
todos modos? No más de seis horas.
--Ya he pensado en esto -dijo Po-
well, llevándose los dedos a su sufri-
do bigote y tratando de levantar su
inútil visor transparente-. Desde
luego, podríamos hacer que Dave nos
saque de aquí fácilmente en este tiem-
po, de no ser porque nuestra preciosa
jugarreta lo debe haber sepultado tam-
bién con su radiocircuito.
--Lo cual no es muy risueño.
Donovan avanzó hacia la abertura y
consiguió encajar en ella muy justa-
mente su protegida cabeza.
--¡Eh, Greg!
--¿Qué hay?
--Supongamos que tuviésemos a Dave
a seis metros. Esto nos salvaría.
--Seguro, pero ¿dónde está?
--Abajo, en el corredor. Pero, por
lo que más quieras, no sigas tirando
de mí o me vas a arrancar la cabeza de
su soporte. Ya te dejaré mirar.
Powell consiguió asomar la cabeza.
--Lo hemos hecho muy bien. Mira
96 45
estos idiotas. Debe de ser un "ba-
llet" esto que hacen.
--Deja las observaciones secunda-
rias. ¿Se acercan?
--No puedo decírtelo. Están dema-
siado lejos. Pásame la lámpara,
¿quieres? Trataré de llamar su aten-
ción de esta manera.
Al cabo de dos minutos, abandonó.
--No hay nada que hacer. Deben de
ser ciegos. ¡Oh, oh, ahora avanzan
hacia nosotros! ¿Qué crees?
--¡Eh, déjame ver! -dijo Donovan.
Hubo un nuevo silencio y Donovan
asomó la cabeza. Se acercaban. Dave
avanzaba rápidamente a la cabeza de
los seis "dedos", que lo seguían en
fila india, balanceándose.
--¿Qué hacen? Esto es lo que
quisiera saber. Parece una pantomima
-se preguntó Donovan.
--¡Déjate de descripciones! -gruñó
Powell-. ¿A qué distancia están?
--A unos quince metros y vienen en
esta dirección. Estaremos fuera
dentro de quince min... ¡Eh, eh,
ay...! ¡Ay!
677I9
--¿Qué ocurre, ahora? -Powell ne-
cesitó algunos segundos para volver en
sí ante las exaltaciones vocales de
Donovan-. Vamos ya. Déjame asomar
también... No seas egoísta.
Avanzó hacia el agujero, pero Do-
novan lo apartó de un puntapié.
--Han dado media vuelta, Greg. Se
marchan. ¡Dave! ¡Eh, Da...ve!
--¿De qué te sirve gritar, idiota?
El sonido no se transmite.
--Pues entonces, golpea las pare-
des, derríbalas, manda alguna vibra-
ción. Tenemos que llamar su atención
de alguna manera, Greg, o estamos
listos.
Se agitaba como un loco. Powell lo
sacudió.
--Espera, Mike, espera. Escucha,
tengo una idea. ¡Por Júpiter, es el
momento de apelar a las soluciones
sencillas! ¡Mike!
--¿Qué quieres?
--Déjame meter aquí antes de que
estén fuera de nuestro alcance.
--¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué
vas a hacer? ¡Eh! ¿Qué vas a hacer
con el detonador? -dijo agarrando el
brazo de Powell.
97 47
Powell se soltó con una violenta
sacudida.
--Voy a hacer algunos disparos...
--¿Por qué?
--Te lo diré más tarde. Veamos si
sirve de algo, primero. Si no...
Quítate de aquí y deja que me meta
yo.
Los robots eran ya unos meros pun-
tos que disminuían de tamaño en la
distancia. Powell ajustó la mira y el
alza cuidadosamente y apretó tres ve-
ces el gatillo. Bajó el arma y miró
atentamente. Uno de los subsidiarios
había caído. Sólo se veían seis relu-
cientes figuras.
--¡Dave! -gritó Powell por el
transmisor, dudando.
Hubo una pausa y los dos hombres
oyeron la respuesta.
--¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho
de mi tercer subsidiario ha estallado.
Está fuera de servicio.
--Déjate de subsidiarios -dijo
Powell-. Estamos cogidos en una
trampa..., es un desprendimiento de
677I9
tierras, donde estabais trabajando.
¿Puedes ver nuestros destellos?
--Sí, vamos allí en seguida.
Powell se echó atrás y relajó sus
músculos doloridos.
--Bien, Greg -dijo Donovan lenta-
mente con un sollozo contenido en la
voz-. Has ganado. Golpeo el suelo
con mi frente delante de tus pies.
Ahora no me cuentes ningún cuento.
Dime exactamente qué ha pasado.
--Es fácil. Que durante todo el
proceso hemos omitido lo evidente...
como de costumbre. Sabíamos que se
trataba del circuito de iniciativa
personal, y que ocurría siempre duran-
te los momentos de peligro, pero se-
guíamos buscando un orden específico
como causa. ¿Y por qué tenía que ha-
ber un orden?
--¿Por qué no?
--Mira. ¿Qué tipo de orden re-
quiere mayor iniciativa? ¿Qué tipo de
orden se presenta casi siempre sólo en
momentos de peligro?
--No me preguntes, Greg. Dímelo y
basta.
--Eso estoy haciendo. Es una orden
séxtuple. En condiciones ordinarias,
98 49
con uno o más de los "dedos" realizan-
do un trabajo rutinario que no re-
quiere una estrecha supervisión,
nuestros cuerpos transmiten el movi-
miento rutinario. Pero en un caso de
peligro, los seis subsidiarios tienen
que ser inmediatamente movilizados.
>Dave tiene que mandar seis robots
a la vez. El resto era fácil. Cual-
quier disminución en la iniciativa
requerida, como la llegada de los se-
res humanos, lo hace retroceder. Por
esto destruí uno de los robots. Al
hacerlo, él transmitía sólo una orden
quíntuple. La iniciativa disminu-
ye..., vuelve a la normalidad.
--Pero... ¿cómo has descubierto
todo esto?
--Mera suposición lógica. Lo he
probado y ha salido bien.
--Aquí estoy -resonó de nuevo en
sus oídos la voz del robot-. ¿Podéis
esperar media hora?
--Fácilmente -dijo Powell. Y vol-
viéndose hacia Donovan, prosiguió-:
Y ahora el juego será sencillo. Re-
visaremos los circuitos y comprobare-
677I9
mos cada parte que tiene un trabajo de
orden séxtuple como en oposición a un
orden quíntuple. ¿Qué campo nos deja
esto?
--No mucho, me temo -dijo Donovan
después de haber reflexionado-. Si
Dave es como el modelo preliminar que
vimos en la fábrica, tiene un circuito
coordinador especial que será la única
sección afectada. -Se animó súbita-
mente de una forma extraña-. Oye, no
estaría del todo mal. No hay nada
contra esto...
--Muy bien. Piensa en esto y
comprobaremos los planos cuando regre-
semos. Y ahora, hasta que venga
Dave, voy a descansar.
--¡Eh, eh, espera! Dime una cosa.
¿Qué eran aquellas extrañas marchas,
aquellos pasos de baile que ejecutaban
los robots cada vez que se descompo-
nían?
--¿Esto? No lo sé. Pero tengo una
idea. Recuerda que estos subsidiarios
eran como "dedos" de Dave. Decíamos
siempre esto, ¿te acuerdas? Pues
bien, tengo la impresión de que duran-
te estos intervalos, cada vez que
Dave se convertía en un caso de psi-
99 51
quiatría, se dejaba llevar por su
obsesión, "daba vueltas a sus dedos".
Susan Calvin hablaba de Powell y
Donovan sin el menor esfuerzo de son-
risa, pero su voz cobraba calor cuando
mencionaba a los robots. Le era muy
fácil hablar de los Speedy, los
Cuties o los Daves, y la atajé. De
lo contrario, nos hubiera explicado
media docena más.
--¿Y no ha ocurrido nunca nada, en
la Tierra? -pregunté.
Me miró frunciendo ligeramente el
ceño.
--No, no tenemos gran cosa que ver
con los robots, aquí en la Tierra.
--Pues es lástima. Sus ingenieros
son buenos, pero, ¿no podríamos hablar
un poco de esto? Es su cumpleaños, ya
lo sabe usted.
Me alegró ver que se sonrojaba.
--También yo he tenido disgustos
con los robots -dijo-. ¡Pardiez,
cuánto tiempo hace que no pienso en
677I9
esto! ¡Si hace cerca de cuarenta
años! Ciertamente fue en 2021. Y yo
tenía sólo treinta y ocho años.
¡Oh... preferiría no hablar de esto!
Esperé, seguro de que cambiaría de
parecer. Y así fue.
--¿Por qué no? -dijo-. No puede
hacerme ya daño alguno. Ni tan sólo
el recuerdo. Fui un poco locuela en
otro tiempo, joven. ¿Lo creería
usted?
--No -dije.
--Pues lo era. Pero Herbie era un
robot que podía leer el pensamiento.
--¿Cómo?
--El único en su clase. Ni antes
ni después. Un error... en cierto
modo.
101 53
5
+Embustero+
Alfred Lanning encendió cuidadosa-
mente el cigarro, pero las puntas de
los dedos le temblaban ligeramente.
Sus cejas grises se juntaban mientras
iba hablando entre bocanadas de humo.
--Que lee el pensamiento..., no
cabe la menor duda de eso. Pero ¿por
qué? -dijo, mirando al matemático
Peter Bogert.
Bogert echó atrás su negro cabello
con las dos manos.
--Este fue el trigésimo cuarto mo-
delo Rb que sacamos, Lanning. Todos
los demás eran estrictamente ortodo-
xos.
El tercer hombre que había con
ellos en la mesa frunció el ceño.
Milton Ashe era el empleado más jo-
ven de la U.S. Robots / Mechani-
cal Men Inc., y estaba orgulloso de
677I9
su puesto.
--Escuche, Bogert, no hubo el me-
nor error en el montaje, desde el
principio hasta el fin. Esto puedo
garantizarlo.
Los labios gruesos de Bogert esbo-
zaron una sonrisa protectora.
--¿De veras? Si puede usted res-
ponder de la operación entera de mon-
taje, recomendaré su ascenso. Contan-
do exactamente, la manufactura de un
solo ejemplar de cerebro positónico,
requiere setenta y cinco mil doscien-
tas treinta y cuatro operaciones, y
cada una de ellas depende separadamen-
te de un cierto número de factores, de
cinco a ciento cinco. Si uno de ellos
sale positivamente "mal", el cerebro
está inutilizado. No hago más que
citar nuestro folleto informativo,
Ashe.
Milton Ashe se sonrojó, pero una
voz seca cortó su respuesta.
--Si vamos a empezar echándonos la
culpa mutuamente, me voy -dijo Susan
Calvin con las manos sobre el regazo,
palideciendo ligeramente sus delgados
labios-. Tenemos en nuestras manos un
robot capaz de leer el pensamiento y
102 55
me parece que lo más importante es
descubrir por qué lo lee. No será
diciendo: "¡Es culpa tuya! ¡Es culpa
mía!", como lo averiguaremos.
Sus fríos ojos grises se fijaron en
Milton Ashe que hizo una mueca.
Lanning hizo una, también, y, como
siempre en tales casos, sus largos
cabellos blancos y sus penetrantes y
astutos ojos hicieron de él la imagen
de un patriarca bíblico.
--Tiene usted razón, doctora Cal-
vin. Vamos a exponerlo todo en forma
de píldora concentrada -prosiguió,
cambiando el tono de voz, que se hizo
más aguda-. Hemos producido un cere-
bro positónico de un tipo supuestamen-
te ordinario, que tiene la extraordi-
naria propiedad de sincronizarse con
las ondas del pensamiento ajeno. Esto
marcaría la fecha más importante en el
avance de la ciencia robótica de
nuestra Era si supiésemos por qué
sucede. No lo sabemos, y tenemos que
averiguarlo. ¿Está esto claro?
--¿Puedo hacer una indicación?
-preguntó Bogert.
677I9
--Diga.
--Que hasta que hayamos despejado
esta incógnita, y como matemático ten-
go motivos para suponer que la cosa no
será fácil, conservemos la existencia
de Rb-34 secreta. Incluso para los
demás miembros de la compañía. Como
jefes de departamento, tenemos el de-
ber de no considerar este problema
insoluble, y cuantos menos estemos al
corriente...
--Bogert tiene razón -dijo la doc-
tora Calvin-. Desde que el Código
Interplanetario ha sido modificado en
el sentido de permitir que los modelos
de robots sean probados en los talle-
res antes de ser lanzados al espacio,
la propaganda antirrobot ha aumentado.
Si trasciende la noticia de que exis-
te un robot capaz de leer el pensa-
miento antes de que podamos anunciar
que tenemos el dominio completo del
fenómeno, la campaña adquirirá un
incremento considerable.
Lanning fumaba su cigarro, asin-
tiendo gravemente. Se volvió a Ashe.
--Tengo entendido que estaba usted
solo cuando se dio cuenta del fenómeno
-dijo en forma interrogadora.
103 57
--Lo dije, en efecto. Me llevé el
susto mayor de mi vida. Acababan de
sacar a Rb-34 de la tabla de ajuste
y me lo mandaron. Overmann estaba
fuera, de manera que me lo llevé a las
salas de prueba y empecé con él. -Se
detuvo y una leve sonrisa apareció en
sus labios-. ¿Alguno de ustedes ha
sostenido alguna vez una conversación
mental sin saberlo?
Nadie se tomó la molestia de con-
testar y prosiguió:
--Al principio no se da uno cuenta,
¿comprenden?... Me habló, tan lógica
y cuerdamente como puedan imaginar, y
sólo cuando estaba ya a más de medio
camino de las salas de pruebas me di
cuenta de que no había dicho nada.
Desde luego, había pensado mucho,
pero no es lo mismo, ¿no es así? En-
cerré aquella máquina y corrí en busca
de Lanning. Tenerlo a mi lado, cami-
nando juntos y verlo penetrar en mi
cerebro, leyendo mis pensamientos, me
daba escalofríos.
--Lo comprendo -dijo Susan Cal-
vin, pensativa. Sus ojos se fijaban
677I9
con intensidad en Ashe, de una manera
curiosamente significativa-. Tenemos
tanto la costumbre de considerar
nuestros pensamientos como cosa priva-
da...
--Entonces, sólo lo sabemos noso-
tros cuatro -intervino Lanning con
impaciencia-. ¡Bien! Tenemos que
seguir adelante, sistemáticamente.
Ashe, quisiera que comprobase la ope-
ración de montaje desde el principio
hasta el fin. Tiene usted que elimi-
nar todas las operaciones en las cua-
les no hay posibilidad material de
error, y anotar aquellas en que puede
haberlo, con su naturaleza y posible
magnitud.
--Orden contundente -gruñó Ashe.
--¡Naturalmente! Desde luego, to-
mará usted a sus órdenes todos los
hombres que necesite, y no me importa
si pasamos de los previstos. Pero no
tienen que saber por qué, ¿comprende?
--¡Ejem!..., sí. ¡Otro trabajito
de alivio! -dijo el joven técnico con
una mueca.
Lanning giró en su silla y se vol-
vió hacia Susan Calvin.
--Usted tendrá que emprender su
104 59
trabajo en otra dirección. Como ro-
bot-psicóloga de la organización,
tendrá que estudiar el robot y traba-
jar retrospectivamente. Trate de des-
cubrir cómo funciona. Vea qué más
está ligado a sus poderes telepáticos,
hasta dónde se extienden, qué curvatu-
ra toma su dirección y qué perjuicio
ha ocasionado exactamente a los robots
Rb ordinarios. ¿Comprende?
Lanning no esperó a que la doctora
Calvin contestase.
--Yo coordinaré los datos e
interpretaré matemáticamente los re-
sultados. -Chupó violentamente su
cigarro y miró a los demás a través
del humo-. Bogert me ayudará en eso,
desde luego.
Bogert se frotaba las uñas de una
mano con la palma de la otra.
--Bien. Entonces, manos a la obra.
-Ashe echó su silla atrás y se levan-
tó. Su agradable rostro juvenil esbo-
zó una sonrisa-. Tengo que realizar
el trabajo más arduo de todos, de ma-
nera que me voy a trabajar.
Y con un "¡Hasta luego!", salió.
677I9
Susan Calvin contestó con una
inclinación casi imperceptible de ca-
beza, pero sus ojos lo siguieron hasta
que se perdió de vista, y no contestó
cuando Lanning con un guiño, dijo:
--¿Quiere usted subir y ver al
Rb-34 ahora, doctora Calvin?
Cuando Susan Calvin entró, los
ojos fotoeléctricos de Rb-34 se le-
vantaron del libro que estaba leyendo,
al oír el chirrido de los goznes y se
puso de pie. La doctora Calvin se
detuvo para volver a poner en su sitio
el gran letrero de "Prohibida la
entrada" de la puerta y se aproximó al
robot.
--Te he traído los textos sobre los
motores hiperatómicos, Herbie, algu-
nos por lo menos. ¿Quieres echarles
una mirada?
Rb-34, conocido por el apodo de
"Herbie", cogió los tres pesados vo-
lúmenes que ella llevaba en los brazos
y abrió uno de ellos por el índice.
--¡Hum!... "Teoría de Hiperató-
mico"... -murmuró sin articular, como
para sí mismo. Hojeó las páginas y
con el aire abstraído, añadió-:
¡Siéntate, doctora Calvin! Necesi-
104 61
taré algunos minutos.
La doctora psicóloga se sentó
mientras él cogía también una silla,
se sentaba al otro lado de la mesa y
comenzaba a recorrer sistemáticamente
los textos. Media hora después los
dejó a un lado.
--Desde luego, sé por qué has
traído esto.
--Lo temía -dijo la doctora, tor-
ciendo el gesto-. Es difícil trabajar
contigo, Herbie. Estás siempre un
paso más adelante que yo.
--Con estos libros ocurre lo mismo
que con los demás. No me interesan.
No hay nada en sus textos. Su cien-
cia no es más que un conjunto de datos
recopilados, amasados, para formar una
teoría tan increíblemente sencilla que
no vale casi la pena de ocuparse de
ella. Es tu parte imaginaria lo que
me interesa. Tus estudios sobre la
relación de los motivos y emociones
humanas... -su voluminosa mano descri-
bió un amplio ademán, mientras buscaba
las palabras adecuadas.
--Creo comprenderte -murmuró la
677I9
doctora.
--Leo en los cerebros, ya lo sabes,
y no tienes idea de lo complicados que
son -continuó el robot-. Me es difí-
cil entenderlo todo porque mi mente
tiene muy poco en común con ellos...,
pero lo intento y vuestras novelas me
ayudan.
--Sí, pero temo que después de las
horripilantes sensaciones emotivas de
la novela sentimental de nuestros días
-y dijo esto con un tono de amargura
en la voz- encuentres los cerebros
auténticos como los nuestros aburridos
e incoloros.
--¡Pero no es así!
La súbita energía de su respuesta
la hizo ponerse de pie. Sintió que se
sonrojaba, y con congoja pensó: "Debe
de saber...".
Herbie se arrellanó en su sillón y
con una voz en la cual el timbre metá-
lico había desaparecido casi entera-
mente, murmuró.
--Desde luego, lo sé, Susan Cal-
vin. Piensas siempre en lo mismo, de
manera que, ¿cómo no voy a saberlo?
--¿Se lo has dicho a alguien? -in-
quirió ella.
105 63
--¡No! -exclamó él con auténtica
sorpresa-. Nadie me lo ha preguntado.
--Entonces... -susurró ella-, debes
de creer que estoy loca.
--No, es una emoción normal.
--Por esto quizá es una locura.
-El apasionamiento de su voz ahogó
toda otra emoción. Una parte del alma
femenina asomó tras la capa doctoral-.
No soy lo que podríamos llamar...
atractiva.
--Si te refieres al mero atractivo
físico, no puedo juzgar. Pero sé que,
en todo caso, hay otros tipos de
atracción.
--Ni joven -dijo ella, casi sin oír
lo que decía el robot.
--No tienes todavía cuarenta años
-dijo Herbie con un toque de insis-
tencia en la voz.
--Treinta y ocho si contamos los
años; por lo menos sesenta si tenemos
en cuenta mi concepto emotivo de la
vida. Por algo soy psicóloga. Y él
tiene escasamente treinta y cinco, y
parece y obra como si fuese más joven.
¿Crees que me ve alguna vez como otra
677I9
cosa que... lo que soy?
--Te equivocas. Escúchame... -dijo
Herbie golpeando con su puño de acero
la mesa de plástico, que produjo un
estridente ruido.
Pero Susan Calvin se volvió hacia
él y el dolor de su mirada se convir-
tió en una llamarada.
--¿Por qué me equivocaría? ¿Qué
sabes tú de todo esto..., siendo una
mera máquina? Para ti no soy más que
un ejemplar; un gusano interesante con
una mente peculiar abierta a toda
inspección. ¿No soy acaso un magní-
fico ejemplo de fracaso? Como tus
libros... -Su voz, convertida en
sollozos, resonaba en el silencio.
El robot se amilanó ante aquel
estallido. Movió la cabeza, suplican-
te.
--¿No quieres escucharme? Podría
ayudarte, si me dejas.
--¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo?
-dijo, torciendo nuevamente el gesto.
--No, no es eso. Es que sé lo que
piensan los demás... Milton Ashe,
por ejemplo.
Hubo un largo silencio durante el
cual Susan Calvin bajó los ojos.
106 65
--No quiero saber lo que piensa
-susurró-. ¡Cállate!
--Creía que querrías saber lo...
Susan seguía con la cabeza baja,
pero su respiración se aceleraba.
--Estás diciendo tonterías -susu-
rró.
--¿Por qué? Trato de ayudarte.
Milton Ashe piensa de ti...
La doctora, viendo que se callaba,
levantó la cabeza:
--¿Y bien?
--Te ama -dijo el robot, tranquila-
mente.
Durante un minuto entero, la docto-
ra permaneció sin hablar. sólo miraba.
--¡Estás equivocado! -dijo por
fin-. ¡Tienes que estarlo! ¿Por qué
me amaría?
--Pero te ama... Una cosa así no
puede quedar oculta... para mí.
--Pero soy tan..., tan... -balbu-
ció, y se detuvo.
--No se detiene en las apariencias;
admira el intelecto, en los demás.
Milton Ashe no es de los que se ca-
san con una mata de pelo y un par de
677I9
ojos bonitos.
Susan Calvin se dio cuenta de que
estaba parpadeando rápidamente y espe-
ró antes de hablar. Incluso entonces
su voz temblaba.
--Y sin embargo, jamás ha indicado
en modo alguno...
--¿Le has dado alguna vez la oca-
sión?
--¿Cómo podía? Jamás pensé que...
--¡Exacto!
La doctora hizo una pausa, quedando
pensativa, y después levantó súbita-
mente la vista.
--Hace un año, una muchacha fue a
verlo al laboratorio. Era linda, su-
pongo, rubia y esbelta. Y, desde
luego, no sabía ni que dos y dos eran
cuatro. Él pasó todo el día sacando
el pecho fuera, tratando de explicarle
cómo se construía un robot. -La dure-
za de su voz había reaparecido-.
¡Pero no lo entendió! ¿Quién era?
--Conozco la persona a quien te
refieres -respondió Herbie sin vaci-
lar-. Es su prima hermana y no siente
por ella ningún interés sentimental.
Te lo aseguro.
Susan Calvin se puso de pie con
107 67
una vivacidad infantil.
--¿No es extraño, esto? Es exacta-
mente lo que quería decirme algunas
veces, sin llegar nunca a convencerme.
Entonces debe de ser verdad.
Se acercó a Herbie y cogió su mano
fría.
--¡Gracias, Herbie!... -Su voz
era como una ronca súplica-. No
hables con nadie de esto. Que sea
nuestro secreto... para siempre.
Con esto y un convulsivo apretón de
la mano de metal, incapaz de respues-
ta, salió.
Herbie se volvió lentamente hacia
la abandonada novela, pero no había
nadie allí para leer "sus" propios
pensamientos.
Milton Ashe se desperezó lenta y
concienzudamente y miró a Peter Bo-
gert, doctor en Filosofía.
--Oiga -dijo-. Llevo una semana
con esto y casi sin dormir. ¿Hasta
cuándo tengo que seguir así? Creía
que dijo usted que el bombardeo posi-
tónico en la Cámara de Vacío D era
677I9
la solución...
Bogert bostezó delicadamente y exa-
minó sus blancas manos con atención.
--Lo es. Le sigo la pista.
--Sé lo que significa que un mate-
mático diga esto. ¿A cuánto está del
final?
--Depende.
--¿De qué? -preguntó Ashe, desplo-
mándose sobre un sillón y estirando
las piernas.
--De Lanning. No está de acuerdo
conmigo -dijo con un suspiro-. Va un
poco atrasado, esto es lo malo. Se
aferra a las máquinas matriz en todo y
por todo y este problema requiere
instrumentos matemáticos más podero-
sos. Es testarudo.
--¿Por qué no pedir a Herbie que
arregle el asunto? -preguntó Ashe,
soñoliento.
--¿Al robot? -preguntó Bogert, con
los ojos saltándole de las órbitas.
--¿Por qué no? ¿No le ha dicho
nada la doctora?
--¿Miss Calvin?
--Sí, Susie en persona. El robot
es una cosa matemática. Lo sabe todo
de todo y un poco más. Resuelve inte-
108 69
grales triples de memoria y hace aná-
lisis de tensores de postre.
--¿Habla usted en serio? -preguntó
el matemático, mirándolo con recelo.
--Completamente en serio. Lo malo
es que al granuja no le gustan las
matemáticas. Prefiere leer novelas
sentimentales. ¡De veras! Vaya a ver
a la activa Susie alimentándolo con
"Pasión Purpúrea" y "Amor en el
espacio".
--La doctora Calvin no nos ha
dicho una palabra de esto.
--No ha acabado de estudiarlo toda-
vía. Ya sabe usted cómo es. Le gusta
tener pleno conocimento de las cosas
antes de hablar de ellas.
--¿Se lo ha dicho usted?
--Hemos charlado casualmente. Ul-
timamente la he visto a menudo. -A-
brió los ojos y frunció el ceño-.
Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada
extraño en ella, últimamente?
--Gasta lápiz de labios, si es esto
a lo que se refiere -respondió Bo-
gert, borrando de su rostro la fea
mueca.
677I9
--¡Diablos, ya lo sé! Carmín, pol-
vos y rímmel para los ojos. Pero no
es esto. No logro poner el dedo en la
llaga. Es la manera como habla...,
como si hubiese algo que la hiciese
feliz... -Quedó un momento pensativo
y se encogió de hombros.
Bogert soltó una carcajada que para
un científico de más de cincuenta años
no estaba mal.
--Quizá esté enamorada -dijo.
--Está usted loco, Bogie -dijo
Ashe cerrando de nuevo los ojos-.
Vaya usted a hablar con Herbie; yo
quiero dormir.
--¡Muy bien! No es que me guste
mucho que un robot me enseñe mi oficio
ni crea que pueda hacerlo...
Un sonoro ronquido fue la única
respuesta.
Herbie escuchaba atentamente,
mientras Peter Bogert, con las manos
en los bolsillos, hablaba con artifi-
ciosa indiferencia.
--Ya lo sabes, pues. Me han dicho
que entiendes en estas cosas y te las
pregunto más por curiosidad que por
otra cosa. Mi línea de razonamiento,
109 71
como te he explicado, comprende algu-
nos puntos dudosos, lo confieso, que
el doctor se niega a aceptar, y el
cuadro es todavía bastante incompleto.
-Viendo que el robot no contestaba
añadió-: ¿Y bien?
--No veo ningún error -dijo el ro-
bot.
--¿Supongo que no podrás ir más
allá de esto?
--No me atrevo a intentarlo. Eres
mejor matemático que yo y..., en fin,
no me gusta comprometerme.
En la sonrisa de complacencia de
Bogert hubo una sombra de tolerancia.
--Suponía que sería éste el caso.
Eres profundo. Olvidémoslo.
Arrugó las hojas de papel, las echó
en la cesta de papeles, dio media
vuelta para marcharse y cambió de opi-
nión. Después de una pausa, añadió:
--A propósito...
El robot esperaba. Bogert parecía
tener alguna dificultad.
--Hay algo que quizá..., podrías...
-Se detuvo.
--Tus ideas son confusas; pero no
677I9
hay duda de que se refieren al doctor
Lanning -dijo Herbie pausadamente-.
Es tonto vacilar, porque en cuanto
decidas lo que quieres, sabré qué es
lo que deseas preguntar.
La mano del matemático se acarició
el cabello con un gesto familiar.
--Lanning frisa en los setenta
-dijo, como si explicase algo.
--Lo sé.
--Y ha sido director de los talle-
res durante casi treinta años.
Herbie asintió.
--Bien, entonces... -la voz de
Bogert se hacía más humilde- tú
sabrás mejor..., si está pensando en
dimitir. La salud, quizá, u otra ra-
zón...
--Exacto -dijo Herbie como única
respuesta.
--Bien, ¿lo sabes?
--Ciertamente.
--¿Y puedes..., decírmelo?
--Puesto que me lo preguntas, sí
-respondió el robot sin dar la menor
importancia a la cosa-. Ha dimitido
ya.
--¿Cómo? -La exclamación fue un
sonido explosivo, casi inarticulado.
110 73
La voluminosa cabeza del científico
avanzó hacia adelante-. ¡Dilo otra
vez!
--Ha dimitido ya -repitió tranqui-
lamente el robot-, pero su dimisión no
ha sido tenida en cuenta todavía. Es-
tá esperando resolver el problema...,
mío. Una vez conseguido esto, está
dispuesto a poner a disposición de
quien le suceda el cargo de director.
--¿Y este sucesor..., quién es?
-preguntó Bogert, respirando jadean-
te. Se había acercado a Herbie, con
los ojos fijos en las inescrutables
células fotoeléctricas del robot.
--Tú eres el futuro director -dijo
lentamente.
Bogert se permitió esbozar una son-
risa satisfactoria.
--Es bueno saberlo. Siempre lo
había augurado así. Gracias, Herbie.
Peter Bogert había estado aquella
mañana en su despacho hasta las cinco
y a las nueve estaba nuevamente en él.
La estantería que tenía sobre su mesa
se había quedado sin libros de refe-
677I9
rencia a medida que iba consultando
uno después del otro. Las páginas de
cifras y cálculos que tenía delante
crecían microscópicamente, mientras
los papeles arrugados que cubrían el
suelo formaban una montaña.
A las doce en punto, miró la última
página, se frotó sus congestionados
ojos, bostezó y se estremeció.
--La cosa va poniéndose peor minuto
por minuto. ¡Maldita sea!
Se volvió al oír el ruido de una
puerta que se abría y saludó a Lan-
ning que entraba, haciendo crujir los
nudillos de su huesuda mano.
El director dirigió una escrutadora
mirada al montón de papeles y frunció
su velludo ceño.
--¿Nueva orientación? -preguntó.
--No -respondió Bogert con rece-
lo-. ¿Qué hay de malo en la antigua?
Lanning no se tomó la molestia de
contestar ni hizo más que dirigir una
simple mirada de desprecio a la hoja
de encima de la mesa de Bogert. En-
cendió un pitillo y al resplandor de
la cerilla, dijo:
--¿Le ha hablado Calvin del robot?
Es un genio matemático. Verdadera-
111 75
mente extraordinario.
--Eso he oído decir -dijo Bogert
con desprecio-. Pero Calvin haría
mejor en atenerse a la robotpsicolo-
gía. He examinado a Herbie de mate-
máticas y apenas puede resolver un
cálculo.
--Calvin no lo considera así.
--Está loca.
--Yo no lo considero así -repitió
el director, entornando los ojos.
--¡Usted! -La voz de Bogert se
endurecía-. ¿De qué está hablando?
--He sometido a prueba a Herbie
esta mañana y puede hacer cosas de las
que no había oído hablar nunca.
--¿De veras?
--Parece usted muy escéptico.
-Lanning sacó una hoja de papel de su
bolsillo y la desdobló-. ¿Esta no es
mi escritura, verdad?
Bogert examinó la gran anotación
angulosa que cubría la hoja.
--¿Ha hecho Herbie esto?
--Exacto. Y observará que ha esta-
do trabajando en su integración de
tiempo de la Ecuación 22. Llega a
677I9
idénticas conclusiones..., y en la
cuarta parte del tiempo. -Acompañó
esta última afirmación señalando el
papel con su dedo amarillento-. No
tiene usted derecho -añadió-, a
despreciar el Efecto de Permanencia
en el bombardeo positónico.
--No lo desprecio. Por Dios,
Lanning, métase bien en la cabeza de
que esto cancelaría...
--Sí, seguro, ha explicado usted
esto. ¿Emplea usted la Ecuación de
Conversión Mitchell, verdad?
Bien..., pues no sirve.
--¿Por qué no?
--Por una parte, porque ha empleado
usted hiperimaginarios.
--¿Qué tiene que ver esto con lo
otro?
--La Ecuación de Mitchell no
aguantará cuando...
--¿Está usted loco? Si releyese
usted el texto original de Mitchell
en las "Actas de"...
--No tengo necesidad de ello. Ya
le dije desde el principio que no me
gusta su razonamiento, y Herbie me
apoya en esto.
--¡Bien, entonces -gritó Bogert-
112 77
que le resuelva el problema del des-
pertador mecánico éste! ¿Para qué
tomarse la molestia de buscar no-esen-
ciales?
--Este es exactamente el punto di-
fícil. Herbie no puede resolver el
problema. Y si él no puede, nosotros
no podemos tampoco..., solos. Llevaré
la cuestión ante la Junta Nacional.
Está más allá de nosotros.
La silla de Bogert cayó de espal-
das al levantarse de un salto con el
rostro congestionado.
--¡No hará usted nada de esto!
--¿Es que va usted a decirme lo que
puedo y no puedo hacer? -preguntó
Lanning.
--¡Exactamente! -fue la excitada
respuesta-. ¡Tengo el problema plan-
teado y no me lo va usted a quitar de
las manos, me entiende! No piense que
no veo a través de usted, fósil dise-
cado. Sería capaz de cortarse la na-
riz antes de dejarme conseguir el mé-
rito de resolver el problema de la
telepatía robótica.
--Es usted un perfecto idiota,
677I9
Bogert, y dentro de dos segundos
estará usted destituido por insubordi-
nación. -El labio inferior de Lan-
ning temblaba de indignación.
--Lo cual es una de las cosas que
no hará, Lanning. Con un robot capaz
de leer el pensamiento no hay secretos
que valgan, de manera que sé ya cuanto
hace referencia a su dimisión.
La ceniza del pitillo de Lanning
tembló y cayó, seguida del pitillo.
--¡Cómo!... ¡Cómo!...
Bogert se echó a reír con maldad.
--Y yo soy el nuevo director, tén-
galo bien entendido. Estoy perfecta-
mente enterado de ello, aunque crea lo
contrario. ¡Maldita sea, Lanning,
voy a dar las órdenes oportunas, o
aquí se va a armar el lío mayor en que
se habrá encontrado metido en su vida!
Lanning consiguió hablar, pero fue
más bien un rugido.
--¡Está usted despedido! ¿Se ente-
ra? ¡Queda usted relevado de todas
sus funciones! ¡Está despedido! ¿Lo
entiende?
La sonrisa, en el rostro de Bogert
se ensanchó todavía más.
--Bueno, y, ¿de qué sirve todo
113 79
esto? Así no va usted a ninguna par-
te. Tengo los triunfos en la mano.
Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha
dicho y lo sabe perfectamente por
usted.
Lanning hizo un esfuerzo por hablar
con calma. Parecía viejo, muy viejo,
sus ojos cansados miraban a través de
un rostro cuyo color había desapareci-
do, para dejar sólo el tono lívido de
la edad.
--Quiero hablar con Herbie. No
puede haberle dicho nada de esto. Es-
tá usted jugando fuerte, Bogert, pero
yo le llamo a esto un "bluff". Venga
conmigo.
--¿A ver a Herbie? ¡Magnífico!
¡Verdaderamente magnífico!
Eran también las doce en punto
cuando Milton Ashe levantó la vista
de su vago diseño y dijo:
--¿Comprende la idea? No sirvo
mucho para estas cosas, pero es algo
así. Es una monada de casa y puedo
tenerla casi por nada.
Susan Calvin contempló el diseño
677I9
con ojos tiernos.
--Es realmente bonita -suspiró-. A
menudo he pensado que también me gus-
taría... -Su voz se desvaneció-
--Desde luego -continuó Ashe ani-
madamente dejando el lápiz-. Tendré
que esperar a mis vacaciones. Faltan
sólo dos semanas, pero este asunto de
Herbie lo tiene todo en el aire.
-Fijó la mirada en sus uñas-. Ade-
más, hay otro punto..., pero esto es
un secreto.
--Entonces, no me lo diga.
--¡Oh, pronto tendré que decirlo,
estallo por decírselo a alguien!... Y
usted es precisamente la mejor...,
eh..., la mejor confidente que puedo
encontrar aquí...
Tuvo una sonrisa de timidez. El
corazón de Susan latía con fuerza,
pero no tuvo confianza en sí misma
para hablar.
--Francamente -prosiguió Ashe
acercando su silla y bajando la voz
hasta convertirla en un susurro confi-
dencial-, la casa no va a ser sólo
para mí..., voy a casarme.
Susan se levantó de un salto.
--¿Qué le ocurre?
114 81
--¡Oh, nada! -La horrible sensa-
ción vertiginosa se desvaneció en el
acto, pero era difícil hacer salir las
palabras de la boca-. ¿Casarse?...
¿Quiere decir?...
--¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no?
¿Recuerda aquella muchacha que vino a
verme el verano pasado?... ¡Pues es
ella! ¿Pero se siente usted mal?...
¿Qué...?
--Jaqueca -dijo ella, alejándolo
débilmente con un gesto-. He esta-
do..., he estado sujeta a ellas últi-
mamente. Quiero felicitarlo..., desde
luego. Me alegro mucho... -La inex-
perimentada aplicación del carmín a
las mejillas formaba dos manchas colo-
radas sobre su rostro de un blanco de
cal. Los objetos habían empezado a
girar nuevamente-. Perdóneme, por
favor.
Salió de la habitación balbuceando
excusas. Todo había ocurrido con la
catastrófica rapidez de un sueño..., y
con el irreal horror de una pesadilla.
Pero, ¿cómo podía ser? Herbie ha-
bía dicho... ¡Y Herbie sabía! ¡Her-
677I9
bie podía leer en las mentes!
Sin darse cuenta, se encontró apo-
yada contra el marco de la puerta de
Herbie, jadeante, mirando su rostro
metálico. Debió de subir los dos tra-
mos de escalera, pero no tenía el me-
nor recuerdo de ello. La distancia
había sido cubierta en un instante,
como en sueños.
¡Como en sueños!
Y los imperturbables ojos de Her-
bie se fijaban en los suyos y el tenue
rojo parecía convertirse en dos relu-
cientes globos de pesadilla.
Hablaba, y Susan sintió el frío
cristal de un vaso apoyarse en sus
labios. Bebió y con un estremecimien-
to volvió a la realidad de lo que la
rodeaba. Herbie seguía hablando; en
su voz había una agitación, como si se
sintiese ofendido, temeroso, suplican-
te. Sus palabras empezaban a cobrar
sentido.
--Esto es un sueño -iba diciendo-,
y no debes creer en él. Pronto des-
pertarás en el mundo real y te reirás
de ti misma. Te quiere, te digo. ¡Te
quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora!
Esto es todo ilusión.
115 83
Susan Calvin asentía, su voz con-
vertida en un susurro.
--¡Sí! ¡Sí! -Agarraba el brazo de
Herbie, aferrándose a él, repitiendo
una y otra vez-: ¿No es verdad, eh?
¡No lo es, no lo es!
Cómo volvió a sus cabales, no lo
supo nunca, pero fue como pasar de un
mundo de nebulosa irrealidad a uno de
luz violenta. Lo apartó de ella,
empujó con fuerza el brazo de acero,
sin expresión en la mirada.
--¿Qué vas a intentar hacer?
-exclamó con la voz convertida en un
grito-. ¿Qué vas a intentar hacer?
--Quiero ayudarte -respondió Her-
bie.
--¿Ayudarme? -exclamó la doctora,
mirándolo-. ¿Diciéndome que todo esto
es un sueño? ¡Tratando de llevarme a
una esquizofrenia! -Una tensión his-
térica se apoderaba de ella-. ¡Esto
no es un sueño! ¡Ojalá lo fuese!
-Detuvo su respiración en seco-.
¡Espera! ¡Ya..., ya..., comprendo!
¡Dios bondadoso, todo está tan claro!
En la voz del robot hubo un acento
677I9
de horror.
--Tenía que hacerlo...
--¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé...!
Unas fuertes voces detrás de la
puerta atajaron sus palabras. Susan
se volvió, cerrando los puños espasmó-
dicamente, y cuando Bogert y Lanning
entraron, estaba al lado de la ventana
más alejada. Ninguno de los dos
hombres prestó atención a su presen-
cia.
Se acercaron a Herbie simultánea-
mente; Lanning, furioso e impaciente.
Bogert, frío y sardónico. El direc-
tor fue el primero en hablar.
--¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!
El robot enfocó sus ojos en el
anciano director.
--Sí, doctor Lanning.
--¿Has hablado de mí con el doctor
Bogert?
--No, señor -la respuesta vino len-
ta, y la sonrisa del rostro de Bogert
se desvaneció.
--¿Cómo es eso? -exclamó Bogert
avanzando ante su superior y detenién-
dose ante el robot-. Repite lo que me
dijiste ayer.
--Dije que... -Herbie permaneció
116 85
silencioso. En la profundidad de su
cuerpo el diafragma metálico vibraba
con sonidos discordantes.
--¿No me dijiste que había dimiti-
do? ¡Contéstame! -rugió Bogert.
Bogert levantó los brazos, desespe-
rado, pero Lanning lo apartó al lado.
--¿Trataste de engañarlo con una
mentira?
--Ya lo ha oído, Lanning. Ha
empezado a decir "Sí" y se ha parado.
¡Apártese de aquí! ¡Quiero saber la
verdad por él mismo!
--Yo se la preguntaré -dijo Lan-
ning, volviéndose hacia el robot-.
Bueno, Herbie, cálmate. ¿He dimiti-
do?
Herbie lo miraba y Lanning repi-
tió, impaciente:
--¿He dimitido? -Hubo una leve
insinuación de negativa en la cabeza
del robot. Una larga espera no produ-
jo nada más.
Los dos hombres se miraron y la
hostilidad de sus ojos era tangible.
--¡Qué diablos! -estalló Bogert-.
¿Es que el robot se ha vuelto mudo?
677I9
¿Es que no puedes hablar, monstruosi-
dad?
--Puedo hablar -dijo la respuesta
rápida.
--Entonces contesta esta pregunta:
¿Me dijiste que Lanning había dimi-
tido, o no? ¿Ha dimitido?
Y de nuevo se produjo el profundo
silencio, hasta que desde el extremo
de la habitación, resonó súbita la
fuerte risa de Susan Calvin, vibran-
te y semihistérica. Los dos matemá-
ticos pegaron un salto y Bogert
entornó los ojos.
--¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le
hace tanta gracia?
--No hay nada gracioso -dijo ella,
sin naturalidad en la voz-. Es sólo
que no soy la única que ha caído en la
trampa. Hay una cierta ironía en ver
tres de los más grandes expertos en
robótica del mundo caer en la misma
trampa elemental, ¿no creen? -Su voz
se desvaneció y se llevó una pálida
mano a la frente-. Pero no es gra-
cioso...
Esta vez la mirada que se cruzó
entre los dos hombres fue grave.
--¿De qué trampa está usted hablan-
117 87
do? -preguntó secamente Lanning-.
¿Es que le pasa algo a Herbie?
--No -dijo Susan acercándose len-
tamente-, no le pasa nada..., es a
nosotros mismos a quienes nos pasa.
-Se volvió súbitamente hacia el robot
y le gritó con violencia-: ¡Lejos de
mí! ¡Vete al otro extremo de la habi-
tación y que no te vea cerca!
Herbie se estremeció ante la furia
de sus ojos y se alejó con su paso
metálico. La voz hostil de Lanning
dijo:
--¿Qué significa todo esto, doctora
Calvin?
Susan se colocó frente a ellos y
los miró con sarcasmo:
--¿Supongo que conocen ustedes la
Primera Ley fundamental de la robó-
tica?
Los dos hombres asintieron a la
vez.
--Ciertamente -dijo Bogert, irri-
tado-, "un robot no debe dañar a un
ser humano ni por su inacción permitir
que se le dañe".
--Bien dicho -se mofó Susan Cal-
677I9
vin-. Pero, ¿qué clase de daño?
--Pues..., de toda especie.
--¡Exacto, de toda especie! Pero
¿qué hay de herir los sentimientos?
¿Y la decepción del propio "yo"? ¿Y
la destrucción de las esperanzas? ¿No
es esto una herida?
--¿Qué puede un robot saber de...?
-dijo Lanning frunciendo el ceño.
Pero se calló, abriendo la boca.
--¿Lo ha comprendido, verdad? Este
robot lee el pensamiento. ¿Cree usted
que no sabe todo lo que hace referen-
cia a la herida mental? ¿Supone usted
que si le hago una pregunta no me dará
exactamente la respuesta que yo deseo
oír? ¿No nos heriría cualquier otra
respuesta, y no lo sabe Herbie muy
bien?
--¡Válgame el cielo! -murmuró Bo-
gert.
La doctora le dirigió una mirada
sarcástica.
--Supongo que le preguntó usted si
Lanning había dimitido. Usted de-
seaba saber que sí, y ésta es la res-
puesta que Herbie le dio.
--Y supongo que es por esto -inter-
vino Lanning sin entonación-, que no
118 89
contestaba hace un momento. No podía
contestar sin herirnos a uno de los
dos.
Hubo una pausa durante la cual los
dos hombres miraron hacia el robot,
que estaba como encogido en su silla,
al lado de la biblioteca, con la cabe-
za apoyada en una mano.
--Sabe todo esto... -dijo Susan
Calvin mirando fijamente al suelo-.
Este..., demonio lo sabe todo, inclu-
so el error que se cometió en su mon-
taje. -Tenía una expresión sombría y
pensativa en la mirada.
--En esto se equivoca usted, docto-
ra Calvin -dijo Lanning levantando
la cabeza-. No lo sabe; se lo he pre-
guntado.
--¿Y qué significa esto? -gritó
Susan-. Sólo que no quería usted que
le diese la solución. Hubiera herido
su susceptibilidad tener una máquina
capaz de hacer lo que no puede hacer
usted. ¿Se lo ha preguntado usted?
-añadió dirigiéndose a Bogert.
--En cierto modo -respondió Bo-
gert, tosiendo y sonrojándose-. Me
677I9
dijo que entendía muy poco de matemá-
ticas.
Lanning se rió en voz baja y la
doctora lo miró sarcásticamente.
--¡Yo se lo preguntaré! -dijo-.
Una solución dada por él no puede
herir mi vanidad. ¡Ven aquí! -añadió
levantando la voz.
Herbie se levantó y se aproximó con
pasos vacilantes.
--Sabes, supongo -continuó-, exac-
tamente en qué punto del montaje se
introdujo un factor extraño o fue omi-
tido uno esencial...
--Sí -dijo Herbie, en un tono casi
inaudible.
--¡Alto! -interrumpió Bogert, fu-
rioso-. Esto no es necesariamente
verdad. Desea usted saberlo, eso es
todo.
--¡No sea idiota! -respondió Susan
Calvin-. Sabe tantas matemáticas
como Lanning y usted juntos, puesto
que puede leer el pensamiento. Dele
ocasión de demostrarlo.
El matemático se inclinó y Calvin
dijo:
--Bien, pues, Herbie, dilo. Esta-
mos esperando. -Y en un aparte,
119 91
añadió-: Traigan lápices y papel.
Pero Herbie permaneció silencioso
y con un tono de triunfo en la voz, la
doctora continuó:
--¿Por qué no contestas, Herbie?
Súbitamente, el robot saltó.
--No puedo. ¡Ya sabes que no
puedo! ¡El doctor Bogert y el doctor
Lanning no quieren!
--Quieren la solución.
--Pero no de mí.
Lanning intervino, con voz lenta y
distinta.
--No seas loco, Herbie. Queremos
que nos lo digas.
Bogert se limitó a asentir. La voz
de Herbie se elevó a un tono estri-
dente.
--¿De qué sirve decir esto?
¿Creéis acaso que no puedo leer más
hondo que la piel superficial de
vuestro cerebro? En el fondo no
queréis. No soy más que una máquina a
la que se ha dado una imitación de
vida sólo por virtud de la acción po-
sitónica de mi cerebro, lo cual es una
invención del hombre. No podéis que-
677I9
dar en ridículo ante mí sin sentiros
ofendidos. Esto está grabado en lo
profundo de vuestra mente y no puede
ser borrado. No puedo dar la solu-
ción.
--Nos marcharemos -dijo Lanning-.
Díselo a la doctora Calvin.
--Sería lo mismo -gritó Herbie-,
puesto que sabríais que he sido yo
quien he dado la respuesta.
--Pero comprenderás, Herbie -pro-
siguió la doctora-, que a pesar de
esto, los doctores Lanning y Bogert
quieren saber la respuesta.
--Por sus propios esfuerzos -insis-
tió Herbie.
--Pero la quieren, y el hecho de
que tú la tengas y no se la quieras
dar los hiere, ¿comprendes?
--¡Sí! ¡Sí!
--Y si se la das, les herirá tam-
bién.
--¡Sí! ¡Sí! -Herbie retrocedía
lentamente y la doctora iba avanzando
al mismo paso. Los dos hombres los
miraban helados de sorpresa.
--No puedes decírselo -murmuró la
doctora-, porque les herirá y tú no
puedes herirlos. Pero si no se lo
120 93
dices, los hieres también, de manera
que debes decírselo. Y si se lo dices
los herirás, de manera que no debes
decírselo, pero si no se lo dices los
hieres, de manera que debes decírselo;
pero si lo dices hieres, de manera que
no debes decirlo; pero si no lo di-
ces...
Herbie estaba acorralado contra la
pared y cayó de rodillas.
--¡Basta! -gritó-. ¡Cierra tu pen-
samiento! ¡Está lleno de engaño, do-
lor y odio! ¡No quise hacerlo, te
digo! ¡He tratado de ayudarte! ¡Te
he dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía
que hacerlo!
La doctora no le prestaba atención.
--Debes decírselo, pero si se lo
dices los hieres, de manera que no
debes; pero si no lo dices los hieres
también, de manera que...
Y Herbie lanzó un grito estriden-
te...
Fue como una flauta aumentada hasta
el infinito, un silbido desgarrador y
penetrante que resonó en todos los
ámbitos de la habitación. Y cuando se
677I9
desvaneció en la nada, Herbie se ha-
bía desplomado, reducido a un montón
informe de inerte metal.
--Ha muerto -dijo Bogert, lívido.
--¡No! -exclamó Susan Calvin,
estremeciéndose y lanzando salvajes
carcajadas-, no ha muerto, se ha vuel-
to loco. Lo he enfrentado con el
insoluble dilema y ha sucumbido.
Podéis recogerlo ya, porque no volve-
rá a hablar nunca más.
Lanning estaba de rodillas al lado
de lo que había sido Herbie. Sus
dedos tocaron el frío rostro de metal
ya sin reacción y se estremeció.
--Lo ha hecho usted a propósito
-dijo.
Se levantó, enfrentándose con Su-
san, el rostro convulsionado.
--¿Y si lo hubiese hecho a propó-
sito, qué? ¡No puede evitarlo ya! -Y
con súbita amargura, añadió-: Lo me-
recía...
El director agarró al paralizado
Bogert por la muñeca.
--¡Qué importa ya!... Venga, Pe-
ter. -Suspiró-. Un robot parlante de
este tipo no tiene ningún valor, de
todos modos. -Sus ojos cansados acu-
121 95
saban su edad, y repitió-: Venga,
Peter.
Una vez los dos científicos se hu-
bieron marchado, transcurrieron algu-
nos minutos antes de que Susan Cal-
vin recobrase su equilibrio mental.
Lentamente, su mirada se fijó en el
muerto-vivo Herbie y la dureza reapa-
reció en su rostro. Durante largo
rato permaneció contemplándolo
mientras el triunfo se borraba de su
rostro y el desengaño reaparecía; de
todos sus turbulentos pensamientos
sólo una palabra, infinitamente amar-
ga, salió de sus labios:
--¡"Embustero"!
" " "
677I9
Aquello fue el final, de momento,
desde luego. Sabía que después de
aquello no conseguiría sacar nada más
de ella. Permanecía sentada detrás de
su mesa, el rostro lívido y frío...,
recordando.
--Gracias, doctora Calvin -dije.
Pero no me contestó. Transcurrieron
dos días antes de que consiguiera ver-
la de nuevo.
122 97
6
El robot perdido
Volví a ver a Susan Calvin a la
puerta de su oficina. Estaba sacando
los archivos.
--¿Cómo van estos artículos, mi
joven amigo? -me preguntó.
--Muy bien -dije. Los había
estructurado según mi leal saber y
entender, dramatizando lo escueto de
su relato y añadiendo a la conversa-
ción algunos toques de amenidad-.
¿Quiere usted echarles una mirada y
decirme si he sido injurioso o me he
propasado en algo?
--Con mucho gusto. ¿Quiere que
vayamos a la Sala de Juntas? Podre-
mos tomar café.
Parecía de buen humor, de manera
que mientras avanzábamos por el corre-
dor, aventuré:
--Me estaba preguntando, doctora
Calvin...
677I9
--Diga.
--Si querría usted decirme algo más
sobre la historia de los robots.
--Me parece que ya ha conseguido
saber todo lo que quería, mi joven
amigo.
--En cierto modo, sí. Pero estos
incidentes que he transcrito no tienen
gran aplicación en el mundo moderno.
Quiero decir; sólo se desarrolló un
único robot capaz de leer el pensa-
miento, las estaciones del Espacio
están ya pasadas de moda y en desuso y
la explotación minera por robots es
cosa descontada. ¿Y el viaje interes-
telar? No han transcurrido más de
veinte años desde la invención del
motor hiperatómico y todo el mundo
sabe que fue una invención robótica.
¿Qué hay de verdad en todo esto?
--¿El viaje interestelar?...
-Quedó pensativa. Estábamos en el
salón y encargué una comida copiosa.
Ella sólo tomó café-. No fue simple-
mente una invención robótica, compren-
da usted. Pero, desde luego, hasta
que construimos el cerebro, no adelan-
tamos mucho. Pero lo intentamos; ver-
daderamente lo intentamos. Mi primer
123 99
contacto (directo, me refiero) con las
investigaciones interestelares tuvo
lugar en 2029, cuando se perdió un
robot...
" " "
En Hyper Base, las medidas se
tomaron con una especie de furia fre-
nética; fue como el equivalente muscu-
lar de un grito histérico.
Para clasificarlas por orden de
cronología y desesperación, fueron:
1. Todo trabajo en la Zona Hipe-
ratómica que atraviesa el volumen
espacial ocupado por las Estaciones
del Grupo Asteroidal Veintisiete
quedó inmovilizado.
2. Todo volumen espacial del Sis-
tema quedó aislado, prácticamente
hablando. Nadie podía entrar sin per-
miso. Nadie podía salir bajo ningún
pretexto.
3. Los doctores Susan Calvin y
Peter Bogert, respectivamente Jefe
del Departamento de Psicología y
677I9
Director del Departamento de Mate-
máticas de la United States Robots
/ Mechanical Men Inc. fueron lle-
vados a Hyper Base por una nave de
patrulla especial del Gobierno.
Susan Calvin no había salido nunca
de la superficie de la Tierra ni te-
nía especiales deseos de salir de
ella. En una era de energía atómica y
de clara aproximación a la Zona Hi-
peratómica, seguía siendo muy provin-
ciana. Estaba, pues, descontenta de
su viaje y poco convencida de su
urgencia y todas las facciones de su
rostro, a su media edad, lo demostra-
ron claramente durante su primera cena
en Hyper Base.
Tampoco la lívida palidez del doc-
tor Bogert abandonaba una cierta
actitud de recelo. Ni el general
Kallner, que dirigía el proyecto,
olvidó una sola vez de mantener una
expresión obsesionada.
En una palabra, aquella comida fue
un tétrico episodio y la pequeña con-
ferencia de los tres que la siguió,
empezó de una manera gris y melancó-
lica.
124 101
Kallner, con su reluciente calva y
su uniforme, que desentonaba con el
resto del ambiente, tomó la palabra
con visible inquietud.
--Es realmente toda una historia la
que tengo que contarles. Tengo que
darles las gracias por su llegada al
primer aviso y sin motivo justificado.
Trataremos de corregir todo esto,
ahora. Hemos perdido un robot. El
trabajo ha parado y debe seguir parado
el tiempo necesario para encontrarlo.
Hasta ahora hemos fracasado y tenemos
la sensación de que necesitamos una
ayuda científica.
Acaso el general sintiese que su
declaración resultaba decepcionante
porque, con cierta desesperación, con-
tinuó:
--No necesito decirles la importan-
cia que tiene el trabajo que aquí
realizamos. Más del ochenta por cien-
to de las adjudicaciones de investiga-
ción científica de este año han re-
caído sobre nosotros...
--Sí, eso ya lo sabemos -dijo Bo-
gert amablemente-. U.S. Robots per-
677I9
cibe cuantiosos ingresos anuales por
el uso de nuestros robots.
Susan Calvin introdujo una brusca
y avinagrada nota.
--¿A qué es debida la gran impor-
tancia de un solo robot para el pro-
yecto y por qué no ha sido localizado?
El general volvió rápidamente su
rostro congestionado hacia ella y se
pasó la lengua por los labios.
--En cierto modo, "lo hemos locali-
zado". -Pero añadió, angustiado-: Me
explicaré. En cuanto nos dimos cuenta
de la desaparición del robot, se
declaró el estado de guerra y todo
movimiento en la Hyper Base cesó.
El día anterior había aterrizado una
nave mercante trayendo dos robots des-
tinados a nuestros laboratorios.
Quedaban sesenta y dos robots de...,
del mismo tipo, para ser llevados a
otros sitios. De esta cifra estamos
seguros. No cabe la menor discusión
posible.
--¿Sí? ¿Y qué relación...?
--Una vez nos fue posible localizar
al robot desaparecido, y le aseguro
que hubiéramos localizado una brizna
de hierba si hubiese estado allí para
124 103
ser localizada, nos devanamos los se-
sos contando los robots que quedaban
en la nave. Había sesenta y tres.
--¿Entonces el sesenta y tres, su-
pongo, es el hijo pródigo desapareci-
do? -dijo la doctora.
--Sí, pero no podemos saber cuál de
los sesenta y tres es.
Hubo un profundo silencio mientras
el reloj eléctrico daba nueve campana-
das; y la doctora en psicología robo-
tiana, dijo:
--Muy extraño...
Las comisuras de sus labios se
inclinaron hacia abajo y se volvió
hacia su compañero con un indicio de
furor.
--Peter, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué
clase de robots utilizan en Hyper
Base?
El doctor Bogert vaciló y sonrió
débilmente.
--Hasta ahora ha sido una cosa de
gran discreción, Susan... -dijo.
--Sí, hasta ahora -dijo ella rápi-
damente-. Si hay sesenta y tres
ejemplares del mismo tipo, uno de los
677I9
cuales se busca y cuya identidad no
puede ser determinada, ¿por qué no
puede servir uno cualquiera de ellos?
¿Qué significa todo esto? ¿Para qué
nos han llamado?
--Si me permite usted un momento
-dijo Bogert con aire resignado-,
Hyper Base, Susan, emplea diversos
robots cuyos cerebros no tienen impre-
sa toda la Primera Ley Robótica.
--¿"Qué no tienen impresa"...?
-preguntó Susan, echándose para
atrás-. Ya... ¿Y cuántos se hicie-
ron?
--Pocos. Fue un pedido del
Gobierno y no había manera de violar
el secreto. No tenía que saberlo na-
die más que los altos dirigentes. Us-
ted no estaba incluida, Susan. No
era nada con que yo tuviese que ver.
El general interrumpió con gesto
autoritario.
--Quisiera aclarar este punto. No
sabía que la doctora Calvin no estu-
viese al corriente de la situación.
No tengo que decirle a usted, doctora
Calvin, que siempre ha habido una
fuerte oposición a los robots en el
planeta. La única defensa que el
125 105
Gobierno ha tenido en este asunto,
contra los radicales fundamentalistas,
fue que los robots se construían
siempre con una indestructible Prime-
ra Ley, lo cual los imposibilitaba de
hacer daño a un ser humano, fueran
cuales fuesen las circunstancias.
>Pero nosotros necesitábamos robots
de una naturaleza distinta. Así,
pues, se prepararon algunos Ns-2, o
sea Nestors, con la Primera Ley
modificada. Para mantener el secreto,
los Ns-2 se fabrican sin número de
serie; los ejemplares modificados se
entregan aquí junto con un grupo de
robots normales; y, desde luego, todos
estamos bajo la estricta prohibición
de revelar las modificaciones a toda
persona no autorizada. Todo se ha
puesto contra nosotros, ahora -añadió
con una sonrisa embarazada.
--¿Ha preguntado usted a cada uno
de ellos quiénes son? -preguntó la
doctora, ceñuda-. ¿Sin duda debe de
estar autorizado a hacerlo?
--Los sesenta y tres niegan haber
trabajado aquí y uno de ellos miente
677I9
-asintió el general.
--¿Muestra el que busca usted algu-
na señal de desgaste? Los demás deben
salir de fábrica..., supongo.
--El robot en cuestión llegó este
mismo mes. Este y los dos que acaban
de llegar tenían que ser los últimos
que necesitábamos. No puede haber
desgaste perceptible. -Movió pausada-
mente la cabeza y en sus ojos apareció
de nuevo la preocupación-. Doctora
Calvin, no nos atrevemos a dejar zar-
par esta nave. Si la existencia de
robots sin Primera Ley llega a ser
divulgada...
La conclusión de la frase no podía
ofrecer duda alguna.
--Destruya los sesenta y tres -dijo
la doctora-, y termine con esto.
--Esto significa destruir treinta
mil dólares por robot -dijo Bogert,
torciendo el gesto-. Temo que a la
U.S. Robots no le gustaría. Es
mejor que hagamos un esfuerzo primero,
Susan, antes de destruir nada.
--En este caso -dijo ella, secamen-
te-, necesito hechos. ¿Qué ventaja
obtiene exactamente la Hyper Base
con estos robots modificados? ¿Qué
126 107
factor los hace necesarios, general?
Kallner frunció intensamente las
arrugas de su frente y se pasó una
mano por ella.
--Los robots precedentes nos han
creado complicaciones. Nuestros
hombres trabajan mucho con radiaciones
intensas, ¿comprende? Es peligroso,
desde luego, pero se toman precaucio-
nes razonables. No ha habido más que
dos accidentes desde que empezamos y
ninguno ha sido fatal. Sin embargo,
era imposible explicar esto a un robot
ordinario. La Primera Ley declara y
se la citaré: "Ningún robot puede
dañar a un ser humano, o por inacción,
permitir que un ser humano sufra
daño".
>Esto es elemental, doctora Cal-
vin. Cuando era necesario que uno de
nuestros hombres estuviese expuesto
por un corto período de tiempo a un
campo gamma moderado, que no tuviese
efectos psicológicos, el robot más
cercano se precipitaba a sacarlo de
allí. Si el campo era excesivamente
débil, lo conseguía, y el trabajo
677I9
quedaba interrumpido hasta que todos
los robots eran retirados. Si el cam-
po era ligeramente más fuerte, el ro-
bot no llegaba nunca al técnico afec-
tado, ya que su cerebro positónico
sucumbía bajo las radiaciones gamma, y
nos encontrábamos privados de un robot
caro, y difícilmente reemplazable.
>Tratamos de discutir con ellos.
Su punto de vista era que un ser hu-
mano en un campo gamma exponía su vi-
da, y que nada importaba que pudiese
permanecer en él durante media hora
sin peligro. Supongamos, decían, que
se olvidaba y permanecía una hora. No
podía correr riesgos. Les hicimos ver
que sólo arriesgaban su vida en una
remota posibilidad. Pero el instinto
de conservación es sólo la Tercera
Ley Robótica, y la Primera Ley de
seguridad viene primero. Les dimos
órdenes; les ordenamos estricta e
imperativamente mantenerse fuera del
campo gamma a toda costa. Pero la
obediencia es sólo la Segunda Ley
Robótica, y la Primera, la de la
seguridad, viene primero. Doctora
Calvin, o teníamos que prescindir de
los robots o hacer algo con la Prime-
127 109
ra Ley..., y esto es lo que hicimos.
--No puedo creer que encontrasen la
posibilidad de suprimir la Primera
Ley -dijo Susan Calvin.
--No fue suprimida, fue modificada.
Se construyeron cerebros positónicos
que poseían sólo el aspecto positivo
de la ley, que dice: "Ningún robot
debe dañar a un ser humano". Eso es
todo. No tienen la obligación de evi-
tar que un ser humano sufra daño debi-
do a un factor extraño, como los rayos
gamma. ¿He expuesto la situación cla-
ramente, doctor Bogert?
--Muy claramente -asintió éste.
--¿Y es ésta la única diferencia
entre sus robots y el modelo Ns-2
ordinario, Peter? ¿La "única" dife-
rencia?
--La "única" diferencia, Susan.
--Ahora me voy a dormir -dijo la
doctora, levantándose y hablando en
tono decidido-, y dentro de ocho horas
quiero hablar con el que vio el robot
por última vez. Y a partir de ahora,
general Kallner, si tengo que asumir
alguna responsabilidad de los aconte-
677I9
cimientos, necesito pleno control de
esta investigación, sin que se me ha-
gan preguntas.
Susan Calvin, aparte de dos horas
de profundo cansancio, no experimentó
nada parecido al sueño. A las 7,
hora local, llamó a la puerta del doc-
tor Bogert y lo encontró despierto
también. Por lo visto se había tomado
la molestia de traerse un batín a Hy-
per Base, porque estaba sentado y
vestido con él. Al entrar la doctora,
dejó al lado las tijeras de las uñas.
--La esperaba a usted, en cierto
modo. Supongo que todo esto le da
asco.
--Sí.
--Lo siento. No hubo manera de
evitarlo. Cuando vino la llamada de
Hyper Base supuse en el acto que
había ocurrido algo con el robot modi-
ficado. Pero, ¿qué podíamos hacer?
No podía explicarle a usted lo ocu-
rrido durante el viaje como hubiera
querido porque tenía que estar seguro
primero. El asunto de la modificación
es un riguroso secreto.
--Hubiera debido decírmelo -murmuró
la doctora-. U.S. Robots no tenía
128 111
derecho a modificar de esta forma los
cerebros positónicos sin la aprobación
del departamento de Psicología.
--Sea usted razonable, Susan -dijo
Bogert, enarcando las cejas y suspi-
rando-. No podía usted influir en
ellos. En este asunto, el Gobierno
estaba obligado a seguir su camino.
Necesitan la Zona Hiperatómica y
los físicos del éter quieren robots
que no les creen obstáculos. Tenían
que conseguirlo, aunque ello represen-
tase quebrantar la Primera Ley.
Tuvimos que convenir en que, desde el
punto de vista de su construcción, la
cosa era posible y juraron por todos
los dioses que sólo necesitaban doce,
que sólo se emplearían en Hyper
Base, que serían destruidos una vez
perfeccionada la Zona, y que se toma-
rían toda clase de precauciones. E
insistieron en el secreto..., ésta es
la situación.
--Yo hubiera dimitido -murmuró
Susan entre dientes.
--No hubiera servido de nada. El
Gobierno ofrecía una fortuna a la
677I9
Compañía y la amenazaba con una le-
gislación antirrobótica en caso de
negativa. Estábamos en mala postura,
entonces, pero ahora estamos peor. Si
esto se divulga, puede causar un per-
juicio a Kallner y al Gobierno, pero
causará un perjuicio mucho mayor a la
U.S. Robots.
--Peter -dijo la doctora, mirándo-
lo-: ¿No se da usted cuenta de lo que
todo esto significa? ¿No comprende
usted la importancia de la supresión
de la Primera Ley? No se trata so-
lamente de una cuestión de secreto...
--Sé lo que significaría la supre-
sión. No soy ningún chiquillo. Sig-
nificaría una inestabilidad completa,
sin soluciones
no-imaginarias de las ecuaciones de
campo positónico.
--Matemáticamente, sí. Pero tra-
dúzcalo usted a la cruda idea psicoló-
gica. Toda la vida normal, Peter,
consciente o no, se resiste al domi-
nio. Si el dominio es por parte de un
inferior, o de un supuesto inferior,
el resentimiento se hace más fuerte.
Físicamente, y hasta cierto punto
129 113
mentalmente, un robot, cualquier ro-
bot, es superior a un ser humano.
¿Qué lo hace esclavo, pues? ¡"Sólo
la Primera Ley"! Porque sin ella,
la primera orden que daría usted a un
robot le costaría la vida. ¿Qué le
parece?
--Susan -dijo Bogert en tono de
complacida simpatía-, tengo que reco-
nocer que este complejo Frankestein
de que está usted dando pruebas tiene
una cierta justificación, de donde, la
Primera Ley ante todo. Pero la
Ley, lo repito una y otra vez, no ha
sido suprimida, sino sólo modificada.
--¿Y dónde me deja usted la estabi-
lidad del cerebro?
--Disminuida, desde luego -dijo el
matemático avanzando los labios-.
Pero sin rebasar las fronteras de la
seguridad. Los primeros Nestor fue-
ron entregados a Hyper Base hace
nueve meses, y jamás ha ocurrido nada
hasta ahora, y aun esto sólo represen-
ta el temor de ser descubiertos, pero
no un peligro para los humanos.
--Bien, entonces; veremos qué sale
677I9
de la conferencia de esta mañana.
Bogert la acompañó cortésmente has-
ta la puerta e hizo una mueca una vez
se hubo marchado. No veía razón algu-
na para cambiar de opinión sobre ella.
Siempre la había considerado una
impaciente... y un desengaño. Bogert,
por su parte, no entraba para nada en
los pensamientos de Susan. Hacía ya
años que lo había clasificado como un
presuntuoso y un fracasado.
Gerald Black se había graduado en
Física etérea el año anterior y, como
toda su generación de físicos, se
encontró metido en el problema de la
Zona. En la actualidad aportaba su
colaboración a la atmósfera general de
las reuniones de Hyper Base. Con su
blusa blanca manchada se sentía medio
rebelde y totalmente incierto. Sus
fuerzas acumuladas parecían querer
descanso y sus dedos, retorciéndose
con gestos nerviosos, hubieran sido
capaces de torcer una barra de hierro.
El general Kallner estaba sentado
a su lado y los dos enviados de la
U.S. Robots les hacían frente.
--Me dicen que fui el último en ver
130 115
el Nestor 10 antes de que desapare-
ciese -dijo Black-. Supongo que
quieren ustedes interrogarme sobre
esto...
--Parece que no está usted muy se-
guro de ello, míster Black -dijo
Susan, mirándolo con interés-. ¿No
"sabe" usted si fue el último en verle
o no?
--Trabajaba conmigo en los genera-
dores de campo, doctora, y estaba con-
migo la mañana de su desaparición.
Ignoro si alguien lo vio después de
mediodía. Nadie asegura haberlo vis-
to.
--¿Cree usted que hay alguien que
miente?
--No digo tal cosa. Pero no quiero
asumir esa responsabilidad.
--No es cuestión de responsabili-
dad. El robot obró como lo hizo a
causa de lo que es. Trataremos única-
mente de localizarlo, Mr. Black, y
vamos a dejar todo lo demás aparte.
Ahora bien, si ha trabajado con el
robot, probablemente lo conoce mejor
que nadie. ¿Observó usted en él algo
677I9
anormal? ¿Había trabajado ya con
otros robots?
--Había trabajado con los otros
robots que tenemos aquí, los senci-
llos. No hay ninguna diferencia con
los Nestors, salvo que son mucho más
inteligentes..., y más molestos.
--¿Molestos? ¿En qué sentido?
--Pues..., quizá no es culpa suya.
El trabajo aquí es duro y la mayoría
de nosotros estamos cansados. Andar
rodando por el hiperespacio no es muy
divertido. Corremos continuamente el
riesgo de hacer un agujero en la con-
textura normal del espacio-tiempo y
salirnos del universo, con asteroide y
todo. ¿Gracioso, verdad? -añadió son-
riendo como si gozase con la confe-
sión-. Naturalmente, uno está agota-
do, algunas veces. Pero estos Nes-
tors, no. Son curiosos, tienen calma,
no se preocupan. Hay para volverle a
uno loco. Cuando uno quiere algo
hecho a toda prisa, parece que necesi-
tan más tiempo. Algunas veces pres-
cindiría de ellos.
--¿Dice que necesitan más tiempo?
¿Se han negado alguna vez a cumplir
una orden?
131 117
--¡Oh, no! -exclamó Black apresu-
radamente-. La cumplen, desde luego.
Pero cuando creen que nos equivoca-
mos, lo dicen. No saben del asunto
más que lo que les decimos, pero esto
no los detiene. Quizá sea imaginación
mía, pero los otros tienen las mismas
preocupaciones con Nestor.
--¿Cómo no ha llegado nunca hasta
mí una queja en este sentido? -pregun-
tó el general Kallner, carraspeando
ostensiblemente.
--En realidad, no queríamos traba-
jar sin robots, mi general -dijo el
joven físico, sonrojándose-, y además,
no estábamos muy seguros de si
estas... quejas menores, serían bien
recibidas.
--¿Ocurrió algo de particular la
mañana que lo vio por última vez? -in-
terrumpió Bogert suavemente.
Hubo un silencio. Con un rápido
gesto, Susan atajó el comentario que
estaba a punto de hacer Kallner.
--Tuve una leve discusión con él
-respondió Black malhumorado-. Aque-
lla mañana yo había roto un tubo Kim-
677I9
ball, lo que me representaba cinco
días de trabajo; iba atrasado en mi
horario, hacía dos semanas que no ha-
bía recibido correo de la Tierra...
¡y se me acerca con el deseo de repe-
tir un experimento que había abandona-
do hacía un mes! Me estaba molestando
siempre con lo mismo y estaba harto de
ello. Le dije que se marchase y no he
vuelto a verlo más.
--¿Le dijo usted que se marchase?
-preguntó Susan con vivo interés-.
¿Con qué palabras exactamente? ¿Le
dijo usted: "¡Márchate!"? Trate de
recordar exactamente sus palabras.
A juzgar por las apariencias, en el
interior de Black se mantenía una
lucha. El físico tenía la frente apo-
yada en la mano, haciendo un esfuerzo
de memoria. Finalmente, la apartó y
dijo:
--Le dije: "¡Vete a paseo!".
--¿Y se fue, eh? -preguntó Bogert,
riéndose.
Pero Susan Calvin no había termi-
nado. En tono de halago, prosiguió:
--Ahora empezamos a ir a algún si-
tio, Mr. Black. Pero los detalles
exactos tienen importancia. Para
132 119
interpretar los actos de un robot, una
palabra, un gesto, una entonación
pueden serlo todo. Pudo usted no ha-
ber dicho solamente estas tres pala-
bras, por ejemplo, ¿no es verdad?
Según su misma confesión, aquel día
estaba usted malhumorado. Quizá dio
usted fuerza a su frase con otras...
--Pues... -dijo el joven físico
sonrojándose-, quizá lo llamase...,
algunas otras cosas.
--Exactamente, ¿qué cosas?
--¡Oh, no podría recordarlas exac-
tamente! Además no podría repetirlas.
Ya sabe lo que pasa cuando uno se
excita... -Se echó a reír un poco
embarazado-. Tengo cierta tendencia
al lenguaje violento...
--Muy bien -dijo ella, con firme
severidad-. En este momento no soy
más que una profesora de psicología.
Quisiera que me repitiese usted lo
que le dijo, tan exactamente como sea
capaz, y, más importante todavía, en
el tono exacto de voz que empleó.
Black miró a su jefe en busca de
apoyo, pero no lo encontró.
677I9
--¡Pero... esto es imposible!...
-exclamó, abriendo los ojos, suplican-
te.
--Tiene usted que hacerlo.
--Imagine que se dirige a mí -dijo
Bogert con humorismo-. Quizá le sea
más fácil.
El rostro escarlata del muchacho se
volvió hacia Bogert.
--Lo llamé... -trató de decir tra-
gando saliva, pero su voz se perdió.
Hizo una nueva prueba-. Lo llamé...
Hizo una fuerte aspiración y lanzó
una retahíla incomprensible de incohe-
rentes sílabas. Cuando se detuvo,
terminó casi llorando.
--... más o menos, no recuerdo el
orden exacto de lo que le llamé; quizá
olvido o añado algo, pero más o menos
fue esto.
Sólo un leve rubor delató las emo-
ciones de la doctora.
--Comprendo el significado de la
mayoría de estas palabras. El resto
de ellas, imagino, deben de tener un
valor igualmente ofensivo.
--Eso temo -dijo el atormentado
Black.
--¿Y entre ellos, le dijo usted que
132 121
se "fuese a paseo"?
--Lo decía en sentido puramente
figurado.
--Me hago cargo. Tengo la seguri-
dad de que no se tomará ninguna medida
disciplinaria. -Y al interpretar su
mirada, el general, que cinco segundos
antes no hubiera estado tan seguro de
ello, asintió malhumorado.
--Puede usted retirarse, Mr.
Black. Y gracias por su cooperación.
Susan Calvin necesitó cinco horas
para interrogar los sesenta y tres
robots. Fueron cinco horas de repeti-
ciones, de insistir, robot tras robot,
en la pregunta A, B, C, D; de
escuchar la respuesta A, B, C, D;
de emplear suaves expresiones, un tono
cautelosamente neutral, una atmósfera
amistosa; y de hacer funcionar un mag-
netofón escondido.
Cuando terminó, estaba exhausta.
Bogert la esperaba y miró con expec-
tación la cinta grabada cuando ella la
arrojó sobre el plástico de la mesa.
Susan movió la cabeza.
677I9
--Los sesenta y tres me parecen
iguales. No podría decir...
--Es imposible captarlo al oído,
Susan -dijo él-. Vamos a analizar la
grabación.
De ordinario, la interpretación
matemática de las reacciones verbales
de los robots es una de las ramas más
intrincadas del análisis robótico.
Requiere un equipo de técnicos bien
entrenados y el empleo de máquinas
calculadoras muy complicadas. Bogert
lo sabía. Bogert lo dijo así después
de haber escuchado con disimulado abu-
rrimiento la serie de respuestas, hizo
una lista de las entonaciones de cier-
tas palabras y gráficos de los inter-
valos entre preguntas y respuestas.
--No veo presente ninguna anomalía,
Susan. Las variaciones de entonación
y las reacciones cronométricas son del
tipo de frecuencia normal. Necesita-
mos métodos más sagaces. Aquí debe de
haber calculadoras... No... -Se
interrumpió frunciendo el ceño y con-
templando la uña del pulgar-. No po-
demos emplear computadores. Hay dema-
siado peligro de merma. O quizá sí...
Susan lo detuvo con un gesto de
134 123
impaciencia.
--Por favor, Peter. Esto no es
uno de sus insignificantes problemas
de laboratorio. Si no podemos identi-
ficar el Nestor modificado gracias a
alguna diferencia visible a simple
vista, una que no ofrezca duda posi-
ble, es que no estamos de suerte. El
peligro de equivocarse y dejarlo esca-
par es por otra parte demasiado gran-
de. No es suficiente observar una
minúscula irregularidad en una grá-
fica. Le diré una cosa: si esto es
todo lo que tengo para seguir adelan-
te, preferiría destruirlos a todos
sólo para estar segura. ¿Ha hablado
usted con los otros Nestor modifica-
dos?
--Sí, y no tienen ningún defecto
-dijo secamente Bogert-. Si algo hay
en que estén por encima de lo normal,
es en amabilidad. Han contestado a
mis preguntas, demostrando orgullo de
sus conocimientos, salvo los dos últi-
mos, que no han tenido todavía tiempo
de aprender la física etérea. Se
rieron a gusto de mi ignorancia sobre
677I9
algunas de las especializaciones de
aquí. Supongo que esto forma parte de
la base de su resentimiento contra
ellos por parte de los técnicos de
aquí. Los robots tienen quizá una
excesiva afición a impresionarnos con
sus superiores conocimientos.
--¿Puede usted probar algunas reac-
ciones Planar para ver si se ha pro-
ducido algún cambio en una composición
mental desde su manufactura?
--No lo he hecho todavía, pero lo
haré. -Apuntó a Susan con su dedo
afilado-. Está usted perdiendo la
calma, Susan. No veo qué es lo que
dramatiza. Son esencialmente inofen-
sivos.
--¿Sí? -saltó Susan con fuego-.
¿Está usted seguro? ¿Se da usted
cuenta de que uno de ellos está min-
tiendo? Uno de los sesenta y tres
robots que acabo de interrogar me ha
mentido deliberadamente después de mi
imperativa orden de decir la verdad.
Esta anormalidad es terriblemente
profunda y horriblemente aterradora.
Bogert sintió que sus dientes cas-
tañeteaban.
--No -dijo-. ¡Mire! Nestor 10
135 125
recibe orden de irse a paseo. Esta
orden le fue expresada con la máxima
urgencia por la persona de mayor auto-
ridad para dársela. No se puede deso-
bedecer esta orden ni por una urgencia
superior ni por una superior autori-
dad. Naturalmente, el robot tratará
de evitar ejecutar la orden. En el
fondo, objetivamente, admiro su inge-
nio. ¿Cómo puede un robot "irse a
paseo" o "perderse de vista" mejor que
mezclándose con un grupo de robots
similares a él?
--Sí, sería usted capaz de admirar-
lo. He leído un cierto humorismo en
sus ojos, Peter, un cierto humorismo
y una sorprendente falta de compren-
sión. ¿Es usted un técnico en robó-
tica, Peter? Estos robots dan impor-
tancia a todo lo que consideran supe-
rioridad. Usted mismo acaba de decir-
lo. Subconscientemente, consideran a
los humanos inferiores a ellos e
injusta la Primera Ley que nos pro-
tege. Y ahora nos encontramos ante un
hombre joven que manda a un robot "a
paseo", con todas las apariencias ver-
677I9
bales de desprecio, repugnancia y do-
minación. De acuerdo, el robot tiene
que cumplir las órdenes, pero sub-
conscientemente, está resentido. Para
él adquiere una importancia todavía
más trascendental demostrar que es
superior, pese a la serie de epítetos
que se le han dirigido. Puede llegar
a ser "tan" importante, que lo que
queda de la Primera Ley no sea sufi-
ciente.
--¿Cómo quiere que en la Tierra, o
en cualquier otro sitio del Sistema
Solar, un robot sepa el significado
de las duras palabras pronunciadas
contra él? La obscenidad no es una de
las cosas que se han impreso en su
cerebro.
--La impresión original no lo es
todo -dijo Susan con cierta mofa-.
Los robots tienen cierta capacidad
para aprender. ¡No sea usted tonto,
hombre! -Bogert sabía que había per-
dido completamente la calma-. ¿No
comprende que por el tono empleado
pudo darse cuenta de que las palabras
no eran de alabanza? -añadió precipi-
tadamente-. ¿No cree que pudo haber
oído ya estas palabras en otras oca-
135 127
siones y comprendido cuál es su senti-
do?
--Bien, en este caso, tenga la bon-
dad de decirme en qué forma un robot
modificado puede dañar a un ser huma-
no, por muy ofendido que esté, y por
muy profundo que sea su deseo de de-
mostrar su superioridad.
--¿Si le digo cómo, estará usted
tranquilo?
--Sí.
Ambos estaban apoyados en la mesa,
mirándose con mutuo rencor.
--Si un robot modificado dejase
caer un gran peso sobre un ser humano,
no infringiría la Primera Ley si lo
hacía sabiendo que su fuerza y sus
reacciones le permitirían apartar el
peso en su caída antes de que hiriese
al hombre. Sin embargo, una vez sol-
tado el peso, no sería ya él el medio
activo. Sería la ciega fuerza de gra-
vedad. El robot podría entonces cam-
biar de manera de pensar y dejar que
el peso llegase al hombre. La modifi-
cación de la Primera Ley se lo per-
mite.
677I9
--Esto requiere un horrible esfuer-
zo de imaginación.
--Es lo que mi profesión exige
algunas veces. Peter, no nos pelee-
mos, vamos a trabajar. Conoce usted
exactamente la naturaleza de los estí-
mulos que han hecho que el robot se
"fuese a paseo". Tiene usted los pla-
nos originales de la adaptación men-
tal. Quiero que me diga usted hasta
qué punto es posible a nuestro robot
hacer lo que acabo de indicarle. No
me refiero a este ejemplo específico,
fíjese bien, sino a esta clase de
reacciones. ¡Y quiero que me lo diga
pronto!
--Entretanto, tendremos que hacer
pruebas de reacción a la Primera
Ley.
Gerald Black, a petición propia,
estaba examinando los enmohecidos ta-
biques de madera que formaban círculo
bajo el abovedado techo del tercer
piso del edificio de Radiación 2.
Los obreros trabajaban en su mayoría
silenciosos. Uno de ellos se sentó
junto a Black, se quitó el sombrero,
y se secó pensativo la frente pecosa.
136 129
--¿Cómo va esto, Walenski? -pre-
guntó Black haciéndole una señal.
--Suave como la manteca -respondió
Walenski encendiendo un pitillo-.
¿Qué pasa, sin embargo, doctor? Pri-
mero estamos tres días sin trabajo y
ahora tenemos todo este lío... -Se
echó atrás apoyándose en el codo y
echó una bocanada de humo.
--Han venido dos robots más de la
Tierra -dijo Black juntando las ce-
jas-. ¿Recuerda las perturbaciones
que tuvimos con los robots al penetrar
en los campos gamma, antes de que les
metiésemos en el cráneo que no tenían
que hacerlo?
--Sí. ¿No venían unos nuevos ro-
bots?
--Hemos reemplazado algunos, pero
principalmente era una cuestión de
adoctrinarlos. De todos modos, los
que los hacen quieren crear unos ro-
bots que no queden tan fuertemente
afectados por los rayos gamma.
--Parece extraño, de todos modos,
parar todo el trabajo por este asunto
de los robots. Creía que nada podía
677I9
detener la creación de la Zona...
--Eso es la gente de arriba quien
tiene que decirlo. Yo..., no hago más
que lo que me dicen. Probablemente
todo es una cuestión de infl...
--Sí -interrumpió el electricista
con una sonrisa y guiñando el ojo-.
Siempre hay quien tiene amigos en
Washington... Pero mientras mi paga
llegue puntualmente, no me preocupo.
La cuestión de la Zona no es asunto
mío. ¿Qué van a hacer aquí?
--¿Me lo pregunta? Han traído unos
robots... más de sesenta, y van a me-
dir sus reacciones. Eso es "todo" lo
que sé.
--¿Cuánto tiempo se necesitará?
--Me gustaría saberlo.
--Ya... -dijo Walenski en tono de
sarcasmo-. Con tal de que me paguen
bien, por mí pueden jugar tanto como
quieran.
Un hombre estaba sentado en una
silla, inmóvil, silencioso. Un peso
caía por el aire, sobre él; después,
en el último momento, se apartó a un
lado, bajo el sincronizado empuje de
un súbito rayo de fuerza. En sesenta
137 131
y tres células de madera, sesenta y
tres robots Nst-2 se lanzaron simul-
táneamente adelante en aquel preciso
segundo, antes de que el peso alcanza-
se al hombre y sesenta y tres fotocé-
lulas instaladas a cinco pies de su
posición original, accionaron la punta
marcadora e hicieron una pequeña señal
en el papel. El peso caía y se eleva-
ba, caía y se elevaba, caía y...
¡Diez veces!
Diez veces los robots saltaron ade-
lante y se detuvieron, mientras el
hombre permanecía tranquilamente sen-
tado.
El general Kallner no había vuelto
a ponerse su esplendoroso uniforme
desde la primera comida dada a los
representantes de la U.S. Robots.
Entonces, en mangas de camisa, lleva-
ba el cuello abierto y el nudo de la
corbata flojo.
Miró esperanzado a Bogert, que
seguía impecablemente vestido y cuyas
emociones interiores eran sólo delata-
das por un ligero sudor en la frente.
--¿Qué le parece? -preguntó el ge-
677I9
neral-. ¿Qué está usted tratando de
ver?
--Una diferencia que puede resultar
demasiado sutil para nuestros propó-
sitos -respondió Bogert-. Para se-
senta y dos de estos robots la necesi-
dad de saltar hacia el ser humano en
peligro aparente ha sido lo que llama-
mos, en lenguaje robótico, una reac-
ción forzosa. Comprenda usted, inclu-
so cuando el robot sabe que al ser
humano en cuestión no le ocurrirá na-
da, y tiene que saberlo después de la
tercera o cuarta vez, no puede evitar
reaccionar como lo ha hecho. La Pri-
mera Ley lo exige.
--¡Bien, y qué!
--Pero el robot sesenta y tres,
este Nestor modificado, no tiene tal
compulsión. Está bajo una acción
libre. Si hubiese querido, hubiera
podido continuar en su sitio.
"Desgraciadamente" -añadió con un
tono de lamento en la palabra-, no ha
sido éste su deseo.
--¿Supone usted el porqué?
--Supongo -dijo Bogert encogiéndo-
se de hombros-, que la doctora Calvin
nos lo dirá cuando venga. Probable-
138 133
mente con una interpretación horrible-
mente pesimista, además. Algunas ve-
ces es un poco molesta.
--¿Está calificada, verdad? -pre-
guntó el general con cierta inquietud.
--Sí -dijo Bogert-. Está califi-
cada. Entiende en robots como si
fuesen sus hermanos. Quizá sea la
consecuencia de odiar a los seres hu-
manos con la misma intensidad. En
todo caso, psicóloga o no, es sumamen-
te neurótica. Tiene tendencias para-
noicas. No se la tome demasiado en
serio.
Extendió delante de él un largo
rollo de gráficas llenas de líneas
quebradas.
--Vea, general, en el caso de cada
robot, el tiempo-intervalo entre la
caída del peso y el salto de un metro
y medio hacia adelante tiende a dismi-
nuir a medida que la prueba se repite.
Hay una relación matemáticamente de-
finida que gobierna estas cosas y el
no conformarse a ello indicaría una
marcada anormalidad en el cerebro po-
sitónico. Desgraciadamente, aquí to-
677I9
dos parecen normales.
--Pero si nuestro Nestor 10 no
responde obedeciendo a una fuerza
obligatoria, ¿por qué su curva no es
diferente? No lo entiendo.
--Es muy sencillo. Las reacciones
robóticas son perfectamente análogas a
las humanas, ésta es la lástima. En
los seres humanos, la acción volunta-
ria es más lenta que el reflejo. Pero
con los robots no es éste el caso; es
una mera cuestión de libertad de elec-
ción; por lo demás, la rapidez de la
acción forzosa y la libre es la misma.
Lo que yo había esperado era que
Nestor 10 fuese pillado de sorpresa
la primera vez y dejase transcurrir un
intervalo demasiado grande antes de
responder.
--¿Y no fue así?
--Temo que no.
--Entonces, no hemos llegado a nin-
guna parte -dijo el general, echándose
atrás con expresión contrariada-.
Hace ya cinco días que están ustedes
aquí...
En aquel momento entró Susan Cal-
vin y volvió a cerrar la puerta con un
fuerte golpe.
139 135
--Retire sus gráficas de aquí,
Peter. Ya sabe usted que no de-
muestran nada.
Murmuró algo con impaciencia al ver
que el general se levantaba para salu-
darla y prosiguió:
--Vamos a tener que intentar algo
más urgente. No me gusta todo lo que
ocurre.
--¿Pasa algo? -preguntó Bogert,
cambiando una mirada con el general.
--¿Específicamente? ¡No! Pero no
me gusta que Nestor 10 siga eludién-
donos. Es un mal asunto. Debe hala-
gar su vanidoso sentido de superiori-
dad. Mucho me temo que su complejo no
sea ya meramente el de obedecer órde-
nes. Me parece que se está convir-
tiendo en una aguda necesidad neuró-
tica, para él, ir más allá que los
humanos. Es una situación malsana y
peligrosa. Peter, ¿hizo usted lo que
le pedí? ¿Ha establecido los factores
inestables del Nst-2 modificado si-
guiendo las líneas que le pedí?
--Está en marcha -respondió el ma-
temático sin interés.
677I9
Susan lo miró durante un momento
con rencor y se volvió hacia el gene-
ral.
--Nestor 10 se ha dado cuenta,
desde luego, de lo que estamos hacien-
do, general. No tiene necesidad algu-
na de morder el cebo en este experi-
mento, especialmente después de la
primera vez, cuando tiene que haber
visto que el sujeto no corre peligro.
Los otros no podían abstenerse; pero
él está fingiendo deliberadamente la
reacción.
--¿Y qué cree usted que debemos
hacer, doctora Calvin?
--Imposibilitarle, falsificar su
reacción la próxima vez. Repetiremos
el experimento, pero con una modifica-
ción. Estableceremos unos cables de
alta tensión entre los robots y el
sujeto, capaces de electrocutar los
modelos Nestor en cantidad suficiente
para que no puedan saltar por encima
de ellos; el robot se dará cuenta de
que tocar los cables significa la
muerte.
--¡Alto! -exclamó súbitamente Bo-
gert, indignado-. No vamos a electro-
cutar dos millones de dólares de ro-
140 137
bots para localizar a Nestor 10.
Hay otros medios.
--¿Está usted seguro? No hemos
encontrado ninguno. De todos modos,
no se trata de electrocución. Podemos
aplicar un contacto que cortará la
corriente en el momento de soltar el
peso. Si el robot pisa los cables, no
será electrocutado. Pero el robot "no
lo sabrá".
--¿Saldrá bien esto? -dijo el gene-
ral con un brillo de esperanza en los
ojos.
--Creo que sí. En estas condicio-
nes, Nestor 10 tiene que permanecer
en su silla. Puede recibir la orden
de tocar los cables y morir, porque la
Segunda Ley de obediencia es ante-
rior a la Tercera Ley de autoconser-
vación; pero esta orden no la recibi-
rá, será meramente dejado a su propio
impulso, como todos los demás robots.
En el caso de los robots normales, la
Primera Ley de la seguridad humana
los llevará a la muerte aun sin haber
recibido orden expresa. Pero en el
caso de nuestro Nestor 10, no. Sin
677I9
la Primera Ley completa, y sin haber
recibido órdenes específicas, la Ter-
cera Ley, la de autoconservación,
será la más fuerte y no tendrá más
remedio que permanecer en su sitio.
Será una acción forzosa.
--¿Lo hacemos esta noche, entonces?
--Esta noche -dijo la doctora en
psicología- si los cables pueden ten-
derse a tiempo. Voy a explicar a los
robots lo que vamos a hacer.
Un hombre estaba sentado en una
silla, inmóvil, silencioso. Un peso
caía sobre él, rápido; después, en el
último momento, se apartó a un lado
bajo el sincronizado empuje de un sú-
bito rayo de energía.
Sólo una vez...
Y desde su silla plegable de la
cabina de observación, la doctora
Susan Calvin se levantó de un salto,
abriendo la boca horrorizada.
Sesenta y tres robots permanecían
sentados inmóviles en sus sillas, mi-
rando con ojos de milano el hombre en
peligro que tenían delante. Ni uno de
ellos se movió.
141 139
La doctora Calvin estaba furiosa
hasta casi lo insoportable. Tanto más
furiosa, por no atreverse a demostrar-
lo delante de los robots, que iban
entrando y saliendo uno a uno de la
habitación. Comprobó la lista. Ahora
tenía que entrar el Veintiocho. Fal-
taban todavía veinticinco.
Entró el número Veintiocho, rece-
loso.
--¿Cómo te llamas? -preguntó Su-
san, tratando de conservar la calma.
Con una voz apagada e incierta, el
robot contestó:
--No he recibido nombre todavía.
Soy un Nst-2 y ocupaba el número
veintiocho en la hilera. Tengo aquí
una tira de papel que voy a darle.
--¿Habéis estado ya aquí alguna
otra vez?
--No.
--Siéntate. Vas a contestar a
algunas preguntas, número Veintiocho.
¿Estabas en la Sala de Radiaciones
del Edificio Dos hace unas cuatro
horas?
El robot tuvo dificultad en contes-
677I9
tar; finalmente lo hizo con un ron-
quido, como de una maquinaria que ne-
cesitase aceite.
--Sí, doctora.
--Había allí un hombre que estaba
casi en peligro de sufrir daño, ¿no?
--Sí, doctora.
--Y tú no hiciste nada ¿verdad?
--No, doctora.
--A aquel hombre pudo ocurrirle
daño por causa de tu inacción. ¿Sabes
esto, verdad?
--Sí, doctora. No pude evitarlo,
doctora. -Es difícil imaginar una
voluminosa figura metálica sin expre-
sión gimiendo, pero casi lo consiguió.
--Quiero que me digas exactamente
por qué no hiciste nada por salvarlo.
--Quiero explicárselo, doctora. No
quiero que creas..., que "nadie",
crea... que soy capaz de causar daño a
un ser humano. ¡Oh, no, esto sería
horrible... e inconcebible!
--¡Por favor, no te excites, mucha-
cho! No te censuro nada. Quiero so-
lamente que me digas qué pensabas en
aquel momento.
--Doctora, antes de que todo aque-
llo ocurriese, nos dijiste que uno de
142 141
los humanos estaría en peligro por
aquel peso que se caía y que
tendríamos que cruzar unos cables
eléctricos si queríamos intentar sal-
varlo. Bien, esto no me hubiera dete-
nido. ¿Qué es mi destrucción compara-
da con la seguridad de un humano?
Pero... se me ocurrió que si yo moría
al ir a salvarlo, estaría muerto sin
objeto alguno y quizá algún día otro
humano podría sufrir un daño que no
hubiera sufrido si yo hubiese estado
todavía en vida. ¿Me entiendes, doc-
tora?
--¿Quieres decir que era una mera
elección entre la muerte del humano
solo o la muerte de los dos?
--Eso es. Era imposible salvar al
humano. Podía considerársele muerto.
En este caso era inconcebible que yo
corriese a la muerte..., sin haber
recibido órdenes.
La doctora en psicología sacó un
lápiz. Había oído la misma historia
con insignificantes variaciones vein-
tisiete veces ya. La pregunta crucial
venía ahora.
677I9
--Oye -dijo-, tu punto de vista
tiene sus razones, pero no es lo que
yo hubiera creído que eras capaz de
pensar. ¿Se te ocurrió a ti?
--No -dijo el robot después de ha-
ber vacilado.
--¿A quién se le ocurrió, pues?
--Anoche estábamos hablando y uno
de nosotros tuvo esta idea, y nos pa-
reció a todos razonable.
--¿A cuál?
El robot quedó sumido en profunda
reflexión.
--No lo sé. Uno de nosotros.
--Nada más -dijo Susan con un sus-
piro.
El robot siguiente era el Veinti-
nueve. Después vinieron treinta y
cuatro más.
También el general Kallner estaba
enojado. Durante una semana estera
toda la Hyper Base había estado
inmovilizada, a excepción de algún
trabajo de papeleo sobre los asteroi-
des subsidiarios del grupo. Y enton-
ces los representantes, o por lo menos
la mujer, hacían proposiciones inacep-
tables.
143 143
Afortunadamente para la situación
general, Kallner juzgaba imposible
poner de manifiesto abiertamente su
cólera.
--¿Por qué no, general? -insistía
Susan Calvin-. Es evidente que la
actual situación es desgraciada. La
única forma como podemos encontrar
algún resultado en el futuro, o en lo
que nos quede de futuro en este asun-
to, es separar los robots. No podemos
conservarlos juntos por más tiempo.
--Mi querida doctora Calvin -gruñó
el general con una voz que había
alcanzado los registros bajos de un
barítono-, no veo cómo alojar separa-
damente sesenta y tres robots en este
sitio...
--Entonces no puedo hacer nada -in-
terrumpió Susan levantado los brazos
en un gesto de desesperación-. Nestor
10 imitará lo que hagan los demás
robots o inducirá a los demás a no
hacer lo que no puede hacer él. Y en
ambos casos, es un mal asunto. Esta-
mos en pugna con el condenado robot
desaparecido y por ahora nos gana.
677I9
Cada victoria suya agrava la anorma-
lidad.
Se puso en pie con rígida determi-
nación.
--General Kallner, si no puede
separar los sesenta y tres robots como
le pido, me veo obligada a pedirle que
los sesenta y tres sean destruidos
inmediatamente.
--¿Lo pide usted, verdad? -preguntó
Bogert interviniendo súbitamente con
rabia-. ¿Y quién le da a usted dere-
cho a pedir semejante cosa? Estos
robots permanecerán como están. Soy
yo el responsable de ellos, no usted.
--Y yo -añadió el general Kallner-
soy el responsable del Coordinador
del Mundo..., y tengo que solucionar
esto.
--En tal caso -saltó en el acto
Susan Calvin- no me queda otro cami-
no que dimitir. Si es necesario para
forzarle a usted a la indispensable
destrucción, daré publicidad al asun-
to. No fui yo quien dio su aprobación
a la manufactura de los robots modifi-
cados.
--Una palabra más, que viole las
medidas de seguridad, doctora Calvin
144 145
-dijo el general pausadamente-, y será
usted inmediatamente detenida.
Bogert sentía que el asunto se le
escapaba de las manos. Su voz se hizo
melosa.
--Vamos, vamos, estamos portándonos
como unos chiquillos. No es más que
cuestión de tiempo. Tiene que haber,
con toda seguridad, un medio de vencer
un robot sin dimitir, encarcelar a
nadie ni destruir dos millones.
La doctora en psicología se volvió
hacia él con rabia contenida.
--No quiero que existan robots des-
compensados. Tenemos un Nestor que
está positivamente descompensado, once
que lo están potencialmente y sesenta
y dos normales que empiezan a estar
sujetos a un ambiente descompensado.
El único medio de seguridad absoluta
es su destrucción.
El zumbido de llamada se dejó oír
en la puerta y los tres se callaron,
helando la creciente violencia de la
discusión.
--¡Adelante! -gruñó Kallner.
Era Gerald Black, al parecer tur-
677I9
bado. Había oído voces encolerizadas.
--He creído mi deber venir...
-dijo-; hubiera considerado indiscreto
hablar de ello con nadie...
--¿Qué ocurre? No haga discur-
sos...
--Alguien ha tocado las cerraduras
del Compartimiento C de la nave mer-
cante. Hay rasguños recientes en
ellas.
--¿El Compartimiento C? -exclamó
Susan rápidamente-. ¿Es el que
encierra los robots, no? ¿Quién ha
sido?
--Desde dentro -dijo Black lacó-
nicamente.
--¿La cerradura no está estropeada,
verdad?
--No, está bien. He estado cuatro
días observando la nave y nadie ha
tratado de salir de ella. Pero he
creído que debían saberlo ustedes y no
quería divulgar la noticia. Me he
dado cuenta de la cosa personalmente.
--¿Hay alguien allí, ahora?
--He dejado a Robins y Mcadams
vigilando.
Hubo un silencio meditativo y la
doctora dijo irónicamente:
145 147
--¿Y bien...?
--¿Qué significa todo esto? -pre-
guntó el general rascándose la nariz.
--¿No está claro? Nestor 10 está
proyectando marcharse. La orden de
"irse a paseo" lo domina anormalmente
por encima de todo cuanto podamos ha-
cer. No me sorprendería que lo que le
dejaron de la Primera Ley no fuese
suficientemente fuerte para vencerlo.
Es perfectamente capaz de apoderarse
de la nave y fugarse en ella. Enton-
ces tendremos a un robot loco en una
nave del espacio. ¿Qué sucederá des-
pués? ¿Tiene alguna idea? ¿Sigue
usted queriéndolos dejar tranquilos,
general?
--Es absurdo -interrumpió Bogert,
que había recobrado su suavidad-.
Todo esto por algunos rasguños en una
cerradura.
--¿Ha completado usted el análisis
que le pedí, doctor Bogert, puesto
que da usted su opinión?
--Sí.
--¿Puedo verlo?
--No.
677I9
--¿Por qué no? ¿O tengo que pedir
esto por favor también?
--Porque sería inútil, Susan. Le
dije a usted por adelantado que estos
robots modificados son menos estables
que los normales, y mi análisis lo
demuestra. Hay un número muy pequeño
de probabilidades de colapso en cir-
cunstancias extremas, que es muy
improbable que se produzcan. Dejémos-
lo en eso. No voy a darle a usted
municiones para su absurda pretensión
de destruir sesenta y tres robots per-
fectos, sólo porque carece usted de
facultades para descubrir el Nestor
10 entre ellos.
Susan Calvin lo miró fijamente,
con el desprecio pintado en sus ojos.
--¿No omite usted un solo detalle
en su eterna dictadura, verdad?
--Por favor -suplicó Kallner irri-
tado-. ¿Insiste usted en que no es
posible hacer nada más?
--No se me ocurre nada más general
-respondió la doctora-. Si hubiese
alguna otra diferencia entre Nestor
10 y los robots normales, diferencias
que no afectasen a la Primera Ley...
Aunque fuese una sola diferencia. En
146 149
envoltorio, contenido, especificacio-
nes... -Súbitamente se detuvo.
--¿Qué pasa?
--Se me ha ocurrido algo... Pien-
so... -Su mirada se hizo distante y
vaga-. Estos Nestors modificados,
Peter..., ¿recibieron la misma forma
de impresión que los normales, verdad?
--Exactamente la misma.
--Y... ¿qué es lo que decía usted,
Mr. Black? -dijo volviéndose hacia
el joven doctor que en medio de la
tormenta que habían desencadenado sus
noticias guardaba un discreto silen-
cio-. Una vez, al quejarse de la
actitud de superioridad de Nestor,
dijo usted que los técnicos le habían
enseñado todo lo que sabían.
--Sí, en Física etérea. No esta-
ban al corriente de este tema cuando
llegaron aquí.
--Esto es verdad -dijo Bogert,
sorprendido-. Ya le dije a usted,
Susan, que cuando hablé con los otros
Nestors, los dos recién llegados no
habían aprendido todavía Física eté-
rea...
677I9
--¿Y por qué ocurre esto? -preguntó
Susan Calvin con creciente excita-
ción-. ¿Por qué no salen los modelos
Nst-2 impresos con Física etérea en
primer lugar?
--No se lo puedo decir -respondió
Kallner-. Forma parte del secreto.
Pensamos que si fabricábamos un mode-
lo especial con conocimientos de Fí-
sica etérea, empleábamos a doce de
ellos, y poníamos los otros a trabajar
en un campo no coordenado, podíamos
despertar sospechas. Los hombres que
trabajan con los Nestors normales
podrían preguntarse por qué saben
Física etérea. De manera que nos
limitamos a imprimir en ellos la capa-
cidad de aprender sobre el terreno.
Sólo los que han venido aquí tienen
esta impresión. ¿Es sencillo?
--Comprendo. Y ahora, por favor,
retírense todos. Denme una hora para
mí.
Susan Calvin comprendía que no
podía soportar el suplicio por tercera
vez. Su mente lo había examinado y
rechazado con una intensidad que le
produjo náuseas. Le era imposible
146 151
enfrentarse nuevamente con aquella
interminable hilera de robots.
De manera que era Bogert quien
interrogaba ahora, mientras ella per-
manecía sentada con los ojos y la men-
te medio cerrados.
Entró el número Catorce. Faltaban
todavía cuarenta y nueve.
--¿Qué número tienes en la hilera?
-le preguntó Bogert, levantando la
vista de la hoja de papel.
--Catorce -dijo el robot mostrando
su tarjeta numerada.
--Siéntate, muchacho. ¿Habías
estado ya aquí antes? -preguntó.
--No, señor.
--Bien, vamos a tener otro hombre
en peligro de sufrir daño en cuanto
salgamos de aquí. Cuando salgas de
esta habitación te llevarán a un sitio
donde esperarás tranquilamente a que
se te necesite. ¿Comprendes?
--Sí, señor.
--Y, naturalmente, si un hombre
está en peligro, tratarás de salvarlo.
--Naturalmente, señor.
--Desgraciadamente, entre el hombre
677I9
y tú habrá un campo de rayos gamma.
Silencio.
--¿Sabes lo que son los rayos gam-
ma?
--¿Radiación de energía, señor?
La siguiente pregunta fue hecha en
tono indiferente, amistoso.
--¿Has trabajado ya con rayos gam-
ma?
--No, señor -respondió el robot
categóricamente.
--Pues..., verás, muchacho, los
rayos gamma te matarán instantáneamen-
te. Destruirán tu cerebro. Este es
un hecho que debes recordar. Natural-
mente, tú no querrás destruirte...
--Naturalmente. -Una vez más el
robot parecía extrañado. Lentamente,
prosiguió-: Pero, señor, ¿si los ra-
yos gamma están entre el hombre en
peligro y yo, cómo puedo salvarlo? Me
destruiré yo sin ningún fin.
--Sí, eso es. -Bogert parecía
preocupado por el asunto-. Lo único
que puedo aconsejarte, muchacho, es
que si detectas radiaciones gamma
entre el hombre y tú, harás bien en
permanecer sentado.
--Gracias, señor. ¿Sería inútil,
147 153
verdad? -dijo el robot, visiblemente
aliviado.
--En efecto. Pero si no hubiese
radiaciones gamma, la cosa sería to-
talmente diferente, ¿no es eso?
--Naturalmente, señor, no hay duda.
--Ahora puedes marcharte. El
hombre que está aquí en la puerta te
llevará a tu sitio. Espera allí.
Una vez el robot se hubo marchado,
Bogert se volvió hacia Susan.
--Muy bien -dijo ella sinceramente.
--¿Cree usted que podremos descu-
brir a Nestor 10 interrogándolos
rápidamente sobre Física etérea?
--Quizá, pero no es muy seguro.
-Tenía las manos como muertas en el
regazo-. Recuerde que lucha con noso-
tros. Está en guardia. La única ma-
nera de vencerlo es ser más listos que
él, y, dentro de sus limitaciones,
puede pensar mucho más rápidamente que
un ser humano.
--Bien, sólo para ver qué pasa;
supongamos que a partir de ahora hago
a los robots algunas preguntas sobre
los rayos gamma. Límites de longitud
677I9
de onda, por ejemplo.
--¡No! -exclamó Susan Calvin,
mientras reaparecía la vida en sus
ojos-. Le sería demasiado fácil negar
sus conocimientos y esto le pondría en
guardia contra la siguiente prueba...,
que es nuestra verdadera probabilidad.
Siga, por favor, haciendo las pregun-
tas como le he indicado, Peter, y no
improvise. Está perfectamente en su
derecho preguntarles si han trabajado
ya con rayos gamma. Y trate incluso
de parecer menos interesado todavía.
Bogert se encogió de hombros y tocó
el timbre que haría entrar al número
siguiente.
La espaciosa Sala de Radiaciones
estaba a punto una vez más. Los ro-
bots esperaban pacientemente en sus
células de madera, todas ellas abier-
tas por el centro, pero separadas unas
de otras.
El general Kallner se secó lenta-
mente la frente con un enorme pañuelo,
mientras Susan Calvin se ocupaba con
Black de los últimos detalles.
--¿Está usted seguro -preguntó- de
que ninguno de los robots ha tenido
ocasión de hablar con los demás desde
148 155
que han salido de la Cámara de
Orientación?
--Absolutamente seguro -insistió
Black-. No han cambiado una palabra.
--¿Y cada robot está en su célula
indicada?
--Aquí está el plano.
La doctora permaneció un momento
estudiándolo, pensativa.
--¿Cuál es el plan de esta ordena-
ción, doctora? -preguntó el general
asomándose por encima de su hombro.
--He pedido que me colocasen a los
robots que me han parecido faltar un
poco a la verdad en las primeras
pruebas, concentrados en un lado del
círculo. Esta vez voy a sentarme yo
en el centro y quiero observarlos par-
ticularmente.
--¿Va "usted" a sentarse allí?...
-exclamó Bogert.
--¿Por qué no? -preguntó ella,
fríamente-. Lo que espero ver puede
ser instantáneo. No puedo correr el
riesgo de poner a otro como primer
observador. Peter, usted estará en la
cabina de observación y quiero que se
677I9
fije muy bien en el lado opuesto del
círculo. General Kallner, he dis-
puesto que se filme a cada uno de los
robots, para el caso de que la obser-
vación visual no fuese suficiente. Si
es necesario, los robots tendrán que
permanecer sentados exactamente donde
están hasta que la película haya sido
revelada y estudiada. Ninguno debe
marcharse, ninguno debe cambiar de
sitio. ¿Está claro?
--Perfectamente.
--Entonces, vamos a probar otra
vez.
Susan Calvin estaba sentada en la
silla, silenciosa, la mirada inquieta.
Un peso cayó precipitadamente hacia
abajo, y se apartó a un lado en el
último momento bajo el empuje sincro-
nizado de un súbito rayo de energía.
Un solo robot se puso en pie y
avanzó dos paso. Y se detuvo.
Pero la doctora Calvin se había
levantado ya y lo señalaba con el de-
do.
--Nestor 10, ven aquí -gritó-.
¡Ven! ¡"Ven aquí"!
Lentamente, a regañadientes, el
149 157
robot avanzó otro paso.
Sin apartar la vista del robot, la
doctora gritó, con todas las fuerzas
de su voz:
--¡Qué todos los demás robots sal-
gan inmediatamente de esta habitación,
pronto! ¡Sáquenlos en seguida y man-
téngalos fuera!
A sus oídos llegó el sordo rumor de
unas fuertes pisadas, pero no apartó
la vista. Nestor 10, si es que era
Nestor 10, avanzó otro paso, y des-
pués, bajo la fuerza de un imperativo
gesto, dos más. Estaba sólo a tres
metros de ella cuando, con voz ronca,
dijo:
--Me han dado orden de perderme...
-Otro paso. No debo desobedecer. No
me han encontrado hasta... Me creería
un fracasado. Me dijo... Pero no es
así... Soy poderoso e inteligente...
Las palabras salían fraccionadas.
Otro paso.
--Sé mucho... Va a pensar... He
sido descubierto... Desgraciado...
Yo no... Soy inteligente... Y con
este dueño..., que es débil... Len-
677I9
to...
Otro paso, y un brazo de metal se
levantó, apoyándose súbitamente sobre
el hombro de Susan Calvin, que sin-
tió que el terrible peso la aplastaba.
Su garganta se agarrotó y sintió que
un estremecimiento de terror le reco-
rría el cuerpo.
Oyó, vagamente, las siguientes pa-
labras de Nestor 10:
--Nadie debe encontrarme. No tengo
dueño... -La masa de frío metal se
apoyaba sobre ella, que sucumbía bajo
su peso. Y entonces se produjo un
extraño sonido metálico y Susan cayó
al suelo, mientras un brazo reluciente
se apoyaba sobre su cuerpo. No se
movió. Ni Nestor 10 tampoco, echado
a su lado.
Y unos instantes después unos
rostros se inclinaron sobre ella.
--¿Está usted herida, doctora Cal-
vin? -jadeaba Gerald Black.
Susan movió lentamente la cabeza y
levantando el brazo metálico que la
aplastaba, se puso en pie.
--¿Qué ha ocurrido?
--He bañado la sala con rayos gamma
durante cinco segundos. No sabíamos
150 159
lo que ocurría, sólo en el último mo-
mento nos dimos cuenta de que la agre-
día y no había tiempo más que para los
rayos gamma. Se derrumbó al instante.
Pero no era suficiente para hacerle
daño a usted. No se preocupe, todo ha
pasado ya.
--No me preocupo -dijo ella cerran-
do los ojos e inclinándose a un lado-.
No creo haber sido agredida, exacta-
mente. Nestor estaba "tratando" sola-
mente de hacerlo. Lo que quedaba en
él de la Primera Ley lo refrenaba
todavía.
Dos semanas después de su primera
reunión con el general Kallner, Su-
san Calvin y Peter Bogert celebra-
ron la última. En Hyper Base se
había reanudado el trabajo. La nave
con sus sesenta y dos Nst-2 normales
había salido para su destino, con una
versión oficial del retraso de dos
días. El crucero del Gobierno estaba
haciendo sus preparativos para llevar
a la Tierra a los dos técnicos en
robótica.
Kallner lucía de nuevo el relucien-
677I9
te uniforme. Sus guantes blancos des-
lumbraban, mientras les estrechaba la
mano.
--Los otros Nestors modificados
tendrán desde luego que ser destruidos
-dijo Susan Calvin.
--Lo serán. Cubriremos los turnos
con robots normales o, si es necesa-
rio, prescindiendo de ellos...
--Bien.
--Pero, dígame..., no me ha expli-
cado... ¿Cómo lo consiguió?
--¡Oh, eso!... -dijo Susan con una
sonrisa de complacencia-. Hubiera
podido decírselo por adelantado si
hubiese estado más segura de que
saldría bien. Nestor 10 tenía un
complejo de superioridad que cada vez
iba siendo más fuerte. Le gustaba
creer que tanto él como los demás ro-
bots sabían más que los seres humanos.
Para él iba cobrando importancia
creerlo. Esto lo sabíamos. Adverti-
mos, por lo tanto, a cada robot por
adelantado que los rayos gamma los
matarían, lo cual era verdad, y les
advertimos además que entre ellos y yo
habría rayos gamma. De manera que
cada cual se quedó donde estaba, natu-
151 161
ralmente. Por la lógica de Nestor
10 durante la primera prueba, habían
todos decidido que no tenía utilidad
alguna tratar de salvar una vida huma-
na, puesto que ellos morirían antes de
conseguirlo.
--Bien, sí, doctora Calvin, esto
lo comprendo. Pero ¿por qué abandonó
su sitio Nestor 10?
--¡Ah!... El doctor Black y yo
habíamos hecho un pequeño arreglo. No
eran los rayos gamma los que inundaban
el espacio entre los robots y yo, sino
los infrarrojos. Rayos ordinarios de
calor, absolutamente inofensivos.
Nestor 10 sabría que eran rayos
infrarrojos inofensivos y se lanzó
adelante como esperaba que harían los
demás bajo la compulsión de la Prime-
ra Ley. Sólo una fracción de segundo
demasiado tarde recordó que el Ns-2
normal puede detectar la radiación
pero no puede identificar el tipo.
Qué él sólo pudiese identificar las
longitudes de onda, por la instrucción
que había recibido en Hyper Base,
bajo la dirección de meros seres huma-
677I9
nos, era en aquel momento demasiado
humillante de recordar. Para los ro-
bots normales el área era fatal, les
habíamos dicho que lo sería, y sólo
Nestor sabía que mentíamos.
Hizo una pausa, antes de terminar.
--Y por un solo momento olvidó, o
no quiso recordar, que otros robots
pueden ser más ignorantes que los se-
res humanos. Su misma superioridad lo
perdió. Buenas tardes, general.
Fin del volumen Ii
::::::::::::::::::::
163
Indice
:::::::
Págs.
cccccc
4. Atrápame esta liebre ....... 5
5. +Embustero+ ................ 53
6. El robot perdido ........... 97
::::::::::9o::::::::::
677I9
Isaac Asimov
cccccccccccccc
Yo, robot
cccccccccc
::::::::::9o::::::::::
O.N.C.E.
Centro de
Producción Bibliográfica
C. La Coruña, 18
28020 Madrid
Telf. 5711236
1990
Volumen Iii
(último)
ccccccccccccc
Isaac Asimov
cccccccccccccc
Yo, robot
cccccccccc
Título original:
I, robot
Traducción de
Manuel Bosch Barrett
Primera edición: marzo de 1975
Novena reimpresión: junio 1984
Colección Nebulae N.o 1
Edhasa/Ciencia Ficción
Edhasa, 1975
Avda. Diagonal, 519-521
Barcelona 29
Impreso por Romanyá/Valls
Verdaguer, 1 Capellades
(Barcelona)
I.S.B.N.: 84-350-0121-0
Depósito legal: B. 21.134-1984
7
¡La fuga!
Cuando Susan regresó de Hyper
Base, Alfred Lanning la estaba
esperando. El buen hombre no hablaba
nunca de su edad, pero todo el mundo
sabía que tenía setenta y cinco años.
No obstante, su mente era despierta y
si había permitido que lo nombrasen
Director Honorario de Investiga-
ciones, actuando Bogert de director
efectivo, aquello no le impedía asis-
tir cotidianamente a la oficina.
--¿Cómo está el trabajo de la Zona
Hiperatómica?
--No lo sé -respondió ella, irrita-
da-. No lo he preguntado.
--¡Ejem!... Quisiera que se diesen
prisa. Porque si no se la dan, Con-
solidated puede ganarles la mano, y
ganárnosla a nosotros de paso.
--¿Consolidated? ¿Qué tiene que
ver con eso?
677I99
--Pues..., no somos los únicos que
nos dedicamos a crear máquinas. Las
nuestras pueden ser positónicas, pero
esto no quiere decir que sean mejores.
Robertson ha convocado una gran
reunión para mañana. Estaba esperando
que regresase usted.
Robertson, de la U.S. Robot /
Mechanical Men Corporation, hijo
del fundador, señaló con su aguda na-
riz al director general y su nuez pegó
un salto hacia arriba mientras decía
--Empiece usted. Vamos directamete
el asunto.
--He aquí el caso, jefe -comenzó el
director general con vivacidad-. Con-
solidated Robots se dirigió a noso-
tros hace un mes con una curiosa pro-
posición. Vinieron con cinco tonela-
das de cifras, ecuaciones, y toda cla-
se de cálculos. Era un problema, y
querían una contestaicón para el Ce-
rebro. Las condiciones eran las si-
guientes...
Fue contando con los dedos.
--Cien mil para nosotros si no hay
solución y podemos decirles cuáles son
los factores que faltan. Dosciento
154 7
mil si hay solución, más el coste de
construcción de la máquina afectada,
más el cuarto de los intereses en to-
dos los beneficios de ello derivados.
El problema se refiere al desarrollo
de una máquina interestelar...
Robertson frunció el ceño y su afi-
lado rostro se endureció.
--A pesar del hecho de que ya po-
seen una máquina pensadora. ¿Exacto?
--Lo cual demuestra claramente que
esta proposición en un engaño, jefe.
Leu-ver, siga adelante.
Abe Leu-ver levantó la mirada des-
de la mesa del extremo de la sala de
conferencia y se pasó la mano por la
rasposa barbilla.
--La cosa es así, jefe -dijo son-
riendo-. Consolidated "tenía" una
máquina pensante. Se ha estropeado.
--¿Cómo? -dijo Robertson incorpo-
rándose a medias.
--Es así. ¡Rota! ¡"Kaput"! Nadie
sabe por qué, pero he llegado a cier-
tas concluisones..., como, por
ejemplo, que le pidieron que les diese
una máquina interestelar con la misma
677I99
serie de informaciones que nos han
mandado a nosotros y que esto estropeó
su máquina. Ahora es chatarra, nada
más que chatarra.
--¿Comprende, jefe? -dijo el direc-
tor general entusiasmado-. ¿Lo
comprende? No hay ningún grupo
industrial de investigación que no
esté tratando de desarrollar una má-
quina que abarque el espacio, y Con-
solidated y U.S. Robots vamos a la
cabeza en este terreno con nuestros
robots cerebrales. Ahora que han con-
seguido estropear la suya, tenemos el
campo libre. Este es el... supuesto
motivo. Necesitarán seis años por lo
menos para construir otra y están hun-
didos, a menos que puedan estropear la
nuestra también, sometiéndola al mismo
problema.
El presidente de la U.S. Robots
tenía los ojos abiertos y grades como
platos.
--¡Qué asquerosas ratas...!
--Espere, jefe. Hay algo más.
¡Lanning, hable!... -dijo describien-
do con el dedo un amplio círculo.
El doctor Lanning hizo un resumen
de la situación con un leve tono de
155 9
desprecio; reacción natural contra las
empresas y sectores de venta mucho
mejor pagadas que él. Sus increíbles
cejas grises se cerraban y su voz era
seca.
--Desde un punto de vista cientí-
fico, la situación, si no enterarmente
clara, es susceptible de un inteligen-
te análisis. El problema del viaje
interestelar en las actuales condi-
ciones de teoría física es vaga. La
cuestión es muy vasta y la información
dada por la Consolidated referente a
su máquina pensante, era similarmente
vaga. Nuestro departamento matemático
ha procedido a un análisis profundo, y
parece que la Consolidated lo ha
incluido todo. Su material de sumi-
sión contiene todos los adelantos co-
nocidos de la teoría curvo-espacial de
Franciacci y, al parecer, todos los
datos astrofísicos y electrónicos per-
tinentes. Es un buen bocado.
Robertson los seguía atentamente.
Al fin interrumpió.
--Es muy difícil para que el Cere-
bro lo resuelva.
677I99
--No -intervino Lanning moviendo
la cabeza con decisión-. No hay lí-
mites para la capacidad del Cerebro.
Es una cuestión distinta. Es cues-
tión de Leyes Robóticas; por
ejemplo: no podrá jamás dar una solu-
ción a un problema que le haya sido
sometido, si esta solución trae apare-
jada la muerte o daño de seres huma-
nos. En cuanto a él hace referencia,
un problema que no tuviese más que
esta solución sería insoluble. Se
este problema estuviese unido a una
urgente demanda de respuesta, sería
posible que el Cerebro, que es sólo
un robot al fin y al cabo, se
encontrase ante un dilema según el
cual no podría ni contestar ni negarse
a hacerlo. Algo por el estilo puede
haberle ocurrido a la máquina de la
Consolidated.
Hizo una pausa, pero el director
general insistió:
--Siga, doctor Lanning. Explí-
queselo en la forma como me lo explicó
a mí.
Lanning arqueó las cejas apretando
los labios, y miró hacia Susan Cal-
vin, que levantó por primera vez la
155 11
vista de sus manos cruzadas en el re-
gazo. Habló en voz baja y sin entona-
ción.
--La naturaleza de la reacción ro-
bótica ante un dilema es impresionante
-comenzó-. La psicología del robot
está muy lejos de ser perfecta, como
especialista puedo asegurárselo, pero
puede ser discutida en términos cuali-
tativos, porque a pesar de todas las
complicaciones introducidas en el ce-
rebro positónico de un robot, está
construido por los humanos, y por lo
tanto, conformado de acuerdo con los
valores humanos.
>Ahora bien, un humano enfrentado
con una imposibilidad, responde fre-
cuentemente con una retirada de la
realidad; penetra en un mundo de
engaño, entregándose a la bebida, lle-
gando al histerismo, o tirándose de un
puente. Todo esto se reduce a lo mis-
mo, la negativa o la incapacidad de
enfrentarse serenamente con la si-
tuación. Y lo mismo ocurre con los
robots. Un dilema, en el mejor de los
casos, creará un desorden en sus cone-
677I99
xiones; y en el peor abrasará su cere-
bro positónico sin reparación posible.
--Comprendo -dijo Robertson, que
no había comprendido nada-. ¿Y qué me
dice de esta información que nos pide
Consolidated.
--Encierra indudablemente un pro-
blema de un género prohibido -dijo
Susan Calvin-. Pero el Cerebro
difiere considerablemente del robot de
la Consolidated.
--Eso es cierto, doctora, es cierto
-interrumpió el director general con
energía-. Quiero que sepa bien esto,
porque es el punto esencial de la si-
tuación.
Los ojos de Susan relucían detrás
de sus lentes y contunuó pacientemen-
te:
--Estas máquinas de la Consolida-
ted, comprende, su Superpensador
entre ellas, están construidas sin
personalidad. Se rigen por un fun-
cionarismo, obligatoriamente; sin las
patentes básicas de la U.S. Robots
para los senderos emocionales del ce-
rebro. Su Pensador es una mera má-
quina calculadora en gran escala y un
dilema la aniquila instantáneamente.
156 13
>Sin embargo, el Cerebro, nuestra
máquina, tiene una personalidad, una
personalidad de chiquillo. Es un ce-
rebro supremanente deductivo, pero se
parece a un "idiot savant". En reali-
dad, no entiende lo que hace, se limi-
ta a hacerlo. Y porque es realmente
un chiquillo, es más reacio. "La vida
no es tan seria", parece decir.
La doctora en psicología, hizo una
pausa y prosiguió:
--He aquí lo que vamos a hacer.
Hemos dividido toda la información de
la Consolidated en partes lógicas.
Vamos a introducir cada una de las
partes en el Cerebro, separada y
cautelosamente. Cuando entre el "fac-
tor", el que crea el dilema, la perso-
nalidad infantil del Cerebro vacila-
rá. Su sentido enjuiciador no está
maduro. Se producirá un intervalo
perceptible antes de que reconozca el
dilema como tal. Y durante este
intervalo, rechazará automáticamente
la unidad, antes de los senderos cere-
brales puedan ser puestos en movimien-
to y estropearlos.
677I99
La nuez de Robertson se estreme-
ció.
--?Está usted segura, ahora¿
--La cosa no tiene mucho sentido,
lo admito -dijo Susan Calvin con
disimulada impaciencia-, en lenguaje
vulgar; pero no concibo que tenga la
utilidad de presentarlo en forma mate-
mática. Le aseguro que es como le
digo.
El director general saltó a la bre-
cha, con calor.
--De manera que la situación es
ésta: Si aceptamos la proposición,
podemos proceder de esta forma. El
Cerebro nos dirá cuál de las unidades
es la que encierra el dilema. De don-
de podremos calcular "por qué" existe
el dilema. ?No es esto, doctor Bo-
gert¿ Ya lo ve usted, doctora, y el
doctor Bogert es el mejor matemático
que encontrará en parte alguna. Damos
a la Consalidated la respuesta de
"Sin Solución", con el motivo que la
justifica, y cobramos cien mil. Ellos
se quedarán con una máquina estropeada
y nosotros con una entera. Dentro de
un años, dos quizá, tendremos una má-
quina curvo-espacial, o un motor hipe-
157 15
ratómico, como lo llaman algunos.
Llámela como quiera, será la cosa más
grande del mundo.
Robertson se echó a reir y tendió
la mano.
--Veamaos este contrato. Voy a
firmarlo.
Cuando Susan Calvin entró en la
bóveda del Cerebro, fantásticamente
guardada, uno de los turnos de técni-
cos acababa de preguntarle: "Si una
gallina y media pone un huevo y medio
en un día y medio, ?cuántos huevos
pondrán nueve gallinas en nueve
días¿".
Y la máquina había contestado:
"Cincuenta y cuatro".
Y los técnicos se habían mirado
perplejos unos a otros.
La doctora Calvin tosió y se pro-
dujo una súbita confusión de energías.
La doctora hizo un breve gesto y se
quedó sola con el Cerebro.
El Cerebro ero un mero globo de
medio metro de diámetro -que contenía
en su interior una atmósfera totalmen-
677I99
te acondicionada de helio, un volumen
de espacio toatalmente ausente de
vibraciones y libre de radiaciones- y
dentro del cual había una inaudita
complejidad de senderos cerebrales
positónicos que formaban el Cerebro.
El resto de la habitación estaba
atestada de dispositivos que eran los
intermediarios entre el Cerebro y el
mundo exterior, su voz, sus brazaos,
sus órganos sensoriales.
--?Cómo estás, Cerebro¿ -preguntó
suavemente la doctora Calvin.
La voz del Cerebro respondió
vibrante y con entusiasmo.
--¡Muy bien, doctora Calvin! Me
vas a hacer alguna pregunta, llevas
siempre un libro en la mano.
--Bien, pues tienes razón, pero
todavía no -sonrió Susan-. Pero es
tan complicada que te la vamos a dar
por escrito. Pero más tarde. Me pa-
rece que voy a hablarte primero.
--Perfectamente, no me importa
hablar.
--Escucha, Cerebro, dentro de un
momento, el doctor Bogert y el doctor
Lanning estarán aquí con su complica-
da pregunta. Te daremos muy poco cada
158 17
vez y muy lentamente, porque queremos
que te andes con cuidado. Vamos a
pedirte que saques algo en conjunto,
si te es posible, de la información,
pero tengo que advertirte que la solu-
ción puede comportar un cierto peligro
para los seres humanos.
--¡Cáspita! -exclamó con voz ronca,
seca, el Cerebro.
--Ahora, mucho cuidado. Cuando
lleguemos a un punto que pueda signi-
ficar peligro, incluso quizá muerte,
no te excites. Comprendes, Cerebro,
en este caso, no nos importa..., ni
siquiera la muerte; nos tiene sin
cuidado. De manera que cuando llegues
a este punto, te detienes, nos la de-
vuelves y se acabó. ?Comprendes¿
--¡Sí, sí, seguro! Pero..., ¡cás-
pita, muerte de los humanos...! ¡Oh!
--Y ahora, Cerebro, oigo llegar al
doctor Bogert y al doctor Lanning.
Ellos te explicarán en qué consiste
el problema y empezaremos. Sé buen
muchacho, ahora...
Lentamente las hojas fueron siendo
insertadas. Después de cada una se
677I99
producía un intervalo de un curioso
ruido, como el ahogado cuchicheo que
era el Cerebro en acción. Después
venía un silencio, que quería decir
que estaba en disposición de recibir
una nueva hoja. Era cuestión de ho-
ras, durante las cuales el equivalente
de unos doscientos dieciesiete gruesos
volúmente de física-matemática fue
tragado por el Cerebro.
A medida que se iba procediendo a
la operación, todos fruncían el ceño.
Lanning refunfuñaba ferozmente en voz
baja. Bogert, primero, se contempló
pensativo las uñas y después empezó a
morderlas de una forma abstraída.
Sólo cuando la última de las hojas
del grueso montón hubo desaparecido,
Susan, con el rostro pálido, dijo:
--Hay algo que no va.
Lanning hizo un supremo esfuerzo
por pronunciar unas palabras.
--No puede ser. Está..., muerto.
--?Cerebro¿... -Susan Calvin
estaba temblando-. ?Me oyes, Cere-
bro¿
--?Eh¿... -respondió la máquina,
abstraída-, ?Qué quieres¿
--La solución.
159 19
--¡Ah!... Puedo darla. Os
construiré la nave, con facilidad...,
si me dais robots. Una linda nave.
Necesitaré dos meses, quizá.
--?No ha habido... dificultad¿
--Fue largo de calcular.
La doctora Calvin se echó a reír.
El color no había reaparecido en sus
mejillas. Hizo signo a los demás de
que se marchasen.
--No logro entenderlo -dijo, una
vez en su despacho-. La información,
tal como se ha dado, tiene que envol-
ver un dilema..., probablemente la
muerte. Si algo se ha estropeado...
--La máquina habla y razona. No
puede haber dilema.
--¡Hay dilemas y dilemas! -exclamó
la doctora con calor-. Haydiferentes
formas de evasión. Supongamos que el
Cerebro se siente sólo débilmente
captado; sólo lo sufieciente, digamos,
para sufrir la ilusión de que puede
resolver el problema, cuando en reali-
dad no puede. O supongamos que está
oscilando en el borde mismo de algo
realmente malo, de manera que el menor
677I99
empuje lo hace pasar más allá.
--Supongamos -dijo Lanning- que no
hay dilema. Supongamos que la máquina
de la Consolidated se rompió a cuasa
de otra pregunta, o por razones pura-
mente mecánicas.
--Pero aun así -insistió Susan
Calvin- no podemos correr el riesgo.
Oigan, a partir de ahora nadie debe
ni respirar delante del Cerebro. Me
hago cargo del asunto.
--Muy bien -suspiró Lanning-, há-
gase cargo, pues. Y entretanto, deja-
remos que el Cerebro nos construya la
nave. Y si nos la construye, tendre-
mos que probarla. Para esto necesita-
remos nuestros mejores hombres -añadió
pensativo.
Michael Donovan se alisó la
encrespada cabellera pelirroja con un
violento ademán, y la total infiferen-
cia a que en el acto volviese a eri-
zarse.
--Llama el turno ya, Greg -dijo-.
Dicen que la nave está terminada. No
saben lo que es, pero está terminada.
Vamos, Greg. Vamos a tomar el man-
do.
160 21
--Espera, Mike -dijo Powell, can-
sado-. La confinada atmósfera que
respirmos no es adecuada para tu entu-
siasmo y buen humor.
--Escucha -dijo Donovan. dándole
otro tirón a su cabello-. No me
preocupa el genio éste de hierro ni su
linda nave de hojalata. ¡Son mis va-
caciones perdidas! ¡Y la monotonía!
Aquí no hay más que bigotes y
cifras..., una fea especie de cifras.
¡Oh, por qué tienen que darnos
siempre estas misiones!
--Porque -respondió Powell amable-
mente -por lo visto les convenimos.
¡O.K., descansa! Viene el doctor
Lanning.
Lanning se acercaba con sus siempre
pobladas cejas grises y lleno de vida
a pesar de su edad. Subió silenciosa-
mente la rampa con sus dos compañeros
y salieron al campo abierto adonde,
sin obedecer a ningún ser humano, si-
lencios robots estaban construyendo
una nave. Mejor dicho: ¡Habían
construido una nave! Porque Lanning
dijo:
677I99
--Los robots se han parado. Ningu-
no se ha movido hoy.
--?Está lista, entonces¿ ?Defini-
tivamente¿ -preguntó Powell.
--?Cómo puedo decirlo¿ -dijo Lan-
ning, frunciendo el ceño-. Parece
lista. No se ven piezas sueltas por
ninguna parte y el interior tiene un
brillo de cosa acabada.
--?Ha estado usted dentro¿
--Entrar y salir. No soy piloto
del espacio ?Entiende alguno de uste-
des algo en teoría de motores¿
Donovan miró a Powell y Powell
miró a Donovan.
--Tengo mi licencia, doctor, pero
en mis últimos textos no hay nada re-
ferenta a hipermotores ni curvonavega-
ción. Sólo el corriente juego de
niños de las tres dimensiones.
Alfred Lanning levantó la mirada
con un gesto de neta reprobación y
soltó un ronquido con su larga nariz.
--Bien, mandaremos nuestros inge-
nieros -dijo en tono helado.
Powell lo agarró por el codo al ver
que se disponía a marcharse.
--Oiga, doctor, ?es la nave un cam-
po prohibido¿
161 23
--Suponto que no -respondió Lan-
ning después de haber vacilado rascán-
dose la nariz-. Para ustedes dos, en
todo caso.
Donovan murmuró una frase expresiva
a su espalda al verlo marchar y se
volvió hacia Powell.
--Me gustaría darle una descripción
literaria de él mismo, Greg.
--Ven conmigo, Mike.
El interior de la nave estaba ter-
minado, tan terminado como una nave
pudo jamás estarlo; podía afirmase con
sólo pestañear dos veces. Ningún
obrero especializado hubiera podido
dar más brillo del que habían dado los
robots. Las paredes tenían un acabado
de reluciente plata que no conservaba
las impresiones digirales.
No había ángulos; paredes, suelo y
techos se fundían unos con otros en
delicadas curvas, y el resplandor me-
tálico de la luz indirecta daba seis
frías imágenes de los asombrados visi-
tantes.
El corredor principal era un estre-
cho túnel cuyo suelo resonaba bajo las
677I99
pisadas y en que había una serie de
habitaciones imposibles de distinguir
unas de otras.
--Supongo que los muebles deben de
estar empotrados en las paredes -dijo
Powell-. O quizá no tenemos que sen-
tarnos ni dormir.
En la última habitación, cerca de
la proa de la nave, se quebraba la
monotonía. Una ventana curva, sin
reflejos, era lo primero que rompía la
monotonía metálica y bajo ella había
una sola esfera de grandes dimensiones
con una única aguja inmóvil que marca-
ba el cero.
--¡Mira esto! -dijo Donovan seña-
lando la única palabra escrita en una
escala minuciosamente marcada. La
palabra era "parsecs", y la diminuta
cifra del extremo de la escala gra-
duada era "1.000.000*. Había dos
sillas; pesadas, bastas, sin acolchar.
Powell se sentó en una de ellas y la
encontró cómoda, sus curvas se amolda-
ban a las formas de su cuerpo.
--?Qué te parece todo esto¿ -pre-
guntó Powell.
--¡Por mi dinero! Creo que el
Cerebro tiene fiebre cerebral. ¡Vá-
162 25
monos!
--?No quieres dar un vistazo a todo
esto¿
--He dado ya un vistazo a todo eso.
He venido y he visto. ¡Estoy harto!
Greg, salgamos de aquí -añadió con el
pelo rojo erizado-. He abandonado mi
trabajo hace cinco minutos y esto es
una zona prohibida.
Powell sonrió de una forma untuosa
y satisfecha y se alisó el bigote.
--Bien, Mike, cierra la válvula de
adrenalina que estás vertiendo en tu
sangre. Estaba preocupado también,
pero nada más.
--?Nada más, eh¿ ?Cómo es eso,
nada más¿ ?Aumentando tu seguro¿
--Mike, esta nave no puede despe-
gar.
--?Cómo lo sabes¿
--?Hemos recorrido toda la nave,
no¿
--Así pareces.
--Puedes creerlo bajo mi palabra-
?Has visto una sola cámara de pilota-
je a excepción de este ventanal y una
esfera calculada en parsecs¿ ?Has
677I99
visto algún mando¿
--No.
--?Has visto algún motor¿
--¡Por Júpiter, no!
--Bien, entonces... Vamos a darle
la noticia a Lanning, Mike.
Recorrieron a toda velocidad los
uniformes corredores para chocar fi-
nalmente con el estrecho paso que daba
a la compuerta neumática.
Donovan se puso rígido.
--?Has cerrado tú eso, Greg¿
--No lo he tocado para nada. Le-
vanta la palanca quieres...
Pero a pesar de los agotadores
esfuerzos de Mike, la palanca no se
movió.
--No he visto ninguna salida de
urgencia -dijo Powell-. Si ocurre
ago, nos van a tener que sacar fundi-
dos.
--Sí, y vomos a tener que esperar a
que se den cuenta de que algún loco
nos ha encerrado aquí dentro -añadió
Donovan frenético.
--Volvamos a la ventana. Es el
único sitio desde el cual podemos lla-
mar la atención.
Pero no fue así.
163 27
En la última habitación, la ventana
no era ya azul y llena de cielo. Era
negra, y unas puntas de aguja amari-
llentas en forma de estrella decían:
"Espacio".
Se produjo un fuerte golpe sordo,
doble, y dos cuerpos se desplomaron en
dos sillas.
Alfred Lanning encontró a Susan
Calvin en la puerta de la oficina.
Encendió nerviosamente un cigarro y
le hizo seña de entrar.
--Bien, Susan -dijo-, hemos llega-
do bastante lejos y Robertson se está
poniendo nervioso. ?Qué va usted a
hacer con el Cerebro¿
Susan Calvin abrió los brazos,
extendiendo las manos.
--No sirve de nada ponerse impa-
cientes. El Cerebro tiene mayor va-
lor que todo lo que podamos obtener
con este trato.
--Pero lleva usted dos meses inte-
rrogándolo.
--?Preferiría usted llevar este
asunto personalmente¿ -preguntó la
677I99
doctora en tono llano, pero ligeramen-
te amenazodor.
--Ya sabe usted lo que quiero de-
cir...
--¡Oh, supongo que sí! -respondió
ella, frotándose las manos nerviosas-.
La cosa es fácil, he estado probando
y tanteando y no he llegado todavía a
ninguna parte. Sus reacciones no son
normales. Sus respuestas son, en
cierto modo..., extrañas. Pero nada
en que poner el dedo. Y, comprenda
usted, hasta que sepamos qué es lo que
pasa, debemos andar de puntillas. Me
es imposible decir qué pregunta u
observación conseguirá... darle el
empujón y... si entonces tendremos
entre nuestras manos un Cerebro
completamente inútil. ?Quiere usted
correr este riesgo¿
--No sé, no puede quebrantar la
Primera Ley.
--Eso hubiera pensado, pero...
--?No está siquiera segura de esto¿
-preguntó Lanning escandalizado.
--¡Oh, no puedo estar segura de
nada, Alfred!
Los timbres de alarma resonaron con
una aterradora prontitud. Lanning
164 29
cortó la comunicación con un espasmo
casi paralizante. Las palabras sa-
lieron jadeantes y heladas de sus la-
bios.
--Susan..., ha oído esto..., la
nave ha partido. He mandado a aque-
llos físicos a su interior hace media
hora. Tendrá usted que consultar de
nuevo con el Cerebro.
--Cerebro -dijo Susan Calvin con
forzada calma-, ?qué le ha ocurrido a
la nave¿
--?La nave que he construido, miss
Susan¿
--Exacto. ?Qué ha sido de ella¿
--Nada. Los dos hombres que tenían
que hacer las pruebas estaban dentro y
todo estaba dispuesto. De manera que
la lancé.
--¡Oh, vaya, pues está bien! -La
doctora encontraba una cierta dificul-
tad en respirar-. ?Crees que estarán
bien¿
--Tan bien como sea posible, miss
Susan. He tomado todas las pre-
cauciones. Es una her-mo-sa nave.
--Sí, Cerebro es hermosa, pero
677I99
?crees que tendrán bastante comodidad¿
?Estarán confortablemente alojados¿
--Mucha comida.
--Esto puede haber sido una gran
impresión para ellos. Por lo inespe-
rado, compresndes...
--Estarán bien -dijo el Cerebro,
desechando la objección-. Tiene que
ser interesante para ellos.
--?Interesante¿ ?Cómo¿
--Sólo interesante.
--Susan -dijo Lanning con un susu-
rro-, pregúntele si podrían morir.
Pregúntele qué peligros corren.
La expresión de Susan Calvin se
contorsionó en un gesto de furia.
--¡Cállese! -Con voz turbada, se
volvió hacia el Cerebro-. ?Podremos
comunicar con la nave, verdad, Cere-
bro¿
--Pueden oirte, si los llamas por
radio. Nos hemos preocupado de esto.
--Gracias. Eso es todo, por ahora.
Una vez fuera, Lanning estalló con
rabia:
--¡Por toda la Galaxia, Susan, si
esto se sabe estamos arruinados! Es
necesario que hagamos regresar a estos
hombres. ?Por qué no le ha preguntado
165 31
si había peligro de muerte..., direc-
tamente¿
--Porque esto es precisamente lo
que no puedo mencionar. Si xiste un
dilema, es de muerte. Cualquier cosa
que sea demasiado fuerte para él, pude
aniquilarlo. ?Estaremos acaso mejor,
entonces¿ Ahora, espere, dice que
podemos comunicar con ellos. Vamos a
hacerlo, localicémoslos y hagámoslos
regresar. Probablemente pueden mane-
jar los controles ellos mismos. El
Cerebro sin duda los dirige desde
lejos. ¡Venga!
Transcurrió bastante tiempo antes
de que Powell volviese en sí.
--Mike -dijo con los labios fríos-,
?sientates algunas aceleraciones¿
--?Eh¿... -preguntó Donovan con
mirada inexpresiva-. No...
Los puños del pelirrojo se cerra-
ron, y levantándose com ímpetu de su
sillón, se acercó a la ventana con
frenética energía. No se veía nada...
más que estrellas.
--Greg -dijo, volviéndose-, deben
677I99
de haber lanzado esta máquina mientras
estábamos dentro. Greg, todo esto
estaba preparado; combinaron que el
robot nos obligase a ser pilotos de
prueba para el caso en que pensásemos
volvernos atrás.
--?Qué estás diciendo¿ -dijo Powe-
ll-. ?Qué utilidad tiene mandarnos al
espacio si no sabemos cómo se gobierna
esta máquina¿ ?Cómo creen que vamos a
hacerla regresar¿ No, esta nave
arrancó por sí sola y sin ninguna ace-
leración aparente. -Se levantó y co-
menzó a caminar lentamente. Las pare-
des de metal resonaban al compás de
sus pasos.
Con una voz sin entonación, añadió:
--Mike, ésta es la situación más
confusa en que nos hemos encontrado
jamás.
--¡Qué cosa más nueva para mí!
-dijo Mike con amargura-. Empezaba a
pasarlo divinamente cuando me lo has
dicho.
Powell no le hizo caso.
--Aceleración nula -dijo-. Lo cual
indica que esta nave funciona bajo un
principio diferente de todos los cono-
cidos.
166 33
--Diferente de los que nosotros
conocemos, en todo caso..
--Diferente de "todos" los conoci-
dos. No hay motores al alcance de la
mano. Quizá estén dentro de las pare-
des. Quizá por esto son tan gruesas.
--?Qué estás refunfuñando¿ Estoy
diciendo que, cualquiera que sea la
energía que mueve esta nave, no está
destinada, evidentemente, a ser
controlada a mano. Esta nave es tele-
dirigida.
--?Por el Cerebro¿
--?Por qué no¿
--?Entonces, crees que seguiremos
en el espacio hasta que el Cerebro
decida hacernos regresar¿
--Es posible. Si es así, esperemos
tranquilamente. El Cerebro es un
robot, está obligado a respetar la
Primera Ley. No puede dañar a un
ser humano.
--?Esto crees¿ -dijo Donovan sen-
tándose lentamente y alisándose el
cabello-. Escucha, el cuento del
espacio curvo ha hecho cisco el robot
de la Consolidated, y el melenudo
677I99
dijo que era debido a que el viaje
interestelar mata a los serres huma-
nos. ?En qué robot vas a confiar¿ El
nuestro se basa en los mismos princi-
pios, según tengo entendido.
Powell se tiraba desesperadamente
del bigote.
--No finjas no entender en robó-
tica, Mike. Antes de que sea física-
mente posible a un robot hacer un solo
intento de infrigir la Primera Ley,
tienen que destrozarse tantas cosas,
que se produciría un montón de desper-
dicios diez veces mayor. Esto tiene
alguna explicación más sencilla.
--¡Sí, seguro, seguro!... Bien,
hazme llamar por el mayordomo, mañana.
Todo esto es realmente demasiado sen-
cillo para que me preocupe antes de
haber descabezado mi sueñecito.
--¡Pero, por Júpiter, Mike ?De
qué te quejas hasta ahora¿ El Cere-
bro vela por nosotros. Aquí tenemos
calor, tenemos luz, tenemos aire. No
hay siquiera un soplo de más de acele-
ración para erizarte el cabello, si,
desde luego, fuese erizable, en primer
lugar.
--?Sí¿ Greg, tu debes haber tomado
167 35
lecciones. ?Y qué comeremos¿ ?Qué
beberemos¿ ?Dónde estamos¿ ?Cómo
regresaremos¿ Y en caso de accidente,
?con qué traje del espacio saldremos y
por dónde¿ No he visto siquiera un
cuarto de baño ni aquellos pequeños
adminículos que suelen haber en los
cuartos de baño. Desde luego, se ocu-
pan de nosotros, pero... !Escucha¡
La voz que interrumpió la gran ti-
rada de Donovan no fue la de Powell.
No era de nadie. Estaba allí, flo-
tando en el aire, estentórea y petri-
ficadora en sus efectos.
"!Gregory Powell¡ !Michael Dono-
van¡ !Gregory Powell¡ !Michael
Donovan¡ Comuniquen su actual posi-
ción. Si la nave responde a los
controles, rogamos regresen a la
Base. !Gregory Powell¡ !Michael
Donovan¡"
El mensaje se repetía, mecánicamen-
te, roto a intervalos regulares.
--?De dónde viene esto¿ -preguntó
Donovan.
--No sé -dijo Powell, con un susu-
rro, impresionante-. ?De dónde viene
677I99
la luz¿ ?De dónde viene todo¿
--?Y cómo vamos a contestar¿
-Tenían que hablar durante los inter-
valos del mensaje, que se iba repi-
tiendo.
Las paredes estaban desnudas, tan
desnudas como puede estar una superfi-
cie de metal no rota por nada.
--Grita la respuesta -dijo Powell
Así lo hicieron. Gritaron, por
turno, juntos.
--!Posición desconocida¡ !Nave
fuera de contro¡ !Situación desespe-
rada¡
Sus voces resonaban estridentes.
Las breves y telegráficas frases
quedaban deformadas por la intensidad
de los gritos, pero la fría voz que
llamaba iba repitiendo incansablemente
su mensaje.
--No nos oyen -murmuró Donovan-.
No hay estación transmisora, sólo
receptora. -Su mirada recorría al
azar la superficie de las paredes.
La voz exterior fue disminuyendo
paulatinamente de intensidad y se
calló. De nuevo ellos chillaron cuan-
do no era más que un susurro y de
nuevo volvieron a gritar cuando reinó
168 37
el silencio. Cosa de unos quince mi-
nutos después, Powell dijo, casi sin
voz:
--Vamos a recorrer la nave otra
vez. Debe de haber algo que comer en
alguna parte. -Su tono no delataba
ninguna confianza; era casi el recono-
cimiento de su derrota.
Dividieron el corredor en dos par-
tes. Podían oírse uno a otro por el
fuerte resonar de sus pasos, y volvían
a encontrarse en el corredor, donde se
miraban mutuamente y seguían adelante.
La exploración de Powell terminó
infructuosamente, y en aquel momento
oyó la alegre voz de Donovan con la
sonoridad de un estruendo.
--!Eh, Greg, la nave tiene tube-
rías¡ ?Cómo se nos ha escapado¿
Después de cinco minutos de jugar
al escondite, encontró a Powell.
--Pero sigue sin haber cuarto de
baño -dijo. De repente se calló en
seco-. !Comida¡ -jadeó.
La pared se había corrido, dejando
una abertura curva con dos estantes.
El estante superior estaba lleno de
677I99
latas sin etiquetar de una asombrosa
variedad de tamaños y formas. Las
latas esmaltadas del estante inferior
eran uniformes y Donovan sintió una
fría corriente de aire en sus piernas.
El estante inferior estaba refrigera-
do.
--!Cómo... cómo...¡
--Esto no estaba así antes -dijo
Powell secamente-. Esta parte de la
pared se ha corrido en cuanto entré
por la puerta.
Estaba ya comiendo. La lata tenía
una cuchara dentro y pronto el aromá-
tico olor de habichuelas estofadas
llenó la habitación.
--!Coge una lata, Mike¡
--?Qué minuta hay¿ -preguntó Dono-
van, vacilando.
--?Cómo quieres que lo sepa¿ ?Le
haces remilgos¿
--No, pero en las naves no como más
que habichuelas. Algo diferente goza-
ría de mi predilección.
Su mano acarició y eligió una relu-
ciente lata elíptica, cuya forma apla-
nada parecía insinuar la presencia de
salmón o una golosina similar. Se
abrió bajo una presión adecuada.
169 39
--!Habichuelas¡ -gritó Donovan,
cogiendo otra, pero Powell le tiró de
los pantalones.
--Es mejor que comas esto, mucha-
cho. Las existencias son limitadas y
podemos tener que estar aquí mucho
tiempo.
--?Pero es que aquí no hay más que
habichuelas¿ -dijo toscamente Dono-
van, echándose atrás.
--Es posible.
--?Qué hay en el otro estante¿
--leche.
--?Sólo leche¿ -gritó Donovan,
indignado.
--Así parece.
La comida de habichuelas y leche
transcurrió en un absoluto silencio y
al marcharse, la fracción de pared se
colocó automáticamente en su sitio,
dejando la superficie completamente
lisa.
--Todo es automático -dijo Powell,
suspirando-. Todo igual. Jamás me he
sentido más abandonado en mi vida.
Quince minutos más tarde estaban de
nuevo en la sala de la ventana mirán-
677I99
dose uno a otro desde dos sillones
opuestos. Powell miró melancólicamen-
te la única esfera de la sala. Seguía
marcando "parsecs", la cifra seguía
terminando en 1.000.000 y la aguja
indicadora estaba todavía en el cero.
En su despacho interior de las ofi-
cinas de la U.S. Robots / Mecha-
nical Men Corp. Alfred Lanning, en
tono agotado, está diciendo:
--No contestan. Hemos probado to-
das las longitudes de onda, pública,
privada, clave, directa, incluso este
truco del subéter que hay ahora. !Y
el Cerebro sigue sin querer decir
nada¡ -le espetó a Susan Calvin.
--No quiere extenderse sobre la
materia, Alfred. Dice que no pueden
oírnos... y cuando trato de apretarlo
se pone de mal humor. Y no debería
ser... ?Quién ha oído hablar jamás de
un robot malhumorado¿
--?Por qué no nos dice usted lo que
sabe, Susan¿ -dijo Bogert.
--Aquí va. Admite que controla la
nave enteramente. Es positivamente
optimista en cuanto a su seguridad,
pero sin detalle. No me atrevo a
170 41
apretarle las tuercas. Sin embargo,
el centro de la perturbación reside,
al parecer, en el mismo salto interes-
telar. El Cerebro se echó a reír
cuando toqué este punto. Hay otras
indicaciones, pero ésta es la más cla-
ra que ha aparecido como neta anorma-
lidad.
Bogert pareció súbitamente impre-
sionado.
--!El salto interestelar¡
--?Qué ocurre¿ -gritaron a la vez
Susan Calvin y Lanning.
--Las cifras para el motor que nos
dio del Cerebro. !Oiga..., acabo de
pensar en una cosa¡
Y salió precipitadamente.
Lanning lo siguió con la mirada.
Volviéndose hacia Susan, dijo:
--Tenga usted cuidado con su final,
Susan...
Dos horas después, Bogert estaba
hablando animadamente.
--Le digo, Lanning, que es esto.
El salto interestelar no es instantá-
neo... mientras la velocidad de la luz
sea infinita. La vida no puede exis-
677I99
tir... la "materia" y la "energía" no
pueden existir como tales en el espa-
cio curvo. No sé cómo será... pero es
así. Esto es lo que mató al robot de
la Consolidated.
Donovan estaba realmente tan deses-
perado como parecía.
--?Sólo cinco días¿
Miraba a su alrededor, desalentado.
Las estrellas de la ventana eran co-
nocidas, pero infinitamente indiferen-
tes. Las paredes eran frías al tacto;
las luces, que habían vuelto a encen-
derse recientemente, eran de una bri-
llantez insoportable; la aguja de la
esfera marcaba obstinadamente cero; y
Donovan no podía liberarse del gusto
a habichuelas.
--Necesito un baño -dijo tristemen-
te.
Powell levantó la vista un instante
y respondió:
--Yo también. No tienes por qué
ser tan egoista. Pero a menos que
quieras bañarte en leche y pasarte de
beber...
--Tendremos que pasarnos de beber
un momentou otro, Greg. ?Dónde ter-
171 43
minará este viaje interestelar¿
--Ya me lo dirás. En todo caso,
vamos allá. O por lo menos el polvo
de nuestros equeletos, pero... ?no es
nuestra muerte el punto esencial del
colapso original del Cerebro¿
--Greg -respondió Donovan, dándole
la espalda-, he estado pensando. La
cosa está mal. No hay gran cosa que
hacer, fuera de rondar por ahí o
hablar contigo. Ya conoces estas his-
torias de tipos que andan rondando
eternamente por el espacio. Se vuel-
ven locos mucho antes de sucumbir al
hambre. No sé, Greg, pero desde que
las luces han vuelto a encenderse, me
siento extraño.
Hubo un silencio hasta que Powell
dijo, con voz muy débil:
--Yo también. ?Qué sientes¿
--Una cosa extraña dentro -dijo el
pelirrojo-. Como una especie de ten-
sión interior. Me es difícil respi-
rar. No puedo estarme quieto.
--!Hum¡... ?Sientes alguna vibra-
ción¿
--?Que quieres decir¿
677I99
--Siéntate un minuto y escucha. No
lo oyes, pero, ?no sientes... como si
algo latiese en alguna parte e hiciese
latir toda la nave, y a ti con ella¿
Escucha...
--Sí..., sí... ?Qué crees que es,
Greg¿ ?No crees que somos nosotros¿
--Es posible -respondió Powell,
acariciándose lentamente el bigote-.
Pero pueden ser los motores de la
nave. Puede estar preparándose.
--?Para qué¿
--Para el salto interestelar.
Puede estar próximo y sólo el diablo
sabe cómo es.
Donovan se quedó un momento pensa-
tivo. Después, con rabia, dijo:
--Si es así, dejémoslo. Pero
quisiera poder luchar. Es humillante
tener que esperar de esta forma.
Una hora después, Powell miró su
mano, que había apoyado sobre el brazo
metálico de su silla y con una clama
absoluta, dijo:
--Toca la pared, Mike.
--No la siento vibrar, Greg -dijo
Donovan, después de haber obedecido.
Incluso las estrellas parecían
borrosas. De algún lugar llegaba la
172 45
vaga impresión de alguna poderosa má-
quina que iba cobrando energía entre
las paredes, acumulando fuerzas para
un pordigioso salto, ascendiendo la
escala de la fuerza y el poder.
Ocurrió con la rapidez de un
pinchazo de dolor. Powell se puso
rígido y casi se cayó de la silla.
Vio a Donovan y se desvaneció la
visión, mientras el leve grito de
Donovan penetraba y moría en sus oí-
dos. Algo vibró vertiginosamente en
él y luchó contra una creciente capa
de hielo que iba espesándose.
Algo flotó suelto y formó un remo-
lino de luces y dolor. Y cayó...
... y se retorció.
... Y cayó de bruces.
... En silencio.
!Estaba muerto¡
Era un mundo sin movimiento ni sen-
saciones. Un mundo de una vaga
consciencia sin sentidos; una
consciencia de oscuridad y de silencio
y de lucha sin forma.
Más que nada, consciencia de eter-
nidad.
677I99
Era un tenue destello del "yo"...
frío y atemorizado.
Entonces vinieron las palabras,
melosas y sonoras, resonando encima de
él en una espuma de sonidos.
--?Te ajustaba tu ataúd de una ma-
nera diferente antes¿ ?Por qué no
pruebas los féretros extensibles de
Mr. Cadáver¿ Están científicamente
construidos con Vitamina Bí1.
!Usad los féretros Cadáver por su
comodidad¡ Recordad que vais-a-es-
tar-muertos-mucho-mucho-tiempo...
No era exactamente un sonido, pero
fuese lo que fuere, se desvaneció en
una especie de zumbido aceitoso...
El blanco destello que podía haber
sido Powell se agitaba inútilmente en
las infinitas extensiones del tiempo
que existían por todo su alrededor, y
caían sobre él mientras el agudo grito
de cien millones de fantasmas con cien
millones de voces de soprano se eleva-
ban en el crescendo de una melodía...
--Me alegraré cuando hayas muerto,
tú granuja, tú...
--Me alegraré cuando hayas muerto,
tú, granuja. tú...
173 47
--Me alegraré...
Se elevó la espiral de un violento
sonido en los estridentes supersónicos
que pasaban, y más allá...
El blanco destello se estremecía
con un latido. Iba aumentando lenta-
mente...
Las voces eran normales... y
muchas. Era una muchedumbre que
hablaba; una multitud que se agitaba y
pasaba por su lado rápidamente, dejan-
do rastros de palabras detrás de
ellos...
El blanco destello que era Powell
serpentaeaba hacia atrás delante del
sonido que iba creciendo, y sintió el
algudo pinchazo de un dedo que lo
señalaba. Todo estalló en un arco
iris de sonidos que cayó goteando sus
fragmentos en un dolorido cerebro.
Powell estaba de nuevo en su silla.
Sintió que temblaba.
Los ojos de Donovan se iban con-
virtiendo en dos grandes bolas de un
azul turbio.
--Greg... -susurró. Su voz era
casi un gemido-. ?Estabas muerto¿
677I99
--Me sentía... muerto. -No recono-
ció su propia voz.
Donovan estaba haciendo una vana
tentativa de mantenerse de pie.
--?Estás vivo, ahora¿ ?O hay algo
más¿
--Me siento vivo... -Siempre la
misma voz ronca-. ?Has oído algo
cuando... estaba muerto¿ -preguntó
cautelosamente.
Donovan hizo una pausa y después,
muy despacio, bajó la cabeza.
--?Y tú¿
--Sí. Algo de ataúdes..., y muje-
res que cantaban... ?Y tú¿
--Sólo una voz -dijo Donovan, mo-
viendo la cabeza.
--?Fuerte¿
--No; suave, pero rasposa como una
lima de uñas. Era como un sermón.
Algo del fuego del infierno, tortu-
ras..., en fin, ya sabes. Una vez oí
un sermón como éste..., casi.
Estaba sudando.
Vieron la luz del sol a través de
la ventana. Era débil, pero de un
blanco azulado, y aquel guisante que
era la lejana fuente de la luz no era
el Viejo Sol.
174 49
Y Powell señaló con su dedo
tembloroso la esfera única. La aguja,
inmóvil y rígida, marcaba 300.000
"parsec".
--Mike, si esto es verdad -dijo
Powell- tenemos que estar fuera de la
Galaxia.
--!Cáspita, Greg¡ !Seremos los
priemros en salir del Sistema Solar¡
--Sí, ésta es la cosa. Hemos huido
del sol. Hemos huido de la Galaxia.
Mike, esta nave es la solución. Sig-
nifica ser libre de toda la humani-
dad..., libre de recorrer todas las
estrellas que existen..., millones,
billones y trillones de ellas...
Pero entonces asestó el golpe fuer-
te.
--?Pero, cómo regresamos, Mike¿
--!Oh, no te preocupes¡ -respondió
Donovan sonriendo-. La nave nos ha
traído aquí. La nave nos volverá. A
por más habichuelas.
--Pero, Mike..., espera, Mike...
si nos vuelve atrás de la forma como
nos ha traído aquí...
Donovan se detuvo a medio camino y
677I99
se desplomó en su sillón.
--Tendremos que... morir de nuevo,
Mike -terminó.
--En fin -suspiró Donovan-, si
tenemos que morir, moriremos. Por lo
menos no es permanente... no "muy"
permanente.
Susan Calvin hablaba en voz baja.
Durante seis horas había estado hos-
tigando al Cerebro..., seis horas
infructuosas. Estaba cansada de repe-
ticiones, cansada de circunloquios,
cansada de todo.
--Bien, Cerebro, sólo una cosa
más. Tienes que hacer un esfuerzo
para contestar, simplemente. ?Has
sido enteramente claro acerca del sal-
to interestelar¿ Quiero decir, ?los
lleva eso muy lejos¿
--Tan lejos como quiera ir, miss
Susan. En la curvatura no hay truco.
--Y en el otro lado, ?qué verán¿
--Estrellas y astros. ?Qué supo-
nes¿
La siguiente pregunta se le escapó.
--?Estarán vivos, entonces¿
--!Seguro¡
--?Y el salto interestelar no los
174 51
dañará¿
Quedó helada al ver que el Cerebro
permaneció silencioso. !Era esto¡
Había tocado el punto sensible.
--Cerebro -suplicó-. Cerebro, ?me
oyes¿
La respuesta fue débil, vacilante.
El Cerebro dijo:
--?Tengo que responder¿ ?Sobre el
salto, me refiero¿
--Si no quieres, no. Pero sería
interesante..., si quieres, desde
luego. -Trataba de hablar animadamen-
te.
--Brrr... Lo has estropeado todo.
Y la doctora se levantó de un sal-
to, con el rostro incendiado interior-
mente.
--!Oh, Dios mío¡... -jadeó-.
!Ah...¡
Y sintió la tensión de horas y días
estallar de repente. Más tarde le
dijo a Lanning:
--Le digo que toda va bien. No,
debe usted dejarme sola, ahora. La
nave regresará intacta, con los
hombres dentro y yo necesitó descan-
677I99
sar. !Quiero descansar¡ Ahora
márchese.
La nave regresó a la Tierra tan
silenciosa y matemáticamente como ha-
bía salido. Cayó precisamente en el
mismo sitio y la compuerta se abrió.
Los dos hombres que salieron de ella
avanzaron cautelosamente, acariciándo-
se sus rasposas barbillas.
Y entonces, lenta y deliberadamen-
te, el que tenía el pelo rojo se arro-
dilló y depositó sobre el hormigón de
la pista un sonora beso.
Apartaron con ademanes a la muche-
dumbre que se había reunido y rehusa-
ron los solícitos cuidados de dos
hombres que avanzaban con una camilla
que acababan de sacar de una ambulan-
cia.
--?Dónde está la ducha más próxima¿
-preguntó Powell.
Los acompañaron a ella. Más tarde
se encontraron todos reunidos alrede-
dor de una mesa donde había los mejo-
res cerebros de la U.S. Robots /
Mechanical Men Corp.
Lenta y adecuadamente, Powell y
Donovan terminaron su gráfico y sen-
175 53
sacional relato.
Susan Calvin rompió el silencio
que siguió. Durante los pocos días
transcurridos, había recuperado su
helada y en cierto modo ácida calma,
pero a través de la cual se filtraba
todavía una sombra de embarazo.
--Estrictamente hablando -dijo-,
fue culpa mía... todo. Cuando por
primera vez sometimos el problema al
Cerebro como espero alguno de ustedes
recordará, me extendí ampliamente
sobre la importancia de desechar cual-
quier fuente de información suscepti-
ble de crear un dilema. Al hacerlo,
dije algo por el estilo de "No te
excites por la cuestión de la muerte
de seres humanos. No nos importa en
absolto. Devuelve la hoja y basta".
--!Humm¡ -dijo Lanning-. ?Y que
más¿
--Lo evidente. Cuando sometió sus
cálculos que comportaban la ecuación
sobre la longitud del mínimo intervalo
para el salto interestelar..., ello
significaba la muerte de seres huma-
nos. Aquí fue donde la máquina de la
677I99
Consolidated quedó completamente
destrozada. Pero yo había quitado
importancia a la muerte ante el Cere-
bro, no enteramente, porque la Prime-
ra Ley no puede nunca ser infringida,
pero sí lo suficiente para que el
Cerebro dirigiese una segunda mirada
a la ecuación. Lo suficiente para
darle tiempo de darse cuenta de que
una vez transcurrido el intervalo, los
hombres volverían a la vida, de la
misma manera que la materia y la ener-
gía de la nave volverían a su existen-
cia. Esta llamada "muerte", en otras
palabras, sería un fenómeno, estricta-
mente temporal. ?Comprenden¿ -terminó
mirando a su alrededor.
Todos escuchaban atentamente. Su-
san prosguió:
--Aceptó, pues, el punto, pero no
sin un cierto chirrido. Incluso con
la muerte temporal y disminuida su
importancia, tuvo suficiente para de-
sequilibrarlo considerablemente.
Adoptó un actitud humorística -prosi-
guió con más calma-; es una especie de
evasión, comprenden, un método de eva-
dirse parcialmente de la realidad.
Empezó a bromear.
176 55
Powell y Donovan se habían puesto
en pio.
--?Cómo¿
Donovan estaba mucho más acalorado.
--Así -dijo Susan-. Se ocupó de
ustedes y los mantuvo a salvo, pero no
podían menajar los controles porque
sólo los podía manejar él, el humoris-
ta Cerebro. Podíamos comunicar por
radio, pero no podían ustedes contes-
tar. Tenían mucha comida, pero sólo
habichuelas y leche. Entonces murie-
ron, por decirlo así, pero volvieron a
vivir, y el período de su vida fue...,
interesante. Me gustaría saber cómo
lo hizo. Eran las bromitas del Cere-
bro, pero no quería hacer daño.
--!No quería hacer daño¡ -gritó
Donovan-. !Ah, si el monigote ése
tuviese tan sólo un cuello...¡
--Bien, bien, ha sido un lío -dijo
Lanning levantando una mano apaci-
guadora-, pero todo ha terminado. ?Y
ahora, qué¿
--Pues -dijo Bogert tranquilamen-
te-, es obio que nos corresponde mejo-
rar la nave del espacio curvo. Debe
677I99
haber alguna manera de solucionar el
intervalo de salto. Si lo hay, somos
la única organización que dispone del
super-robot en gran escala, de manera
que si lo hay tenemos que encontrarlo.
Y entonces... U.S. Robots tiene el
viaje interestelar, y la Humanidad
tiene la oportunidad del imperio ga-
láctico.
--?Y la Consolidated¿ -preguntó
Lanning.
--!Eh¡ -interrumpió súbitamente
Donovan-. Quiero hacer una sugeren-
cia, aquí. Han metido la U.S. Ro-
bot en un brete, como ellos esperaban,
y todo ha acabado bien, pero sus
intenciones no eran piadosas. Y Greg
y yo soportamos la mayor parte de él.
--Bien, querían una respuesta y ya
la tienen. Mandémosles esta nave,
garantizada, y la U.S. Robots puede
cobrar los doscientos mil, más los
gastos de construcción. Y si la
prueban... dejemos que el Cerebro se
divierta un poco más antes de volverla
a la normalidad.
--Me parece sumamente indicado
-dijo Lanning, muy grave.
A lo cual Bogert añadió, distraí-
177 57
damente:
--Y estrictamente de acuerdo con el
contrato, además.
677I99
8
La prueba
--Pero tampoco era esto -dijo Su-
san Calvin, pensativa-. !Oh¡, por
último, la nave y otras similares pa-
saron a ser propiedad del Gobierno;
el Salto a través del hiperespacio
fue perfeccionado, y ahora tenemos
colonias humanas en los planetas de
estrellas cercanas, pero no es esto.
Yo había terminado de comer y la
miraba a través del humo de mi ciga-
rrillo.
--Lo que realmente cuenta es lo que
le ha ocurrido a la gente de la Tie-
rra durante los últimos cincuenta
años. Cuando yo nací, mi joven amigo,
acabábamos de salir de la última Gue-
rra Mundial. Era un punto insignifi-
cante en la historia, pero fue el fi-
nal del nacionalismo. La Tierra era
demasiado pequeña para las naciones y
empezaron a agruparse en Regiones.
Tomó bastante tiempo. Cuando yo na-
178 59
cí, los Estados Unidos de América
eran todavía una nación y no una mera
parte de la Región Norte. De hecho,
el nombre de la corporación sigue
siendo "United States Robots"... Y
el cambio de naciones a regiones, que
ha estabilizado nuestra economía y ha
traído lo que equivale a la Edad de
Oro, si comparamos este siglo con los
anteriores, fue obra también de
nuestros robots.
--?Se refiere usted a las Máqui-
nas¿ -pregunté-. El Cerebro de que
habla usted fue la primera de las
Máquinas, ?no¿
--Sí, pero no eran las Máquinas en
lo que estaba pensando. Era más bien
en un hombre. Murió el año pasado.
-Su voz adquirió súbitamente un tono
profundo de dolor-. O por lo menos se
arregló para morir, porgue sabía que
no lo necesitábamos ya. Stephen B-
yerley.
--Sí, era quien yo suponía.
--Entró por primera vez en funcio-
nes en 2032. Usted no era más que un
chiquillo, entonces, de manera que no
677I99
puede usted recordar lo extraño que
era. Su campaña para alcanzar la Al-
caldía fuer ciertamente la más extraña
de la historia...
Francis Quinn era un político de
la nueva escuela. Esto, desde luego,
es una expresión sin sentido, como
tadas las expresiones de esta natura-
leza. La mayoría de las "nuevas
escuelas" que tenemos eran duplicadas
de la vida social de la antigua Gre-
cia y quizá. si supiésemos más sobre
ellas, de la vida social de la antigua
Sumeria y de las habitaciones la-
custres de la Suiza prehistórica.
Pero, para salir de lo que promete
ser un enojoso y complicado principio,
es mejor dejar bien sentado que Quinn
ni anduvo detrás de empleos ni mendigó
votos, ni hizo discursos ni llenó
urnas. Como Napoleón no apretó jamás
un gatillo en Austerlitz.
Y como la política crea extrañas
amistades, Alfred Lanning estaba
sentado en el otro lado de la mesa con
su feroz mirada y las blancas cejas
179 61
fruncidas, inclinado hacia delante con
su crónica impaciencia.
Si el hecho hubiese sido conocido
de Quinn, le hubiera desagradado pro-
fundamente. Su voz era amistosa,
quizá profesiomal, incluso.
--Supongo que conoce usted a Step-
hen Byerley, doctor Lanning.
--He oído hablar de él. Como mucha
gente.
--Sí, yo también. ?Piensa usted
quizá votar por él en las próximas
elecciones¿
--No podría decirlo -respondió con
una inconfundible acidez en el tono-.
No he seguido la política, de manera
que no estoy enterado de que aspire a
ningún puesto.
--Puede ser nuestro próximo alcal-
de. Desde luego, de momento no es más
que un abogado, pero...
--Sí, ya he oído la frase otras
veces -interrumpió Lanning-. Pero me
pregunto si no podríamos tratar de los
asuntos que nos ocupan.
--Estamos en los asuntos que nos
ocupan, doctor
677I99
Lanning -dijo Quinn en tono de
perfecta corrección-. Tengo interés
en Mr. Byerley siga en su cargo de
"district attorney", y nada más, y es
su interés ayudarme a conseguirlo.
--?"Mi" interés¿ !Vamos¡
--Bien, digamos el interés de la
U.S. Robots / Mechanical Men
Corporation. Me dirijo a usted como
Director Honorario de Investiga-
ciones, porque sé que su relación con
las sociedades es, digamos, la de "es-
tadista veterano". Le escuchan con
respeto, y, sin embarlo, su relación
con ellos no es lo íntima que era ni
dispone usted de una considerable li-
bertad de acción; aunque esta acción
sea en cierto modo heterodoxa.
El doctor Lanning permaneció algu-
nos momentos silencioso, como si estu-
viese dando vueltas a sus pensamien-
tos. Más suavemente, dijo:
--No le sigo a usted en absoluto,
Mr. Quinn.
--No me sorprende, doctor Lanning.
Pero es muy sencillo. ?Me permi-
te¿... -Quinn encendió un delgado
cigarrillo con un elegante encendedor
180 63
y su demacrado rostro adquirió una
cierta expresión de ironía-. Hemos
hablado de Mr. Byerley, extraño e
incoloro personaje. Hace tres años
era un desconocido. Ahora es muy co-
nocido. Es un hombre fuerte y capaz,
y seguramente el fiscal más inteligen-
te que hemos conocido. Desgraciada-
mente no es amigo mío...
--Comprendo -dijo Lanning mecáni-
camente, mirandose las uñas.
--El año pasado tuve ocasión -pro-
siguió Quinn pausadamente- de hacer
investigaciones agotadoras, acerca de
Mr. Byerley. Es siempre útil,
comprende usted, someter la vida pasa-
da de los reformadores políticos a una
minuciosa investigación. Su supiese
usted cuán frecuentemente esto ayuda
a... -Hizo una pausa para mirar son-
riente esto ayuda a... -Hizo una pusa
para mirar sonriente el fuego de su
cigarrillo-. Pero el pasado de Byer-
ley es insignificante. Una vida tran-
quila en un pueblecito, una educación
universitaria, una esposa que murió
joven, un accidente de auto con una
677I99
lenta convalecencia, su traslado a la
metrópoli y su nombramiento de "attor-
ney".
Francis Quinn movió la cabeza y
prosiguió:
--Pero su vida actual... !Ah, esto
es notable¡ !Nuestro "district attor-
ney" no come¡
--?Cómo dice¿ -saltó Lanning con
la viva sorpresa pintada en sus ojos,
metidos por la edad.
--Nuestro "district attorney" no
come -repitió marcando las sílabas-.
Modificaré ligeramente mis palabras.
No le han visto nunca comiendo ni
bebiendo. !Nunca¡ ?Comprende usted
el significado de la palabra¿ !No
raramente... "nunca"¡
--Lo considero increíble. ?Puede
usted confiar en sus investigadores¿
--?Puedo confiar en mis investiga-
dores y no lo considero en absoluto
increíble. Más aún, nuestro "attor-
ney" no ha sido nunca visto bebiendo,
en el sentido acuático de la palabra,
como en el alcohólico... ni durmiendo.
Hay otros factores, pero creo mi de-
ber precisar.
Lanning se echó atrás en su asiento
181 65
y entre los dos hombres reinó un si-
lencio preñado de amenazas. Finalmen-
te, el robotista movió la cabeza:
--No -dijo-. Acoplando sus decla-
raciones, sólo hay una posibilidad a
la que podría usted hacer referen-
cia... y ésta es imposible.
--!Pero el hombre es completamente
inhumano, doctor Lanning¡
--Si me dijese usted que es Sata-
nás enmascarado tendría usted una re-
mota probabilidad de que le creyese.
--Le digo a usted que es un robot,
doctor Lanning.
--Y yo le digo a usted que es la
suposición más absurda que he oído
jamás.
--De todos modos -dijo Quinn, apa-
gando su cigarrillo con minucioso
cuidado-, tendrá usted que investigar
esta imposibilidad con todos los re-
cursos de que dispone la Corporación.
--Me es imposible emprender esta
tarea, Quinn. No va usted a sugerir
que la Corporación tome parte en
estas intrigas políticas...
--No tiene usted elección posible.
677I99
Suponga que diese publicidad a los
hechos sin pruebas. Las apariencias
son suficientemente probatorias.
--Si le conviene así...
--No me conviene. Las pruebas se-
rían preferibles. Y no le conviene a
usted, tampoco, porque la publicidad
sería muy perjudicial para su com-
pañía. Está usted perfectamente ente-
rado, supongo, de la estricta prohibi-
ción del empleo de robots en los mun-
dos habitados...
--!Cieramente¡ -exclamó con brus-
quedad.
--Ya sabe usted que la U.S. Ro-
bots / Mechanical Men Corporation
es la única manufactura de robots po-
sitónicos. También sabe usted que los
robots positónicos son arrendados,
pero no vendidos; que la Corporación
sigue siendo dueña y empresaria de
cada robot, y es por ello responsable
de todas sus acciones.
--Es una cosa muy fácil, Mr.
Quinn, probar que la Corporación no
ha fabricado jamás un robot de tipo
humanoide.
--¿Puede hacerse? Es discutir me-
ramente las posibilidades.
182 67
--Sí, puede hacerse.
--¿Secretamente, supongo, también?
Sin examinar sus libros¿
--El cerebro positónico, no. Hay
demasiados factores afectados, y es
susceptible de una minuciosa investi-
gación gubernamental.
--Sí, pero los robots se desgastan,
se estropean, quedan inútiles..., y
son desguazados.
--Y los cerebros positónicos,
empleados nuavamente o destruidos.
--?De veras¿ -dijo Francis Quinn,
permitiéndose una punta de sarcasmo-.
?Y si uno de ellos no fuese, acciden-
talmente, desde luego, destruido..., y
hubiese casualmente una estructura
humanoide esperándolo...¿
--!Imposible¡
--Tendrá usted que probarlo al
Gobierno y al público, de manera que
no me lo pruebe usted ahora a mí.
--Pero... ?cuál podría ser nuestro
propósito¿ -preguntó Lanning, exaspe-
rado-. ?Qué motivo podemos tener¿
Concédanos por lo menos un mínimo de
sentido común...
677I99
--Mi querido doctor, escuche. La
Corporación se consideraría muy feliz
de tener el permiso de varias Regio-
nes de usar el robot humanoide en los
mundos habitados. Los beneficios se-
rían enormes. Pero el perjuicio cau-
sado al público por semejante práctica
es demasiado grande. Supongamos que
lo acostumbra al uso de tales robots
primero..., veamos, tenemos un eminen-
te abogado, un buen alcalde..., y es
un robot. ?No compraría usted
nuestros mayordomos robots¿
--Completamente fantástico. De un
humorismo que frisa con el ridículo.
--Lo imagino. ?Por qué no lo
prueba¿ ?O prefiere usted probarlo en
público¿
La luz del despacho iba menguando,
pero no había menguado lo suficiente
en el rostro de Alfred Lanning. El
dedo del robotista apretó lentamente
un botón y la luz de las paredes ilu-
minó la habitación, dándole nueva vi-
da.
--Bien, entonces... -gruñó-, vea-
mos.
El rostro de Stephen Byerley no
183 69
es fácil de describir. Tenía unos
cuarenta años según la partida de na-
cimiento y cuarenta por su aspecto
sano y bien nutrido. Cuando se reía
lo hacía con un aire de sinceridad y
ahora se estaba riendo. Se reía fuer-
temente y continuamente, su risa se
desvanecía por un instante..., y vol-
vía a empezar.
Y el de Alfred Lanning demostraba
una rígida y amarga reprobación. Hizo
un leve gesto a la doctora sentada a
su lado, pero ésta se limitó a avanzar
ligeramente los labios. Byerley pare-
cía irse calmando.
--Realmente, doctor Lanning...,
realmente... !Yo..., un robot¡
--No es una declaración mía -dijo
Lanning, secamente-. Estoy encantado
de considerarlo un miembro de la Hu-
manidad. No habiéndolo confeccionado
jamás nuestra Corporación, estoy con-
vencido de que lo es usted..., en el
sentido legal de la palabra en todo
caso. Pero, en vista de que la afir-
mación de que es usted un robot, nos
ha sido facilitada por un hombre de un
677I99
cierta solvencia moral...
--No pronuncie usted su nombre, si
tiene que hacer desprender un grano de
arena de su ética de granito, pero
supongamos, por pura conveniencia de
la discusión, que fuese Mr. Francis
Quinn, y prosigamos.
Lanning produjo una especie de ron-
quido de ferocidad ante la interrup-
ción e hizo una larga pausa antes de
continuar.
--... Por un hombre de una cierta
solvencia moral, sobre cuya identidad
no me interesa hacer conjeturas, me
veo obligado a rogarle que nos ayude a
demostrar lo contrario. El mero hecho
de que una tal declaración pudiera ser
adelantada y publicada por los medios
de que este hombre dispone, sería ya
un mal golpe para la compañía que
represento..., aunque la acusación no
fuese jamás probada. ?Me comprende¿
--!Oh, sí, veo muy claramente su
situación¡ La acusación es en sí ri-
dícula. La posición en que usted se
encuentra, no. Le pido perdón si mi
risa lo ha ofendido. Era de lo prime-
ro de lo que me reía, no de lo segun-
do. ?En que forma puedo ayudarlo¿
184 71
--Muy sencillamente. Basta con que
se siente usted en un restaurante en
presencia de testigos, coma y le sa-
quen una fotografía. -Lanning se echó
atrás en su silla; lo peor de la con-
versación había pasado ya. La doctora
observaba a Byerley con expresión
aparentemente absorta, pero no inter-
vino para nada en la conversación.
Stephen Byerley captó su mirada y se
volvió hacia Lanning. Durante algu-
nos instantes jugueteó con el pisapa-
peles, que era el único objeto de su
mesa.
--No creo poder complacerlos -dijo
pausadamente-. Pero, espere, doctor
Lanning- añadió, levantando una ma-
no-. Me hago perfectamente cargo de
que todo esto es sumamente desagrada-
ble para usted, de que ha sido induci-
do a ello contra su voluntad, y de que
se da usted cuenta de que está desem-
peñando un papel indigno e incluso
ridículo. Sin embargo, este asunto
está todavía más íntimamente ligado
conmigo, de manera que sea tolerante.
En primer lugar, ?qué le hace a usted
677I99
creer que Quinn..., ese hombre de una
cierta responsabilidad moral, sabe
usted..., no le ha engañado a fin de
inducirle a hacer lo que está usted
precisamente haciendo¿
--Me parece muy improbable que una
persona de reputación se pusiese en
peligro de una forma tan ridícula, si
no estuviese convencida de que pisaba
terreno firme.
En los ojos de Byerley asomó un
destello de humor.
--No conoce a Quinn. Conseguiría
pisar terreno firme en la cresta de
una montaña, donde no se aguantaría ni
una cabra. ?Supongo que le mostró a
usted los detalles de la ivestigación
que dice haber hecho sobre mí¿
--Lo sufieciente para convencerme
de lo molesto que sería ver a la cor-
poración refutarlos, cuando puede
usted hacerlo tan fácilmente.
--?Entonces le cree usted cuando le
dice que no como¿ Es usted un cientí-
fico, doctor Lanning. Piense con la
lógica necesaria. No me han visto
nunca comiendo porque no como nunca,
?no es eso¿ !Al fin y al cabo es eso¡
--Está usted empleando argucias de
185 73
abogado para hacer confusa la que en
realidad es una situación muy clara.
--Al contrario, estoy tratando de
poner en claro lo que entre Quinn y
usted han complicado extraordinaria-
mente. Duermo poco, ?comprende
usted¿, y desde luego, no duermo en
público. No me gusta comer con los
demás, una indiosincrasia que es inu-
sitada y probablemente neurótica, pero
que no hace daño a nadie. Permítame
que le exponga una suposición, doctor
Lanning. Supongamos que tenemos un
político interesado en derrotar a un
candidato reformista a toda costa y
mientras investiga su vida privada se
encuentra además que a fin de anular
efectivamente esta candidatura, acude
a su compañía como agente ideal. ?Es-
pera usted que vaya y le diga: "Fula-
no es un robot porque no come nunca
con nadie ni le hemos visto dar cabe-
zadas en medio de una causa y una vez
que me asomé a su ventana, seguía allí
sentado con un libro en la mano a
altas horas de la noche, y miré su
nevera y no había nada de comer en
677I99
ella"¿ Si le hubiese dicho a usted
esto hubiera mandado a por la camisa
de fuerza. Pero en su lugar, le dice:
"Nunca duerme nunca, no come nunca".
Y lo impresionante de esta declara-
ción lo ciega a usted hasta el punto
de que no ve la vedad, es imposible de
probar. Está jugando con usted, en
sus manos, propalando el rumor.
--Prescindiendo ahora -empezó Lan-
ning con amenazadora obstinación- de
que considere usted este asunto serio
o no, bastaría sólo la comida a que he
hecho referencia para darlo por termi-
nado.
Byerley se volvió nuevamente hacia
Susan, que seguía mirándole inexpre-
sivamente.
--Perdómene, no sé si he entendido
bien su nombre... ?Es Susan Calvin,
verdad¿
--Sí, Mr. Byerley.
--Es usted la psicóloga de la
U.S. Robots, ?verdad¿
--"Robopsicóloga", por favor.
--!Ah¡ ?Tan diferentes son mental-
mente los robots del hombre¿
--Son mundos diferente. Los robots
son esencialmente honrados -dijo con
186 75
una sonrisa helada.
--Esto es un golpe fuerte -dijo el
abogado con un poco de sorna-. Pero
lo que quería decir era lo siguiente.
Puesto que es usted psicólo... robop-
sicóloga, perdón, y mujer, apostaría a
que ha hecho usted algo en lo que el
doctor Lanning no ha pensado.
--!Ah¡, ?y qué es¿
--Llevar algo de comer en el bolso.
Un rápido destello apareció en los
astutos ojos de Susan.
--Es usted sorprendente, Mr. B-
yerley -dijo.
Y abriendo su bolso, sacó una man-
zana. Pausadamente, se la tendió.
Después de la primera impresión de
sorpresa, Lanning observaba cuidado-
samente los gestos de las dos manos.
Pausadamente, Stephen Byerley mor-
dió la manzana y se tragó el pedazo
--?Lo ve usted, doctor Lanning¿
Lanning sonrió con tal alivio, que
incluso sus cejas parecieron llenas de
benevolencia. Un alivio que sólo
sobrevivió un frágil segundo.
--Tenía curiosidad de ver si era
677I99
capaz de comérsela -dijo Susan Cal-
vin-, pero, desde luego, este caso no
prueba nada.
--?No¿ -preguntó Byerley con una
mueca.
--Desde luego que no. Es obvio,
doctor Lanning, que si este hombre
fuese un robot humanoide, sería per-
fecta imitación. Es casi demasiado
humano para ser creíble. Después de
todo, hemos estado viendo y observando
seres humanos toda nuestra vida; sería
imposible imaginar nada que estuviese
más cerca de nosotros. Tenía que ser
perfecto. Observe la contextura de la
piel, la calidad del iris, la forma-
ción huesuda de la mano. Si es un
robot, quisiera que lo hubiese fabri-
cado la U.S. Robots, porque es un
buen trabajo. ?Supone usted, pues,
que quien es capaz de prestar atención
a tales minucias descuidará algunos
dispositivos para conseguir hacerlo
comer, dormir y eliminar¿ Para casos
de urgencia solamente, quizá; como,
por ejemplo, la situación que se está
presentando aquí. De manera que una
comida no pureba en realidad nada.
--Espere, espere -saltó Lanning-.
187 77
No soy tan imbécil como parecen uste-
des creer. No me interesa el problema
de la humanidad o inhumanidad de Mr.
Byerley. Me interesa sacar a la cor-
poración del aprieto. Una comida en
público terminaría el asunto y lo man-
tendría terminado dijese lo que dijese
Quinn. Podemos dejar los detalles
más minuciosos a los abogados y robop-
sicólogos.
--Pero, doctor Lanning -dijo B-
yerley-, olvida usted el caríz polí-
tico de la situaicón. Tengo tanto
interés en ser elegido como Quinn de
impedírmelo. A propósito, ?se ha dado
cuenta de que ha pronunicado su
nombre¿ Ha sido un truco inocente
mío; sabía que ocurriría así antes de
que hubiésemos terminado.
--?Qué tiene que ver con esto la
elección¿ -preguntó Lanning, sonro-
jándose.
--La publicidad surte efecto en los
dos sentidos. Si Quinn quiere lla-
marme robot y tiene la desfachatez de
hacerlo yo tengo la desfachatez de
jugar el juego de esta forma.
677I99
--?Quiere usted decir que...¿
--Exactamente; quiero decir que voy
a dejarlo seguir adelante, elegir la
cuerda, probar su resistencia, cortar
la medida, hacer el nudo, meter la
cabeza en él y hacer una mueca. Yo
puedo hacer lo poco que falta.
--Muy confiado me parece usted...
--Dejémoslo, Alfred -dijo Susan
Calvin poniéndose de pie-. No conse-
guiremos hacerle cambiar de manera de
pensar sobre este punto.
--?Lo ve usted¿ -dijo Byerley con
una amable sonrisa-. También es usted
una psicóloga humana...
Pero quizá no tada la confianza que
el doctor Lanning había podido obser-
var subsistía aún aquella noche cuando
el auto de Byerley se colocó en la
pista automática que llevaba al garaje
subterráneo y cuando después atravesó
la calle para dirigirse a su casa.
Una persona sentada en un sillón de
ruedas levantó la vista y sonrió al
oírlo entrar. El rostro de Byerley
se iluminó, afectuoso. Se acercó a
ella. La voz del inválido era un su-
surro estridente que salía de una boca
torcida a un lado, en un rostro cuya
187 79
mitad eran cicatrices.
--Vienes tarde, Steve.
--Lo sé, John, lo sé. Pero me he
encontrado con una perturbación pecu-
liar e interesante, hoy.
--?Sí¿ -Ni el rostro destrozado ni
la voz ronca podían tener expresión,
pero en los ojos claros se pintaba la
ansiedad-. ?Nada que no puedas solu-
cionar¿
--No estoy del todo seguro. Quizá
necesite tu ayuda. Eres el más bri-
llante de la familia. ?Quieres que te
lleve fuera, al jardín¿ Hace una
noche magnífica.
Dos potentes brazos levantaron a
John del sillón de ruedas. Gentil-
mente, casi como una caricia, los bra-
zos de Byerley sostenían al paralí-
tico por debajo de los hombros y las
inútiles piernas. Cuidadosa y lenta-
mente cruzaron las habitaciones, baja-
ron la suave rampa construida ex pro-
feso para el sillón de ruedas y sa-
lieron al jardín posterior de la casa.
--?Por qué no dejas que use mi
sillón, Steve¿ Es una tontería.
677I99
--Porque prefiero llevarte. ?Tie-
nes algo que objetar¿ Ya sabes que
están tan contento de salir de este
chisme mecanizado por algún tiempo
como yo de llevarte de él. ?Qué tal
te sientes hoy¿ -añadió depositando a
John con infinito cuidado sobre la
hierba fresca.
--?Cómo me siento¿... !Cuéntame
qué te ha ocurrido¡
--La campaña de Quinn se basará en
su pretensión de que soy un robot.
--?Cómo lo sabe¿ -exclamó John
abriendo los ojos-. !Es imposible¡
!No puedo creerlo¡
--Espera, te digo que es así. Ha
mandado a dos ases científicos de la
U.S. Robots / Mechanical Men
Corporation a discutir conmigo a mi
despacho.
Las torpes manos de John arranca-
ban la hierba.
--Comprendo, comprendo...
--Pero no podemos permitir que eli-
ja su terreno -dijo Byerley-. Tengo
una idea. Escúchame y dime si podemos
llevarla a cabo...
La escena, tal como aparecía aque-
188 81
lla noche en el despacho de Lanning,
era una colección de miradas. Francis
Quinn miraba meditabundo a Alfred
Lanning. La mirada de Lanning esta-
ba furiosamente fija en Susan Cal-
vin, quien, a su vez, miraba impasible
a Quinn.
Haciendo un esfuerzo por parecer
tranquilo, Quinn dijo:
--Va inventándolo todo a medida que
lo hace.
--?Va usted a jugar sobre esto,
Mr. Quinn¿ -preguntó Susan indife-
rente.
--Pues... es su juego, en realidad.
--Mire -dijo Lanning pretendiendo
ocultar su pesimismo con la jactan-
cia-, hemos hecho lo nos ha dicho.
Hemos visto al hombre comer. Es ri-
dículo pretender que sea un robot.
--?Lo cree usted así¿ -lanzó Quinn
en dirección a Susan-. Lanning ha
dicho que era usted la técnica de la
sociedad.
--Veamos, Susan... -dijo Lanning
en tono casi amenazador.
--?Por qué no la deja hablar,
677I99
hombre¿ -interrumpió Quinn-. Lleva
aquí media hora muda como un poste.
Lanning estaba positivamente ezte-
nuado. De lo que entonces sentía a un
estado paranoico no había más que un
paso.
--Muy bien, lo que tenga que decir,
Susan -dijo-. No la interrumpimos.
Susan le dirigió una mirada
inexpresiva y después fijó sus ojos en
Quinn.
--Para probar definitivamente que
Mr. Byerley es un robot no hay más
que dos caminos. Hasta ahora sólo
aportan ustedes indicios circusntan-
ciales con los cuales pueden acusar,
pero no probar..., y creo que Byerley
es suficientemente inteligente para
contrarrestar esta clase de material.
Probablemente piensan ustedes lo mis-
mo, de lo contrario no estarían aquí.
>Los dos métodos de prueba son el
físico y el psicológico. Físicamente,
se le puede disecar o utilizar los
rayos X. Como conseguirlo, sería su
problema. Psicológicamente, su con-
ducta puede ser estudiada, porque si
es un robot positónico tiene que con-
formarse a las tres Leyes de la Ro-
189 83
bótica. Un cerebro positónico no
puede ser construido sin ella. ?Cono-
ce usted las Leyes, míster Quinn¿
Las citó lenta y cuidadosamente,
destacando palabra por palabra el fa-
moso y ostentario título de la página
primera del Manual de Robótica.
--He oído hablar de ellas. -dijo
Quinn.
--Entonces, el caso es fácil. Si
Mr. Byerley comete una infracción a
una de estas leyes, no es un robot.
Desgraciadamente, este procedimiento
tiene sólo una dirección. Si se amol-
da a las leyes, el hecho no probaría
ni una cosa ni otra.
--?Por qué no, doctor¿ -preguntó
Quinn.
--Porque, si se detiene usted a
estudiarlas, verá que las tres Leyes
de Robótica no son más que los prin-
cipios esenciales de una gran cantidad
de sistemas éticos del mundo. Todo
ser humano se supone dotado de un
instinto de conservación. Es la Ter-
cera Ley de la Robótica. Todo ser
humano "bueno", siendo la consecuencia
677I99
social del sentido de responsabilidad,
deberá someterse a la autoridad
constituida; obedecer a su doctor, a
su Gobierno, a su psiquiatra, a su
compañero; incluso si son un obstáculo
a su comodidad y seguridad. Es la
Segunda Ley del Robotismo. Todo
ser humano "bueno", debe, además, amar
a su prójimo como a sí mismo. arries-
gar su vida para salvar a los demás.
Esta es la Primera Ley de la Robó-
tica. Para exponerlo claramente, si
Byerley observa todas las reglas de
robotismos, puede ser un robot, pero
puede también ser simplemente una
buena persona.
--Entonces -dijo Quinn- me está
usted diciendo que no podrá jamás pro-
bar que sea un robot.
--Puedo quizá probar qu "no" es un
robot.
--No es ésta la prueba que quiero.
--Tendrá usted la prueba tal como
exista. Es usted el único responsable
de sus propios deseos.
La mente de Lanning se aferró en
aquel momento a una idea.
--?No se le ha ocurrido a nadie
190 85
-gruñó- que la profesión de "district
attorney" es una ocupación bastante
extraña para un robot¿ Acusar a seres
humanos... sentenciarlos a muerte...,
irrogarles un daño considerable...
--No, no se saldrá usted nunca de
esto por este camino -saltó Quinn
impaciente-. El ser "district attor-
ney" no lo hace humano. ?No conoce
usted su hoja de servicios¿ ?No sabe
usted que se jacta de no haber acusado
nunca un inocente, de que hay contidad
de hombres que no han sido procesados
porque las pruebas contra ellos no lo
convecían, pese a que hubiera proba-
blemente podido convencer al jurado de
su culpabilidad y condenarlos a ser
atomizados¿ Pues es así.
--No, Quinn, no -dijo Lanning
temblándole las mejillas-. No hay en
las Leyes Robóticas nada que permita
juzgar de la culpabilidad humana. Un
robot no puede juzgar si un ser humano
merece o no la muerte. No es él quien
debe decidir. "No puede hacer daño a
un ser humano", ya sea de la vaiedad
granuja, o de la variedad ángel.
677I99
--Alfred -intervino Susan Calvin,
visiblemente cansada-, no diga tonte-
rías. ?Qué ocurre si un robot ve un
loco que va a pegarle fuego a una casa
llena de gente¿ ?Detendrá al loco,
no¿
--Desde luego.
--?Y si la única manera de detener-
lo fuese matarlo...¿
Lanning produjo un sonido gutural.
Eso fue todo.
--La respuesta, Alfred, es que
haría cuanto le fuese posible por no
matarlo. Si el loco moría, el robot
necesitaría un tratamiento psicoterá-
pico porque podría fácilmente volverse
loco ante el conflicto que se le había
presentado: infringir la Primera Ley
para observar la Priemra Ley en un
sentido del mal menor. Pero habría un
hombre muerto y un robot que lo habría
matado.
--Bien, y ?está Byerley acaso lo-
co¿ -preguntó Lanning con todo el
sarcasmo que pudo poner en su voz.
--No, pero tampoco ha matado perso-
nalmente a nadie. Ha expuesto hechos
que demostraban que un hombre podía
llegar a ser peligroso para la gran
191 87
masa humana que llamamos socieded.
Protege la mayoría y de esta forma
observa la Primera Ley en su máxima
potencialidad. Hasta aquí es donde
llega él. Es el juez quien condena al
acusado a muerte o prisión una vez el
jurado ha juzgado de su culpabilidad o
inocencia. Es el carcelero quien lo
encierra, el verdugo quien lo mata.
Pero Byerley no ha hecho más que
decidir la verdad y ayudar a los huma-
nos. A decir verdad, míster Quinn,
he estudiado la carrera de Byerley
desde que llamó usted nuestra atención
sobre él. He observado que no ha pe-
dido nunca la pena de muerte en sus
conclusiones ante el jurado. He des-
cubierto también que con frecuencia ha
hablado en pro de la supresión de la
pena capital y ha contribuido genero-
samente en las instituciones de inves-
tigación consagradas a la nuerofisio-
logía criminal. Al parecer cree más
en la curación que en el castigo de
los criminales. Considero esto muy
significativo.
--?De veras¿ -dijo Quinn-. ?Sig-
677I99
nificativo de cierto olor de robotis-
mo, quizá¿
--?Quizá¿ ?Por qué negarlo¿ Ac-
ciones como éstas lo mismo pueden pro-
ceder de un robot que de un ser humano
honorable y decente. Pero...
?comprende usted¿, lo que pasa es que
no hay manera de diferenciar un robot
de un ser humano bueno.
Quinn se echó atrás en la silla.
Su voz temblaba de impaciencia.
--Doctor Lanning, ?es perfectamen-
te posible crear a un robot humanoide
que duplicaría perfectamente un ser
humano y su apariencia, ¿verdad?
Lanning permaneció reflexionando
largo rato.
--Ha sido hecho experimentalmente
por la U.S. Robots -dijo a su pe-
sar- sin el aditamento del cerebro
positónico, desde luego. Empleando
óvulos humanos, y control hormonal se
puede desarrollar carne y piel humanas
sobre un esqueleto de plásticos poro-
sos de sílice que desafiarían todo
examen externo. Los ojos, el cabello,
la piel, serían realmente humanos, no
humanoides. Y si le añade usted un
cerebro positónico y demas dispositi-
192 89
vos interiores que puesa desear, tiene
usted un robot humanoide.
--¿Cuánto tiempo se necesitaría
para fabricarlo?
--Si disponía usted de todo su
equipo -dijo Lanning después de haber
reflexionado-, el cerebro, el esquele-
to, el óvulo, las hormanas adecuadas y
las radiaciones... digamos dos meses.
--En este caso veremos qué aspecto
ofrecen la entrañas del míster Byer-
ley -dijo Quinn agitándose en su
silla-. Será una publicidad para la
U.S. Robots..., pero le doy esta
probabilidad.
Una vez hubieron quedado solos,
Lanning se volvió impaciente hacia
Susan Calvin.
--¿Por qué insiste usted en...?
Pero Susan respondió secamente y
con calor:
--¿Qué prefiere usted, la verdad o
mi dimisión? No voy a mentir por
usted. No se vuelva cobarde...
--¿Qué ocurrirá si abre a Byerley
y de dentro caen ruedas dentadas y
mecanismos? ¿Qué pasa entonces?
677I99
--No abrirá a Byerley -dijo Susan
desdeñosa-. Byerley es tan inteligen-
te como Quinn... por lo menos.
La nocticia estalló en la ciudad
una semana antes de que Byerley tu-
viese que ser elegido. "Estalló" es
una palabra mal empleada. Se
arrastró, se filtró, serpenteó por la
ciudad. Y mientras Quinn acentuaba
su presión en los centros accesibles,
las risas aumentaban, un elemnto de
vaga incertidumbre intervenía y la
gente comenzaba a dudar.
La misma convención adoptaba una
actitud de semental indómito. Hasta
entonces no había habido rival a la
vista. Una semana antes no cabía otro
nombramiento que el de Byerley. Ni
siquiera entonces había substituto.
Tenían que nombrarlo, pero reinaba la
confusión.
La situación no hubiera sido tan
grave si el individuo no se viese
hecho jirones entre la enormidad de la
acusación, si era cierta, y su sensa-
cional locura, si era falsa.
Al día siguiente de la designación
de Byerley como candidato, un perió-
dico publicó el resumen de una larga
193 91
entrevista con la doctora Susan Cal-
vin, "la mundialmente famosa técnica
en robopsicología y positones".
El efecto que produjo podría cali-
ficarse suncintamente de infernal.
Era lo que los Fundamentalistas
estaban esperando. No eran un partido
político; no pretendían practicar nin-
guna religión. Eran esencialmente los
que no se habían adaptado a lo que en
otro tiempo se llamó la Edad Ató-
mica, en los días en que el átomo era
una novedad. En realidad, eran
hombres sencillos que aspiraban a una
vida que a los que vivían no les pare-
ciá probablemente tan sencilla, y ha-
bían sido, por consiguiente, hombres
sencillos a su vez.
Los Fundamentalistas no invocaban
ningún nuevo motivo para detestar los
robots y los que los manufacturaban;
pero un nuevo motivo, como la acusa-
ción de Quinn y el análisis de Susan
Calvin, eran suficientes para exte-
riorizar esta aversión.
Los vastos talleres de la U.S.
Robots / Mechanical Men Corpora-
677I99
tion eran una colmena de guardias
armados. Se preparaban para la gue-
rra.
En la ciudad, la casa de Stephen
Byerley estaba llena de policías.
La campaña política, desde luego,
perdió todo otro punto de vista y pa-
recía una campaña sólo porque era algo
que llenaba el intervalo entre desig-
nación y elección.
Stephen Byerley no permitió el
agitado hombrecillo que lo distrajese.
Permaneció impávido entre los unifor-
mes del fondo de la habitación. Fuera
de la casa, más allá de la hilera de
guardias, esperaban fotógrafos y pe-
riodistas, de acuerdo con las tradi-
ciones de su casta. Una instalación
de televisión enfocaba la entrada de
la modesta residencia del fiscal,
mientras un sintético y excitado locu-
tor emitía ampulosos comentarios.
El agitado hombrecillo avanzó ten-
diéndole una hoja de papel.
--Esto, Mr. Byerley, es el manda-
to judicial autorizánome a registrar
la casa en busca de la presencia ile-
gal de... hombres mecánicos o robot e
194 93
cualquier especie.
Byerley se incorporó y cogió la
hoja de papel. La miró indiferente y
la devolvió con una sonrisa.
--Todo en orden. Entre. Cumpla
con su deber. Mistress Hoppen -dijo,
dirigiéndose a su ama de llaves que
aparecía perpleja a la puerta de la
habitación-, tenga la bondad de acom-
pañarnos y ayúdenlos en lo que pueda.
El hombrecillo agitado, cuyo nombre
era Harroway, vaciló, se sonrió visi-
blemente, fracasó en su intento de
captar la mirada de Byerley y, diri-
giéndose a los dos policías, murmuró:
--Vamos...
A los diez minutos regresaba.
--¿Han terminado? -preguntó Byer-
ley en el tono la persona a quien no
interesa el asunto ni le importa la
contestación.
Harroway carraspeó, hizo un fraca-
sado intento por hablar con su voz de
falsete y de nuevo empezó embarazado:
--Mire usted, Mr. Byerley,
nuestras instrucciones eran de re-
gistrar la casa de arriba abajo.
677I99
--¿Y no lo han hecho?
--Nos han dicho exactamente lo que
teníamos que buscar.
--¿Y bien?
--En una palabra, Mr. Byerley,
sin querer herir sus susceptiblidades,
nos han dado orden de registrarlo a
usted.
--¿A mí? -preguntó el fiscal,
ensanchando su sonrisa-. ¿Y cómo
tiene usted intención de hacerlo?
--Tenemos un aparato Penet de pe-
netración...
--¿Entonces, me van ustedes a hacer
una fotografía en rayos X, verdad?
¿Tiene usted autorización?
--Ya ha visto usted el auto del
juez...
--¿Puedo verlo de nuevo?
Harraway, con un brillo en la fren-
te que no era sólo de entusiasmo, se
lo dio otra vez.
--Veo aquí la descripción de lo que
tiene usted que registrar -dijo Byer-
ley tranquilamente-. Leo: "La casa
situada en 355 Willow Grove,
Evenstron, pertenieciente a Stephen
Allen Byerley, así como el garage,
almacén u otras construcciones y edi-
195 95
ficios de su propiedad, así como los
terrenos adyacentes...", etc. En
orden. Pero, mi buen amigo, aquí no
dice nada respecto a registrar mi
interior. No formo parte del aloja-
miento. Puede usted registrar mis
ropas, si cree que llevo un robot
oculto en el bolsillo.
A Harroway no le cabía la menor
duda acerca de la persona a quien de-
bía aquella misión. No pensaba, sin
embargo, quedarse atrás una vez le
habían dado la ocasión de ganarse un
ascenso y... una mejor paga.
--Mire, Mr. Byerley. Tengo auto-
rización para registrar los muebles y
la casa y todo lo que encuentre dentro
de ella. ¿Está usted en ella, no?
--Una observación verdaderamente
notable. Estoy en ellas, en efecto.
Pero no soy ningún mueble. Como
ciudadano en pleno uso de mis faculta-
des -poseo el certificado del psiquia-
tra que lo prueba- tengo ciertos dere-
chos que me son conferidos por los
Artículos Regionales. Registrarme a
mí constituiría una violación de mis
677I99
derechos civiles. Este papel no es
suficiente.
--Seguro, pero si es usted un ro-
bot, no tiene usted derechos civiles.
--Exacto, pero este papel no es
suficiente. Me reconece implícitamen-
te como un ser humano.
--¿Dónde?
--Donde dice "la casa perteneciente
a fulano...". Un robot no puede ser
propietario. Y puede usted decirle a
su jefe, Mr. Harroway, que si inten-
ta dictar otro documento que no me
reconozca implícitamente como un ser
humano, se encontrará inmediatamente
ante un requerimiento judicial y una
demanda civil abligándole a "de-
mostrar" que soy un robot basándose en
los hechos que tiene "actualmente" en
su posesión, o bien a pagar una indem-
nización por haber intentado privarme
ilegalmente de mis derechos regiona-
les. ¿Se lo dirá usted, verdad?
Harroway se dirigió hacia la puerta
y al llegar a ella se volvió.
--Es ustede un abogado astuto.
-Con la mano en el bolsillo permane-
ció un momento de pie. Después se
marchó, sonrió delante de la placa de
196 97
televisión que seguía funcionando,
hizo un signo a los periodistas y les
gritó-: Mañana tendremos algo para
vosotros, muchachos. No es broma...
Ya en su coche, se arrellanó, sacó
el diminuto mecanismo que llevaba en
el bolsillo y lo examinó cuidadosamen-
te. Era la primera vez que había to-
mado una fotografía por rayos X de
reflexión. Esperaba haberlo hecho
correctamente.
Quinn y Byerley no se habían
encontrado munca solos frente a fren-
te. Pero el fonovisor se parecía
mucho a ello. De hecho, aceptándolo
literalmente, quizá la frase era apro-
piada, aun cuando para cada uno de
ellos, el otro no fuese más que el
dibujo luminoso y oscuro alternativa-
mente de una superficie de fotocélu-
las.
Era Quinn quien había hecho la
llamada. Era Quinn quien habló el
primero, y sin particular ceremonia.
--He pensado que le interesaría
saber, Byerley, que tengo intención
677I99
de dar publicidad a la noticia de que
usa usted una coraza protectora contra
la radiopenetración.
--¿De veras? En este caso debe
usted haberlo hecho público ya. Tengo
la vaga idea de que nuestros emprende-
dores representantes de la presnsa han
interceptado mis líneas telefónicas
durante bastante tiempo. Sé que tie-
nen las líneas de mi despacho llenas
de interferencias; ésta es la razón
por la cual he estado en casa las úl-
timas semanas.
Byerley hablaba en tono amistoso,
casi familiar.
--Esta llamada está protegida, de
todos modos -dijo Quinn aprentando
los labios-. La hago con un cierto
riesgo personal.
--Lo imaginaba. Nadie sabe que
está usted detrás de esta campaña:
Por lo menos, nadie lo sabe oficial-
mente. Pero nadie deja de saberlo
oficiosamente. No me importa. ¿Con
que empleo una coraza protectora?
Supongo que lo descubrió usted cuando
el otro día su esbirro dio demasiada
exposición a la fotografía de penetra-
ción Penet.
197 99
--Debe usted darse cuenta, Byer-
ley, de que todo el mundo ve claramen-
te que no se atreve usted a someterse
a un análisis por rayos X.
--Tan claramente como que usted y
sus hombres menospreciaron mis dere-
chos civiles.
--Eso no les importa un comino.
--Es posible. Es bastante simbó-
lico de nuestras dos campañas, ¿no
cres? Usted se preocupa muy poco de
los derechos individuales del ciudada-
no. Yo me preocupo mucho. No quiero
someterme a los rayos X porque quiero
mantener mis dereschos por una cues-
tión de principio. De la misma manera
que mantendré los de los demás, una
vez elegido.
--Eso será el principio de un inte-
resante discurso, pero nadie le
creerá. Demasiado ampuloso para ser
verdad. Otra cosa... -añadió con un
súbito tono crispado en la voz-, el
perosnal de su casa no estaba comple-
to, la otra noche.
--¿En qué sentido?
--Según el informe -dijo, agitando
677I99
unos papeles dentro del campo de vi-
sión de la placa visual-, faltaba una
persona..., un paralítico.
--Como lo dice usted -dijo Byerley
sin entonación-, un paralítico. Mi
viejo profesor, que vive conmigo y
está ahora en el campo... desde hace
dos meses. Un "muy necesario reposo"
es la frase corriente en estos casos.
¿Le da usted permiso?
--¿Su profesor? ¿Una especie de
científico?
--Antiguamente abogado... antes de
que fuese paralítico. Tiene el título
del Gobierno de investigador biofí-
sico, con laboratorio propio y una
descripción completa del trabajo que
realiza, apoyado por las más insignes
autoridades y de las cuales puede dar-
le referencia. Es un trabajo sin
trascendencia, pero es una ocupación
inofensiva y entretenida para un
pobre... inválido. Lo ayudo tanto
como puedo, ¿comprende?
--Comprendo. ¿Y qué sabe este...
profesor... sobre la manufactura de
los robots?
--No puedo juzgar de la profundidad
de sus conocimientos en un terreno con
198 101
el que no estoy familiarizado.
--¿No tendría acceso a los cerebros
positónicos?
--Pregúnteselo a sus amigos de la
U.S. Robots. Ellos deben saberlo.
--Vamos a hablar claro. Byerley.
Su profesor inválido es el verdadero
Stephen Byerley. Usted es su
creación robótica. Podemos comprobar-
lo. Fue él quien sufrió un accidente
de automóvil, no usted. Habrá maneras
de comprobar los informes.
--¿De veras? !Hágalo, pues¡ !Mis
mejores deseos¡
--Y podemos registrar la casa lla-
mada "de campo" de su así llamado pro-
fesor y ver qué encontramos en ella.
--Pues... no lo sé, Quinn.
Desgraciadamente para usted, mi así
llamado profesor es un inválido. Su
casa de campo es su lagar de reposo.
En estas circunstancias, sus derechos
como ciudadano responsable son todavía
más fuertes. No conseguirá usted una
orden de registro de su casa sin de-
mostrar una causa justificada. Sin
embargo, seré el último en intentar
677I99
impedirle que lo intente.
Hubo una pausa de cierta longitud,
y Quinn se echó adelante, haciendo
desbordar los límites de su rostro de
la placa de visión, de manera que las
líneas de su frente aparecieron con
toda claridad.
--Byerley, ¿por qué sigue usted
adelante? No pude usted ser elegido.
--¿No?
--¿Cree usted conseguirlo? ¿Cree
usted que el hecho de no hacer el me-
nor intento de probar la falsedad de
la acusación de que es un robot, cuan-
do podría hacerlo fácilmente con sólo
infringir una de las tres leyes, no
surte más efecto que convencer a la
gente de que es usted un robot?
--Lo único que veo es que, de
letrado vagamente conocido, pero
siempre como un oscuro abogado metro-
politano, me he convertido ahora en
una figura mundial. Es usted un buen
agente de propaganda.
--Pero es usted un robot.
--Eso dicen, pero no lo prueban.
--Está suficientemente probado para
la elección.
--Entonces descanse..., han ganado.
199 103
--Buenas tardes -dijo Quinn, con
el primer tono de maldad en la voz,
mientras cerraba el visifono.
--Buenas tardes -respondió Byer-
ley, imperturbable, inclinándose ante
la pantalla oscura.
Byerley volvió a traer a su casa a
su "profesor" la semana antes de la
elección. El vehículo aéreo aterrizó
rápidamente en una parte oscura de la
ciudad.
--No te muevas de aquí hasta des-
pués de la elección. -le dijo Byer-
ley-. Será mejor que estés al margen
si las cosas se pusieran feas.
La ronca voz que salió pausadamente
de la torcida boca de John tenía
acentos de preocupación.
--¿Hay peligro de violencia?
--Los Fundamentalestas amenazan
con ella, de manera que supongo la
hay, en sentido teórico. Pero en
realidad espero que no. No tienen un
poder real. No son más que el conti-
nuo factor irritante que al cabo de
cierto tiempo puede producir distur-
677I99
bios. ¿Te importa quedarte aquí? No
quisiera tenerme que preocupar por
ti...
--!Oh, me quedaré¡ ¿Sigues creyen-
do que todo irá bien?
--Estoy seguro de ello. ¿Nadie te
ha molestado, allí?
--Nadie.
--¿Y por tu parte, todo fue bien?
--Bastante bien. No habrá dificul-
tades por este lado.
--Entonces, ten cuidado y observa
el televisor mañana, John -añadió
Byerley, estrechando la contorsionada
mano que tenía en las suya.
La frente de Lenton era una colec-
ción de arrugas en supenso. Desem-
peñaba el poco agradable cargo de
agente de la campaña electoral de B-
yerley, una compaña que no era una
campaña, por cuenta de una persona que
se negaba a revelar su estrategia y a
aceptar la de su agente.
--!No puedes¡ -Era su frase favo-
rita. Había llegado a ser su única
frase-. !Te dito, Steve, que no
puedes¡
Se detuvo delante del fiscal, que
200 105
estaba entretenido hojeando el texto
de su discurso.
--Deja esto, Steve. Mira, esta
multitud ha sido organizada por los
Fundamentalistas. No tendrás audito-
rio. Lo más fácil es que seas lapida-
do. ¿Por qué tienes que hacer un dis-
curso en público? ¿Qué dificultad hay
en una grabación, una grabación vi-
sual?
--¿?Quieres que gane la elección,
no¿
--!Ganar la elección¡ !No vas a
ganar, Steve¡ Estoy tratando de sal-
varte la vida.
--!Oh, no estoy en peligro¡
--!No estás en peligro¡ !No estás
en peligro¡ -exclamó Lenton produ-
ciendo un sonido áspero con la gargan-
ta-. ?Vas a salir a este balcón de-
lante de cincuenta mil locos idiotas y
hacerles entender la razón... a un
balcón, como un dictador medieval¿
--Dentro de unos cinco minutos
-dijo Byerley, después de haber con-
sultado su reloj-, en cuanto estén
libres las líneas de televisión.
677I99
La respuesta de Lenton no es tra-
ducible.
La muchedumbre llenaba una zona
apartada de la ciudad. Los árboles y
las casas parecían crecer en medio de
la masa humana. Y más allá, el resto
del mundo observaba. Era una elección
puramente local, pero a pesar de esto,
tenía un público mundial. Byerley se
daba cuenta y sonreía.
Pero no había de qué sonreír, en
cuanto a la muchedumbre. Había bande-
ras y letreros, injuriando y atacando
en todas las formas posibles su su-
puesto robotismo. La hostilidad de
aquella actitud iba creciendo en la
atmófera de una manera tangible.
Desde el principio, el discurso fue
un fracaso. Competía con los aullidos
de la muchedumbre y los rítmicos gri-
tos de los grupos de Fundamentalistas
que formaban islas humanas entre la
multidud. Byerley hablaba lentamente,
sin emoción
Dentro, Lenton se mesaba el cabe-
llo, gruñía... y esperaba que corriese
la sangre.
201 107
Se produjo un movimiento arremoli-
nado en las primeras filas. Un ciuda-
dano de rostro anguloso, con los ojos
salientes y ropas demasiado cortas
para sus alargados miembros, se abría
paso hacia adelante. Un policía se
precipitó hacia él, tratando de dete-
nerlo, pero Byerley lo apartó con un
gesto.
El hombre delgado estaba debajo
mismo del balcón. Sus palabras se
perdían entre el ruido, sin ser oídas,
Byerley se inclinó sobre la barandi-
lla.
--?Qué dices¿ Si quieres hacer una
pregunta justificada, la contestaré.
-Se volvió hacia uno de los guar-
dias-. Haz subir a este hombre.
Hubo una gran expectación entre la
muchedumbre. Gritos de: "!Callarse¡"
estallaron en varios sitios y el cla-
mor se fue desvaneciendo. El hombre
delgado, de rostro escarlata, estaba
delante de Byerley.
--?Tiene alguna pregunta que hacer¿
El hombre delgado se quedó mirándo-
lo y con voz estridente, dijo:
677I99
--!Pégame¡
Con súbita energía dobló la cabeza
ofreciendo el mentón.
--!Pégame¡ Dices que no eres un
robot. !Pruébalo¡ !No puedes pegar a
un ser humano... monstruo¡
Hubo un profundo silencio de expec-
tación. La voz de Byerley dijo:
--No tengo ningún motivo para pe-
garte.
--!No puedes pegarme¡ -gritó el
hombre-. !No quieres pegarme¡ !No
eres humano¡ !Eres un monstruo¡ !Un
falso hombre¡
Y entonces Stephen Byerley apre-
tando los labios, delante de los miles
de personas que lo veían personalmente
y los otros miles que lo seguían en
las pantallas, cerró el puño y alcanzó
al hombre en la barbilla. El retador
se desplomó, sin otra expresión que la
de una profunda sorpresa.
--Lo siento -dijo Byerley-. Lle-
váoslo y ved que sea bien tratado.
Quiero hablar con él cuando haya ter-
minado.
Y cuando la doctora Susan Calvin,
desde su sitio reservado, se dirigió a
su automóvil y se dispuso a arrancar,
202 109
sólo un reportero había vuelto sufi-
cientemente en sí de la sorpresa para
correr tras ella y dirigirle una pre-
gunta que no fue oída.
--!Es humano¡ -gritó Susan Calvin
volviendo la cabeza.
Fue suficiente. El reportero dio
media vuelta y echó a correr. El res-
to del discurso pudo calificarse de
"pronunciado , pero no oído".
La doctora Calvin y Stephen B-
yerley volvieron a reunirse una semana
después de haber prestado el segundo
juramento como alcalde. Era ya tarde,
más de medianoche.
--No parece usted cansado -dijo la
doctora.
--Puedo aguantar todavía -dijo el
recien elegido-. No se lo diga a
Quinn.
--No se lo diré. Pero puesto que
menciona usted su nombre, era intere-
sante la historia de Quinn. Es una
lástima haberla estropeado. Supongo
que conoce usted su teoría...
--Parte de ella.
677I99
--Es altamente dramática. Stephen
Byerley era un joven abogado, un elo-
cuente orador, un gran idealista... y
con un cierto olfato para la biofí-
sica. ?Se interesa usted por la robó-
tica, Mr. Byerley¿
--Sólo bajo el aspecto legal.
--Este era Stephen Byerley. Pero
ocurrió un accidente. La mujer de
Byerley murió; lo que le ocurrió a él
fue peor todavía. Se quedó sin pier-
nas, sin rostro, sin voz. Parte de su
mentalidad quedó alterada. No se so-
metió a la cirugía estética. Se reti-
ró del mundo, perdida su carrera le-
gal..., sólo le quedaron las manos y
la inteligencia. De una u otra forma
consiguió obtener un cerebro positó-
nico, incluso uno complejo, dotado de
una gran capacidad de formular juicio
sobre problemas éticos, que es la más
alta función robótica hasta ahora de-
sarrollada. Formó un cuerpo a su
alrededor. Lo entrenó a ser todo lo
que hubiera sido y no podía ser ya.
Lo mandó al mundo como Stephen B-
yerley, permaneciendo él como el viejo
paralítico profesor que jamás nadie ha
visto...
203 111
--Desgraciadamente -dijo el electo-
estropeé todo esto por haber pegado a
aquel hombre. Los periódicos dicen
que el veredicto oficial que dio usted
en aquella ocasión fue el de que era
humano.
--?Cómo ocurrió¿ ?Le importa de-
círmelo¿ No pudo ser casual...
--No lo fue del todo. Quinn lo
hizo casi todo. Mis hombres comenza-
ron a propalar la versión de que no
había pegado nunca a un hombre, que
era incapaz de pegar a un hombre; de
que no hacerlo bajo la provocación
sería la prueba fehaciente de que era
un robot. Y entonces arreglé aquel
estúpido discurso en público, con toda
clase de publicidad, y, casi inevita-
blemente, hubo quien picó. Esencial-
mente, es lo que yo llamo un burdo
truco. Un truco en el que la atmósfe-
ra artificial que se ha creado lo hace
todo. Desde luego, los efectos emoti-
vos hicieron mi elección segura, tal
como estaba previsto.
--Veo que invade usted mi campo
-dijo la doctora en robopsicología-,
677I99
como coresponde a todo político, su-
pongo. Pero siento mucho que haya
ocurrido así. Me gustan los robots.
Me gustan mucho más que los seres
humanos. Si fuese posible crear un
robot capaz de ser funcionario civil,
creo que haríamos un gran bien. Por
las Leyes de la Robótica sería inca-
paz de dañar un ser humano, incapaz de
tiranía, de corrupción, de estupidez,
de prejuicio. Y una vez hubiese ser-
vido durante un periódo prudencial,
dimitiría, aunque fuese inmoral, por-
que sería incapaz de perjudicar a los
seres humanos haciéndoles saber que
habían sido gobernados por un robot.
Sería el ideal.
--Salvo que un robot puede fallar,
debido a la inherente inadaptación de
su cerebro. El cerebro positónico no
tiene nunca la complejidad del cerebro
humano.
--Tendría consejeros. Ni aun un
cerebro humano es capaz de gobernar
sin ayuda.
Byerley miró a Susan Calvin con
grave interés.
--?Por qué sonríe usted, doctora
Calvin¿
203 113
--Sonrió porque Quinn no pensó en
todo.
--?Quiere usted decir que esta his-
toria hubiera podido ir más lejos¿
--Sólo un poco. Durante los tres
meses anteriores a la elección, aquel
Stephen Byerley de que habla míster
Quinn, aquel hombre destrozado, esta-
ba en el campo por alguna razón miste-
riosa. Regresó a tiempo para su famo-
so discurso. Y después de todo, lo
que aquel viejo parlítico hizo una vez
podía hacerlo dos, particularmente
siendo la segunda mucho más fácil,
comparada con la primera.
--No acabo de entenderlo...
La doctora Calvin se levantó y se
alisó el traje. Se disponía, eviden-
temente a marcharse.
--Quiero decir que hay sólo un caso
en el que un robot puede pegar a un
ser humano sin quebrantar la Primera
Ley. Sólo uno.
--?Y es...¿
Susan Calvin estaba en la puerta.
Pausadamente dijo:
--Cuando el ser humano a quien debe
677I99
pegar es otro robot.
Su rostros se iluminó con una ancha
sonrisa.
--Adiós, Mr. Byerley. Espero
votar por usted dentro de cinco
años... como organizador.
--Tengo que responder que me parece
una idea un poco remota... -dijo él,
sonriendo, mientras se cerraba la
puerta detrás de Susan Calvin.
Me quedé mirándola con una especie
de horro.
--?Es verdad eso¿
--Enteramente.
--?Y el gran Byerley era simple-
mente un robot¿
--No hubo manera de averiguarlo.
Creo que lo era. Pero cundo decidió
morir, se atomizó a sí mismo, de mane-
ra que no hubo nunca la prueba legal.
Por otra parte..., ?qué mas da¿
--Pues...
--Guarda usted un prejuicio contra
los robots, completamente irrazonable.
Fue un excelente alcalde. Cinco años
después fue elegido Organizador
Regional. Y cuando la Región de
204 115
Tierra formó su Federación en 2044,
fue nombrado Primer Organizador.
Pero por aquel tiempo eran las má-
quinas las que gobernaban al mundo...
--Sí, pero...
--!Nada de "peros"¡ Las Máquinas
son robots y gobiernan al mundo, Hace
sólo cinco años que descubrí toda la
verdad. Era en 2052; Byerley ejer-
cía su segundo período como Organiza-
dor mundial...
677I99
9
El conflicto inevitable
El Organizador tenía en su estudio
privado una curiosisdad medieval, una
chimenea. Desde luego, el hombre mi-
dieval seguramente no la hubiera reco-
nocido, ya que no tenía un sigificado
funcional. La inmóvil y ondulante
llama se encontraba aislada en un re-
cinto, detrás de un transparente cuar-
zo.
Los troncos de leña se quemaban a
larga distancia mediante una ligera
desviación de los rayos de energía que
alimentaban los edificios públicos de
la ciudad. El mismo botón que prendía
fuego a los troncos vaciaba primero
las cenizas de los anteriores y permi-
tía la entrada de la nueva leña. Era
una chimenea perfectamente domestica-
da, como puede verse.
Pero el fuego era real. Podía oír-
sele crujir y se veía cómo las llamas
lamían el alambre bajo la corriente de
206 117
aire que lo alimentaba.
El enrojecido vaso del Ordenador
reflejaba en miniatura las discretas
cabriolas de las llamas, y, en más
miniatura aún, también sus reflexivas
pupilas.
Y las reflexivas pupilas de su
huéspeda, la doctora Susan Calvin,
de la U.S. Robots / Mechanical
Men Corporation.
--No la he convacado a usted aquí,
doctora Calvin, únicamente por razo-
nes sociales.
--No lo he pensado nunca, Stephen.
--Y no obstante, no sé cómo expo-
nerle el problema. Por una parte,
puede no tener importancia, por otra,
puede ser el fin de la Humanidad.
--Me he encontrado con muchos pro-
blemas que ofrecían el mismo dilema,
Stephen. Creo que todos los proble-
mas son así.
--?De veras¿... Entonces, a ver
qué le parece éste. La producción
mundial de acero tiene un excedente de
viente mil toneladas o más. El Canal
de Méjico hubiera debido estar termi-
677I99
nado hace dos meses. Las minas de
Almadén han experimentado una baja de
producción desde la última primavera,
mientras las compañías hidráulicas de
Tientsin están despidiendo gente.
Éstos son los hechos que se me acuden
de momento. Pero hay más.
--?Son puntos graves¿ No soy lo
suficientemente economista para juzgar
sobre las terribles consecuencias de
todo esto.
--En sí mismo, no. Se podrían man-
dar técnicos en minerología si la si-
tuación de Almadén empeorara. Si hay
demasiados ingenieros hidráulicos en
Tientsin, pueden ser enviados a Java
o Ceilán. Veinte mil toneladas de
acero no cubrirán más alla de algunos
días de demanda mundial, los dos meses
de retraso y la apertura del Canal de
Méjico es de escasa importancia. Son
las Máquinas lo que me preocupa; he
hablado ya de ellas con su Doctor de
Investigaciones.
--?Con Vicent Silver¿ No me ha
dicho nada de todo esto...
--Le pedí que no hablase con nadie.
Por lo visto me ha obedecido.
--?Y qué le dijo¿
207 119
--Vamos a proceder por orden.
Quiero hablar de las Máquinas prime-
ro. Y quiero hablar de ellas con
usted porque es usted la única en el
mundo que entiende lo suficiente en
robots para ayudarme. ?Puedo sentirme
filosófo¿
--Por esta tarde, Stephen, puede
usted sentirse lo que quiera y como
quiera, con tal de que me diga usted
primero qué pretende demostrar.
--Que este pequeño desequilibrio en
la perfección de nuestro sistema de
oferta y demanda, tal como lo he men-
cionado, puede ser el primer paso ha-
cia la guerra final.
--!Humm¡... Siga.
Susan no se permitió arrellanarse
en su sillón, a pesar de lo cómodo que
era. La frialdad en su mirada, de sus
labios y de su rostro se había acen-
tuado con los años. Y a pesar de que
Stephen Byerley era un hombre en
quien podía confiar enteramente, tenía
casi setenta años y los hábitos de una
vida no se olvidan tan fácilmente.
--Cada período del desarrollo huma-
677I99
no, Susan, tiene su tipo particular
de conflicto, sus problemas distintos
que, aparentemente sólo pueden resol-
verse por la fuerza. Y jamás, por
decepcionante que esto sea, la fuerza
resuelve el problema. En su lugar,
éste persiste a través de una serie de
conflictos y se desvanece por sí so-
lo..., ?cómo dice la frase¿..., no con
un estallido, sino con su susurro, a
medida que el ambiente económico y
social cambia. Y entonces, nuevo pro-
blema y nueva serie de guerras. Un
ciclo, al parecer, sin fin.
>Consideremos los tiempos relativa-
mente modernos. Hubo las guerras di-
násticas de los siglos dieciséis y
diecisiete, cuando los problemas más
importantes de Europa eran si los
Habsburgo, los Valois o los Borbo-
nes tenían que gobernar el continente.
Era uno de estos conflictos inevita-
bles, porque Europa no podía eviden-
temente existir en dos.
>Salvo que fue así, y ninguna gue-
rra barrió a unos para establecer a
los otros, hasta que se creó una nueva
atmósfera social en Francia en 1789,
al derrocar a los Borbones primero y
208 121
después a los Habsburgo, arrastrándo-
los en la polvorienta caída al incine-
rador histórico.
>Y durante aquellos siglos hubo
también las bárbaras guerras de reli-
gión, que resolvieron la importante
cuestión de si Europa tenía que ser
católica o protestante. Mitad y mitad
no podía ser. Era "inevitable" que la
espada decidiese. Salvo que no deci-
dió. En Inglaterra iba creciendo un
nuevo industrialismo y en el Conti-
nente un nuevo nacionalismo. Europa
sigue siendo mitad y mitad y a nadie
le preocupa esto mucho.
>Durante los siglo diecinueve y
veinte hubo un ciclo de guerras na-
cionalimperialistas, cuando el proble-
ma más importante del mundo era saber
qué porciones de Europa controlarían
los recursos económicos y la capacidad
de consumo de otras porciones no-euro-
peas. Las regiones no-europeas no
podían, por lo visto, existir siendo
en parte inglesas, en parte francesas,
en parte alemanas y así sucesivamente.
Hasta que las fuerzas del nacionalis-
677I99
mo se extendieron lo suficiente y la
no-Europa terminó lo que las guerras
no habían conseguido terminar, y deci-
dió que podía perfectamente subsistir
íntegramente no-europeas.
>Y así tenemos una estructura...
--Sí, Stephen, lo explica muy cla-
ro -dijo Susan Calvin-. No son
observaciones muy profundas.
--No, pero lo evidente es en muchos
casos lo más difícil de ver. La gente
dice, "es tan claro como mi nariz",
pero, ?qué porción de nuestra nariz
podemos ver, a menos que nos den un
espejo¿ Durante el siglo veinte,
Susan comenzamos un nuevo ciclo de
guerras..., ?cómo las llamaremos¿
?Guerras ideológicas¿ ?Las emociones
de la religión aplicadas a los siste-
mas económicos, en lugar de los extra-
naturales¿ De nuevo las guerras eran
"inevitables" y entonces se disponía
de armas atómicas, de manera que la
humanidad no podía vivir ya por más
tiempo en el tormento del inevitable
derroche de la inevitabilidad. Y vi-
nieron los robot positónicos....
>Vinieron a tiempo, y con ellos el
viaje interplanetario. De manera que
209 123
ya no pareció tan importante que el
mundo fuese Adam Smith o Carlos
Marx. Ninguno de lo dos tenía gran
influencia en las nuevas circunstan-
cias. Ambos tenían que adaptarse y
terminaron casi en el mismo lugar.
--Un "Deus ex machina", entonces,
en doble sentido -dijo Susan Calvin.
--No le había oído nunca hacer
juegos de palabras, Susan, pero es
exacto. Y no obstante, había otro
peligro. El final de un problema no
había hecho más que dar nacimiento a
otro. Nuestro nuevo mundo universal
de economía robótica puede plantear un
nuevo problema, y por esta razón tene-
mos las Máquinas. La economía mun-
dial es estable, y permanecerá esta-
ble, porque está basada en las deci-
siones de las máquinas calculadoras,
que llevan el bien de la Humanidad en
su corazón a través de la avasalladora
fuerza de la Priemra Ley robótica.
>Y aunque las Máquinas no son sino
el más vasto conglomerado de circuitos
calculadores jamás inventado -prosi-
guió Stephen Byerley-, siguen siendo
677I99
robots en el sentido de la Primera
Ley, y así nuestra economía terrestre
está de acuerdo con los mejores inte-
reses del hombre. La población de la
Tierra sabe que no habrá paro obrero,
ni superproducción ni falta de produc-
ción. Destrucción y hambre son pala-
bras de los libros de historia. Y
así, la cuestión de la propiedad de
los medios de producción es un proble-
ma anticuado. Quienquiera que los
poseyese (si es que esta frase tiene
algún sentido), un hombre, un grupo,
una nación, o toda la Humanidad, sólo
podrían utilizarse como las Máquinas
dicten. No porque los hombres vinie-
sen obligado a ello, sino porque sería
el camino más corto y lo saben. Esto
pone fin a las guerras..., no sólo al
último ciclo de guerras, sino al pró-
ximo y a todos ellos. A menos que...
Hubo una pausa y Susan lo alentó a
proseguir repitiendo...
--?A menos qué...¿
El fuego fue extinguiéndose en un
troco de leña y se apagó.
--A menos -dijo el Ordenador- que
las Máquinas no cumplan con su fun-
ción.
210 125
--Comprendo. Y aquí es donde apa-
recen estos pequeños desequilibrios
que ha mencionado usted hace un momen-
to..., el acero, las instalaciones
hidráulicas, etc.
--Exacto. Estos errores no debe-
rían existir. El doctor Silver me ha
dicho que no "podían" ser.
--?Niega los hechos¿ !Qué extraño¡
--No, admite los hechos, desde
luego. Soy injusto con él. Lo que
niega es que ningún error en la má-
quina sea responsable de los llamados
(es su frase) "errores en las respues-
tas". Pretende que las máquinas se
corrigen por sí mismas y que sería
violar las leyes fundamentales de la
naturaleza que existiese un error en
los círculos de conexión. Y así, le
dije...
--Y así, le dijo: "Que sus hombres
lo comprueben y se aseguren de ello,
de todos modos...".
--Susan, lee usted mi pensamiento.
Esto fue lo que dije y me contestó
que no podía.
--?Demasiado ocupado¿
677I99
--No, dijo que ningún ser humando
podía. Lo dijo francamente. Me dijo,
y espero haberlo comprendido debida-
mente, que las Máquinas son una gi-
gantesca extrapolación... Un equipo
de matemáticos trabaja varios años
calculando un cerebro positónico
equipado para realizar ciertos actos
similares de cálculo. Ultilizando
este cerebro hacen nuecos cálculos
para crear un nuevo cerebro más
complicado aún, y así sucesicamente.
Según Silver, lo que llamamos
Máquinas son el resultado de diez de
estos progresos.
--Sí..., me parece claro. Afortu-
nadamente, no soy matemática. !Pobre
Vicent¡... Es muy joven. Los direc-
tores que le precedieron, Alfred
Lanning y Peter Bogert, han muerto
y no tenían estos problemas. Ni yo
tampoco. Quizá todos los técnicos en
robótica moriremos ahora, puesto que
no podemos comprender nuestras propias
creaciones.
--Aparentemente, no. Las Máquinas
no son supercerebros, en el sentido de
los suplementos periodísticos de los
domingos, pese a que nos los describen
211 127
así. Es meramente que en la actividad
consistente en reunir y analizar un
número casi infinito de datos y sus
relaciones en un espacio de tiempo
casi infinitesimal, han progresado
hasta más allá de la posibilidad de un
control humano detallado.
>Y entonces intenté otra cosa. Le
pregunté a la Máquina. En el más
estrico secreto alimenté la máquina
con los datos originales relaiconados
con la producción del acero, su propia
respuesta y su actual desarrollo desde
entonces..., es decir, la superproduc-
ción, y le pedí una explicación de la
discrepancia.
--Bien, ?y cuál fue la respuesta¿
--Puedo citársela a usted palabra
por palabra: "El asunto no admite
explicación".
--?Y cómo interpretó Vicent esto¿
--De dos formas. O no le habíamos
dado a la Máquina datos suficientes
para permitirle contestar exactamente,
lo cual no es probable, el doctor
Silver está de acuerdo con ello, o
bien a la Máquina le es imposible
677I99
reconocer que puede dar una respuesta
a unos datos que implican un posible
daño a un ser humano. Esto, desde
luego, es una consecuencia de la Pri-
mera Ley. Y entonces el doctor Sil-
ver me recomendó que la viese a usted.
Susan Calvin parecía muy cansada.
--Soy ya vieja, Stephen. Cuando
murió Peter Bogert quisieron hacerme
directora de investigaciones y rehusé.
Entonces ya no era joven y no quise
asumir responsabilidad. Nombranron a
Silver y esto me satisfacía; pero de
qué habrá valido, si me meten en estos
líos...
>Stephen, déjeme que le exponga mi
situación. Mis investigaciones inclu-
yen desde luego la interpretación de
la conducta del robot bajo el aspecto
de las Tres Leyes robóticas. Aquí,
sin embargo, tenemos unas máquinas
calculadoras increíbles. Son cerebros
positónicos y por consiguiente obede-
cen las Tres Leyes. Pero carecen de
personalidad; es decir, sus funciones
son sumamente limitadas... Tiene que
ser así, puesto que están especializa-
das en este sentido. Por consiguien-
te, hay muy poco margen para la reac-
212 129
ción a las Leyes, y mi método de ata-
que es virtualmente inútil. En una
palabra, no creo poderlo ayudar, S-
tephen.
El Ordenador se echó a reír.
--A pesar de todo déjeme que le
diga el rsto. Déjeme que le explique
"mis" teorías, y quizá entonces pueda
usted decirme si son posibles a la luz
de la robopsicología.
--Con mucho gusto. Siga adelante.
--Bien; puesto que las máquinas dan
una respuesta errónea, partiendo de la
base de que no pueden cometer error,
sólo existe una posibilidad. !"Se les
dieron unos datos erróneos"¡ En otras
palabras, la perturbación es humana,
no robótica. Así es que, al efectuar
mi reciente gira de inspección
interplanetaria...
--?De la que acaba usted de regre-
sar a Nueva York¿
--Sí; era necesario, comprenda,
puesto que hay cuatro Máquinas, cada
una de las cuales controla una región
Planetaria. !"Y las cuatro están
dando resultados imperfectos"¡
677I99
--!Oh, esto es natural, Stephen¡
Si una de las Máquinas es imperfec-
ta, tiene que reflejar automáticamente
en el resultado de las otras tres,
puesto que cada una de ellas asumirá
su parte de los datos sobre los cuales
basan sus decisiones, la perfección de
la cuarta imperfecta. Con una falsa
supusición, tienen que dar falsas res-
puestas.
--!Eh, eh¡... Eso me parece. Aho-
ra bien, aquí tengo el resultado de
mis conversaciones con cada uno de los
cuatro Viceordenadores regioneles.
?Quiere usted que los estudiemos jun-
tos¿ !Ah¡... Primero, ?ha oído usted
hablar de la "Sociedad Humanitaria!¿
--?Eh¿... Sí. Son una consecuen-
cia de los Fundamentalistas, que
impidieron a la U.S. Robots emplear
cerebros positónicos por el principio
de competencia obrera desleal y todo
lo demás. ?La "Sociedad Humanita-
ria" es antimáquinas, verdad¿
--Sí, pero... En fin, ya verá.
?Empezamomos¿ Empezaremos por la
Región Oriental?
--Como usted diga...
213 131
Región Oriental:
a) Superficie: 23.500.000 kilómetros
cuadrados.
b) Población: 1.700.000.000 de habi-
tantes.
c) Capital: Shanghai.
El bisabuelo de Ching Hso-lin
murió durante la invasión japonesa de
la vieja República de China y no
hubo nadie, aparte sus desconsolados
hijos, para llorar su pérdida y ni
siquiera saber qué se había perdido.
El abuelo de Ching Hso-lin sobrevi-
vió a la guerra civil, pero no había
nadie más que su abnegado hijo para
saberlo o importarle.
Y no obstante, Ching Hso-lin era
el Veciordenador Regional, con el
bienestar económico de la mitad de la
población de la Tierra a su cuidado.
Quizá era con esto en la cabeza que
Ching tenía dos mapas como único
adorno permanente en las paredes de su
despacho. Uno de ellos era un vuejo
mapa chino que abarcaba una superficie
677I99
de un acre o dos y ostentaba todavía
los anticuados caracteres pictográfi-
cos de la vieja China. Un arroyo
cruzaba por entre los dibujos borrosos
y en el borde del mapa se veían algu-
nas cabañas, en una de las cuales ha-
bía nacido el abuelo de Ching.
El otro mapa era de grandes dimen-
siones, finamente delineado, con todas
las indicaciones en netos caracteres
cirílicos. La roja frontera que deli-
mitaba las Regiones Orientales
comprendía dentro de sus vastos confi-
nes todo lo que un día había sido
China, India, Birmania, Indochina
e Indonesia. En el mapa, en el inte-
rior de la provincia de Sechuán, di-
minuta y tenue hasta el punto que na-
die podía verla, había una señal que
indicaba el lugar donde estaba situada
la atávica granja de los Ching.
Ching estaba de pie delante de
estos dos mapas, mientras hablaba con
Stephen Byerley en correcto inglés.
--Nadie sabe mejor que tú, míster
Ordenador, que mi cargo, bajo muchos
conceptos, es una prebenda. Da una
cierta categoría social, y represento
el punto focal de la administración,
214 133
pero para todo lo demás..., ¡hay la
Máquina! La Máquina hace todo el
trabajo. ¿Qué te parecen, por
ejemplo, las obras hidráulicas de
Tientsin?
--¡Tremendas! -dijo Byerley.
--Son sólo una de ellas y no las
mayores. Están extensamente espar-
ciadas por Shanghai, Calcuta,
Bangkok..., y solucionan la alimenta-
ción de los mil setecientos millones
de habitantes del Oriente.
--Y sin embargo -respondió Byer-
ley- tenéis un problema de paro en
Tientsin. ¿Hay acaso una superpro-
ducción? Es inconcebible que Asia
sufra de un exceso de comida.
Los ojos de Ching se entornaron
hasta ser casi invisible.
--No. No hemos llegado a esto,
todavía. Es cierto que durante estos
últimos meses se han cerrado varias
albercas en tientsin, pero la si-
tuación no es grave. Los hombres han
sido despedidos sólo temporalmente y
los que no les importa trabajar en
otros campos han sido embarcados por
677I99
Colombo, en Ceilán, donde se está
implantando una nueva organización.
--¿Y por qué tienen que cerrarse
las albercas?
--Veo que no entiendes gran cosa en
hidráulica -dijo Ching, sonriendo
gentilmente-. Bien, no me sorprende.
Tú eres del Norte y allí el cultivo
del suelo rinde todavía grandes prove-
chos. En el Norte es elegante consi-
derar la hidráulica, cuando se consi-
dera algo, como un sistema de cultivar
tulipanes en una solución química, de
una manera infinitamente complicada.
>En primer lugar, la cosecha más
considerable que tenemos desde hace
mucho tiempo (y el porcentaje sigue
creciendo) es el lúpulo. Tenemos más
de dos mil parcelas de lúpulo en pro-
ducción y mensualmente aumentan. Los
abonos químicos básicos de las dife-
rentes clases de lúpulo son nitratos y
fosfatos entre los inorgánicos, con
las proporciones debidas de metal,
añadidos a las partes fraccionales por
millón de borón y molibdeno requerido.
La materia orgánica es principalmente
mixturas de azúcar derivadas de la
hidrólisis de la celulosa, pero, ade-
215 135
más, hay varios factores alimenticios
que deben añadirse.
>Para una industria hidráulica flo-
reciente que pueda alimentar a sete-
cientos millones de hombres, tenemos
que emprender un inmenso programa de
repoblación forestal por todo el Es-
te; tenemos que poseer vastos talleres
de conversión maderera para competir
con las selvas meridionales, y acero,
y sintéticos químicos por encima de
todo.
--¿Para qué, esto último?
--Porque, míster Byerley, estos
campos de lúpulo tienen cada uno de
ellos sus propiedades particulares.
Hemos dado desarrollo, como he dicho,
a dos mil parcelas. El bisté que has
creído comer hoy era lúpulo. Las fru-
tas congeladas que has tomado de
postre era lúpulo helado. Hemos
extraído jugo de lúpulo con el sabor,
aspecto y valor alimenticio de la
leche.
>Es el sabor, más que nada,
comprende, lo que presta su atractivo
a la alimentación a base de lúpulo, y
677I99
en busca de este sabor hemos instalado
parcelas artificiales fertilizadas que
no pueden mantenerse por más tiempo
con una dieta básica de sal y azúcar.
Una necesita biotina; otra, ácido
pteroiglutámico; otras aun, diferentes
ácidos amínicos, así como todas las
vitaminas B menos una (y aun así es
popular y no podemos, con un poco de
sentido económico, abandonarlo).
--¿Con qué propósito me dices todo
esto?
--Me has preguntado, míster, por
qué los hombres están sin trabajo en
Tientsin. Tengo algo más que expli-
carte. No es sólo que necesitemos
estos variados y diversos abonos para
nuestro lúpulo; pero subsiste el
complicado factor del capricho popu-
lar, que pasa con el tiempo; y la po-
sibilidad del desarrollo de nuevas
parcelas con nuevas necesidades y
nueva popularidad. Todo esto tiene
que ser previsto, y la Máquina hace
el trabajo...
--Pero no perfectamente.
--No muy imperfectamente, en vista
de las complicaciones que he menciona-
do. Bien, entonces, algunos miles de
215 137
obreros en Tientsin están sin trabajo
temporalmente. Pero, considera esto:
la cantidad de pérdidas sufridas du-
rante estos últimos años (pérdidas en
términos de defectuosa producción o de
defectuosa demanda) no asciende a una
décima del uno por ciento de nuestra
producción normal. Considero que...
--Y no obstante, durante los prime-
ros años de la Máquina, la cifra era
cerca de una milésima del uno por
ciento.
--Sí, pero durante el decenio últi-
mo en que la Máquina empezó sus ope-
raciones con verdadero ímpetu, hemos
aumentado nuestra industria de lúpulo,
con respecto a la época premáquina,
unas veinte veces. Es de esperar que
las imperfecciones aumenten con las
complicaciones, si bien...
--¿Si bien...?
--Hubo el curioso ejemplo de Rama
Vrasayana.
--¿Qué le ocurrió?
--Vrasayana estaba encargado del
taller de evaporación de la salmuera
para la producción de yodo, sin el
677I99
cual el lúpulo puede vivir, pero los
seres humanos, no. Se vio obligado a
sindicar su taller.
--¿De veras? ¿Y a causa de qué?
--Competencia, créelo o no. En
general, una de las principales fun-
ciones de los análisis de la Máquina
es indicar la distribución más efi-
ciente de nuestras unidades producti-
vas. Es visiblemente un error tener
regiones insuficientemente surtidas de
manera que los gastos de transporte
importan un porcentaje considerable
del gasto total. De manera similar,
es un error tener un área demasiado
servida, de forma que las factorías
tienen que funcionar con capacidades
más bajas o bien competir perjudicial-
mente unas con otras. En el caso de
Vrasayna, se estableció otro taller
en la misma ciudad y con un sistema de
extracción más eficiente.
--¿Y la Máquina lo permitió?
--¡Oh, sin duda! No es sorprenden-
te. El nuevo sitema se está exten-
diendo considerablemente. La sorpresa
fue que la Máquina omitió avisar a
Vrasayna que renovase o cambiase...
Sin embargo, no importa. Vrasayana
216 139
aceptó un cargo de ingeniero en un
nuevo taller, y si su responsabilidad
y sueldo son ahora menores, por lo
menos no sufre. Los obreros encontra-
ron fácilmente trabajo; el antiguo
taller fue convertido en... no sé qué.
Algo útil. Lo confiamos todo a la
Máquina.
--¿Y por otra parte no tienes que-
jas?
--Ninguna.
La Región Tropical:
a) Superficie: 35.000.000 de kilóme-
tros cuadrados.
b) Población: 500.000.000 de habi-
tantes.
c) Capital: Capital City.
El mapa del despacho de Ngoma
estaba muy lejos de tener la neta pre-
cisión del de los dominios de Ching
en Shanghai. Los límites de las
fronteras de la Región Tropical de
Ngoma estaban punteados de oscuro y
se extendían hacia un bello interior
677I99
llamado "selva" y "desierto", y "Aquí
hay elefantes y Toda Clase de Ex-
tañas Bestias".
Había mucho que recorrer, porque en
tierras, la Región Tropical abarcaba
más de dos continentes; toda América
del Sur, norte de Argentina, y toda
Africa al sur del Atlas. Incluía
también América del Norte al sur de
Río Grande e incluso Arabia, e
Irán en Asia. Era el reverso de la
Región Oriental. Donde el hormi-
guero humano del Oriente se apretuja-
ba en un 15% de la Tierra, los
Trópicos desparramaban un 15% de
Humanidad sobre casi la mitad de la
extensión del globo.
A Ngoma, Stephen Byerley le pro-
dujo la impresión de uno de aquellos
inmigrantes de rostro pálido que van
en busca de la obra creadora en el
ambiente suave necesario para el
hombre, y sintió una cierta dosis del
automático desprecio del hombre fuerte
nacido en el duro Trópico por el
infortunado oriundo de más pálidos
soles.
Los Trópicos tenían la ciudad más
nueva del mundo y en su sublime con-
217 141
fianza juvenil recibía únicamente el
nombre de "Capital City". Se exten-
diá espléndida por las fértiles tie-
rras altas de Nigeria, y al pie de
las ventanas de Ngoma, más abajo,
había vida y color, un sol ardiente y
frecuentes chaparrones. El gorjeo de
los pájaros multicolores era estriden-
te y las estrellas parecían puntas de
agujas brillantes en la noche oscura.
Ngoma se echó a reír. Era un
hombre bello, muy negro, alto y de
facciones enérgicas.
--Desde luego -dijo en un inglés
bastante correcto, dando la sensación
de hablar con la boca llena-, el Ca-
nal de Méjico va atrasado. ¡Qué dia-
blos! ¡Un día u otro se terminará de
todos modos, hombre!
--Todo iba bien hasta hace medio
año.
Ngoma dirigió una atenta mirada a
Byerley y sacando un cigarro del bol-
sillo mordió una punta, la escupió y
encendió la otra.
--¿Es esto una investigación odi-
cial, Byerley? ¿De qué se trata?
677I99
--Nada. Nada absolutamente. Entra
dentro de mis funiones de Ordenador
el ser curioso.
--Bien, si es sólo que te aburres y
quieres pasar un rato..., la verdad es
que andamos siempre cortos de mano de
obra. Hay muchos trabajos en curso en
los Trópicos. El Canal es uno de
ellos...
--Pero ¿no ha predicho la Máquina
la cantidad de mano de obra disponible
para el Canal..., sin contar todos
los demás proyectos en curso?
Ngoma se puso una mano en la nuca y
echó al aire unos círculos de humo
azul.
--Era un poco deficiente.
--¿Es a menudo deficiente?
--No más de lo que es de esperar.
No esperamos gran cosa de ella, B-
yerley. Le suministramos los datos.
Tomamos los resultados. Hacemos lo
que dice. Pero es sólo un expediente,
un instrumento para economizar traba-
jo. Podríamos prescindir de ella, si
fuese necesario. Quizá no tan bien.
Quizá no tan rápidamente. Pero el
final sería el mismo.
>Aquí tenemos confianza, Byerley,
218 143
y éste es el secreto. ¡Confianza!
Hemos ocupado nuevas tierras que lle-
naban miles de años esperándonos,
mientras el resto del mundo ha sido
destrozado por las asquerosas expe-
riencias de la Era preatómica. No
tenemos que comer lúpulo como en
Oriente, no tenemos que preocuparnos
de los rancios desperdicios del siglo
pasado, como vosotros los Nórdicos.
>Hemos barrido la mosca tsetsé y el
mosquito anofeles, el pueblo ha visto
que puede vivir al sol y le gusta.
Hemos aclarado las selvas vírgenes y
roturado el suelo; hemos encontrado
carbón y petróleo en campos intactos y
minerales sin cuento.
>Retiraos de aquí. Es lo único que
pedimos al resto del mundo. Retiraos
y dejadnos trabajar.
--Pero el Canal -interrumpió B-
yerley prosaicamente- hace seis meses
que hubiera debido estar terminado.
¿Qué ha ocurrido?
--Perturbaciones obreras -dijo N-
goma, abriendo las manos. Buscó algo
por entre los papeles que cubrían su
677I99
mesa, pero renunció-. Tenía algo
sobre esto por aquí -murmuró-, pero no
importa. Una vez hubo escasez de mano
de obra en Méjico por una cuestión de
mujeres. No había bastantes mujeres
por allí. Al parecer a nadie se le
ocurrió alimentar la Máquina con da-
tos sexuales.
Hizo una pausa para echarse a reír,
encantado, y prosiguió:
--Espera un momento. Me parece que
ya lo tengo... ¡Villafranca!
--¿Villafranca?
--Francisco Villafranca. Era el
ingeniero encargodo. Ocurrió no sé
qué y hubo un corrimiento de tierras.
Eso es. Eso es. No murió nadie pero
el desorden fue terrible. ¡Un escán-
dalo!
--¡Oh...!
--Hubo un error en sus cálculos. O
por lo menos la Máquina lo dijo así.
Le suministraron datos de Villafran-
ca, suposiciones, y así. El material
con que había empezado. Las respues-
tas fueron diferentes. Parece que las
respuestas que Villafranca utilizó no
tenían en cuenta el efecto de las
fuertes lluvias en las cercanías de la
219 145
brecha. O algo así. No soy inge-
niero, ¿comprendes?...
>En todo caso, Villafranca armó un
lío de mil diablos. Pretendió que la
respuesta de la Máquina había sido
diferente la primera vez. Que había
seguido a la Máquina ciegamente. ¡Y
dimitió! Le ofrecimos mantenerlo...,
la duda era razonable, el trabajo
anterior era satisfactorio, todo aque-
llo que se dice..., en una posición
subordinada, desde luego..., estábamos
obligados..., los errores no pueden
pasar inadvertidos..., es malo para la
disciplina..., ¿Dónde estaba?
--Le ofrecisteis conservarlo.
--¡Ah, sí! Rehusó. Bien, en resu-
men, llevamos dos meses de retraso.
¡No es nada, qué diablos!
Byerley extendió la mano y apoyó
las puntas de los dedos sobre la mesa.
--¿Villafranca le echó las culpas a
la Máquina, verdad?
--Pues... ¿no iba a echárselas a sí
mismo, verdad? Mirémoslo serenamente;
la naturaleza humana es una vieja ami-
ga nuestra. Por otra parte, recuerdo
677I99
algo más ahora... ¿Por qué diablos no
podré encontrar los documentos cuando
los necesito? Mi sistema de archivar
no vale un pepino. Este Villafranca
era miembro de una de vuestras organi-
zaciones nórdicas. Méjico está dema-
siado cerca del Norte. A esto es
debido en parte la perturbación.
--¿De qué organización estás
hablando?
--La Sociedad Humanitaria, la
llaman. Villafranca solía asistir a
una conferencia anual en Nueva York.
Un atajo de chiflados, pero inofensi-
vos. No les gustan las Máquinas;
dicen que destruyen la iniciativa per-
sonal. De manera que, como es natu-
ral, Villafranca echó la culpa a la
Máquina... Yo no acabo de entenderlo
tampoco. ¿Es que en Capital City
parece que la raza humana esté siendo
apartada de la inciciativa?
Y Capital City siguió tendida
bajo el glorioso y dorado sol; la más
joven y moderna creación del "Homo
Metrópolis".
La Región Europea
220 147
a) Superficie: 7.000.000 kilómetros
cuadrados.
b) Población: 300.000.000 de habi-
tantes.
c) Capital: Ginebra.
La Región Europea era una anoma-
lía bajo varios conceptos. En super-
ficie, era con mucho la menor; ni un
quinto de la superficie de la Región
Tropical y ni un quinto de la pobla-
ción de la Región Oriental. Gegrá-
ficamente, tenía cierta semejanza con
la Europa de la era preatómica, ya
que excluía lo que había sido la
Rusia europea e Islas Británicas,
mientras incluía las costas Medite-
rráneas de Africa y Asia y, en un
extraño salto a través del Atlántico,
Argentina, Chile y el Uruguay.
No era tampoco probable que mejora-
se su "status vis-á-vis" de sus demás
regiones de la Tierra, excepto por el
vigor que estas provincias americanas
le prestaban. De todas la Regiones,
era la única que mostró un franco
declive de la población durante el
677I99
medio siglo pasado. Sólo ella había
dejado de extender seriamente sus fa-
cilidades productivas o aportar algo
radicalmente nuevo a la cultura huma-
na.
--Europa -decía madame Szegec-
zowska, en su medio francés-, es esen-
cialmente un apéndice económico de la
Región Nórdica. Lo sabemos, pero no
nos importa.
--Y sin embargo -le hizo ver Byer-
ley-, tienen ustedes una Máquina pro-
pia, y no están seguramente bajo una
presión económica del otro lado del
océano.
--¡Una Máquina! ¡Bah! -encongió
sus delicados hombros y dejó que una
leve sonrisa se filtrase por sus la-
bios mientras encendía un cigarrillo
con sus largos dedos-. Europa es un
lugar soñoliento. Y todos nuestros
hombres que no consiguen emigrar al
trópico están cansados y aburridos de
todo esto. Usted mismo pude ver en
qué consiste la tarea de Viceordena-
dora. En fin, afortunadamente no es
un papel difícil, y no espera gran
cosa de mí. En cuanto a Máquina...,
¿qué sabe decir fuera de "Haz esto y
221 149
será mejo para vosotros"? Pero ¿qué
es lo mejor para nosotros? Pues es
una apéndice económico de la Región
Nórdica...
>¿Y esto es acaso tan terrible? No
hay guerras. Vivimos en paz... y es
agradable después de setecientos años
de guerras. Somos viejos, míester.
En nuestras fronteras tenemos las que
fueron cuna de la viejas civilizacio-
nes. Tenemos Egipto y Mesopotamia;
Creta y Sicilia; Asia Menor y
Grecia. Pero los tiempos antiguos no
son necesariamente unos tiempos infe-
lices. Puede hallasrse fruición...
--Quizá tenga usted razón -dijo
Byerley, afablemente-. Por lo menos
el "tempo" de la vida no es tan inten-
so como en otras regiones. Es una
atmósfera agradable.
--¿Verdad? Van a traer el té, mís-
ter Byerley. ¿Quiere indicarme su
preferencia sobre la leche y el azú-
car?... Gracias.
Tomó un sorbo de té con elegancia;
Después continuó:
--Es agradable. El resto de la
677I99
Tierra se ha convertido en una lucha
continua. Aquí encuentro un paralelo;
un paralelo interesante. Hubo un
tiempo en que Roma era dueña del mun-
do. Había adoptado la dulzura y civi-
lización de Grecia; una Grecia que
no había estado nunca unida; que se
había arruinado en la guerra y estaba
languideciendo en un estado de deca-
dente ruina. Roma la unió, aportó la
paz y le permitió vivir una vida de
seguridad sin gloria. Se ocuó de su
filosofía y de su arte, lejos del
estruendo y de la agitación de la gue-
rra. Era una especie de muerte, pero
de una muerte tranquila con pequeños
intervalos, unos cuatrocientos años.
--Y sin embargo -interrumpió Byer-
ley-, Roma cayó y el sueño de opio
tocó a su fin.
--No había y abárbaros para derrum-
bar la civilización.
--Nosotros podemos ser nuestros
propios bárbaros, Madame Szegec-
zowska. ¡Ah!..., quería hablarle de
una cosa. Las minas de mercurio de
Almadén han disminuido considerable-
mente de producción. ¿El mineral no
debe haberdisminuido más rápidamente
222 151
de lo previsto, supongo?
Loos pequeños ojos grises de la
muchacha se fijaron en Byerley.
--Los bárbaros..., la caída de la
civilización..., el probable fracaso
de la Máquina... El proceso de sus
ideas es muy transparente, monsieur.
--¿Sí? Veo que me hubiera conveni-
do tratar con hombres, como hasta aho-
ra. ¿Considera usted que el asunto de
Almadén es culpa de la Máquina?
--En absoluto, pero me parece que
usted sí lo es. Usted es nativo de la
Región Nórdica. La Oficina
Central de Coordinación está en
Nueva York. Y hace ya tiempo que he
observado que ustedes, los nórdicos,
carecen de fe en la Máquina.
--¿Nosotros?
--Hay una Sociedad Humanitaria
que tiene mucha fuerza en el Norte,
pero no consigue hacer adeptos en la
fatigada y vieja Europa, que sólo
anhela dejar tranquila a la débil
Humanidad. Con toda seguridad, es
usted uno de los confiados nórdicos y
no uno de los cínocos del viejo conti-
677I99
nente.
--¿Tiene esto relación con Alma-
dén?
--¡Oh, sí, creo que sí! Las minas
están bajo el control de la Consoli-
dated Cinnabar, que es con toda cer-
teza una compañía nórdica, con la ofi-
cina central en Nikolaev. Personal-
mente, dudo de que el Consejo de Ad-
ministración haya consulatado para
nada la Máquina. En la conferencia
del mes pasado, dijeron que lo habían
hecho, y desde luego, no tenemos nin-
guna prueba de lo contrario, pero no
me atrevería a dar crédito a un nórdi-
co en este asunto, sin ánimo de ofen-
der, de ningún modo. Sin embargo,
espero que todo acabará bien.
--¿En qué sentido, mi querida mada-
me?
--Debe usted comprender que las
irregularidades económicas de estos
últimos meses -que, aun cuando insig-
nificantes comparadas con las grandes
tormentas del pasado, son sin embargo,
perturbadoras para nuestros espíritus
sedientos de paz-, han causado consi-
derables inquietudes en la provincia
española. Tengo entendido que la
223 153
Consolidated Cinnabar va a vender a
un grupo de españoles. Es consolador.
Si somos vasallos económicos del
Norte, es humillante ver el hecho
proclamado con excesiva ostentación.
Y se puede confiar más en nuestro
pueblo para seguir los consejos de la
Máquina.
--¿Entonces, cree usted que no
habrá más disturbios?
--Estoy seguro de ella... En Al-
madén, por lo menos.
La Región Norte:
a) Superficie: 27.000.000 de kiló-
metros cuadrados.
b) Población: 800.000.000 de habi-
tantes.
c) Capital: Ottawa.
La Región Norte, en más de un
concepto, se llevaba la supremacia.
La cosa quedaba bien de manifiesto en
el mapa del las oficinas del Viceor-
denador de Ottawa, Hiram Mackenzie,
en el cual el Plo Norte ocupaba el
centro. A excepción de Europa con
sus regiones escandinavas e islándi-
677I99
cas, toda la zona americana estaba
incluida en la Región Nórdica.
Vagamente, podía ser dividida en
dos zonas principales. Ala izquierda
del mapa se veía toda América del
Norte por encima de Río Grande. A
la derecha abarcaba todo lo que había
sido un tiempo la Unión Soviética.
Estas dos áreas juntas representaban
el poder central del planeta durante
los primeros años de la Edad Ató-
mica. Entre las dos estaba la Gran
Bretaña, lengua de la región que la-
mía Europa. En todo lo alto del ma-
pa, torcidas en una extraña y contro-
sionada forma, estaban Australia y
Nueva Zelanda, también miembros de
las provincias de la Región.
Todos los cambios sufridos durante
los últimos decenios no habían altera-
do todavía el hecho de que el Norte
era el gobernante económico del plane-
ta.
Había por lo tanto, una especie de
simbolismo ostentosoen el lhecho de
que todos los mapas que Byerley había
visto, sólo el de Mackenzie mostraba
toda la Tierra, como si el Norte no
temiese la competencia ni necesitase
224 155
favoritismo para proclamar su suprema-
cía.
--Imposible -dijo tristemente Mac-
kenzie, levantando su vaso de "w-
hisky"-. Míster byerley, no tiene
usted entrenamiento técnico en robó-
tica, según tengo entendido.
--No, no lo tengo.
--¡Humm!... Bien, es lamentable,
en mi opinión, que ni Ching, ni Ngo-
na ni Szegeczowska lo tengan tampoco.
Prevalece con exceso entre los pue-
blos de la Tierra la opinión de que
un Ordenador tiene que ser meramente
un organizador capaz, de conocimientos
generalizados y una persona amable.
En nuestros días deberían entender en
robótica también..., sin propósito de
ofensa...
--No la hay. Estoy de acuerdo con
usted.
--Tomo, por ejemplo, lo que ha
dicho usted ya; que le preocupan las
recientes pequeñas perturbaciones que
se han producido en la economía mun-
dial. No sé de quién sospecha, pero
ha ocurrido ya en el pasado que el
677I99
pueblo, que debería tener otra opi-
nión, se pregunte qué ocurrirá si se
alimenta la Máquina con falsos datos.
--¿Y qué ocurriría, míster Macken-
zie?
--Pues... -dijo el escocés movién-
dose y suspirando-, todo dato recogido
pasa por un complicado sistema de pan-
tallas que comporta un control a la
vez humano y mecánico, de manera que
el problema no es probable que se sus-
cite. Pero dejemos esto. Los humanos
pueden equivocarse, son corruptibles,
y los dispositivos mecánicos ordina-
rios son susceptibles de fallo mecá-
nico.
"El punto crucial del asunto es que
lo que llamamos un "dato erróneo" es
incompatible con todos los demás datos
conocidos. Es el único criterio que
tenemos de lo exacto y lo inexacto.
Es igualmente el de la Máquina. Or-
dénele, por ejemplo que dirija la
actividad agrícola sobre la base de
una temperatura media en julio, en
Iowa, de 14> C. No lo aceptará.
No dará respuesta. No porque tenga
prejuicio alguno contra esta determi-
nada temperatura ni pueda dejar de
225 157
contestar, sino porque, a la luz de
los demás datos que se le han dado a
través de un cierto número de años,
sabe que las probabilidades de una
temperatura media de 14> C. en
Iowa, en julio, son prácticamente
nulas. Rechaza el dato.
"La unica forma como un "falso da-
to" puede ser insertado en la Máquina
es incluyéndolo como parte de un todo
consistente, pero de una falsedad de-
masiado sutil para que la máquina
pueda destacarlo, o sobre el cual la
Máquina no tenga experiencia. La
primera está más allá de la capacidad
humana, la segunda es casi esto, y va
acercándose cada vez más a ello a me-
dida que la experiencia de la Máquian
aumenta con la segunda.
Stephen Byerley se apretó la nariz
con los dedos.
--¿Entonces la Máquina no puede
ser inducida a error? ¿Cómo explica
usted los que se han cometido recien-
temente, en este caso?
--Mi querido Byerley, veo que si-
gue usted instintivamente el gran
677I99
error de que la Máquina..., lo sabe
todo. Déjeme usted que le cite un
ejemplo de mi experiencia personal.
La industria lgodonera alquila
compradores experimentados que compran
el algodón. Su procedimiento es
arrancar un puñado de algodón de una
de las pacas al azar. Lo miran, lo
tocan, comprueban su resistencia,
escuchan su crujido, se lo llevan a la
lengua, y por este procedimiento de-
terminan la categoría de algodón que
contienen las pacas. Hay una docena
de ellas. Como resultado de su deci-
sión, las compras se hacen a unos de-
terminados precios, las mezclas se
hacen a unas determinadas proporcio-
nes. Ahora bien, estos compradores no
pueden ser substituidos con la
Máquina.
--¿Por qué no? Seguramente los
datos pertinentes no son demasiado
complicados para ella...
--Probablemente no. Pero ¿a qué
dato se refiere used? No hay ningún
químico textil que sepa exactamente
qué es lo que comprueba cuando maneja
un puñado de algodón. Probablemente
la longitud media de la fibra, su tac-
226 159
to, la extensión y naturaleza y de su
viscosidad, la forma como se pegan y
así sucesivamente. Varias docenas de
particularidades, inconscientemente
pesadas, fruto de años de experiencia.
Pero la naturaleza "cuantitativa" de
esta prueba no es conocida; incluso la
verdadera naturaleza de algunas de
ellas, no lo es tampoco. De manera
que no tenemos nada con que alimentar
la Máquina. Así ni los mismos
compradores pueden explicar su juicio.
Sólo pueden decir: "Bien, mírelo.
No se puede decir si es tal o cual
clase".
--Comprendo...
--Hay innumerables casos como éste.
La Máquina no es más que una herra-
mienta, al fin y al cabo, que puede
contribuir al progreso humano encar-
gándose de una parte de los cálculos e
interpretaciones. La tarea del cere-
bro humano sigue siendo la que siempre
ha sido; la de descubrir nuevos datos
para ser analizados e inventar muevas
fórmulas para ser probadas. Es un
lástima que la Sociedad Humanitaria
677I99
no quiera entenderlo así.
--¿Están contra la Máquina?
--Hubieran estado contra las mate-
máticas o contra el arte de escribir
si hubiesen vivido en el tiempo ade-
cuado. Estos reaccionarios de la
Sociedad pretenden que la Máquina
priva al hombre de su alma. He obser-
vado que hombres perfectamente capaces
están todavía llenos de prejuicios en
nuestra sociedad; necesitamos todavía
el hombre que sea suficientemente
inteligente para pensar en las pregun-
tas adecuadas. Quizá si pudiésemos
encontrar un número suficiente de
ellos, estas perturbaciones que le
preocupan, Ordenador, no se produci-
rían.
Tierra (Incluyendo el continente
deshabitado, la Antártida):
a) Superficie: 75.000.000 de kiló-
metros cuadrados (superficie
terrestre).
b) Población: 3.300.000.000 de
habitantes.
c) Capital: Nueva York.
El fuego que relucía detrás del
cuarzo estaba ya moribundo. El Orde-
226 161
nador estaba de humor sombrío, amol-
dándose al fuego.
--Todos disminuyen la gravedad de
la situación -dijo en voz baja-. ¿No
es fácil creer que se han reído de mí?
Y sin embargo... Vicent Silver dice
que la Máquina no puede estropearse y
tengo que creerlo. Hiram Mackenzie
dice que no pueden ser alimentadas con
falsos datos y tengo que creerlo.
Pero las máquinas han funcionado mal
por una u otra causa, y esto tengo que
creerlo también, de manera que... sólo
queda una alternativa.
Miró de soslayo a Susan Calvin
que, con los ojos cerrados, parecía
dormir.
--¿Cuál es? -preguntó sin embargo
al instante.
--Que le han dado los datos correc-
tos y la Máquina ha dado las respues-
tas correctas, pero no han sido
cumplidas. No hay manera de que la
máquina obligue a seguir sus dictados.
--Madame Szegeczowska insinuó algo
parecido, refiriéndose a los nórdicos
en general, me parece. ¿Y qué propó-
677I99
sito se busca desobedeciendo a la
Máquina? Vamos a estudiar los moti-
vos.
--A mí me parece obvio, y debe pa-
recérselo también a usted. Es cues-
tión de sacudir la nave, deliberada-
mente. Mientras la Máquina gobierne,
no puede haber ningún conflicto serio
en la Tierra en el cual un grupo
pueda apoderarse de un mayor poderío
del que tiene por lo que juzga ser su
propio bien, a pesar de perjudicar la
Humanidad como un todo. Si ;a fe
popular en las máquinas pudiese ser
destruida hasta el punto de que fuesen
abandonadas, imperaría de nuevo ;a ley
de la selva. Y no hay ninguna de las
cuatro Regiones que pueda quedar
libre de la sospecha de buscar preci-
samente esto.
"Oriente tiene la mitad de la Hu-
manidad dentro de sus fronteras, y los
Trópicos, más de la mitad de los re-
cursos de la Tierra. Ambos pueden
considerarse como los gobernantes na-
turales de toda la Tierra, y ambos se
sienten humillados por el Norte y es
muy humano buscar un desquite contra
esta implacable humillación. Europa
227 163
tiene una tradición de grandeza, por
otra parte. En otros tiempos gobernó
la Tierra, y no hay nada tan eterna-
mente adhesivo como el recuerdo del
poder.
"Y sin embargo, desde otro punto de
vista, es difícil de creer. Tanto el
Este como los Trópicos están en un
estado de enorme expansión dentro de
sus fronteras. Ambos crecen rápida-
mente. No les pueden quedar energías
para aventuras militares. Y Europa
no puede hacer más que soñar. Es una
cifra, militarmente hablando.
--Así, Stephen -dijo Susan-,
¿deja usted el Norte?
--Sí -respondió Byerley enérgica-
mente-, Sí. El Norte es el más
fuerte, como lo ha sido desde hace un
siglo, o por lo menos sus componentes.
Pero ahora decae, relativamente. Por
primera vez desde los faraones, las
regiones Tropicales pueden ocupar su
lugar al frente de la civilización y
hay nórdicos que lo temen.
--En una palabra, son exactamente
aquellos hombres que, negándose con-
677I99
juntamente a aceptar las decisiones de
la Máquina, pueden, en breve plazo,
volver el mundo boca abajo...; éstos
son los que pertenecen a la Sociedad.
--Susan, todo esto va de consumo.
Cinco de los Directo+es de la World
Steel son miembros de ella, y la
World Steel sufre de una superpro-
ducción. La Consolidated Cinnabar,
que explota las minas de mercurio de
Almadén, era una sociedad Nórdica.
Sus libros están todavía siendo exa-
minados, pero uno, sor lo menos, de
sus hombres, era miembro. Francisco
Villafranca, que retrasó las obras
del Canal de Méjico dos meses, era
miembro, lo sabemos ya, lo mismo que
Rama Vrasayana; no me sorprendió en
absoluto descubrirlo.
--Estos hombres, téngalo usted en
cuenta, lo han estropeado todo...
-dijo susan pausadamente.
--¡Naturalmente! Desobedecer los
análisis de la Máquina es seguir el
sendero del error. Los resultados son
peores de lo que podrían ser. Es el
precio que pagan. De momento lo verán
vagamente, pero en la confusión que
tarde o temprano surgirá...
228 165
--¿Qué proyecta usted hacer, Step-
hen?
--Es evidente que no hay tiempo que
perder. Voy a declarar la Sociedad
fuera de la ley y todos sus miembros
serán destituidos de cualquier cargo
de responsabilidad que ocupen. Y to-
dos ;os puestos ejecutivos con solici-
tantes que firmen un juramento de
no-adhesión a la Sociedad. Esta
representará una cierta infracción a
las libertades cívicas básicas, pero
estoy seguro de que el Congreso...
--¡No servirá de dada!
--¡Eh! ¿Por qué?
--Representaría una predicción. Si
intenta usted una cosa así, encontrará
obstáculos a cada paso. Lo encontrará
imposible de llevar adelante. Verá
usted que cada movimiento en este sen-
tido será origen de perturbaciones.
--¿Por qué dice usted esto? -pre-
guntó Byerley, atónito-. Esperaba,
al contrario, su aprobación en esta
materia...
--No podrá usted conseguirla
mientras sus acciones estén basadas en
677I99
falsas premisas. Admite usted que la
Máquina no puede equivocarse, y no
puede ser alimentada con falsos datos.
Le demostraré que no puede ser deso-
bedecida tampoco, como cree usted que
lo está siendo por la Sociedad.
--Esto... no consigo verlo.
--Pues escuche. Toda acción reali-
zada por un dirigente que no siga las
exactas instrucciones de la Máquina
con la cual trabaja, se convierte en
parte de un dato para el siguiente
problema. La Máquina, por consi-
guiente, sabe que el dirigente tiene
una cierta tendencia a desobedecer.
Puede incorporarse esta tendencia a
los datos, incluso cuantitativamente,
es decir, juzgando exactamente qué
cantidad y en qué dirección la desobe-
diencia se producirá. Sus siguientes
respuestas serán suficientemente elu-
sivas en forma que, después de la de-
sobediencia del jefe, vea sus respues-
tas automáticamente corregidas en la
buena dirección. ¡La Máquina "sabe",
Stephen!
--No puede usted estar segura de
todo esto. Son meras suposiciones.
--S una suposición basada en la
229 167
experiencia de toda una vida entre
robots. Hará usted bien en confiar en
esta suposición, Stephen.
--Pero, en este caso, ¿qué queda?
Las Máquinas están en o+den y las
premisas sobre las cuales trabajan son
correctas. Sobre esto nos hemos pues-
to de acuerdo. Ahora dice usted que
no puede ser desobedecida. Enton-
ces..., ¿qué ocurre?
--Usted mismo se ha contestado.
¡Nada está mal! Piense en las má-
quinas un momento, Stephen. Son ro-
bots y cumplen la Primera Ley. Pero
las máquinas trabajan, no para un solo
individuo, sino para toda la Humani-
dad, de manera que la Primera Ley se
convierte en: "Ninguna Máquina puede
dañar la Humanidad; o, por inacción,
dejar que la Humanidad sufra daño."
"Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué
daña la Humanidad? ¡El desequilibrio
económico, principalmente, cualquiera
que sea la causa! ¿No cree usted?
--Sí, lo creo.
--¿Y qué es lo más probable que
produzca desequilibrios económicos en
677I99
el futuro? Conteste a esto, Stephen.
--Yo diría -respondió Byerley, a
regañadientes-, la destrucción de las
Máquinas. Y así lo digo, y así lo
dirían las Máquinas también. Su pri-
mer cuidado, por consiguiente, es con-
servarse para nosotros. Y así siguen
tranquilamente evitando los únicos
elementos amenazadores que quedan. No
es la Sociedad Humanitaria la que
sacude la nave a fin de que las
Máquinas sean destruidas; sólo ha
visto usted el reverso de la medalla.
Diga más bien que son las Máquinas
las que están sacudiendo la nave...
muy ligeramente... lo suficiente para
liberarse de los pocos que se agarran
a ella con el propósito de que las
Máquinas sean consideradas nocivas
para la Humanidad.
"Así, Vrasayana deja su factoría y
encuentra un empleo donde no puede
hacer daño; no queda seriamente perju-
dicado, no es incapaz de ganarse la
vida, por que la Máquina no puede
dañar un ser humano más que mínimamen-
te, y esto sólo para salvar un mayor
número. La Consolidated Cinnabar
pierde el control de Almadén; Villa-
230 169
franca no es ya el ingeniero civil al
frente de un importante proyecto. Y
los directores de la World Steel
pierden su presa sobre la industria...
o la perderán.
"Pero es imposible que sepa usted
todo esto... -insistió Byerley
distraídamente-. ¿Cómo podemos correr
el riesgo de que no tenga usted razón?
--Deben correrlo. ¿Recuerda usted
la respuesta de la Máquina cuando le
sometió la pregunta? "El caso no
admite explicación". La Máquina no
dijo que no hubiese explicación, ni
que no pudiese determinarla. Dijo
sólo que "no admitía" explicación. En
otras palabras, "sería perjudicial
para la Humanidad tener la explica-
ción de lo ocurrido", y por esto sólo
podemos hacer suposiciones... y seguir
suponiendo.
--Pero, ¿cómo puede la explicación
sernos perjudicial? Supongamos que
tenga usted razón, Susan.
--Pues Stephen, si tengo razón,
significa que la Máquina está condu-
ciendo nuestro futuro no única y
677I99
simplemente como una respuesta directa
a nuestras preguntas directas, sino
como respuesta general a la situación
del mundo y a la psicología humana
como un todo. Y sabe que nos puede
hacer desgraciados y herir nuestro
amor propio. La Máquina no puede, no
"debe", hacernos desgraciados.
"Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo
que consolidará el bien final de la
Humanidad? No tenemos a nuestra dis-
posición los infinitos factores que la
Máquina tiene a la "suya". Quizá,
para darle un ejemplo incierto, toda
nuestra civilización técnica ha creado
más infelicidad y miseria de la que ha
suprimido. Quizá la civilización
agraria o pastoral, con menos cultura
y menos gente, sería mejor. En este
caso, las Máquinas deben orientarse
en esta dirección, preferiblemente sin
decírnoslo, ya que en nuestros igno-
rantes prejuicios sólo sabemos que
aquello a que estamos acostumbrados es
bueno... y lucharemos contra todo cam-
bio. O quizá una urbanización comple-
ta, una sociedad totalmente desprovis-
ta de castas, o una completa anarquía,
sea la respuesta adecuada. No lo sa-
231 171
bemos. Sólo las Máquinas lo saben y
se encaminan hacia ello, llevándonos
consigo.
--Pero está usted diciéndome, Su-
san, que la Sociedad Humanitaria
tiene razón; que la Humanidad ha per-
dido su derecho de voto en el futu-
ro...
--No lo ha tenido jamás, en reali-
dad. Estuvo siempre a la merced de
unas fuerzas económicas y sociológicas
que no entendía, de los caprichos del
clima y de los azares de la guerra.
Ahora las Máquinas las entienden y
nadie puede detenerlas, ya que las
máquinas los dominarían como dominan
;a Sociedad..., poseyendo, como po-
seen, las armas más fuertes a su dis-
posición, el absoluto control de
nuestra economía.
--¡Qué horrible!
--Quizá habría que decir: ¡qué ma-
ravilloso! Piense que en todos los
tiempos los conflictos han sido evita-
bles. ¡Sólo las Máquinas, a partir
de ahora serán inevitables!
Y el fuego se apagó detrás del
677I99
cuarzo y sólo quedó un hilillo de humo
para indicar donde había estado.
* * *
--Y eso es todo -dijo la doctora
Calvin, levantándose-. Lo he vivido
desde el principio, cuando los robots
no podían hablar, hasta el final,
cuando se interpusieron entre la Hu-
manidad y la destrucción. No veré ya
nana más. Usted verá lo que viene
ahora...
No volví a ver a Susan Calvin
nunca más. Murió el mes pasado a la
edad de ochenta y dos años.
Fin del Volumen
y de la Obra
ccccccccccccccccc
173
Indice
ccccccc
Págs.
cccccc
7. ¡La fuga! .................. 5
8. La prueba .................. 58
9. El conflicto inevitable .... 116
::::::::::9o::::::::::
677I99
Yo, Robot - Isaac Asimov.txt
Nota: Para proteger de vírus de computador, os programas de correio de electrónico podem impedir o envio e a recepção de certos tipos de anexos de ficheiros. Verifique as definições de segurança de correio electrónico para determinar como são manipulados os anexos.
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