Julia Alvarez
¡Yo!
Traducción de Dolores Prida
ALFAGU~RA
~) Título original: ¡Yo!
1997, Julia Alvare~
De la traducción: Dolores Prida
De esta edición:
1998, Grupo Santillana de Ediciones, S. A.
Torrelaguna, óO. 28043 Madrid
Teléfono 91 744 90 ~0
Telefax 91744 92 24
¨ Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A.
Beazley 3860. 1437 Buenos Aires
¨ Af~uilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. de C. V.
Avda. Universidad, 767, Col. del Valle,
México, D.F. C. P. 03100
¨ Distribuidora y Editora Aguilar, Altea,
Taurus, Alfaguara, S. A.
Calle 80 n° 10-23
Sarltafé de Bogotá, Colombia
ISBN: 84-204-2991-0
Depósito legai: M. 24.o94-1998
Impreso en España - Printed in Spain
Diseño:
Proyecto de Enric Satué
~) Cubietta: Ftagmento del cuadto Col ~ ión
de Dafne Elvira
Todos los dere~hos reservados.
Es[a publicación no puede ser
reproducida, ni en rodo ni en par~e,
ni regis~rada en o transmitida por,
un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecanico,
fo~oquímico, electrónico, magnérico,
electroóprico, por fotocopia,
o cualquier ocro, sin el permiso previo
por escrito de la edi~oriai.
Para Papi
Los encargados
Revelación ........
La mejor amiga
Motivación ........
La casera
Con~ontación
El estudiante
Variación ... ..
Indice
PROLOGO
Las hermanas
Ficción ................................................................
PRIMERA PARTE
La madre
Testimonio .............................................................
39
58
La prima
Poesfa
La hija de la sirvienta
Informe.........................82
El profesor
Romance.........................107
La desconocida
Epistola .................................
SEGUNDA PARTE
. 140
...............................................159
.........................................183
.............................................209
........................................233
El pretendiente
Desenlace ...................................
TERCERA PARTE
Los invitados a la boda
Perspectiva...............................................
El sereno
Ambientación ........
El tercer marido
Caracterización ..........................
El acosador
Entonación ..................................................................
El padre
Conclusión....................................................................
.. 256
.....289
. 326
348
372
391
Son muchos los que merecen mi más profundo agra-
decimiento, pero especialmente Shannon Ravenely
Bill Eichner por su fey ayuda en este libro; a Susan
Berghol~, mi amiga y ángel de la guarda literario
que protege mi trabajo; a mis colegas deMiddlebury
College, especialmente aquellos que laboran en la
biblioteca, por su ayuda en la búsqueda de respues-
tas a mis preguntas; a aquellos estudiantes--ustedes
saben quiénes son--cuya ayuda editorial en algu-
nas de estas historias fue más allá de comentarios de
taller, que la musa los proteja; a mis amigosy fami-
liares, viejos y nuevos, cuyo carino y apoyo dan ins-
piración a mi viday mi trabajo;y a la Virgencita de
Altagracta, stempre, milgractas.
Unable to recognize this page.
Las hermanas
Ficción
De repente, su cara aparece por todas par-
tes, en una foto publicitaria donde se ve más boni-
ta de lo que es. Voy guiando hacia el centro para
hacer las compras, con los nifios en el asiento tra-
sero, y allí está ella, en ~Aire Fresco", hablando de
nuestra familia como si todos fuéramos personajes
inventados, con los que puede hacer lo que le de
la gana. Estoy furiosa. Doy una vuelta en U, re-
greso a casa y la llamo. Me responde el contesta-
dor con un interminable mensaje que dice que no
puede contestar el teléfono en este momento, pe-
ro que por favor llame a su agente. ¡Qué demonios
voy a llamar a su agente para cantarle las cuarenta!
Llamo a otra de mis hermanas.
--Imagínate, ahora le dio con lo de Pap
en los Montes Laurentinos.
--¡Dios santo! ¿Es que no tiene juicio?
--Lo que tiene es esa cantaleta sobre cómo
el arte y la vida son espejos y cómo hay que escri-
bir sobre lo que se sabe. No podía oírla, me daban
náuseas.
Los niños corretean de un lado a otro, gri-
tando, a sabiendas de que es un día para diabluras
porque su Mamá está enojada con alguien que no es
uno de ellos. Carlitos se accrca y dice: "Mamá, ¿es
verdad que aparezco en el libro de Titi Yoyo? ¿Va
a salir mi retrato en el periódico?~. Y me ruega que
le deje llevar el libro de su tía a la escuela para que a
todos esos cristianitos del tercer grado se les achi-
charren las orejitas con cuentos adulterados sobre
nuestra familia.
--¡No! ¡No puedes llevar ese libro a la es-
cuela!--le contesto alterada. Pero enseguida, más
calmada, porque sus ojos de besitos de chocolate
empiezan a derretirse en lágrimas, le digo--: Es
un libro para mayores.
--Entonces, ¿lo puedo llevar yo?--salta la
que está en octavo grado, que ya empieza a llevar
el pelo todo abultado igual que su tía.
--Ustedes me van a volver loca. Cuand-
vaya a parar a Bellevue--y me detengo porque eso
me suena: es lo que la Mamá, en el libro, siempre
dice--. ¿Estás ahí todavía?--le digo a mi hermana,
que se ha quedado extrañamente silenciosa. Ahora
soy yo quien trata de contener las lágrimas.
--Te digo que si ella se mete con mi vida
personal, la voy a...
--Pero ¿qué podemos hacer? Mami dice
que la va a someter a un pleito.
--Ay, no le hagas caso, eso es uno de sus
dramas. ¿Te acuerdas cuando nos metía en el carro
y nos llevaba al convento de las Carmelitas y nos
amenazaba con dejarnos allí si no nos portábamos
bien? ¿Te acuerdas? ¡Y nosotras arrodilladas en el
carro mientras que todas aquellas Carmelitas, que
se suponía que no debían mostrar las caras, se aso-
maban a las ventanas a ver qué diablos ocurría!
Las dos nos reímos del viejo cuento. No sé
si en realidad nos sentimos mejor de ser personajes
ficticios o si es que todavía disfrutamos de tener
recuerdos que aún no hemos visto relabrados en
letra de imprenta.
Esa noche, después de que los niños están
recogidos en sus habitaciones, hablo con mi espo-
so. Le digo del programa de radio, de la llamada a
mi hermana, de las pataletas públicas de Mami.
--¿Qué vamos a hacer?
--¿Sobre qué?--me dice.
No voy a portarme como nuestra madre y
perder los estribos. Por lo menos, ahora no. "Esta...
esta radiografía--digo, porque de pronto no sé
cómo llamarlo--. No creo que sea buena para los
niños".
Mi esposo mira por encima de su hom-
bro, pretendiendo confirmar que no hay cámaras ni
reporteros escondidos en algún rincón de la casa.
"Creo que estamos muy cómodos aquí", dice. Tiene
una manera elegante y rebuscada de decir las cosas
con su acento alemán que dificulta enojarse con él.
Es como si le gritaras a alguien en una clase de inglés
como segundo idioma que en realidad lo que necesi-
ta es toda la ayuda posible. No sé por qué él provoca
esta tolerancia tierna en mí, cuando yo soy tan extran-
jera como él. "No hay que alterarse tanto. Pronto es-
cribirá otro libro y éste caerá en el olvido", dice.
--Sí. Claro. Hoy estaba en la radio chismo-
seando que si Papi esquió sin camisa en los Mon-
tes Laurentmos con sus amlgultas ~rancocanaalen-
ses. ¡Mami se va a enfurecer!
--Tu Mamá se va a enfurecer de todos mo-
dos--dice impasible... hasta que me ve la cara--,
pero es cierto--añade, con el rabo entre las pier-
nas, rascándose la calva, lo que acostumbra a ha-
cer cuando se pone nervioso y que apaga la mecha
de mi furia. Esta noche no es furia lo que siento.
Me siento más que anonadada de que él diga se-
mejante cosa, aunque sea verdad. Y lo es. Yo sé a
ciencia cierta que antes de que él leyera el libro y
se atragantara de frases como ésa, nunca hubiera
dicho eso por su cuenta. Él antes era más fino. Sien-
to que mi vida va perdiendo la batalla contra la
ficción .
--No voy a permitir que nadie critique a
mi familia--digo con una voz lacrimosa que se
seca antes de que logre exprimir ni una onza de
simpatía de mi marido. Me voy a la cocina a prepa-
rarles el lunch de mañana a los niños y aplacarme
los nervios. No quiero desvelarme y pasar horas en
el sofá leyendo alguna estúpida novela. Siempre me
gustó leer, pero ahora, cada vez que abro un libro,
aunque sea uno escrito por alguien ya muerto, no
puedo dejar de mover la cabeza y pensar: Dios
mío, ¿qué pensaría su familia de este cuento?
Allí estoy, cortando el pan en cuadritos ~ta-
maño sideral~, para hacer bocadillos como le gus-
tan a mi hijo, y los de mi hija sin mayonesa, cuando
suena el teléfono. Es la otra hermana, que se anun-
cia con voz trémula como mi otra ~hermana vícti-
ma de la ficción". A mí no me gustan las etiquetas,
pero mis dos hermanas son psicólogas y cuentan
con recursos de autocontrol. Yo no. Yo exploto.
--Mis compañeros de trabajo me preguntan
que cuál soy yo. ¡Mi terapeuta dice que esto es un
tipo de abuso!--se queda callada un rato--. ¿Qué
estás haciendo? Suena como si le pegaras a algo.
--Preparándoles el lunch a los niños.
Mis hermanas. Las quiero a todas, pero a
veces me desesperan. Para ésta todo es trauma y tris-
teza. Cuando hablo con ella soy superficial con la
esperanza de sacarle una sonrisa. ~Ay, no te preocu-
pes, vamos a salir adelante, tú verás~, le digo. Tal vez
la conversación con mi marido me ha tranquilizado.
--Tú sí--dice apesadumbrada--. Por mi
parte te digo que nunc~ m~s le volvere ~ hablar.
--Vamos, chica--le digo.
--Lo digo en serio. Me alegro que esto
haya pasado cerca de mi cumpleaños. Cuando me
llame, me va a tener que oír.
--Ya lo sé--le digo en vez de recordarle que
si no le va a hablar más a su hermana, no puede
darle la descarga--. Bueno, y ¿cómo te va?--pre-
gunto con voz alegre, a ver si logro que hable de
cosas más agradables. ¿Por qué será que con mis her-
manas siempre me siento que yo soy la terapeuta?
--Bueno, pues... hay algo más. Pero me tie-
nes que prometer que no se lo vas a decir.
--Oye, pero si yo tampoco le hablo--le
miento. No sé por qué. Me siento como atrapada en
un melodrama que aborrezco--. ¿De qué se trata?
Pausa tímida, y luego con júbilo: "¡Estoy en
estado!~.
--¡Ayayay!--exclamo, al tiempo que mi
marido entra corriendo, periódico en mano. "¿Bue-
no? ¿Malo?~, me dice moviendo los labios sin emitir
sonido. Una de sus observaciones recientes es lo difí-
cil que es saber lo que en realidad ocurre en mi fami-
lia con tanta exageración. De todos modos, le digo
que Sandi está embarazada. Se pone al teléfono y le
dice que está encantado con la noticia. ¿Encantado?
Le arrebato el teléfono, y hablamos media hora, ol-
vidándonos del libro, echando en saco roto a nues-
tros dobles ficticios. Mi hermana menciona todos los
errores que Mamá cometió con nosotras y que ella
no va a repetir con sus hijos. Yo defiendo a Mami,
porque en realidad, aunque no lo menciono en ese
momento, yo he cometido los mismos pecados con
mis propios hijos--excepto el de las monjas, y eso
porque probablemente, que yo sepa, no hay con-
ventos de Carmelitas en Rockford, Illinois--. Mi
hermana concluye con la advertencia de que no de-
bo decir ni una palabra de esto a quien-tú-sabes.
--Me parece una crueldad--y hasta me
sorprendo al decirlo. Tal vez me siento expansiva,
como si solamente hubiera unas cuantas cosas gran-
des en este mundo, el AMOR, la MUERTE, y los BEBÉS.
Olvídate de la fama y la fortuna o de si alguien ha
plagiado tu vida en un personaje ficticio.
--Creo que se lo debes decir.
--¡Me lo prometiste!--me dice con tanta fu-
ria que hasta nuestra madre pudiera aprender de ella.
--Oye, no le voy a decir ni una palabra,
no es eso. Pero pienso que se lo debes decir. Después
de todo, va a ser tía.
--¡Parece mentira que me digas eso! ¡Yo
voy a ser madre!
--Pero ¿por qué no se lo quieres decir?
--¡Porque no quiero que mi bebé sea ma-
teria de ficción!
Y me viene esta imagen absurda a la cabeza
--una película de dibujo animado más bien--de
un bebito que pasa por unos rodillos enormes y sale
del otro lado como uno de esos libritos que los críti-
cos llaman folletines. Pero al mismo tiempo entien-
do la posición de mi hermana; no es sólo el bebé,
sino que también es posible que el resto de la historia
termine en las páginas de uno de esos folletines: ma-
dre soltera, inseminación artificial, esperma impor-
tada de la RD., de una región del país donde se cree
que casi no hay primos hermanos. Nada más de pen-
sarlo se me pone la carne de gallina.
--¿Qué haces? Parece que estás llorando.
--No, no, estoy muy contenta--le asegu-
ro, y me hace jurar por mis propios hijos, lo que me
causa gran desasosiego, que no le voy a mencionar
una palabra a nuestra hermana.
Bueno, tan pronto cuelgo el teléfono y ter-
mino de envolver los bocadillos y meter el puré de
manzana para la niña que está a régimen y una ga-
lletita con caramelos para el cristianito, vuelve a
sonar el teléfono y es ya-sabes-quién.
--¿Pero qué es lo que pasa?--dice llori-
queando como si se le acabara de ocurrir que no
todo el mundo está encantado con su fama.
--¿Qué quieres decir?--le pregunto, por-
que si algo he aprendido de mi familia es que es
mejor no admitir que ya alguien te vino con otra
versión del cuento.
Y me dice. Mami la va a demandar. Papi la
tiene que llamar desde un teléfono público. Nues-
tra hermana mayor pone al marido al teléfono a
decir que no está. ~<Y acabo de llamar a Sandi y me
colgó el teléfono>~, suelta un quejido que me rompe
el alma, y yo, que hace sólo seis horas quería asesi-
narla, en ese momento sólo quiero calmar esos so-
llozos lastimeros. Y me acuerdo de que, cuando
llegamos a este país, la única manera en que ella se
podía dormir era si yo le tendía la mano entre el
espacio de nuestras camas y le inventaba algún
cuento de cuando vivíamos en la isla.
--Ey--!e digo, tratando de afrontar !a si-
tuación lo mejor posible--. Apuesto que también
había montones de gente furiosa con Shakespeare,
pero todos nos alegramos de que escribiera Ham-
let, ¿verdad?--no sé por qué le digo aquello, ya
que una de las razones por las que no terminé la
universidad fue porque no pude aprobar el Rena-
cimiento--. De todos modos--continúo, tratan-
do de cubrir todas las bases--, imagínate cómo te
sentirías si fueras la madre de Shakespeare.
--¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué debe
reflejar el arte si no es la vida? ¡Todo el mundo, ab-
solutamente todo el mundo, escribe sobre sus pro-
pias experiencias!--y me dispara la misma can-
taleta que ya le escuché en "Aire Fresco". Pero la dejo
que siga. Por un lado, mi cabeza va a mil revo-
luciones por minuto, la antigua y chirriante ma-
quinaria emocional de nuestra niñez, que debíamos
haber reemplazado hace años con una tecnología
sentimental más futurística y eficiente, se pone en
marcha asmáticamente, y nada, excepto un puñado
de pastillas para dormir, la va a detener. Mejor se-
rá que me quede en el teléfono en lugar de sentar-
me en la sala a leer a algún novelista difunto.
--No sabes lo que me duele que mi fami-
lia no pueda compartir esto conmigo. Yo no he he-
cho nada malo. Bien pude haber matado a alguien
a machetazos, o acribillado a medio mundo desde
el techo de un centro comercial.
Yo sí que me alegro de que me diga esto a
mí y no a una de las hermanas psicoanalistas.
--Lo único que he hecho es escribir un li-
bro--exclama entre sollozos.
--Es que todos nos sentimos un poco al
descubierto, eso es todo.
--¡Pero si es ficción!--responde.
--¿Ah sí?--me dan ganas de decirle. No
importa lo que diga en esa página al principio
del libro de que cualquier parecido es pura coin-
cidencia, yo sé muy bien lo que es encontrarse a
una misma en algún párrafo descriptivo--. ¡Pero
es ficción basada en tus propias experiencias! Co-
mo toda ficción--continúo, citándola en el pro-
grama radial--. Ya sé, ya sé, ¿de qué otra cosa vas
a escribir?--pero para mis adentros pienso, por
qué no puede escribir sobre asesinatos o de es-
cándalos en bufetes de abogados o de seres extra-
terrestres y ganarse un millón y dividirlo en cuatro,
lo cual, a propósito, es lo que las otras hermanas
dicen que ella debe hacer con las ganancias de
este libro, ya que nosotras proporcionamos la ma-
teria prima.
--Conque sí comprendes. Ay, significa tan-
to para mí que tú me comprendas.
Ay Dios, pienso, ¡si se entera el resto de la
familia! Y sin darme cuenta abro una de las lon-
cheras de los niños y comienzo a roer una de las
raciones de alimento sideral.
--Mamá, ¿por qué te estás comiendo mi
lunch?--dice mi hijo al entrar a darme las buenas
noches. Está parado en la puerta, con las manos en
la cadera, en pose de amenazante rectitud. Se ima-
gina que es miembro de La Fuerza que patrulla la
galaxia. Lo llena de satisfacción sorprenderme con
las manos en la masa.
--Estoy hablando con tu Titi Yoyo--le di-
go como si eso fuera una excusa para comerme su
lunch. Ayayay. Sus ojitos de guerrero galáctico se
iluminan.
--¡Quiero hablar con Titi Yoyo!--chilla.
Le paso el teléfono, y de pronto, el cotorro de la
Vía Láctea se queda mudo, deslumbrado ante las
candilejas. Todo lo que alcanza a emitir son peque-
ños gruñidos terrícolas y alguno que otro murmu-
llo--. Anjá. No. Mmmm, mm, sí--tiene la cara
sonrosada de terror y alegría.
--Yo también te quiero--murmura al fi-
nal y me devuelve el auricular con una cara tan ra-
diante como si hubiera recibido al propio Niño Jesús
en su cesta de regalos de Pascua de Resurrección.
--Aquí tienes un admirador--le digo a mi
hermana.
--¿Uno nada más?--pregunta, tratando
de darle un tono ligero a su voz, pero puedo de-
tectar sus lágrimas a punto de estallar si digo algo
indebido.
p~ Se me ocurre que lo que mi hermana quie-
re es ver una mirada de adoración en todas y cada
t~ una de nuestras caras. Lo mejor que puedo hacer
es decirle: "Bueno, eres un gran éxito con todos los
sobrinos". Y de pronto, sin poderme contener, sa-
biendo que mis dos tesoros cuelgan en la balanza
de mi silencio, le digo que va a ser tía de nuevo, que
nuestra hermana está embarazada, y que no se atre-
va a escribir sobre eso o si no se me van a caer los
palitos a mí también.
--¿Tengo que fingir que no sé nada?--dice
con una voz tan triste como si la hubiéramos echa-
do a patadas de la banca genética. Pero yo sé que
lo que más le duele es ser excluida de un aconteci-
miento familiar.
Le prometo hablarles a las demás porque,
a pesar de todo, somos hermanas, y siempre lo se-
remos, y aunque me puso picante como el diablo
escucharla hablar de nuestras intimidades en "Aire
Fresco>" yo la quiero y sanseacabó, y ella toda ca-
lladita y escuchando y diciendo, bueno, gracias,
gracias, y es como si de nuevo tuviéramos diez y
nueve años, con las manos cogidas fuertemente,
meciendo los brazos en la oscuridad.
--¿Has hablado con tu hermana?--pregun-
ta mi madre, como si mi hermana estuviera empa-
rentada únicamente conmigo, y no con ella. Ya me
ha dejado esperando en el teléfono dos veces para
ver quién llama en la otra línea. Mami, la fanática
de tarecos eléctricos--en eso sí acertó el libro--,
tiene cuanta opción existe en su aparato telefóni-
co. Con frecuencia le digo en broma que el día que
los extraterrestres logren comunicarse con el pla-
neta Tierra, va a ser a través de su teléfono.
--¿Cuál hermana?--me hago la tonta, y
luego, porque no quiero evadir mi promesa, le di-
go--: Le manda cariños a todo el mundo--no sé
por qué me invento aquello. Tal vez sea porque me
hago la idea de que con un toquecito aquí y otro allá
seguramente podemos volver a ser una familia.
--¡Jmmf!--refilnfuña Mami--. ~Cariño?
~Qué quiere decir su cariño? Ni siquiera me
mandó una tarjeta de Día de las Madres.
Y pienso, "pero si la ibas a demandar". ~¿Qué
te iba a decir?~ "Querida Mami, feliz Día de las
Madres de tu hija, la demandante.~ O, un momen-
to, ¿el demandante es el acusado o al revés? Debía
saberlo con tanta información sobre O.J. en la tele.
"Probablemente se le pasó--le explico--. Ulti-
mamente siempre anda de viaje".
--¿Oh?--dice, la curiosidad asomándose
como la punta del zapato de un amante debajo del
cubrecama--. ¿Adónde ha ido? Tu tía Mirta la vio
en la tele, en vivo. Mirta dice que se ve muy mal,
como si le remordiera la conciencia. Fue en uno
de esos programas en que la gente puede llamar y
hacer preguntas, pero tu tía no logró comunicar-
se. Te lo digo, yo exijo igual oportunidad de ha-
blar. Quiero decirle al mundo entero lo mentirosa
que es, lo mentirosa que siempre ha sido. ¿Te acuer-
das la vez que se apareció en el convento de las
Carmelitas y les dijo que era huérfana?
Por primera vez en mi vida, que yo recuer-
de, se me cae la quijada automáticamente, y no
como una pantomima de pasmo. Recorro impa-
ciente el pequeño pasillo de la cocina y me pro-
meto comprarme uno de esos teléfonos inalámbri-
cos para poder caminar por toda la casa y bajarme el
berrinche cuando hable con mi familia. O por lo
menos, adelantar mis labores domésticas. "Tú eras
la que nos llevabas allí, Mami. ¿No te acuerdas?"
--¿Por qué iba a hacer eso, m'ija? Las Car-
melitas no reciben visitas, tonta. Ellas hacen un
voto de abandonar al mundo y sólo se les puede
hablar, en caso de emergencia, por las rejas. Pero si
una huerfanita les toca a la puerta, claro que le van
a abrir. Gracias a Dios que tu prima Rosita, que
había ingresado hacía poco, reconoció a Yoyo in-
mediatamente y me llamó.
¿Cómo se pueden rebatir tantos y tan bue-
nos detalles? ¿Será que tal vez mi hermana y yo in-
ventamos lo de las amenazas de Mami de dejarnos
en el convento para entender mejor a una madre
que encausa a su hija? De todos modos, quiero oír
el final de su absurdo cuento.
--Bueno, ¿y qué pasó?
--¿Qué pasó? Nos metimos en el carro y
la fuimos a buscar. Yo iba lista para darle la golpi-
za de su vida, pero primero le pregunté, por qué,
por qué hiciste semejante cosa. Imagínate, es como
hacerle una invitación. Y dice que fue porque ex-
trañaba tanto a su prima Rosita que se escabulló
del parque infantil al patio del convento, tocó a la
puerta, y le dijo a la madre superiora que era una
huerfanita que venía a visitar a la única parienta
que le quedaba en este mundo, Rosita García
--ahora hasta Mami se ríe--. ¿Puedes creerlo?
Y meneo la cabeza, no, no, porque ya no
sé ni qué creer, excepto que todos los de mi fami-
lia son mentirosos.
Varios meses más tarde las cosas se han cal-
mado, tal y como pronosticara mi marido. Mami
retira el pleito, aunque sigue sin hablarle a Yoyo,
excepto a través de mí. Al pobre Papi lo asaltan en
una cabina telefónica en el Bronx, cerca de su an-
tigua oficina. Las otras hermanas intercambian con
Yoyo un par de tarjetas con parcos saludos de cum-
pleaños y alguna que otra llamada telefónica, todo
muy armonioso, como si fuéramos una familia de
Nueva Inglaterra o algo por el estilo.
Semanalmente nos llueven fotos que ten-
go que esconder de los niños. Éstas muestran a
Sandi de perfil, desnuda de hombro a pubis, en
tecnicolor, y al dorso, con una letra nítida, como
si se esforzase en acicalar su vida para el bebé, es-
cribe, cuatro semanas y dos días, cinco semanas,
y así sucesivamente, y luego, en paréntesis, ~¡Ya se
han formado los ojos! ¡Ya se nota la diferencia en-
tre los dedos de la mano!". Y volteo la foto y con-
templo la imagen de nuevo, porque supone un
verdadero acto de fe creer que una vida está for-
mándose dentro de ese vientre liso, perfecto para
un bikini.
--Y Yoyo no sabe nada de nada--se rego-
dea en el teléfono. Las rodillas se me aflojan y voy
a sentarme a la sala. Doy gracias a Dios por este
teléfono inalámbrico que mi esposo me regaló en
nuestro aniversario, aunque hubiera sido suficien-
te con el medallón de oro. Pero él dice que este
teléfono lo protegerá del ataque cardiaco que le
pueden provocar las carreras que da a la cocina a
ver si estoy gritando porque me he cercenado un
dedo o porque hablo con mi familia.
Finalmente, al cabo de doce semanas recibo
una llamada furibunda de Sandi. Una de sus ami-
gas la acaba de llamar de la Florida para decirle que
leyó en USA Weekend un cuento de Yoyo sobre una
madre soltera. "Tú no le has dicho nada, ¿verdad?>~
Sandi respira tan fuerte que le tengo que decir que
se siente, que piense en el bebé. Pero no hay nada
que la calme, y aunque prefiero pensar que tengo
más carácter, tomo el camino fácil. "Por supuesto
que no le he dicho nada."
En cuanto cuelgo llamo a Yoyo. Estoy pre-
parada para dejarle unas palabrotas bien escogidas
en su contestador, ya que no he logrado conectar-
me con un ser humano en su casa desde hace va-
rios meses. Pero contesta, y se oye tan contenta de
escuchar mi voz que mi furia pierde unos cuantos
decibeles. Aun así, estoy lo suficientemente indig-
nada como para gritarle que en mi opinión ella
trata de joder a todo el mundo a propósito.
--¿De qué hablas?--dice con una voz ver-
daderamente atónita. Me gustaría poder verle la
cara, porque con sólo mirarle a los ojos sé cuándo
está fingiendo.
--Del cuento sobre Sandi en USA Weekend.
--¿Sandi?--pasa revista a su memoria, lo
reconozco en su voz, como si buscara algo mío en
una de sus gavetas. Y de pronto lo encuentra--.
Ah, ese cuento. ¿Qué te hace pensar que se trata
de Sandi?
--Habla de una madre soltera, ¿no?
--¿Y por eso es sobre Sandi?--el teléfono
retumba con su risa, pero no es una risa auténtica,
sino una de ésas de daga escondida detrás de la es-
palda--. Antes que nada, quiero que sepas que
Sandi no es la única madre soltera que conozco. Y
dos, para tu información...
Le sale algo amenazante a Yoyo cuando
sabe que está en lo cierto. No se conforma con de-
cirte que estás equivocada sino que lleva el caso
hasta el Tribunal Supremo.
--De hecho, yo escribí ese relato hace co-
mo dos años y medio, no, tres. Eso es, hace tres
años. No tenía mi nuevo impresor todavía, así que
lo puedo probar.
--Okey, okey, está bien--le digo.
--No, vamos a explorar esto un poco más.
¿Por obligación?, pienso. Abro la tabla de
planchar para por lo menos planchar la ropa por si
no puedo hacer lo mismo con la familia.
--Tal vez Sandi sacó la idea de ser una ma-
dre soltera de mi cuento, ¿qué crees tú? Yo antes les
enviaba a ustedes mis escritos en cuanto los termi-
naba, así que a lo mejor ella lo leyó y dijo, caram-
ba, ésa es una idea genial. Creo que yo también voy
a secuestrar a un niño. ¿Qué crees tú?
--Sandi no ha secuestrado a ningún bebé.
Está embarazada.
--Precisamente. La madre soltera en mi
cuento secuestra a un bebé porque no quiere trans-
mitir los genes de su lunática familia a una pobre
criatura. Esa parte no es ficción.
Frente a mí, en la tabla de planchar, está la
camisa favorita de mi esposo, de rayas azules y la-
vanda. Bajo la plancha. La abotono con la misma
ternura que si él la tuviera puesta. Qué pasaría si
no pudiéramos imaginarnos el uno al otro, me
pregunto. Tal vez es por eso que los locos acribi-
llan a la gente en los centros comerciales: todo lo
que ven son seres extraterrestres, en vez de mamis
y papis y hermanas y hermosos bebés. "Tienes razón
--confieso--. Lo siento~. Para compensar, la pon-
go al día sobre todos los acontecimientos familia-
res, incluyendo el nuevo bebé que, esta semana, ya
tendrá sus órganos sexuales totalmente definidos.
Pero entonces no me puedo contener. Tengo que
saberlo. "¿Qué le pasó a la mujer que secuestró a
su bebé?~
Hay una pausa durante la cual me puedo
imaginar la expresión de placer en su cara. Y sé
exactamente lo que se avecina, como si hubiera sal-
~s ( tado hasta la última página de un libro muy grue-
so. ~Léete mi cuento", es su respuesta.
No es hasta que el bebé de Sandi nace un
brillante día de diciembre que toda la familia se
reúne cara a cara en el hospital San Lucas. Exami-
namos al muchachito como si tuviéramos que pa-
sar una prueba sobre a quién se parece más si que-
remos quedarnos con él. Es de un color moreno
aceitunado que Papi afirma que no es más que por
estar tostado del sol, hasta que Sandi lo hace ca-
llar, diciéndole que el cabello crespo se lo debe, por
supuesto, a una permanente. "El doctor Puello
analizó la esperma", le asegura Mami, y de nuevo
uno de mis comiquitos locos se dibuja en mi men-
te. Un viejo con un sombrero grande y un bigote
enorme que le cuelga a ambos lados de la boca.
cuela esperma como si estuviera separando la clara
de la yema en un cuenco en forma de vagina.
De cualquier modo, las tías están encanta-
das con el nuevo sobrino. Debo decir dos de las
tías, porque Yoyo no está. A pesar de que luego de
la conversación Sandi leyó el cuento del secuestro
que yo le envié y se sintió como una tonta, sigue
en pie el berrinche. Creo que es la ausencia de Yo
lo que me tiene de capa caída, a pesar de que el
nacimiento de un bebé saludable está, en mi esca-
la de felicidad, al mismo nivel del Amor Verdade-
ro y el flan de guayaba de Mami. Y algo más, aun-
que esto no se lo confesaría a nadie: me apena que
no haya un padre presente. Que me tachen de an-
tigua, pero me parece que un bebé debe tener un
padre y una madre. Miren a mi familia. ¿Qué ha-
ríamos si no tuviéramos a Papi para llamarnos desde
un teléfono público cuando Mami nos demanda?
O cuando Papi nos deshereda, ¿quién más que Ma-
mi nos tranquilizaría asegurándonos que ya se le
pasara?
Pero hasta aquella considerable tristeza se
derrite cuando miro su carita de caramelo de li-
món, le desencrespo sus puñitos para convencerlo
que no tiene que pelear contra el cariño que de-
rraman su Mamá y sus tías. Sé que sólo la mitad
de sus genes son nuestros, pero ya he comparado
cada uno de sus rasgos con los de algún pariente.
Cuando en mi mente lo vuelvo a ensamblar para
adivinar a quién se parece en su conjunto, se me
escapa de la boca: ~Saben, se parece a las fotos de
bebé de Yo~.
Sandi frunce el ceño: "En lo blanco de los
olos, querras aeclr~.
Pero Carla coincide conmigo, especialmente
cuando el bebé suelta un repique de berridos en-
colerizados, su boquita desparramada como si no
supiera cómo funciona todavía. ~La misma boco-
ta, ¿se fijan?", apunta Carla.
Nos reímos a carcajadas, y súbitamente
sentimos su ausencia en la habitación, y yo visua-
lizo un subtítulo sobre la cama, junto a los glo-
bos que dicen ~Es un varón": ¿Qué falta en esta
foto?
Por milésima vez le digo a Sandi: "Debes
llamarla--Carla asiente. Sandi se muerde los la-
bios, pero sé que casi la hemos convencido. Sus ojos
tienen aspecto amelcochado, como si la pared es-
tuviera cubierta de fotografías de su precioso bebé.
34
De pronto, ladea la cabeza--: ¡Pero será posible
que ustedes no le hayan dicho nada!".
Carla y yo bajamos la vista para esconder
la culpabilidad que se nos asoma por los ojos.
--Ya veo, ya veo--dice--. Nadie en tu
familia sabe cumplir una promesa--le dice al niño. Y
mientras levanta el auricular, anade--: Indusive yo.
Mataría a Yoyo. Puedo ver en la cara de San-
di que le ha contestado esa máquina imbécil que
dice que llame a su agente. Sandi pone los ojos en
blanco, y cual lo dictara su rol, el bebito comienza
a gritar con la misma bocaza de su tía.
--Ya, ya--lo arrulla Sandi y luego, con
esa voz ensayada que uno usa para dejar recados
en los contestadores, dice--,Yo! Soy yo, m verda-
dera hermana número dos, y yo sé que tú sabes
que tienes un nuevo sobrino y todo el mundo di-
ce que se parece a ti, no lo quiera Dios, pero yo,
por mi parte, creo que es igualito a nuestro guapí-
simo tío Max, del lado de Mami, aunque si resulta
ser semejante Don Juan como él, le corto las cam-
panitas, chica, sólo de broma, ¿eh?, ¿oíste esos
pulmones? Tiene los dedos de los pies chulísimos
y le falta la uña del dedo chiquito igual que a Papi,
y ya sabes tú lo que dicen de por qué a los Garcías
les falta esa uña.
Le quito al niño de los brazos porque veo
que la cosa va para largo. Es como si Sandi estu-
viera repleta de nueve meses de chismes y noticias
que tiene que parir ahora que ya terminó de dar a
luz a su hijo. ¡Y eso que está hablándole a una má-
quina, santo cielo! Supongo que es una oportuni-
dad única de decir todo lo que quiera sin que na-
die la interrumpa de la familia con una versión di-
ferente de la historia.
Primera parte
-
~ls
~I a madre
Testimonio
A decir verdad, lo más difícil al llegar a es-
te país no fue el invierno como todo el mundo me
advirtió: fue el idioma. Si usted tuviera que esco-
ger la manera más trabalenguas de decirle a alguien
te amo o cuánto vale una libra de picadillo, escoja
el inglés. Por mucho tiempo creí que los america-
nos eran más inteligentes que nosotros los latinos
--porque si no, cómo podían hablar un lenguaje
tan difícil. Pero al cabo del tiempo, se me hizo todo
lo contrario. Con la variedad de idiomas que exis-
ten, solamente un idiota escogería hablar inglés a
propóslto.
Me imagino que para cada miembro de la
familia lo más difícil fue algo diferente. Para Carlos
fue tener que comenzar de cero a los cuarenta y cin-
co años, obtener su licencia, levantar su consultorio
privado. Carla, la mayor, no podía soportar que ya
no era la sabelotodo. Claro que los norteamericanos
conocían su propio país mejor que ella. Sandi se
tornó más complicada, se puso más bonita, y supon-
go que eso fue lo más duro, descubrir que era una
princesa justo al acabar de perder su reino isleño. La
nena Fifi se aclimató a este lugar como abeja al
panal, así que, si algo le resultó difícil, me imagino
que fue tener que escuchar los rezongos y las quejas
1 40
de los demás. En cuanto a Yo, diría que lo más difí-
cil fue tener que convivir tan de cerca conmigo.
En la República vivíamos como un clan,
no como lo que aquí llaman la familia nuclear, que
ya por el nombre da una idea del peligro que se
corre cuando temperamentos similares se hacinan
en la cámara de detonación de la atención mutua.
Las niñas andaban siempre con una pandilla de pri-
mos, supervisadas--si es que así se le puede lla-
mar--por un batallón de tías, y niñeras que nos ha-
bían limpiado los fondillos cuando bebitas y ahora
le secaban la baba a los viejos que las habían em-
pleado medio siglo atrás. Nunca había razón para
chocar uno con otro. ¿No te llevabas con tu Ma-
má? Tenías dos hermanas, un cuñado, tres herma-
nos y sus esposas, trece sobrinos, un esposo, tus
propios hijos, dos tía-abuelas, tu papá, un tío sol-
terón, un pariente pobre y sordo, y un pequeño
ejérclto de sirvientas que servían de mediadoras y
apaclguadoras--para que en caso de que se te es-
capara un "¡Qué pendeja!" en lo que llegaba a los
oídos de Mamá se había transformado en algo así
como "¿Quedan más torrejas?".
Y eso fue lo que sucedió entre Yolanda y yo.
Allá en la isla a ella casi la criaron las niñe-
ras. Parecía que le gustaba más estar con ellas que
con su propia familia, que de haber tenido la piel
más oscura, hubiera pensado que me la habían cam-
biado al nacer. Cierto, de vez en cuando teníamos
nuestros encontronazos, y ni tres ni cuatro docenas
de personas podían evitar el choque de nuestras
voluntades hercúleas.
Pero yo tenía un truco que les hacía en aquel
entonces, no sólo a ella, sino a todas mis hijas, pa-
ra hacer que se portaran bien. Yo lo llamaba "ha-
ciéndome la osa". Por supuesto, que para la época
en que dejamos la República, ya el truco no tenía
efecto, y fue sólo por equivocación que funcionó
una vez aquí en Nueva York.
.~ Todo comenzó inocentemente. Mi Mamá
me había regalado un abrigo de visón de cuando
ella y mi padre viajaban a menudo a Nueva York,
de vacaciones lejos de la dictadura. Yo lo guarda-
ba en el fondo de un clóset, pensando que tal vez
algún día nos escaparíamos del infierno en que
1~ vivíamos y que tendría la oportunidad de llevar
ese abrigo con libertad. Muchas veces pensé en
venderlo, ya que no me había casado con un
hombre rico y siempre estábamos necesitados de
dinero.
Pero cada vez que estaba lista para vender-
lo, no sé... Metía la nariz entre los pelos cosquillosos
que todavía guardaban el perfume de mi madre,
me imaginaba que caminaba por la Quinta Aveni-
da, que cientos de bombillitas pestañeaban en las
vitrinas y los más lindos copos de nieve me caían
encima, y simplemente no podía soportar la idea
de separarme de ese abrigo. Lo volvía a guardar en
su forro de plástico diciéndome: me quedo con él
un rato más.
Unas Navidades se me ocurrió que sería
divertido disfrazarme para entretener a las niñas.
Me puse el abrigo sobre la cabeza, asomando muy
poco de la cara, y el resto cayendo hasta las panto-
rrillas. Me había inventado un cuento de que Santa
Claus no había podido bajar del Polo Norte y ha-
bía enviado en su lugar a uno de sus osos.
Las niñas y sus primos me echaron una
ojeada y fue como si hubieran visto al mismo dia-
blo. Se echaron a correr dando gritos por toda la
casa. Ninguna se atrevió a acercarse a recibir su re-
galo. Finalmente, Carlos hizo la pantomima de
perseguirme, a escobazos, mientras yo me escapa-
ba y dejaba caer la funda de almohada llena de re-
galos. Unos minutos más tarde entré con mi vesti-
do de organdí rojo, y las niñas corrieron hacia mí
gritando: "¡Mami! ¡Mami! ¡Vino el cuco!". El cuco
era el monstruo haitiano que yo les había dicho
que se las iba a llevar si no se portaban bien.
--¿En serio?--les decía, fingiendo sorpre-
sa--. ¿Y qué hicieron?
Las niñas se miraron una a la otra, con los
ojos desparramados. Qué podrían haber hecho para
evitar ser devoradas por un monstruo con un gran
apetito de juguetes. Pero Yo replicó con voz chi-
llona: "¡Lo saqué de aquí a patadas!".
He aquí un problemita que no va a desa-
parecer por sí solo, pensé. A veces le pongo salsa
picante en la boca con la esperanza de quemar las
mentiras que brotan de sus labios. Para Yo, hablar
era como ejercitar la inventiva. Pero esa noche era
Nochebuena, y la dictadura nos parecía un lejano
cuento de cucos, y Carlos se veía tan buen mozo
en su guayabera blanca, parecía un hacendado en
un anuncio americano de café o tabaco. Además,
me sentía muy complacida con mi truco.
Desde ese día, especialmente cada vez que
oía a las niñas pelear, me ponía el abrigo de pie-
les sobre la cabeza y recorría los pasillos aullando.
Irrumpía en su dormitorio, agitando los brazos, dis-
parando sus nombres, y ellas se abrazaban dando
gritos, la pelea olvidada. Paso a paso me les iba
acercando, hasta que estaban al borde de un ataque
de histeria, sus caritas pálidas y sus ojos enormes de
terror. Entonces me quitaba el abrigo, abría los bra-
zos, y decía: "¡Soy yo, Mami!".
Por un momento, a pesar de que me po-
dían ver, se quedaban atrás, no muy convencidas.
Quizás este juego era cruel, no sé. Luego
de hacerles el truco varias veces, lo que en realidad
estaba tratando de hacer era comprobar si mis ni-
fias tenían un ápice de sentido común. Estaba se-
gura de que en algún momento se darían cuenta
de la jugada. Pero no, siempre las embaucaba. Y co-
mencé a enojarme con ellas por ser tan lerdas.
Yo finalmente captó el truco. Tenía cinco,
seis años, ni me acuerdo. Todos esos años se han re-
vuelto como piezas de un viejo rompecabezas del cual
ya no existe guía. Ya ni sé qué imagen es la que for-
maban todos esos pedacitos. Como de costumbre,
entré aullando al dormitorio de las niñas. Pero en
esta ocasión, Yo se desprendió del resto, vino direc-
to a mí, y me arrancó el abrigo de la cabeza. Miren
--les dice a las otras--, es Mami, tal como les dije.
No me sorprendió que fuera ella quien se
diera cuenta del engaño.
De vuelta en mi habitación, al guardar el
abrigo me di cuenta de que alguien había estado
revolviendo mi clóset. Mis zapatos estaban rega-
dos por aquí y por allá, una caja de sombreros ti-
rada de lado. Ese clóset no era cualquier clóset. Una
vez había sido un zaguán entre el dormitorio prin-
cipal y el estudio de Carlos, pero lo cerramos de
ambos lados para hacer un vestidor al que se pudie-
ra entrar desde ambas habitaciones. Siempre es-
taba cerrado con llave ya que allí guardábamos todas
nuestras pertenencias valiosas. Subconscientemen-
te, Carlos y yo sabíamos que algún día tendríamos
que abandonar el país súbitamente y que era im-
portante tener dinero en efectivo y otras cosas de va-
lor a mano. Por eso se me subió la bilirnlbina cuando
vi indicios de que alguien había estado husmean-
do en nuestro escondite.
Enseguida se me vino la idea de quién ha-
bía sido la intrusa: ¡Yo! Un rato antes la había vis-
to en el estudio de Carlos, hojeando los libros de
medicina que su padre le dejaba tocar. Seguramente
que se metió en el guardarropa y así se dio cuenta
de que la piel no era más que un abrigo. Estaba a
punto de llamarla para darle una buena porción
de mi mano ~lerecha cuando vi que varias tablas del
piso más cercano al estudio estaban desclavadas.
Me metí debajo de las ropas con una linterna y le-
vanté una de las tablas. Ahora me tocó a mí palide-
cer: allí escondida, envuelta en una de mis mejores
toallas, había una imponente arma de fuego.
Cuando Carlos llegó esa tarde, sin lugar a du-
das, lo amenacé con dejarlo inmediatamente si no
~F 45
_
me contaba lo que se traía entre manos. Me enteré
de cosas que hubiera preferido no saber.
--No hay problema--repetía Carlos--.
Me lo llevo a otro sitio esta misma noche--y así
lo hizo. Envolvió el rifle en mi abrigo de pieles y
puso el bulto en el asiento trasero del Buick, como
si por fin fuera a vender el abrigo. Regresó tarde
en la noche, con el abrigo doblado sobre el brazo,
y no fue hasta la mañana siguiente, cuando lo fui
a colgar, que descubrí las manchas de aceite en el
forro. Parecían manchas de sangre seca.
Después de eso, me volví un caso. Por las
~ noches me tomaba hasta cuatro pastillas para dor-
F~ mir y así lograr unas raquíticas horas de sueño.
Durante el día tomaba Valium para apaciguar la
zozobra que sentía en el estómago. Todo aquello
era la muerte para nuestro matrimonio. Lo peor
de todo eran las jaquecas que me daban casi todas
las tardes. Tenía que acostarme en aquel cuartico
caluroso, con las celosías cerradas y una toalla mo-
jada sobre la cara. A lo lejos, podía escuchar el al-
boroto de las niñas jugando en su cuarto, y desea-
ba explotar el truco del oso una vez más para que
se callaran aterradas.
Miles de preocupaciones me martillaban la
cabeza durante esas tardes. Una de las más impla-
cables era la sospecha de que Yo había estado hus-
meando en ese vestidor. Y si había visto el rifle,
era sólo cuestión de tiempo el que se lo contara a
alguien. Ya veía a la SIM tocando a la puerta para
llevarnos presos a todos. Una tarde cuando ya no
podía aguantar más, salté de la cama, me asomé al
46
pasillo y la llamé que viniera a mi habitación in-
medlatamente.
Seguramente que ella pensó que la iba a re-
gañar por la riña y el cotorreo que salía de su cuarto.
Se acercó apresuradamente por el pasillo, expli-
cándome que la razón por la cual le había arrancado
la cabeza a la muñequita de Fifi era porque Fifi así
se lo había pedido. "Sshh~>, le dije, "no se trata de
eso~. Se detuvo en seco y se quedó parada en la puer-
ta, oteando por todo mi dormitorio, tal vez no muy
segura de que después de todo el oso era su Mamá
bajo un abrigo de pieles.
Le susurré palabras tranquilizantes, en ese
tono en que se le habla a los bebés hasta que los
párpados comienzan a cerrárseles. Le dije que Papa
Dios en el cielo podía mirar dentro de cada una de
nuestras almas, que Él sabía cuándo nos portába-
mos bien y cuándo nos portábamos mal, cuándo
decíamos la verdad y cuándo decíamos mentiras.
Que Él tenía el poder de pedirnos que hiciéramos
lo que Él quisiera, pero que de entre miles de mi-
llones de cosas, Él sólo escogió diez mandamientos
para que los cumpliéramos. Y uno de esos diez es
honrar a tu padre y a tu madre, lo que quiere decir
que no les puedes mentir.
--Así es que, siempre, siempre, le debes
decir la verdad a tu Mamá--le ofrecí una sonrisa
enorme, pero sólo me devolvió una rebanadita.
Sabía que algo más le venía encima. Se sentó en la
cama sin quitarme la vista. Tal y como había des-
cubierto la Mamá detrás del abrigo de pieles, aho-
ra me miraba tratando de descubrir la mujer asus-
tada detrás de la Mamá. Dejé escapar un largo
suspiro, y dije--: Ahora, cuquita mía, Mami quie-
re saber qué cosas viste cuando te metiste dentro
del vestidor el otro día.
--¿El vestidor grande?--me dice, apun-
tando hacia el pasillo que lleva del dormitorio prin-
cipal al vestidor y al estudio de su papá.
--Ese mismo--le digo. La jaqueca me mar-
tillaba las sienes, construyendo una soberbia casa
de dolor.
Me miró como si supiera que admitir que
había estado curioseando en el ropero la iba a meter
en camisa de once varas. Le prometí que si me de-
cía la verdad sería mi reinecita y la de Papa Dios.
--Vi tu abrigo--me dijo.
--Qué bien--le contesto--. Eso es. ¿Qué
más viste en el ropero de Mami?
--Tus zapatos extraños--añadió. Quería
decir los tacones de piel con agujeritos.
--¡Excelente!--dije--. ¿Qué más, mi ni-
fia linda?
Pasó revista al vestidor completo sin faltar-
le ni una prenda de vestir. Dios mío, pensé, dale
unos diez afios más y puede ser agente del SIM. Me
quedé quieta, escuchándola, porque, ¿qué otra co-
sa podía hacer? Si en verdad no había visto nada,
no quería meterle ninguna idea en la cabeza. Por-
que esa nifia tenía una lengua de aquí a la China
yendo por el camino más largo, como Cristóbal
Colón.
--¿Y en el piso?--le pregunto estúpida-
mente--. ¿Viste algo en el piso del ropero?
Movió la cabeza de una manera nada con-
vincente. Volví a repetir lo de los diez mandamien-
tos, sobre todo lo de no decir mentiras a la ma-
dre, pero ni aun así logré sacarle una gota más
de información, excepto lo de mis pafiuelitos con
monogramas bordados, y, ah sí, mis medias de ny-
lon en un estuche de plástico plegado. Finalmen-
te, le hice prometer que si se acordaba de algo más
vendría a decírselo inmediatamente a Mami y a
nadie más. "Esto es un secreto entre tú y yo", le
musité.
Justo cuando salía por la puerta, se viró y
me dijo algo muy curioso: "Mami, el oso ya no va a
regresar más~. Fue como si identificara su parte
del acuerdo. "Cuquita--le dije--, recuerda, Ma-
mi era la que se hacía pasar por el oso. Fue una
broma tonta. Y así es--le prometí--, ese oso se
ha ido para siempre. ¿De acuerdo?--asintió con
aprobación~.
En cuanto la puerta se cerró, lloré abrazan-
do la almohada. Me dolía tanto la cabeza... Ex-
trafiaba no tener cosas bonitas, dinero, libertad.
Odiaba sentirme a merced de mi propia hija, pero
en aquella casa, de ahora en adelante, todos está-
bamos a merced de su silencio.
¿No es verdad que los cuentos son como
un ensalmo? Todo lo que hay que decir es: "Y en-
tonces nos fuimos a Estados Unidos", y con ese "y
entonces", le brincas por encima a cuatro años de
amigos desaparecidos, noches de insomnio, arres-
tos domiciliarios, vidas en un hilo, "y entonces",
aquí tienen a dos adultos y cuatro criaturas eléctri-
cas en un pequeñísimo y oscuro apartamento cer-
ca de la Universidad de Columbia en Nueva York.
Es seguro que Yolanda se calló la boca porque de
lo contrario ningún ensalmo nos hubiera sacado
de las cámaras de tortura que le describimos a los
agentes de inmigración de Estados Unidos para
que no nos deportaran.
La incertidumbre de no saber si nos que-
daríamos o no, eso era lo más difícil al principio.
~En esos momentos, hasta el problema del inglés pa-
~a ante este tema. Fue más tarde que empecé
a darme cuenta de que el inglés era mi mayor difi-
cultad. Pero créanme, que allá al principio; tenl'2
las manos demasiado ocupadas para estar hacien-
do distinciones entre todas nuestras dificultades.
Carlos estaba malhumorado. Sólo pensaba
en los compañeros que había dejado atrás, yo ie
preguntaba que qué más podía hacer, haberse que-
dado y morir con ellos. Estudiaba como un loco
para el examen de licenciatura. Vivíamos en la pe-
nuria con los pocos ahorros que nos quedaban, y
no teníamos un ingreso fijo. Me preocupaba con
qué iba a comprarles ropa de invierno a mis nifias
cuando llegara el invierno.
Lo menos que necesitaba era oírlas rezon-
gar y pelear entre ellas. Todos los días hacían la
misma pregunta: "¿Cuándo nos vamos?~. Ahora que
i estábamos lejos y yo había perdido el miedo de
que a ellas se les escapara algo al hablar, trataba
de explicarles. Pero ellas parecían creer que les es-
taba mintiendo, que aquello era sólo un cuento pa-
ra que se portaran bien. Ellas me escuchaban, pero
en cuanto terminaba de hablar, empezaban con la
misma cantaleta. Querían volver a estar con sus pri-
mos y tíos y tías y sirvientas. Pensé que se sentirían
más cómodas cuando empezaran las clases. Pero
pasaron septiembre, octubre, noviembre, diciem-
bre y seguían teniendo pesadillas y con la misma
matraca de que querían volver. Volver. Volver. Volver.
Recurrí a encerrarlas bajo llave en los guar-
darropas. Aquel apartamento antiguo estaba lleno
de guardarropas, profundos, con manijas de cris-
tal, y de esos ojos de cerradura por donde fisgo-
nean los detectives que aparecen en las tiras cómi-
cas, y grandes llaves de hierro con la empufiadura
en forma de flor de lis. Siempre usaba los mismos
guardarropas, el más pequefio en el dormitorio de
las niñas y el más grande en el mío, el armario para
escobas en el pasillo, y, finalmente, el de los abri-
gos en la sala. A cuál niña metía en cuál armario
dependía de a quién le echaba mano primero.
No las dejaba allí adentro por mucho tiem-
po. Lo juro. Iba de puerta en puerta, como un sa-
cerdote escuchando confesiones, prometiéndoles
que las dejaría salir en el momento en que se cal-
maran y aceptaran convivir en paz. No sé por qué
a Yo nunca le había tocado el armario de los abri-
gos hasta una vez, de la que me arrepentiré hasta
mi último suspiro.
Las había encerrado a todas y hecho mi re-
corrido de armario en armario, sacando a la chi-
quitina primero, luego a la mayor, que siempre salía
encolerizada. Luego las dos del medio, Sandi prime-
ro. Cuando llegué a la puerta de Yo, no oí respues-
ta. Me asusté y abrí la puerta volando. Ahí estaba:
de pie, blanca de miedo, como un fantasma. Y, ¡ay,
qué horror!, se había hecho pis en los pantalones.
El bendito abrigo de pieles estaba en aquel
ropero, colgado en uno de los extremos, pero Yo,
por supuesto, había toqueteado todo en la oscuri-
dad. Seguramente que tocó la piel y perdió los es-
tribos. No lo entiendo, porque a mí me parecía que
ella sabía que esa piel no era más que un abrigo. Tal
vez me recordó debajo de esas pieles, y ahora yo,
' parad~ al otro lado de la puerta, y ella allí sola, en el
otro lado, con un monstruo que supuestamente se
había quedado allá en la República.
La saqué del armario y la llevé al bafio. No
lloró. No: sólo ese mugido callado que emiten los
nifios cuando rebuscan dentro de sí tratando de
encontrar la madre que una no ha logrado ser. Lo
único que dijo mientras la limpiaba: "Tú me pro-
metiste que el oso se había ido para siempre".
Me dieron ganas de llorar. "¡Ustedes son
las osas! Y yo que pensé que todos nuestros pro-
blemas se acabarían al llegar aquí.~ Apoyé la cabe-
za sobre el brazo al borde de la bafiera, y comencé
a berrear. "Ay, Mami, ay--respondieron las otras
tres a coro, paradas en la puerta del bafio obser-
vándonos--. Nos vamos a portar bien".
" Todas menos Yo. Ésta se puso de pie en el
agua, agarró una toalla, y a zancadas salió de la
bafiera. Cuando estaba fuera de mi alcance, me gritó:
"¡Yo no quiero ser parte de esta familia de locos!~.
Ya desde aquel entonces, esa nifia siempre
tenía que tener la última palabra.
Ni una semana más tarde, Sally O'Brien,
una trabajadora social de la escuela, me llama para
decirme que quiere visitar la casa. En cuanto cuelgo
el teléfono, interrogo a las nifias sobre lo que qui-
zá habrían dicho a aquella mujer. Pero todas juran
que no tienen nada que confesar. Les advierto que
si esta sefiora escribe un informe negativo nos de-
portarán; los cucos y los osos van a ser como ju-
guetes de peluche comparados con las fieras del
SIM que nos harán pedazos. Las mando a que se
pongan sus idénticos trajes de lunares que yo mi~-
ma les hice para el viaje a Estados Unidos. Y en-
tonces hago lo que no he hecho en los seis meses
que llevamos aquí. Me tomo un Valium para darle
una buena impresión a esta sefiora.
Entra ella, una señora alta con zapatos ne-
gros, de tacón bajo y con correas, y una sola trenza
rubia que le cuelga a la espalda como una escolar
vestida con un traje de vieja. Tiene una cara agra-
dable, sin maquillaje y unos ojos tan azules y sin-
ceros que se sabe inmediatamente que todavía no
ha visto las cosas feas del mundo. Lleva un bolso
con corazoncitos pintados. De allí saca una tableta
de papel amarillo con nuestros nombres ya escri-
tos. "¿Le importa si tomo apuntes?~
--Claro que no, sefiora O'Brien--no sé si
está casada, pero he decidido obsequiarle un mari-
do aunque no lo tenga.
--¿Su esposo estará con nosotros?--pre-
gunta, mirando a su alrededor. Yo le sigo la mirada,
ya que estoy segura de que quiere comprobar que
la casa está limpia y es un sitio adecuado para criar
a cuatro nifias. El armario de los abrigos, que se me
olvidó cerrar, se me antoja una cámara de tortura.
--Mi esposo acaba de recibir su licencia de
médico. Ha estado muy ocupado trabajando co-
mo no hay dios, todos los días, hasta los domingos
--afiado. Ella lo escribe en sus apuntes--. Hemos
atravesado tiempos muy malos--ya he decidido
que no voy a pretender que la venida a Estados
Unidos parezca una fiesta, aunque créanlo o no,
ése era mi plan original para bregar con esta visita.
Pensé que luciría más patriótico.
--¡Debe ser un gran alivio!--dice movien-
do la cabeza y mirándome fijamente. Todo lo que
dice es como si le pusiera un sonajero en la mano a
un bebé y esperara a ver qué cosa va a hacer con él.
Yo lo sueno bien fuerte. "Al fin somos li-
bres--le digo--. Gracias a este gran país que nos
ha ofrecido las tarjetas verdes. No podemos regre-
sar--afiado--: Eso sería una muerte segura".
Pestañea y escribe. "He leído algo en los
periódicos--dice, trasladando la trenza de su es-
palda al frente de su traje. No parece una mujer
nerviosa, pero el modo en que continuamente ma-
nosea esa trenza pareciera que le pagaran para en-
tretenerla--. ¿Pero las cosas de veras están tan mal
como dicen?~.
Y ahí mismito, con mi inglés macarrónico
que por lo general corta la magnitud de mis ideas
a un tamafio inapropiado, le lleno los oídos con
noticias de lo que ocurre en la isla: allanamiento
de hogares, redadas, cámaras de tortura, aguijones
eléctricos, perros salvajes, uñas arrancadas. Me en-
tusiasmo e invento algunas torturas de mi propia
cosecha, pero no que al SIM no se le hubieran ocu-
rrido. Mientras hablo, ella hace muecas y se lleva
las manos a las sienes como si hubiera agarrado una
de mis jaquecas. Y en un susurro me dice: "Es ver-
daderamente espantoso. Deben estar muy preocu-
pados por sus familias".
No me fío de mi voz y asiento levemente
con la cabeza.
--Pero lo que no entiendo es por qué las
niñas siempre están diciendo que quieren regresar.
Que las cosas eran mejores allá.
--Es que están extrañadas de patria--di-
go en mal inglés.
--Extrañan su patria... es verdad--dice.
Asiento con la cabeza. "Son muy nifias. No
saben de la ceca ni la meca."
--Comprendo--dice con tanta amabilidad
que me convenzo que aun con esos ojos azules inex-
pertos, sí comprende--. Las niñas no pueden en-
tender el terror que usted y su esposo han vivido.
Trato de contener las lágrimas, pero por
supuesto, se me desbordan. Lo que esta sefiora
no puede entender es que no sólo lloro por haber
dejado mi país ni por todo lo que hemos perdido,
sino por lo que se avecina. No es hasta este mo-
mento que me doy cuenta que, con el clan fami-
liar arrancado de nuestro lado como los cimientos
de una casa, me pregunto si nosotros seis nos sos-
tendremos.
1~ --Comprendo, comprendo--repite hasta
que me controlo--. Estamos preocupados porque
las niñas se ven angustiadas. Especialmente Yolanda.
Ya lo sabía yo. "¿Anda haciendo cuentos?"
La sefiora asiente con la cabeza. "Su maestra
r dice que a Yolanda le encantan los cuentos. Pero al-
gunos de los que cuenta, bueno...--deja escapar un
suspiro. Se tira la trenza a la espalda como si no qui-
siera que ésta escuchara lo que tiene que decir--.
Francamente, son un tanto inquietantes~.
\ --¿Inquietantes? --pregunto. Aunque sé
lo que quiere decir esa palabra, suena peor en los
labios de aquella mujer.
--Pues, es que dice algunas cosas...--la
sefiora sacude la mano levemente--. Cosas como
las que usted describió. Niños encerrados en arma-
rios, con las bocas quemadas con lejía. Osos que
destrozan a los nifiitos--se detiene momentánea-
mente, tal vez debido a la expresión de asombro
en mi cara.
--No me sorprende--continúa--. Es más.
Me alegra que se saque todo eso de adentro.
--Sí--le digo. Y de pronto siento una pro-
funda envidia por mi hija, por la capacidad que
tiene de hablar abiertamente de lo que la aterrori-
za. Yo no logro encontrar las palabras en inglés...
ni en español. Sólo el gruñido del oso por el que
me hacía pasar capta algo de lo que siento.
--Yolanda siempre está haciendo cuentos
lo digo como si fuera una acusación.
--Ah, pero usted debe estar muy orgullosa
de ella--dice la sefiora, moviéndose la trenza ha-
cia delante como si con ella fuera a defender a Yo.
--¿Orgullosa?--digo incrédula, lista a darle
todas las piezas de mi rompecabezas mental para
que vea el panorama completo. Pero me doy cuenta
de que es inútil. ¿Cómo puede esta sefiora con sus
ojos de niña y su dulce sonrisa comprender quién
soy yo y todo lo que me ha pasado? Y quizá sea
una bendición después de todo. Que la gente sólo
conozca de uno esa parte que le dejamos conocer.
Mírenla. Dentro de esa mujer cuarentona hay una
nifia nerviosa jugueteando con su trenza. Pero cómo
esa niña quedó atrapada allí, y dónde está la llave
para liberarla, eso tal vez ni ella misma lo sepa.
--Quién sabe de dónde le viene a Yo esa
necesidad de inventar--le digo al fin, porque no
sé qué más decir.
--Esto me ha ayudado mucho, Laura--di-
ce poniéndose de pie para marcharse--. Y quiero
que sepa que Sl en algo podemos ayudarla, no deje
de llamarnos--me entrega una tarjetita, no como
las tarjetas de presentación de allá, con todos los
apellidos importantes en filigrana de oro. Ésta sólo
muestra su nombre, título, y el nombre y número
telefónico de la escuela en tinta negra.
--Voy a llamar a las nifias para que se des-
pidan.
Ella sonríe cuando las niñas entran con sus
vestiditos tan lindos y almidonados, haciendo reve-
rencias tal como les ensefié. Y cuando la señora se
inclina para darle la mano a cada una de ellas, mis
ojos se posan en la mesita de centro y leo lo que ha
escrito en su cuaderno de apuntes: trauma/dictadu-
ra/filertes lazosfamiliares/madre abnegada.
Por un momento me siento redimida, co-
mo si todo lo que sufrimos y todo lo que sufriremos
es culpa exclusiva de la dictadura. Ahora sé que és-
ta es la historia que contaré en el futuro sobre esos
duros años: cómo vivimos bajo el terror, cómo esa
experiencia traumatizó a las nifias, cómo, al levan-
tarme a media noche para asegurarme de que es-
tuvieran bien tapadas, gritaban cuando las tocaba.
No importa. En menos de un año, el dic-
tador sería acribillado por varios miembros de la
r~tencia, compafieros de mi esposo. Las niñas esta-
rían cotorreando en inglés como si hubieran nacido
aquí. En cuanto al abrigo de visón, sería canjeado
en una tienda de segunda mano de la Quinta Ave-
nida por cuatro abriguitos de pafio. Por lo menos
mis hijas pasarían bien abrigadas ese primer in-
vierno que tanta gente nos advirtió que era lo peor
de venir a este país.
La prima
Poesia
No crean que no sé lo que las hermanas Gar-
cía decían de nosotras, las primas de la isla. Que
éramos muñecas Barbie latinoamericanas, que lo
único que nos preocupaba eran el pelo y las uñas,
que teníamos el alma talla tres. No niego que ya una
vez que quedé atrapada allí por el resto de mi vida,
eché un vistazo a mi alrededor. Observé a las muje-
res recargadas de oro en sus trajes de pantalones de
diseñadores, las rondas de tés y fiestas. Vi a las tías
mayores con sus misas y novenas diarias, rezando
para asegurar a la familia un buen sitio en el más
allá, mientras en el más aquí sus esposos se iban en
viajes de negocios con las bellísimas queridas que se
hacían pasar por las esposas. Vi a las sirvientas iden-
tificadas por el color de sus uniformes trabajando
demasiadas horas adicionales. Pero aun así, abrí los
brazos de par en par y me entregué a esta isla, lo
cual es más de lo que jamás hicieron las García por
su llamada patria.
Ellas venían todos los veranos y se iban pa-
ra septiembre. Tenían que regresar al colegio, lo sé.
Pero aun así, les cuadraba bien irse justo cuando la
temporada de huracanes iba a comenzar. Así eran
Hablaban y hablaban sobre la injusticia de la po-
breza, sobre las malas escuelas, sobre el tratamiento
r59
-
~usivo que se les daba a las sirvientas. Y ya para
~ndo nos tenían sintiéndonos como asquerosas,
iban para sus universidades y centros comercia-
~, sus manifestaciones políticas y sus cigarrillos de
~anguana y sus novios mal vestidos pero con un
~ndo fiduciario en el banco. cY saben lo que su-
~edía? Todas sus preguntas se quedaban dándome
~ueltas en la cabeza: ~cómo podía dejar que las sir-
~ientas me hicieran la cama? ¿Cómo podía permi-
~ir que mi novio me manipulara? tCómo podía po
~nerme pestañas postizas encima de las auténticas?
s La pregunta que me siguió dando vueltas
hasta mucho después de que a las otras les había
dado sepultura era: ccómo podía yo vivir en un país
~ que no garantizaba la vida. la libertad y la búsque-
1.~ da de la felicidad?
Siempre era Yolanda la que hacía esa pre-
gunta. Nunca me la hizo a mí directamente. Ella
discutía estos temas con los hombres, los tíos y los
primos, ya que ellos eran los responsables, decía ella.
Para mí que ella prefería a los hombres, le gustaba
cambiar impresiones con ellos, argumentar con ellos,
pico a pico. Ella decía que los estaba concientizan-
do, y las tías se lo permitían. Esas locas primas
gringas podían hacer lo que a nosotras, de haber
hecho lo mismo, nos hubiera costado que nos me-
tieran a un convento. No sólo eso, esas tías ancia-
nas daban su aprobación a la misión de Yo. Creo
que ellas pensaban que Yo estaba despertándoles
la conciencia a los hombres, al igual que ellas, que
siempre tenían una campaña montada para que sus
¨ hijos y maridos fueran más religiosos.
Yo se montaba en tribuna hablando de al-
gún libro que había leído sobre el tercer mundo.
"cQué quieres decir con eso de tercer mundo?--la
retaba mi hermano Mundín--. cTercer mundo para
quién?". Yo me quedaba con la boca cerrada, sen-
tada en las sillas de mimbre con el resto de las mu-
Jeres, conversando, por supuesto, sobre nuestras
cabelleras y nuestras uñas. Pero a veces me viraba
y la observaba, y cuando sus ojos se posaban en
mí, rápidamente me evadía la mirada.
Sí que se sentía culpable. Sabía que si no
hubiera sido por ella, yo no estaría atrapada en este
mundo. Estaría casi terminando mis estudios uni-
versitarios. Estaría gozando las diversiones del pri-
mer mundo. Desde hace años ella sabía muv bien
que si no hubiera sido por lo que hizo, yo téndría
una vida muy diferente. Y es por eso que a mí nun-
ca me dijo nada sobre el estado del alma mía. Ella
sabía que si yo era una prima de-pelo-y-uñas, fue
ella quien me hizo así.
Todo comenzó cuando yo tenía dieciséis
años, y mis padres decidieron enviarme a Estados
Unidos a estudiar. Las García ya se habían mar-
chado hacía cinco años, pero nosotras nos había-
mos quedado atrás, y las cosas habían empeorado
en la República. Teníamos una revolución tras otra,
como si no pudiéramos romper la costumbre de ase-
sinarnos unos a los otros, aun después de la muer-
te del dictador. De todos modos, durante un par
de años, las escuelas permanecieron prácticamente
61
cerradas la mayor parte del tiempo. Recuerdo mu-
chas noches en vela, escondida bajo la cama debi-
do a las balas sueltas que a veces rompían los cris-
tales de las ventanas. Teníamos la despensa bien
abastecida de agua y velas y alimentos. Hubiera sido
una vida claustrofóbica en aquella reserva familiar,
especialmente desde que las García se marcharon,
excepto que toda la gente rica de la capital había
construido sus casas muy cerca una de la otra. Los
jóvenes cruzábamos los patios como si no hubiera
guerra y nos visitábamos con frecuencia.
Por eso ahora, cuando leo en los libros de
historia sobre esos días negros y sangrientos, a mí
no me parecen los mismos años que viví. Yo no me
perdí una fiesta de cumpleaños, ni una quinceañe-
ra, ni un día de santo. Tal vez, por la escasez de
mantequilla y chocolate, los bizcochos no eran tan
sabrosos, y las piñatas eran algo chapuceras: cajas
de cartón llenas de maní y lápices, y para jalar,
cintas de satín sacadas de algún vestido viejo de las
tías. Pero había una cosa que no escaseaba, por lo
menos para mí. Tenía montones de novios. Y ésa
sería la verdadera razón, más que las revoluciones
y la falta de buenas escuelas y el temor por nues-
tras vidas, por la que mis padres me mandaron a
Estados Unidos. Querían estar seguros de que Lu-
cinda María Victoria de la Torre no se iba a esca-
bullir detrás de una palmera y arruinar sus posibi-
lidades de un buen matrimonio.
No se tenían que haber preocupado tanto,
o en realidad debían haberse preocupado una vez
que llegué a Estados Unidos, porque, como recor-
darán, allí estaba en marcha otra revolución de la
cual mis padres no estaban enterados. Eran los años
sesenta. Hasta en la soñolienta Academia de Seño-
ritas Miss Wood, donde las hermanas García y yo
estábamos internas, se sentían las reverberaciones
de la revolución sexual. Llegaba a los portones de
hierro forjado y a la estructura de ladrillo de nuestra
escuela desde la escuela de varones que estaba coli-
na arriba.
Yo tenía la misma edad de Carla, que era
mi meJor amiga cuando nos criábamos en la isla.
Pero en la Academia Miss Wood me atrasaron un
par de cursos por los años perdidos y terminé en
la misma clase que Yolanda, lo cual fue duro para
mí. Yo tenía dieciséis, pero parecía de veintitrés.
Yolanda tenía catorce y se comportaba como una
chiquilla, una chiquilla algo extraña. ¡Y tenía yo que
estar emparentada con eso!
Lo que sucedía era que ella andaba con la
pandillita de artistoides de la Academia Miss Wood.
No recuerdo los nombres de todas, pero eran cua-
tro las del grupúsculo. Una era una chica grande,
superdesarrollada--ella sí que parecía tener vein-
titrés--a quien llevaban a Boston semanalmente
a ver a un psiquiatra. Fue ella la que metió el
puño por el cristal de una ventana para sentir do-
lor, para sentirse profundamente viva, según es-
cribió en un poema publicado en la revista lite-
raria de la Academia. Otra de ellas, Trini, se teñía
el pelo de rubio para burlarse de las típicas gringas
rubias de las escuelas preparatorias. La tercera, Ce-
cilia Nosequé, era una de ésas tipo genio, flaquita
63
con lentes de culo de botella y una lengua de látigo.
Y también, claro, estaba Yo, quien, en cierta ma-
nera, era la rarita del grupo. Quiero decir que Yo
era bonita, y divertida, y le caía bien a casi todo el
mundo si la alejabas de Trini y la Mamasota. Pero
como decía, ella todavía se comportaba como una
chiquilla, y trataba de ser el centro de atención
montando un papelón por cualquier ridiculez.
Por ejemplo, en la escuela no teníamos que
usar uniformes ni nada por el estilo, pero tenía-
mos un código de vestir: falda y blusa y zapatos de
cordones para las clases, y algo llamado "traje del
té" que había que ponerse todas las noches para la
cena. Cuando llegué a la Academia Miss Wood,
sólo tenía una maleta llena de faldas de colorines y
blusas de encaje y vestidos de satín que estaban to-
talmente fuera de lugar allí. Así que Carla y yo nos
fuimos al centro uno de los sábados que nos per-
mitían salidas supervisadas, y nos compramos un
par de conjuntos marca Villager, los cuales inter-
cambiábamos alegremente. Tal vez lucíamos co-
mo dos preppies hispanas, como decía Yo, pero ¿y
qué? Ella y sus amigas parecían acabadas de salir
de un velorio.
Un día la directora llamó a todas las del
grupúsculo y les dijo que no se vistieran más de ne-
gro. Les ordenó que usaran tonos pastel y telas es-
cocesas y chaquetas de paño asargado como las de-
más. Pero ellas se amarraron bandas negras en los
brazos en señal de protesta y se arremangaron las
faldas por encima de las rodillas. Era realmente em-
barazoso cuando las estudiantes más populares, las
Sarahs, las Betsys y las Carolines, se dirigían a mí
con los ojos desparramados para preguntar: "¿De
veras eres prima de Yolanda García?~>.
No es necesario contarles que ella y sus
amigas dirigían la revista literaria, la cual era prác-
ticamente una antología de sus propios escritos,
con uno que otro trabajo nuestro que la profesora
de inglés nos obligaba a publicar. La portada ge-
neralmente exhibía una ilustración en blanco y
negro, de una persona caminando en un cemente-
rio, con la solitaria rama de un árbol moviéndose
en la brisa y una pobrecita mariposa revoloteando
alrededor de una lápida. El nombre en la lápida
estaba borroso, pero por las fechas se veía clara-
mente que se trataba de un suicidio. alguien de
nuestra edad que había muerto demasiado joven.
"Probablemente alguien que atravesó el puño por
el cristal de una ventana para sentirse profunda-
mente viva", proponía Heather, mi compañera de
habitación. Ella leía los poemas en voz alta.
"¡~Y toma mi tibio corazón en tus manos
agusanadas?!" Heather tiró la revista al aire como
si estuviera contaminada. "La verdad, Lucy-pu, yo
no puedo creer que tú seas familia de esa Yo-gore.)~
A la Heather le encantaban los apodos que sacaba
de libros infantiles como Winnie Pooh. Ella se apo-
daba a sí misma Heffalump.
Para la clase de inglés nos obligaban a lle-
var un diario. Casi todo el profesorado parecía sa-
lido de un asilo de ancianos1 excepto la maestra de
inglés, quien acababa de egresar de la universidad
con un título en creatividad. Obligaba al grupo de
Carla a escribir ensayos desde el punto de vista de
un objeto inanimado. (Carla escribió desde la pers-
pectiva de su brassiere.) Otro grupo tuvo que abra-
zar un árbol y luego escribir sobre lo que sintió.
En comparación, mi grupo salió ganando, ya que
sólo teníamos que llevar un diario.
Se pueden imaginar que para la mayoría
de nosotras llevar ese diario era una tarea aburridí-
sima que no nos quedaba más remedio que hacer.
Pero Yo y sus amigas cargaban con esa libreta a
todas partes, incluso a las comidas, hasta que la
directora se las confiscó, amonestándolas que era
mala educación llevar trabajo a la mesa de comer.
A veces, camino a un partido de hockey, te topa-
bas con una de ellas sentada bajo un árbol, escribe
que te escribe, mientras que las demás teníamos que
esperar para comenzar el partido. Ibas al salón a
sentarte al lado de la chimenea a chismorrear so-
bre aquel muchacho tan guapo que viste en la ca-
pilla, te topabas con otra, sentada al borde de la
ventana, garabateando en su libreta y echándonos
puñalitos con los ojos, como para dejarnos saber
lo superficiales que éramos por estar hablando de
chicos. Y yo pensaba: (~Por qué no te vas a escribir
a tu cuarto ya que es privado?". Pero no, ellas tení-
an que hacer alarde de la copiosa escritura en sus
diarios para hacernos pensar que éramos menos
sensibles, menos poéticas, menos profundas que
ellas.
Bueno, de ninguna manera iba a permitir-
le a Yolandita empañar mi felicidad. Claro que ex-
trañaba a mi familia y a mis amistades, y muchas
noches me despertaba con el pánico de que algo
horrible había sucedido en la República. Tampoco
me gustaba mucho estar en una escuela estricta,
exclusiva para señoritas, obligada a aprender his-
toria de Estados Unidos y a escuchar a La Hacha
Madrina Ballard sermonear sobre cómo Estados
Unidos ayudan a las primitivas repúblicas de Amé-
rica Latina. Pero había algo que me mantenía la
moral en alto: la escuela de varones que quedaba
un poco más arriba de la Academia Miss Wood, y
el descubrimiento de que mi talento con el sexo
opuesto traspasaba fronteras culturales.
No me malinterpreten. Yo no era una co-
queta. Yolanda coqueteaba más que yo, si a eso va-
mos, pero ella sólo navegaba a los chicos sobre la
superficie, salpicándoles agua en la cara a sus pre-
tendientes, pero al final salía corriendo si se le acer-
caban demasiado. Yo, en cambio, me zambullía
hasta el fondo, hasta donde sentía fuertes corrien-
tes emanándoles a través de la chaqueta de paño y
pantalones de lana, y los esperaba, días, semanas,
Sl era necesario, hasta que recurrieran a mí. Du-
rante mis primeros tres años en la Academia Miss
Wood, no había un solo muchacho cool en Oak-
wood que no hubiera bajado la colina a visitarme,
con las manos largas y nerviosas escondidas en los
bolsillos, el pálido rostro animado mientras habla-
ba de las vacaciones que pasó con su familia en
Barbados o Bermuda, lo cual yo entendía como un
vago intento geográfico de relacionarse con mi he-
rencia cultural. Yo escuchaba todo lo necesario has-
ta que él se sintiera importante. Entonces le echa-
ba una de mis miradas, y le decía: <(¡Bueno, la próxi-
ma vez que estés por el vecindario, no dejes de vi-
sitarme!~. Nueve de cada diez veces el muchacho
caía flechado.
Pero en el caso número diez fui yo la que
caí. Tal vez por aquello que decía mi Mamá sobre
las muchachas que se hacen de rogar. A mí me
atraen los hombres que no vienen a comer de mi
mano inmediatamente. En fin, en mi último año en
la Academia Miss Wood, un chico a quien le ha-
bía echado el ojo hacía rato se acercó a mí: James
Roland Monroe. Todo el mundo le decía Roe, y de
ése me enamoré. El problema fue que a mi prima
Yo le pasó lo mismo.
La verdad es que Roe era más el tipo de Yo
que el mío--esos chicos rubios y sonrosados con
sus distintivos de lacrosse colgados en las paredes
de sus dormitorios. Estaba también en su último
año de preparatoria, era alto y delgado con pelo
negro azulado que apenas le rozaba el lóbulo de
las orejas, conforme a lo permitido por las reglas.
Al igual que Yolanda en Miss Wood, Roe era parte
del grupúsculo artístico-intelectual de Oakwood;
era el editor de la revista literaria, y tocaba la bate-
ría en una banda de rock-and-roll, Las Bienaven-
turanzas. Llevaba típica ropa preppie~ pero con una
diferencia. Podía llevar la de rigor en Oakwood,
haqueta azul marino y pantalones de lana gris,
pero al bajar la vista hasta el final de sus largas pier-
nas, se veía que estaba descalzo. Llevaba la corbata
tirada sobre un hombro como señal de protesta
por tener que usarla. Y siempre llevaba una copia
de Hesse o Khalil Gibran o D.H. Lawrence en el
bolsillo de su chaqueta, supongo que para osten-
tar su alma profunda.
Pero en su caso no era una farsa: el tipo era
profundo y popular; un hombre que podía llenar-
te la vida si lo dejabas. El primer domingo que vi-
no a visitarme, sentí las caras de celos asomadas en
las ventanas de los dormitorios que daban a la plaza
circular donde las internadas dábamos vueltas y
vueltas con nuestros visitantes. (Y a eso se resumían
las visitas dominicales.) Desde arriba Yo d~ebía de es-
tar mirándonos, pensando que la vida no era jus-
ta. No que yo la haya visto. Había comerido el error
de hundirme en los ojos grises de Roe, y cuando
se marchó una hora más tarde, todavía no había
salido a la superficie a respirar.
Por qué vino a visitarme, no lo sé. La revo-
lución de turno había terminado, y finalmente íba-
mos a tener elecciones en la República. Mi padre
era uno de los candidatos a la presidencia: la pri-
mera de muchas veces. Así que me convertí en una
modesta celebridad en la Academia Miss Wood,
la-hija-de-un-posible-presidente. No crean que La
Hacha Madrina dejó pasar la oportunidad de dar-
nos una cátedra sobre la diferencia entre las verda-
deras democracias y las que pretenden serlo. Pero
no creo que fuera mi posición de personaje im-
portante lo que atrajo a Roe. Fue un po~a que
escribí para mi clase de inglés y que la profesora
envió para ser publicado en el número conjunto
de la revista literaria de Oak~vood y Miss Wood en
el otoño. La verdad es que el poema me salió bas-
tante bien, modestia aparte. Era uno de esos don-
nés~ como le dicen los franceses, un don de los dio-
ses. En mi caso sí que había sido un regalo. Pienso
que los dioses se confundieron con la otra peline-
gra latinoamericana, mi prima, la poeta. Se supo-
ne que nos parecemos un poco.
Estoy segura que a Yo le dio un ataque de
c elos cuando mi donnée ganó el concurso literario.
Era como si yo hubiera rebasado la periferia de su
creatividad de un plumazo. cCómo se titulaba el
poema? <~Canción de amor del inmigrante", o algo
así. Todavía me acuerdo de la primera y la última
estrofa.
Cuando dejé mi patria estaba perdida
sentíá que el mar no tenia riberas
ni un lugar donde soltar las olas
ni un lugar seco donde correr.
Pero ahora en las noches a tu lado
descubro un nuevo continente
en tus manos encuentro el mapa
escucho mi himno en tu aliento.
Pensé que mi debut poético arruinaría mi
reputación en Oakwood, que me iban a ver como
una de las artistoides que se tiran el pedo más alto
que el culo. Pero después de la publicación del poe-
ma tuve más pretendientes que nunca. Heather
decía que era por la última estrofa, que daba a en-
tender que yo ~lo había hecho". Ella leía el poema
una y otra vez con una voz muy sensual a lo Ma-
rilyn Monroe.
--¿Bueno?--finalmente me preguntó.
--¿Bueno qué?--pregunté yo.
--¡Lucy-puh!--exclamó exasperada--.
hiciste, o no?
--Mis labios están sellados--dije, usando
una expresión muy popular en la Academia Miss
Wood en aquella época.
Mi confesión hubiera sido bastante decep-
cionante. Por supuesto que todavía era virgen. El
objetivo de enviarme a Miss Wood fue el de man-
tenerme pura para algún macho dominicano, quien
probablemente había ido hasta lo último con la
sirvienta desde los doce años. En cuanto a mi vir-
ginidad, mis padres habían tenido éxito.
Pero en otras cosas no. La escuela me había
despertado ideas. Ganar ese concurso ~e sólo una,
de varias cosas, que me convencieron de que yo
tenía un cerebro. Hasta logré obtener una B+ de La
Hacha Madrina, quien ahora me servía en bande-
ja de plata. Quizá pensaba que si la República Do-
minicana llegara a convertirse en una democracia,
ella podría jactarse de la influencia que tuvo a tra-
vés de la hija del presidente. En una de nuestras
conferencias mensuales, la directora me animó a
solicitar entrada a la universidad. Pero ¿qué podía
hacer yo? Contrarios a los padres de las García,
quienes habían cambiado bastante su modo de
pensar en este país, los míos todavía creían fir-
memente que las mujeres no deben ir a la univer-
sidad. Los planes eran que yo regresara a la Repú-
blica después de la graduación en junio.
En eso, mi padre, que estaba de visita en
Washington, D.C. para reunirse con senadores y
solicitar apoyo a su candidatura, vino por primera
vez a visitarme un fin de semana. La directora lo
arrinconó y le echó un sermón sobre cómo la hija
de un presidente democrático debe dar buen ejem-
plo, con lo que mi padre estuvo de acuerdo, y más
aún, al regresar convenció a mi Mamá de que eso
sería lo mejor para mí: dos años en una universi-
dad, máximo. "Está bien", dije yo, aunque mi an-
helo era todo el rollo: cuatro años de universidad,
dos años trabajando en Nueva York, y luego, el
matrimonio. La cara de ese esposo sólo había .sido
un vago sueño hasta que apareció Roe.
Pero Yo se adelantó a reclamar que tenía
primer turno. Después de todo, ella y Roe habían
ido al baile del penúltimo año juntos. ("Como
amigos~, me había explicado Roe.) Ella y Roe ha-
bían pasado muchas horas de visitas sábados y do-
mingos conversando. (~Sobre cosas de la revista
literaria", me aseguró él.) Y Yo tenía evidencia con-
creta en que apoyar su reclamo. Una noche de enero
de nuestro último año de preparatoria, vino a mi
habitación a enseñarme un paquete de cartas.
Me leí la mayoría de aquellas cartas, y sentí
que la sangre se me escapaba de la cara. Ella tenía
razón, eran cartas de amor, llenas de poemas imi-
tando a e.e. cummings, no poco parecidos a los que
ahora Roe me enviaba a mí. Lo curioso fue que en
vez de enojarme con Roe, me enojé con Yo por des-
truir mi paz interior. "¿Por qué me enseñas esto?", le
pregunté tirando el paquete de cartas en su regazo.
Ella estaba sentada al pie de mi cama, y yo estaba al
otro extremo. Heather había salido Ull pOCO antes
para darnos un poco de privacidad, retorciendo los
ojos hacia el techo como diciendo: pobrecita.
--¿Cómo que por qué te las enseño?--me
dijo Yo con los ojos rebosados de lágrimas que tra-
taba de contener a pestañazos. Se había puesto más
bonita ese año. No sé, como si ahora le importara
su apariencia. Quizá la había inspirado Roe.
--Lo que quiero decir es que, bueno, a lo
mejor ustedes tuvieron algo que ver el año pasad~
--le digo, tratando de mantener la voz calmada. Así
es como me lo explicaba a mí misma. Pero ahora,
al mirar a Yolanda sentía el azote de los celos, y pen-
saba: "Quizás ella es más bonita que yo"--. Eso se
acabó, Yo--le dije como si fuera una decisión que
yo pudiera tomar.
--No te hagas ilusiones, Lucecita--mo-
vió la cabeza, con sonrisa irónica. Pero estaba heri-
da, se le veía en los ojos--. Esta última carta fue es-
crita hace dos semanas--me dijo, sosteniendo en
alto uno de los sobres azul pálido. Era una de las
que estaban al fondo del paquete que yo no me ha-
bía molestado en leer. Después de todo, no soy
glotona para los sufrimientos.
--¿Te la leo?--continuó.
La miré directo a los ojos. ~No--le dije--.
No me interesa en lo más mínimo". Por supuesto,~
me moría de curiosidad, pero se lo oculté. Además
yo conocía a mi prima Yo. Si ella tenía razón en al-
go, no se iba a dar por vencida. Me leería esa carta
aunque tuviera que obligarme a escucharla.
Y sí que me la leyó, sollozando, mientras
mi faz se endurecía más y más, y el corazón se me
hacía añicos, como las ventanas de casa durante
nuestras revoluciones. En su última carta, Roe pa-
recía dar respuesta a una nota desesperada de Yo.
(Por supuesto, eso ella no lo mencionó.) "Lo nues-
tro es para siempre--escribió Roe--. Pero nuestro
amor es platónico (una palabra que me alegró ha-
ber aprendido para las pruebas de aptitud escolásti-
ca). Tú sigues siendo mi inspiración. Sigues siendo
mi musa."
¿Y qué carajo soy yo?, me pregunté a mí
misma.
--Vete de aquí--le dije cuando terminó.
Tal vez fue aquel destello en sus ojos, como si se
regodeara en tener razón, lo que me hizo perder el
control--. ¡Vete!--le repetí gritando. Heather aso-
mó la cabeza--: ¿Todo bien por aquí?
Yo se veía asustada. "Anda, Lucinda--me
dijo--. Somos primas. No vamos a dejar que Roe
se interponga entre nosotras".
--Ya se interpuso entre nosotras--le dije,
con las lágrimas quemándome los ojos.
--Bueno, yo estoy dispuesta a dejarlo--di-
jo, con la mandíbula tensa--si tú haces lo mismo.
No pude contener la risa. <~Lo siento, m ija,
no voy a negociar esto contigo. Que Roe decida
a cuál quiere.~
Ella recogió su paquete de cartas y salió de
la habitación con exagerada dignidad, casi chocan-
do con Heather, quien todavía estaba parada en la
puerta. Al doblar la esquina, no pude resistir y le
grité: ~¡Que gane la mejor!".
Y oí su voz desde el pasillo: ~¡Que gane la
mejor!".
La semana siguiente fue el carnaval de in-
vierno, y yo me las arreglé para incluirme con Roe
en el equipo que iba a construir a Puff, el dragón
mágico, para el concurso de esculturas de nieve.
Cuando le terminamos la cola a Puff, nos escurri-
mos hacia el bosque que estaba detrás de los dor-
mitorios, y allí le canté las cuarenta.
--Por favor, Lucinda--repetía.
--Por favor qué--le dije. Las lágrimas
que había tratado de contener ahora me corrían
por las mejillas. Él me las secaba a besos, y coño,
yo lo dejaba.
--Tienes que comprender--me rogó--,
yo pensé que dejarías de hablarme si le daba un
derechazo a tu prima.
¿Saben quf ? A mí me parecía posible. No
había Yo escuchado a La Hacha Madrina hablar de
las grandes familias mafiosas de América Latina que
impedían el desarrollo de la democracia. Y viéndo-
lo así, claro que Roe podía pensar que yo iba a res-
paldar a mi sangre en vez de a él. ~Bueno, pues ha-
bla con ella si quieres seguir saliendo conmigo."
--Claro, claro--me dijo, mirando al p~o.
Esos o)os, esos suaves ojos grises... siempre me ha-
cían flaquear.
--Ay, Roe, yo quiero ser tu musa, tu inspi-
raclon.
--Tú eres mi musa--me dijo, agachando
la cabeza hasta que nuestras frentes se tocaron, y
me susurró unos versos que sonaban demasiado a
e.e. cummmgs:
y ahora eresy ahora soyy somos
un misterio que nunca volverá a ocurrir.
--Entonces, ¿vas a hablar con ella?--le
pregunté antes de dejarlo besarme otra vez.
--Claro que sí, Yolinda--dijo. Juro que
lo oí decir ~Yolinda".
Estoy segura de que habló con ella, por-
que Yo no me dirigió la palabra durante casi tres
meses, lo que debe haber sido muy duro para ella,
con esa boca que tiene. Finalmente, tuvimos un
reencuentro lacrimoso cerca de las casillas posta-
les el día en que las dos nos enteramos que ambas
habíamos sido aceptadas en la Universidad Com-
modore. Aunque no era una universidad de dos
afios, la madre de Yo, tía Laura, había convencido
a mis padres que me dejaran solicitar a una uni-
versidad donde ella pudiera supervisarme junto
con su hija.
--Estaremos juntas de nuevo--dijo Yo,
restregándose los ojos. Me abrazó y yo le di unas
palmaditas en la espalda, como si fuera un bebé
que necesitara eructar.
Yo debí haber sido la más generosa de las
dos, lo sé. Después de todo, yo fui la que se quedó
con Roe. A él lo habían aceptado en una universi-
dad que quedaba a dos horas de Commodore, y
estaba loco de contento. Así podríamos continuar
nuestro romance a lo largo de nuestros años uni-
versitarios y de nuestras vidas. Pero, ven, a pesar
de que me había ganado a Roe, había perdido la
tranquilidad. A veces estábamos sentados en el sa-
lón y yo sorprendía la mirada de Roe deslizándose
hacia Yo que estaba escribiendo en su diario, y
pensaba: ~Es a Yo a quien quiere". Si le pasábamos
por el lado a ella cuando dábamos la vuelta a la
plaza, Roe le decía: ~¿Cómo te va, Yo?", y pensaba
que podía escuchar el galope de su san~re cuando
ella se sonrojaba un poquito y le contestaba: (~Más
o menos".
Esa primavera se publicaron poemas de Roe
que nunca había visto en la revista literaria. Todos
eran sobre un amor ~ya perdido al tacto pero pre-
sente en el corazón". Lo interrogué sobre ese amor
perdido. "Es sólo una convención literaria, Lucinda
--me aseguró--. Keats, Wordsworth, Yeats, todo
el mundo escribe sobre amores perdidos".
--¿Nadie escribe sobre amores felices?--le
pregunté--. ¿Por qué no empiezas una tradición?
--Necesito más experiencia--me dijo, apre-
tándome la mano.
En varias ocasiones habíamos hablado de
lanzarnos y tener relaciones. Resulta que Roe, a pe-
sar de ser tan buen tipo, era tan virgen como yo.
Pero a los dieciocho, él empezaba a temer que en
algo fallaba porque no había tenido relaciones se-
xuales. No que él quisiera algo basto y vulgar, una
de las chicas locales que se colaban en las fiestas de
la academia con sus pelos empajonados y sus esco-
tes llamativos. Él quería la palabra hecha carne, el
alfa y el omega reunidos en un infinito amor sin
fronteras. Era capaz de remontarse de tal manera
en el tema que yo llegaba a perder la noción de lo
que estaba diciendo. Sólo una cosa tenía sentido pa-
ra mí: la primera mujer que un hombre posee, de-
cía Roe, vive en su corazón por el resto de sus días.
Al igual que mi prima, yo había sido cria-
da como católica. Nuestras almas eternas, así como
nuestros matrimonios, peligraban si entregábamos
la flor de nuestra virginidad fuer2 de la santidad
del sagrado matrimonio. Pero cada vez que miraba
los ojos de Roe, sentía que me derretía por dentro,
y me preocupaba que Lucinda María se fuera a ren-
dir a los deseos de la carne.
Me pregunto si todavía vivo en el corazón
de Roe. Una vez, entre matrimonios, traté de se-
guirle la pista. Llegué a llamar a la oficina de exa-
lumnos y averigué que James Roland Monroe III
(no me acordaba que hubiera número) trabajaba en
un importante bufete de abogados en Washing-
ton, D.C., que se había casado con una tal Courtney
Hall-Monroe, que tenía tres hijos, Trevor. Court-
ney y James Roland IV. Me preguntaba si cada vez
que Roe le hacía el amor a Courtney, él escuchaba
el rumor del Mar Caribe y un leve murmullo de
palmeras. Decidí no averiguarlo. ,~Qué hubiera he-
cho si al llamarlo dice: (<~Lucinda quién?>~. O peor
aún: ~(Ah sí, Lucinda la de Barbados, ~cierto?~.
La verdad es que durante largo tiempo era
Roe quien estaba en mi corazón. Casi todos los
hombres de quien me enamoré podían haber sido
su doble. El mechón de pelo negro, ese aspecto de
hombre fatal, el mismo encanto que yo no podía
resistir. El problema era que otras mujeres tampoco
podían resistirlo. Si la carrera de mi padre fue la de
ser perenne candidato presidencial, la mía fue la
de casarme con hombres inapropiados. Pero por lo
menos, nunca más tuve que entrar en compete~cia
con mi prima Yo. Parecía que a ella ya no le intere-
saba ese tipo de homhre. ( )lli7á por el fracaso que
ella provocó y que puso fin a mi romance con Roe.
~Recuerdan los diarios de la clase de inglés?
Durante aquella primavera de corazones rotos, Yo-
landa escribía su colección de quejas, con pelos y
señales. Roe y Lucinda dándose besos de lengua.
Roe y Lucinda de noviazgo oficial. Roe y Lucinda
solicitando universidades cercanas. Roe y Lucinda y
sus planes de casarse a espaldas de la familia.
Todo esto es invención mía. En realidad
no tengo la menor idea de lo que Yo escribió en su
diario, pero sé que fue lo suficiente como para
arruinar toda posibilidad de que yo fuera a la uni-
versidad y volviera a ver a Roe.
Lo que pasó fue que tía Laura, la madre de
Yo, encontró el diario en su habitación y lo leyó
-
de cabo a rabo. En la familia todos son entrometi-
dos y fisgones. Mis padres abrían todas las cartas
que recibíamos de cualquier muchacho. No se nos
permitía hablarle a un hombre a no ser que hubie-
ra un adulto en la habitación. Pero nadie se acor-
dó de decirles que había una escuela de varones un
poco más arriba de la Academia Miss Wood. Na-
die les había explicado en qué consistían las horas
de visita. Nadie les había mencionado el carnaval de
invierno, las vacaciones de primavera, las celebra-
ciones de homecoming.
Es decir, nadie, excepto Yolanda García.
Ese verano tía Laura se apareció en la re-
serva familiar, aparentemente para traer a las chi-
cas García de vacacione.s. ne huena.s a primer~s
mi Mamá no me quitaba los ojos de encima. Mi
papá apenas me hablaba. Yo andaba derechita, me
comportaba como una santa, me quedaba en casa
por las noches mientras que las García salían de
pa~seo con Mundín, disfrutando en grande de sus
vacaciones veraniegas en su isla natal.
Por fin llegó el día en que se suponía que
partiera con ellas para la orientación de estudian-
tes de primer año. Nunca olvidaré esa mañana en
h habitación de mis padres. Mi padre caminaba de
un lado a otro, mi madre lloraba con el rosario en
manO. Me querían en casa, a su lado, me informa-
ron. Tía Laura había descubierto un diario obsceno.
Sabían que mi prima Yo tenía una gran imagina-
ción. Sabían que todo era inventado, pero de todos
modos, el simple hecho de que semejantes cosas
pudieran existir en la mente de su sobrina quería
decir que Estados Unidos no era lugar para su hi-
ja. Y se acabó la discusión. Si yo quería estudiar,
podía ir a la universidad del país.
Yo lloré y supliqué y hasta amenacé con
suicidarme. Sonaba como uno de esos poemas pu-
blicados en la revista literaria de la Academia Miss
Wood. Le escribí a Roe rogándole como una des-
vergonzada que por favor viniera a rescatarme. Pe-
ro no tuve respuesta durante varios meses. Final-
mente recibí, a través de Carla, una nota en aquel
mismo papel azul pálido. Había conocido a al-
guien durante el verano. <~Y a pesar de que todavía
te arno, Lucinda... Rompí aquella carta en tanros
pedazos como él había destrozado mi corazón. No
quería saber nada de cómo lo nuestro era para
siempre. Y por descontado, no quería tropezarme
con la palabra platónico.
En cuanto a Yo, tuvimos la gran pelea cuan-
do regresó al verano siguiente. Me pidió mil dis-
culpas. Tuve que creerle que ella no había dejado
ese diario al alcance de la mano a propósito. Tuve
que creerle que ella quería que yo la acompañara a
Commodore. Que no me guardaba rencor por lo
de Roe. Ese verano me preguntó más de cien veces
si estaba contenta. Si la había perdonado. Le dije
que sí, claro, que la había perdonado. Pero nunca
le contesté la pregunta de si estaba co~enta. La
verdad sea dicha, en esa época, me sentía fatal. Yo
había estado lista para desplegar mis alas y volar, y
fue como ser una mutación evolutiva: estaba lista
para ser un ave sólo para descubrir que debía con-
formarme con ser una criatura terrestre.
No me malinterpreten. Después de todo re-
sulté ser una mujer feliz. Tengo cinco hijos precio-
sos, la mayor tiene la edad que teníamos Yo y yo
cuando Roe se presentó en nuestras vidas. Tengo una
cadena de boutiques que venden mis diseños má~
rápido de lo que los talleres pueden producirlos. Es-
posa, madre, mujer profesional: lo logré todo y eso
no es nada fácil en nuestra islita del tercer mundo
Mientras tanto, las chicas García luchan con su am-
bivalencia cultural en la tierra de milk and money.
Sobre todo Yo. Y quizá por sus propias lu-
chas, todavía se siente culpable en cuanto a mí
Cada vez que viene aquí y nos reunimos, observo
cómo su mirada se desliza hacia mí en busca de
respuestas.
Cuando eso sucede, ~saben lo que hago? Me
vuelvo hacia ella y le disparo una de mis sonrisas de
pelo-y-uñas, una sonrisa que yo sé que no le inspira
confianza. Y la veo fruncir el cejo como si todavía le
doliera, al cabo de veinte años, no saber si fue lo
mejor para mí llevar la vida que llevo. Si ella es cul-
pable de las dificultades que he tenido, de los malos
matrimOniOS, de los problemas con mis padres, de
mis hijos sin la presencia de un padre. Y cuando la
veo, ya casi en los cuarenta, dando traspiés por el
mundo, sin un marido, ni un hogar, sin hijos, pien-
so: tú eres la aparecida, la que ha terminado vivien-
do la mayor parte de su vida en papel.
La hija de la sirvienta
Informe
Tenía ocho años cuando mi madre me de-
jó en el campo con la abuela para irse a Estados
Unidos a trabajar como sirvienta de la familia Gar-
cía. Mi Mamá había trabajado para la familia de la
Torre casi toda su vida y así fue como ella consi-
guió ese trabajo con los García. La señora de Gar-
cía es de la familia De la Torre y conocía a fondo
la vida de mi madre, así es que cuando ella y su
marido decidieron quedarse a vivir en Nueva York
después del asesinato del dictador, ella le preguntó
a mi madre si quería ir a ayudarla con la difícil
tarea de ser ama de casa en Estados Unidos.
Mamá aceptó inmediatamente. Hacía tiem-
po que le oía decir que quería ir a Nueva York. Cada
vez que uno de los De la Torre se iba de viaje por
un largo tiempo, mi madre lo ayudaba a empacar.
Ella espolvoreaba dentro de las maletas un polvo
especial hecho de sus uñas molidas y hebras de su
cabello y algunos otros ingredientes por cuya pre-
paración había pagado veinte pesos a una santera.
Aquello parece que tuvo efecto. Con el paso del
tiempo, aquellos pedacitos de Mamá se amal-
gamaron en Nueva York creando una fuerza mag-
nética tan poderosa que a la larga atrajo al resto de
ella a la ciudad mágica.
Allá se fue llena de ilusiones de cómo, por
fin, iban a mejorar nuestras vidas. Yo la creí, a pe-
sar de que, al principio, mi vida empeoró. Yo vivía
en la capital, en el internado en que ella me había
puesto para tenerme cerca. Era un lugar bastante
agradable, con inodoros y electricidad y unifor-
mes y niñas de piel oscura, muchas de ellas tenían
ojos claros y pelo bueno debido a que eran hijas
ilegítimas de sirvientas y señoritos, o señorones,
de familias importantes. Existía una jerarquía que
se basaba en si tu padre te había "reconocido" o
no: si había admitido que era en realidad tu padre
y te había dado su apellido. Yo estaba en un esca-
lón bastante bajo en esa jerarquía, ya que la única
razón por la cual yo estaba allí era porque la fami-
lia De la Torre logró convencer a las monjas de
que me aceptaran, para que así yo pudiera estar
cerca de una de sus sirvientas favoritas, mi madre.
O eso fue lo que yo pensaba en aquel entonces.
De todos modos, cuando Mamá se fue a Es-
tados Unidos, me mandaron lejos al campo a vivir
con mi abuela, quien comía con las manos y se
limpiaba los dientes masticando un pedazo de ca-
ña de azúcar. Dormíamos en un bohío de palmas,
sin electricidad, ni servicio sanitario, ni nada de
nada. Todos los meses íbamos a la capital a la casa
de los De la Torre a recoger el dinero que mi ma-
dre nos había enviado. Junto a los billetes verdes y
nuevecitOS, venían cartas que yo le leía a mi abue-
la, ya que ella no sabía descifrar esos garabatos.
Las cartas de Mamá eran como cuentos de hadas,
y nos contaba de edificios que tocaban las nubes
y de un aire tan frío como el interior del refrigera-
dor del colmado. También mandaba fotografías
de las cuatro hermanitas García, todas un poquito
mayores que yo, nos llevábamos uno, tres, cuatro
y cinco años respectivamente; todas eran muy lin-
das, con los brazos echados, las cabezas inclinadas
así y asá, como verdaderas hermanas cariñosas y a
mí me embargaba la tristeza de no tener una her-
mana. Al otro lado de las fotos, cada una firmaba
su nombre, y una vez, la que se llama Yo añadió
unas palabras que decían: "Querida Sarita, quere-
mos mucho a tu querida Mamá y te estamos muy
agradecidas por prestárnosla~>.
Bueno, por lo menos eran agradecidas,
Cinco años trabajó Mamá para esa familia,
ahorrando dinero, visitándonos nada más que dos
veces en todo aquel tiempo. En el segundo viaje
me volvió a meter en la escuela de monjas, porque
decía que me estaba volviendo una jíbara, como
una de esas niñas haitianas que nunca habían usa-
do zapatos. Bueno, yo llevaba ya tres años y medio
con la vieja y me había encariñado con ella, y ahora
me resultaba difícil volver a dormir en un colchón,
comer con cubiertos, y ser una jovencita pretencio-
sa. Pero ~cómo iba a quejarme? Mi Mamá se ma-
taba trabajando para darme todas las cosas que ella
no tuvo. No podía fallarle mostrando preferencia
por el tipo de vida que ella había dejado atrás.
Cinco años después de su partida, llegó la
increíble noticia. Mamá le había preguntado a
la señora García si podía llevarme a Estados Uni-
dos, ¡y la señora García había dicho que sí! Desde
que me había hecho una señorita, Mamá sufría
horrores por dejarme sin supervisión en aquel país
de lobos. "Yo sé lo que digo)), me dijo en una de
sus cartas. Años más tarde, mi madre me diría la
verdad que había ocultado allá en la República. Ella
era la hija ilegítima de un hacendado riquísimo, que
decía ser dueño de la tierra donde mi abuela se ha-
bía instalado sin permiso. En cuanto a mi propio pa-
dre, ella rehusaba nombrarlo.
Los De la Torre me pusieron en el avión en
Santo Domingo, y cuando aterricé en el aeropuerto
Kennedy, allí estaban todas en fila, reclinadas so-
bre la baranda, Mamá, la señora, y las cuatro her-
manas García. El momento en que crucé la puerta,
una niña de trece años, flaca y asustada, abrazando
la Barbie que ellas me habían regalado en Navi-
dad, con dos trenzas recogidas encima de la cabeza
y mi suéter rosado que no pegaba con mi vestido a
cuadros (qué sabía mi abuela de combinaciones de
colores), esas niñas me cayeron encima.
"¡Ay, Sarita, nuestra hermanita, Sarita!)) Me
abrazaban como si me conocieran de toda la vida.
Sobre sus hombros vi a Mamá, allí, de pie, con
una sonrisa de orgullo, esperando su turno. Cuan-
do las García terminaron de darme la bienvenida,
tomé la mano de mi madre, se la besé y le pedí la
bendición. Hice lo mismo con la señora García,
quien parecía estar muy impresionada, y más tar-
de regañO a las niñas y les dijo que debían apren-
der de Sarita cómo comportarse bien. Hubo tantos
revirones de ojos en el asiento trasero que el carro
bien pudo haber ido tambaleándose carretera aba-
jo hasta la casa de los García en el Bronx.
Desde el principio, esas niñas me trataron
como una muñeca favorita, una hermanita y un
caso de caridad. Me daban ropa que no les servía y
joyas que les habían dado y que se suponía que no
debían usar delante de su madre. Y todas ellas de-
dicaron tiempo a enseñarme cosas. Carla a menudo
me preguntaba cómo me sentía sobre esto o aque-
llo (practicaba para ser psicóloga), y luego me expli-
caba cómo era que yo realmente me sentía. Todo
aquello era tan divertido como leer mi horóscopo
en una revista o escuchar a mi abuela predecir el fu-
turo en una taza de café. Sandi y Yo me enseñaron
a maquillarme de manera que lucía como si me fue-
ran a suceder cosas extraordinarias. Luego tenía-
mos que refregarnos bien la cara, porque sabíamos
que a mi Mamá no le gustaba nada de eso. Fifi era
mi compañera de juegos, ya que teníamos casi la mis-
ma edad. A veces se ponía celosa de toda la aten-
ción que se me daba, y Mamá me llevaba para el
sótano, donde vivíamos.
--Un paso en falso y nos mandan de re-
--Con tu permiso, Mamá--explicaba--,
pero yo no he hecho nada--y ahí mismo bajaba
la mano, aterrizándome en la cara hecha bofet~a.
Los ojos se me llenaban de lágrimas, pero prohibido
llorar. Mamá me había advertido que no podíamos
hacer ningún ruido en la casa.
--No te des muchos aires--me decía entre
dientes, su voz escasamente más que un susurro--.
¡No te creas que vas a ponerte contestona como las
García con su madre!--y apuntaba con la cabeza
hacia el piso de arriba. Pronto ese gesto se convirtió
en un código entre nosotras. Cada vez que ella que-
ría que bajara la voz o que saliera de la habitación
o que confabulara con ella cuando las García estaban
presentes, ella movía la cabeza así. ¡Esas niñas Gar-
cía! No se te ocurra pensar que eres una de ellas.
Pero me trataban como si fuera parte de la
familia. De vez en cuando lograban convencer a
Mamá que me dejara salir con ellas. Le tenían que
explicar, paso por paso, exactamente lo que iban a
hacer, aunque luego se apartaran drásticamente del
plan. Casi siempre decían que me iban a llevar a la
biblioteca o al museo o al cine a ver una película que
estaba en la lista aprobada para niñas católicas.
Luego, en vez de dirigirnos al Museo Metropolita-
no o al auditorio del Sagrado Corazón, nos íbamos
a la Washington Square en Greenwich Village a
ver a los chamaquitos gringos arrebatarse de mari-
guana. De vez en cuando, algún muchacho ligaba
con una que otra hermana y, por supuesto, todas
nos colábamos. Una vez fuimos a parar al lof¿ de
dos melenudos a escuchar una música que sonaba
exactamente como si mezclaran cucharas y tene-
dores en una batidora a toda velocidad. Los tipos
no querían creer que todas éramos hermanas como
ellas insistían. Por un lado, Sandi era de tez clara y
pelo rubio, Fifi era alta, como una americana, Carla
y Yolanda tenían la piel aceitunada, y yo color café
con leche, pelo negro y ojos medio garzos, así que
lucíamos como una familia de retazos.
Pero las García se reían, diciendo que éra-
mos isleñas y que en el Caribe (~esas cosas pasan".
De pronto, los tipos empezaron a avanzar hacia no-
sotras, raros y ojitorcidos, medio tambaleando. Nos
dijeron que ellos tenían un método para saber si
éramos hermanas o no. ¡Qué asustadas estábamos!
Nos pusimos de pie muy despacito, como si estu-
viéramos en una habitación de un bebé con cólico
que al fin se ha quedado dormido, y las cinco nos
echamos una mirada, hicimos un leve gesto hacia la
puerta, muy parecido al gesto de mi madre. Uno-
dos-tres--éramos como una sola persona respiran-
do al unísono--hasta que Yo ~ritó: "¡Vámonos!>~. v
salimos volando por la puerta, traqueteando por las
escaleras, y no paramos de correr por ocho cua-
dras y dos niveles bajo tierra hasta que llegamos al
tren subterráneo.
Camino a casa, Carla nos preguntó a Fifi y
a mí cómo nos sentíamos sobre lo que acababa de
suceder, y Sandi añadió que si alguien decía una pa-
labra sobre lo ocurrido, todas nos meteríamos en tre-
mendo berenjenal. Por eso Yo seguía preguntándo-
se en voz alta cómo sería que aquellos tipos podían
determinar si unas chicas eran hermanas o no.
--¡Basta, por favor!--Carla le gritó por fin,
un grito que se oyó por encima del estrépito del
tren. Alguna gente nos miró--. Nos vas a dar pe-
sadillas.
--Yo creo que necesitas un loquero, Carla
--dijo Yo, siempre tan mordaz e ingeniosa. Nadie
podía tener la última palabra cuando ella estaba pre-
sente, por lo cual su Mamá siempre la amenazaba
con ponerle salsa picante en la boca, para quemar-
le esa lengua de látigo. A veces se veían cosas muy
tristes en esa familia.
En fin, que aquél fue nuestro último paseo
secreto por la ciudad. En una semana el verano lle-
garía a su fin. Las tres mayores de las García regre-
saron a sus respectivas universidades, Fifi al interna-
do, y yo me quedé sola con los tres adultos, como si
fuera la única hermana García de la familia.
~- Si no hubiera sido por la escuela, me hubie-
ra muerto de soledad en aquella casa vacía. La vida
allí era tan aislada en comparación con la de la isla.
Aun cuando vivía en el campo, Abuela y yo salía-
mos de la casa en cuanto nos levantábamos por la
mañana y no regresábamos hasta la hora de dormir.
Nuestra sala eran tres mecedoras bajo el almendro~
colocadas frente a las de los vecinos. La cocina era
un techo de pencas de palma sobre un mostrador
con hornillas de carbón, donde una panda de mu-
jeres cocinaban y chismoseaban en grupo. El servi-
cio sanitario era un prado al otro lado del río, y la
bañera pública era ese mismo río. Y en todos estos
sitios siempre había mucha de gente.
Pero en aquella área exclusiva del Bronx,
todo el mundo vivía encerrado en su casa con sis-
temas de alarma y pesadas cortinas en las ventanas.
Mamá llevaba cinco años allí y decía que no conocía
a ningún vecino. La única gente que veía Mamá
eran los pacientes que llegaban a consultar a la psi-
cóloga que tenía su oficina en la casa de al lado.
Entre ellos había una señora (que siempre miraba
por encima del hombro) con gafas negras y la ca-
beza cubierta por un pañuelo; otra señora y su flaca
hija adolescente que siempre entraban por la vere-
da gritándose una a la otra (Mamá apuntaba con la
cabeza igual que hacía con las García), un hombre
de cuerpo retorcido y una cojera horripilante (Ma-
má lo imitaba para enseñarme lo horrible que era),
y un montón de otra gente. Me sentí más agradecida
por todo lo que Mamá había pasado en esos cinco
años de soledad, prisionera--así es como me la
imaginaba--en esa casa con sólo el domingo de
asueto. Yo no lo hubiera a~uantado. Pero como de-
cía, yo tenía la escuela para romper la monotonía
de la soledad.
La escuela pública, a la que llegaba en au-
tobús, estaba en un barrio no muy bueno del Bronx.
La mayoría de los estudiantes era afroamericanos,
pero también había muchos puertorriqueños y unos
cuantos irlandeses que habían sido expulsados de
la escuela católica. Al principio, Mamá quería que
yo fuera al Sagrado Corazón, pero la matrícula y los
uniformes costaban mucha plata. Además, las Gar-
cía habían estudiado en esa misma escuela antes de
irse al internado, y yo creo que Mamá sabía que la
señora García iba a pensar que la sirvienta se quería
lucir si mandaba a su hija a la misma escuela.
Antes de entrar a la escuela pública, Mamá
me leyó la cartilla al derecho y al revés de lo que
podía y no podía hacer. No podía recibir llamadas
91
ni visitas, puesto que ésta no era nuestra casa. Te-
nía que ir directamente a la escuela en el autobús e
inmeditamente, al final de la clase, tenía que re-
gresar en el mismo autobús. Mamá siempre cami-
naba conmigo hasta la parada por las mañanas, y
all~ me esperaba, uniformada, todas las tardes a las
cuatro en punto.
Los chismes corrían por la escuela. Mi tez
era bastante clara y era bonita, las García me lo
decían. Es más, mucha gente pensaba que yo era
italiana o griega. Ostentaba una dirección exclusi-
va en mi ficha. Los estudiantes que tomaban el
mismo autobús informaron a los demás que una
sirvienta uniformada siempre me esperaba, y que
cuando llovía llevaba un paraguas. Cuando al fin
aprendí suficiente ingrés, les expliqué a tropezones
que mis padres (sí, me había inventado una fami-
lia legítima) no me permitían recibir llamadas ni
visitas. Me convertí en la chica misteriosa y rica
proveniente de una isla de la cual mi padre era el
dueño... muy cerca de Italia o Grecia.
Éstas eran las interpretaciones que ellos le
daban, y yo no sabía el inglés suficiente para clari-
ficarlas. Por otro lado, bien pudiera ser mi padre
un italiano rico o un griego con cara de sapo co-
mo ese Onassis que se casó con la Jackie Kennedy,
tan bonita ella. Y así dejé flotar aquellas mentiras
que se convirtieron en la historia oficial de mi vida.
¿Y quién me iba a desmentir?
Adivinen quién. Yolanda García. Durante
mi segundo año en aquella escuela, Yo estuvo en ca-
sa durante todo el mes de enero. En su universidad
--¡Gracias, gracias, muchas gracias!--Yo-
landa me encerró en un abrazo, mientras que yo
cerré los ojos, desconsolada. Todo aquel mundo de
los estudiantes tenían que hacer unas prácticas,
o un proyecto de investigación fuera del plantel
universitario, una vez antes de graduarse. Yolanda
había pensado hacer una crónica sobre su familia
en la República Dominicana, pero la situación polí-
tica se empeoró por aquel entonces, y el doctor
García no la dejó ir. Ella amenazó con ir de cual-
quier manera, hasta secuestrar un avión si fuera ne-
cesario, pero la lengua de Yo siempre fue más gran-
de que su valor, así que, por supuesto, se quedó en
Nueva York a la búsqueda de otro sujeto que pu-
diera analizar por un mes.
Sus ojos se posaron en mí.
Éste era su plan, del cual sus padres se
alegraron mucho, porque así por fin dejó de mo-
lestarlos con lo de que si los padres de Shakes-
peare no le hubieran permitido viajar a Londres,
él nunca habría escrito treinta y ocho obras tea-
trales. Lo que ella se proponía hacer era observar
mi ~(aculturación"--yo ni sabía qué era aquello--
para de esa manera entender su propia experien-
cia como inmigrante.
--¿Estás de acuerdo, Primi?--le preguntó
a mi madre, luego de haber organizado por teléfo-
no todo el plan con su consejero académico.
--M'ijita, aquí estamos a sus órdenes, us-
ted lo sabe--le dijo Mamá. Ésta era su respuesta
convencional para cualquier cosa que le pidieran
los García.
93
fantasía que había creado estaba a punto de estre-
llárseme encima.
Al día siguiente, Yolanda y yo caminamos
juntas a la parada de autobús. Yo iba chachareando
sin parar sobre cómo fue aquel primer año en Nue-
va York para ella y su familia. Aspiré una profunda
bocanada de aire frío y la solté para poder ver algo
mío en este mundo ajeno de árboles desnudos, cielo
gris y casas de ladrillo apretujadas hombro con hom-
bro. Y le solté a Yo mi secreto. Que yo pretendía an-
te mis maestros y condiscípulos ser parte de la fami-
lia García. Mantenía la vista fi ja en la acera mientras
hablaba. Podía haberme examinado sobre cada grie-
ta, cada caca de perro, y cada garabato en la pared vi-
sible entre la casa y la parada de autobús y hubiera
sacado un super-sobresaliente sin la menor duda.
Cuando terminé de confesarme. quedé en
espera de una sentencia.
En cambio, Yolanda sólo dijo: "¿Y cómo lo
lograste?".
ferente.
--¿Qué quieres decir?
--Bueno, por un lado tienes un apellido di-
-No quise decir que fingía ser una de las
García. Yo... yo... esto fue difícil. Sólo pretendí que
vivía en tu casa con un padre y una madre que no es
una sirvienta--sentí ese cosquilleo en la nariz que
anuncia la llegada de las lágrimas.
--Ay, Sarita--Yo se detuvo. Tenía la cara
radiante~ como si yo hubiera inventado aquel cuen-
to para complacerla a ella--. ¡Tú eres mi hermanita
de afecto, y eso es todo lo que necesitan saber!
¿Por qué será que cuando uno desea algo de
todo corazón y el deseo se realiza, inmediatamente
se siente una sensación de vacío? O tal vez será que
el alivio me hizo sentir con cien libras de menos,
flotando en el aire. Me agarró la mano. Una mano
enguantada cogida de otra mano enguantada: has-
ta el contacto humano era diferente en este país.
Todos los días, durante dos semanas com-
pletas, Yo fue a la escuela conmigo, bueno, casi to-
dos los días. Se escapó un par de veces para pasar el
día con su novio hippie, que había venido en auto-
stop desde Massachusetts. Al igual que Mamá, el
doctor García no creía en eso de que sus hijas "sa-
lieran~> con muchachos. Una vez, cuando Yo reci-
bió una llamada del hippie, el doctor agarró el te-
léfono y lo retó a un duelo.
En la escuela Yo presenciaba todas mis cla-
ses, tomaba apuntes, hablaba con mis maestros so-
bre mi adelanto. Por supuesto, ellos querían saber
más sobre mí y la familia. "¡Sarita es nuestra estu-
diante misteriosa!~, decían, riéndose como si yo no
estuviera allí. Yo se lanzaba con gusto, elevando mis
mentiritas al plano más alto de literatura y ficción.
Creo que allí fue cuando perdí el placer de
hacerme pasar por quien no era. Me di cuenta qu~
uno podía alejarse más y más de sí mismo como
las García, quienes se habían vuelto americanas y
salían a escondidas con muchachos a los que les
95
~nteresaba más drogarse que llegar a conocerlas. ¿Y
~as hermanas García sabían realmente quiénes eran?
EHippies o niñas decentes? ¿Americanas a domini-
tanas? ¿Inglés o español? Pobrecitas.
Supongo que si hubiera tenido la fuerza de
carácter de Mamá me hubiera quedado en la mis-
ma escuela y hubiera dicho la verdad. En cambio,
lo que hice fue hablar con Mamá, y luego de varios
d~as de azuzarla, finalmente me dio permiso para
hablar con la señora García.
Ese fin de semana, cuando ayudaba a doña
Laura a quitar los adornos de Navidad, le pregun-
si ella tenía alguna objeción en que yo fuera a la
misma escuela que sus hijas.
Al principio pensó que yo hablaba del in-
ternado de Fifi. "No, no--dije--, quiero decir el
Sagrado Corazón. Ahí me darán mejor enseñan-
za", dije, lo cual era cierto.
--Pues, claro que no tengo ninguna obje-
ción--dijo, mirándome con curiosidad--. Pensé
que a lo mejor tu Mamá prefería que fueras a una
escuela con muchachos como...--sabía que no lo
quería decir, muchachos como yo, negros, para no
sentirme como pez fuera del agua.
--Ella dice que puedo ir, si usted está de
acuerdo--le dije, y añadí rápidamente--, pero ne-
cesitamos su ayuda con la matrícula--bajé la ca-
beza, avergonzada de tener que pedir ayuda.
Bajó unos escalones, con esa sonrisa de con-
descendencia que las madres dan a sus hijos. "¡Claro
que pueden contar conmigo!--dijo--. Todo lo que te
pido es que saques buenas notas. Por segunda vez en
96
dos años le tomé la mano y se la besé". "Que la Vir-
gencita la proteja a usted y a cada una de sus hijas."
Una mirada lejana y triste le empañó los
ojos, como si pensara que quizá quien únicamente
podría ayudar a sus hijas era la Virgen María. Vol-
vió a subirse a la escalera y me entregó la estrella de
papel maché púrpura-naranja-verde que las chicas
habían hecho para coronar el árbol de Navidad.
Al cabo de dos semanas, Yo dejó de acom-
pañarme a la escuela. Entonces empezó el tácata-
tácata-tácata de la máquina de escribir que su padre
le había regalado y que ella no dejaba que nadie to-
cara, ni siquiera su madre. para llenar los formula-
rios de seguro médico de los pacientes. ((Eres una
egoísta con esa maquinilla~), le dijo la señora García.
--Es lo único especial que tengo en la vida
---le ripostó Yo. Esa respuesta a mí me hubiera ga-
nado una bofetada en la boca. Pero Yo no sabía
cuándo parar--. ¿Tú dejarías que alguien se acos-
tara con Papi?--la salsa picante hizo acto de presen-
cia. Mi madre me dio uno de sus meneos de cabeza
que significaba: ((Baja. No quiero que veas esto)).
Pero a pesar de todo, aquél fue un periodo
relativamente tranquilo, excepto por lo del traque-
teo continuo de la máquina de escribir, que tal pare-
cía que a la casa le latía el corazón. La verdad es que
hay que quitarse el sombrero: Yo trabajó día y no-
che en ese informe. Había entrevistado a Mamá y a
mí, y por supuesto, a sus padres, y a otras sirvientas
cuyos números de teléfono Mamá le había facilita-
97
do, que trabajaban en casas de dominicanas en Bro-
oklyn y Queens. A veces le preguntaba que qué es-
taba escribiendo, pero era como si ella estuviera en
una nube. Su Mamá tenía que chasquillar los dedos
para que le prestara atención. Su padre se ponía las
manos de megáfono y le gritaba sobre la mesa del
comedor: ((¿Cómo está nuestra Shakespearita?".
Al fin, una noche, Yo bajó las escaleras co-
rriendo, informe en mano, para enseñarnos su obra
maestra. ((¡Ya acabé! ¡Ya acabé!" Hizo que Mamá
tocara la rima de páginas para darle buena suerte,
y seguidamente nos leyó la primera, donde decía
que el informe iba dedicado a todos aquellos que
~akí~n perdido su patria, especialmente a Sarita
y Primitiva, parte de la familia.
Mamá no sabía nada de dedicatorias, así
que con un "gracias" extendió la mano para tomar
el informe como si fuera un regalo.
--No, no--se rió Yo--. Tengo que entre-
garlo en la universidad. Una dedicatoria es, bueno,
eso... una dedicatoria.
Pensé lo que me gustaría hacer con esa de-
dicatoria: tachar el nombre de Mamá y escribir el
suyo verdadero, María Trinidad. Más de una vez le
había insistido para que volviera a usar su nombre
correcto. Pero Mamá se negaba. Los De la Torre le
habían dado ese apodo cuando ella era una niña
medio salvaje acabada de llegar del campo. "Ya es-
toy acostumbrada, m'ija. A estas alturas me con-
fundiría si me lo cambiaran. Dios sabe que a esta
cabeza de vieja le cuesta trabajo recordar quién es."
Ella había trabajado para la familia De la Torre to-
da su vida, y se notaba. Si las ponías una al lado de
la otra, a la señora García con su piel pálida, hidra-
tada con cremas costosas y el pelo arreglado en la
peluquería semanalmente; Mamá con su moño gris
desgreñado y el uniforme de sirvienta y la boca to-
davía en espera de que se ganara la lotería para ha-
cerse una dentadura postiza, Mamá lucía diez años
mayor que la señora García, a pesar de que ambas
tenían la misma edad, cuarenta y tres años.
Ese fin de semana los García fueron a visi-
tar a Fifi a su internado, y Yo los acompañó para ver a
sus antiguos maestros. Mamá y yo íbamos a salir
temprano a pasar la noche del sábado con la amiga
de Brooklyn. Mientras ella lavaba la ropa en el s~-
tano~ yo terminaba de limpiar arriba. En la habita-
ción de Yo, justo al lado de la máquina de escribir,
observé la elegante carpeta negra. Pasé la página de
la dedicatoria y comencé a leer.
No sé con qué lo podría comparar. Al menos
todos los detalles estaban más o menos en orden.
Pero aun así me sentí como si me hubieran robado
algo. Mucho tiempo después, en un curso de antro-
pología que tomé en la universidad, leí algo sobre
unas tribus primitivas (¡cómo detesto esa palabra!)
que no se dejan fotografiar porque se figuran que así
les roban el espíritu. Pues esa misma fue la sensación
que tuve. Aquellas páginas eran como los pedacitos
de sí misma que Mamá había depositado en las ma-
letas de los viajeros De la Torre: eran parte de m~.
Puse la carpeta en el cubo de la limpleza,
y cuando Mamá no me miraba, la metí en mi ma-
letín. Mi plan era llevarme el informe a la escuela
y esconderlo en mi pupitre hasta que decidiera qué
iba a hacer con él.
El domingo, tarde en la noche--Mamá
siempre esperaba hasta el último minuto de su día
libre para regresar a la casa--las dos caminábamos
desde la estación del metro. Estaba nevando y ba-
jo cada lámpara podíamos ver los gruesos copos de
nieve, miles y miles de ellos, en abundancia para
todos. Mamá se puso de buen humor, aunque pronto
tendría que ((volver a guayar la yuca>~, como ella
llamaba a su pesada ocupación.
Se paró bajo un farol, y como una niña,
sacó la lengua, riéndose según los copos de nieve
se le pegaban a la cara. ((Ay, Gran Poder de Dios
--decía--, quisiera que tu abuela viera esto antes
de morir".
Yo no apoyaba aquel deseo de que mi abue-
la viniera a un país tan frío y solitario. "¿Por qué?",
le pregunté a Mamá con desafío en la voz. Los há-
bitos de las García se me estaban contagiando.
Por un momento temí que me fuera a dar
un porrazo por el tono brusco de mi voz, pero sólo
me miró fijamente. Bajo la luz del farol vi su cara
mojada por los copos derretidos. "No estás con-
tenta aquí, ~verdad, m'ija?"
--Estoy contenta siempre de estar conti-
go, Mamá--le mentí.
--Las muchachas te tratan bien. Y tú sa-
bes que doña Laura tiene un lugar especial para ti
en su corazón...
--Lo sé, Mamá, pero ellos no son nuestra
familia.
Se quedó callada por un momento, como
si fuera a añadir algo más, pero mejor cambió de
idea. ((cQué es lo que deseas, m'ija?", me preguntó
finalmente.
Titubeé. No quería herirla. Prefería que
creyera que me había dado todo lo que yo pudiera
desear. ((Yo quisiera que tú y Abuela tuvieran una
buena casa. Y que tú no tuvieras que trabajar tan
duro."
Mi madre me tocó la cara como lo hacía
cuando yo era pequeña. "Tú sigue sacando buenas
notas en la escuela, y algún día llegarás lejos y nos
ayudarás."
Sentí que el corazón se me iba a los pies.
¡Había arruinado nuestra única oportunidad en
Estados Unidos! No podría escaparme de lo que
había hecho. Los García jamás iban a creer que un
ladrón entró a la casa nada más que a robarse el
informe de Yo. Y como mi madre me dijo una vez,
un mal paso y nos ponen a las dos en un avión de
vuelta a la República, a la pobreza y a rompernos
el lomo.
En la corta manzana antes de llegar a la es-
quina de la casa de los García creo que recé más
fervorosamente que jamás en toda mi vida hasta
entonces. "¡Dios mío, por favor, que los García no
hayan llegado a casa todavía! ¡Por favor, que no des-~
cubran lo que he hecho!" Pero cuando la casa apa-
reció a la vista, vi que las luces en los dormitorios
del segundo piso estaban encendidas.
Entramos calladamente por la puerta late-
~al, y me preparé, pero la Yo no bajó corriendo las
escaleras para informarnos de su trabajo desapare-
cido. Ni el doctor García le dijo a mi madre que
tratara de recordar quién más había estado en la
casa además de nosotras dos. Ni doña Laura nos
interrogó sobre dónde habíamos guardado cosas
que las muchachas habían dejado regadas. Un mi-
lagro, pensé, ha ocurrido un milagro.
- Antes de irme a la cama, sentí ese impulso
que supuestamente sienten los malhechores de re-
gresar al lugar del crimen. Después que Mamá se
arrebujó en su catre, yo me levanté del mío. Saqué
el maletín de mis libros escolares del clóset, rebus-
qué dentro. La carpeta había desaparecido.
Al día siguiente Yo bajó las escaleras co-
rriendo cuando ya estábamos en la puerta cami-
no al autobús. "Yo la acompaño, Primi", le dijo a
Mamá.
En la acera, cuando ya nadie nos podía escu-
char, me lo soltó. ((¿Por qué, Sarita? cDime por qué?"
Me encogí de hombros. Mamá me había
advertido que nunca debía insultar a ninguna de
las García, o nos meteríamos en un gran lío. cQué
le podía decir?
--Me dio pánico cuando no lo pude encon-
trar--siguió--. Mami y Papi me ayudaron a bus-
carlo por toda la casa. Y para que lo sepas--añadió
con voz que destilaba santurronería--, no les dije
dónde lo había encontrado.
Me imagino que debía haberle dicho: "Gra-
cias por salvarnos el pellejo a mi madre y a mí". Pero
las palabras no me salían de la boca.
--¿Ni siquiera me vas a decir por qué lo
hiciste, Sarlta?
Encogí los hombros de nuevo, apretando
los libros contra mi pecho como si soplara un vien-
to frío. Pero era un día cálido para esa época del
año. Casi toda la nieve de la noche anterior ya se
había derretido, y las calles y aceras tenían ese olor
lluvioso a pavimento mojado.
--No comprendo--dijo finalmente. Sen-
tía sus ojos fijos en mí--. Pensaba que éramos muy
unidas--dejó la frase en el aire, rogándome que
confirmara lo dicho. Pero yo seguí con la vista fija
en la acera, estudiando todas aquellas grietas que se
suponía que no pisara para no romperle la espalda
a mi madre.
En todos los años que Mamá y yo nos que-
damos con la familia García, Yolanda y yo jamás
volvimos a mencionar aquel incidente. A veces sos-
teníamos largos diálogos, y terminábamos abraza-
das, pero aquel informe robado siempre estuvo en-
tre nosotras. No fue el robo en sí, sino mi silencio
cuando Yo me preguntó si éramos unidas. Fue co-
mo si yo rompiera un lazo que las cuatro chicas
García daban por sentado.
Algún tiempo después, Yo me dio de rega-
lo el informe después que el profesor se lo devol-
vió. Nunca lo leí, pero lo acepté, y allí se quedó
amontonado con otros trastos en una tablilla de
nuestro armario en el sótano. Finalmente, Mamá
se lo llevó cuando regresó a la República. Bien pue-
de ser que la abuela haya usado las páginas del in-
forme para encender el fogón de carbón que ella
insistía en usar, aun después que le compré una
estufa eléctrica.
Yo cumplí la promesa que le hice a la seño-
ra García. Saqué sobresaliente en todas las asigna-
t uras en el Sagrado Corazón y me gané una beca
para la Universidad de Fordham, la cual quedaba
a unas diez cuadras de la casa. La beca me la otor-
~ ~ron, en parte, debido a mis buenas notas, y en
'parte al tenis. Me había hecho bastante buena te-
nista gracias a un programa ofrecido por el par-
que. La señora García me matriculó un verano pa-
ra que hiciera algún ejercicio. Unos pocos años de
alimentación neoyorquina me habían estirado tanto
como Fifi y habían forrado de carne mis huesos.
Ya en la universidad, el entrenador quería que me
hiciera profesional, pero yo no quise. Profesiones
de pasatiempo como ésa eran para muchachas co-
mo las García--quienes terminaron como poetas
desempleadas, diseñadoras de arreglos florales y
terapeutaS. En cambio, yo me especialicé en las
ciencias, lo cual no fue fácil. Pero me empeñé en
estudiar el flujo y reflujo de los átomos y las molé-
culas con tanta concentración como la que había
puesto en las grietas del pavimento durante aque-
lla franca conversación con Yo García.
Años más tarde, cuando doña Laura y don
Carlos vendieron la casa del Bronx y se mudaron a
Manhattan, Yo se presenta un día en mi clínica en
Miami. Resulta que está de paso, tratando de vender
su manuscrito en un congreso de editores. Hacía más
de dos décadas que no veía a ninguna de las García.
Uno de mis técnicos viene y me dice que hay una
mujer algo estrambótica preguntando por mí.
--Dile que pase--le digo. El corazón me
late cuando oigo su nombre.
Entra ella, un soplo de mujer--con el pelo
que antes era largo y lacio y que llevaba en una
trenza, ahora hecho un enredo crespo y salpicado
de gris. Todavía es bonita, pero luce algo ajada, co-
mo si su belleza no fuera para la vida a golpetazos
que ha vivido. oVaya, Sarita, qué sitio tan elegante
tienes aquí, niña~>, dice, remolineando los ojos al es-
tilo de las García.
Me sorprendo apuntando con la cabeza ha-
cia arriba, y siento un agudo azote por la ausencia
de mi madre.
Y es por eso que Yo está aquí. Me da un
fuerte abrazo, y nos sentamos en el sofá. "Me en-
teré de lo de Primi--me dice con voz entrecorta-
da.--Ni siquiera sabía que estaba enferma". Se le
desbordan los ojos de lágrimas negras debido al
maquillaje que lleva.
--Tuvo una vida difícil--digo con voz me-
surada. Es una de esas destrezas que he cultiva~ó
a través de los años: mantener mis sentimientos
bajo control--. Y fue más dura hacia el final, cuan-
do tu familia se volvió en su contra.
--¡Nosotros nunca nos pusimos contra
ella!--Yo se pone de pie y camina de un lado a
otro delante del sofá--. Mis hermanas y yo siem-
pre estuvimos de su parte.
Tengo que reconocer que ella está en lo
cierto. Hasta el final los García de Estados Unidos
nunca rechazaron a Mamá. Fueron los De la To-
rre, allá en la República, quienes la acusaron de es-
tar loca cuando afirmó, antes de morir, que uno
de ellos era mi padre.
--Hasta Mamá--Yo continúa su paseo--
dijo que tu Mamá nunca hubiera mentido sobre
cosa semejante.
Recuerdo la dulce sonrisa de la señora Gar-
cía, y el lugar especial que tenía para mí en su co-
razón. Quizás ella lo sabía. Quizá fue por eso que
ayudó a traerme de la República para que estudia-
ra y me hiciera de un futuro en Nueva York. "Te
creo--le digo a Yo--. Pero ven y siéntate aquí a
mi lado. Me estás poniendo nerviosa con ese ca-
mineteo" .
Se sienta, y de pronto nos encontramos
cara a cara después de tantos años. ¡Y se me ocurre
que el sueño de Mamá se hizo realidad! Su hija, una
ortopedista con una de las clínicas de medicina
deportiva más importantes del país, con un Rolex
que costó cuatro veces más que su sueldo anual
antes de irse a Nueva York, y junto a mí, Yo Gar-
cía, escritora hambrienta, exmaestra ocasional con
un vestido barato de jersey. "Tu Mamá fue como
una madre para nosotras--dice--. Ay, Sarita, no-
sotraS te veíamos como una hermana".
Ya es muy tarde para tratar de aclarar las
cosas. <~Ustedes fueron muy buenas con nosotras",
asiento. Pero eso es sólo parte de la verdad, claro.
Pero ésa es la parte que le quiero dejar, para que se
sienta mejor sobre el pasado. Puedo adivinar, nada
más de mirarla, que está pasando por momentos
difíciles. Está muy flaca. Tiene bolsas debajo de
los ojos. Necesita ir a la peluquería.
Me pongo de pie--tengo que regresar a mis
asuntos--y cuando ella también se levanta, le doy
un abrazo. Siento su piel reseca rozar mis mejillas.
Ella es la primera en separarse del abrazo.
oMe tengo que ir--dice, mirando sobre su ~i~m-
bro, riéndose con incomodidad--. Tu jefe te va a
regañar por hacer esperar a los pacientes~.
--Yo soy la jefa--le digo, sonriéndole.
--¡Tal y como lo predije!--cuando la miro
algo extrañada, añade--: Me imagino que nunca
leíste mi informe, ¿verdad?
--No sabía que tendría que examinarme
sobre él veinticinco años más tarde--le contesto.
Se ríe moviendo la cabeza. Es poco común
lograr tener la últiína palabra en una conversación
con Yo García. <~No dejemos pasar otros veinte años
para vernos de nuevo", dice recogiendo su abrigo.
Asiento con la cabeza, aunque dudo que jamás vuel-
va a ver a ninguna de las García. Mamá murió. El
pasado, pasado es. Ya no tengo que hacer creer que
somos cinco hermanas.
--Cuídate--le digo a Yo al acercarse a la
puerta--. Y saluda a tus hermanas de mi parte.
El profesor
Rom~nce
"Una sola vez en la carrera aparece un estu-
diante"--escribe a mano. Se piensa retirar al final
del año escolar y ha jurado no tocar una compu-
tadora. La secretaria del departamento de inglés
procesará aquellos garabatos en la computadora, y
esa misma tarde un sobre blanco marcado confiden-
cial estará en su casilla. ¡Disque confidencial! Sabe
Dios qué pensarían sus colegas de la indulgencia de
Garfield ante la última petición de ayuda de su
problemática exestudiante, Yolanda García.
<~Estimado profesor Garfield: Tengo que
volver a encarrilar mi vida. Al fin he decidido se-
guir su consejo. Voy a solicitar ingreso en escuelas
de posgrado, y espero que una vez más usted me
pueda escribir una carta de recomendación. Sé que
usted no tiene por qué creer que yo pueda llevar a
cabo mis planes, pero ~a quién se puede dirigir
uno cuando ya nadie cree en sus promesas? Yo me
dirijo a usted."
Quince años atrás, Yolanda García se le
apareció en su seminario sobre Milton, una joven
pelinegra, bellísima, de mirada intensa. En ese mo-
mento Garfield no sabía que era la única mirada
que ella tenía. Él pensó que con un nombre como
el de Yolanda García y un leve acento en su hablar,
108
.
era una estudiante extranjera, y que su redacción
sería horrible y su comprensión de un texto míni-
ma. Pero resultó que escribía composiciones que
vibraban de pasión y discernimiento. No soltaba una
línea de Elparaiso perdido sin antes triplicar o cua-
druplicar los doble sentidos, y el profesor Garfield
tenía que ponerle frenos. "Ya basta, miss García.
Cuatro retruécanos por pasaje es más que suficiente,
hasta para el mismo Satanás de Milton."
~Al fin he decidido volver a encarrilar mi
vida." Cuántas veces le ha escrito esa frase, o se la
ha repetido en una voz crepitante, jadeante en una
llamada de media noche de algún lugar donde t~-
davía era una hora decente. Pero por supuesto, a
miss García no se le ocurriría que allí. en el occi-
dente de Massachusetts, ésa era hora de dormir pa-
ra el viejo profesor que recién encarrilaba su propia
vida, luego de un viaje de ida y vuelta al desencanto.
¿Y qué importa una vez más? La primera
carta de recomendación que le escribió fue para el
comité de la beca Fulbright, trece o catorce años
atrás, durante el otoño de su último año universi-
tario. ~Solamente una vez en la carrera aparece una
estudiante." No se le podía ocurrir un candidato más
digno de recibir una beca para ir a Chile a traducir
escritores latinoamericanos. Ella era de origen his-
pano. Su primer idioma, el español, le sería indispen-
sable para el entendimiento de los textos originales.
En cuanto a su inglés... ¡Caramba! (Por supuel~to que
luego tachó esa imbecilidad con una raya de tinta
gruesa para que ni siquiera la secretaria la pudiera
leer.) Sí, su inglés era inmejorable. Aunque aún
portaba un ligero acento--ése, sin duda, fue un
verbo desafortunado, portaba--ella tenía un ma-
nejo intuitivo, como si fuera su lengua natal, del
idioma de Milton y Chaucer y Shakespeare. Seño-
res, no se arrepentirán de seleccionar a Yolanda
García como una becada Fulbright.
Se tuvo que comer esas palabras. Para la épo-
ca en que a miss García le otorgaron la beca, se ha-
bía enamorado de un hippie local, con quien se fu-
gó en la primavera de su último año universitario.
Él, Garfield, no lo pudo creer cuando el
decano le dio la noticia. ~Garfield, usted es su con-
sejero, ¿cómo se explica usted esto?" Garfield recor-
daba al joven de pelo dorado que esperaba a Yolan-
da a la puerta del aula, un ¡oven de belleza clásica;
en efecto, la chica tenía búen ojo. Darryl Dubois
--ella los había presentado--parecía un pastor de
la Arcadia en una novela pastoril. Garfield también
recordaba que el muchacho no podía enlazar co-
rrectamente dos frases en su propio idioma. "No
--el profesor y consejero le dijo al decano--, no me
puedo explicar por qué miss García ha tomado se-
mejante determinación".
Su propio padre tampoco se lo podía ex-
plicar. Ese hispano iracundo se apareció en la ofi-
cina del decano de estudiantes. "¿Dónde está mi
Yo?", gritó en mal inglés que lo hizo aparecer aún
más patético. Thompson, quien había aceptado el
decanato con la estipulación de que tomaría un sa-
bático cada cuatro años, no tenía talento para este
tipo de asuntos. Qué otra cosa padía hacer sino sen-
tar al hombre, darle un vaso con agua como a un
1 10
niño, y decirle: "Doctor García, aquí en la Uni-
versidad Commodore nos sentimos tan perplejos
como usted. Haremos todo lo posible para conven-
cer a su hija para que se gradúe con el resto de la
clase. Ella es una de nuestras mejores estudiantes.
Estamos anonadados. Nos sentimos decepcionados".
Según Thompson, su tono de voz, la ca-
dencia de sus oraciones cortas e inútiles lograron
tranquilizar al hombre furibundo. ~Y Jesús, Gar-
field, lo que nunca he visto en todos mis años de
lidiar con padres, éste se cubrió la cara con las ma-
nos y se echó a llorar." Thompson le había hecho
el cuento a Garfield durante la acostumbrada~-=
lada de los viernes en la Taberna Green. ~No me
puedo quitar a aquel pobre señor de la mente."
La verdad es que aquellos estudiantes se te
metían entre ceja y ceja. Se matriculaban en tu se-
minario sobre Milton, o en el curso de poesía del
Romanticismo, y sin darte cuenta, tenías que, ade-
más de instruirlos en cómo escandir el pentáme-
tro yámbico, también salvarles la vida. ¿Cómo era
posible, Dios santo, que Yolanda García, con el
promedio más alto del departamento, se fugara con
un tipo que ni siquiera había terminado la escuela
superior y cuya noción de literatura eran las ridícu-
las letras de alguna canción de un grupo con nom-
bre de animal: los monos o las tortugas o los esca-
rabajos? ¡Por Dios!
Thompson le contó cómo el pad~e había
roto en pedazos el cheque de reembolso por la ma-
trícula del segundo semestre. Con voz atronadora
y una mano en alto, el dedo índice apuntando al
cielo como Moisés (la especialidad de Thompson
era la religión), el padre había anunciado a todos
los presentes en la oficina del decano de estudian-
tes que para él, su hija había muerto. Se marchó
con su traje color salmón, color que nadie en esa
sonolienta universidad jamás había visto en ropa
de hombre. En cuanto a Yolanda García, su nom-
bre quedó eliminado de la lista de estudiantes ac-
uvos. "Qué desperdicio, qué maldito desperdicio",
concluyó Thompson al final de la velada.
Pero Garfield no podía dar el asunto por
concluido, a pesar de que Helena lo acusaba de es-
tar obsesionado con una estudiante. ~¿Por qué no te
preocupas por tus propios niños?", lo regañaba,
sirviéndose otro trago de vodka pura antes de irse
a la cama. "No son niños--le contestó--. Son estu-
- diantes universitarios".
--Igual que la tal Iocasta.
--Yolanda. Es un nombre hispánico--la
corrigió. Ella naturalmente estaba en lo cierto. Yo-
landa tenía la misma edad que su hijo mayor, Eliot.
Pero Yolanda era un caso excepcional: no conocía
el andamiaje de esta cultura. Alguien se lo tenía que
enseñar--. Solamente una vez en una carrera apa-
rece un estudiante--comenzó a decir.
--Ay, por favor, Jordan, no me vengas con
esa mierda.
Garfield había tenido que aceptar que nun-
ca estarían de acuerdo. Pero le era insoportable escu-
char la asquerosa boca de ramera que le salía cada
vez que bebía. A él, para quien las palabras eran tan
nportantes~ para quien el lenguaje era el pegamen-
1 12
to que unía al mundo. "Helena, por favor", se quejó
retirándose a su estudio. Allí hizo varias llamadas y
averiguó dónde se encontraban los recién casados.
Al día siguiente se presentó en la puerta
del destartalado apartamento en la sección norte,
al lado del vertedero municipal. Al principio Yo-
landa se mostró atónita; luego, agradecida, abra-
zándolo y jalándolo hacia el interior de la casa
como si aquél fuera un encuentro clandestino.
Una vez que la puerta quedó cerrada, ella
parecía no saber qué hacer con él. La casa era un
desastre. Los marcos de las ventanas estaban acom-
bados, el barniz del piso de madera, descasca ~
los pocos muebles que había parecían sacados del
vertedero de al lado. ~Esto es provisional--se ex-
cusó con las mejillas sonrosadas. Su joven esposo
ya se había marchado a su trabajo de cantinero--.
Por favor, siéntese, ¿qué le puedo ofrecer?~>.
Se sentó cuidadosamente en un sofá cu-
bierto con una manta hindú de elefantes encade-
nados de trompa a rabo, un rajá con parasol sentado
sobre cada animal. Un gato color amarillo niebla
de ~Prufrock" lo observó con ojos achinados. Gar-
field esperaba que en cualquier momento abriera
la boca y recitara: "No es eso. No es eso en absoluto
lo que quise decir" (Thats not it at all. That is not
what I meant at all).
--No, gracias--contestó, cuando Yolanda
le volvió a ofrecer algo que beber. Él so~lamente
quería conversar con ella.
Solamente le tomó una o dos preguntas pa-
ra que ella admitiera que había cometido un gran
1 13
error. ~Quiero decir, darme de baja faltando un
semestre para la graduación--añadió rápidamen-
te--. No me arrepiento de haberme casado--le
dio vueltas al anillo que llevaba en el dedo, sin duda
todavía aferrada a la esperanza de que el amor to-
do lo vence--. Sólo me faltaban nueve créditos".
--Bueno, ese error se puede rectificar y lo
rectificaremos--Garfield asintió como si ella estu-
viera en una conferencia solicitando sus consejos--.
Usted va a terminar el semestre, miss García. Pun-
to--aun en aquel apartamento destartalado, con
empapelado de damas victorianas con parasoles,
desprendiéndose de la pared, como si se sintieran
escandalizadas de la invasión de rajás cabalgando
elefantes, aun allí, sentado en un sofá sucio que
olía a gato y a bebidas derramadas y a otros acci-
dentes, Garfield mantenía su formalidad. Miss Gar-
cíá. Punto.
Él constantemente proclamaba en sus cla-
ses la grandeza de la civilización británica, y se-
fialaba que aun en las colonias más remotas y en
los más recónditos puestos de avance del impe-
rio, los británicos conservaban sus impecables mo-
dales. Él era de Minnesota, aunque creía que nadie
lo adivinaría por su acento. Si solamente Helena pu-
diera observar la más mínima cortesía en los más
ignotos recodos de su borrachera, las cosas pudie-
ran ser mejor entre ellos.
--Pero, mister Garfield, yo no puedo pa-
gar la matrícula. Mis padres me han desheredado
~lo miró con los ojos de condenada de una Des-
démona a punto de ser ahorcada por Otelo.
--No nos precipitemos. Hablaremos con
el decano Thompson. Aunque tengas que pedir un
préstamo, terminarás tus estudios--la conversación
se hacía más personal. Él miró el reloj--. Tengo
horas de consulta que cumplir. Te aguardo mañana
temprano en mi oficina, a las nueve en punto.
--Pero...--ella comenzó a decir, mirando
hacia la puerta, como si temiera que su marido hip-
pie pudiera aparecerse en cualquier momento--.
No creo que Bailarín Celestial esté de acuerdo.
Bailarín Celestial, ¡Santo Dios!~ Ése es su
nombre?)~ ,
Ella lo miró con ojos sabios. ~Se l~ ~n-
bió. Piensa que suena más...", titubeó. Se dio cuenta
de que estaba a punto de burlarse del nuevo esposo.
--Más interesante--él le terminó la frase.
Ella asintió, mordiéndose los labios. ¿Para reprimir
una sonrisa?--. Bien, miss García, si el señor Baila-
rín Celestial realmente la ama a usted, no le pondrá
obstáculos. Si él le presenta algún problema, dígale
que...--¿quién diablos se creía Garfield que era?
Después de todo, aquella joven no era parienta su-
ya. Sus colegas podrían murmurar--. Usted dígale
al señor Bailarín Celestial que pase a verme--ga-
rraspeó un poco. In loco parentis, añadió--: Soy su
consejero y eso equivale a ser un familiar.
Ella bajó la cabeza, y cuando volvió a mirar-
lo, tenía los ojos húmedos. "Gracias, mister Gar-
field--dijo--. Probablemente usted me ha salva-
do la vida".
--¿Ése es todo el reconocimiento que me
da? ¿Probablemente?--bromeó, echando una mi-
rada a su alrededor. En un cajón de madera que
servía de mesita al lado del sofa yacía una edición
de Stevens que habían usado el semestre de otoño
en el seminario de poesía moderna. ~Después del
último no, viene el sí", citó.
--"Y de ese sí depende el mundo del futu-
ro"--terminó ella la cita sonriendo.
Yolanda María García se tituló con hono-
res, y su semi-reconciliada familia estuvo presente
para la entrega del diploma. "¡Ése no es su jodido
nombre!", gritó el maridito hippie poniéndose de
pie. Después de la ceremonia, Garfield presenció
la escena en el césped delante de la capilla. El
Bailarín Celestial le arrancó el diploma de la ma-
no a Yolanda y, tal como el decano Thompson
había descrito al padre rompiendo el cheque de
reembolso, el joven rompió en pedazos el diplo-
ma de Yolanda. "Si ellos quieren que te gradúes,
que te den un diploma con tu puñetero nombre.>~
El padre, que malamente se había contenido du-
rante todo el fin de semana, imprecó al tipo en
un español estentóreo y furioso delante de todo
d gentío.
Seis meses más tarde sonó el teléfono, tra-
yendo una voz lejana y crujiente, desde algún os-
curo puesto de avance. Ella había ido a la Repúbli-
ca Dominicana a obtener un divorcio rapidito. De
alli lo llamaba, se había quedado unos meses para
aclararse las ideas, pero finalmente estaba dispues-
b a volver a encarrilar su vida, ¿comprende? (Sí,
¡él comprendía!) Así es que pensaba solicitar al
alma mater del profesor, Harvard, ¿qué le parece?
--¡Es una idea maravillosa!--le gritó con
voz tan alta que Helena, acostada a su lado, se puso
la almohada sobre la cabeza, quejándose--. Espera
un momento, déjame ir al teléfono del estudio--le
dijo. Pero dejó el aparato del dormitorio descolga-
do, y más tarde se preguntaba si Helena había escu-
chado la conversación. Ella se pasó varios días criti-
cando a la joven por gastar dinero en llamadas de
larga distancia en busca de terapia de un hombre
que no podía ni siquiera resolver sus propios pro-
blemas.
Sacar el doctorado era una idea maravillosa
para mis.s García. Él había tratado de disuadirla de
su interés en "escritura creativa", una disciplina
algo débil, cuando menos. Uno siempre puede es-
cribir en su propio tiempo si quiere, pero a la vez
que se prepara para una profesión de peso. A ella le
vendría bien especializarse en el Romanticismo o
tal vez en literatura norteamericana moderna, ya
que era tan aficionada a Stevens y a Eliot y a Frost.
"Siempre fui de la opinión que tus análisis y com-
posiciones eran materia doctoral. En lo que al pasado
se refiere, pasado es. Todos cometemos errores. El
reto es perseverar. "Luchar, buscar, encontrar, y nun-
ca ceder"", concluye, citando a Tennyson.
--Sorberé la vida hasta las heces--remató
ella. El eco en la línea telefónica~hizo que los ver-
sos sonaran más sentenciosos. "Perseguir la sabidu-
ría como una estrella fugaz más allá del último
confín del conocimiento humano."
1 17
Más allá del último oonf~n del conocimiento
humano, le devolvió el eco.
Después de la llamada no pudo dormir. Los
vehementes versos de Tennyson, la voz de una
alumna excepcional, las caras radiantes de los jóve-
nes que cada año perdía en la graduación, el libro
sobre el descubrimiento victoriano de la épica dis-
minuida que no había escrito, todos esos fantasmas
que se burlaban de él en el pequeño estudio del
primer piso, justo debajo de la habitación donde
dormía su ahora distante esposa desde hacía treinta
años. ¿En qué consiste una vida, a final de cuentas?
Una lucha por encontrar el camino bajo las frías e
imparciales estrellas. ¿Quién lo había dicho? Pensó
en la desdichada mujer dormida en los altos. <~Yo
luché por amarte en una antigua y elevada manera
de amar, pero nuestros corazones se han fatigado
como esa luna ilusoria." ¿Cómo es que siguen esos
versos?
Para tranquilizar su desconcierto, se sentó
al escritorio y redactó su segunda carta de recomen-
dación para Yolanda García. Al Departamento de
Posgrado de la Universidad de Harvard. "Una sola
vez en la carrera aparece un estudiante." Un mes
más tarde, ella llamó para decirle que ya estaba de
regresO en Estados Unidos, que había llenado la
solicitud, y que si por favor podía enviar la carta.
Por supuesto. Pasaron varios meses, tuvieron va-
rias conversaciones, una de gran júbilo en que ella
le dio la noticia de que la habían aceptado y, ade-
más, ofrecido un puesto de ayudante de cátedra.
¡~aravilloso! Luego, el silencio. Ni una cartita en
papel de membrete de Harvard, ni una tarjeta pos-
tal de Cambridge con un saludo garabateado o la
promesa de una carta luego, cuando se calmaran
las cosas. Finalmente, él se enteró, a través de un
exalumno--¡la tercera reunión anual, tan pron-
to!--, que Yolanda García había regresado a la Re-
pública Dominicana y estaba involucrada en una
revolución o algo por el estilo. ¿No había visto el
profesor la foto de ella en el Newsweek junto a unos
muchachos de los Cuerpos de Paz? Camino a casa,
Garfield pasó por la biblioteca a buscar la edición
de la revista, y efectivamente, allí estaba ~lla, del
brazo de un grupo de jóvenes rubio~odeados de
guardias en los escalones del rosado Palacio Na-
cional. De ahí es que les debe venir a los domini-
canos su gusto por los trajes de colorines.
La foto del Newsweek llenó a Garfield de
tristeza y regocijo al mismo tiempo. Le daba pena
que miss García hubiera dejado pasar la excelente
oportunidad de ser ayudante de cátedra en Har-
vard. Por otro lado, no podía menos que admirar
su valentía. Quizá llegara a ser una Maud Gonne,
a quien un joven Yeats le dedicara poemas.
No supo nada de miss García durante los
dos años siguientes, pero pensó en ella de vez en
cuando, preguntándose qué habría resultado de sus
actividades de agitación política en la isla. Duran-
te ese tiempo, la propia vida del profesor parecía ir
a pique, pero en realidad resultó una salida a la
superficie de aguas más claras y felices. Helena lo
dejó por un imbécil del Departamento de Socio-
logía, a quien siguió a la Universidad de Rutgers.
Considerando los tantos años de desencanto y la
traición final, el divorcio fue relativamente amiga-
ble. Sus dos hijos vacilaron sobre qué lado tomar,
pero finalmente dieron un suspiro de alivio cuando
se dieron cuenta de que no iba a haber conflicto.
"Esto es lo mejor para tu madre y para mí", le dijo
Garfield a cada uno de ellos. Pero no les contó el
resto. No estábamos hechos el uno para el otro. Hu-
biera sido demasiado brutal negarles la fantasía de
que una vez fueron una familia feliz.
Sin embargo, después de treinta años de
vida compartida, se le hacía difícil la soledad. Para
llenar las largas noches y los más largos fines de se-
mana, comenzó a invitar a su casa a los miembros
más jóvenes de la facultad, jóvenes colegas necesi-
tados de orientación, y a quienes, por lo menos,
no iba a perder al cabo de cuatro años. Así fue co-
mo Matthews llegó a su vida. El nuevo colega del
Renacimiento era impetuoso, necesitaba madurez,
pero era decididamente brillante, a pesar del arete
que llevaba colgando de una oreja. Más difícil de
ignorar fue el fuerte sentimiento que el joven pro-
vocó en Garfield. ¡En esta etapa tardía de su vida
descubrir que su corazón se rendía ante un hom-
bre! ¿Cómo pudo ser tan ciego? "Tropecé cuando
vi." (¿Quién lo había dicho?) En esos días pare-
ciera que el pegamento del lenguaje se disolvía; el
mundo que le era conocido se desmoronaba a su
alrededor. Aun así, sus antiguos hábitos de auto-
control persistían. Garfield se guardó el secreto, has-
ta una noche en que Matthews lo confrontó luego
de una representación estudiantil de Oscar Wilde.
La importancia de ser honesto. Bueno, ha-
bía sido el secreto de ambos. Matthews con el tiem-
po se marchó a la Universidad de California en
San Diego porque no resistía la atmósfera represi-
va de una pequeña universidad de Nueva Inglate-
rra. Fue durante la estancia de Matthews en Com-
modore, cuando éste vivía en la casa de Garfield
bajo la categoría de "huésped~>, que Yolanda Gar-
cía finalmente llamó y le dejó un mensaje en esa
máquina horrible que Matthews había instalado y
luego se había llevado consigo a California. Fue lo
único que Garfield se alegró de ver partir.
--Hola, mister Garfield. ¡Vaya, tié-né con-
testadora! Usted, que detestaba todos los aparatos
modernos... Bueno, me imagino que todos cam-
biamos un poco. Ya estoy en Estados Unidos de
nuevo, nada menos que en Tennessee: ¡me encanta!
Trabajo con encarcelados y ancianos y escolares. Ya
le escribiré una carta larga, se lo prometo. Solamen-
te quería saludarlo y saber cómo le va. Por favor
salude a la señora Garfield de mi parte. Y siento
mucho lo del lío de Harvard. ¿Okey? Ah, sí, le ha-
bla Yolanda García y, a ver, creo que es martes y
aquí son las diez de la mañana. ¡Adiós!
Encarcelados, ancianos, escolares. Conque
finalmente se había decidido por el trabajo social.
Qué pena. Bueno, por lo menos había sentado ca-
beza y era feliz.
--¿Quién es esa Yolar~la García?--le pre-
guntó Matthews.
--Una sola vez en carrera aparece un estu-
diante--Garfield comenzó, y se detuvo.
Pero Matthews asintió con la cabeza. "An-
já, yo he tenido una de ésas.~> En su primer año
de escuela graduada, había una chica que se vol-
vió loca por él. Se convirtió en un grave proble-
ma: lo seguía hasta su casa, montaba guardia a la
puerta de su edificio de apartamentos, mirando
con adoración hacia su ventana. Matthews pensó
que podía terminar con la obsesión de la chica
confesándole su orientación sexual, pero ella, sin
pestañear le dijo: "¿Y qué? Eso a mí no me im-
porta." Matthews todavía recibía tarjetas de Na-
vidad y de cumpleaños de ella; aunque se había
casado, aún firmaba sus misivas: "Con el amor de
siempre".
--Ah, pero esta situación no es nada per-
sonal en ese sentido--Garfield le informó.
Matthews lo miró con aquellos ojos azules,
bondadosos, pero penetrantes, y en su suave acen-
tO de Luisiana que parecía deslizarse como mante
quilla sobre pan caliente, le dijo: "Jordan, siempre
es personal. Tú lo sabes".
Poco después, Matthews se marchó--San
Diego, ¡el otro costado del continente!--y los días
se hicieron largos y las noches aún más largas. Pero
la carta prometida por miss García sí que llegó. Es-
taba trabajando en un proyecto de la Fundación
Nacional de las Artes en cárceles, escuelas y asilos
de ancianos, dando clases de escritura creativa. (Oh
Dios. Mejor eso que sociología, pensó.) Además es-
taba enarnorada de un británico y pensaba casarse
con él, y en esta ocasión ella pensaba que iba a to-
mar una decisión inteligente. ¿Qué le parece a usted?
122
En general los británicos son excelentes per-
sonas, le quiso decir. Considere que aun en las más
remotas colonias y los más recónditos puestos de
avance del imperio, mantenían sus impecables mo-
dales. Etcétera. Pero según leía la carta, se dio cuen-
ta de cómo, luego de cantar las virtudes del britá-
nico, le pedía a Garfield su opinión. ¿No indicaba
algo esta duda? Pero ¿cómo podía él arruinar su
tranquilidad con dudas macbethianas? "¡Ah, lleno
de escorpiones tengo el pensamiento, adorada es-
posa!~ Él se encontraba disponible para cualquier
tipo de consulta académica que ella necesitara, pe-
ro sobre asuntos del corazón, en ese campó tenía
que concordar con la opinión que Helena tenía de
él: que no era nadie para hablar de esos asuntos.
¿No le había tomado casi toda su vida descubrir a
quién en realidad podía amar?
Y le escribió, "Me alegra saber que haya en-
contrado una pareja adecuada, miss García". Mien-
tras garabateaba felicitaciones, era a Matthews a
quien se imaginaba, las largas manos aristocráti-
cas, las caderas estrechas, la huesuda cara de mártir
juguetonamente ladeada, diciendo: "Ven a vivir con-
migo y sé mi amante y todos los placeres vamos
a probar~.
--Imposible--le contestó Garfield cuando
Matthews le propuso, con aquella cita poética,
vivir juntos en San Diego--. Tengo que tomar en
consideración una carrera de treinta y cuatro años,
Matthews. Si querías vivir conmigo, ¿por qué no te
quedaste aquí? La universidad estaba dispuesta
a darte empleo.
r 123
--Seguro, Jordan, y morir lenta y doloro-
samente--y luego, las imperdonables palabras que
hicieron a Garfield colgar el teléfono con furia
contenida--: Igual que tú.
Durante varios años subsiguientes el pro-
fesor supo de ella a menudo. Sus llamadas ya no
eran para pedir cartas de recomendación, ni con-
sejos, sino conversaciones amistosas: "¿Cómo está
usted, mister Garfield? ¿Qué se le hizo la contesta-
dora? ¿Qué planes tiene para este verano? ¿Está es-
cribiendo un libro o algo por el estilo?~.
Él suponía que ella se había enterado de su
divorcio y llamaba. en parte, porque estaba preo-
cupada, pensando que el dejo de soledad en su
voz se debía a que extrañaba a Helena. Después
del ataque cardiaco que sufrió ese primer otoño
luego de la partida de Matthews, ella lo llamaba
cada dos o tres semanas, siempre en domingo, co-
mo sus hijos. "¿Cómo le va, mister Garfield?~, su
voz resonaba mientras caminaba de aquí para allá
al otro lado del hilo telefónico. Vivía en una casa
grande y vieja en San Francisco. (¡Quinientas mi-
llas al norte de San Diego!) Parecía que el británico
era un hombre pudiente que viajaba constante-
mente. "Es uno de ésos que manejan cosas~, decía
riendO. Él detectaba en su voz unas ansias de algo
más. "¿Puedo enviarle algunas de las cosas que he
escrito?--preguntó--. Yo sé que usted no cree en
la escritura creativa, pero necesito comentarios so-
bre mi trabajo".
124
--¡Por supuesto! Me encantaría leer sus es-
critos--mintió. Lo que realmente quería decir era:
ahora que ha sentado cabeza, miss García (no se
había cambiado el nombre con este matrimonio),
¿por qué no visita la Universidad de Stanford que
tiene tan cerca y considera terminar su doctorado?
Piénselo, así tendría algo propio para enfocar su
vida, ya que su británico jet-set obviamente no se
lo proporciona.
Los poemas llegaron escritos a máquina,
pero ya cargados de correcciones a lápiz, como
si ella no pudiera refrenarse de perfeccionar sus
versos eternamente. Eran bastante buenos. Ah,
el cansancio del mundo que en ellos se reflejaba
ya resultaba algo ajado, y él hubiera preferido me-
nos de esos poemas que escriben las mujeres sobre
el descubrimiento de sus propios cuerpos, pero el
control estaba allí en esos versos, el dominio, o
casi dominio, de la forma. Los cuentos eran me-
nos absorbentes, pero el diseño de los persona-
jes y un buen ojo para el detalle revelador eran
más que prometedores, según le dijo en su larga
respuesta. No se pudo contener al añadir: "Y
ahora, miss García, éste es un consejo que usted
no me ha pedido. Usted vive cerca de Stanford.
Le ruego que contacte a mi antiguo compañero
de clases, Clarence Wenford, sí, el mismísimo
Wenford que editó el texto Poesia moderna que
usamos en clase; ahora mismo le voy a escribir
unas líneas".
En la siguiente llamada ella le informó que
había visitado al profesor Wenford y había estado
125
-
~le oyente en sus clases todo el día. "Pero, no sé,
mister Garfield. No creo que yo sirva para la mi-
,
~nuCIa acaaémlca."
--Claro que sí--interrumpió--. ~<La fas-
sinación de lo dificultoso"--citó.
--Yeats hablaba de la dificultad de escribir
poesía, no sobre estudiar un doctorado.
--Tiene que pensar en el futuro--el mis-
mo Garfield nunca había tenido el talento necesa-
rio para una carrera brillante, y por lo tanto nunca
pudo permutar su puesto en Commodore por uno
en la Universidad de California en San Diego--.
Usted tiene el talento que se necesita, miss García.
No lo malgaste.
Hubo un silencio de preocupación al otro
lado. Luego, con vaguedad, ella dijo: "Ya veremos,
mister Garfield".
Los poemas y los cuentos continuaban lle-
gando. Religiosamente él le respondía con evalua-
ciones: debe considerar la estructura del soneto en
sus poemas de amor, lo cual le proporcionaría ma-
yor control sobre una materia tan difícil. Excelen-
te uso del flujo de la conciencia para representar la
confusión de la protagonista. Y citando a Faulk-
ner, elimine todas las preciosuras. Poco tiempo más
tarde, después de dos años de contacto frecuente,
las llamadas y las cartas cesaron. Pasaron semanas
y meses. Un par de veces Garfield trató de comu-
nicarse con ella. Pero sólo consiguió la civilizada
voz del esposo británico en el contestador, invi-
ndolo a dejar un mensaje. Finalmente, llegó la lla-
~mada llorosa que no le sorprendió. Estaba en la Re-
126
pública Dominicana de nuevo. <~Me voy a divor-
ciar. No somos compatibles, csabe? Pero es un buen
hombre. Es tan difícil hacer verdaderas conexio-
nes en este mundo. Me pregunto si estoy equivo-
cada, ¿sabe?, aquí todos piensan que estoy come-
tiendo un error."
Ahora lloraba. ~Cálmese, miss García",
trató de consolarla.
--Ay, mister Garfield. cQué cree usted, eh?
El miró hacia los más recónditos puestos
de avance y las más remotas regiones de su corazón
y respiró profundamente. Al diablo con los cáno-
nes sociales que lo encadenaban. ~Yo creo que us-
ted debe seguir los impulsos de su corazón, miss
García", dijo al fin. Cuando colgaron, él se quedó
un largo rato con la mano sobre el auricular como
si todavía quisiera tranquilizar a la joven desespe-
rada a través de los cables telefónicos. De inme-
diato, volvió a levantar el auricular y marcó el
número del profesor Timothy Matthéws que la
secretaria del departamento le había facilitado ha-
cía meses.
Tal vez porque tomó libre el siguiente año,
alquiló su casa a la nueva profesora de clásicos, y
sometió una propuesta de investigación sobre el
colapso de la estrofa, ~tal y como la conocemos",
en la poesía moderna, perdió contacto con miss
García. Él no dejó su nueva dirección en el depar-
tamento; pidió que, por favor, le enviaran toda su
correspondencia a casa de su hermana en Minne-
1~/
sota. A su querida hermana le confesó todo, con
instrucciones estrictas de no decirle a nadie dónde
se encontraba. Aquel año fue un glorioso interlu-
dio en la soleada California. Y resultó ser que su
estancia allí en ese momento fue muy beneficiosa
para Matthews, quien se preparaba para la prueba
de permanencia. El impetuoso joven se convirtió de
pronto en un mano)o de nervios.
"Fait accompli", Garfield le recordaba cons-
tantemente. "Por Dios, hombre, ya tienes un libro
publicado por Cambridge y eres un profesor de
primera clase. ¿Qué más se puede pedir?"
--Garfield, hombre, déjame que sufra
--Matthews le respondió salamero.
Por supuesto, a Matthews le dieron el nom-
bramiento permanente, y durante la semana de
celebración en Acapulco, la pareja comenzó a ha-
cer planes. Garfield tenía que regresar y enseñar
por lo menos un curso más después del año sabá-
tico. ~Es lo correcto", le respondía a Matthews,
quien insistía que debía ~mandar al carajo a Com-
modore".
--Oh, Jordan--el joven recostó la cabeza
en el hombro del hombre mayor--. ¿Qué voy a
hacer contigo?
--Quererme siempre--le sugirió Garfield.
--"Hasta que los mares se sequen, mi amor,
hasta que los mares se sequen"--le recitó Mat-
thews con grandilocuencia. Pero Garfield continua-
ba murmurando: "Es lo correcto", como si no lo-
grara descifrar el significado de esa combinación
de palabras.
Después del primer año de separación, el
sentido de deber de Garfield prevaleció. ¿Por qué
no completar los dos últimos años de su nombra-
miento y retirarse con lo que Matthews llamaba
"su reloj de oro y su palmada en el fondillo?". Si pa-
saban largas vacaciones juntos y el teléfono como
cordón umbilical, muy bien podían esperar. Pero
era Garfield quien podía esperar, acostumbrado
como estaba a mantener bajo control sus senti-
mientos rebeldes en las ignotas regiones de su co-
razón. Matthews, por su lado, no podía esperar.
Una mañana de otoño, durante el segundo año de
separación, entró la llamada devastadora.
--Tengo malas noticias, mi amor--la voz
de Matthews se oía temblorosa, aunque trataba de
hablar en su acostumbrado tono confiado. Garfield
se encontraba en el patio, recogiendo las cerquillas
para los tomates hasta el próximo año; su pasado de
granjero en Minnesota no había desaparecido por
completo. Fue extraño que mientras corría hacia el
interior de la casa a contestar el teléfono, fue la cara
de Yolanda García la que le vino a la mente. Era de-
masiado temprano en California para que Matthews
estuviera levantado tan temprano.
--¿Qué pasa, Matthews, dónde estás?--in-
dagó Garfield. De trasfondo podía escuchar un
intercomunicador proclamando avisos pomposos.
--Estoy en el hospital. Garfield, escúcha-
me. Es que yo... yo... he contraído algo y... el pro-
nóstico no es muy alentador.
No tenía que decir nada más. "No vamos a
sacar conclusiones precipitadas", le aconsejó Gar-
field con el corazón latiéndole enloquecido en la
misma boca.
--Garfield, no nos engañemos. Tengo la
boca llena de llagas, los pulmones suenan como El
pamíso perdido, tengo manchas por todo el corpus
delicti. Soy hombre muerto.
--¡Vamos a ganar esta batalla, la ganare-
mos!--Garfield notó un desacostumbrado toque
de histeria en su propia voz, y luchó por sobrepo-
nerse. El semestre ya había comenzado. ¿Cómo iba
a poder atender a Matthews a larga distancia y dar
clases al mismo tiempo?
--Y tú ve a hacerte un chequeo médico
--le dijo Matthews. Y de pronto él mismo le re-
solvió el dilema a Garfield de cómo estar en dos
lugares al mismo tiempo: ~<¿Puedo irme a morir
contigo?"
--Sí, sí--susurró con intensidad en el auri-
cular. Casi como una burla, los versos memoriza-
dos le vinieron a la mente. Después del no final,
viene un sí. Ahora la cita era para Matthews, el sí
después del no final.
Al otro lado oyó la risotada familiar, segui-
da por un sollozo que le estrujó el corazón. "Dios
míO, y yo que pensaba que todavía teníamos una
nda por delante."
--No quiero oírte hablar así--Garfield lo
regañO sin convicción. Cuando finalmente colgó,
descubrió que había despachurrado la cerquilla de
tomates que todavía tenía bajo el brazo.
De regreso en el huerto removió la tierra
debajo de los tallos cansados del maíz y recogió los
últimos poros y cebollas. Arregló el cuarto de los
muchachos, tendió sábanas limpias en la cama de
Eliot. Pasó inventario a las toallas limpias en el
armario. Hizo una cita para un examen de VIH en
Boston, donde sería examinado discretamente antes
de recoger a Matthews en el aeropuerto. Luego te-
nía que corregir el montón de exámenes sobre el
teatro de la Restauración. Cualquier cosa para man-
tener la pena acorralada, cualquier cosa. Si Gar-
field había cultivado un fino talento en su vida, éste
era. Dentro de unos pocos días Matthews estaría
ya en casa para morir a su lado.
Ven a morir conmigoy sé mi amantey todos
los horrores vamos a pro6ar.
Fue durante el otoño de la muerte de Mat-
thews, los largos, lentos, fríos días de su partida.
(oEsto que percibes, tu amor más fuerte hará amar
bien a aquello que pronto has de abandonar.~>
This thou perceivest which makes thy love
more strongl to love that well which though must
leave ere long.
Por fin pudo Garfield dar rienda suelta a
su corazón, cuidando al joven que se desvanecía
día a día. Todo lo que se podía decir se dijo. Mat-
thews murió en los brazos de Garfield, mientras
éste le leía a Auden en voz alta, y Matthews movía
los labios silenciosamente, repitiendo sus líneas fa-
voritas: "Reclina tu cabeza dormida, mi amor, hu-
mano en mis infieles brazos. (Lay your sleeping
headt my love~ human on myfaithless arm)~.
Cuando vino a terminarse todo se sentía
aterido, indiferente al mundo a su alrededor. Ce-
nizas fue todo lo que le quedó de aquella luminosa
presencia que habitaba su corazón: una urna apun-
talada entre Piers Plowman y Pamela en su estu-
dio. A Matthews no le hubiera gustado para nada
aquella situación. Llegado el verano, Garfield pu-
so la urna de cenizas en el jardín por un tiempo,
como si fuera una jaula, con la esperanza de que
tal vez el pajarillo de Matthews se inspirarara a can-
tar al aire fresco.
"De lo que pasó, o está pasando, o por pa-
sar. . .~,
Ya Garfield había tirado un puñado de ce-
nizas al Pacífico cuando fue a disponer del condo-
minio de Mathews. "Echa algo de mí en el At-
lántico también~, él había rogado. En su lecho de
muerte se había tornado petulante y malcriado.
Cuando pasó lo peor del invierno, Garfield guió
hasta Provincetown y lanzó un mezquino puñadi-
to de cenizas al Atlántico.
En cuanto al resto de Matthews: "Riégame
por todas partes de esta casa, cokey?~, le había di-
cho. Pero Garfield no podía soportar la idea de
deshacerse de todo el contenido de la urna, ni si-
quiera en su propiedad, todavía no. Era como si
Matthews permaneciera junto a Garfield mientras
éste continuara aferrado a sus restos.
De alguna manera, Garfield fue saliendo
poco a poco de su tristeza a lo largo de aquel in-
vierno, llevando sus clases mecánicamente, con su
lacito todavía erguido bajo la barbilla. Estaba ro-
botizado, le confesó a Thompson. Pero algunas co-
sas habían cambiado. Por un lado, hablaba abierta-
mente con Thompson. Y de pronto, ccómo es que
ocurren estas cosas?, comenzó a sentir de nuevo.
A preocuparse por la ausencia de algún estudiante,
o por la tos persistente de un colega, por el colapso
de la estrofa, "tal y como la conocemos~ en la poe-
sía contemporánea. Se interesó por sus hijos, esos
intrigantes desconocidos que lo llamaban semanal-
mente y lo visitaban cada dos o tres meses.
"Quién hubiera pensado que mi corazón
marchito podría recuperar el verdor~, dice el poe-
ta. "La canción de cisne de Garfield~, como le dio
en llamar a la charla que en ocasión de su jubila-
ción el próximo mayo, sería una meditación per-
sonal sobre el poema de Herbert, "La flor~. Se lo
sabía de memoria. Le sirvió de aliento todo el in-
vierno. De nuevo olfateó el rocío y la lluvia, y sa-
boreó hacer versos.
La primavera se acercaba a las regiones ig-
notas y a los más recónditos puestos de avanzada
del corazón de Garfield.
Una nueva vuelta completa del año y de re-
pente el primer aniversario de la muerte de Mat-
thews. Es el último año de clases para Garfield, y ya
ha comenzado a desatar los pequeños nudos que lo
amarran a la rutina y a los estudiantes. Varias sema-
nas atrás, en su oficina, casi echa a la basura el archivo
de Yolanda García. Suerte que no lo hizo, porque de
nuevo ella solicita una carta de recomendación para
emprender su doctorado. Por supuesto, él escribirá
una nueva carta, pero estos borradores viejos serán
útiles. Se sienta en su estudio, contemplando una
puesta de sol otoñal, de rojos apasionados que, por
un momento, logran convencerlo que tiene que ha-
ber vida en el más allá. ~Quién sino Matthews puede
crear tal escándalo en los cielos de Nueva Inglaterra?
Matthews, que amaba la ópera y los bizcochos con
exquisitas decoraciones y el Mardi Gras y Wagner y
la poesía rebuscada de D.H. Lawrence: "Mi virili-
dad naufraga en el aluvión de la memoria, lloro por
el pasado como un niño".
La dirección de miss García que aparece en
d sobre es la de un pequeño pueblo al norte de Bos-
ton, a sólo un par de horas de distancia. Lleva un año
nseñando en una escuela privada, no tiene un mi-
uto libre. Por eso es que finalmente va a seguir su
Dnsejo y hacer ese doctorado. De otro modo, nun-
obtendrá un puesto en la universidad que le per-
ita tener tiempo para escribir. "Ya sé, ya sé, mister
;arfield, eso mismo me dijo usted hace trece años.~
Sí, seguro que se lo dijo. No se puede lle-
r a un lugar hasta que la vida te lleve hasta allí.
ien lo sabe él. Le sería fácil redactar la carta con
ntos borradores previos. Sin embargo, no logra
sar de la primera oración: "Una sola vez en la
~rrera aparece un estudiante~.
Relee la carta de miss García en busca de
~s pistas, algo que lo convenza de que va a hacer
correcto. "Me ha dado verguenza llamarlo, des-
lés de tanto tiempo. Parece que sólo me comu-
co con usted cuando lo necesito..."
"¿Para qué son los viejos mentores?~, qui-
siera decirle. Es más, ya se lo ha dicho: "No me des
las gracias, traspásalo~. Por otro lado, sólo una vez
en la carrera aparece un estudiante que continua-
mente regresa a pedir más.
"~Puedo pasar a verlo uno de estos fines de
semana? Vivo a unas horas de distancia. Me en-
cantaría conversar sobre el futuro. De veras, ¡me
encantaría verlo!~
Vuelve a leer la carta una vez más, medita-
bundo. Y lentamente, con la misma aceptación
frígida de la pérdida de Matthews, Garfield se da
cuenta de que le ha fallado a la joven. El buen es-
tudiante aprende a destruir a su maestro. (¿Quién
lo había dicho?) Miss García debió haber alzado
vuelo libre hace rato. O él se ha aferrado a ella de-
masiado tiempo, o ella a él. De un modo u otro,
¡él no puede permitir que siga esta situación! Con
ferocidad y decisión final, escribe la carta de reco-
mendación y la mete en el sobre. Ella tiene que se-
guir su vida, terminar su doctorado, ser feliz al fin
y al cabo. De ningún modo debe volver a pedir
más. Él tiene que ser firme y decírselo.
Levanta el teléfono y marca el número que
ella incluyó al pie de la carta, junto a su nombre.
Pero un ataque de bondad lo consume en el me-
dio de la conversación, y en vez de decirle que basta,
la invita a almorzar a su casa el próximo sábado.
Ha terminado la carta y se la puede llevar, junto
con algunos consejos, cuando venga. "Ay, mister
Garfield, hace tanto tiempo--dice ella--. Tene-
mos tanto de que hablar. Pero esta vez sí que lo
voy a hacer, seguro que sí~. Él detecta la resigna-
ción en su voz.
Y por último, la duda: "Bueno, y ¿qué cree
usted, mister Garfield?".
Él la pasea por el huerto como si le mos-
trara el origen de los ingredientes del almuerzo.
"Caramba, mister Garfield, no sabía que usted
tenía tales habilidades~, le dice, levantando un ta-
llo y acunando un tomate bella donna en su mano.
Las filas de vegetales parecían haber sido trazadas
con una regla; fuertes postes sostenían las car~as de
frambuesas; unas piedras demarcaban el pequeno
sembrado de yerbas aromáticas, justo al lado de la
hilera de lechugas. Solamente una mata de toma-
tes se desparrama sin una cerquilla que la conten-
ga. "¿La astilladura en la rodilla del David de Mi-
chelangelo, eh?~
Ella luce más delgada, más triste que aque-
lla chica que le ganaba al Satanás de Milton en los
dobles sentidos. Durante el almuerzo se hace evi-
dente que la decisión de realizar estudios doctora-
les es una amarga copa que ella sabe que tiene que
tragar para obtener lo que quiere.
--Nada me ha salido bien, mister Garfield.
Es como si estuviera viviendo una vida equivoca-
da o algo así. Me parece que nunca llego a donde
quierO llegar. Siempre algo me desvía del camino,
¿sabe?
Él sabe. Es más, él tiene sus propias viven-
cias personales para probarlo, pero para qué ago-
biarla con sus penas. Después de todo, él es su men-
tor. Su deber es sacudirla fuera del nido. ¿Pero adón-
de volará?
--Pues, bueno, con ese doctorado, conse-
guiré trabajo en algún sitio, ¿no cree usted? Como
usted mismo dice, yo necesito algo de peso. En-
tonces podré dedicarme a escribir. Es lo único que
quiero de veras. Bueno, además de amor eterno,
fama y fortuna, claro.
Ambos se ríen, y Garfield le echa un vista-
zo a su reloj, un viejo hábito que vuelve a él invo-
luntariamente. Ha disfrutado el sosiego del almuer-
zo, la ola de afecto que los ha transportado sobre
las fugaces horas. Ya es hora de que ella parta. El
viaje es de casi tres horas, no dos. Pero es él quien
le retrasa la partida, con su insistencia que le dé la
última vuelta al jardín. Después de la visita le aguar-
da la larga noche de extrañar a Matthews, el inter-
minable dolor del domingo, la luz evanescente de
otro otoño.
Al doblar la última hilera, ella tropieza con
la urna de cenizas, que Garfield ha dejado descan-
sando contra una pequeña roca, y va a dar al centro
del sendero. "Juy!--grita ella reculando--. ¡Pensé
que era algo vivo!~.
"Es mi pájaro dorado~, quisiera decirle. "Lo
he tenido al aire libre todo este glorioso verano para
que me cante. Pero no dice nada.~
--¿Qué es esto, mister Garfield?--se aga-
cha para examinar el contenido. Rápidamente, Gar-
field vuelve a poner la urna en su sitio y le toma la
mano--. Venga, miss García. Tengo algo para usted.
Atraviesa con ella la puerta corrediza de
cristal del estudio. Allí, sobre su escritorio, está el
archivo que casi tira a la basura unas semanas atrás.
Dentro, además de copias de viejas cartas de reco-
mendación, están los muchos poemas y cuentos
que ella le ha enviado a lo largo de los años. Él los
relevó esta mañana antes que de ella llegara.
--Quería devolvérselos--le dice, entregán-
dole el grueso archivo--. Son sus obras--le explica
mientras ella le devuelve una mirada de perplejidad.
--Pero son para usted, para que se quede
con ellos--abre el cartapacio y hace una mueca--.
¡Dios mío, debió haber quemado estas cartas!
--No, no. Es más, tengo una tarea para us-
ted, miss García--Garfield se detiene por un mo-
mento, disfrutando la confusión que le ve refleja-
da en el rostro. No fue hasta el último paseo por el
huerto que supo que quería confrontarla con aque-
lla evidencia.
--¿Qué? --responde. La mirada intensa
de otros tiempos le vuelve a los ojos.
--Primero, quiero que me devuelva la carta.
--¿Esta?--saca el sobre del bolsillo de su
chaqueta guatemalteca.
.Él asiente con la cabeza, toma la carta en
sus manos y seguidamente, de tres rápidos tirones
la rompe en pedazos. No se le escapa la ironía: tal
parece que los hombres en la vida de miss García
siempre terminan rompiéndole sus papeles. Pero
la expresión en su cara no es de disgusto ni de mie-
do, sino de alivio. Ella ni siquiera pide la explica-
ción que él le ofrece.
--Usted tenía razón, miss García. Usted no
pertenece a un programa doctoral. Fue un error
de mi parte empujarla en esa dirección durante to-
do este tiempo--abanica el aire, como para ahu-
yentar la defensa que ella quiere inciar--. De todos
modos, el pasado, pasado es. Tiene el futuro por
delante.
Ambos miran por la ventana, como si la
vista que se presenta ante ellos fuera el panorama
que sus palabras despliegan. Matthews se eclipsa a sí
mismo esta noche, con manchones de rojo chillón
y anaranjado--una ex~ravaganza, una señal para
Garfield aquella tarde de otoño de que ya es hora.
--¿Y cuál es la tarea?--pregunta ella, rom-
piendo el hechizo de su quimera.
Él se vuelve hacia ella, tratando de recor-
dar por dónde iba.
--Usted dijo que tenía una tarea que dar-
me--le recordó.
--Sí, es cierto. Aquí hay suficiente mate-
rial para un libro, o dos. Ésa es su tarea, miss Gar-
cía. Llámeme cuando quiera que le dé un vistazo
al borrador final.
Ella titubea, la expresión de intensidad en
su rostro da paso a una expresión de puro terror.
"No sé, mister Garfield. Es que... la verdad es que de-
bo aprender algo práctico... La mayoría de las uni-
versidades ni siquiera emplean escritores si no tie-
nen un doctorado... y hace más de un año que no
escribo nada...--las excusas se desvanecen ante el
semblante severo del profesor--. No sé si puedo
--dice ella al fin--. No sé. Realmente, no sé".
--No tiene usted otra opción--abre la
puerta corrediza y la deja salir.
Pone el auto en marcha y él la observa ale-
jarse por el largo camino de acceso, hasta que le da
un bocinazo de despedida y el Tercel azul desapare-
ce tras una curva en la carretera. Él vuelve a reco-
rrer el sendero hasta el final del huerto, se inclina, y
toma en sus manos la urna de cenizas de su nido de
piedra. Levanta la tapa y toma un puñado de ceni-
zas, abre la mano y deja que el viento se las lleve,
revoloteando de aquí para allá, de allá para acá, hasta
que, por fin, Matthews también levanta el vuelo.
La desconocida
Epistola
La vieja Consuelo, ¡qué sueño tuvo anoche!
Se revolcó en la cama de aquí para allá, como si el
sueño fuera un enorme pez que no lograba pescar.
Finalmente, dio una gran vuelta hacia un lado y su
nietecita, Wendy, dio un grito que despertó a Con-
suelo. ¡Dios santo! Se pasó la mano por la cara, se-
candose el sueño. Quizá fue con ese gesto que per-
dió parte de lo que había soñado, y se pasó todo el
día siguiente tratando de recordarlo.
En el sueño, Consuelo aconsejaba a su hija
Ruth sobre el apuro que estaba pasando. Hacía cin-
co anos que Consuelo no veía a Sll hija. Eso fue cuan-
do Ruth se apareció en el pueblo con una sorpresa:
la bebita que había dado a luz en la capital. Junto
con la niña, Ruth trajo un sobre lleno de dinero.
Contó dos mil pesos y se los dejó a la abuela. El
resto era para un plan que Ruth no le quiso contar
a la anciana. ~<Te vas a preocupar, Mamá--le ha-
bía dicho, y luego, echándole los brazos al cuello,
añadió--: Ay, Mamá, nuestras vidas van a mejo-
rar, ya verás>~.
Y todo lo que ocurrió después fue iguali-
to a como había ocurrido en el sueño de Consue-
lo. Ruth había llegado a Puerto Rico en una yola, y
luego a Nueva York, donde trabajó en un restauran-
te por las noches, y de sirvienta en una casa particu-
lar durante el día. Todos los meses, Ruth enviaba
dinero con una carta que alguien le tenía que leer a
Consuelo. Cada dos o tres meses el hombre de Co-
detel recorría el poblado gritando: "¡Llamada in-
ternacional!~. Consuelo llegaba sin aliento al camión
telefónico a escuchar la pequeña voz de su hija atra-
pada en los cables. "¿Cómo estás, Mamá? ¿Y Wen-
dy?" Consuelo iba a maldecirse a sí misma más tar-
de, por haber caído en esa mudez avergonzada que
siempre la sobrecogía ante la presencia de perso-
nas importantes y sus aparatos. Para ella las pala-
bras eran como las finas vajillas de las grandes ca-
sas donde había trabajado: cosas que ella prefería
que tocara la dueña.
Luego, soñó que Ruth se había casado. Y así
mismo ocurrió. Pero no fue un matrimonio de ver-
dad, según ella le explicó en una carta, sino de con-
veniencia, para obtener sus papeles de residencia.
Consuelo rezaba todas las noches al Gran Poder de
Dios y a la Virgencita para que convirtieran, por
el bien de su hija, aquel matrimonio falso en uno
verdadero. Él es un buen hombre, la hija le había
confesado. Un puertorriqueño que quería ayudar
a una mujer de una isla vecina. Jmmmm. Luego
llegó la carta que le provocó el sueño. A pesar de
que no podía leer las palabras, Consuelo estudió con
detenimiento los signos negros y furiosos, tan di-
ferentes a las líneas fluidas de la caligrafía habitual
de su hija. Sucedía que el hombre no quería darle el
divorcio a Ruth. Decía que estaba enamorado de
ella. Y que si trataba de dejarlo, la iba a denunciar
142
a Inmigración. ¿Qué debo hacer? ¡Ay, Mamá, acon-
sé~ame! Era la primera vez que su hija le pedía
consejo a Consuelo.
Deseaba ardientemente poder sentarse jun-
to a ella y decirle lo que debía hacer. Usa tu cabe-
za, le diría. Aquí tienes un hombre que dice que te
quiere, m'ija, ¿por qué dudas? ¡Puedes tener una
buena vida! ¡Está al alcance de tu mano! Sí, para la
próxima vez que su hija llamara, Consuelo tendría
sus consejos bien preparados. Durante varios días,
mientras lavaba o barría o cocinaba, Consuelo prac-
ticaba su discurso, la nietecita mirándola, sorpren-
dida de escuchar a la siempre taciturna vieja ha-
blando consigo misma.
¡Y ahora el susto del sueño de anoche! Fue
como si su hija estuviera a su lado, escuchándola.
Pero lo que Consuelo le decía no era lo que había
pensado declr, de eso se acuerda. Su hija asentía
con la cabeza, ya que Consuelo decía palabras ma-
ravillosas que fluían de su boca como un arroyuelo
lleno de pececillos plateados refulgiendo en el agua.
Todo lo que Consuelo decía era tan sabio que llo-
ró en su propio sueño al oírse decir palabras tan
verídicas.
~(¡Que me lleve el diablo por olvidarme de
lo que dije!>~, pensó. Seguramente que las palabras
se le borraron cuando se pasó la mano por la cara.
Toda la mañana trató de recordar qué fue lo que le
dijo a su hija en el sueño... y una o dos veces... mien-
tras barría la casa... mientras trenzaba el cabello de
su nleta en tres rabitos... mientras molía granos
de café y el verde olor de las montañas flotaba hacia
ella, allí, de pronto, ¡mira, el rabo del sueño! ¡Rápi-
do! ¡Agárralo! Pero no, una vez más se le escurrió
entre las manos.
De pronto, casi oía una voz lejana. Cruzó el
patio hacia la casa de María siguiendo aquella voz.
Hacía casi un año que el hijo menor de María se ha-
bía ahogado en la piscina de don Mundín. María
había dejado de trabajar en la casa grande, y aun des-
pués del periodo de luto, siguió vistiéndose de negro
y aferrada a su dolor como si fuera a su propio hijo.
--Qué sueño he tenido--comenzó Con-
suelo. María había colocado una silla de mimbre
debajo del samán para que la vieja se sentara. Ella
se sentó cerca, limpiando el arroz del mediodía en
una tabla ahuecada sobre su regazo. La niña, acos-
tumbrada sólo a la compañía de Consuelo, escon-
dió su cara en el regazo de la abuela cuando los hi-
jos de María la llamaron para enseñarle el lagarto
que habían cazado. .~En el sueño estaba hablando
con mi hija Ruth. Pero la niña me despertó, y me pa-
sé la mano por la cara antes de recordar, y se me
borraron todas las palabras." La vieja hizo el mis-
mo gesto que María, tirando la cascarilla de arroz
más allá de la sombra del samán.
--Ruth me escribió pidiendo consejo--aña-
dió Consuelo. Entre su propia gente y lejos de la
presencia de la gente rica y sus aparatos, a la ancia-
na le era mucho más fácil decir lo que pensaba. "En
el sueño me venían las palabras. Pero se me olvidó
qué fue lo que le dije."
María pasó los dedos entre los granos de
arroz como si las palabras perdidas pudieran en-
144
,
contrarse allí. "Debes ir al río tempranito por la ma-
ñana", comenzó. Con su cara larga y triste y sus
palabras mesuradas, María le recordaba al cura que
subía el monte una vez al mes a predicar a los cam-
pesinos y decirles cómo debían vivir su vidas.
--Debes lavarte la cara tres veces, y hacer
la senal de la cruz después de cada lavada.
La anciana escuchó con atención, las ma-
nos plegadas en oración. La niña a su lado la miró
y plegó sus manitas de la misma manera.
--Y te acordarás de las palabras, y ensegui-
da vete corriendo a Codetel y llamas a tu hija.
La mera idea de tener que hablar en ese em-
budo negro le paralizaba la garganta a Consuelo.
Respiró hondo, se persignó y las palabras salieron a
cántaros. "No tengo el número de mi hija. Ella es
slempre la que llama."
María se puso de pie, sacudiéndose la fal-
da. Llamó a la niña y le preguntó de nuevo su edad
y Si ya iba a la escuela a aprender a escribir. La
niña negó con la cabeza y mostró cinco dedos, pe-
ro luego de pensarlo bien, levantó los otros cinco.
Consuelo observaba la divertida conversación. Una
mirada de ternura apareció en la afligida cara de la
mujer, como si se le hubiera olvidado lo del sueño
por completo.
María se sentó de nuevo. El interludio con
la niña pareció aclararle la mente. "En las cartas
que has recibido de ella, hay una dirección en el
sobre, ¿verdad?~
--No sé--dijo Consuelo encogiéndose de
hombros--. Hay letras en el sobre.
145
--Tráete las cartas--concluyó María--. Y
si hay una dirección, entonces hay que escribirle
con los consejos que te vendrán manana en el río.
--¿Quién va a escribir esa carta?--dijo Con-
suelo con preocupación. Ella estaba segura que
María sabía leer, pero nunca la vio escribir nada.
Y una vez escrita la carta, ¿cómo se la enviaría a su
hija?
--No tengo buena letra--confesó María--,
pero ahí está Paquita--Consuelo detectó en la
cara de María la misma cautela que sentía ella.
Paquita Montenegro, la escribidora del pueblo,
siempre le chismoseaba a todo el mundo los asun-
tos privados de los clientes, como si le pagaran no
sólo para escribir la carta sino también para prego-
narlo a los cuatro vientos. Consuelo no quería que
todo el poblado se enterara de que Ruth le había
pagado a un hombre para que se casara con ella, y
que ahora quería divorciarse. Ya había suficiente
chismoteo sobre cómo la hija de Consuelo, tan bo-
nita, había conseguido el dinero para irse a Nueva
York.
--Se me ocurre algo--dijo María, inte-
rrumpiendo los pensamientos de la anciana--. Hay
una señora en la casa grande, una parienta de don
Mundín. Es de por allá. Ella te puede ayudar a es-
cribir esa carta y se ocupará de que tu hija la reciba.
Con estas palabras, Consuelo sintió que sus
viejos huesos se le paralizaban de terror. Prefería
pagarle los cuarentas pesos a Paquita para que es-
cribiera la carta y se la bembeteara a todo el mun-
do antes que contarle los problemas de su hija a una
extraña. De nuevo las palabras le salían con difi-
cultad: "Ay, pero molestar a la señora... y si... ay,
no puedo...~ La voz se le desvaneció.
María se veía más determinada que nunca.
--¿Por qué no? Bastante que ellos nos molestan
cada vez que les da la gana--. Consuelo vio la cara
del muchacho flotando en la cara de la madre, an-
tes de ser arrastrada por una mirada de furia terrible.
~<Sergio te llevará mañana, después que te acuerdes
de las palabras en el río." La mujer más joven le
agarró la mano a la anciana. "Todo va a salir bien.
Ya tú verás."
Consuelo no supo si fue la determinación
en los ojos de María, pero aquella mirada le llegó
muy adentro ¡sacándole las palabras que había di-
cho en el sueño! Y en ese preciso momento supo
exactamente qué es lo que debía poner en aquella
carta que la forastera le escribiría a su hija.
Tal y como Sergio le informó camino a la
casa grande, la parienta de don Mundín era muy
amable. Estaba de pie junto a la puerta, esperándo-
los, como si ellos fueran invitados importantes. No
era una de esas señoras típicas, de las que te llaman
por tu nombre hasta que lo desgastan y lo dejan en
nada más que en el sonido de una orden. Consuelo
había trabajado para muchas de esas señoras de
mucho copete que lo guardaban todo bajo llave,
como si sus casas fueran almacenes de tesoros.
Pero esta señora se dirigió a ella como do-
ña Consuelo y le pidió que la llamara Yo. "Así me
decían de chiquita y se me quedó~, dijo. Y chiqui-
ta era todavía: se podían meter dos o tres como
ella dentro de Ruth y todavía quedaba espacio
para la pequeña Wendy. Vestía pantalones y cami-
sa blancos, como si fuera a tomar la primera co-
munión. Era de hablar fácil y alegre, las palabras
le salían a borbotones de los labios: "Bueno, doña
Consuelo, Sergio me dice que usted necesita ayuda
con una carta......
Consuelo se preparó a contestar. "¡Pero qué
niña tan linda!~ La señora se inclinó, susurrándole
hasta que Wendy quedó medio muerta de miedo
y excitación. Antes de que Consuelo se diera cuen-
ta, la señora le había llenado los bolsillos a la niña
de las mentas de don Mundín, con la promesa de
que, antes de irse, le enseñaría la piscina en forma
de habichuela. Nadie le había dicho a la señora
que el verano pasado, en esa misma piscina, María
y Sergio habían perdido a su hijito, no mucho
mayor que esta niña.
--No queremos que...--Consuelo comen-
zó a decir--. Le pedimos perdón por la molestia
--el corazón le latía tan fuerte que no podía escu-
char sus propios pensamientos.
--No es ninguna molestia. Entren y sién-
tense. No, en ese banco no. Es un vejestorio--y
la flaca agarró a Consuelo de la mano, como hacía
Wendy cuando quería algo. Consuelo sintió que
al corazón le bajaba la velocidad.
Al rato estaban sentados en las cómodas si-
llas de la sala, bebiendo Coca-Cola en elegantes va-
sos alargados. Cada vez que Consuelo bebía un
sorbo del líquido dulzón, el hielo tintineaba cau-
sándole distracción. Le recordó a la niña varias ve-
ces que sostuviera, igual que ella, el vaso con las dos
manos.
Pero a la señora parecía no preocuparle to-
das las cosas frágiles a su alrededor. Puso su vaso en
el brazo del sofá y siguió hablando, revoloteando
cerquita del jarrón que tenía a su lado. Consuelo
sacó varias cartas de su bolso y esperó que hiciera
una pausa para hacer su petición. Pero la doña ha-
blaba y hablaba, una retahíla de palabras que Con-
suelo no siempre entendía muy bien. Que qué lin-
das eran las montarías, que había venido a quedarse
un mes a ver si podía escribir, que se había fijado
en la gran cantidad de madres solteras.
--La niña es mi nieta--le informó Con-
suelo. No quería que la señora fuese a pensar que
a su edad Consuelo se había ido detrás de los ma-
tojos con un hombre.
--¡Ay, no, no quise decir eso!--la señora se
rió, manoteando el aire. Posó la vista en las cartas
sobre el regazo de la anciana--. Pero, bueno, vamos
a lo de la carta. Sergio me dijo que su hija...--y
salió disparada otra vez, contándole a Consuelo có-
rno Ruth había llegado a Puerto Rico en una yola,
y luego a Nueva York, donde tenía dos trabajos a la
vez. Le ahorró a Consuelo el tener que hacerle el
cuento desde el principio.
La señora se quedó en silencio cuando lle-
g6 al final de la historia, tal y como la conocía. Aho-
ra le tocaba a Consuelo. Empezó a tropezones. Pero
cada vez que se detenía, buscando las palabras, la
~vida mirada de la señora le daba ánimos para con-
tinuar. Consuelo le contó cómo Ruth se había ca-
sado con un puertorriqueño, que lo había hecho
por los papeles de residencia, y cómo el hombre se
había enamorado de ella. Mientras Consuelo ha-
blaba, la señora movía la cabeza como si sintiera
exactamente lo mismo que Ruth había pasado.
--Y ahora me pide mi opinión--dice
Consuelo, dándole una palmadita al paquete de car-
tas en su regazo--. Y en el suefio que tuve me vino
lo que debía decirle.
--¡Qué maravilla!--exclamó la senora, de-
jando a Consuelo momentáneamente confundida
sobre qué era lo que la senora pensaba que era tan
extraordinario--. Quiero decir, que sus suenos le
revelan cosas--ar-~adió la senora--. Yo he tratado,
pero nunca le encuentro ni pies ni cabeza a mis sue-
fios. Antes de divorciarme, le pregunté a mis suenos
si debía dejar a mi marido. Soné que un perrito me
mordía una pierna. ¿Qué significa eso?
Consuelo no estaba segura. Pero le sugirió a
la senora que consultara a María. Ella sí que le po-
dría descifrar lo del perrito.
La senora desechó la sugerencia con un
gesto de la mano. "Tengo dos hermanas terapeutas
con mil teorías sobre ese perrito." Se rió, y en sus
ojos se vislumbró una mirada lejana como si estu-
viera viendo su casa y a las dos hermanas echándole
un hueso al perrito.
Consuelo le entregó una de las cartas del pa-
quete en su regazo y observó a la senora leer aquella
última carta de Ruth. Parecía no tener problemas
150
con la letra--Ruth tenía una letra muy bonita--
pero según sus ojos bajaban por la página, la senora
movía la cabeza. "Ay, Dios mío--dijo finalmente,
mirando a Consuelo--. ¡No lo puedo creer!".
--Tenemos que escribirle--Consuelo asin-
--¡Ya lo creo!--dijo la senora, jalando hacia
ella la mesa de centro para que le quedara justo de-
lante. Sobre la mesa había un bloque de papel de
cartas y una bellísima pluma plateada que relucía
como una joya. La senora miró a Consuelo--: ~Có-
mo quiere empezar?
Consuelo nunca había escrito una carta,
así que no sabía qué decir. Le echó una mirada a la
señora, como pidiéndole ayuda.
<~Mi querida hija Ruth", sugirió la señora, y
con la aprobación de Consuelo procedió a escribir
las palabras rápidamente, sin el menor esfuerzo. La
niña se acercó al sofá a observar de cerca la mano
de la señora bailando sobre el papel. La señora son-
rió y le ofreció varias hojas de papel y un lápiz de
colores. ~¿Quieres dibujar?", le preguntó. La nifia
asintió con timidez. Se arrodilló en el piso, frente a
la mesa, y escudrihó la blanca hoja de papel que la
señora le puso delante. Por fin, la niña tomó el
lápiz en su mano, pero no dibujó nada.
--Okey, hasta ahora tenemos, Mi querida
hija Ruth--dijo la señora--. ¿Qué más?
"Mi querida hija Ruth", repitió Consuelo.
Aquellas palabras tenían el mismo ritmo de una
cancioncita que la niña a menudo repetía saltando
bajo un rayo de sol. "He recibido tu carta y en un
151
:
sueno que tuve me vinieron las palabras que esta
buena senora que está aquí me ayuda a escribir y
con todo respeto al Gran Poder de Dios y agrade-
cimiento a la Virgencita ya que sin su socorro nada
se puede hacer." ¡Como en el sueno, las palabras le
brotaban a borbotones de la lengua!
Pero la senora la miraba, perpleja. "Es un
poco difícil... en realidad usted no ha...--ahora
era ella quien se quedó sin palabras--. No es una
oración--dijo al fin, pero enseguida se dio cuenta
que Consuelo no tenía la menor idea de lo que
ella quería decir, y agregó--: Vamos a escribir algo
a la vez, ¿okey?
Consuelo asintió: "Usted es la que sabe", le
dijo con cortesía. Aquélla era una frase que le ha-
bían enseñado a decir cada vez que un ricacho le
pedía su opinión.
--No, no, ésta es su carta--la señora son-
rió con tristeza. Miró el papel como si éste le pu-
diera dictar la próxima oración--. No importa, está
bien--dijo la señora, y llenó media página, la mano
deslizándose rápida como el mercurio hasta que vol-
teó la hoja de papel--. ¡Okey, que vengan!--gritó
como si azuzara vacas holgazanas al atardecer.
"Mi hija, debes pensar en tu futuro y en el
de tu nena. Como tú sabes, el matrimonio es un
voto sagrado..." Consuelo se detuvo brevemente a
recobrar el aliento, y por un momento no pudo
continuar. Se preguntaba si aquéllas eran las mis-
mas palabras que había dicho en el sueño o si las
había confundido con lo que ella misma quería
decirle a su hija.
"Pues sí, mi'ja, honra a ese hombre, y él no
te pegará más si tú no lo provocas, como dice e 1
buen cura de la iglesia que nos ha ensenado que
nosotras las mujeres estamos sujetas a la sabiduría
y juicio de nuestros padres y maridos si tienen la
bondad de quedarse con nosotras.~
La senora colocó la pluma encima del pa-
pel y cruzó los brazos sobre el pecho. Miró a Con-
suelo moviendo la cabeza. Su rostro tenía la mis-
ma expresión de gravedad del de María: Lo siento
mucho, pero yo no puedo escribir eso.
Consuelo se llevó las manos a la boca. ¿Ha-
brá dicho algo malo? Sería que aquella mujer, más
flaca que una monja en cuaresma, se había dado
cuenta de que Consuelo no estaba diciendo las pa-
labras correctas. Por segunda vez, parecía que las
palabras que había soñado se le escapaban de la
memoria. "Mi hija va a tomar otra decisión equivo-
cada", le rogó Consuelo. Apuntó con la barbilla,
para no hacerle mal de ojos, hacia la niña, prueba
fehaciente de los errores de Ruth. La nietecita de-
jó de estudiar la hoja en blanco, tomó el lápiz y
dibujó un garabato.
La señora se mordió los labios como para
frenar la catarata de palabras que siempre tenía en
la punta de la lengua. Pero algunas se le escaparon.
"¿Cómo puede usted aconsejarle a su hija que se
quede con un hombre que le pega?"
--Ese hombre no le pegaría si ella hiciera
lo que él mande. Ella debe pensar en el futuro.
Siempre le aconsejo que piense en el futuro--de
nuevo, Consuelo sintió que las palabras que pro-
nunciaba no eran las maravillosas palabras de su sue-
no, con las que hasta la terca de Ruth habría esta-
do de acuerdo. Concluyó con una vocecita--: Ella
siempre ha sido muy voluntariosa.
--¡Me alegro por ella!--: la señora asintió
fuertemente con la cabeza--. Debe tener una vo-
luntad de hierro. Mire todo lo que ha logrado. Arries-
gó su vida en el mar... se ha mantenido con dos tra-
bajos... le manda dinero a usted todos los meses
--contaba las razones con los dedos al igual que el
dueño del colmado contaba lo que se le debía.
Consuelo se sorprendió a sí misma asin-
tiendo con la cabeza. Aquella mujer tenía un ojo
al que no se le escapaba ni el más mínimo detalle,
como el ojo de un niño, que podía ensartar una
aguja en la luz del atardecer.
--Yo que usted, definitivamente, no le acon-
sejaría que se quedara con ese abusador--dijo la se-
fiora--, pero, bueno, usted escriba lo que quiera.
Pero Consuelo no sabía escribir. Cuando era
niña, el bruto de su padre le daba una pela cada vez
que la encontraba perdiendo el tiempo, del modo que
lo hacía ahora Wendy, inclinada sobre una hoja de
papel. ~<Usted tiene razón--le dijo a la señora--.
Eso mismo le vamos a decir a Ruth".
Quiso decir que añadiera las palabras de la
señora a las que ya estaban escritas. Pero la señora
hizo una bola con la hoja de papel y comenzó la
carta de nuevo. La nir-~a recogió el papel arrugado,
lo desdobló y lo alisó con la palma de la mano.
"Mi querida Ruth", comenzó la señora, "he
pensado largo y tendido sobre lo que me has escri-
to". "¿Qué le parece eso?" La señora levantó la
cabeza
--Sí, señora--Consuelo se arrellanó en la có-
moda silla. En verdad aquél era un mejor principio.
"Tú eres una mujer fuerte y de muchos re-
cursos y me siento orgullosa de ti."
--Estoy muy orgullosa de ella--confirmó
Consuelo. Los ojos se le llenaron de lágrimas al es-
cuchar aquellas palabras de elogio para su hija.
"Tú hiciste un trato muy claro con ese
hombre, y ahora él rehúsa aceptarlo. ¿Cómo pue-
des tenerle confianza si él abusa así de la tuya?"
--Así mismo es --dijo Consuelo, asin-
tiendo vigorosamente. Pensó en el padre de Ruth,
colándose en las habitaciones de las sirvientas,
apestando a ron, adueñándose de lo que le diera la
gana. Y al día siguiente, Consuelo tenía que estar
en pie al amanecer para preparar la bandeja de
plata con el desayuno para cuando la señora de la
casa tocara la campanilla en su habitación.
"Un hombre que le pega a una mujer no se
merece que ella se quede con él", escribió la señora.
--Un hombre que le levanta la mano
--Consuelo hizo eco. "Ay, mi pobre Ruth... no de-
bes sufrir tanto..." De nuevo Consuelo sintió que
las palabras se le agarrotaban en la garganta, pero en
esta ocasión, no por verguenza, sino de la emoción.
"Así es que, Ruth, debes buscar ayuda. Hay
unas organizaciones en la ciudad que te pueden
ayudar. No te desanimes. No te quedes atrapada
en una situación en la que no puedas expresar tus
sentimientos."
Y según la señora decía y escribía aquellas
palabras, Consuelo sintió que el sueño flotaba ha-
cia la superficie de su memoria. Y le pareció que
aquéllas eran las mismísimas palabras que tanto
habían conmovido a Ruth en el sueño: "Sí--le
dijo con apremio a la señora--. Sí. Eso mismo".
Mientras la señora le ponía el nombre y
dirección al sobre, la niña levantó el papel que ha-
bía llenado de crucecitas, imitando la letra de la
senora. Consuelo sintió una ola de orgullo y cari-
no al ver la aptitud de la niña. La señora pareció
estar muy complacida también: "¡Tú también le
escribiste a Mamá!", la felicitó, y tomó la carta de
la niña, la dobló y la metió en el sobre junto a la
carta de Consuelo.
Unable to recognize this page.
Los encargados
Revelación
Llamaron a Sergio al camión telefónico tem-
prano en la mañana. Una llamada de don Mundín:
prepare la casa que para allá va una señora a pasarse
un tiempo en las montañas.
--Entonces, na' má la señora--repitió Ser-
gio para aclarar la orden. Una mujer que viene sola.
Quizá sea la querida de don Mundín, alguien con
problemas.
Todo estaba bien en la casa, sí señor, afir-
mó Sergio, aunque en su cabeza ya había empezado
el torbellino de limpieza que tenía que terminar
aquella misma tarde, antes de que el carro de la
doña subiera por el largo camino de entrada, el cual
también había que limpiar, y recortar los crotos.
Había que sacar las gallinas del almacén, recoger
el caballo prestado, y mandar a buscar a su herma-
na para que atendiera la casa para la doña.
--Sí, sí, no hay problema, don Mundín
--repetía con cada nuevo recordatorio. Y seguida-
mente, una migaja de interés personal--, María
está bien, sí--Sergio respondió--, y los niños tam-
bién, sí.
El resto de los niños, pensó, pues el más
pequeño se había ahogado en la nueva piscina el
verano pasado. Don Mundín le había advertido
160
a Sergio que levantara una cerca, que se mantuvie-
ra alerta, pero cómo podía Sergio atender una casa
tan grande, atender su propio conuco, y andar le-
vantando cercas donde no hacían falta. Además,
los muchachos se habían criado allí, en la entrada
del río Yaque; ellos sabían que no se debían ir para
lo hondo. Pero ¿qué era una piscina para un niño
sino un juguete dejado al aire libre por los hijos
del patrón? El peligro estaba en el río que rugía en
su descenso por la ladera del monte. El niño segu-
ramente se tiró a la piscina por la mañana, cuando
Sergio limpiaba los establos, pensando que, como
los hijos del patrón, él también podría chapotear y
flotar en el agua. Su madre lo encontró horas más
tarde, flotando boca abajo. Había ido a recoger agua
de la piscina, que ella usaba como cisterna, para la-
var y fregar, a pesar de que don Mundín les había
advertido que no lo hicieran.
--Aquí estamos siempre a la orden--Ser-
gio quería concluir la conversación--. Esperamos
verlo a usted y a doña Gabriela y a los niños pron-
to por aquí--había que darle crédito al joven pa-
trón, aunque María no lo aceptara: él no había re-
gresado a la casa desde el accidente. Se acabaron
las visitas de fin de semana, vaciaron la piscina, las
sábanas y las toallas se guardaron en un ropero
que olía a bosque. Sergio oyó decir que don Mun-
dín pensaba vender la casa. En cuanto a María, no
había puesto un pie en la casa desde el accidente.
Ahora que venía esta doña, Sergio tendría que lle-
var a su hermana de sirvienta. Una cosa más que
hacer. Y don Mundín seguía chachareando.
161
--Ella quiere tranquilidad, quiere inspira-
ción--le explicó.
--Sí, está bien--asintió Sergio, aunque
para él aquellas palabras eran como todos aquellos
cubiertos de plata que la gente rica ponía en fila al
lado de los platos, cuando lo único que hacía falta
era una cuchara para palear y un cuchillo para cor-
tar. ~Inspiración? Quizá la doña tenía alguna en-
fermedad de los pulmones.
--No se apure. La vamos a atender bien
--Sergio le prometió, y al fin, gracias a Dios, ya que
tenía que empezar sus labores del día más ocupado
del último año, hasta tenía que recortar la grama en
el lado sur y hacer un montón de otros encargos,
don Mundín colgó el teléfono.
--La doña quiere inspiración y tranquili-
dad--Sergio le repitió a María. Había ido a bus-
car a su hermana y allí encontró también a su
esposa, preparando un trabajo para quitarle la
racha de mala suerte que seguía a Elena y su fa-
milia.
--Jmm--dijo María con el ceño frunci-
do--. Apuesto que se trata de una barriga, o un
desencanto amoroso.
Sergio se encogió de hombros, bebiendo el
último buchito de café y poniéndose el sombrero.
Hoy no tenía tiempo para conversaciones largas.
"Yo na' má te digo lo que dijo don Mundín", conclu-
yó. Ése era siempre su amén cuando alguien cuestio-
naba cualquier cosa que a él no le interesaba defen-
der o explicar.
162
A María la montaban los santos desde que
era una niña, y la gente iba a consultarle sus pro-
blemas y sus esperanzas y sus miedos, y ella les
procuraba la ayuda de los espíritus. Los santos ba-
jaban y se le encaramaban en los hombros, y el
cuerpo entero le temblaba, los ojos le daban vuel-
tas como si fueran canicas dentro de su cabeza, y
hablaba en una voz que no era la suya. Ruth la
linda debe poner una caja de talco en la entrepier-
na del árbol de samán en honor a Santa Marta si
quiere encontrar un buen hombre. Porfirio debe
prenderle una vela a San Judas el de las causas per-
didas si quiere que su gallo gane.
Pero después que su hijo se ahogó, los san-
tos dejaron de hablarle a Maríá. Al principio fue su
culpa, ya que ella rehusó recibirlos porque quería
dejar un canal abierto para que Pablito entrara por
aquel estrecho zaguán de luz hacia ella. Todos los
días le imploraba a su hijito muerto que sosegara
su corazón de madre, que le dejara saber que ha-
bía hecho el cruce sin novedad. Pero ya había pa-
sado un año y Pablito no le hablaba, y cuando ella
trataba de hacer contacto con los santos para saber
del nifio, todo lo que escuchaba de aquel otro mun-
do era un inmenso silencio.
Pero aun así, los vecinos seguían visitándo-
la, y María no podía echarlos y dejarlos sufrir sin
esperanza, como ella. Y así fingía estar en contacto
con los santos que los podían ayudar. Como había
vivido toda su vida en aquel poblado, se conocía la
vida y milagros de todo el mundo, y simplemente
163
:
analizando con claridad los problemas que le con-
sultaban, María les podía decir fácilmente lo que
debían hacer para calmar su sufrir. Se le había ocu-
rrido hace poco que el silencio de su hijo era un
castigo de Dios por enganar a sus vecinos.
Aquella manana, su cur-~ada Elena la había
llamado para que la ayudara a acabar con la racha de
mala suerte por la que ella y su familia estaban pa-
sando. Su esposo Porfirio había perdido su trabajo
de jardinero en el Hotel Los Pinos, que finalmente
iba a cerrar sus puertas. En el último ar-~o el turismo
había disminuido. Todo el mundo se iba, los menos
desesperados a la capital, el resto a Miami o a Puerto
Rico en yolas. Era como si con la muerte del nino
toda la buena suerte se hubiera escurrido del pueblo.
Pero quizás un cambio estaba a punto de
llegar. En el mismo momento en que María encen-
día una vela para atraerle buena suerte a Elena y su
familia, Sergio llegó con la respuesta a la petición
que estaban haciendo: una senora venía a quedarse
en la casa grande. Desde ese mismo momento se ne-
cesitaba a alguien que cocinara y limpiara.
Sergio miró a María directamente, pregun-
tándole con los ojos si sería posible que dejara a
un lado su dolor y tomara de nuevo su antiguo tra-
bajo. Pero con la noticia de que había un huésped
en la casa volvió a sentir en el corazón aquel nudo
que no podía desatar. María ni siquiera había po-
dido mirar hacia ese lugar desde aquel día horri-
ble, ni mucho menos entrar y servir a los patrones
o sus invitados. ,~Por qué no dejar que Elena coci-
ne y que Porfirio ayude a mantener los terrenos?
164
Al fin los santos respondían a los ruegos de María,
llenándole la cabeza con sus voces agudas y sibilan-
tes. Tal vez traigan noticias de4cipreses que bor-
dean el lado sur del camino. Algo.
Sergio seguía a la ser-~ora por los terrenos
de la casa grande, contestándole sus miles de pre-
guntas. cCómo se llama aquel árbol allá? ~Dónde
está su esposa? ~Tiene hijos? Mientras hablaban,
recorrían los terrenos, hasta la cancha de tenis y los
establos, después alrededor del vivero donde doña
Gabriela cultivaba sus cestos colgantes de orquí-
deas. Se detuvieron frente a la piscina.
--Vaya--exclamó la señora--. Mundín no
me dijo que había piscina.
Estaban de pie al borde, mirando hacia el
fondo color turquesa, ahora lleno de hojas y basu-
ra. Durante el último año, la piscina se había con-
vertido en un basurero gigante. Hoy, durante las
instrucciones, don Mundín delicadamente evitó
mencionarla, pero, por supuesto, Sergio compren-
día que también tenía que alistar la piscina.
--¿Se puede limpiar y llenar?--la señora
quería saber, agachándose a mirar más de cerca la
basura en el fondo.
--El filtro está dañado--Sergio titubeó al
ver la cara de desencanto de la señora. Si la mentira
llegara a oídos de don Mundín, Sergio recibiría un
serio regaho por no haberle dicho al patrón que
había que arreglar la piscina--. Pero, no se preo-
cupe, yo consigo la pieza--añadió Sergio.
/ 165
Dentro de la casa, le tocó a Sergio de nuevo
ensenarle las habitaciones a la señora. Es cierto que
él conocía la casa mejor que Elena, quien, antes de
hoy, sólo conocía la parte de atrás. Con la mano se
secaba el sudor de la frente mientras seguía a la
senora. Sin duda, aquél iba a ser un verano muy ca-
luroso. Pero la señora parecía no notar el calor. Pa-
só revista a todas y cada una de las habitaciones en
los tres pisos, mirando por cada una de las ventanas,
ttatando de decidir cuál habitación tenía la mejor
vista.
Finalmente, al llegar al último piso, una
torre con ventanales en los cuatro costados, gritó:
"¡Éste es!>~. Allá abajo, a lo lejos, Sergio divisaba el
pueblecito, las calles retorcidas, serpeando cuesta
arriba, el campanario de la capillita. Y allá arriba,
las montañas imponentes; más acá, el río revol-
cándose cuesta abajo. Sergio sintió mareo por la
combinación del calor y la altura.
--Aquí no hay cama--apuntó Sergio, mi-
rándose los pies, ya recobrado del vértigo--.
Perdonando, señora, yo no creo que aquí quepa
una cama.
--No tiene que pedir perdón--la señora
insistió sonriente--. Claro que sí podemos meter
una cama aquí, Sergio. Ponemos el colchón en el
piso, así--marcó el aire con sus brazos señalando
dónde iría la cama.
--Usted es la que sabe--le dice él bajito.
No le correspondía contradecir a la ser-~ora. Peor
aún, don Mundín se molestaría mucho si su encar-
gado no le atendía bien a los invitados--. Acuérde-
se de que aquí hay mucho mosquito y las ventanas
no tienen tela metálica.
--¡Pero mire qué paisaje!--exclamó la se-
ñora.
Y cargaron con un colchón hasta la torre
y no se sabe cómo lograron encajarlo horizon-
talmente debajo de las ventanas que dan al orien-
te. Cuando el sol comenzaba a ponerse tras los
montes, la señora llamaba a Sergio que subiera del
patio. Ya había mandado a buscar a Elena de la
cocina donde estaba preparando unas habichue-
las. "¡Corran, corran, se lo van a perder!~ Ellos
subieron, galopando sin aliento escalera arriba, a
contemplar el paisaje. "Ay", decía la senora, sus-
pirando como si un hombre le estuviera dando
placer.
Aun después de que el sol ya se había pues-
to por completo y las sombras se alargaban dentro
de la habitación, la senora seguía contemplando el
paisaje un rato más. Se concentraba, como si escu-
chara desde una habitación lejana el llanto de su
propio bebé. Le había confesado a Sergio que no
tenía hijos, que era soltera y que así se quedaría.
Sergio no se atrevió a decirle nada.
--Esto es tan hermoso aquí arriba--final-
mente dijo--. ¿No le parece?
Sergio miró hacia el pueblo que conocía
desde que nació. Quizás era hermoso, pero no es-
taba seguro. Hermoso era una palabra que sola-
mente había escuchado en boleros en la radio, o en
boca de estrellas de telenovelas en el televisor del
colmado: "Usted es la que sabe, dofia~.
--Ay, Sergio--el tono de voz de la senora
le hizo levantar la cabeza y mirarla a los ojos, a
pesar de que don Mundín y su esposa le habían en-
senado a tratar con deferencia a los invitados--. ¿De
verdad usted cree que yo soy la que sé?
Sergio titubeó. Iba a tener que practicar
bastante para poder conversar con aquella dor'~a.
Esa noche María se sorprendió al ver llegar
a Elena y a Sergio después de la cena. Antes, cuan-
do don Mundín y dona Gabriela venían los fines
de semana, o para vacaciones más largas, María y
Sergio se tenían que mudar a la casa grande con
nir-~os y todo, para poder servir a los patrones día
y noche.
--No tenemos que trabajar por las noches
--le explicó Sergio, riéndose cuando María abrió
exageradamente los ojos ante la noticia.
--La Virgencita escuchó nuestros ruegos
--Elena unió sus manos y elevó los ojos al cielo--.
¡Ay, Dios santo!
--Nos trata como americanos--anadió Ser-
gio--. Tú sabes que los americanos nada más tra-
bajan de cierta hora a cierta hora, y si tienen que
trabajar más, les pagan doble--por supuesto, él no
se iba a aprovechar de la situación. No faltaría más
que se enterara don Mundín.
--¿Ella te pagó?--preguntó María sin qui-
tarle el ojo a la botella destapada de ron que Ser-
gio traía en la mano.
Él asintió tímidamente.
--Ay ayay--María meneó la cabeza son-
riendo--, ¡cobrando doble!
--Yo le dije que no se molestara--explicó
Sergio--, pero me dijo que era una propina. Que
Sl estuviera en un hotel tendría que pagar muchí-
slmo más.
--Y lo único que hice hoy fue cocinarle las
habichuelas--añdió Elena--. Dice que no puede
tocar la carne. No me dejó ni echarle un cubito de
caldo a los frijoles.
--A lo mejor es por su religión--sugirió
María--. A lo mejor hizo una promesa por la pe-
na que lleva dentro--súbitamente, su propia pe-
na inundó la habitación: el muchachito, su cami-
sita, sus medias flotando en aquel enorme calderón
azul. Todos guardaron silencio por Ull rato.
--Na' más hay que hablar con ella y ya
--concluyó Elena.
--Va a terminar pidiendo mucho más, va
verán--dijo María con voz llena de amargura.
--Ay, María--Elena suplicó--. Tienes que
conocerla. Vas a ver que no es como las otras.
--Sería bueno que pasaras por allá pa' pre-
sentarte--añadió Sergio, poniéndole la tapa a la
botella de ron en señal de sobriedad--. Me pre-
guntó muchas veces por ti, y que cuántos hijos te-
nemos, y de qué edad, y qué les doy de comer, y si
van a la escuela--se rió forzadamente.
--¿No se lo dijiste?--exclamó María con
semblante alterado.
Sergio se acorazó: "No se quedaría. Se iría
enseguida".
--Sergio tiene razón--dijo Elena, salien-
do en defensa de su hermano--. Ya es hora de que
te olvides de eso.
María alzó los ojos al cielo. "Dios mío, da-
me paciencia. Hasta de nuestras penas nos tene-
mos que olvidar para complacer a los patrones."
Mucho más tarde esa noche, María se escu-
rrió sigilosamente de la cama y salió al patio. En la
escasa luz de una luna diminuta podía distinguir el
samán donde antes acostumbraba a treparse su hiji-
to. Las ramas eran anchas y bajitas. Se paró debajo
del árbol y lo llamó: "¡Pablito!~. Pero nadie contestó.
La conversación sobre la casa grande y la
senora habían desenterrado la vieja pena. Antes de
la tragedia ella trabajaba para dona Gabriela, lim-
piando, cocinando, aguantándole sus quejas de lo
aburridos que eran aquellos montes sin SUS amis-
tades. Doña Gabriela se había enterado que su co-
cinera recibía a los espíritus y sabía adivinar el fu-
turo en el café. "María, ven acá y dime qué me va
a pasar hoy", doña Gabriela la llamaba desde la
soleada terraza donde le gustaba desayunar.
Un día, mirando la taza de café de la pa-
trona, María vio un cuerpecito flotando en la su-
perficie de la nueva piscina. Había pensado, por
supuesto, que era un aviso para los niños de la pa-
trona, y le advirtió que tuviera cuidado con los
niños en el agua. "Me estás preocupando--se
quejó doña Gabriela--. Dime algo alegre. ¿No ves
nada bueno?~.
170
A María todavía le dolía que en aquel mo-
mento, ella se preocupó tanto por la felicidad de
la patrona, y por su casa y por sus ninos, que no se
dio cuenta del peligro que corría su propio hijo.
Ni siquiera cuando los santos trataron de avisarle
a través de las sobras de café en la taza de dona
Gabriela.
Ahora salió del patio y avanzó por el cami-
no oscuro que doblaba por la casa de Elena hacia
el centro del pueblo. Un perro atado en el portal
de la casa del alcalde le ladró, pero después de re-
citar el ensalmo de San Francisco, el perro se calló.
El pueblo estaba callado, podía oír la brisa susu-
rrando entre los cipreses, y a lo lejos, el ruido del
tráfico en la carretera que llevaba a la capital. "¡Pa-
blito!~, llamó, y el perro comenzó de nuevo su eno-
joso ladrido.
En la esquina, dobló a la derecha, y la casa
grande, que había evitado durante todo un año,
apareció ante sus ojos. En la torre brillaba una luz.
Divisó a la seríora haciendo algo en una mesa. "¡Pa-
blito!~, gritó y la señora levantó la cabeza. Se quedó
un rato con la cabeza ladeada, como si ella también
esperara una respuesta.
Pasaron varias semanas, y Sergio aún no
había arreglado la piscina. Se fortalecía con buches
de ron, pero cada vez que caminaba por el piso en
ángulo hacia la basura en el fondo de la piscina,
tenía que salir corriendo, sobrecogido por sus sen-
timientos.
Desde el principio, Sergio había lograd
bregar con la tragedia con filosofía. Es más, aque
lla tarde negra, cuando don Mundín lo hizo pasa
a su habitación privada, fue el patrón quien llor~
y Sergio el que tuvo que consolarlo: "Don Mun
dín, no se ponga así~.
El joven patrón le ofreció su brazo a Ser-
gio. "Tienes razón, hombre. Hay que seguir ade-
lante. ~
"Hay que seguir adelante~, había repetido
mil veces a María. "Eso es lo que dice el mismo don
Mundín.~
No es que no extrañara a su hijo, como Ma-
ría le repetía en tono acusador, su torito, su caraji
to. Pero el patrón no tuvo la culpa de que el nifio se
ahogara. Don Mundín y otros como él tenían sus
casas, sus trabajos, sus costumbres, y Sergio y los
suyos tenían sus ranchitos, sus trabajos, sus costum
bres, y aquellos dos mundos existían lado a lado,
en paz. Pero cuando se cruzaban, había un despe-
nadero, y en esa mahana de julio, el nifio, escabu
lléndose del lado al que pertenecía, se había caíd(
por aquel desper~adero a una piscina color celeste
Así es como Sergio veía las cosas.
Pero ahora, un afio después, parado en e
fondo de aquella piscina, lo invadía una tristeza tar
fuerte que no le dejaba terminar el trabajo. Varia
veces le preguntó la ser-~ora: "¿Qué pasa? ¿Consigui
la pieza?".
--Llega mar-~ana--Sergio le prometió d~
nuevo. En muchas ocasiones, le dejaba un recad
a la señora y se iba temprano del trabajo.
Un día, por el sendero que lleva a la casa,
se sorprendió al oír agua llenando la tumba de su
hijo. La ser~ora estaba sentada en una silla de pa-
tio leyendo. Levantó los ojos del libro, y al verlo
dijo: "Ay, Sergio, decidí llenarla, con filtro o sin
filtro--le explicó--. No te preocupes, no te voy
a culpar si me enfermo". Se rió, como si la ex-
presión en su semblante tuviera algo que ver con
ella.
Esa tarde, Sergio espiaba detrás de los cro-
tos, dándose tragos de su botella de ron para cal-
marse los nervios. La ser-~ora atravesaba la piscina
de un lado al otro, levantando y hundiendo la ca-
beza en el agua, sus piernas pateando rítmicamen-
te. Qué fácil--como una libélula--navegaba
aquella agua de pesadilla. No era sólo el dinero lo
que les envidiaba, sino cómo el dinero protegía a
los rlcos de las penas de los demás. María tenía sus
santos, y él tenía su botella de ron, pero aun así el
dolor se había filtrado hasta lo más hondo de su
ser. A él no le importaba lo que había dicho don
Mundín. Él, Sergio, y su mujer María, no habían
seguido adelante con sus vidas. La pérdida sufrida
era una carga de la que no lograban deshacerse.
Se empinó la botella, pero el ron se había
acabado. La tiró con furia a la pila de basura que
antes ocupaba el fondo de la piscina. Y por prime-
ra vez desde aquel momento en que él llegó co-
rriendo de los establos, llamado por los gritos de
María, Sergio lloró por su hijo.
~: 173
.
Esa noche, María esperó a Sergio bajo el
samán. Estaba preocupada. Según su cufiada, Ser-
gio bebía en la casa grande, algo que nunca antes
había hecho. Muchas tardes se sentaba tras el bor-
de de crotos, donde pensaba que nadie lo vería, y
vaciaba una chatita de ron.
--La ser-~ora hasta me preguntó si Sergio
tenía problemas con la bebida--Elena le confesó
a María.
--La bebida no es el problema--dijo Ma-
ría con amargura, como si le hablara directamente
a la ser-~ora.
--A lo mejor ayudaría--dijo Elena con
cautela--, si prendes una vela por él.
Pero María sabía que las velas no harían
nada. Los santos no la ayudarían con su proble-
ma, igual que no la habían ayudado con los pro-
blemas de los demás aquel último ar-~o.
--Para él la botella se está convirtiendo en
su mujer--Elena habló con franqueza. María ha-
bía notado cómo en el curso de un mes en la casa
grande, Elena se veía más segura de sí misma--: El
ron se ha vuelto tu rival, María.
Aquella noche, mientras esperaba, María
repetía~ una y otra vez, la oración a Santa Marta.
Estaba en tal estado de ensor~ación que dio un sal-
to cuando vio la sombra oscura entrar al patio. Lo
llamó tiernamente, y en vez de devolverle un gru-
r~ido, o rechazo de borracho, fue hacia ella, con las
manOs extendidas al frente en la oscuridad, atraí-
do por la dulzura de su voz. María notó la botelli-
ta de ron acurrucada en su cinturón.
--Manana por la tarde voy a lavar la ropa
al río--le dijo María--. Cuando regrese, voy a
vestir a los nihos para llevarlos a que conozcan a la
señora.
Él aspiró el aire sorprendido. Extendió la
mano hacia ella, y aunque sólo hubiera tocado el
aire, ella la tanteó en la oscuridad y la trajo a des-
cansar sobre su regazo, donde comenzó a palpar
los pliegues de su vestido.
--Ya, ya--rió ella, deteniéndole la ma-
no--. No vamos a darle un show a los vecinos.
A tropezones llegaron hasta la casa en pe-
numbras, pero, más tarde, en la cama, él resultó es-
tar demasiado pasado para brindarle ninguna sa-
tisfacción. Ella se acostó a su lado, v se obligó a
quedarse quieta y no salir a recorrer las calles gri-
tando el nombre de su hijo muerto. Decidió que
iba a salir de aquel luto, si no por ella, por su espo-
.so y por SUS hijos. Elena le había dicho cosas muy
duras, añadiendo al peso que ya María llevaba en el
corazón, la preocupación de perder a su marido.
Ella había escuchado aquellas advertencias antes, pe-
ro hoy su amargura había cedido. Tal vez los cuen-
tos de lo agradable que era la sehora le iban soltan-
do los nudos en el pecho y abriendo un espacio en
su corazón para que los santos descendieran y le
hablaran de nuevo.
A la mafiana siguiente, Sergio se sorprendió
de ver la casa abierta y ni rastro de la señora. Buscó
por todas las habitaciones, llamándola: "¿Dona?~,
y luego echó a andar por el camino que conduce al
pueblo. La llegó a ver, con la cabeza baja como si
contemplara algo triste. En cada mano llevaba una
bolsa de tejido plástico.
Sergio se apresuró a ayudarla. ~La casa esta-
ba abierta--le dijo con voz mesurada para que la
senora no fuera a pensar que la estaba criticando--.
Ha habido muchos robos por aquí~, anadió.
--Salí un minuto--explicó la senora--.
Fui a comprar vegetales para un stir-~y.
--¿Y no le echa carne?--preguntó Sergio,
luego que ella le explicara que se trataba de una
fritada de vegetales. Si la senora le diera un tantito
de confianza, a él le gustaría sugerirle que echara
un poco de carne a esos vegetales, y así quizás en-
gordaría unas libritas, lo cual no le vendría mal.
--Nada de carne--le dijo, observándolo,
los ojos achinados por la risa--. Piensa que estoy
loca porque sólo como vegetales, ¿verdad?
--Si me permite...--Sergio comenzó, pe-
ro de pronto le pareció un atrevimiento.
Mientras caminaban hacia la casa, Sergio
notó que había que podar los setos otra vez. Pero
la ser-~ora pareció no notar las ramas crecidas y des-
peluzadas.
--Mire Sergio--le dijo--, le voy a demos-
trar lo bien que se puede comer sin carne. Voy a ha-
cer uno de mis famosos stir-frys para ti y para Elena
y la familia. No, no, no, no me lo pueden rechazar
o me voy a sentir muy ofendida. ¿Tienen planes
para esta noche?
--¿Planes?--preguntó Sergio.
--¿Pueden venir a comer conmigo?
--Este... mi mujer...--comenzó Sergio--,
va a pasar por aquí esta tarde con los dos niños pa-
ra saludarla.
--¡Qué bueno! Pues, ya está. Dile a Elena
que invite a su familia también. Haremos una fies-
ta. Los ninos pueden bar-~arse en la piscina antes
de comer.
Sergio no sabía decírselo sin que pareciera
contradecir sus deseos. ~Mis hijos--empezó, dán-
dole vueltas y vueltas al sombrero entre las ma-
nos--. Yo no los quiero cerca de la piscina. No sa-
ben nadar~.
La sefiora pareció sorprenderse, y con la
misma determinación de los misioneros america-
nos que montaban sus aleluyas en el centro del
pueblo y repartían sacos de arroz a los que daban
fe de que Dios era su salvador: ~Sin falta deben
aprender a nadar--proclamó--. Yo los voy a en-
senar. Es algo que deben saber, viviendo tan cerca
de un río. ¿No le parece?".
--Usted es la que sabe--dijo suavemente,
aunque ella le había pedido que no dijera eso.
Sergio estaba sentado con los ninos bajo
la sombra del samán cuando llegó Porfirio. La
doña lo había dejado ir temprano. Había hecho
un calor tan infernal toda la tarde que no tenía
sentido regar las plantas ya que el aire se chupaba
toda la humedad de una vez. ~Va a ser una no-
che larga y calurosa--indicó Porfirio--. A lo me-
jor nos debíamos tirar todos a la piscina con la
dona~.
Sergio lo mandó callar, mirando sobre el
hombro para asegurarse de que las mujeres no es-
cuchaban. Todavía no le había mencionado lo de
las clases de natación a María. Lo más seguro era
que cuando la ser-~ora viera a los ninos tan emperi-
follados, no persistiría en su misión. Pero la dona,
una vez decidida, tenía una voluntad que no había
dios que la cambiara. Todavía seguía durmiendo
en un colchón en el piso de la torre, a pesar de que
los mosquitos se estaban dando un banquete con
la poca carne que tenía en los huesos.
Sergio escuchaba las risitas aninadas de las
mujeres vistiéndose dentro de la casa.
--Yo no voy a aparecerme contigo de luto.
No ser-~ora--decía Elena--. Hoy vas a dejar eso
atrás--y en efecto, cuando las mujeres finalmente
se unieron a sus maridos afuera, María llevaba su
vestido azul favorito, el que usó para el bautizo del
último nifio.
Sergio le silbó. Y le tiró el piropo que de
costumbre guardaba para momentos más íntimos:
"¡Cuántas curvas y yo sin freno!~.
--¡Cuántas curvas y yo sin freno!--repitió
el mayor de los muchachos, imitando a su padre.
María alzó la cabeza con cierto orgullo. ~Vá-
monos, ¿o es que nos vamos a quedar aquí hasta que
cante el gallo?", dijo con las manos en la caderas.
Pero su enfurrur-~amiento fingido no logró ocultar el
placer en su cara.
Cuando salieron del patio, María sintió que
se le cerraba la boca del estómago. No había esta-
do en la propiedad de don Mundín desde aquel
día fatídico. Aun cuando dona Gabriela la mandó
buscar antes del funeral, María rehusó poner un
pie en aquella casa, y fue la patrona quien tuvo
que ir a verla.
--Yo también soy madre. Comprendo có-
mo te sientes--le dijo la patrona. Se veía tan esbel-
ta en su traje de hilo color crema, que era difícil
creer que había parido hijos. Parecía que se le iba a
ensuciar la ropa con sólo pararse en el piso de tie-
rra. María no había dicho ni una sola palabra, pero
aceptó el sobre con dinero que le entregó. "Para el
funeral", dijo la patrona. Claro que había sobrado
bastante de los gastos del entierro, y con el sobran-
te, Sergio había reconstruido la casa con bloques de
concreto y echado piso de cemento. Pero aquel día,
cuando !a sefiora salió de la casa y entró al automó-
vil que la esperaba, María escupió la tierra donde
habían quedado las huellas de sus tacones altos.
--¿Qué estará cocinando la dor~a?--le pre-
guntó a Elena, para espantar de la cabeza los malos
pensamientos.
--Ella te va a pedir que no le digas doña
--Elena le advirtió a su cuñada--. Ella quiere que
le digan Yolanda.
--Yo no me puedo acostumbrar--admi-
tió Sergio.
--Cada vez que me preparo para decir Yo-
landa, la miro, y la veo tan, tan blanca y tan fla-
cucha, que lo único que me sale es doña Yoland.
~Elena se rió meneando la cabeza.
--La llamaré Yolanda dijo uno de los hi
jos de María.
--¡Yolanda! ¡Yolanda! --cantaron a cor
los muchachos.
--¡Metiches! Atrévanse. ¡Si se ponen fres
cos con la señora van a saber pa' que sirve un pal
de guayaba!--María los regañó.
Las mujeres les tomaron las manos a los má
pequeños. Parecía un entierro, toda la familia vesti
da de punto en blanco, caminando por el medio d~
la calle al atardecer. Lo único que faltaba era el pe
queño féretro adornado de flores y, claro, el llant~
de la madre.
La señora se acercó por la vereda de laja
desde la piscina a recibirlos con los brazos abier
tos. Llevaba una bata blanca de jersey con man
chones oscuros dejados por el traje de baño húme
do. A María le sorprendió lo pequeña y frágil qu~
era. Un aura azul le rodeaba la cabeza, lo cual que
ría decir que ella también sentía una gran triste
za. María se preguntó si la doña también habrí;
perdido un hijo. Según Elena, la señora no estab;
casada ni tenía hijos. Pero quizás en su juventud
¿quién sabe? Muchas mujeres que querían sacars
el muchacho que llevaban en el vientre iban don
de María en busca de ayuda. Pero desde la muer
te de su hijo, María había renunciado a hacer es
trabajo.
--Tú debes ser María--dijo la senora.
--A la orden--María inclinó la cabeza,
no por obediencia, sino porque no quería que la
senora le viera un destello de desafío en los ojos.
Pareciera que la sehora podía leerle el pen-
samiento. "No, no, no, tú no estás a mis órdenes
--dijo, negando con la cabeza--. ¡Yo no doy ór-
denes!~. Y seguidamente, lo más sorprendente de
todo, la sehora le echó el brazo por los hombros a
María. Fue por eso que unos minutos más tarde,
cuando ella se ofreció a darles clases de natación a
los muchachos, María titubeó, pero respiró hon-
do, como si ella misma fuera a zambullirse en el
agua, y dijo que sí.
--Pero ustedes hagan lo que la doha diga,
o les va a dar una buena pela--María chasqueó los
dedos en el aire.
--No, no, no--protestó la sehora de nue-
vo--. Yo no le pego a los nihos.
La verdad es que hizo un montón de pro-
mesas: no a las órdenes, no a la carne, no a los gol-
pes a los nihos. ¿Sería que quizás ella también fue
marcada al nacer por los santos? Según Sergio y
Elena, la sehora se encerraba en el cuarto de la
torre el día entero, y sólo bajaba por la tarde a co-
merse cualquier bobería en la cocina y luego se iba
a deambular por el pueblo, conversando con todo
el mundo como si fueran parientes. María recordó
aquella primera noche que vio a la señora en la
torre, sentada a la mesa con una postura alerta,
como si ella también esperara escuchar voces en el
silencio.
Con el permiso de la ser-~ora, María buscó
unos shorts viejos de los hijos de don Mundín.
Pero cuando la senora trató de convencerla para
que se uniera a ellos al borde de la piscina, María
se excusó diciendo que tenía mareos por la in-
solación que había cogido. La espera en la cocina
fue insoportable. Cada vez que María escucha-
ba un grito, su corazón de madre saltaba con la-
tldos.
Para calmarse los nervios, recorrió las habi-
taciones de la planta baja. Elena tenía aquel sitio
abandonado. Había polvo por todas las esquinas, y
los elegantes vasos de doha Gabriela estaban fuera
del gabinete, para uso diario. En el largo sofá flo-
reado. los cojines estaban tirados sin ton ni son.
María los acomodó simétricamente, y con lentitud
comenzó a subir las escaleras, para curiosear en qué
condiciones estaban las otras habitaciones. Por la
ventana del primer descanso, escuchó la voz de
la sehora que subía desde el jardín, dándole ins-
trucciones a uno de los nihos. "Déjate caer hacia
atrás, dale. Yo te aguanto, te lo prometo.~
En el cuarto de la torre, María vio la cama,
tal y como Sergio se la había descrito, un colchón
tirado en el piso bajo las ventanas que dan al
oriente. ¡Ella le hubiera quitado aquella disparata-
da idea a la sehora! También había una mesa apre-
tujada en un rincón, y sobre ésta, una libreta llena
de garabatos que María no entendía. La habita-
ción brillaba con el sol que entraba por las venta-
nas de occidente y todo el cuarto resplandecía de
luz, y allí, de pie, María sintió que le bajaban los
santos. Una vieja pena le recorrió la espalda, igual
que cuando cargaba a su chichí en los hombros.
~<Ay, Dios santo", susurró alzando la vista, pero el
sol poniente la encegueció, y por unos segundos
no logró ver absolutamente nada.
Para recobrar la vista se hizo sombra con la
mano y miró hacia el valle. Allí estaba la casa del
alcalde, el perro sarnoso amarrado al árbol de man-
go; la vieja Consuelo barriendo su patio, y allá, su
casita amarilla con el samán delante (¡se le había
olvidado cerrar la puerta de atrás!), el techo de
zinc que Sergio consiguió gratis por dejar que los
de los cigarrillos Montecarlo le pintaran un anun-
cio. El paisaje la impresionó, como si fuera la pri-
mera vez que viera el lugar que ocupaba en esta
tierra. Desde la piscina se alzaron los gritos de ale-
gría de los muchachos, diáfanos como los campa-
nazos de la capillita allá abajo. "¡Mamá!--gritó el
niho--. ¡Mamá, ven, mira cómo floto!~.
La mejor amiga
~Iotiv~ción
Ahora que somos las mejores amigas, casi ni
me acuerdo de cuando no conocía a Yolanda Gar-
cía. Tendría que remontarme a aquel primer aho
después de deshacerse mi matrimonio y entrar a una
habitación color melocotón donde Brett Moore ha-
bía reunido a un grupo de mujeres para hablar sobre
la musa. Ése sería el enfoque del grupo, nos dijo, ya
que todas éramos escritoras, pintoras o composito-
ras, todas con la creatividad bloqueada.
Manos a la obra, dice Brett, arremangán-
dose la camisa de franela a cuadros. Brett adopta
modales rústicos con sus clientas--creo que ella
piensa que así no se siente que están en terapia, sino
en un rancho de recreo con Brett, la vaquera tera-
peuta, lista a enlazar las neurosis y los problemas y
marcarlos a hierro caliente: conducta autodestruc-
tiva, pánico, formación débil del ego. De cualquier
modo, nuestro trabajo, según Brett, que invitó a
cada una de nosotras a participar, es el de seguirles
la pista a nuestros silencios hasta encontrarles la
fuente.
Nos reuniremos todos los jueves por la tar-
de durante un aho, y todas llegaremos a la misma
conclusión. Detrás de cada lienzo en blanco, res-
mas de papel vírgenes, pentagramas sordos, hay un
184
exmarido, o casi exmarido, o un amante insensible
o inadecuado. No que los culpáramos a ellos de to-
do. Es más, Brett dice que culparlos equivaldría a
cederles el control de nuestro silencio, igual que he-
mos cedido el control de nuestras vidas. ¡Tomen el
mando, compaheras!, nos exhorta. De todos modos,
aunque originalmente nos reuníamos para con-
tactar a nuestras musas, siempre terminábamos ha-
blando de los hombres en nuestras vidas.
Todas en el grupo estamos pasando por una
situación desagradable, y ojalá que pasajera, con
algún hombre. Hay una que se llama--bueno, es
mejor que no diga los nombres, nos hicimos esa
promesa--; hay una que se ha casado y divorciado
del mismo hombre tres veces. Otra tiene un aman-
te que se desaparece por temporadas, y ella no tiene
la menor idea de adónde va. Hasta teme que él
ande por ahí, por otros estados, asesinando muje-
res, o algo por el estilo. "Pero, entonces ~por qué si-
gues con él?~, le preguntamos.
"Bueno, por lo menos no ha tratado de
asesinarme a mí~, dice ella en defensa propia.
Hay otra que está casada con un político
homosexual que la usa de fachada. ¡Les aseguro que
ninguna de nosotras va a votar por ése en las próxi-
mas elecciones! Hay otras cuatro que atraviesan
por divorcios calamitosos, y a las demás nos toca
escuchar todos los detalles. En realidad todo esto
me hace sentir mejor, porque me doy cuenta de
que no soy la única mujer que ha escogido al peor
hombre del mundo por marido. Pete es un hipócri-
ta y un fanfarrón, no tengo otras palabras para des-
185
~: ~
cribirlo. Y es un milagro que lograra salir de aquel
matrimonio con la dentadura intacta, cierto grado
de autoestima y un saludable apetito sexual. No di-
go más. Después de todo, él es el padre de mis dos
maravillosos hijos.
También está Brett Moore, que nos hace
marchar hacia adelante, restallando el látigo. Brett
es lesbiana sin reservas: pelo rojizo, corto y crespo,
"pelo con agallas~, le digo yo, el cual suele cubrirse
con un sombrero vaquero de su increíble colec-
ción. Los tiene colgados en una pared de su ofici-
na, bajo un afiche que muestra a una mujer cayén-
dose de un potro salvaje y que dice: Even cowgirls
g~t the b/ues ("Hasta las vaqueras se deprimen ~
Tiene una amante estable, a quien ella llama su
compahera, y dos hijos de un matrimonio de antes
de que--como dice ella--"se diera cuenta~. A ve-
ces me pregunto si Brett tiene un motivo oculto al
organizar este grupo de mujeres. Quizá piense que
todas debemos pasarnos "al otro lado" y tratar de
encontrar la felicidad, por el momento, con una
mujer. Esto es pura especulación de mi parte. Pero
a mí no me va a convencer. Por primera vez en mi
vida tengo una vida sexual fuera de serie. Es más,
Brett ha dado a entender--dándole vueltas al lazo
de la diagnosis--que soy una mujer al borde de la
ninfomanía.
Pero a Brett hay que tomarla a la ligera.
Como le digo a Yolanda: "Yo la conozco desde an-
tes de ser lesbiana, cuando todavía usaba faldas y
se planchaba el pelo igual que nosotras~. La conoz-
co desde antes de hacerse terapeuta, cuando am-
bas ensehábamos en una universidad alternativa
que luego fracasó. En cuanto a ser una mujer al
borde de lo que sea, los únicos hombres con los
que salgo son: un israelita que una vez me arregló
la ducha y un activista político que se acaba de di-
vorciar. Ah, sí, también está el tipo de las compu-
tadoras que conocí en un baile de contradanzas.
En mi opinión, no creo que salir con tres hombres
que, después de todo, tienen la suma de la madu-
rez emocional de mis dos hijos, sea una exagera-
ción. Además, estoy recobrando el tiempo perdi-
do. En mis cuarenta y cuatro ahos todo lo que he
conseguido ha sido un beso de mi noviecito de es-
cuela superior, los periódicos pellizcos en las nal-
gas de mi tío Asa, y mucha congoja a causa de un
marido abusador.
Yolanda es la seria del grupo. No sé si eso
tiene sentido, pero lo que quiero decir es que mien-
tras que todas las demás estamos enredadas con
hombres, ella ha optado por el celibato, lo cual
tampoco tiene sentido para mí. Tiene treinta y cin-
co ahos, es atractiva, con una figura esbelta que
nos mata de la envidia. Podría conseguir cualquier
hombre del pequeho rebaño de hombres decentes
y disponibles que andan sueltos por ahí, y hasta
unos cuantos de los que no están disponibles, pe-
ro también figuran por ahí. Hasta hay un tipo que
está loco por ella, y la persigue desde que estaba
en la universidad. ¿Y por qué colgar los guantes
sin esperar otro round? Vamos.
Supongo que debía alegrarme, una cara
linda menos, etcétera. Pero vaya usted a saber por
qué, la decisión de Yo me molesta. Tal vez sea por
mi afán de organización. (Pues sí, soy Virgo.) Pa-
ra mí el mundo se compone de hombres y muje-
res, y ahora ésta se aparece diciendo que es ase-
xual. Me imagino que si yo hubiera sido católica,
estaría acostumbrada a esa tercera categoría, por lo
de los curas y las monjas. Pero me crié en la reli-
gión judía, cerca de Jones Beach, y desde niha vi a
los hombres y las mujeres de la familia abrazándo-
se, acariciándose, besuqueándose, disfrutando, y
sí, y hasta pellizcándose unos a otros. Lo que no se
explica es cómo me casé con un gentil de Boston,
para quien tener buenas relaciones sexuales signi-
ficaba hacerlo con la luz prendida.
Tal pareciera que le tengo una campaha
montada a Yo para que meta mano--entre otras
cosas--de nuevo. Su primer matrimonio ni cuen-
ta: sólo duró unos ocho meses. De su segundo di-
vorcio hace ya cinco ahos, y no fue malo ni nada
por el estilo. Su ex es un inglés de alcurnia a quien
ella apreciaba mucho. Según ella, era como si los
dos fueran mamás el primer día de escuela, dicién-
doles a los nihos: me quedaré el tiempo que tú
quieras. Les tomó varios afios divorciarse. "~Cuál
era su problema?", le pregunta el grupo.
"En realidad, ninguno.~ Nos echa una mi-
rada de indignación, ¡cómo nos atrevemos a criti-
car a su ex! "Quiero decir, él pensaba que los escri-
tores se comen el coco, sí, así decía, y me repetía
que tenía que controlarme, cosas así.~ Nos mira
con la esperanza de que esa explicación nos baste.
Por mi parte, pienso que, comparado con los pu-
fietazos míos, lo que ella tenía era un buen matri-
monio. Pero todo el mundo me dice que yo me
conformo con menos de lo que me merezco. Me-
rezco-schmerezco. ¿Es que acaso nos emparejemos
por mérito, o cosa por el estilo?
Pues, bien, conforme trato de dirigir a Yo-
landa en una dirección, la Brett la aconseja que
vaya en otra: chabrá Yo considerado que tal vez lo
que ella llama asexualidad es en realidad una reor-
ganización de su orientación sexual? Era como si
Brett y yo fuéramos dos madres bíblicas en espera
de que el rey Salomón decida quién se queda con
el bebé. Pero, a decir verdad, a mí no me impor-
ta el rumbo que escoja Yo. Lo que quiero es que
acabe de tomar una decisión. cualquiera que sea,
por la simple razón de que el camino ha llegado a
una encrucijada: ella no es feliz.
"Todo el mundo necesita a alguien", le tara-
reo la canción cuando nos vemos para cenar. Duran-
te este último afio nos hemos hecho muy buenas
amigas fuera del grupo. A pesar de que soy nueve
años mayor que ella, tenemos mucho en común.
Las dos somos escritoras y--lo más importante--
a ella le encanta mi poesía, a mí la de ella, las dos
somos maestras, y ella me ofrece algo de primera
necesidad: me cuida los nifios gratis. Oh, no quiero
que esto suene como explotación, pero fue ella quien
se ofreció a pasar tiempo con mis hijos, ya que le
parece que nunca va a tener hijos propios.
--Claro que no vas a tener hijos--le digo,
asintiendo con la cabeza--. A lo mejor es que tu
mami católica nunca te explicó la parte de que pa-
-
ra tener un bebé primero hay que tener relaciones
sexuales.
Me echa una mirada de pufialitos. "Mira,
Tammy, desde que empezaste a salir con el fulano
ese--así le dice a todos mis novios, fulanos--tu
sentido del humor se ha ido a pique".
--Pero por lo menos lo tuve--le digo.
Durante la cena discutimos un preten-
diente con quien Yo no quería salir. En realidad
no es ni un pretendiente de verdad. Este tipo rico,
duefio de Tillersmith, una revista de artefactos de
jardinería--pero jardinería para gente que tiene
jardineros--empezó a conversar con Yo en el vi-
vero y ella le mencionó que extrahaba las plantas
nativas de la República Dominicana, y ahí mismo
él que la invita a su invernadero privado para que
vea sus orquídeas y sus bromelias, y a la Yo le da
un ataque de pánico.
--cPero por qué?--le pregunto inclinán-
dome hacia ella, tratando de hacerla razonar con
mi fuerza magnética--. No vas a hacer más que ir
y exclamar, caramba, que orquídea tan mona, y esa
yuca es bárbara. Y después, si quieres, te vas a casa.
Me mira con desconfianza. Piensa que lo
que va a ocurrir es que al llegar a la casa del tipo él
la va a encerrar en el sótano con su bromelia dur-
miente y la va a forzar sexualmente. Me dan ganas
de preguntarle cY eso qué tiene de malo?
--cPor qué no vas conmigo? Mira, le deci-
mos que íbamos pasando cerca de su casa y que tú
quisiste ver sus bromelias también--hasta ella mis-
ma tiene que sonreír con lo que acaba de decir.
--Seguro que eso le va a caer muy bien
--que te aparezcas con una chaperona.
--Ves--dice, escudrihándome el semblan-
te--, sí que piensas que él tiene otros planes.
--Yolanda García--digo, poniendo las pal-
mas de las manos sobre la mesa--. Te voy a decir
la verdad y puedes ir a chismear de mí a todo el gru-
po si te da la gana. Ya es hora que te dejes de tanta
majadería con los hombres--me mira con ojos
grandes e intensos, como si la hubiera sorprendi-
do con las luces altas en el medio de la carretera--.
¡Hasta que no dejes que los jugos fluyan, no vas a
escribir nada que sirva!
La quijada se le cae y rayos y truenos le sa-
len por los ojos. "¡Pero tú dijiste que te encantaban
mis poemas!", grita. Gracias a Dios que estamos en
Amigo's, el único bar de ambiente étnico del pue-
blo. Por étnico quiero decir paredes color turquesa
con toques de naranja-magenta y un cacto parado
en una esquina. Pero con las grabaciones de ma-
riachis y rancheras a todo volumen, dos mujeres
hablando a gritos pasan inadvertidas. Excepto que
hay un tipo, sentado solo, comiéndose un burrito,
al que le eché el ojo desde que entré, y me interesa
darle una buena impresión.
--Adoro tus poemas--le digo, bajando la
voz--. Pero, Yo, acéptalo, no has escrito casi nada
últimamente. Le has puesto un tapón a todo, in-
cluso a la musa.
A estas alturas le tengo una mano agarrada,
y ella está llorando, y el hombre aquel tan guapo,
aunque, mirándolo bien no es tan guapo, con esas
patillas que quieren imponerse, ha perdido interés.
Problablemente piensa que somos lesbianas o algo
así. Pero ya no me importa. Estoy segura de estar
en lo correcto en cuanto a Yo. Le disparo con todo
lo que tengo. "Por favor, trata, ¿okey? Quizás ese
hombre termine siendo un buen amigo, y eso sería
tu perfecta reentrada al mundo de los hombres. Te-
nerlos de amigos primero."
Mira qué labia. Como si yo fuera amiga de
esos semiextrahos con los que me acuesto.
Ella se seca los ojos, y un aspecto de deter-
minación le cubre el rostro como si estuviera pre-
parada para avanzar en la vanguardia de la guerra
de los sexos. "Okey--me dice--, trataré>~.
Y, vaya, yo debía abrir un quiosco de profe-
cías, porque la Yo y el tal Tom se hicieron buenos
amigos. Por supuesto, el pobre tipo quería algo
más. A veces, tarde en la noche, suena el teléfono y
lo contesto. pensando que quizás sea uno de mis
hijos que están pasando el verano con su papá. Pero
la llamada es para Yo, quien se ha mudado conmi-
go por un tiempo, hasta que se vaya al norte a su
nuevo puesto de maestra. Escucho la voz anhelante
de Tom cuando la saluda: "Sólo llamé para darte las
buenas noches~.
--¿Por qué no lo invitas a la casa?--le pre-
gunto a la mahana siguiente. Al otro extremo del
pasillo, mi israelita canta en la ducha, la misma que
arregló hace unos meses.
Yo mueve la cabeza en dirección al baho:
"A mí me toma más tiempo~.
--Pues, no te queda mucho--le recuerdo.
A finales de agosto Yo se marchará a Nueva
Hampshire, y el grupo decide disolverse para enton-
ces también. Hemos alcanzado nuestros objetivos,
nos dice Brett. La esposa del político homosexual
se declaró, al descubrir su propia homosexualidad;
la mujer con el amante desaparecido ha empezado
a salir con un policía, y todas las demás están en
los últimos estertores de sus respectivos divorcios
y todas están escribiendo, componiendo y pintan-
do como locas. Yo no sé qué polvillo mágico Brett
echó al aire, pero hasta Yolanda y yo estamos es-
cribiendo poemas de nuevo. A menudo, cuando
no tengo invitados, nos metemos en mi cama, co-
mo hermanas, y nos leemos una a la otra los poe-
mas que hemos escrito.
Algunos de sus nuevos poemas son buenísi-
mos, y la vuelvo a invitar a que vaya conmigo a las
lecturas públicas de los viernes en el Holy Smokes
Cafe pero sólo me responde con una mueca. "Eso
no es lo mío~, me dice. El Holy Smokes ha adqui-
rido la reputación de ser un lugar de "levante".
"¿Para que todos esos tipos se babeén sobre mi sex-
tina? ¡Olvídalo!" Hace una mueca sobre el poema
que me leía en voz alta.
--¡Qué actitud!--le digo, meneando la
cabeza. Ella ha compartido algunos de sus poemas
con el grupo, y por supuesto, conmigo. Pero no
permite que ningún hombre los lea o los escuche.
Ella dice que cada vez que le enseha sus poemas a
uno, éste se aprovecha para convencerla de otras
cosas... como irse a la cama con él. Hasta su profe-
sor favorito de la universidad le decía que obtuvie-
~ra su doctorado en vez de perder el tiempo escri-
~biendo poemas.
--¡Pero si tú le envías todo lo que escribes!
' ~en varias ocasiones yo había visto sobres de ma-
nila dirigidos al profesor mengano de tal en Mas-
sachusetts.
--Sí, pero él está lejos--Yo se encoge de
hombros--. Además, creo que es homosexual.
--¡Pero sigue siendo un hombre!--la em-
pujo con el pie--. ¿(2ué? ¿Brett no es una mujer?
--Sí, sí, sí--asiente--. Pero la gente gay
es diferente. No siempre andan de conquista.
--¡¿Que no?!--le digo, en tono de viejo
gángster de película a quien no hay más remedio
que escuchar--. Bájate de esa nube y date un paseo
por la realidad.
Me ofrece una sonrisa tímida, y dice: "¿Es
que Nueva Hampshire cuenta como la realidad?".
Las dos nos quedamos calladas, y me invade la
tristeza al pensar que ya para cuando los niños
regresen de sus vacaciones ella se habrá mar-
chado.
Semanas antes de irse, a Yo le da un ataque
de audacia y decide invitar a Tom a la casa. Durante
el verano ella lo ha visitado varias veces, o se han en-
contrado en lo que ella llama un "territorio neutro",
nada menos que para desayunar. Según Yo, el desa-
yuno es la comida ideal para una cita si una no está
segura de lo que quiere. "Una cena se puede exten-
der hasta la cama, y un almuerzo puede consumir
-
todo el día, pero todo el mundo tiene que ir a traba-
jar después del desayunoo.
--Eres increíble--le digo. Yo que siempre
estoy ingeniándome maneras de hacer que los fu-
lanos con quienes salgo vengan conmigo a casa des-
pués del linguini, mientras que Yo los despacha
después del café para que vayan a ganarse el pan.
Pero, por fin, ha invitado a Tom a cenar, lo
cual me hace cosquillas de felicidad. Quiero que se
vaya a su nuevo trabajo ya recuperada de su alergia
a los hombres. Pero la oigo hablando por teléfono
con Tom, y le dice, lo juro: "Para cenar nada más,
porque Tammy y yo... nos acostamos temprano".
Cuando cuelga, le pregunto a boca de jarro: "¿Le
has dicho que somos gay?".
Una sonrisita almidonada le aflora en los
labios. Aparta la vista, porque ella sabe muy bien
que yo le leo hasta el alma. Por eso es que somos
tan buenas amigas.
--¿Bueno?--la reto, y me mira, con la ver-
dad escrita sobre el rostro antes de decir una pa-
labra--. No le he dicho nada, tú sabes... explícita-
mente...
--¡No lo puedo creer! ¡Esto es una aldea!
¡Vas a arruinar mi reputación heterosexual!--quise
darle un regaño virtuoso sobre cómo utiliza nuestra
relación para protegerse. Pero lo que en realidad
me enfurece se me escapa de los labios como un la-
mento--: Nunca he sido tan popular con los hom-
bres como hasta ahora.
Y es ahí donde me agarra las manos, me
sienta frente a ella y me mira directo a los ojos:
"Okey, Tammy Rosen, ahora soy yo quien te va
a decir la verdad. Lo que he visto en esta casa no
es popularidad, ni amistad, ni nada con posibilidad
de permanencia. Tú andas huyendo de los hom-
bres a la misma velocidad que yo. Y, sí, es cierto,
escribes unos poemas maravillosos, ¡pero tu vida
personal es un desastre!".
De repente soy yo la que rompe a llorar, y
ella la que me consuela, y pienso: "Dios, ¿qué so-
mos, gemelas emocionales, o qué?".
Sé que ella tiene razón, y, finalmente, lo
llevo a discusión en el grupo, lo poco renovadoras
que son mis relaciones, cómo me he convertido en
una adicta a los hombres, cómo tengo que romper
el hábito de relaciones superficiales. Allí es cuando
Brett me da su gran diagnosticazo general: que soy
poco menos que una ninfómana, y me lo trago
con anzuelo y todo. Después me echo a llorar y
todas me abrazan, y en los días que siguen, en una
gran explosión de borrón-y-cuenta-nueva, me pe-
leo con todos mis fulanos, el plomero israelita, el
activista, el electrónico. Me quedo temblando, co-
mo si hubiera dejado de fumar, obsesionada sobre
cómo voy a sobrevivir sin una colilla entre los la-
bios.
Para la cena del viernes, le ofrezco a Yo
quedarme con mi madre, quien además ha estado
deprimida desde que los niños se fueron. Además,
esa noche hay una lectura de poesía en el Holy
Smokes. Acumulo una serie de razones para que-
darme en Boston. Finalmente, me confieso: "Mira,
yo me he reformado. Ahora te toca a ti".
19~
Me agarra por los hombros: "No estás a sal-
vo todavía, muñequita linda. Andas con una cara
como si hubieras perdido a tu mejor amiga".
--Bueno, es que es difícil--le digo con lá-
grimas en los ojos. Y pronto, tú te irás también.
Me quedaré sin amigos. Sí, señoras y señores, hasta
mujeres de cuarenta y cuatro años a veces descien-
den a la madurez emocional de una niña de siete.
--No me vas a perder, cariñito mío--me
dice, arrastrando las palabras como los sureños y
dándome un abrazo. Me parece divertido que Yo,
cuyo idioma natal es el español, piense que la ma-
nera de hablar inglés de los sureños es tierna--. Y
esos otros payasos no eran tus amigos. Y eso es lo
que tú necesitas, un amigo. Es la situación perfecta
para que restablezcas tus relaciones con los hom-
bres. Hacerte amiga de ellos primero.
¿Hay un eco en el cuarto o qué? "Bueno,
en todo caso, quiero que te sientas como en tu ca-
sa--le digo--. En caso de que... tú sabes...".
--No empieces--me dice, malhumora-
da--. Ya te dije que sólo somos amigos. Y además,
Tom quiere conocerte--insiste--. Después de to-
do, tú eres mi mejor amiga.
De repente, las lágrimas me vuelven a los
ojos, y pienso que, quizá ahora que he decidido
comportarme como una adulta, me sorprende el
aldabonazo de la menopausia.
No sé qué será, pero hay algo diferente en
Yo esa semana que preparamos la cena del viernes.
197
Una ansiedad que nunca antes vi me hace pensar
que está más interesada en Tom de lo que ella mis-
ma se da cuenta. De repente el pelo no le luce bien;
~¿me lo parto a la derecha o la izquierda? Tengo las
piernas flacas, qué tú creesl ¿las tengo flacas o no?
¿Hay algún ejercicio para aumentar las pantorrillas?
--¿En cinco días?--le pregunto.
Cuando baja a tomar su café por la mañana
trae los ojos maquillados. Pienso: ésta se va a acos-
tar con Tom antes de que termine el verano.
Parece que mientras yo bajo la velocidad,
Yolanda le mete el pie al acelerador. Los primeros
días después de romper con los fulanos, me parece
que voy a tener que ir a una clínica de desintoxi-
cación. ¿Cuál será la metadona para quitar la adic-
ción a los hombres? ¿Duchas frías bajo la regadera
que ellos mismos han compuesto? ¿Jovencitos?
--disculpen, como madre de hijos varones, no de-
bo bromear sobre una cosa así--. Pero el caso es
que pronto empiezo a disfrutar de las largas ma-
ñanas en mi estudio trabajando en mis poemas sá-
ficos: Safo, reclinada en un sofá recitando poemas
a sus devotas discípulas; Safo, serena, controlada. Por
las tardes trabajo en el jardín, tomo un poco de sol
y leo al soberbio Rilke y por la noche, lectura de
poemas con Yo, y finalmente, me voy a mi enor-
me cama donde no hay nadie que me dé codazos
para despertarme: todo esto me parece un lujo. Y
comienzo a entender los placeres ascéticos, los pla-
ceres de Yo.
Pero los fulanos no se dan por vencidos
tan fácilmente, lo que me sorprende. Quizás ellos
198
disfrutaban nuestras relaciones mucho más de lo
que yo pensaba. Me llaman: "Cuándo puedo pa-
sar por allá, por qué no hablamos sobre esto". De
repente, soy yo quien da a entender que hay algo
entre Yolanda y yo. Pero eso no tiene el menor
efecto con Jerry, el fulano activista.
--No puedes terminar una relación así,
unilateralmente--anuncia, como si hablara de la
carta constitucional de la ONU o algo parecido.
--¿Quién dice?--le respondo--. Ustedes
los hombres simplemente se desaparecen cuando
les da la gana--y pienso en Pete, que se fue con su
secretaria, y me hirió no sólo por el abandono, sino
también por el clisé.
--Ay, por favor--me dice Jerry--. No
soy responsable por todo el género masculino. Yo
estoy tan en contra del sexismo como tú, ¿sabes?
La verdad es que no lo sabía. ¿Dónde esta-
ba yo cuando me lo dijo? ¿Ocupadísima bajándole
los calzones? Pero le doy la vuelta a la cosa para que
sea su culpa. "Es que nunca hablamos--le digo
acusadoramente--. Ni sé quién eres".
--Bueno, ¿por qué no te enteras? dice con
voz suave y quebrantada, con ese tono que adquieren
los hombres cuando les han llegado tus aguijones.
Y a continuación dice lo apropiado--: Y yo quiero
saber quién eres, Tammy. Dame la oportunidad.
--¿Quieres venir a cenar esta noche?--l~
pregunto. Se me ocurre que así será más cómodo,
con dos parejas. Además, si Tom tiene alguna con-
fusión sobre Yolanda y yo, la presencia de Jerry di-
sipará la duda.
199
,
Jerry acepta de inmediato. "Me encantaría.
¿Qué llevo?"
--A ti mismo--le digo con alegría. Mi
corazón se siente aligerado, libre de los velos y las
tocas de una vida pura. Claro, pudiera ser monja,
pero es un poco difícil para una chica judía como
yo, ¿no les parece? Añado, si no el grupo y Yo me
matarían--: Jerry, es solamente para cenar, ¿okey?
Necesito tomar las cosas con calma. Quiero que
seamos amigos primero.
Hay un silencio de desilusión al otro lado
de la línea, el mismo silencio que acostumbro oír
cuando Tom llama a Yo a medianoche. Finalmente
me dice: "Comprendo, Tammy. Lo que tú digas".
,Me saqué la lotería o qué? ¡Y pensar que
casi me deshago de este estuchito! Mis últimos poe-
mas sáficos regresan a la gaveta, y el resto del día
lo paso probándome modelitos, insistiendo en que
la albahaca para el pesto tiene que ser fresca, sa-
cando los platos de postre adornados con motivos
florales de mi tía Joan, guiando hasta Heart and
Hearth a comprar esas velas que arden lentamente
y no sueltan ni una gota de cera.
Estamos cenando en el porche cubierto de
atrás. Las llamas de las velas aletean cada vez que
sopla una brisa. Es una de esas noches de verano
húmeda, chirriante de grillos que nos hace sentir
como si estuviéramos en algún lugar del sur en vez
de al norte de Boston. Yolanda está sentada a mi
lado, los hombres frente a nosotras. Jerry, por su-
-
puesto, me es conocido, pero hoy lo veo bajo una
luz diferente. Especialmente después de cuatro co-
pas de vino. Es moreno y hablador, con una soltu-
ra y facilidad de movimientos que lo hacen muy
sensual, aunque trato de no pensar en eso.
A su lado, Tom luce algo tieso--es más,
su apariencia me sorprende un poco. Pensé que
Yo, siendo latina, hubiera escogido a alguien más
exótico, más moreno. Alguien como... bueno, mi
Jerry. Pero Tom, y por supuesto, que no nos pode-
mos contener y soltamos un par de chistes sobre
los ratoncitos Tom y Jerry, es rubio y con el pelo
tan acicalado que dan ganas de despeinarlo. Lo cual
hace Yo cada vez que pasa por su lado. Más tarde,
la observo cuando le sirve una enorme cuña de
flan de guayaba, y se chupa el jarabe de los dedos,
mirándolo con ojos chispeantes, y pienso, anjá, esta
rloche, es la noche.
Hablamos sobre nuestros pasados. Entre
los cuatro hay un total de seis divorcios, ¡increíble!
"¿Por qué será?", les pregunto, como si ellos tuvie-
ran la respuesta.
--Las conexiones de antes ya no funcio-
nan--dice Yo. La mayor parte de la conversación
esta noche es entre nosotras dos, los fulanos sólo
intervienen de vez en cuando. A veces pienso que
es nuestra intensidad lo que los atrae, como mari-
posas nocturnas aleteando contra la tela metálica
tratando de entrar--. Tenemos que inventar nue-
vas maneras de relacionarnos--continúa Yo.
--Tú lo has dicho--concurre Jerry con un
cabeceo de acuerdo, mascullando con voz gruesa.
201
~e recuerda la voz que usan mis hijos para decir
que han coloreado saliéndose de la raya. Jerry no
logra mantener su voz dentro de las rayas de la
pronunciación. No sé cómo va a poder guiar hasta
su casa esta noche.
--Por eso es que he escogido el celibato
dice Yo a toda la mesa--. Siempre caía en los
mismos malos hábitos con los hombres. Tenía que
romper ese esquema, ¿entienden?
Tom baja la vista y contempla el flan de
guayaba tratando de decidir de cuál esquina va a
tomar el próximo bocado. Pero sé por el ángulo
de su cabeza que escucha con detenimiento. Este
no ha bebido tanto.
--Entonces, cómo es que... cómo es que
--Jerry repite, tratando de recordar por dónde iba
su pregunta--, tú sabes, ¿cómo es que vas a volver
a montarte al caballo...?--me dispara una sonrisa
tonta de oreja a oreja. Eso lo decide. Está dema-
siado borracho para guiar. Esta noche dormirá en
el cuarto de Jamie.
Ahora le toca a Yo bajar la cabeza, incómo-
da. "No sé--dice--. Me imagino que lo sabré
cuando esté lista". Al escuchar esto, el semblante
de Tom adquiere un aire de lejanía, uno de esos
estudios en sepia en los que caía la gente del siglo
XIX cuando no podía decir lo que pensaban. Súbi-
tamente me viene a la mente a quién, además de
Ken, el novio de Barbie, se parece Tom: a Darcy
No-sé-qué, el de Orgullo y prejuicio, el cual es un
hombre bueno y sabio y amable, pero aburridísi-
mo. Entra nuestra heroína, Yo García.
En cuanto a mí, me aferro a mis intencio-
nes, y cuando termina la cena y de las velas lentas
no queda más que la mecha, anuncio que me reti-
ro. Jerry me mira con ojos esperanzados. "Y tú,
para la cama temprano también", le digo. Le da
una sonrisa triunfante a los demás y me agarra por
el brazo. Le doy un beso de despedida a Yo y le su-
surro: ~No te preocupes, se va a quedar en el cuar-
to de Jamie". Por su cara de desconcierto me doy
cuenta de que se ha olvidado por completo de vi-
gilar mis buenas intenciones.
Al llegar arriba, luego de un ascenso lento y
zigzagueante, Jerry está demasiado borracho para
protestar. ~¿Adónde vas?", me pregunta cuando lo
he arropado en la camita. Pudiera ser mi hijo, acos-
tado allí, con la cabeza asomada sobre el edredón
que lo cubre hasta la barbilla, temeroso de que lo
dejen solo en la oscuridad.
--Regreso ya mismo--le digo. Voy al ba-
ño y le traigo dos aspirinas y un vaso de agua.
Más tarde, ya acostada, escucho voces en el
porche trasero, susurros y risitas, una voz persuasi-
va, otra voz resis endo, pero sin mucha convic-
ción. Me quedo dormida y cuando vuelvo a des-
pertar, OigO los mlsmos susurros y risitas que salen
de la habitación de Yo. Y luego, mucho más tarde,
cuando me despierto, la casa está en silencio, ese
silencio de las tres de la mañana que recorre el
cuerpo como un escalofrío de mortalidad y me hace
abrazar una de las almohadas.
203
.
¡Alguien se está metiendo en mi cama! Pri-
mero pienso que es Jerry, pero cuando me viro,
casi agradecida por la intrusión, veo que es Yo.
--¿Qué pasa?--susurro.
--No era tiempo--me dice, quitándome
la almohada sustituta de hombre.
Todavía estoy casi dormida y no entiendo
de qué habla: ~¿Tiempo de qué?".
--Tú sabes--dice con un filo de acusa-
ción en su voz. Y me empiezo a sentir mal, porque
tal vez la he forzado demasiado a abrir brecha.
--Bueno, es tarde--le digo con la voz
arrulladora que uso con mis hijos--. Mañana será
otro día.
No hace el menor ruido. Está acostada de
espaldas, mirando al techo, en pose de insomne
preparada para la larga noche que tiene por delan-
te. Y a pesar de que trato de hundirme en el sueño
de nuevo, sin saber cómo, me hallo completamen-
te despierta.
--Lo siento--me dice, cuando enciendo
la lámpara sobre la mesa de noche para ver la hora.
Las cuatro y cuarto. Mañana, es decir, hoy, va a ser
un día perdido por completo--. Me parece que la
musa me ha abandonado de nuevo--me dice, con
la respiración entrecortada de pánico que tenía yo
cuando Pete me aterrorizaba--. Es que... he deja-
do a un hombre invadir mi territorio.
Quiero decirle: hazme el favor, Yo, te estás
asustando a ti misma. Pero tal vez sea por el vino
que todavía tengo subido a la cabeza o por la ho-
ra que es y nosotras hablando en susurros, pero yo
sé exactamente lo que ella quiere decir, que sin dar-;
nos cuenta las mujeres le cedemos nuestras vidas a
la primera cosa necesitada que se nos pone por de-
lante: hombre o niño o el suflé que no se alzó o el
gatito con la patita hinchada. ~Te entiendo--le
digo--, pero no vas a perder la voz. La llevas den-
tro, ¿cómo la vas a perder?".
Mi argumento parece reconfortarla, pero
cuando voy a apagar la luz, me dice: ~Tammy, va-
mos a leer poemas, ¿okey?".
--¡Yo, son las cuatro de la mañana!--me
quejo, pero pienso, qué diablos, las cuatro y cuar-
to, las cinco, qué importa. Además, hay algo en mí
que siempre se rinde ante lo que urde Yo: un
deseo de hacer mi vida más problemática e intere- 7
sante, que sé yo.
Sale de puntillas y regresa con su cartapa-
Ci0 de poemas, y con el mío que recogió en mi es-
tudio. Y allí estamos, leyéndonos poemas mien-
tras que, en otros lugares de la casa, dos hombres
roncan a pierna suelta.
O eso es lo que pensábamos. Yo va por la
mitad de su segundo soneto a la musa, cuando miro
por encima de su hombro, y veo a Tom parado en la
puerta, con una toalla amarrada a la cintura como
una faldita. El pelo siempre acicalado lo tiene todo
revuelto, y si hace unas horas parecía que pertenecía
al siglo XIX, ahora parece salido de las páginas de una
de esas revistas que vienen en envolturas anónimas y
que ni siquiera consigues en Nueva Hampshire.
--¿Qué pasa aquí?--pregunta con el ceno
fruncido.
205
,
Las dos estamos en bata de dormir con
cartapacios de poemas en el regazo. ¿Qué es lo que
se le ocurrirá?
--Estamos leyendo poemas--digo, como
si eso fuera la cosa más natural del mundo.
Pero a él no le parece una respuesta acepta-
ble. Mira a Yo directamente, con los ojos enfada-
dos muy a lo siglo xx. ~Me despierto y no te en-
cuentro", le dice. Se le nota el enojo en la voz, y
siento que el corazón me palpita con más fuerza al
recordar aquellas escenas horribles con Pete. Mien-
tras, Yo se ha quedado totalmente muda.
--Ella no podía dormir, ni yo tampoco--le
digo en defensa de ambas--. Por eso nos estamos
leyendo una a la otra.
Él lo piensa por un momento, y cuando
deja escapar un suspiro, me doy cuenta de que yo
estaba aguantando la respiración. No les miento,
para mí es una revelación ver que un hombre se
puede enojar y no hacerle daño a nadie. ~Yo tampo-
co puedo dormir. ¿Puedo participar?", pregunta,
con una voz difícil de rechazar.
Estoy a punto de asentir cuando Yo por fin
recobra la palabra: ~¡No!--dice, con tanta firmeza
que Tom y yo nos quedamos pasmados--. Tammy
y yo compartimos nuestros poemas solamente en-
tre nosotras", añade con una voz más conciliadora.
Lo cual es mentira de parte. Pero, claro, a Yo la
traumatiza enseñarles sus poemas a los hombres.
Una mirada de dolor le llena el rostro, y
por un segundo, vislumbro al niño que vive den-
tro de aquel hombre acartonado y penoso. Y me
-
da lástima. Yolanda también se siente mal. Lo si-
gue con los ojos, cuando se va arrastrando los pies
por el pasillo, con las manos enlazadas sobre su
fondillo tan chulo arropado en la toalla.
Yo continúa leyendo su soneto en voz alta,
pero no lo hace con gusto. La voz se le desvanece.
"Ahora te toca a ti", dice, pero tampoco yo tengo
ganas de leer mis poemas sáficos. Es como si la
musa se nos hubiera esfumado. ~Debimos dejar que
se quedara", le digo, asignándome la mitad de la
culpa.
Ella se concentra en el poema sobre su re-
gazo como si allí fuera a encontrar la respuesta.
"Es verdad", dice por fin.
--Y tú sabes, cariñito, hasta que no com-
partas tu trabajo con un hombre, no te vas a sentir
bien con él en la cama--Safo con acento sureño,
tratando de hacer razonar a Yo, derramándole miel
por los oídos.
Y, al mismo tiempo, tratando de conven-
cerme a mí misma.
En un segundo se levanta de la cama. "Lo
voy a buscar--dice--. Pero no va a ser lo mismo",
me advierte. Por supuesto. En cuanto un hombre
se aparece en la vida de una mujer, ha de haber pro-
blemas. Pero, qué diablos, como le he dicho a Yo,
ella tiene su arsenal de truenos y rayos para ganar-
le a cualquier tipo. Y yo también.
Yo regresa con Tom, quien aún viste su
faldita de toalla, y una bata de dormir tirada al
hombro. "Le dije que puede participar", me infor-
ma, mostrándome la bata de dormir. Tom la mi-
ra, levanta las cejas con curiosidad, lo mismo que
--Levanta los brazos--le dice Yo y se tre-
pa en mi cama y le tira la bata sobre la cabeza--.
Tammy, dame una de tus bufandas.
Al principio, pienso que aquel Tom tan
almidonado va a salir corriendo de allí. Pero se
vira de un lado y de otro, mientras Yo le jala la bata
de dormir así y asá para que le encaje bien. El
sonríe como si estuviéramos realizando una de sus
fantasías. Y pienso, caramba, ésta es una de mis
fantasías también. Tener una amiga hombre con
quien pueda compartir mi cama, y el estado de
mi alma.
--Una bufanda a la orden--digo, agarran-
do mi favorita, la morada de seda en la cesta que
está encima de mi buró. También agarro un cre-
~i yón de labios.
--No te muevas--le digo, pintándole los
labios de rojo--. ¿Qué te parece?--le pregunto a
Yo--. ¿Le maquillamos los ojos?
Yo asiente, riéndose, y ahora también se ríe
Tom. No lo he visto tan desenvuelto desde que
puso pie en esta casa hace diez horas. Y lo que me
gusta de él es que no se porta lánguido y desvalido
como suelen hacer los hombres que se ponen a
imitar a las mujeres. Cuando terminamos, Yo lo
toma de la mano y lo coloca delante del espejo.
--¡Qué linda eres como mujer!--le dice.
Y le echa el brazo por los hombros, como amiga,
su nariz se anida en el cuello de él, como amante.
Ella también se ha tranquilizado del ataque de pá-
nico de hace unos minutos--. Y además, como
hombre, tampoco estás nada mal.
Cuando lo tenemos todo emperifollado, lo
dejamos que se siente en la cama con nosotras,
nos olvidamos de la lectura de poemas, y nos reí-
mos y chachareamos sobre quién tiene las piernas
más bonitas. Al rato oímos pasos acercarse por el
pasillo, y entra Jerry, todavía algo mareado, y se
frota los ojos como si viera fantasmas: ~¿Qué pasa
aquí?".
Antes de que se dé cuenta, lo hemos meti-
do en una de mis batas de dormir, y está sentado
en mi lado de la cama, con las sábanas cubriéndo-
nos el regazo, mientras que una delicada aurora se
asoma por los cielos. Tom dice: ~Bueno, vamos a
oír esos poemas". Y le digo a Yo: ~Dale tú prime-
ro", antes de que se vaya a arrepentir. Y allí senta-
da, con Jerry a un lado y Tom al otro, escucho la
voz vacilante de Yo hacerse más segura. más mesu-
rada al leer, y pienso: ~¡Coño!, aquí tengo lo que
buscaba en el grupo de Brett Moore; una musa,
un hombre con quien puedo llegar a compene-
trarme y mi mejor amiga, Yo".
La casera
Con~ontación
Llega con una libretita de apuntes en la ma-
no respondiendo al anuncio en el periódico. Quie-
re saber todos los detalles sobre la casa. Pregunta si
el lugar es tranquilo: "Yo soy una escritora, sabe,
tengo que terminar un libro para que me den per-
manencia en la universidad".
Yo le digo: "Tengo dos hijas y esas dos hijas
tienen un televisor y un perro. Y vivo aquí. Y me las
arreglo lo mejor que puedo". A ella no le gusta io
que le digo. Hace una anotación en la libreta, y es-
toy a punto de decirle que el apartamento ya está
alquilado, porque a ella qué le importa si mis hijas
se la pasan dando gritos. Desde que Clair se mar-
chó el mes pasado, tal pareciera que todo ha dejado
de funcionar. Hasta la puerta del horno está rota. El
techo gotea directamente sobre el apartamento de
dos dormitorios que quiero alquilar. Hay que arre-
glar el pasamanos de la escalera de entrada. Clair era
quien hacía todos estos trabajitos, y no es que yo
sea tacaña, pero tengo que pensar en mis dos hijas y
en mí misma, y no puedo pagar doce cincuenta la
hora a uno de esos hácelo-todo sólo porque tiene una
camioneta con su nombre escrito en un costado.
Pero necesito una inquilina, y no quedan
muchas, porque las clases empiezan en un par de
semanas, y todos los recién llegados ya están insta-
lados. Así que le digo: ~Las niñas son muy buenas.
Y el perro casi ni ladra. ¿Quiere subir a verlo?".
Primero mira el reloj de pulsera, como si
tuviera una cita al otro lado del pueblo con otro
casero que le va a alquilar un apartamento más
bonito que el mío por mucho menos que los qui-
nientos cincuenta mensuales que yo pido. ~Está
bien--dice. Bajamos por los escalones del fren-
te, y le damos la vuelta al patio hacia la escalera
que da al segundo piso--. Es una casa vieja muy
bonita".
--Era de mi suegra. Ella nació en esta
casa, y mi esposo también. Ésta es la parte más an-
tigua del pueblo.
Los ojos le brillan con una chispa de ambi-
ción que reconozco. Clair tiene esa misma mirada
cada vez que alguna jovencita entra a la tienda de
piezas de autos donde trabaja. ~Me gustan las ca-
sas viejas--dice ella--. Esos condominios moder-
nos no tienen personalidad. Uno no sabe ni dón-
de es que vive, puede ser cualquier parte".
Ya me está cayendo un poco mejor, y le
dejo caer unas gotitas de verdad. "Yo misma no vi-
viría en ningún otro sitio. Pero una casa vieja es
una casa vieja, usted sabe, las cosas se rompen de
vez en cuando."
--¿Sí?--dice--. ¿Como qué?
No la voy a preocupar. Además, puede ser
que no llueva en varios meses, y luego viene la
nieve y el hielo sellará los agujeros hasta la prima-
vera. Ya para esa época, quién sabe, seremos ami-
gas o algo así. "Nada en particular--le digo--.
Sólo que es más trabajoso vivir en una casa vieja
que en uno de esos condominios indistinguibles".
¿Por qué será que cada vez que hablo de pisos
siempre me imagino a Clair con su noviecita con
el recorte de flequillos y tacones altos y el mini-
corpiño ajustado y unos shorts que le llegan acá
arriba?
Mientras subimos me cuenta que ella no
es originaria de este país, pero que llegó cuando
era una niña y ahora consiguió este trabajo en la
universidad. Todo el rato me pregunto si me está
tomando el pelo, porque habla el inglés mejor que
yo. Le digo: ~¡Pues sí que aprendió el inglés!". Me
mira por un momento y luego dice: ~Un poeta
dijo que el idioma es la única patria. Cuando no
hay otro suelo debajo de tus pies, uno aprende rá-
pido, créame".
--Le creo.
Le enseño los dormitorios, y ella los admi-
ra con muchos ohhs y aahhs, diciendo wow, wow,
como un adolescente de pelo abrillantinado de los
años cincuenta. ~Hay muy buena luz--dice del
cuarto que tiene goteras--. Creo que pondré mi
estudio aquí--me mira con la cara sonrosada co-
mo si estuviera abochornada de confesar que quiere
el apartamento--. Bueno, digo, si es que me deci-
do a vivir aquí".
Vamos a la habitación que da al frente, y la
calle se ve tan bonita con el sol resplandeciente
entre los arces. Me entristece pensar cómo eran las
cosas antes con Clair. Éste era nuestro dormitorio
cuando nos casamos y su Mamá todavía vivía en
la planta baja. Pues a esta señora también le gusta
esta habitación, con el pequeno asiento en la ven-
tana, y la chimenea de ladrillos que baja hasta el,
hogar en mi sala. "Aquí hubo un hogar también,
pero Clair, mi esposo, lo tapió. Quizá lo vuelva a abrir
un día de éstos." Lo digo como si lo fuera a hacer
manana mismo, pero lo cierto es que costaría bas-
tante caro y yo no tengo dinero para cosas así.
Finalmente deja de vagar por las habitacio-
nes, abriendo y cerrando armarios, y regresa a mí
en la habitación que más le gusta, la que dice que
será su estudio. Me mira de un modo extrarío y
pienso que me va a pedir que le rebaje el alquiler,
lo cual estoy dispuesta a hacer porque, número
uno me ha caído muy bien, y dos, porque me
imagino que siendo extranjera, quizá necesita una
manita. Pero me dice algo de lo más peculiar:
~¿Ha sido usted feliz en esta casa?".
Y, sabe, lo que no hice cuando Clair se
largó con esa muchachita o cuando su Mamá, que
fue como una madre para mí, murió hace un par
de anos de un cáncer que se le multiplicó dentro
como un criadero de conejos, ni cuando esta ma-
r-~ana me miré al espejo y vi a una mujer obesa cu-
bierta por una carpa de tela, tengo que tragar fuerte
para no llorar. ~Ha sido un hogar--digo--bueno
y malo, no me puedo quejar".
--¿No muy feliz, verdad?--pregunta con
sospecha.
Y veo adónde quiere llegar. Ella es una dt
esas personas que cuelgan una pata de conejo en el
espejo retrovisor de su Pinto, como si con eso ca-
minara mejor. Yo le digo algo que saqué del bor-
dado que hizo la Mamá de Clair cuando era nina y
que todavía cuelga en la cocina: ~Esta casa es un
hogar para todos los que vienen a ella". Anado un
"de veras", porque me mira de un modo muy ex-
trano, como si le estuviera haciendo un cuento
chino. ~Y estoy dispuesta a rebajarle el alquiler a
cuatrocientos noventa y cinco ya que usted vive
sola y no va a usar mucha electricidad, agua o al-
cantarillado."
Ella lo está pensando, recorre las habita-
ciones una vez más, regresa y me dice: "Tengo que
recoger a una amiga que me va a ayudar con la
mudanza. ;Puedo traerla a ver el apartamento...
antes de tomar una decisión?".
Qué manera tan enrevesada de hacer las
cosas, pienso. Pero luego me asalta la sospecha.
He visto en la tele esos balseros que luego se traen
a toda la familia a Miami. "Dije cuatrocientos no-
venta y cinco si vive sola. Cada persona adicional
es sesenta dólares más. Y necesito un mes de de-
pósito también", anado algo seria.
Veo que mi tono la pone nerviosa, parece
que es de las sensibles. Como si fuera a decidir que
va a vivir aquí basada en si le hablo con amabili-
dad y si el semáforo de la esquina no cambia hasta
que cuente del uno al cinco. "Sólo quiero que mi
amiga me dé su opinión", me dice con voz anir-~ada,
igual que mi hija Dawn cuando quiere quedarse a
dormir tres noches seguidas en casa de Kathy, lo
que siempre hace cuando su padre está en casa.
214
Miro a esta mujer flaquita. Tiene mi edad,
tiene mi edad más o menos, treinta y pico, con ese
color sepia de las fotografías antiguas donde todo
el mundo lucía medio indio, con la larga trenza
que le cae por la espalda, grandes ojos intensos co-
mo los de la gente en películas de terror, y lo que
pienso me sorprende. Yo pudiera ser como ella,
una mujer sola en un mundo ajeno donde no sé
bien cómo funcionan las cosas porque las cosas no
han salido como esperaba. Me hago la tonta, y
no es la primera vez. Le digo: ~Está bien. Voy a de-
jar la puerta abierta. Traiga a su amiga y ensér-~ele
el apartamento. Yo estaré abajo. Déjeme saber lo
que decida".
Y de repente me da u n filerte abrazo,
como si hubiera donado veinte dólares a los huer-
fanitos de su país. "¡Qué buena es usted, muchas
gracias!" Se monta en el Toyota. No me agrada
mucho que tenga un auto extranjero, pero me re-
cuerdo a mí misma que ella también es extranjera.
Pues toca la bocina de despedida y se marcha, y
por toda la calle, los vecinos que conozco desde
que llegué a esta casa hace dieciséis afios, como la
esposa de Clair, atisban por las ventanas pregun-
tándose cuándo será el próximo derrumbe en la
vida de Marie Beaudry.
Ella se muda con la ayuda de su amiga, de
quien no sé ni qué pensar. Una mujer alta, boco-
na, con shorts y camiseta pero sin brassiere y un
color de pelo muy curioso que luce muy raro. Ésa
215
no parece extranjera, es muy blanca, con un nom-
bre y apellido que pudiera ser del vecindario: Tam-
my Rosen, aunque me dice que su nombre es en
realidad Tamar y el Rosen fue abreviado de Ro-
senberg cuando su familia vino de Alemania du-
rante el Holocausto.
Yo me quedo con la boca cerrada porque
nunca he sido muy buena en historia y me con-
fundo con quién mató a quién y por qué. De
todos modos, las noticias son buenas, la ser~ora va
a alquilar el piso: me hace un cheque por el alqui-
ler de un mes y el mes de depósito. Cuando firma
el contrato es que al fin me entero de su nombre,
Yolanda García, pero ella me dice que prefiere que
le digan Yo. Tammy, Yo: son nombres fáciles. Una
cosa que aprecio de los extranjeros, y las dos de ese
día son las únicas que he conocido en un día, es lo
dispuestos que están a hacer las cosas de la manera
que las hacemos aquí. Y claro que así debe ser, lo
sé, pero a veces las cosas no son como debían ser.
Miren a Clair detrás de las jovencitas y llegando a
la casa borracho a maltratar a su mujer y a sus
hijas. Esto es algo que siempre me repito cada vez
que empiezo a extranarlo porque ya hace seis se-
manas que se fue.
No sé qué se traen ellas allá arriba--des-
pués de un par de días de mudanzas y de desem-
pacar y arreglar--pero daría una mano y unas
ochenta libras de las que me sobran por saberlo.
Se oye mucho cuchicheo y risotadas, y luego sien-
to un olor que baja por los canales de ventilación,
parece que es incienso o algo por el estilo. Mientras
216
no estén haciendo nada ilegal, no hay prohlema.
Emily y Dawn se la pasan allá arriba y luego ba-
jan diciendo que han aprendido a decir cómo
está y te quiero en espafiol y en alemán y a dibu-
jar caballos con cuernos que ya no existen pero
traen buena suerte. Un par de veces las inquilinas
se detienen a conversar conmigo en el porche:
sabe algo de la clase china en el centro comunita-
rio: no, no es, realmente del idioma chino, es de
ejercicios chinos. Va a haber un festival medieval
en el parque con quiosco y malabaristas, quizás
usted y sus nir-~as quieran ir con nosotras. La ver-
dad es que ellas llevan aquí dos semanas y ya sa-
ben cosas de este pueblo que ni yo misma sabía.
Siempre digo que no, porque me figuro que me
sentiría más gorda y más ignorante entre esas
gentes de la universidad. Pero la sola idea de que
puedo hacer otras cosas además de desear a Clair
me hace sentir mejor de lo que me he sentido en
mucho tiempo.
Lo único es que a cada rato me doy cuenta
de nuevo de lo extrafias que son esas muchachas.
Esta misma mafiana, me despierto temprano--co-
mo de costumbre, no puedo dormir, rechinando
los dientes por Clair--y las veo pululando por el
patio. Salgo a los escalones traseros: o¿Se les perdió
algo, nifias?". Me hace gracia que las llamo nifias
aunque son casi de mi misma edad. Me miran con
cara de yo-no-fui. La que se llama Yo tiene en la
mano una pequefia bolsa plástica.
--Nada, Marie--me dice--. Estamos pro-
tegiendo este espacio.
217
Esto sí que es algo nuevo para mí. Pero
¿qué voy a hacer? ¿Decirles que no pueden echar
polvo en ese césped sarnoso que no se ha recortado
desde que Clair se fue? Yo les sigo la corriente.
"Echen un poco por mí", les digo, y vuelvo a la co-
cina y las observo por la ventana que está encima
del fregadero. Están de pie, hablando con las cabe-
zas muy juntas, mirando por encima del hombro
hacia la puerta posterior. Luego se acercan a la casa
y le dan la vuelta, yo las sigo de ventana en venta-
na, hasta que terminan en los escalones de la puer-
ta de entrada sacudiendo la bolsita vacía.
Yo no creo ni pizca en ninguna de esas
brujerías, pero casi inmediatamente oigo el ruido
del camión frente a la casa, y allí está Clair, sin su
noviecita, preguntándome si puede entrar y to-
marse una taza de café. Por supuesto, yo quiero
que regrese, pero me quedo de pie con la mano en
la puerta como si no estuviera segura de que lo
quiero dejar entrar. Bueno, él sonríe, con las ma-
nos en las caderas, mirándolo todo. Yo veo lo mis-
mo que él ve: el césped crecido que yo necesito que
él recorte, el pasamanos roto en los escalones de
entrada que necesito que él arregle. Finalmente sus
ojos descansan en las ventanas del piso de arriba,
que ahora tienen cortinas de un púrpura llamativo
con medias lunas. <~Me enteré que tienes un par de
lesbianas extranjeras como inquilinas", me dice.
Yo no sé si fueron los polvos mágicos o la
compafiía de esas dos muchachas en las últimas
dos semanas, pero de pronto descubro que tengo
una lengua. "Pues yo me enteré que tengo un ma-
rido mujeriego que siempre anda persiguiendo cu-
los". Y doy la vuelta para entrar como si estuviera
muy ocupada para conversar con él y darle a los
vecinos algo de que chismosear. "Puedes tomarte
un café--le digo con desdén por encima del hom-
bro--, pero las muchachas van a bajar a verme an-
tes de que la que está de visita se vaya". Esto es un
invento mío, quiero decir, la parte de bajar a visi-
tarme, aunque es cierto que Tammy se va hoy, por-
que sus hijos regresan de las vacaciones con el padre.
--Bueno, pero espérate, déjame recortar
esta grama antes de entrar--me dice, y ahí es que
me doy cuenta de que viene a quedarse. O debo
decir, me doy cuenta de que la noviecita lo debe
haber echado a patadas y él todavía no ha encon-
trado otra.
Él está en el cobertizo dándole patadas e in-
sultando a la segadora mecánica porque el motor
se le apaga continuamente. Llamo arriba y le digo
a la que se llama Yo que me gustaría que bajaran a
tomarse un café conmigo antes de que Tammy se
vaya. Suena algo sorprendida, como si yo hubiera
hecho algo indebido, algo indebido pero agradable.
"Está bien--dice, luego de una pausa. Y luego afia-
de--: Marie, hay un tipo extraño con una rabieta
en el cobertizo del patio. ¿Se supone que debería
estar ahí?".
Y antes de que me pueda detener y decirlo
de una manera que no suene como si no lo estu-
viera diciendo, que es lo que mi amiga Dottie dice
que te enseñan en la universidad, le digo a Yo: "Ése
es mi marido Clair. Quiere saludarlas".
Al cabo de unas pocas semanas de Clair
mirarme con ojos de carnero degollado y decirme
palabras amelcochadas, empiezan los problemas
de nuevo.
Una noche las papas fritas no quedan bien
fritas, otra noche el bistec está demasiado crudo y
las nihas pelean sobre el programa de televisión
que quieren ver, y él explota. Lo único que ha cam-
biado es que yo le contesto, y por eso me mango-
nea más que antes y golpea más que antes, y los
golpes me duelen más ya que he bajado de peso.
Lo que me hace pensar que tal vez aumenté esas
ochenta libras como relleno para protegerme de
sus pufietazos. Pero él se emborracha tanto, que
en realidad todo lo que tengo que hacer es esqui-
varlo, y ahora que estoy más delgada, tengo más
agilidad. Él grita y pataletea por un buen rato, pe-
ro al poco tiempo cae en un letargo alcoholizado.
Y al verlo tirado sobre la cama de su madre, enre-
dado entre las sábanas, la calvicie incipiente en la
parte de atrás de la cabeza, un amor triste y lleno
de lástima me invade el corazón y no sé qué hacer
con ese sentimiento y me lo callo.
De todos modos, estoy acostumbrada a los
golpes y a los gritos, pero arriba oigo que la má-
quina de escribir que antes galopaba se silencia sú-
bitamente. Y después oigo a Yo caminar de un
lado a otro de la habitación, ya que nuestro dor-
mitorio está directamente debajo del estudio. A
veces, cuando empieza la gritería y las niñas llo-
220
ran, la oigo bajar las escaleras despacito, como si
no supiera qué va a hacer. Luego, un poco más
tarde, se mete en el auto y se va. No sé adónde. A
veces se queda afuera toda la noche, y yo me
quedo despierta en el sofá o en el sillón en el cuar-
to de Emily y Dawn, esperando escuchar el ruido
del Toyota como si mi vida dependiera de su re-
greso a casa.
Un día que estoy en el patio colgando la
ropa recién lavada, ella va subiendo las escaleras ha-
cia el segundo piso, y se da la vuelta y baja de nue-
vo. Se acerca cautelosamente, con los brazos car-
gados de bolsas de libros que no se le ha ocurrido
dejar en la puerta. "Hola, Marie", me dice, y toda-
vía tiene los mismos ojos de la gente en las películas
de horror, pero lo que mira es mi cara. Ya la hincha-
zón se ha bajado un poco desde la última golpiza de
Clair hace cuatro días, aunque tengo un moretón
en la mejilla derecha que tal parece que se me hu-
biera ido la mano con el maquillaje de los ojos.
cEstás bien?--me pregunta.
-Estoy bien--le digo, porque ~qué se su-
pone que le diga? Amo a un hombre que está da-
nado por dentro, y me quedo con él porque, me
imagino, también hay algo dafiado dentro de mí.
Pues le digo--: ~Cómo te va en el nuevo trabajo?
~Has sabido algo de Tammy? ¿Todavía tomas cla-
ses de ejerciciOS chinos?--le hago un montón de
preguntas mientras cuelgo los calcetines y los cal-
zoncillos de Clair, dándole el perfil izquierdo.
Bien, bien--repite, como si estuviera
pensando en otra cosa.
221
--~Cómo va el libro para la permanencia?
--le pregunto. Ella me había explicado algo de eso,
lo que molestó mucho a Clair porque una noche
me burlé de él cuando le dije que apostaba cual-
quier cosa a que él no sabía lo que quería decir
permanencia. No lo sabía, y no le gustó que pu-
siera en evidencia su ignorancia--. Te oigo escri-
biendo a máquina--afiado, porque ahora ella tie-
ne la vista fija en las bolsas de libros en vez de en
mi cara.
--No he escrito mucho últimamente--me
dice--. No me puedo concentrar--afiade~ y pone
las bolsas de libros en el piso y me mira a la cara--.
Marie--dice--, oigo todo lo que pasa en tu apar-
tamento. Yo creo que debes buscar ayuda.
No sé por qué aquello me enfogona. Qui-
zá porque afioro la oportunidad de poder gritarle
a alguien que no me dé un pufietazo. "No es cosa
tuya--le digo. Y me le pongo de cara llena, que es
mucho más que llena porque está toda inflama-
da--. Yo no dije nada cuando tú y Tammy hacían
de las suyas>~.
Inmediatamente me doy cuenta de que
acabo de dar en el blanco equivocado. Tenía una
expresión sorprendida e incrédula, como si la hu-
biera abofeteado. "~De qué hablas, Marie? Si quie-
res decir que Tammy y yo somos amantes, estás
equivocada. Y aunque lo fuéramos, no hay com-
paración entre eso y una golpiza."
--No es una golpiza--le grito como si
quisiera ahogar sus pensamientos. Es que él trata
de matar algo que lleva dentro y yo me le inter-
pongo. Claro que no digo esta parte--. Estamos
pasando unas borrascas, eso es todo--le digo. ~;
--Marie, él te está haciendo dafio. Mírate
esa cara--me toca el hombro, y por segunda vez
con ella, siento ganas de llorar. Pero freno esa de-
bilidad. No puedo permitirme el lujo de aflojarme
por dentro.
--Oyeme bien, Yolander, acuérdate, tú eres
la inquilina, eso es todo, lo que tú haces es asunto
tuyo, con que sea legal, y lo que yo haga es asun-
to mío, ~me entiendes?
Los ojos se le humedecen y se le sonrojan
las mejillas. Recoge sus bolsas de libros, se pone en
marcha, pero enseguida regresa. ~Marie, lo siento,
pero es que no puedo seguir viviendo aquí. Me voy
a tener que mudar." d,
--Firmaste un contrato--le digo, más se- ,
veramente de lo que fue mi intención. Porque lo
que siento en el corazón es el sentimiento atragan-
tado que siento cuando Clair me abandona--. No
se puede romper el contrato así como así--le
digo--como que estamos en Estados Unidos y
tiene que seguir las reglas.
--Pues tendré que hacerlo--me dice, y
veo en sus ojos algo que nunca había percibido
antes. Quizá me distrajo su estatura de nifia y su
amabilidad de extranjera. Esos ojos penetrantes
pueden ver a través de mí, directo a donde ella
quiere ir--por eso son tan intensos--y nada, ni
Clair Beaudry, ni Marie, ni un contrato, ni depó-
sito de seguridad, ni Dios mismo que la amenace
con Su Eterna Permanencia la puede detener. Nun-
|/¡ca antes había visto esa expresión en una mujer,
aunque sí he visto muchos hombres con esos ojos
t tan certeros, incluyendo a mi Clair, cuando me
dice exactamente cómo quiere sus papas fritas.
--Espero que entiendas que esto no tiene
nada que ver contigo--dice en una voz más sua-
ve, como si se hubiese asustado a sí misma al ser
tan fuerte--. Yo necesito escribir, y aquí no puedo
trabajar. Éste no es un...--pone las bolsas de li-
bros en el suelo de nuevo y dibuja con sus manos
el tamaño de un nifio o de un vientre con un niño
adentro--. No es un espacio seguro... Y tú no quie-
res pedir ayuda, por lo tanto nada va a cambiar.
--Yo no lo puedo cambiar a él--le di-
go--. Desde que murió su Mamá, él anda como
perdido... Yo he tratado--y ahora sí que las lágri-
mas ruedan hasta el suelo, igual que los calzonci-
llos de Clair que acabo de tender.
Ella me abraza. ~Entonces déjalo, Marie
--me susurra con intensidad--, ¡déjalo!".
Estoy a punto de secarme los ojos y estu-
diar con claridad si eso es algo que yo puedo ha-
cer. Pero primero quiero quedarme así, en sus bra-
zos y oírme sollozar, un momento más, Jesús. Por
encima del hombro de Yo veo llegar la camioneta
que se estaciona junto al cobertizo, y veo a Clair
Beaudry echando chispas por los ojos al ver a su
mujer abrazando a la inquilina lesbiana extranjera
a la vista de todos. Toca la bocina con tanta fuerza
que a esa pobre muchacha casi se le sale el corazón
por la boca y de un salto se deshace del abrazo.
224
Entonces surge otro problema. Ahora Clair
pelea con una mujer bonita en lugar de tratar de
llevársela a la cama.
Ella me escribe una carta diciéndome que
se va a mudar, ya que el apartamento no es un lu-
gar que induzca al trabajo. ¿Podría, por favor, de-
volverle el depósito? Lo necesita para mudarse a
otro apartamento ya que el salario de las primeras
semanas lo gastó en pagar cuentas atrasadas y no
tiene nada extra en el banco.
Bueno, Clair se encuentra aquella carta.
Ahora vigila a Yo como un halcón. Después que
nos encontró, como dice él, en una situación
indecente a plena luz del día, me ha prohibido
tener contacto alguno con ella, y amenazó a Dawn
y a Emily con destrozarles el fondillo si subían a
comer comida de conejo y hablar en extranjero
con esa mujer. Se podría preguntar ¿por qué no
la deja que rompa el contrato y que se vaya? Pe-
ro no, él dice que ella tiene que quedarse o si se
va, tiene que pagar un afio de alquiler, que es lo
que él quiere en realidad. Porque así puede vol-
ver a alquilar el apartamento y hacer la zafra.
Hasta pudiera traer a su próxima querindanga a
vivir allí.
Él sube a informarle esto a Yo y escucho
cómo van alzando las voces, en realidad la de ella
se oye más que la de él. Cuando Clair baja trae
una lista en la mano y está más furioso que una
avispa coja: ~¡Tiene el descaro de decirme que va a
ir a la oficina de inquilinos a presentar una queja!".
225
Camina de un lado a otro de la sala echando mal-
diciones, y arriba la oigo a ella, caminando de un
lado a otro, como si fuera un reflejo. Ahora, yo
nunca he oído nada de esa oficina de inquilinos,
ni Clair tampoco. Nosotros alquilamos el piso por
la izquierda. El contrato en blanco lo consegui-
mos con Dottie, que trabaja en Century 21. Em-
piezo a temer que nos vamos a meter en proble-
mas y que tendremos que devolver todo el dinero
que hemos ganado con el piso de arriba.
--Clair, ¿por qué no dejamos que se vaya?,
de todos modos, como tú mismo has dicho, ella
no debería estar aquí.
Levanta la mano que sostiene la lista como
si me fuera a pegar por defenderla. Para distraerlo
le pregunto: "¿Qué es eso?)~, y me estruja el papel
en la cara. ~¡Mira esto!", grita, meneando la cabe-
za, la cara roja como un tomate, a punto de una
apoplejía. Es una lista de todo lo que está roto
desde que se mudó al apartamento. Lo curioso es
que Yo nunca se quejó conmigo de ninguna de
esas cosas.
~Ventilador de la estufa no funciona, falta
el palo de colgar en el armario del pasillo, escalón
suelto en la escalera, cristal quebrado en la ventana
del dormitorio.~ Lee la lista en voz alta con esa vo-
cecita que usan los hombres cuando quieren imitar
el habla de las mujeres. "Le voy a ensefiar lo que
quiere decir roto y quebrado~, le grita al techo.
A continuación empieza a recoger sus he-
rramientaS, yo lo sigo unos pasos detrás, preguntán-
dome qué será lo que piensa hacer. Resulta que le
dijo a Yo que ella no tenía derecho a mudarse mien-
tras que el apartamento estuviera en buenas condi-
ciones, y fue allí cuando ella dijo: ~Pues no lo está~,
y le dio la lista de reparaciones. Probablemente ella
pensó que ése sería su boleto de salida. Pero no, Clair
decide reparar todas y cada una de las cabronas co-
sas rotas, incluyéndola a ella, "¡aunque me tome el
afio entero hacerlo!~. Me mira echando chispas por
los ojos como si me confundiera con ella.
Así que todos los días después del trabajo,
para allá va, a arreglar esto o aquello. Desde el mo-
mento en que él toca a la puerta, ella sale, se monta
en el auto y se va. Muchas noches ni regresa. A ve-
ces lo oigo caminar allá arriba como si estuviera ha-
ciendo algo más que arreglar la luz del dormitorio.
Y me da lástima por ella. Empiezo a hacer planes en
mi cabeza de conseguir un trabajo para devolverle
el mes de depósito y mudarme yo inmediatamente
después. Pero eso, por ahora, no es más que una
fantasía. No pienso salir de esta casa hasta que no
haya bajado de peso lo suficiente como para que la
gente no me mire como un bicho raro.
Por eso es que voy al supermercado tarde,
y allí es que me tropiezo con ella una noche, em-
pujando el carrito cargado con sus dos bolsas de
libros y una botella de vino, y en la parte donde se
sientan los nifios, un montón de cosas que yo siem-
pre me he preguntado quién las come: corazón de
alcachofas, palmitos, leche de coco, cosas así. Mi
carrito se desborda de comestibles, y me averguenzo
porque me parece que todo el mundo me mira y
piensa: Anjá, jmmm. Pero me parece que he adel-
gazado bastante, porque Yo se sorprende un poco
al verme. Se me acerca con esos ojos penetrantes y
me dice: ~Ay, Marie, no entiendo cómo tú lo so-
portas y dejas que trate así a otra mujer".
Eso me toca el lado más flaco, pero me
hago la fuerte. "Mira--le digo--, no tengo na-
da que ver con eso. Le dije que te dejara ir--veo
amontonadas en mi carro todas las cosas que
compro para él, su cerveza, sus cigarrillos, las piz-
zas congeladas que tanto le gustan cuando mira
los juegos del domingo, y me dan ganas de tirarlas
todas al piso--. No me hace caso. ¿Qué quieres
que haga?
--Nada, supongo--me dice, sin reproche
ni asperezal más bien como alguien que estudia la
situación y se da cuenta de que ha perdido--. Yo
estoy atrapada también, hasta el próximo cheque...
¡pero en cuanto cobre me voy! Que me demande
si quiere--afiade.
Me inclino hacia ella, como si Clair se fuera
a aparecer en cualquier momento, y le susurro:
"No te va a demandar, así es que no te preocupes
por eso~. Le quiero dar esa pizca de tranquilidad.
Claro que no le digo por qué no la puede deman-
dar. Porque no declaramos el ingreso del alquiler
en los impuestos.
Me mira por un segundo, sorprendida, me
imaginO, porque he dicho algo en contra de Clair,
aunque sea a sus espaldas. Al marcharse, me dice:
"Ay, Marie. Tú te mereces algo mejor, ¿sabes?~.
Es como si hubiera escrito esas palabras en
el aire, y ahora las veo en todas partes, en la eti-
228
,~
queta de cada botella y cada lata y cada caja e~ los
anaqueles del supermercado. Camino a casa, sien-
to el corazón más ligero que antes de aumentar las
ochenta libras.
Mientras bajo las bolsas de la compra pre-
guntándome dónde estará la camioneta de Clair,
veo un zig zag vertiginoso en el cielo. Mi primera
impresión es que son las palabras de Yo que se van
a ver proyectadas en el cielo en luces brillantes, pe-
ro, por supuesto, un minuto más tarde se escucha
un restallar de truenos, y comienza a llover.
Juro que ni me acordé de las goteras en el
techo. Todo lo que me daba vueltas en la cabe-
za eran las pistas que había comenzado a olfatear
de que Clair andaba detrás de un culo nuevo.
Las duchas diarias, la colonia en el pelo, las desa-
pariciones por las noches después que termina
los arreglos en el apartamento de arriba. Estoy de
pie en la cocina ensartando todos estos detalles
con la aguja de las palabras de Yo. ~Te mereces
algo mejor, ¿sabes?~ Lo que no sé es qué voy a
hacer con esta nueva idea cuando termine de
pensarla.
La casa está bien callada, sólo el sonido de
mis hijas profundamente dormidas en su dormi-
torio, el refrigerador tosiendo de vez en cuando, y
esa lluvia cayendo como si tratara de decirme algo
que no alcanzo a entender. Cuando oigo el auto al
frente, apago las luces y voy a la ventana que da a
la calle. Es Yo que llega con sus bolsas de libros,
cubriéndose de la lluvia mientras sube los escalo-
nes, luego regresa a recoger la bolsa de los comes-
tibles. La oigo arriba, guardando la compra en los
anaqueles, caminando, y de pronto, un grito. Dos
segundos más tarde toca a mi puerta, no dice ni
una palabra cuando la abro, pero me agarra por un
brazo. "Es muy tarde--le digo--, ¿no puedes es-
perar a mafiana?~.
--Quiero que veas esto--y empieza a llo-
rar a todo pulmón.
Me asusto porque pienso que a lo mejor
ha envenenado a Clair, aunque se lo merece, y que
me va a mostrar el cadáver en la ducha. Arriba,
atravesamos la sala y el pasillo y al llegar al estu-
dio, se hace a un lado para dejarme entrar prime-
ro. La lluvia ha caído por los agujeros y le ha mo-
jado sus papeles y emborronado las cosas escritas
con tinta y empapado todos sus libros.
--Ay, Jesús de mi alma--digo.
--Lo voy a matar--dice ella, cayendo de
rodillas y recogiendo papeles que envuelve en toa-
Uas. Yo me arrodillo también, para ayudarla, las dos
llorando, como tontas, porque en realidad, si lo
piensas bien, el papel es sólo papel. Claro, aquello
tiene más importancia para ella que para mí. Pero
yo lloraría por otras cosas arruinadas mucho antes
que por éstas.
Y se lo tengo que decir: "Yo, yo sabía que
había goteras en el techo".
Tiene una pila de papeles en las manos,
y los mira como esperando que le digan qué debe
hacer conmigo.
--Lo siento--le digo, bajito. Luego le di-
go lo que he decidido--. Voy a dejar a Clair. Me voy
a buscar un trabajo.
Ahora me mira fijamente, como tratando
de decidir si tendré el valor de hacerlo. Y me asus-
to al ver que ella me cree.
--Te voy a devolver el mes de depósito--le
prometo, pero no parece satisfecha con eso, así
que le pregunto--. ¿Qué más puedo hacer?
Lo piensa un rato en lo que terminamos la
tarea, y me empiezo a preocupar porque ella, ade-
más de ser extranjera, es de los llanos, y posible-
mente me reclame más que el valor de los dafios.
~Okey--me dice, poniéndose en pie--. Quiero
que vayamos abajo y me enseñe.s cuáles son las
cosas de Clair".
--Un momento--le digo--. Tú te vas a
ir de aquí y a mí me van a matar.
--No--me dice--, es él quien se va de
aquí--se queda muy quieta y me echa una mira-
da cortante como para desatar lo que me tiene
amarrada por dentro--. Marie, despierta. Habla
con tu hija Dawn. Hay suficiente para meter a ese
animal en la cárcel.
Me siento como si me hubieran parado de
cabeza y me hubieran sacudido tan fuerte que el
corazón se me saliera por la boca: "Tú no quie-
res decir que... ¡Santo Dios!~ Y, por primera vez,
el amor furioso que siento por Clair se convierte
en pura rabia.
--Vamos--le digo--, y la llevo hasta mi
dormitorio. Sacamos todas las cosas de Clair del
armario y las gavetas, hacemos una pila en el piso,
yo afiado algunos de mis vestidos gigantescos que
espero en Dios que nunca tenga que volver a usar.
Lo metemos todo en bolsas plásticas de basura y
las arrastramos hasta el porche. De vez en cuando
siento mis fuerzas flaquear, y me pregunto cómo
voy a continuar, pero todo lo que tengo que hacer
es pasar por la habitación de las niñas y eso me
llena el tanque de gasolina.
Cuando terminamos de apilar las perte-
nencias de Clair Beaudry sobre el césped delante
de la casa, entramos y nos servimos una taza de café.
Necesitamos hacer algo normal luego de la anor-
malidad de esta noche. Nos arropamos en colchas
y como si fuera verano y, fuéramos a admirar las
luciérnagasl nos sentamos en el porche.
Nos sentamos allí a esperar la camioneta y
para contemplarle la cara a Clair Beaudry al ver
E sus pertenencias tiradas donde pertenecen. Más allá
de la luz del porche, la lluvia lame sus botas, sus
cinturones con los que les pegaba a las nifias, no sé,
ni quiero saber por qué; sus herramientas, su bo-
tella de English Leather, y toda su ropa revuelta,
trenzada como si alguien hubiese tratado de hacer
una escalera con ellas para escaparse de una torre de
cuentos de hadas. Me entristece el malgasto de al-
go que pudo haber sido mejor. Y me asusto, por-
que siento que he aterrizado en un lugar descono-
cido dentro de mí.
Miro a Yo, sentada con la cabeza baja,
escuchando la lluvia como si ésta le pudiera recor-
dar lo que estaba escrito en aquellas páginas arrui-
232
nadas. Yo también me concentro en escuchar, pe-
ro lo único que oigo es el goteo, el chorreo, la per-
cusión de la lluvia cayendo sobre las pertenencias
de Clair.
El estudiante
T~ari~ción
A Lou Castelucci le había ido bien. Alto,
buen mozo, con una cautivante sonrisa de atleta
profesional cuyo equipo va directo al campeonato,
Lou había ganado casi todos los partidos en que ha-
bía jugado en su vida. En la escuela secundaria
había sido el futbolista estrella, llevó al equipo de
su pequefio pueblo al campeonato estatal por pri-
mera vez.
Gracias a sus proezas en la secundaria obtu-
vo una beca en una pequefia universidad de artes
liberales, donde cada afio, sucesivamente, su parti-
cipación en el campo de deportes fue menos im-
presionante. Mas para ese entonces el futbol ya no
era lo suyo. Ahora le llamaban la atención otras co-
sas. En su último afio se interesó por la literatura y
por una muchacha alta de preciosa melena rubia,
Penny Ross.
No había logrado captar la atención de Pen-
ny, aunque había hecho todo lo posible por lograr
un encuentro. Había tomado el curso de novela con-
tempóranea con la esperanza de que Penny, quien se
especializaba en literatura inglesa, también estuviera
en el popular ciclo de conferencias. No estuvo, pero
la clase resultó ser una de las favoritas de Lou. Ahora
se arrepentía de haber seguido con tanta tenacidad
234
su concentración en ciencias de computación. Env~
diaba a los estudiantes de inglés que, con sus sué~
res negros de cuello de tortuga, fumaban y discutíat
apasionadamente el significado de un libro. Se me.
tían de lleno en la literatura, y hacían sentir a Lou,~
quien escuchaba sus conversaciones en el comedor o
en los salones, que él no era un ser humano tan inte-~
ligente, tan sensible, tan vital como ellos.
En la primavera de su último año, Lou se
matriculó en un taller de redacción. Si él pudiera
escribir novelas como las que había leído, podría
impresionar a Penny o a cualquiera. Pero no fue
solo por impresionarla que tomó aquel curso. Es-
crlbir era el nuevo deporte que quería aprender a
jugar. En los libros de Updike o Mailer, el final de
cada capítulo era como un tou~down. A veces,
mlentras leía, se sorprendía a sí mismo cerrando el
pufio, y martillando el aire como si dijera: "¡Dale,
Mailer, dale!".
La profesora era alguien supuestamente co-
nocida, pero Lou nunca la había escuchado men-
cionar. Era dominicana-americana-latina de Esta-
dos Unidos o lo que fuera, según había explicado
en su primera clase. Su lindo color aceitunado lo
hizo pensar en la miel embotellada. Lou nunca ha-
bía conocido a un hispano que no llevara diez li-
bras de cojines en los hombros y el pecho y un pro-
tector dental en la boca y un casco en la cabeza. El
par de hispanos que jugaban en el equipo tenían
una actitud que a Lou no le gustaba. Jesús, como si
él hubiera obligado a los padres de ellos a recoger
uvas o lo que fuera.
235
De cualquier modo, ese primer día la pro-
~fesora fue muy simpática. Dijo que quería que le
~dijeran Yolanda o Yo o lo que quisiéramos, y ha-
bló acerca de la escritura como deporte que tam-
bién se jugaba por diversión, no solamente para
expresar cosas profundas. Al escuchar aquello, Lou
se sintió mejor sentado en aquel círculo, sus enor-
mes manos sudando sobre su copia del poema que
Yolanda les había entregado a todos. Todos los
estudiantes en el círculo tenían que decir lo que
pensaban del poema. Las muchachas flacas y cere-
brales encontraron cada cosa que a Lou le pareció
, que a él le habían dado un poema completamente
. diferente. Se le calentó la nuca y deseó haber to-
mado un curso de conferencias en vez de exponer-
se a esto.
Cuando le llegó su turno, Lou dijo que tal
vez él no tenía mucha experiencia, pero que a él le
parecía que el poema era mucho más simple de lo
que habían dicho los demás. A Yolanda se le en-
cendieron los ojos, y continuamente asentía con la
cabeza como uno de esos perritos con resortes en el
cuello. Ella le preguntó cómo es que él entendía tal
o cual verso, y Lou hizo lo mejor que pudo "Anjá,
anjá, sí, sí", repetía ella, mirándolo con oJos cen-
telleantes. Los literatos de la clase lo observaban
como si fuera una autoridad en la materia. Todo
el mundo, incluyendo a las cerebrales, comenza-
ron a asentir. Lou deseó haberse quitado su gorra
de beisbol.
Escribió muchísimos cuentos en aquella cla-
se. El primero se lo devolvió lleno de correcciones
236
a lápiz, como para que él se pensara que eran su-
gerencias, pero él entendió la indirecta. Una nota
al final decía: "¿Tú esperas que yo me crea esto?"
Leyó el cuento de nuevo, que era sobre un espía
atrapado en una zona de guerra, y estuvo de acuer-
do con ella. Era una mierda. Algún episodio que
había visto en la televisión. Pensó que podía darle
otro giro si hacía que el espía se despertara al final
y así quedaría en que todo había sido un sueño
En la nota ella decía que debía escribir sobre lo que
conocía, así que su próximo cuento fue sobre.un
héroe del fútbol que se queda paralítico de la cin-
tura para abajo en un accidente, y se suicida para
liberar a su novia del compromiso de casarse con
él. Esta vez la nota al final de la página decía: "Por
favor, ven a verme".
En la conversación ella le explicó que lo
que ella quiso decir era que escribiera cuentos de
su propia vida. Él se empujó la gorra hacia atrás y
se miró la palma de la mano como para asegurarse
que tenía una línea de la vida. "Pero eso es algo
personal", le dijo.
--Sí, sí--asintió ella con entusiasmo--,
los cuentos son personales--por la manera en que
lo diJo fue como si él fuera Hellen Keller y ella fi-
nalmente hubiera logrado hacerlo comprender que
agua quería decir agua.
Las entrevistas en su oficinita eran un te-
rremoto. Cada cosa que decía la relacionaba con al-
go que había leído. A cada rato se encaramaba en la
silla para bajar uno que otro libro de los anaque-
les. Le leía largos trozos de algo que alguien famo-
1 237
i
! so había dicho que contradecía lo que él acababa de
decir, y lo miraba como esperanzada. Finalmente
él dijo que sí, que trataría de escribir como ella
decía.
Más adelante un amigo le dijo a Lou que la
profesora estaba bajo un contrato de siete años en
"pista de permanencia~>. En realidad Lou no enten-
día cómo es que funcionaba aquel asunto de la per-
manencia. Lo único que se le ocurría era la pista de
carreras donde lo llevó una vez su padrastro Har-
vey cuando era niño. Los caballos soliviantados sa-
lían disparados de las casillas en cuanto se levanta-
ban las puertas, y daban todo de sí hasta la recta
final. ¡Pero, Jesús, siete años! Con razón algunos de
aquellos profesores eran un poco estrafalarios des-
pués de darle la vuelta a la pista tanto tiempo.
A Lou le costó mucho trabajo escribir el
próximo relato sobre el abandono de su padre. En
el cuento le dio un nombre diferente al niño y le
cambió el color del pelo a rubio y le dio ojos azules.
Contó que su Mamá se desmoronó y hubo que
hospitalizarla, y que el tío Harvey comenzó a visi-
tarlos. Claro, le cambió el nombre de Harvey a
Henry. Un día, el niño traiciona a Henry contán-
doles a unos amigos que Henry no es su verdadero
padre. La historia termina cuando el niño ve cómo
se dibuja el dolor en la cara de Henry como una
porcelana agrietada.
Ese día en clase, cuando le llegó el turno a
su relato, Lou se sintió más mareado que una mu-
jer preñada en una montaña rusa. Todo el mun-
do siempre esperaba que Yolanda diera su opi-
nión y luego todos estaban de acuerdo con ella en
que el cuento era buenísimo. Pero, por supuesto,
inmediatamente después de los elogios venían las
sugerencias. "Una cosita que me molestó~, siem-
pre empezaban, y todos destrozaban el cuento de
Lou como si fuera presa para los perros. Pero por
lo menos cuando Yolanda le devolvió el cuento, la
nota final decía: "¡Este material sí que promete!"
Finalmente Lou le había cogido el ritmo a
este juego de escribir cuentos, y estaba en una ra-
cha victoriosa. Escribió cuento tras cuento, y esta
señora Yo lo trataba como si fuera un Hemingway
sin pulir o algo así. Sus condiscípulos le devol-
vían sus cuentos sonrientes, comentando sin parar
que si esta parte o aquélla era realmente formidable.
En el último cuento que escribió para la clase, prác-
ticamente se proyectó a sí mismo en la pantalla de
la computadora como una radiografía de su pecho
con una sombra oscura por su corazón dolido.
El relato era sobre el único partido que él
recordaba haber perdido. Ocurrió cuando tenía do-
ce años. Ese sábado por la tarde, Harvey estaba,
como siempre, sentado detrás del banco de su equi-
po dándole ánimos. De repente, el padre de Lou se
apareció, primera vez que Lou lo veía desde hacía
siglos. Allá en las gradas, el padre se comportó chi-
llón y vulgar. ~<¡Ése es mi hijo!~, le gritaba a los con-
currentes.
A medida que se involucraba más y más en
lo de escribir, a Lou se le olvidaban sus miedos. Era
el último cuarto, los equipos estaban empatados,
y al suyo le tocó hacer el touchdown final. Pero
mientras él corría hacia la pelota que caía en arco
perfecto, no podía pensar claro, estaba preocupa-
do por lo que podría pasar después del partido,
tdebía ir donde su padre o donde Harvey para que
lo felicitaran? Perdió la concentración y de un to-
que envió la pelota a las manos de un jugador del
equipo contrario. Los visitantes sacaron el último
touchdown. Después, dentro del auto de Harvey
gimió como un bebé. Mientras escribía el relato,
Lou se dio cuenta por primera vez de que no ha-
bía llorado por haber perdido el partido. Su padre
se había marchado sin ni siquiera decirle adiós. Es
más, en ese momento, Lou sintió un cosquilleo en
los ojos.
Pero lo que le pareció más increíble fue que
se podía escribir un cuento sobre perder y sentirse
como un ganador. Y otra cosa que había aprendido
escribiendo aquellos cuentos: tenía que exponerse
más. Después de todo, se había arriesgado a tomar
aquel curso y resultó ser una experiencia fabulosa.
Decidió invitar a cenar a la muchacha, Penny, y si
ella estaba saliendo con alguien, que se lo dijera y
ya. También decidió aceptar el trabajo que le ha-
bían ofrecido, aunque no era con ninguna gran em-
presa que sus amigos conocieran. A él le cayeron
muy bien los que lo entrevistaron, personas muy
amables y sencillas, y además fabricaban avíos de-
portivos que consideraba de buena calidad.
En la entrevista sobre su portafolio final,
Yolanda le dijo lo mucho que le gustaba su último
cuento. Sí que estaba contenta de que hubiera to-
mado el curso. Intuyó que ella también había pa-
sado momentos difíciles. Se había divorciado (mas
de una vez, le pareció a él) y estuvo dando traspiéS
por algún tiempo. Lo que la salvó fue que podía
escribir libros, y seguía escribiendo y escribiendo,
hasta que algunas cosas finalmente se calmaron
dentro de ella.
--Wow--dijo. En realidad él deseaba pre-
guntarle si ella estaba bien ahora. Algo que dijo le
hizo pensar que se sentía sola--. Es decir, parece que
usted ha escrito muchos libros--le dijo.
--No los suficientes--contestó ella, enre-
dándose una mecha de pelo como si no estuviera
lo suficientemente rizado--. El panel de evalua-
ción de mi primer año dice que mis publicaciones
no son de suficiente envergadura. Quieren que
publique con una casa editorial de primera cate-
goría--reviró los ojos al decir de primera, como si
Lou entendiera.
--Pues yo pienso que usted es fabulosa
--le dijo, cambiándose de posición en la silla. Ahora
era él quien se sentía nervioso. Qué tal si ella pien-
sa que, tú sabes, estaba tratando de enamorarla. In-
mediatamente añadió--: Una maestra fabulosa.
Ella se rió. "Gracias--dijo--. De todos mo-
dos, me quedan seis años más para demostrar mi
capacidad en las grandes ligas. La permanencia",
sentenció con voz solemne como si diagnosticara
una enfermedad mortífera.
--Wow--dijo Lou para animarla.
--Por el momento escribo cuentos--le
explicó ella--. No he podido concentrarme en co-
sas más largas este año. Con todo lo que está ocu-
241
rriendo... Yolanda suspiró, al borde de contarle
más detalles.
Pero Lou puso fin a la conversación. Su
viejo hábito de no meterse en asuntos que estaban
más allá de su alcance era ya automático. Le estre-
chó la mano a Yolanda y le dio las gracias por todo.
"Me tengo que ir>~, le dijo, como si aquella soleada
tarde de primavera tuviera algo más importante
que hacer que beber cerveza con sus amigos en el
cementerio que queda detrás de los dormitorios.
Siguió pensando en ella toda la tarde, y
durante una pausa en la cháchara con sus amigos,
preguntó si alguno de ellos conocía a la tal Yo del
departamento de inglés. Un sabelotodo que no le
caía muy bien a Lou sabía el chisme. La García vivía
en una casa destartalada que se quemó. Era soltera
pero tenía un novio mariguanero que vivía en otro
estado.
ría saber.
--¿Se va a casar con él o qué?--Lou que-
--¿Quién te crees que soy? ¿Su consejero o
qué?--los demás se rieron de la respuesta del sa-
belotodo. Él era un tipo que se empeñaba en que
se rieran de sus chistes, así que no se le podía creer
todo lo que decía. Continuó--: Alguien me dijo
que ella tiene problemas...--se dibujó pequeños
círculos con el dedo índice en la sien. Algunos de
los otros estudiantes se rieron.
Lou salió en su defensa. "Ella no está loca,
es muy buena gente."
--Chico, no estoy diciendo que no sea "bue-
na~, gente--el amigo respondió, moviendo la pel-
242
vis como si eso hubiera sido lo que Lou quiso de-
cir--. Te estoy diciendo lo que he oído, ¿okey?
El compañero de cuarto de Lou intervino:
"Hablando de lo que se oye por ahí, ¿alguien sabe
Sl el rumor sobre Ross es cierto?),.
Lou no dejó que su rostro reflejara el me-
nor interés. Sus amigos sabían que a él le gustaba
Penny Ross. Sabían que Lou aún no la había invi-
tado a salir, que le preocupaba no estar a la altura
de ella, que no estaba seguro del estatus de sus rela-
ciones con Philip Ballinger, el del cuello de tortu-
ga negro, qulen era codirector, junto con Penny,
de la revista llteraria.
El mismo tipo que sabía los chismes sobre
Yolanda también tenía información sobre esto. El
maldito chismoso debía escribir una columna de
Señorito Corazón o algo así. Apuntó con el pul-
gar hacia el piso, "Ballinger y Ross se pelearon",
di~o. "Ballinger metía mano con la Contessa." Hi-
zo elaboradas reverencias con el brazo como si sa-
ludara a un personaje de la realeza. La Contessa era
una belleza italiana cuyo padre era dueño de una
línea de salsas de espagueti y pastas. Tenía una ca-
ra preciosa con labios carnosos y usaba unas dia-
demas muy elaboradas que parecían tiaras en su
dramático cabello castaño. Se conoce que a Ballin-
ger le daba por el cabello. Y la belleza. Pero, a di-
ferencia de Penny Ross, la Contessa parecía ser
inabordable. Nada más salía con los ricos y ge-
nios de la universidad, y los trataba con un aire
de indiferencia, como si estuviera guardándose
para algo mejor, y cualquier relación con aquellos
243
americanitos era el equivalente a acostarse con su
)ardinero.
Luego, el compañero de cuarto de Lou lo
aguijonea sobre Penny. "Ésta es tu oportunidad,
Castelucci. Ya pronto nos largamos de aquí. Es
ahora o hasta la quinta reunión de exalumnos, y
para entonces ya estará casada y con hijos.))
Esa noche en el comedor, ellos estaban sen-
tados en sus mesas habituales, cuando Penny Ross
hizo acto de presencia con un grupo de amigas.
"Dale)), le dijo su amigo. Sin darse cuenta, Lou de-
jó su bandeja de comida sin tocar, se metió en fila,
le quitó la bandeja a Penny de las manos, y le ofre-
ció: "¿Te puedo invitar a una cena de verdad?". Ella
le echó una mirada de evaluación como si no su-
piera qué hacer de aquella invitación.
Súbitamente vino a la mente de Lou algo
que había oído decir a sus amigos después que ha-
bían visto a Penny marchando en no sé qué mani-
festación. Era feminista. Pensó en esa palabra con
el mismo tono con que Yolanda pronunciabaper-
manencia. "¿Te conozco?", dijo ella finalmente.
--Ésta es una manera de llegar a conocer-
me--le dijo. Las manos le temblaban como si
guiara un maldito carro con la correa del ventila-
dor suelta.
En eso, el destino o algo debía haber estado
de su parte, porque en ese momento entró la Con-
tessa con Ballinger, y Lou pudo ver, por la contrac-
ción de los músculos de su cara, que Penny los
había visto también. A él no es que no le gustara
ser goma de repuesto, pero, qué diablos, cuando se
te pincha una goma, el repuesto se vuelve la buena,
¿no? Y así fue. Penny se le enganchó del brazo y se
sacudió con coquetería la melena. "Vamos a cono-
cernos", le dijo. Y cuando pasaron por la mesa de
sus amigos, Lou levantó la bandeja en alto como si
fuera un trofeo por un partido que acababa de ganar.
Para la quinta reunión de exalumnos, Pen-
ny y Lou trajeron al bebé Louie, y un cargamento
increíble. Cada vez que tenían que empacar para
un viaje, a Lou casi le daba un paro cardiaco. Le
parecía que la cantidad de equipaje que uno lleva-
ba tendría que tener relación directa con el tama-
ño de la persona. La cuna portátil del muchachi-
to, y el corralito y la caja de pañales desechables y
la bolsa de ropa limpia y la cartera ilena de matra-
cas y animales de peluche con canciones de cuna en
las entrañas, casi ocupaban el asiento trasero del au-
to y parte de la cajuela. Ya no decía nada, porque
cada vez que lo hacía, Penny se echaba a llorar y lo
acusaba de no amar a su propio hijo.
¡Como si alguien pudiera querer más a un
hijo! Quizás él no estaría tan encariñado con aquel
muchachito si las cosas con Penny anduvieran me-
jor. Los dos primeros años fueron como una pelí-
cula romántica. Ella le escondía mensajes de amor
en su maletín, y cuando iba de viaje de negocios, se
encontraba besitos de chocolate, y una vez bizco-
chitos a lo brazo gitano entre sus calzoncillos. Él ha-
bía avanzado rápidamente en SportsAMER!, la com-
pañía que lo reclutó inmediatamente después de su
graduación. Con su buena apariencia--todavía iba
al gimnasio y corría cinco millas diarias--y con su
personalidad, persistencia y paciencia (las mismas
tres pes que Lou trataba de inculcarles a sus vende-
dores), era el campeón de todos. Hacía poco que le
habían dado un ascenso, de director regional de
ventas del noreste a Vice Presidente de Mercadeo,
con traslado a Dayton, Ohio.
Allí fue cuando empezaron los problemas
con Penny. Él tenía que viajar constantemente pa-
ra coordinar los mercados en el nivel nacional. Al
principio Penny fue comprensiva, pero con cada so-
litario mes sin empleo en Dayton, se volvió uraña y
peleona. Se cambió el nombre a Penny Ross Caste-
lucci, aunque él le había comprado un juego de ma-
letas muy bonito con las iniciales PC. Nada parecía
complacerla, mucho menos salir embarazada.
Tenía unas náuseas horribles por las maña-
nas, y luego, un embarazo incomodísimo. Lou so-
licitó quedarse en las oficinas centrales hasta que
naciera el bebé, pero fue imposible que lo libera-
ran de supervisar las cuentas nacionales. Es más,
Lou estaba más ocupado que nunca. La mala eco-
nomía había afectado fuertemente a la empresa.
SportsAMER! simplemente ya no podía competir
con sus rivales. Con un hijo en camino, una casa
carísima y las mensualidades del automóvil, Lou
no podía arriesgarse a perder su empleo. Pero dán-
dole vueltas en la cabeza, estaba lo que más le ate-
rrorizaba perder: su matrimonio con Penny.
Después de que salió encinta, dejó de in-
teresarle casi todo. Se pasaba prácticamente todo el
246
.
tiempo leyendo, como si el bebé fuera a ser un
Einstein y hubiera que cargarle las células cerebra-
les con información. Muchas noches él llegaba y se
encontraba la casa a oscuras, y a oscuras subía las
escaleras hasta el dormitorio. Allí, en un círculo de
luz de la lámpara de cabecera, estaba Penny leyen-
do: "Estoy contigo en un segundo, mi amor, déja-
me terminar este par de páginas."
Pero continuaba leyendo, aun después de
llegar al final del capítulo.
Penny estuvo con la cantaleta de ir a la reu-
nión de exalumnos durante varios días. Serían las
primeras vacaciones en más de dos años, vería a su
Nueva Inglaterra nativa de nuevo, y tendrían la
oportunidad de reanudar lazos con viejos amigos.
Lou sintió un escalofrío. No le hubiera importado
ir si, como antes, se sintiera en la cima del mundo,
pero ahora no quería sentirse como un fracasado
entre sus antiguos, hoy prósperos amigos. Por otro
lado, aquélla pudiera ser una buena oportunidad
para conectarse con algunos de sus excompañeros
de clase, tirar el anzuelo y quién sabe, hasta pes-
car otro empleo. Y aunque no saliera posibilidad de
empleo, la reunión le daría a Lou la oportunidad
de vanagloriarse del pequeño Louie. Ninguno de
sus amigos había tenido los cojones de casarse to-
davía, mucho menos de tener un hijo. En el peor
de los casos, por lo menos él le había ganado la ca-
rrera a la paternidad.
El sábado por la tarde de aquel fin de se-
mana de la reunión, Lou le dio una gira por su
alma mater a Louie. Penny se había ido con sus
247
amigas a jugar al tenis, y sus ca
ido a jugar al golf, un deporte
frutar sólo porque la línea de
vendía muy bien. Él se excusó (~
niñero, compadres!"), y se fue a v~
universitario hasta que llegó a la~
abierta para los exalumnos y repl~
una mecedora con la insignia de la
tazón con la insignia de la universi~
y hasta un juego de tacitas de cal
yuppie con la insignia de la univer
pró al pequeño Louie una camiseta
de la universidad que pasarían varic
que le sirviera, y un baberito con 1
universidad que podía ensuciar hoy I
pasó a la sección de libros a comprar
Penny, y allí, en un anaquel dedicad~
~ del profesorado estaba: Salir del ho~
E García. ¡Así que ella todavía estaba a
el libro, y una vez afuera, mientras 1
sobre su colchita, debajo de un árbol
sus camaradas se habían echado más d
tas cervezas y echado el ojo a mucha
que pasaban por allí, comenzó a leer.
El libro era una compilación
En una breve introducción ella repet~
recordaba que le dijo en la última en
tuvieron. Que aquellos relatos habían
vavidas durante los tiempos difíciles. C
llos relatos eran, de un modo u otro, ol
su familia y sus amigos y sus estudian
de los años. Que le ~ustaría darle las ~r~
no y a mengano, etcétera, etcétera. Lou recorrió la
lista de nombres con la esperanza de encontrar el
suyo, pero no había ninguna mención del joven
futbolista que había aprendido a correr riesgos en
su clase. Obviamente, él no le había causado gran
impresión a la profesora. ¿Y con qué motivo? ¿No
había sido él quien le puso fin abruptamente a
aquella última conversación cuando intuyó que ella
necesitaba hablar con él? ~Y qué hubiera dicho
ella? Tal vez algo no muy diferente a lo que él le
contaría ahora sobre su propia soledad y miedo a
perder su matrimonio.
Hojeó el libro y leyó el primer párrafo de
cada cuento a ver si alguno lo enganchaba. Era
una compilación diversa en verdad. En algunos le
pareció reconocer a uno que otro personaje o situa-
ción, probablemente porque ella había menciona-
do algunos de estos cuentos en clase. Y entonces
llegó a un corto relato que comenzaba: <~Aquella
mañana el tío Marcos estaba tan nervioso que le
echó jugo en vez de leche al cereal, me preparó los
huevos hervidos aguados en vez de duros, y salió a
buscar el periódico pero regresó con las manos va-
cías, y me preguntó: ",~Qué es lo que fui a bus-
car?". Era el día del Campeonato Estatal de las Pe-
queñas Ligas, y el tío Marcos me había estado
entrenando desde el primer día en que, seis años
atrás, llegó a mi vida para reemplazar a mi padre.
Los ojos de Lou quedaron atrapados en la
letra de imprenta como un pez en un anzuelo. Aquél
era su cuento, su cabrón cuento, hasta el mismo
final con el muchacho sentado en el automóvil, la
cara entre las manos, berreando. La única diferen-
cia era que esta señora Yo-yo había transformado a
los personajes en latinos, cambió el futbol por el
beisbol, y claro, escribió el cuento mucho mejor de
lo que Lou lo hubiera hecho.
Lou echó una ojeada al resto del libro, y
leyó los cuentos que le parecían familiares. ~Qui-
zás ella se había apropiado de los relatos de otros
estudiantes de la clase? Jesucristo, quizá le pudie-
ran poner una demanda. Buscó su foto en la con-
traportada, pero no la encontró. Una corta nota
biográfica mencionaba que Yolanda García había
escrito numerosos trabajos de ficción, que enseña-
ba en aquella universidad, que vivía en una granja
en Nueva Hampshire con sus gatos, Fidel y Jesús.
Lou recordó la historia que le contó uno de sus
compañeros cinco años atrás. Que Yolanda tenía
problemas emocionales. Bueno, pues ahora pare-
cía que estaba establecida, así que no tenía por qué
sentirse obligado a protegerla. Le cruzó por la men-
te que ya debía estar en su última vuelta a la pista
de la permanencia.
Estaba tan concentrado releyendo el cuen-
to, que la voz de Penny lo hizo saltar del susto.
"¡Luuuu, Luuuu!" Lo llamaba desde una ventana
de la residencia donde se estaban hospedando, sa-
ludándolo con la mano y riéndose. Su lindo pelo
colgaba como el de una damisela en los cuentos de
hadas que dentro de unos años le leerían a Louie.
Ella lo esperaba a la puerta del dormitorio,
y su cara se iluminó cuando vio a Lou y al bebé.
"¡Mis dos nenes!", los saludó. tomando al bebé en
sus brazos. Hacía tiempo que Lou no escuchaba
esa viveza en su voz. Él le echó el brazo por los
hombros. "¿La estás pasando bien, amorcito?"
Ella sonrió afectuosamente y, a fuerza de
hábito, la vista se le fue hacia el libro. <<cQué estás
leyendo?", ladeó la cabeza para leer el título en el
lomo. ¡Me acuerdo de ella! Debe estar muy bueno.
¡Te llamé cinco o seis veces y no me oíste!
Pensó decirle a Penny lo del plagio de su
cuento en ese momento, pero al verla tan feliz be-
suqueando al bebé, se contuvo. Hace años, cuando
ella era la codirectora de Musings junto a--¿cómo
se llamaba aquel tipo?--Lou había enviado un par
de sus cuentos sobre el tío Henry a la revista, in-
cluyendo el que aparecía en el libro. Le había dado
verguenza ponerle su nombre, pero su compañero
de cuarto los envío como si fueran suyos. Los direc-
tores devolvieron una nota diciendo que los cuen-
tos no eran del todo aceptables. Que eran un tanto
sentimentales. ¿Sentimentales? Lou buscó la pala-
bra en el diccionario, para verificar el significado de
sentimental. ¿Y qué tiene de malo lo sentimental?
La carta de rechazo le había hecho más difícil para
Lou invitar a Penny a salir con él.
Por ahora, se guardó el secreto. Sentía cre-
cer el acercamiento entre ellos, y no quería confe-
sarle aquel pequeño fracaso. En su lugar, mientras
el bebé dormía, hicieron el amor juguetonamente,
como en los viejos tiempos, en una de las peque-
ñas camas. De la habitación de abajo se escucha-
ron unos golpetazos, la payasada de algún exalum-
no envidioso.
251
Durante la recepción del presidente, Lou
buscó a Yolanda con la vista. Había llevado el li-
bro en la bolsa de pafiales de Louie para que ella
se lo autografiara. No pensaba decirle nada sobre
el cuento para ver si ella admitía el plagio. En ese
caso no sabría cuál sería el próximo paso. Era como
si él recordara escribir un cuento. Uno nunca sa-
bía exactamente cómo iba a ser el final hasta que
no lo escribieras de corazón.
El decano del departamento de lngles se
acercó a Penny para conocer a su hijito. Como era
sumamente pecoso, su piel lucía como una conti-
nuación de su chaqueta de pafio asargado. "Y éste es
mi esposo", dijo Penny, volteándose hacia Lou, de
pie, cargando la bolsa de pafiales, la sillita plásti-
ca, y el sonajero de Big Bird, sonriéndole al deca-
no, quien no se acordaba de él. Luego que Penny y
el decano se pusieron al día con el intercambio de
noticias, Lou le preguntó por Yolanda García. "Este
otofio se decide su permanencia--les dijo el deca-
no--. Tenemos esperanza de que se la concedan
--dijo confidencialmente--. Ha publicado un nue-
vo libro con Norton, y parece que ahora está con-
tenta aquí".
--¿Y antes no lo estaba?--preguntó Lou.
El pequefio crimen de Yolanda lo hacía sentirse
íntimamente ligado a los secretos de su vida.
--Esto aquí es muy difícil para las profeso-
ras jóvenes, un lugar tan remoto como éste, y con
un viejo sistema de compadrazgo tan arraigado.
Penny asentía con la cabeza como si el de-
cano estuviera hablando de ella. Es más, sonaba igual
252
que Penny cuando se quejaba de vivir en Dayton,
malgastando su tiempo. "Y ni hablar de que ser~
minoría en Nueva Hampshire no es ningúna fies-
ta...--el decano se encogió de hombros--. De to-
dos modos, ella ha hecho muy buen trabajo. Dice
que sus estudiantes la han salvado; está muy entu-
siasmada con sus clases".
A Lou le dieron ganas de decirle: "Déjeme
decirle exactamente cuánto".
Penny y el decano lo miraron, como espe-
rando que dijera algo.
--Yolanda García es una plagiaria--co-
menzaría. De pronto tuvo una visión de la pri-
mera vez que fue a su oficina. La vio parada so-
bre su escritorio, tratando de alcanzar un libro
de un anaquel. Lo sorprendieron las piernas, fla-
cas como las de una adolescente, y una blanca y
tenue cicatriz justo debajo de una de sus rodillas.
También se acordó de SUS dedos, nerviosamente
jalándose el pelo, las ufias comidas pero pinta-
das de rojo brillante. ¡Era tan de ella eso de pin-
tarse las uñas de rojo para después comérselas! Y
el lapiz labial, nunca lograba pintarse bien los la-
bios, parecía que acabara de comer algo grasiento
y rojo. De repente Lou se dio cuenta de que no
iba a delatar a la Yolanda García que se le dibu-
jaba en la mente. "Los detalles--siempre decía
ella--, los malditos detalles te pueden romper el
alma>).
Así es que dijo: "Como uno de sus exa-
lumnos, le puedo decir que ella fue una excelente
profesora". Su voz de vicepresidente de mercadeo
253
le añadió un énfasis especial al elogio. El decano
alzó las cejas destefiidas.
--No sabía que habías tomado un curso con
ella--dijo Penny, mirándolo con sorpresa--. ¿To-
maste una clase de redacción?
Lou asintió: "Mi clase favorita. Me hizo
desear que ojalá me hubiera especializado en la
lengua inglesa. Y más importante aún, ¡te hubiera
conocido mucho antes!", Lou se rió, y el decano
también. Todo le había salido muy bien a aquel
estudiante estelar.
Al otro día, listos para el largo viaje de re-
greso, se despidieron de sus amigos. Una vez en la
autopista, Lou miró a Penny que iba muy callada.
Miraba por la ventana, en uno de sus estados pen-
sativos que tan fácilmente se podían tornar som-
bríos. Le había hecho bien a ella compartir con
sus amistades, pero ya se iba preparando para los
días interminables y solitarios con el bebé, sin más
compañía que una pila de libros. Pensó en lo que
Yolanda había dicho de que sus estudiantes la ha-
bían salvado, y se preguntó qué podría hacer para
hacer más feliz a Penny.
--¿Se durmió el bebé?--preguntó, con la
esperanza de entretenerla con el único tema que
siempre le era de interés.
Penny asintió con la cabeza. "Ese pequeña-
jo está rendido."
Lou miró en el espejo retrovisor, y efecti-
vamente~ vio a Louie extenuado en el asiento de
seguridad. "¿Qué te parece si leemos uno de los
cuentos? Así no pensaremos en que nos tenemos
que ir."
--Te estás volviendo un lector--Penny
sacó el libro de Yolanda del bolso que estaba junto
al bebé y lo abrió en la página del índice--. Te voy
a leer todos los títulos, y tú me dices cuál te gusta-
ría oír.
Por supuesto, no le fue difícil decidir, y
Penny comenzó a leer "Salir del hoyo". Su voz ten-
sa se fue relajando según leía párrafo tras párrafo.
Pasaba las páginas ávidamente, y a veces soltaba
una risita ahogada. "Aquél fue el primer fracaso de
mi vida, y no puedo decir qué me preparó para los
que le siguieron." Leyó las últimas oraciones: "Pero
cada vez que los he tenido, me veo sentado en aquel
automóvil, mirando hacia el diamante desierto,
pensando: nunca me voy a sobreponer a esto. Y re-
cuerdo al tío Marcos inclinado sobre mí, diciéndo-
me: "No te preocupes, Miguelito, verás que pronto
vas a salir del hoyo"".
Penny cerró el libro y le acarició la cubierta
con la mano abierta. "Es un cuento encantador",
dijo, sin ironía en la voz.
--¿De veras?--dijo él--. ¿No te pareció
un poco sentimental?
Penny negó con la cabeza. "Es arriesgado,
si eso es lo que quieres decir. Pero por eso me en-
cantó. Había defendido el cuento como si fuera el
pequeño Louie o algo parecido."
El corazón le latía escandalosamente en el
pecho, estaba seguro que ella lo oiría y lo manda-
ría a callar porque iba a despertar al bebé. Pero ella
le agarró la mano y se la apretó. "Qué curioso. Ese
cuento me recuerda...", comenzó a decir.
--¿Sí?--dijo él, sonriendo, a punto de de-
cirle la verdad.
Mientras Lou la escuchaba, la voz de Pen-
ny se desplegó en el relato de un recuerdo de algo
que perdió en su nifiez. Y por la ventana, el paisaje
se transformaba en una pista deportiva verde es-
meralda. "Wow", decía él una y otra vez.
El pretendiente
Desenlace
Dexter Hays quiere ir a visitar a Yo en la
República Dominicana este verano. Ella ha pasa-
do a verlo un fin de semana camino a la isla, y él
lleva dos días tratando, sin parar, de convencerla.
Pero ella dice que no. Él tiene que com-
prender que allá las mujeres no tienen amantes
así, a la vista de todos. Allá, él tendría que compor-
tarse. Deshacerse de sus cigarrillos de mariguana,
comprarse un par de pantalones decentes. Y las tías
tratarían de convertirlo. "Aquello es muy diferente,
Dex. Quiero decir que allá la gente está chapada a la
antigua."
--Baby, baby--dice él, moviendo la cabe-
za, tan enamorado de esta ave de vistoso plumaje
que ha entrado volando a la jaula de sus años ma-
duros--. Te das cuenta de que la manera en que
tú hablas de ese lugar es la misma en que mi Mamá
le hablaba a mi hermanita de sus partes: "Atiénde-
me, Mary Sue, no debes dejar que nadie te toque
allí abajo". Imita a su madre haciendo su acento
más sureño aún.
Dexter es alto y delgado con los dientes li-
geramente salidos a pesar de todo lo que su padre
pagó para arreglárselos. Su papá también pagó mu-
chísimo dinero para enviar a Dexter de Fayettevi-
lle, Carolina del Norte, a la Universidad de Har-
vard, pero eso tampoco le salió, en menos de un
año Dexter había abandonado sus estudios e in-
gresado no sólo a una comuna de hippies, sino a
una comuna de hippies yanquis.
--Pobre Papi--dice Dexter, moviendo la
cabeza--. Eso casi lo mata.
Yo se ríe, tomándole la cara entre las ma-
nos, arrullándolo en español, y él se cree que a
pesar de lo que ella dice, en realidad quiere que él
vaya a visitarla a Santo Domingo ese verano.
--Me voy a portar bien, te lo prometo--le
dice. Él detesta la manera en que su pelo rubio,
fino como el de un recién nacido, se le para de
punta con electricidad. Se alisa el pelo con las ma-
nos, aplastándose las mechas. Pero ella aún parece
dudosa--. ¿Qué es lo que pasa, baby? Es mi acento,
¿verdad? ¿Es que no soy tan buen mozo? Es que
querías un Rhett Butler y te sacaste un Gomer
Pyle, ¿eh?
--Ay, Dex, por favor. Tú sabes que si vas
para allá, todo el mundo va a pensar que nos va-
mos a casar.
--Tal vez nos casaremos algún día--su-
giere él. Nunca había estado tan entusiasmado con
una mujer desde Winnie Sutherland, quien se sen-
taba delar~e de él en el quinto grado, con sus dos
trenzas atadas con cintas azules, y él no pudo con-
tenerse. Como un gesto de amor verdadero, le dio
un jalón a aquellas cintas y las dos sogas castañas
se desmadejaron. Winnie Sutherland terminó sien-
do su primera esposa--. Todavía eres como aquel
niño que me jaló las trenzas--le dijo ella cuando
le presentó el divorcio hace diez años. "¡Nunca vas
a madurar!" Para Dexter Hays es motivo de orgu-
llo ser todavía tan espabilado como cuando estaba
en el quinto grado. ¿Quién quiere crecer y llegar a
ser el segundo marido de Winnie Sutherland? Do-
nald Qué-sé-yo-quién es un gordo fofo y blancuz-
co como masa de harina sin hornear. Pero Donald
es un hombre rico, un contable con un ostentoso
Mercedes plateado con ventanas oscuras, y, en su
patio, una piscina en forma de cuerpo de guitarra,
como el de Winnie.
Pero el momento de Dexter Hays se acer-
ca. Lo huele en el aire. Esta Yo es la mujer de sus
sueños, de eso está seguro. Alguien rebelde y atre-
vido como él, pero con la atracción adicional de
ser latina. En las películas las mujeres latinas siem-
pre aparecen con rosas enganchadas detrás de la
oreja, con blusas campesinas de grandes escotes y
con pequeños crucifijos que les cuelgan como mal
de ojos sobre esos pechos jadeantes, ¡ay! Se cono-
cieron en una manifestación de apoyo a Nicara-
gua o a Cuba--una de las dos--. A pesar de que
Dexter no se mantiene al día con las noticias, le
gusta ir a esas manifestaciones porque allí conoce
gente simpática. Exhippies que nunca olvidaron,
como otros, sus raíces de~ower children para con-
vertirse en ejecutivos de grandes empresas, piezas
de engranaje en la rueda de la fortuna. La mayo-
ría de los hombres de su misma edad le hace pen-
sar que está malgastando su vida por ser un espíri-
tu libre; los Donalds de aquí para allá amparados
por la seguridad de sus autos alemanes con aire
acondicionado. De todos modos, en esas manifes-
taciones, claro, siempre se encuentran muchas
personas de los países en cuestión, y Dexter siem-
pre ha tenido debilidad por las latinas. Y Yo llena
sus requisitos étnicos a las mil maravillas.
Han tenido una relación de larga distan-
cia: todos los fines de semana o él vuela a Nueva
Hampshire, o ella a Washington D.C., donde vi-
ve él. Él está convencido de que se quiere casar
con ella en un futuro no muy lejano. "Pues a lo
mejor debíamos casarnos ya de una vez", insiste,
tanteando la situación. "Resolvería el problema
de tener que explicar quién soy a tu mami y a tu
Papi . "
--¡Alto ahí!--exclama ella riendo--. Son
cinco meses nada más, Dex--le recuerda--. Es
decir, veinte fines de semana, lo que quiere decir
que sólo nos hemos conocido cuarenta días.
--Y todavía hay quien dice que a las muje-
res no se les dan las matemáticas--bromea Dex-
ter--. Pero, oye, la verdad es que duele que te re-
chacen aunque trates de alejarte de esas cuestiones
de ego masculino sobre las que Bly y sus camara-
das siempre andan aullando en los bosques.
--No somos adolescentes--continúa Yo
como si él fuera un adolescente que necesita un
sermón--. Y no sé tú, amorcito, pero yo quiero
estar bien segura la próxima vez.
--¡Pues, yo estoy seguro!--le dice, algo
malhumorado. La ambivalencia es para las chicas
norteñas cuyos padres las despachan al sofá del psi-
260
quiatra en vez de a campamentos ecuestres--. So-
mos perfectos el uno para el otro.
--Ay, Dex--lo arrulla ella, besándole los
párpados.
Pero en esta ocasión no se va a dejar sedu-
cir y que ella le quite la idea de lo que él quiere.
--Vamos, Yo-baby--persiste él--. ¿Por
qué no puedo ir a visitarte a Santo Domingo?
--Ya te lo dije. Es un mal momento para
escándalos familiares. Mi tío es candidato a la pre-
sidencia otra vez.
--Pues trabajaré en su campaña, lo juro por
Dios. Yo trabajé en la campaña de Jesse Jackson.
--Dex, lamento tener que decirte que no
hay comparación posihle.
Ella le ha dicho que aquello es una demo-
cracia, pero que esa palabra allá no significa lo mis-
mo que aquí. Le ha dicho que su tío es muy buena
gente, pero que está rodeado de consejeros y mato-
nes militares a quienes ella no les tiene la menor
confianza. "¿Entiendes cómo es el asunto?"
Dexter revira los ojos. "Ni que fuera novio
de Carolina Kennedy o algo por el estilo."
Yo se ríe. "Más bien como uno de los hijos
alocados de Bobby Kennedy." Ella le ha contado
que sus padres han renegado de ella y de sus her-
manas varias veces por hacer lo que les ha veni-
do en gana, que la familia guarda la distancia con
ellas; aunque las quieren a más no poder todavía
rezan y esperan que enderecen sus vidas. "El año
pasado mis tías trataron de casarme con un viejo
alcohólico dominicano. Lucía como de setenta. ¿Lo
26
E
puedes creer? Hubiera terminado de enfermera.
Pero me imagino que hubiera demostrado a todos
que puedo ser una esposa sacrificada después de
todo."
--Pues entonces cásate conmigo y cuída-
me y así también puedes tener satisfacción sexual.
--¡Dex!--le da una bofetada juguetona.
Cada vez que ella habla de que sus padres la niegan
y de las tías con los rosarios enroscados en los de-
dos y los elegantes tíos postulados a la presidencia,
a él le da la sensación de haber caído con la mafia o
algo así. Le excita la intriga que parece reinar en la
familia de Yo. Cada vez que ella lo visita, no puede
contestar ni su propio teléfono porque el padre de
Yo la puede llamar en cualquier momento. Se su-
pone que ella esté en Washington haciendo investi-
gaciones en la Biblioteca del Congreso y que se esté
quedando con una amiga. "Es que yo simplemente
no entiendo por qué una mujer adulta no puede
hacer lo que quiera", piensa él.
--Yo hago lo que quiero--le riposta ella--.
¿Pero por qué se lo tengo que restregar en la cara?
Papi tiene setenta y dos años, ¿cuál sería el propósi-
to? Deja que se muera pensando que he recupera-
do mi virginidad después de cada divorcio.
A veces él se ríe, pero otras, como ahora, la
confronta. "¿No se supone que eres feminista? ¿Có-
mo puedes dejar que tu padre te diga lo que pue-
des hacer con tu propio cuerpo?"
--Él no me dice lo que puedo hacer con
mi cuerpo--le dice ella, enojada--. Pero no le ten-
go que decir lo que hago con él, ¿okey?
Y ahí es cuando ella lanza una perorata
sobre las diferencias culturales, que, óiganlo bien,
él nunca logrará entender. Una vez él trató de de-
cirle que ser del Sur era como ser de otra cultura,
pero terminaron en una acalorada discusión sobre
la esclavitud, y él resultó ser el culpable de todo lo
que han sufrido los negros. Hacía poco él había
leído algo sobre los sueldos miserables que les pa-
gaban a los trabajadores en las plantaciones de ca-
ña de azúcar en la República Dominicana. Pero
decidió quedarse con la boca cerrada por el mo-
mento. Después de todo, su meta es obtener una
invitación para visitarla allí.
Tal vez porque él está tan concentrado en
convencerla, cuando suena el teléfono se le olvida y
lo contesta. Yo se abalanza hacia el auricular, pero es
muy tarde. Ya Dexter ha dicho: "Hola, ¿qué hubo?".
Una voz con un fuerte acento lo reta: "¿Y
usted quién es?".
--Es la Pizzería Luigi, señor--dice él rá-
pidamente--. Hoy tenemos una venta especial de
pizzas con salchichón. ¿Lo puedo interesar en una
grande?
--Oh--dice el padre con una vocecita
calmada--. Perdóneme, número equivocado.
¡Perdóneme, número equivocado! Besos en
los párpados y palabritas de cariño. A veces esta
mujer es una feminista, a veces es la misma Inquisi-
ción. Hombre, ¿por qué te complicas la vida ena-
morándote de este pollito spic a los cuarentitantos?
Pero, ¿cuándo en su vida ha hecho él lo más senci-
llo, como siempre le recordaba su padre?
Al cabo de varias semanas en la isla, Yo lo
llama a media noche para quejarse. "No aguanto
--dice--, mis tías me están volviendo loca. Quie-
ren que vaya a confesarme."
--¿Por qué?--pregunta él. Tiene una vaga
idea de lo que hacen los católicos con los sacerdo-
tes dentro de esas casillas de madera.
--Piensan que mi tío ganará las elecciones
si todas nos reconciliamos con Dios.
--Pues ve, Yo-baby. Métete en ese roperito
y pregúntale al cura si quiere hacer alguna otra co-
sita además de confesarte.
"¡Dexter!" Ella se oye verdaderamente irri-
tada. Generalmente se ríe de sus chistes. Parece
que aquel lugar la está afectando.
--Bueno, baby, pues entonces, regresa--le
sugiere. Para Dexter el mundo es muy simple. Si la
mierda te llega al cuello, no hagas ola. Por eso
abandonó sus estudios universitarios. Todo el mun-
do aparentando ser tan inteligente. Aquel entra y
sale de aulas con demasiada calefacción. ¿Pero qué
otra opción existe además de no hacer ola?--Re-
gresa a tu hogar, con tu viejito Dex, mi amor.
--¿Qué quieres decir con hogar?--le ripos-
ta. Su inglés ya ha adquirido un leve acento--. Mi
hogar está aquí.
Huy, en eso sí que él no se va a meter. Ella
no ha vivido en esa isla durante casi un cuarto de
siglo. Trabaja aquí, hace el amor aquí, tiene sus
amistades aquí, paga impuestos aquí, y probable-
mente se morirá aquí. A él le parece que ella sólo
va a la isla a confesarse o a que renieguen de ella.
Pero a pesar de todo, cada vez que habla de la
R.D., se le humedecen los ojos como si estuviera
tejiendo un abriguito o unos botines de estambre
para la islita, como si ella misma la hubiera parido
del vientre de su memoria.
Se acabó, él ha tomado una decisión: va
para allá, quiéralo ella o no. "Es ~m país libre", le
dice.
--No exactamente--le contesta ella, y lue-
go añade--: No te atrevas, Dexter.
Pero esas cuatro palabras, como bien saben
su madre y su padre, para Dexter son como darle
la vuelta a la llave de ignición. Para el fin de sema-
na ya ha comprado el boleto, pedido diez días de
permiso en el hospital donde trabaja de enferme-
ro, y acumulado suficiente mariguana en una caja
de talco de bebé vacía que lleva en su botíquin
para sobrellevar con tranquilidad la turbulencia
de la familia de Yo. Cuando la llama para decirle
que llegará al día siguiente, una afable voz mascu-
lina le contesta en perfecto inglés. "Right oh", le
dice, como si Dexter hubiera llamado a una de las
Antillas británicas en vez de a la R.D. Y se le ocu-
rre que probablemente aquél es el tío postulado a
la presidencia. "Buena suerte, señor", le dice antes
de que Yolanda se ponga al teléfono.
--Right oh--le dice el tío de nuevo.
Dexter le informa a Yo de su inminente
llegada. La oye tragar en seco, y rápidamente un
"ah, no me digas", y un "gracias por avisarme", lo
cual indica que el tío debe estar todavía en la habi-
tación. En cuanto se queda sola se nota la diferen-
cia: "Te voy a matar, Dexter Hays. Te lo juro".
Por un momento se pregunta si la debe
tomar en serio. En las películas, cuando se les lleva
la contraria, las latinas son capaces de cualquier co-
sa. Pero aquí él comete el mismo error que ella. Yo
es más americana que el pastel de manzana. Bueno,
digamos, más americana que un taco de Taco Bell.
Ella dice que la prueba de fuego es si dices Oh o Ay
cuando te martillas un dedo. En varias ocasiones
en que ella ha tropezado camino al baño de no-
che en el apartamento de él, lo que ha gritado ha
sido "¡mierda!". Él se pregunta qué será lo que eso
prueba acerca de ella.
Pero Dexter sabe que Yo no lo va a hacer
picadillo con un machete en el aeropuerto. "Tu
tío es candidato presidencial, acuérdate. No vas a
arruinar su carrera política cometiendo un asesi-
nato en vísperas de las elecciones, ¿verdad?"
--¡¿Estás tratando de chantajearme?!
En su voz Dexter percibe el sonido de algo
metálico que se afila y toma la retirada. "No baby, te
estoy enamorando. Te extraño mucho. Hasta me
corté el rabo de caballo. Me quité la piedra del na-
cimiento de la oreja. Y me cortaría hasta las bolas
y llego disfrazado de amiga tuya si fuera la única
solución."
--En ese caso, ¿de qué me servirías?--le
dice en una voz que lucha por mantenerse seria.
Él la intuye meciéndose como una de esas palmas
en un huracán de los que se ven en el canal meteo-
rológico. Es cierto que a Yo nunca le faltan las pa-
labras, pero Dexter es un campeón de la labia. La
jefa de enfermeros en la sala de urgencias dice que
Dexter inventó la cura con palabras antes que los
psiquiatras se hicieran ricos con la idea--. Pasaré
por sólo un amigo, okey. Iré a confesarme contigo.
Haré lo que quieras, pero deja que mis ojos ham-
brientos se den un banquete con tu hermosa pre-
sencia.
--Vaya--suspira Yo. En el trasfondo Dex-
ter escucha la explosión de cohetes, o quizá de ba-
lazos. Por un momento alucinante se pregunta si
regresará vivo de aquel viaje--. Les voy a decir que
eres un amigo periodista--dice Yo--. Y que vie-
nes a cubrir las elecciones para tu periódico. Trae
una grabadora.
--Es un tape deck--le recuerda Dexter, y
antes de terminar de decirlo se quiere morder la
lengua. Una simple excusa es todo lo que ella ne-
cesita para cancelar su participación estelar en el
drama que prepara--. Pero puedo ir a comprar una
grabadora portátil. Wall-Mart está abierto hasta
las diez.
--Dexter, trae lo que sea, ¿okey? Todo lo
que tienes que hacer es prenderla. Lo importante
es que la cinta se mueva.
--Okey, okey--él asiente al resto de las
condiciones que ella le impone. Pero cuando cuel-
ga, siente un gran desasosiego y lo asalta la duda
de si ha estado saliendo con una enajenada men-
tal. A él nunca le ha gustado que Yo le mienta a su
familia. Él siempre se le había plantado a sus pa-
dres, desde que estaba en la preparatoria, y luego
cuando abandonó la universidad. Eso es lo que hay.
Lo toman o lo dejan. Pero, bueno, al menos las
mentiras de Yo son comprensibles, la buena hija
tratando de evitarles sufrimientos a sus padres. No
hay que ser un latino chapado a la antigua para
entender eso. Miren a su hermana Mary Sue, que
aparenta obedecer los dictados de su madre de
que no la toquen allá abajo, cuando en realidad
culipandea por todo Carrboro, donde ahora vive,
una madre divorciada con tres niñitas preciosas
que no--y nadie puede convencer a Dexter de lo
contrario--que no se parecen en nada.
Pero esto es diferente. Las fábulas de Yo no
son sólo para proteger los sentimientos de alguien
ni su propio trasero. Es como si el mundo fuera
un juguete y ella pudiera tomar la verdad y hacer
con ella lo que quiere. Él comienza a dudar de to-
do lo que ella le ha dicho. ¿Será verdad que su tío es
candidato presidencial? ¿Será latina, soltera y maes-
tra en Nueva Hampshire? ¿O será una agente se-
creta del FBI con un marido y cinco hijos en Mary-
land? De repente el mundo le parece demasiado
complicado, un mundo que no es sencillamente
en blanco y negro, sino una cambiante interacción
de sombras, tan diferente a las luces brillantes y los
rockets' red glare de Dexter.
Dex es todo ojos cuando la limosina se des-
liza por la carretera de entrada y pasa la caseta de
los guardias en el portón. A su lado, Yo levanta la
268
mano sin pensar, devolviendo el saludo como un
personaje en uno de esos desfiles de confetti de
Estados Unidos. ~<Qué condenado calor, mi amor",
le dice él echándole el brazo por los hombros, po-
sesivamente.
--Dex--apunta con la barbilla hacia el
chofer--. Acuérdate.
Él le guiña el ojo exageradamente mientras a~
le quita el brazo de encima. En el espejo retrovisor,
ve al chofer espiándolo. También le guiña el ojo al
joven, quien responde con un leve movimiento de
cabeza. Dex se pregunta si debe darle una propina
para que se calle la boca. Se sentía como si se hu-
biera extraviado en un mundo de rufianes y aún no
había descifrado las reglas del juego.
Pero ya Yo le ha explicado la logística del
terreno: él se quedará en la cabaña de la piscina de
la tía Flor. Yo estará al otro lado del jardín, en casa
de la tía Carmen. "¿Y el jardín está bien alumbra-
do por la noche?>~, preguntó Dexter con aparente
inocencia. Yo le echó una mirada de advertencia.
Estaban todavía en el aeropuerto donde ella se
había encontrado con un puñado de primas que
casualmente llegaron en el mismo avión. "Te lo
dije, que aquí casi todo el mundo está emparenta-
do. Aquí estamos como en una vitrina."
Se quedarán en la capital por una semana,
en el recinto familiar; y después de las elecciones
se irán al norte de la isla a pasar un fin de semana
en la costa. Lucinda, una de las primas de la cual
Dexter ha oído hablar mucho, le contó a Yo de un
discreto balneario donde no va nadie de la vieja
269
guardia. Está muy lejos y es tresfunky. Los duer-~os
son una pareja francesa: el marido ofrece masajes,
personales y no-personales; la esposa se quita el
brassiere del bikini en la piscina, y no sólo para
acostarse boca abajo a tomar el sol. La mayoría de
las dominicanas de crucifijo se espantaría ante tal
espectáculo. Pero esas que Yo llama ~<las primas de
pelo-y-una~ no son nada medrosas y parecen estar
tramando una revolución feminista bajo una nube
de rocío de laca para el cabello y sombra para los
párpados. Entre ellas está Lucy la zorra, de quien
Dexter dice ya estar medio enamorado sólo de oír
los cuentos de Yo.
--¿Pero cómo vamos a llegar allí sin que
nadie se entere?--pregunta Dex intrigado.
--Yo soy tu guía--ahora le toca a ella gUl-
ñar el ojo--. Tú eres un periodista que quiere ob-
servar cómo funciona la democracia en el interior
del país--una extraña sonrisa le aflora en los la-
bios, la sonrisa de alguien que verdaderamente
disfruta s~s mentiras.
De nuevo un extraño malestar invade a
Dexter. ¿La familia no se da cuenta o es que son
imbéciles? Se pregunta si un hombre que no se da
cuenta de los inventos de su sobrina debería ser
presidente. "¿Y tu familia se tragó ese cuento?"
--Claro que sí--Yo le da un revirón de
ojos--. De todos modos, aquí todo es un gran
cuento. Todas las tías saben que sus maridos tie-
nen queridas pero se comportan como si no su-
pieran nada. El presidente es ciego pero hace creer
que puede ver. Cosas así. Es como una de esas no-
270
velas latinoamericanas que en Estados Unidos pien-
san que es realismo mágico, pero así es como son
las cosas en realidad.
Y con esa pequeña introducción y un apre-
tón de manos, llegan a una casa tipo estancia, gran-
de y elegante, con puertas de corredera de celosía.
Un par de sirvientas con uniformes color salmón
con cuello blanco atisban desde la puerta de atrás y
saludan a Yo con un movimiento de la mano. En-
seguida una de las tías avanza hacia ellos por entre
las orquídeas que crecen a ambos lados de la entra-
da cubierta. Lleva en la solapa un botón de campa-
r-~a con la foto del tío buen mozo y detrás de ella
una camada de sobrinos y sobrinas, todos luciendo
los mismos botones. Uno de los chiquitines tiene el
pecho lleno de ellos como si fueran medallas. Bien-
venido--la tía sonríe afablemente--, ¡bienvenido
a la tierra que más amó Colón, mister Hays!
Por un momento él duda si logrará llevar a
cabo el plan. Una señora tan agradable con una
sonrisa para iluminar el universo. Pero las palabras
le salen de la boca sin el menor esfuerzo. "Por favor,
dígame Dexter. Estoy muy contento de estar aquí.
Soy un gran simpatizante. Y pienso que en nuestro
país deben estar mejor informados sobre el avance
de la democracia al sur de la frontera.~
Ha dicho demasiado. Todos se quedan un
poco pasmados con su discursito. Se oyen las risitas
de las sirvientas, y una de las nir-~as pelinegras, una
réplica de Yo, le jala el brazo con impaciencia. Qui-
zá ya todos sepan quién es él, y toda esta pretensión
no sea más que una fórmula para que todos se sien-
271
tan más cómodos. Lo mismo que estas elecciones
democráticas que--según escuchó en el avión--
serán patrulladas con tanques en las calles.
"Okey--piensa él--. Ya entiendo. Sigue la
corriente. No trates de hacer el cuento realidad~.
El jardín está bien iluminado por la noche,
con linternas chinas a intervalos en el sendero de
adoquines. Pero cada vez que echa a andar hacia la
meca iluminada del dormitorio de Yo, Dexter tro-
pieza con otro tío, que le da una palmada en la es-
palda, y le pregunta si tiene todo lo que desea. Es
una pregunta extraña cuando él está a punto de
obtener su deseo, pero, sí, le contesta cordialmen-
te, todo está muy bien, muchísimas gracias.
Y noche tras noche, aquellos tíos o pri-
mos o quienquiera que sean, le dan la vuelta y lo
dirigen hacia uno u otro patio techado, todos con
enrejados de madera chorreando trinitarias y ba-
res de ca~ba. Tal vez todos sean el mismo patio, tal
vez no. Un patio se parece tanto al otro. El recin-
to es un laberinto de senderos y plantas, caricatu-
ras de las que él conoce en Estados Unidos. Dex-
ter nunca ha visto unos hibiscos tan grandes, cada
flor del tamaño de un plato, y las encrespadas
frondas de los helechos son tan gruesas como la
trompa de un elefante. El tío o el primo o el sir-
viente le ofrecen un trago de ron o un Presidente
para la buena suerte en la campar~a, y Dexter termi-
na medio borracho, que casi no encuentra el cami-
no hacia su propia habitación, y tropieza con los
272 _
crotos y tumba sobre sí una lluvia de hibiscos co-
losales.
A la mañana siguiente, durante el desayu- .
no, ve en la cara de Yo la expresión de que él le
había fallado. Como si de nuevo tomara la ficción
demasiado en serio, haciéndose el periodista tanto
de noche como de día.
--No es eso--le susurra él cuando están
solos un momento--. Es como si tus tíos tuvieran
radar. Siempre me cortan el camino.
Ella mueve la cabeza: "Ay, Dexter. Tienes
que ser más listo que ellos~. Pero no lo logra, aunque
trate rutas diferentes siempre tropieza con una de
las innumerables piscinitas que abundan por los
patios, y se le empapan los pantalones nuevos. Cuan-
do los perros comienzan a ladrar desenfrenada- 3
mente y varios serenos convergen en él, apuntando
linternas en su cara, Dexter tiene una breve imagen
de Winnie Sutherland, moviendo la cabeza en un
no-te-lo-dije. Ella tiene razón. Él nunca va a poder
sobrevivir en este mundo de jaibas. Mejor será que
flote boca arriba y sople chorros de agua clorinada
hacia las brumosas estrellas lejanas.
El día de las elecciones, Lucy la zorra, se-
guida de un rebaño de chiquillas, sorprende a Dex-
ter fumando detrás de la cabaña. Ella las pastorea
hacia la piscina, cada una lleva un minúsculo bi-
kini, y el de Lucinda no es mucho más grande que
los de las niñas, aunque ella lo cubre con modestia
con un kimono corto. Con sus diáfanos pliegues
273
sedosos, la bata se le antoja a Dexter más erótica
que las brillantes tiritas de spandex que Lucinda
lleva debajo. Una sirvienta, vestida de blanco y car-
gando una pila de toallas, lleva la retaguardia.
--Buenas, Dexter--Lucinda lo saluda. Es-
tá toda maquillada. Mirándola del cuello para arri-
ba es difícil creer que de verdad va a nadar--. Por-
tándote mal, ¿eh?, ¡fumándote un cigarrillo!
Rápidamente, Dex cambia la posición de
los dedos y en vez del método pinza con índice y
pulgar, agarra el pito de mariguana como si fuera
un cigarrillo. Se pregunta si logrará embaucarla. Por
lo que se dice de Lucinda ella conoce la diferencia.
--Eso es dañino para su salud--le dice
una de las chiquillas mayores en un inglés con leve
acento británico--. Mami dejó de fumar. cVer-
dad, mami?
Lucinda asiente con falsa seriedad. Es difí-
cil creer que l.ucinda la zorra deje de hacer nada que
le dé placer.
~Huele feo--declara el minúsculo clono
de Yolanda haciendo muecas. Habló en español,
pero Dexter le entendió todo perfectamente. Será
que su espafiol de preparatoria se mantiene mejor
de lo que pensaba o que esa fruncida naricita res-
pingada es toda la traducción que necesita.
--Es un cigarrillo americano--le dice la
sabelotodo mayor. Sabiamente, Dexter tira el ciga-
rrillo al piso y lo aplasta con el pie mientras les son-
ríe a todas las nir-~as bonitas. Ellas lo miran de pies
a cabeza como adultas, chequeándole las piernas fla-
cas que le sobresalen de sus bermudas de segunda
-
mano, y la bragueta, la cual él nota que está abier-
ta. A pesar de que es un adulto con un estuche de
afeitar lleno de mariguana y condones sin usar, se
siente fuera de onda ante este rebafio de niñas so-
fisticadas.
--cY Yo dónde está?--pregunta Lucinda,
mirando sobre el hombro de Dexter como si Yo-
landa estuviera escondida a sus espaldas.
--Oh, a ella le gusta escribir un par de ho-
ras por la mar-~ana.
Lucinda da un revirón de ojos debajo de
sus pestañas postizas. Dex advierte el parecido: una
Yo hechicera, una versión condensada del Readers
Digest de una espinosa novela literaria.
--No quiero decir escribir de verdad, sa-
bes. Ella lleva un diario. Eso es lo que quise decir.
--No me digas--suspira Lucy--. Bueno,
pues, ven con nosotras entonces--media docena de
los más dulces ojos achocolatados duplican, tripli-
can, sextuplican la invitación.
Pero pasando revista al grupo, Dexter ob-
serva el semblante de sufrimiento de la joven sir-
vienta. Es algo que siempre lo afecta, un sentimien-
to de culpa surefio que sale a la superficie y le dan
ganas de rescatar a las sirvientas de sus uniformes
de colores en clave. ~<Por favor--dice, tratando de
quitarle las toallas. La sirviente niega con la cabe-
za, apenada--: No, no ser-~or".
Ésta lleva un uniforme totalmente blanco,
lo cual significa que es una niñera. Una de las tías
le explicó el sistema. La cocinera va de gris, aun-
que tiene una versión de gala con cuello y delantal
blancos; la niñera va toda de blanco; las dos sir-
vientas de la despensa llevan uniformes color sal-
món con cuello blanco; el uniforme de la criada
de la limpieza es todo negro, aunque también tiene
una versión de gala con cuello blanco. "¿Va usted a
poner esto en su artículo", le preguntó la tía.
Ayer mismo Dexter le regaló la grabadora al
chofer. ¿Para qué continuar pretendiendo? El tío
presidencial está de viaje casi siempre. Dexter duda
que llegue a conocerlo, mucho menos a "entrevis-
tarlo~. Nadie en la familia parece molestarse de que
el periodista no e.sté haciendo mucho periodismo.
Qué se le va a hacer. De todos modos, Dexter le re-
galó su camisa hawaiana color azul pavo real y ana-
ranjado al jardinero, quien se la llevó puesta al ter-
minar su trabajo esa tarde. Una de las tías lo vio y
dijo, "Ay, Dios mío, miren la camisa de chulo que
lleva Florentino~. Bueno, era obvio que Dexter nun-
ca iba a encajar en aquella familia. Era como estar
en el rodaje de una película donde los técnicos sufren
de amnesia y piensan que aquello es la vida real.
Mientras tanto, las relaciones con Yo se
van deteriorando. El cuento que él le hizo a Lucy
de que Yo necesita tiempo por la mar-~ana para es-
cribir en su diario era sólo eso, un cuento. Por lo
menos Dex está adquiriendo ese arte de salir con
cuentos. Esta mar-~ana tempranito Yo se coló en su
cabana. ("¡Ves como sí se puede hacer!~, se vana-
glorió.) A él se le iluminaron los ojos. Un encuen-
tro de pre-desayuno entre las sabanas, /yeah!
Pero no, Yo había venido a discutir algo con
él. Se suponía que partirían mar-~ana hacia la costa,
pero las cosas podían ir de tómbola por varios días
después de las elecciones. Por qué no cancelar la
visita al balneario y quedarse aquí durante el resto
de la visita de Dex.
A Dexter se le cayó la cara. Todos esos lar-
gos días había fantaseado sobre la francesa del hotel
cocinándose las tetitas en el sol tropical. Excepto
que, por supuesto, la francesa tenía la cara de Yo,
y las manos, y los pies, etcétera. "Pero, pensé que
querías que pasáramos algún tiempo solos." Dex
detestaba lo quejumbrosa que le salió la voz.
--¿De qué hablas? ¡Si aquí nos pasamos el
día juntos!--ella le daba vueltas y vueltas a una
pulsera que llevaba en una de sus delgadas y bron-
ceadas muñecas. Él quería besarle aquella muñeca.
Quería demostrarle cuánto la había extrañado du-
rante su mes de regreso al siglo XIX. ¿Por qué, si
ella es tan buena cuentista, por qué no puede in-
ventarse una mentirita sobre su necesidad de rela-
ciones sexuales para combatir una enfermedad in-
curable? Si Dexter puede ser un periodista del
Washington Post, ¿por qué no podía ser un médico
del Centro para el Control de Enfermedades Con-
tagiosas?
--Bueno, Dex, mira, te prometo que esta
noche yo vendré aquí, ¿okey?--echó una mirada
en derredor, como explorando el terreno para el
subterfugio de esa noche. Pero Dexter no estaba
satisfecho. Se había vuelto ambicioso en sus fan-
tasías. Él quería uno de esos masajes personales--.
También te doy uno esta noche--dijo Yo con una
sonrisa--. Vamos, Dex, amorcito. Así podemos
darle nuestro apoyo a mi tío después de las elec-
ciones.
--Yo ni siquiera he visto a tu tío. Además,
él tiene todo un ejército de tanques por ahí para
apoyarlo.
Con eso la quijada de Yo cayó en picada y
la cara se le encendió de indignación. "¡No puedo
creer que hayas dicho eso!~
--Estoy bromeando--añadió él, alzando
las manos para mostrar que no estaba armado.
Sus bromas no la divertían en lo absoluto,
le informó ella. Estaba harta, vomitativamente harta
("no existe tal palabra", él le arguyó), harta de tan-
ta crítica a su familia. Ellos no eran perfectos, pero
habían sido muy amables y muy hospitalarios y
así es como él les pagaba.
--¡Pero si tú misma los criticas constan-
temente!--le respondió--. Y déjame recordarte
--continuó--que ellos no me dieron la bienveni-
da a mí, sino a un reportero ficticio del Post--de
pronto sus quejas le parecieron más profundas de lo
que se había percatado. La irritación que había
sentido al no poder decirles que era enfermero, al
no poder usar su arete y las banditas de goma en la
muñeca para el rabo de caballo, ahora le llegó muy
adentro y recrudeció el rechazo todavía quemante
de cuando Winnie Sutherland le informó que lo
dejaba por Donald Masa-fofa porque él, Dex, era
un fracasado, un tipo que nunca se encontraría a
sí mismo--. Me transformé para complacerte a ti,
a tu familia rififí, y tú no puedes sacar tres cabro-
nes días para pasarlos conmigo.
--Por favor, no me digas palabrotas--dijo
Yo con un repentino ataque de dignidad. Se paró
altiva, como si se sacudiera el polvo de encima.
Iban directo a un serio encontronazo y él
no quería tener una pelea seria en un país donde no
conocía a nadie más que a ella. Ambos necesitaban
calmarse. Un pitillo de mariguana seguramente
les vendría muy bien en ese momento. Cometió el
error de sugerírselo.
--¡Fantástico! Precisamente lo que necesita
mi tío, drogas en su casa. ¿Dónde tienes el cerebro,
Dex?--sacudió la cabeza con exasperación.
Y seguidamente él dijo lo inapropiado, pe-
ro esta vez lo hizo a propósito. "Es como si toda-
v~a no hubieras crecido ni te hubieras separado de
tu familia.~
--¡Eso que has dicho es una gringada!
¿Por qué voy a querer desprenderme de mi fami-
lia? ¿Y para qué? ¿I'ara vivir como tú, separado y
solo sin ninguna verdadera conexión con tu his-
toria?
--¿Es eso lo que tienes tú, una verdadera
conexión? ¿Qué me dices de todos tus cuentos y
mentlras?
--¡Ay!--gritó, abofeteando el aire hacia
él. Ahora estaba en la puerta, el temperamento fo-
goso, que también había visto en las latinas de las
películas, desbordándosele por los ojos. Y súbita-
mente, al verla así, tan terca y malhumorada, se sin-
tió inseguro del apartamento compartido con ba-
tik en las paredes, el colchón en el piso, la parejita de
hija pelinegra e hijo a juego, las vacaciones fami-
liares en Yosemite. "No debí haber venido--ad-
mitió--. Debí haberme quedado en casa~.
Él no sabe si escuchó esto último, ya que
ella había salido como un cohete de la cabaña. Es-
peró unos minutos con la esperanza de que regre-
sara a pedirle disculpas por el cambio de planes, o
por lo menos a porfiarle algo más. Finalmente, se
escurrió por la puerta trasera. Y fue mientras cal-
maba su corazón herido fumándose un pito detrás
de los arbustos, que lo sorprendieron Lucinda la
zorra y su manada de Yolanditas.
--Bueno, ¿vienes con nosotras?--Lucin-
da mira sobre su hombro hacia Dexter, que toda-
vía está tratando de persuadir a la niñera que le
deje cargar las toallas.
--Seguro--dice él, y sigue la fila de ado-
rables culitos. Pero hoy no los puede disfrutar. Sien-
te que la jaula de su corazón se ha abierto de re-
pente, dejando escapar para siempre el vistoso
pájaro que pensó era suyo.
Esa noche Dexter se lanza una vez más al
laberinto del recinto en busca de Yo. Gracias a Dios
por las linternas del jardín, ya que las luces de las
casas están apagadas, y que todos parecen dormir
--si es que eso es posible--. De vez en cuando se
sienten estallidos de cohetes o de pólvora o tal vez
de truenos--es, después de todo, una noche oscu-
ra, sin un asomo de estrellas en el cielo borroso--.
Dexter se asombra de cómo aquel lugar ha tejido
redes a su alrededor, de que lo último que se le ocu-
280
rre pensar es en el sonido de los truenos, lo cual se-
ría lo más natural. Probablemente aquellos estalli-
dos son un ensayo de revolución. Ya debe saberse el
resultado de las elecciones. Aquella tarde, cuando
trató de reservar un asiento de avión para el día si-
guiente, la joven en el teléfono le dijo: "Está confir-
mado, pero por favor llamar manana a ver si el
avión sale~.
--¿A ver si el avión sale?--Dexter repitió
a la joven del fuerte acento--. ¿Qué clase de con-
firmación es ésa, señorita mía?
Hubo un momento de silencio y luego un
suspiro que se escapó para que él lo oyera. "Maña-
na se sabrá el resultado de las elecciones", le expli-
có la joven como si él fuera un niño que no logra-
ra entender las cosas más elementales.
Esa tarde él había tratado de encontrarse
con Yo a solas por un momento para decirle que
se iba al día siguiente, pero el recinto estaba lleno
de gente que había venido a desearle buena suerte
a la familia. El tío todavía estaba de viaje, hacien-
do campaña en algún lugar, pero se le esperaba esa
noche después de que cerraran las urnas electora-
les y antes de que los tanques comenzaran a rodar
por las calles de la capital. Por toda la casa había
grupos abigarrados de gente frente a pantallas de
televisión tan enormes como las que había visto
en algunos bares de Atlanta. Sirvientas con uni-
formes de todos los colores y rayas pasaban ban-
dejas llenas de canapés de lo que parecía ser pan
Wonder y queso Velveeta. "Delicioso~, les asegu-
raba Dexter a las sirvientas para que no se ofen-
281
dieran, cada vez que rehusaba uno de aquellos bo-
cadillos. Se le ocurrió que, en cuanto a comida se
refiere, lo que es una exquisitez en un país es pura
bazofia en otro.
Mujeres bellísimas lo cogían del brazo y le
preguntaban qué pensaba él de este país enloque-
cido, y él sonreía, consciente de que Yo no le qui-
taba los ojos de encima. "Gente muy agradable
--decía--. Especialmente las damas~.
Al rato, Lucinda y una pandilla de primos
adultos salieron en una caravana de automóviles a
tomarle el pulso a la ciudad. Y sin saber cómo, él
cayó en aquella redada--aunque cuando desem-
barcaron en el Hotel Jaraguá, se dio cuenta de que
Yo no estaba entre ellos--. Bebieron y bailaron, y
más tarde, a petición de Lucinda, él sacó sus ciga-
rrillos "americanos", una marca que a los primos
de la R.D. no les era totalmente desconocida. Para
cuando el grupo regresó a casa al filo de la media-
noche, los cohetes o tiros habían comenzado. Dex-
ter se quedó dormido inmediatamente pero lo des-
pertó una andanada de algo muy cercano. Allí fue
cuando de pronto se empeño en buscar a Yo. l'or
lo menos tenía que tener un tete-a-tete de despedi-
da--y eso sería lo más que se acercaría a lo fran-
cés en aquella isla--. También le quería demostrar
a Yo antes de irse que él podía ser más listo que los
tíos y su sistema de radar.
--No hablar español--Dexter le contes-
ta, temeroso de que la figura pueda desenfun-
dar un revólver y dispararle a este intruso vagando
por el recinto a media noche--. Soy Dexter Hays
--añade, con la esperanza de que ése sea uno de
los tíos que se ha encontrado anteriormente y
con los que ha tenido que compartir unas copas
nocturnas.
"Dexter Hays... Dexter Hays.~ El hombre
revisa su Rolodex mental tratando de identificar-
lo. Le hace un gesto para que se acerque a la luz para
ver Si lo reconoce.
Una vez que se le acerca, Dexter reconoce
la cara bien parecida de un hombre maduro, una ca-
ra ya famosa por la repetición en botones, perió-
dicos, vallas, afiches, televisión. "Soy amigo de Yo",
le explica y le extiende la mano al hombre.
--Right oh--dice el tío--. El periodista del
Post. ,Qué le parece un trago? Yo me estoy echando
uno antes de que empiece el pandemonium.
Dexter queda impresionado de que el hom-
bre use una palabra como pandemonium--como
si tuviera un sentido irónico acerca de la campaña
electoral en la que se encuentra involucrado--. Es
como si, secretamente, detrás de la fachada de éxi-
to y aplomo a lo Donald, dentro del elegante tío
existiera una veta de libertad bohemia a lo Dexter.
Y de repente, a punto de su partida, Dexter quiere
que alguien sepa quién es él en realidad. "En reali-
dad, señor, no soy periodista~, le confiesa.
--COh?--el tío lo mira con curiosidad y
una sonrisa se le asoma en el rabo de los ojos. El
cutis lo tiene tan liso que Dexter se pregunta si se-
rá que siempre tiene puesto el maquillaje para la
televisión--. ~Usted no será de la CIA o la USIA o el
FBI o algo así?
--No, señor--Dexter le contesta, aur
tando el acento sureño para parecer más ignora
y agradable--. Estoy aquí porque... bueno, p
soy el compañero de Yo--dice la palabra com
ñero en español--. Más bien, intento ser su co
pañero--agrega.
Bueno, allá va eso, piensa Dexter. Se toma ~L
resto del ron de un tirón, preparándose para un~
bofetada o un reto a duelo o cualquier otra cosa qu~
ellos acostumbren a hacer en tales circunstancias.
Pero el tío elegante se ríe. "Bueno, joven.
parece que los dos vamos a necesitar suerte. ¡Ojalá
que los dos ganemos!" El tío presidencial choca S~l
vaso con el de Dexter, termina su trago, le echa ur
abrazo, indicándole con la cabeza el camino haci~
la habitación de Yo donde todavía brillan la
luces, y lue~o desaparece.
En la puerta de la habitación, Dexter escu-
cha por un momento antes de llamar. Se oye una si-
lla que se arrastra por el piso. "~Sí?", responde una
voz, una voz que todavía le tira los lazos del corazón.
Le da vuelta a la manilla y la puerta abre
hacia una pequeña habitación llena de libreros,
cuyos anaqueles no contienen libros, sino floreros,
mujeres de cerámica con cestas en la cabeza, y otras
chucherías. Hay un sofá que se ha convertido en
cama, y una almohada recostada en uno de los
brazos. A su lado, en el escritorio, Yo está sentada;
una lámpara ilumina la libreta donde ha estado
escribiendo.
284
Ella se sorprende de verlo allí, y por un
breve instante, Dexter piensa que le va a decir: "Mi
héroe, lograste evadir a los astutos tíos~. Pero ella
contrae la cara.
--¿Qué quieres?--le pregunta, observándo-
lo detenidamente. Dexter se siente igual que en la
piscina cuando el ejército de chiquillas le pasó revista.
Se sienta en un brazo del sofá, con los ojos
bajos, y mira la libreta donde observa las curvas
familiares de la caligrafía de Yo. "Baby, baby--le
dice, besándole las manos--, ¿qué sucede?~.
Las facciones se le relajan en esa expresión
que precede a las lágrimas. "Yo pensé que mi fami-
lia te iba a encantar--ella dice con voz lacrimo-
sa--. Pensé que ibas a ser feliz aquí~.
Por un instante sentí la misma tentación de
inventar cuentos que Yo debe sentir. Y decirle: "Por
supuesto que puedo ser feliz aquí. Puedo encajar
perfectamente con los tíos elegantes y las primas y
los sirvientes que son más sofisticados que yo. Por ti
me puedo transformar en un masa-fofa dominicano
y dejar que el chofer guíe el Mercedes". Pero Dexter
sabe que está demasiado viejo para una transforma-
ción profunda. "Me caen muy bien--le asegura--.
Son interesantes y muy amables... Dios mío, hasta
me recuerdan a mi familia con su legendaria hospi-
talidad sureña. Pero honey baby, yo me fui de casa
hace unos veinte años. No quiero regresar~.
--Pero tu familia--comienza ella a decir.
--Mi familia somos tú y yo--le da un
beso en la frente. Le parece el lugar más apropiado
para un beso en ese momento.
285
--Yo no puedo vivir así. No concibo mi
vida sin el resto del clan que me recuerde quién soy.
--Lo sé--dice él asintiendo con tristeza.
Es como si finalmente hubiera tocado en la puerta
acertada. Cenicienta contesta, y la zapatilla le sirve,
pero se encuentra en el cuento de hadas equivoca-
do. Su príncipe se supone que despierte a una bella
durmiente, no que le encaje el zapato a una prin-
cesa despierta.
--¿Qué vamos a hacer?--le pregunta ella.
Tiene una expresión tan abierta y confiada como
si creyera que él, Dexter Hays, pudiera inventarle
un desenlace feliz a la historia.
--¿Qué tal uno de esos masajes personales?
--bromea. Pero la expresión de tristeza en la cara
de ella refleja su propia tristeza. Ninguno de los dos
está de humor para masajes.
--Me pregunto--ella se pregunta en alta
voz--si nos hubiéramos dado cuenta de todo esto,
si tú hubieras venido.
Y así, en la última noche que pasarán jun-
tos, se acuestan en el pequeño sofá y se quedan
dormidos al son de los cohetes. Mucho más tarde,
cuando la luz del día comienza a penetrar por las
celosías, Dexter oye sonar el teléfono para anun-
ciar que el tío presidencial también ha perdido la
partida.
Unable to recognize this page.
Los invitados a la boda
Perspectiva
Le hubiera gustado decir: Amigos y fami-
liares, estamos aquí reunidos para celebrar este en-
lace entre Douglas Manley y Yolanda García, lo que
significa--como pueden ver--un encuentro de
vidas fructuosas y de muchas historias, la unión
de todos ustedes.
Pero a él no le gusta hacer derroche de elo-
c~lencia al aire libre. Una cosa es entonarse bajo
los arcos interiores, en la vaga luminosidad de St.
John y otra cosa es aquí afuera, en este caluroso
día de mayo en medio de un prado junto a una
finca de ovejas, bajo un groto de nogales que de-
jan caer sus abundantes bellotas (las ardillas esta-
rán felices este afio) sobre la turba de invitados.
Frente a él está su viejo amigo, Doug, a
quien conoce y no conoce como sucede con la ma-
yoría de las amistades, llenas de revelaciones y re-
celos. Lo conoce desde los tranquilos anos de su
primer matrimonio, los anos aparentemente tran-
quilos, las reuniones del comité de construcción
de la iglesia para discutir el arreglo del techo, el es-
tablecimiento del albergue para mujeres maltrata-
das en el sótano: ¡hombre, cómo tuvieron que lu-
char contra la vieja guardia para lograrlo! Lo ha
visto crecer en magnitud, si es que ésa es la frase
correcta para un hombre tímido que siempre está
en la mejor disposición de ayudar en el quiosco de
la comida en el bazar y de dar la segunda lectura,
que es generalmente más rápida y más fácil que la
primera, del Antiguo Testamento, lleno de nom-
bres tan difíciles de pronunciar, pero que preferiría
no tener que caminar hasta el altar a recibir un
prendedor de Angel de la Parroquia por sus contri-
buciones a la iglesia de St. John. Lo ha observado y
ha visto descender sobre él un hastío, una ausencia
de espíritu, sobre el cual ha querido hablarle a
Doug, pero nunca lo ha hecho aun después de que
los rumores se filtraron, a pesar de la vigilancia que
él, como ministro, mantenía sobre ese modo de en-
terarse de las cosas. Ha rezado con él y por é! cuan-
do el mismo Doug vino con la noticia de promesas
destruidas, el naufragio de su matrimonio, una casa
construida sobre una roca movediza como la arena.
Y luego los ahos duros, los años de batalla.
Le gustaría decir: "Doug, he aquí la pro-
mesa de renovación. He aquí tu compañera, el cor-
dero en los arbustos que te salva de sacrificar tu fe-
licidad".
Pero entonces, debe hacer casi ochenta gra-
dos de temperatura aun bajo la sombra de estos
árboles. Más allá de Doug y Yolanda puede ver las
montañas brumosas, indefinidas en el calor. Le con-
viene ser breve. Pero le gustaría decir algunas de
estas cosas.
Junto a su padre, mordiéndose el labio, es-
tá la hija del primer matrimonio, ahora a la deriva
entre familias, tratando de contener las lágrimas.
Le gustaría decir: <~Corey, las cosas van a mejorar, te
lo prometo. El dolor tiene fin, hay un punto inmó-
vil en el mundo que gira". Pero sabía que de ha-
blarle a una adolescente en aquel tono santurrón,
lo más que recibiría como respuesta sería un vete-
al-carajo. Recuerda cuando derramó agua bendita
sobre la frentecita arrugada, y los gritos encoleriza-
dos, las piernitas pataleando debajo de la batita de
bautizo que era demasiado pretenciosa para aquel
pedacito de persona, y también recuerda que, cuan-
do él entonó su nombre, una súbita paz descendió
sobre las minúsculas facciones de la niña, como si
eso fuera todo lo que ella esperaba: un lugar en el
mundo, el mismo que ahora le quitaban.
Rcalmcntc no sabe qué decirle a lz Joven.
Y al otro lado de Corey, como soportes en
este momento de saber que no vivirá el cuento
feliz que ella desea--su Mamá y su papá juntos,
buscando huevos decorados en la buhardilla--es-
tán sus abuelos, los padres de Doug, con la misma,
pero más cansada, versión de la cara de la nieta, la
cara de Doug. Gente sencilla y tierna. Y siempre
le viene a la mente aquella frase: "La sal de la tie-
rra, bienaventurados los humildes, bienaventurados
sean los de limpio corazón~.
Aquí y allá divisa caras conocidas de más
de veinte años en esta parroquia de Nueva Hamp-
shire, amigos y familiares de Doug, a quienes ha co-
nocido en las cenas de la iglesia y en cenas sociales
junto a los lechos de los enfermos en hospitales y
fosas en los cementerios. Él conoce sus crisis espi-
rituales, sus buenas acciones y sus no-tan-buenas
292
acciones. En sus trajes de colores pastel, chaquetas
asargadas y vestidos de algodón; con su tranquila
gracia, sus voces educadas, bien moduladas (des-
pués de todo, estamos en un pueblo universitario):
éstos son los feligreses que él ha pastoreado. De
ellos, y a ellos, podría--en su mayoría--hablar
con sinceridad.
Y más allá, con destellos de colores vibran-
tes, voces altisonantes, y el tañido de, casi quiere
decir arpa y tamboril, como las hijas de los hom-
bres de Genésis seis, versículos uno al cuatro, que
incitan, con ofrendas de carnes tiernas y golosinas,
a bajar de los montes a hombres serios, llegan los
parientes y amistades de Yolanda García.
Entre los de ella ~e ~i~nte mudo y descolo-
rido. La tarde ha estado llena de peleas y reconci-
liaciones según se reúnen y mezclan en este prado,
el padre y la madre que están enojados con una de
las hijas, una hermana llorosa que se abraza a una
tía anciana, dos amigas que se gritan: ay-Dios-mío-
qué-tal. Ha escuchado el susurro de palabras casi
bíblicas: ~negar, redimir, bendecir, morir en paz".
Ya sabe por el chisme que le llegó antes de ponerse
el hábito que cuelga en un gancho en la camione-
ta, antes de que la gente supiera que él era ~el cura"
(parece que todos los parientes son católicos), que
uno de los ex de Yolanda está presente, y que va a
leer un poema de Rumi, que la atractiva mujer de
tez más oscura es la hija de la sirvienta, que la me-
jor amiga, la del ceñido leotardo negro y el pertur-
bador corpiño de encaje, ha traído consigo a todo
su grupo de terapia. Entre ellas hay dos lesbianas,
una acompañada por dos bebitos, ¿cómo pasó eso?
El mundo está lleno de sucesos y misterios. Que
Dios los bendiga a todos, Dios los bendiga, es todo
lo que puede decirles. Quizá eso los tranquilice,
quizá con las palabras precisas él logre unirlos
momentáneamente, como una congregación en
una ladera de Nueva Hampshire un día caluroso a
fines de un mes de mayo.
Y en medio de este clamoroso clan, este ca-
leidoscopio de colores, divaga la novia, Yolanda
García, vestida de túnica y pantalón gris. Se ve casi
apagada entre tanto retintín y revuelo emocional,
como si en su cabeza tratara de ensartar en el mis-
mo hilo a todas aquellas gentes, como un edredón
de retazos de vidas diferentes, una colección de
perspectivas.
Ella se para por un segundo junto a la fuente
de agua de manantial que los padres de Doug han
instalado, y mira hacia él. Recuerda--¿cómo no se
va a acordar?--que ella no quería una boda por la
Iglesia. Que cuando él le preguntó, en una de las se-
siones de consejos, antes de que él aceptara presidir
la ceremonia, si ella creía en Nuestro Señor Jesucris-
to, ella lo miró largo y tendido, y contestó: sí y no.
Y ésa es la misma mirada que ahora, junto
a una de perplejidad, tiene en los ojos, como si se
preguntara si será capaz de llevar todo esto a cabo,
la ceremonia y la vida a continuación. Aquella ex-
presión lo reta y lo atrae. Así que, hombre de Dios,
¿qué me puedes decir? ¿Cuál es la clave?
Amigos y familiares (quisiera decir), nos en-
contramos aquí reunidos para desligarnos de quie-
nes éramos y para celebrar quienes seremos. Ésta
es nuestra misión en este vigesimonoveno día del
mes de mayo de mil novecientos noventa y tres,
nosotros, quienes hemos sido parte integral de las
vidas y amores anteriores de Douglas Manley y
Yolanda García, nos congregamos hoy aquí para
forjar su nueva familia.
Si otra de las hermanas mojigatas viene a
preguntarme cómo me siento, creo que voy a dar
cuatro gritos. ¿Qué se supone que diga? ¿Que la es-
toy pasando de maravilla viéndolos a todos uste-
des jugar a Señor Cara de Papa con mi vida?
Vamos a ponerle a Corey una nueva ma-
dre. Vamos a ponerle a Corey un nuevo cuadro de
parientes. Vamos a ponerle a Corey una nueva fa-
milia feliz de la que ella pueda ser parte.
Y también está una de las tías viejas, que
debe ser ciega, porque me habla en español. Sí,
es cierto que he tomado un par de años de espa-
ñol en la secundaria y que he estado en Guate-
mala con mis padres verdaderos, pero no le voy a
revelar que entiendo lo que me dice. Ella sigue
habla que te habla, tratando de descifrar si soy una
de las García o De la Torre. Hasta que me doy
cuenta que piensa que soy una de sus sobrinietas
y que vine de Santo Domingo para esta boda es-
túpida.
Please~ por favor, si no para de echarme en
la cara su mal aliento creo que me va a dar un ata-
que de histeria.
También está el hippie viejucón, que final-
mente se acerca y me aparta. "¡Qué hubo! Tú debes
de ser miss Corey, ¿verdad?--tiene un acento sure-
ño que me suena falso. Asiento con la cabeza, con
los brazos cruzados, con una actitud de ~y qué?--:
Soy Dexter Hays, a la orden~. Y me besa la mano.
Eso medio me parece una chulería. Me entrega un
globo púrpura, de esos que tienen caritas sonrientes
pintadas, e inmediatamente me lo amarra a la mu-
ñeca.
--¿Quieres ser mi pareja para esta boda?
--me flirtea.
Quisiera decirle, mira, búscate algo que ha-
cer, date un buen recorte de pelo, consíguete un
empleo o algo. Pero sólo le digo: ~(Con permiso,
tengo que encontrar a mi papá", y rápidamente doy
la vuelta, bajando la cabeza, porque, mira, lo últi-
mo que querría es hacer contacto visual con algún
otro imbécil me pregunte cómo me va.
Coño, es mi día de suerte, mi año de suer-
te, mi vida de suerte. Me tropiezo con ella, y por un
segundo, pienso: "Dios mío, ella se ve tan asusta-
da como yo".
--¿Qué tal lo llevas, Corey?--me pregun-
ta. Que no se atreva a echarme el brazo, aunque
por un segundo parecía que lo iba a hacer.
--Estoy bien--le digo muy seria--. Estoy
buscando a mi papá.
Y cataplán, allí se aparece él y le tira un bra-
zo por encima a ella y el otro a mí. "¿Cómo están
mis dos bellas damas?", dice él y casi me vomito.
Trato de zafarme de su abrazo, pero me aguanta.
"¡Papá!--le digo--. ¡Suéltame!". Mejor que me
suelte porque si no...
Me voy a parar en medio de este potrero y
voy a dar cuatro gritos. Lo juro.
Éste es el grupo de mamis más lindo que
he visto al norte de la línea Mason Dixon. Como
que me llamo Dexter Hays. Llegué con un rami-
llete de globos púrpura con caritas sonrientes para
la novia, pero, uno a uno, se los he ido regalando
a las lindas damitas. Cuánta variedad de queridas
queridísimas hay aquí reunidas: latinas esbeltas
con ojos sabios y piel tostada; maduras y de cuer-
po lleno; señoras bien parecidas--ay qué pérdida--
que prefieren a otras señoras yanquis rubias de lar-
gas piernas, sin maquillaje en sus frescas caras all-
American.
De ésas, la linda Corey-girl, pobrecita, se
ve tan triste. Traté de entretenerla, pero no cabe
duda que es una pesada. Mejor que Yo se deje cre-
cer un pellejo grueso, algo que antes nunca logró
injertar a su tan sensible yo. Lo va a necesitar.
Pero, hey, ella siempre ha querido tener una fami-
lia, tíos y tías y cufiados y primas segundas y terce-
ras y amistades que son familia, como ella dice, de
carino. Bueno, esta ladera está hirviendo con su sue-
r-~o hecho realidad, lo cual siempre viene en oferta
especial con un par de pesadillas de r-~apa.
¿Quién soy yo en esta reunión, el genieci-
llo del suer-~o con una maleta llena de pesadillas?
No sefior. Hace cinco anos que no veo a Yolanda
García, y posiblemente no la hubiera visto por el
resto de mis días, de no ser que los Grateful Dead
dan un concierto como a veinte millas de aquí. Du-
rante los últimos cinco ar-~os hemos tenido contacto
de vez en cuando, pero muy de cuando en cuan-
do últimamente. Así es que la llamo, y ha cambiado
el número de teléfono, y contesta el tal Doug, y
estoy a punto de decir: "Es la Pizzeria Luigi. Ten-
go una pizza de salchichón para la familia Alba-
tros, ¿puede decirme cómo llegar a su casa?~. Pero
pienso, qué diablos, yo la topé antes que tú, com-
padre, así que le digo: "Es un viejo amigo de Yo,
¿se encuentra ella?~.
Y él me responde: "Lo siento, ella no puede
venir al teléfono en este momento. ¿Puedo darle
un recado ".
Estoy a punto de decirle que se vaya al
carajo, pero enseguida ar-~ade: "Está escribiendo",
y entonces entiendo que no está tratando de des-
hacerse de mí. Así que dejo mi nombre y teléfo-
no, y un par de horas después, está Yo en la línea:
"Ay, Dexter, qué gusto escuchar tu voz. ¿Qué es
de tu vida?~.
--¿Qué es de la tuya?--pregunto yo, por-
que detecto grandes cambios en la manera que su
voz ahora se llena de confianza--. Se te oye muy
contenta--a pesar de lo que dice mi padre, no
soy tan grosero, para variar.
--Ay, soy tan, pero tan feliz, Dexter. Me
siento tan dichosa.
Y mientras ella me cuenta cómo, al fin, en-
contró a esta maravilla de hombre (¿y qué fui yo,
picadillo de hígado?), repito: "¡Qué bueno. No
sabes cuánto me alegro!". Pero ya usted sabe, claro
que uno quiere que su examante sea feliz, pero al
mismo tiempo realmente no quieres oír el cuento.
Me imagino que en el fondo de mi necio corazón
prefiero pensar que a todas mis examantes toda-
vía les quedan rescoldos de pasión por mí. Cofio,
me conformo con las cenizas, porque te digo y sos-
tengo que el viejo Dex no ha tenido suerte en
cuanto a mujeres se refiere. Mi papá dice que es
mi cabrona culpa; que yo nunca he querido sentar
cabeza Y aunque jamás se lo diría, pienso que está
en lo clerto.
Cuando ella termina de ponerme al día
sobre su nueva vida, me pasa la pelota: ~<Pero me
engañaste, Dex. Yo te pregunté primero. ¿Qué es
de tu vida?".
Y le cuento por qué estoy llamando, por-
que voy a un concierto de los Grateful Dead cerca
de allí a fines de mayo, y ella se echa a reír y me di-
ce: "Dexter, mi amor, yo me caso ese sábado. ¿Por
qué no vienes a la boda esa tarde antes del concier-
to? Va a ser en el campo, en un terreno que hemos
comprado al lado de una finca de ovejas...".
Y ella continúa, haciendo derroche de li-
rismo, si se puede decir, y trato de escucharla y en-
rollar un pitillo de mariguana al mismo tiempo,
porque dentro de mí hay algo en carne viva que
necesito aliviar. Y así es, en cuanto lo enciendo y
le doy unas cuantas jaladas, me llevo mucho me-
jor toda esa felicidad que le ha caído encima a Yo.
Y tal vez es por eso que antes de despedirme, le
prometo: "Claro que sí, baby, por los viejos tiem-
pos. Ahí estaré para besar a la novia~.
Besar a la novia ni qué ocho cuartos, si se
le vuelve a acercar a Yo le voy a reventar todos esos
ridículos globos que trae amarrados a una mano.
(¿Qué está tratando de hacer, quitarle el escenario
al novio?)
Lo primero que hace es acercarse a mí y
decirme: "¡Usted debe ser el dichoso!". Y sí, lo soy,
pero no quiero que me lo diga él. Así es que ex-
tiendo la mano y le digo: "Doug Manley, el espo-
so de Yo~, aunque técnicamente debería decir, el
casi-esposo de Yo. Pero quiero poner a este tipo en
su ~i~io lo más rápido posible. Pero parece que no
me lo va a permitir. Me extiende la mano y con
una sonrisita fanfarrona que le ilumina la cara me
dice: "Soy Dex, el ex de Yo~.
Luego Yo se acerca a nosotros y él empieza
con sus movimientos de cabeza a modo de Válga-
me Dios, la-verdad-es-que, y los jmmm-jmmms
como si se hubiera quedado mudo al verla. Hay
que reconocer que yo no soy un hombre que se al-
tera fácilmente, pero aquello no me gusta para na-
da. Cuando se vuelve hacia mí, como si me pidie-
ra permiso, dice: "¿Puedo besar a la novia?~. Me
encojo de hombros, indicándole: adelante. Pero
luego, cuando veo que la besuquea cada vez que
ella le pasa por el lado, me dan ganas de decirle:
"Un momento, compadre, que no le he dado carta
blanca~.
Me alegro que estén todos los demás aquí.
Por supuesto, Corey parece que se va a echar a llo-
rar en cualquier momento, y no merece la pena
tratar de incluirla porque te amenaza con vomitar,
y si la dejas, amenaza con dar cuatro gritos, o qui-
zá sea al revés. Ya ella me informó de su decisión.
Va a vivir permanentemente con su Mamá y pasará
algunos fines de semana con Yo y conmigo. Cuan-
do le pregunto, bueno y cuántos son "algunos",
me dice que va a dar cuatro gritos y a vomitarse al
mismo tiempo si la obligo a contestar.
Los pecados del padre se repiten en los hijos
--y las hijas--. Pero no te enganes, más tarde o más
temprano recaen en ti. Luke y yo hemos hablado
sobre esto. Muchas veces durante aquellos primeros
años de soledad después del divorcio, yo pasaba por
St. John y veía la luz en su oficina, tarde en la noche
--tarde para un pueblo pequeño--, las diez de la
noche, y estacionaba el auto y subía a verlo, y él de-
jaba a un lado el sermón que estuviera preparando
--él disfruta de las buenas homilías--y me pre-
guntaba: "¿Cómo te va?~>. Él sabía que estaba pa-
sando mala noche, y que por eso había ido a verlo.
A veces me mostraba ejemplos en la Biblia (Isaac y
el cordero de la felicidad, la paloma con una ramita
de esperanza en el pico), y a veces me hablaba de co-
razón. Ésas eran siempre las mejores conversaciones.
Y así fue como una vez me contó sobre un
proyecto que, junto con otras iglesias, St. John lle-
varía a cabo en la República Dominicana, para
construir casas en las aldeas más pobres. ¿Me inte-
resaría ir?
Era en el verano, y se suponía que Corey
vendría a estar conmigo ese mes. No lo tuve ni que
pensar. Dije: "Claro que sí~. En cuanto llegué a casa
saqué mi Atlas, y me sorprendí: un nombre tan
grande, tan ostentoso, la República Dominicana,
para aquella islita en forma de amiba que tal pare-
ciera se pudiera resbalar del cristal del microscopio.
Corey y yo volamos a la isla. Nos sentía-
mos algo preparados, ya que ella y su madre y yo
habíamos estado en Guatemala durante unas lar-
gas vacaciones. Pero en la República Dominicana
teníamos como base un pueblito en las montañas
donde, alrededor de dieciséis hombres y diez mu-
jeres de varias iglesias de Estados Unidos, vivíamos
en tiendas de campaña. Al principio, los campesi-
nos nos observaban como si estuvieran recelosos
sobre qué les íbamos a pedir, especialmente por-
que éramos protestantes, a cambio de aquellas casas
nuevas que eran como un regalo caído del cielo.
Uno de nuestro grupo, que sabía bien el español, les
explicó que no tenían que negar al Papa simple-
mente por aceptar los albergues que construíamos
para ellos. Después de esa explicación los campesi-
nos parecieron sentirse más tranquilos, aunque nos
dijeron que antes de firmar ningún papel aceptan-
do nuestra contribución (algo que el Buró de Ren-
tas Internas y el Tío Sam nos exigían) ellos espera-
rían la llegada de una tal Yolanda García.
Y así fue como nos conocimos, en un pe-
queño y desamparado pueblucho donde Yo nos in-
terrogó sobre nuestras intenciones y luego les ase-
guró a los campesinos que sí, que estaba bien, que
302
podían firmar con equis sobre la raya. Me imagi-
no que era que no sabían leer y les daba verguenza
confesarlo. Luego me enteré que, desde hacía va-
rios años, ella venía a este pueblo todos los vera-
nos y conocía a muchos de los campesinos. Las úl-
timas dos semanas las había pasado en la capital
porque su novio había venido de visita de Estados
Unidos. Pueden adivinar quién era el tal novio:
mister Dexter Hays.
Lo curioso fue que allá en la isla Yo y Co-
rey se llevaron muy bien. Quizá porque en aquel
entonces Corey no tenía la menor idea de que esta
mujer se convertiría en parte de mi vida. Y eso lo
tengo muy presente cuando las cosas se ponen du-
ras. Una ramita de esperanza en el pico de la paloma.
Cuando terminamos la última de las casas,
todo el pueblo se congregó a celebrar bajo un
techo de palmas en el centro de aquella desolación
que ellos llamaban pueblo. Unos viejos se apare-
cieron con los más primitivos instrumentos musi-
cales. Uno era una lata con agujeros que rasgaban
con un palo de metal y hacía sonidos raspantes.
Otro era un acordeón que parecía haber recorrido
toda Europa con una banda de gitanos. También
tenían un tambor hecho de un tronco de árbol
ahuecado, y unas maracas hechas de guiros con las
semillas todavía adentro.
Aquellos hombres empezaron a tocar un
merengue con tal ritmo que le ganaba a cualquier
conjunto al norte o sur del Río Grande. Yo y Co-
rey chasqueaban los dedos y movían las caderas al
son de la música y de repente se lanzaron a bailar,
303
ellas dos solas, bailando Corey como si lo hubiera
hecho toda su vida. Al rato, cada una de ellas jaló
por la mano a alguien del pueblo, y bailaron con
ellos un rato. (Yo escogió a un hombre, Corey, por
supuesto, a otra muchacha.) Luego de un par de
vueltas, emparejaron a aquellos dos con otros dos
campesinos, y ellas seleccionaron a otros dos, bai-
laron con ellos un rato, los emparejaron con otros,
y pronto todo el pueblo estaba bailando y todos
los voluntarios estaban bailando, derramándose
fuera del techado por las calles del pueblito. Yo me
quedé a un lado de observador, porque no impor-
ta cuán infeccioso sea el ritmo del merengue, yo
soy el peor y más tímido bailarín del mundo. En
cuanto Yo y Corey soltaron a sus respectivas pa-
rejas, miraron alrededor a ver quién quedaba sin
bailar, y salvo los músicos, yo era el único, y traté
de escabullirme detrás de la cisterna del pueblo.
--¡Oye!--me llamó Yo, y Corey me arras-
tró a la "pista" de baile, y los tres nos agarramos
las manos, bailando merengue y riéndonos a car-
cajadas. Después de un coro enardecedor, los mú-
sicos se pusieron de pie y nos guiaron por las re-
torcidas calles del pueblo, todos bailando, como
en procesión, bendiciendo las casas nuevas y nues-
tro esfuerzo colectivo para construirlas.
Por supuesto que aquello fue muy diferen-
te a lo que ocurre aquí ahora. Mirando a lo largo y
ancho de esta ladera, veo a cada uno en grupos se-
parados--igual que las ovejas en los terrenos más
allá--y observo la expresión en la cara de Corey
y el ceño fruncido de Yolanda, y me asalta la du-
da, pero al mismo tiempo la esperanza, de que
todos la pasen tan bien como la pasamos en Santo
Domingo aquella vez.
Excepto por ese tipo, Dexter. A ése quisiera
verlo levantado por el peso del manojo de globos
que tiene atado a la muñeca, y luego tirado en algún
sitio bien lejos de aquí. Quizás allá, en aquel pue-
blito de la República Dominicana, anjá, ahí mismo,
justo encima de una de las casas que construimos.
Al principio me dije: de eso nada.
Pero luego lo pensé bien, y por qué no,
tenía ganas de verlas a todas de nuevo. Las herma-
nas García. Con la excepción de Yo, que en junio
del año pasado me visitó en la clínica, no había
visto a ninguna de ellas en más de veinte años.
Pero era más que eso. Mamá había muerto
el año pasado, y todavía estaba de luto. Ya sé que
necesito una nueva perspectiva de la vida. Es algo
que hay que hacer cuando se pierde a alguien que
se ha ocultado en la verdad de la tumba, una ma-
dre, un padre, una tía o tío muy querido. La gene-
ración anterior. Y de repente, te das cuenta que eres
la próxima en la fila hacia la tumba, y que el vien-
to sopla fuerte de ese costado.
Me encontraba temblando y sola. Mamá
era el último lazo que me ataba a la isla, y ahora
que ya no está, encuentro que no hay motivo para
regresar. Tengo un consultorio muy activo, y el po-
co tiempo libre que me queda, lo paso en las can-
chas de tenis. (He logrado mantener mi clasifica-
ción de G.0.) ¿Para qué regresar? Los pocos parientes
que me quedan en la isla son tan pobres y analfa-
betos, que la verdad es que no soporto verlos. To-
dos los meses sigo enviándoles un giro bancario.
Al principio que empleé los servicios de una com-
pañía de mensajeros no pudieron ni encontrar el
sitio en el mapa, ni siquiera en los nuevos y deta-
llados mapas en los que aparecen los centros turís-
ticos de la costa marcados con sombrillitas de pla-
ya y rojos barquitos de vela.
La invitación no vino de sus padres, sino
de la misma Yolanda. Y no era nada elegante. Era
una de esas tarjetas que se compran en las tiendas
de papelería y se escribe la información en las rayi-
tas apropiadas. Venga a tal y más cual prado al lado
de tal y más cual finca de ovejas el último fin de se-
mana de mayo para una gran reunión e intercam-
bio de promesas. Una dirección en Nueva Hampshi-
re. (Tuve que parar en Waldens y comprar un Atlas
para ver dónde era que quedaba Nueva Hampshi-
re exactamente. Yo sabía que quedaba al norte de
Nueva York, ¿pero cuán al norte? En mi opinión,
cincuenta estados son demasiados para desenre-
dar. Debían combinarlos en cinco o seis provin-
cias. Eso lo simplificaría para nosotros, los pobres
inmigrantes, que tenemos que memorizarlos para
el examen de ciudadanía. Ésa fue la única sección
del examen en la que no saqué 100 puntos.)
El problema era que yo sabía que, en esa
boda, me iba a encontrar con otros parientes ade-
más de los García. Seguramente que habría unas
cuantas de las tías y tíos de alcurnia, aunque no
estaba segura si ellos todavía asistían a las bodas de
las cuatro hermanas García. (Había habido siete bo-
das hasta ahora.) Para la vieja guardia de la R.D.
yo siempre seré la hija de la sirvienta, no importa
cuántos títulos cuelguen en mi pared, ni a cuántas
recepcionistas haya que hablarles antes de conse-
guirme a mí.
Y había algo más: aquélla sería la primera
vez que los vería cara a cara desde que, antes de
morir, mi madre confesara ~ue yo estaba atada a la
familia De la Torre por mucho más que por lazos
de empleo.
Volé a la ciudad más cercana que tuviera
un aeropuerto, llamé a un taxi, y el encargado dijo
que no podía ocupar un carro para llevarme tan
lejos. "¿Por qué no llama a los Dwyer?, ellos tie-
nen limosinas y hoy no hay bodas ni funerales en
el pueblo.)~ Llamo al Servicio de Carros Dwyer, y
me dice: (<Cómo no, la llevaremos". Hora y media
más tarde llego a un prado en una limosina negra
de media cuadra de largo, con un chofer unifor-
mado que me abre la puerta.
Y esto es lo interesante, lo verdaderamente
interesante. Cada vez que los del clan García de la
Torre vienen a presentarme a alguien, vacilan y du-
dan: oÉsta es Sarita López... la hija de... de una
mujer... a quien... le teníamos mucho aprecio". Y
pienso: <~Vamos, díganlo. Es la hija de la sirvienta
que nos limpiaba los inodoros y nos hacía las camas
y nos calmaba las rabietas y nos secaba las lágrimas".
Y por favor, siga con la historia; ella, la
hija, ha hecho algo de su vida. Sacó su título uni-
versitario, y ahora es propietaria de una de las
clínicas de medicina deportiva más importantes
del país. Es más, a veces llegan pacientes de la
República Dominicana y tengo que sonreír por-
que reconozco el nombre. Algún <(tío~ por el
lado de mi padre, con tendonitis en el codo o la
canilla astillada. Alguien que me negaría si me le
presentara como su sobrina, pero que en este país
ha venido a mí para que le opere el cartílago en
la rodilla.
De todos modos, yo sí que he llegado le-
jos, ba6y, como dice el anuncio de cigarrillos. Pero
saben, yo renunciaría a todo, de veras, la clínica, el
campeonato de tenis, si pudiera volver a tener a mi
lado a aquella vieja tan trabajadora, tan morena,
tan cansada.
--Extraño tanto a tu mami--me dice Yo.
Me ha tirado el brazo por encima: como si hubie-
ra estado esperando a alguien para hacerlo y me toca
a mí recibir el gesto de un cariño más profundo
que el que en realidad siente por mí--. Me hubie-
ra gustado tanto que estuviera aquí con nosotros.
Pero me alegro tanto que tú hayas venido, Sarita.
Si no, hubiera sido como si faltara una de las her-
manas García.
Es una de esas mentiras que el corazón sien-
te que es verdad, pero la cabeza sabe que es un mon-
tón de mierda. Pero por el momento me permito
creerlo. Y la verdad es que las cuatro hermanas Gar-
cía son lo más cercano que tengo a una familia,
gente como yo: atrapadas entre dos culturas, pero
con la diferencia de que yo también estoy atrapada
entre dos clases sociales, por lo menos cuando visi-
to la isla.
--Ay, Yolanda--le digo, sintiéndome algo
conmovida también--. No me lo hubiera perdido
por nada del mundo--pero cuando miro por en-
cima de su hombro y veo un hato de tías de alcur-
nia y primas encopetadas, a las que mi madre les
servía cafecitos en bandeja de plata, siento que se
me desvanece la confianza en mí misma, como si
todos esos títulos y todos esos pacientes no fueran
más que un cuento que inventé sobre mí misma.
El novio se acerca, un hombre bien pareci-
do con una cara dulce, tímida. Un hombre de cam-
po, me dice Yo más tarde. Aparceros de Kansas que
se quedaron y rasparon el fondo de aquel valle pol-
voriento. Gente pobre y sencilla, no muy diferente
a mi familia de la isla.--Ay, Doug--le dice Yo--,
ven para presentarte a la más joven de las herma-
nas García.
Y aquel hombre me toma las dos manos
como si yo fuera una persona muy querida, y no
tiene que decir una sola palabra para hacerme sen-
tir que soy parte integral de aquel momento.
Dios santo, creo que reconozco a aquélla
del traje color lavanda, con una especie de cuello
Givenchy, sí, es la hija de Primitiva, la que parece
una modelo y se hizo médico.
La manera en que esa muchacha superó a
las hermanas García. Los caminos de Dios nadie
los entiende.
Yo me acercaría para presentarme: ~<Soy
Flor de la Torre. Tu madre trabajó para mí por mu-
chos muchos años. Es más, fue de mi casa que ella
salió para Nueva York cuando los García se muda-
ron para allá".
Yo la traté muy bien. Cuando se fue, le re-
galé un viejo abrigo de pieles que yo tenía para
mis viajes de compras a Nueva York. Se fue en fe-
brero y sabía lo que le esperaba cuando llegara.
En aquel entonces llevábamos la misma
talla, ella era una mujer muy bien parecida, de piel
canela, un poco más oscura que la de su hija, y el
pelo negro azabache igual que los ojos. Había esta-
do con nuestra familia desde siempre--nos la
prestábamos cada vez que nacía otro bebé o alguien
se enfermaba de catarro o dábamos una gran fies-
ta--. Primitiva era la mano derecha de todos.
Pero empezó con la cantaleta que se quería
ir para Nueva York. Algunos en la familia pensa-
ron que era una desagradecida, pero yo la enten-
día. Ésa sería una buena oportunidad para ella. Y,
además, tenía que pensar en su hijita.
Finalmente le llegó la oportunidad de irse
con los García, y Primitiva se alegró mucho.
Y para decirte la verdad, para aquel enton-
ces yo también me alegré de verla marcharse.
Mi esposo Arturo siempre le echaba el ojo
a todas las mujeres bonitas, más o menos como ese
tipo rubio que anda por ahí, el del rabo de caballo
(me parece que lo conozco de alguna parte...) que
ha flirteado con todas las mujeres aquí, con esos
ridículos globitos. Bueno, el caso es que los ojos
310
de Arturo a menudo se le iban detrás de Primitiva,
cuando ella estaba de pie junto a la mesa esperan-
do servir el coq au vin o el pudín de pan o cuando
se inclinaba a limpiar el estanque del patio o se
encaramaba en una escalera a aceitar las celosías.
Pero la cosa nunca pasó de ahí. Como él mismo
decía, era un amante de todas las artes, incluyendo
el arte de la madre natura, tal y como se veía repre-
sentado en la cara o pechos, o, supongo, nalgas,
de una mujer bella.
Pero bueno, después de tanto que hicimos
por Primitiva, siempre la ayudamos lo mejor que
pudimos--desde aquel abrigo de invierno hasta
la matrícula de la niña en una escuela privada--,
¡te podrás imaginar lo que nos dolió cuando salió
con aquel cuento descabellado de que mi marido
era el padre de la niña!
Y te podrás imaginar lo que me dolió verla
llegar hoy aquí en una limosina con chofer como
para restregárnoslo en la cara. Yo hubiera pensado
que Yolanda sería más sensible a los sentimientos
de la familia--aunque pensándolo bien, quizás ella
no sepa la historia. Nosotros tratamos de encu-
brirlo. Por un lado era un escándalo, y por otro,
mi marido ya no estaba entre nosotros, que Dios
lo tenga en la gloria, para explicar, como siempre lo
hizo conmigo, que admirar la belleza no era lo mis-
mo que disfrutarla.
Yo trato de ignorarla y sólo me concentro
en el traje Givenchy--¿o es un Oscar de la Ren-
ta?--y los zapatos que le combinan tan bien. Pero
la vista se me va hacia esos ojos tan familiares, esa
31 1
curva de la quijada, la manera en que mueve los
brazos al caminar, igualito que Arturo.
Puede ser una casualidad, claro. Además,
para hacer una familia hace falta más que la cosa
del hombre. Hay que entregarse en cuerpo y alma
para forjar el eslabón que nada en el mundo pue-
de romper. Fíjate en las hermanas García. ¿Crees
tú que si no hubieran sido de la familia, yo las hu-
biera dejado acercarse a mis hijos?
Así es que, aunque tenga el hoyuelo en la
barbilla de los De la Torre y los ojos garzos como
la tatarabuela sueca, aun así, ella sigue siendo la
hija de la sirvienta, y no tiene absolutamente na-
da, nada que ver con mi familia.
Estoy bastante sorprendida de ver a Dex-
ter Hays aquí. Él también se sorprendió al verme.
~Oye, Lucy, zorrita, tú. ¿Cómo te va?>~
Quiero decirle: ~Bien, bien, ¿traes uno de
esos cigarrillos 'americanos'?>~. Él fumaba pitillos
de mariguana sin parar cuando lo conocí hace
cinco o seis años y Papi era candidato presiden-
cial. Dex se alojó en el recinto de la familia cuan-
do visitó a Yo, quien nos lo vendió como un re-
portero de la prensa norteamericana. Pues sí, el
aire alrededor de la cabaña de la piscina donde
Dex dormía estaba tan cargado con olor a mari-
guana que yo temía que el jardinero fuera a ponerse
en órbita con sólo limpiarla. Finalmente, Dex se
marchó enfadado, y más tarde Yo me dijo que ha-
bían terminado la relación.
312
Pues aquí está el Dexter, resucitado, y co-
rreteando de aquí para allá con los globos como si
él fuera el novio que ha fumado demasiado y la ce-
remonia ni siquiera ha comenzado. Durante la últi-
ma media hora, ha estado conversando con la hija
de la sirvienta--mi prima, si se le da crédito al chis-
me--. Y con sólo mirarle la cara a la pobre tía
Flor tendría que creer lo que dicen los campesi-
nos: "Voz del pueblo, voz del cielo".
Por lo menos ninguno de mis ex está aquí.
Yolanda sería capaz de invitar a Roe a leer un poe-
ma de e.e. cummings y a contarle a todo el mun-
do que verdaderamente de quien él estaba enamo-
rado era de Yo. ¿Qué piensa ella que es una boda?
¿Un limonazo?
Jugábamos al limonazo todos los veranos
cuando las hermanas García iban de vacaciones.
Las primas nos reuníamos en el dormitorio, y cada
una tenía que decir lo que nos gustaba y lo que no
nos gustaba de cada persona. A veces el limonazo
era mixto, con Mundín y los primos, pero no eran
igual de... no los llamaría divertidos, pues en reali-
dad nunca lo eran. Pero cuando los varones juga-
ban, el limonazo nunca funcionaba. Por ejemplo,
Mundín decía algo como: ~Okey, Yo, lo que menos
me gusta de ti... no sé, deja ver, no me gusta...
okey, ya lo tengo, tu culo tan grande~.
~¡Pero Mundín, yo no tengo el culo grande!~
~¡Jajaja! ¡Con que te cogí!~
No olvidemos que todos estábamos en la
temprana adolescencia, y ya saben lo que dicen,
que los varones no maduran igual que las hem-
bras. A los cuarenta y uno, Mundín parece que va
para dieciséis.
El verano siguiente al que mis padres se
enteraron, vía los diarios de Yo, que Roe era mi
novio en el internado, y no me dejaron salir de la
República, nos reunimos para un limonazo. Hacía
tiempo que no hacíamos uno: para esa época ya
teníamos como dieciocho años y nos considerába-
mos muy viejos para el jueguito, pero yo sugerí
que hiciéramos un limonazo para recordar los viejos
tiempos. Yolanda debe de haber tenido una co-
razonada, porque se echó para atrás y dijo que los
limonazos eran crueles. Que aunque se suponía
que dijéramos lo que nos gustaba y lo que nos dis-
gustaba, siempre era la parte de lo que disgustaba
en la que todo el mundo se concentraba.
Y yo dije: ~Ay, chica, vamos. Haz creer que
estás escribiendo en uno de tus diarios y despepí-
talo todo".
Me miró con una cara de interrogación. Pa-
rece que finalmente se dio cuenta de que yo sabía
cómo fue que mis padres se enteraron de lo de Roe.
--Yo empiezo--dije--. Vamos a ver--miré
a Yo directamente--. Sabes lo que odio de ti, Yo
García, detesto que hayas sido una soplona bajo
el disfraz de creatividad. Que usaste tu pluma para
vengarte de mí. Que tus cuentos son un jodido pre-
texto para no vivir la vida a plenitud. Detesto...
--Un momento--interrumpió Sandi, la
más bonita de las cuatro hermanas--. No seas cruel,
Lucinda. Yo no tuvo la culpa de que Mami fisgara
en su diario.
Pero no me pude contener, y seguí. Men-
cioné cuanta cosa no soportaba de ella y hasta in-
venté algunas otras. Lo que me sorprendió fue que
--considerando su lengua de látigo--Yo me dejó
hablar. Como si supiera que tenía que aceptar aquel
castigo de mi parte. Y quería castigarla. Quería des-
truir nuestro parentesco. Si existiera tal cosa como
el divorcio entre hermanos y parientes, eso es lo que
hubiera querido, divorciarme de mi prima.
Al fin, cuando ya no tenía más nada que
decir, rompí a llorar. Pero no eran lo que pudieran
pensar, lágrimas de arrepentimiento, no. Eran lá-
grimas de furia poque sabía que a pesar de todo lo
que le había dicho, no podía destruir el hecho de que
fuéramos familia.
--Vamos--dijo Sandi--. Dénse un abra-
zo y hagan las paces.
Yo se me acercó, pero yo le dije: "¡Si me
tocas, grito!".
Ella retrocedió. También estaba llorando.
Y entonces dijo algo que me hizo perdonarla--en
mi corazón--, aunque la tengo en suspenso hasta
el día de hoy. "Recuerda, Lucinda, yo también es-
taba enamorada de Roe. Pero eso no quiere decir
que yo quisiera hacerte daño. Es más, yo escribí
todo aquello en mi diario para no llevar esa inqui-
na en mi corazón.~
Todavía estaba demasiado furiosa para de-
jarle saber que se lo creía. En cambio, lo que hi-
ce fue echarle más sal a la herida: "Espero que es-
tés consciente de que cambiaste mi vida para
siempre~ .
--Lo sé--me dijo dejando escapar un
enorme suspiro, como si una pesada carga le hu-
biera caído sobre los hombros.
Ahora me echa el brazo por los hombros, y
esconde la nariz en mi pelo. Estas García son de-
masiado afectuosas. ~Lucy, mi amor--dice bro-
meando--. ¿Estás lista para agarrar mi ramillete?~.
La semana anterior había anunciado que en octubre
me casaría por cuarta vez. Por supuesto, este asun-
to del ramillete es un relajo, ya que Yo está vestida
con unas piyamas muy poco atractivas, y no lleva
nada de tradicional como un ramillete de flores.
--No creo que sea buena idea tirarnos los
ramilletes una a la otra--le digo. En fin, pienso,
hay que ver que las dos hemos tenido pésima suer-
te con los hombres.
Pero ella lo toma por otro lado, como si me
refiriera a la vieja herida. Se lo veo en la cara, y tal
vez sea por eso que me hace la pregunta una vez
más: ~Pero, Lucy, ahora eres feliz, ¿verdad? Quiero
decir, todo te ha salido bien después de todo, ¿no?~.
Le doy una larga mirada porque me he
reservado esta confesión durante tantos años. Ni
siquiera sé cómo decírselo. Miro a mi alrededor,
aquella ladera llena de gente disparatada, una hi-
jastra en pose de batalla, Dex a la caza de mujeres,
una explosión, o tal vez una celebración, a punto
de ocurrir, y pienso: ella va a necesitar toda la suerte
del mundo.
Así que le digo: "Soy muy feliz, Yo. No
cambiaría ni una sola cosa en mi vida, ni las bue-
nas ni las malas~.
31~ q
i
Nos abrazamos, y es como si aquella anti-
gua carga cayera de los hombros de Yo al decirme:
~Gracias, prima, necesitaba oírte decírmelo~.
Pero tantos abrazos y apretones me morti-
fican, así que trato de cambiar el tema. ~Dime Yo,
¿qué animales son ésos?"
--Ovejas--me dice, pero tiene que aña-
dir sus puyitas sabihondas--. ¡Qué amante de la
naturaleza eres, Lucy-cakes! ¿Qué pensaste que eran?
¿Enormes conejos?
--Vas directo a un limonazo--le advierto.
--Lo sé--dice con una sonrisa nervio-
sa--. Me voy a casar.
No había visto a Yo tan nerviosa desde la
vez que invitó a cenar a aquel novio post-divor-
cio, Tom. Había pasado por el fracaso de dos
matrimonios y cinco años, más o menos, de ce-
libato autoimpuesto, y estaba más temblorosa
que una virgen en fin de semana de baile de gra-
duación. Aquel verano vivíamos juntas, Yo y yo,
y a algunos vecinos les intrigaba nuestra convi-
vencia.
Yo tuve algunos novios maravillosos en
aquellos tiempos, antes de que el sida nos volviera
amantes cautelosos. Tuve un israelita, a un exsacer-
dote, y por supuesto, a mi querido Jerry, quien lue-
go se casó con su terapeuta.
En aquella época todo el mundo estaba en
terapia. Es más, Yolanda y yo nos conocimos en el
grupo de terapia que organizó Brett Moore y que
se llamaba ~En busca de la musa~. De lo que más
me acuerdo de aquellas sesiones era la lucha entre
Brett y yo por el alma de Yo: si se declaraba les-
biana o no. A mí no me afectaba que Yo fuera gay,
si eso es lo que ella era. Pero me parecía que Brett
le proyectaba sus propias preferencias a Yo, quien
en realidad se encontraba a la deriva en aquel en-
tonces. Y yo lo sabía, pues era su mejor amiga y
ella me lo contaba todo: que quería entender qué
propósito tenía su vida, sus dudas entre dedicarse
al arte o a la acción política, y que ni siquiera sabía
si lo suyo eran los hombres o las mujeres. Yolanda
no era de las que le metía el diente a las grandes
preguntas a pequeños mordiscos masticables. Siem-
pre era: ~Cuál es mi lugar en el universo~>, en vez de
~dónde puedo estacionar el carro y que no me den
una multa~, o ~dónde puedo conseguir un aparta-
mento que incluya el costo de la electricidad".
Pero la Brett no sabe cuándo darse por
vencida. Viene y me dice: ~¿Quién es ese
bomboncito que Yo tiene abrazada?~. Brett tiene
una mentalidad de Don Juan de taberna cuando
no está en su oficina ejerciendo de terapeuta.
Le digo: ~Brett, querida, ésa es la prima de
Yo, Lucy-Linda, me la acaba de presentar~.
--¿Y?--me dice desfachatada, quitándose
el sombrero de vaquero. Éste tiene una cinta roja
de adorno o en apoyo a la investigación sobre el
sida, no sé--. ¿Nunca has oído hablar de los jue-
gos de manos de~ios primos hermanos?
A estas alturas relajamos por costumbre.
Mientras hablamos, oigo a un bebé llorando. "¿Có-
mo está Mimi?~, le pregunto. Su compañera Mi-
mi y ella se hicieron la inseminación artificial con
esperma del mismo donantej así que, técnicamen-
te, las dos bebitas son hermanas, pero en realidad
no tienen un padre sino un donante y sus tías son
en realidad la amante de su madre. Traten de ex-
plicarle eso a una de las viejas grandes dames domi-
nicanas sentadas debajo de los nogales agitando el
aire con sus abanicos pintados a mano.
Qué extrano ver tantas dases diferentes de pa-
rientes en esta ladera. Y eso es lo que quiero comen-
tarle a Yo cuando se nos acerca, un poco alicaída.
--¿Abrumador?--le sugiere Brett, ponién-
dole las palabras en la boca.
Sin decir una palabra, Yo descansa su cabeza
momentáneamente en mi hombro. Luego levanta la
vista y suspira. ~La verdad es que no era realista
pensar que toda esta gente podía reunirse y pasarla
bien toda junta.~ Con su túnica hindú gris parecía,
en vez de una novia, la seguidora de un gurú que
acabara de fallar su examen de trascendencia.
--¿Qué quieres decir?--le pregunto, y mi-
ro a Brett como si las dos estuviéramos a cargo de
esta paciente--. Todo marcha bien. No te preocu-
pes por los invitados.
--¡Así es, ésta es tu boda!--añade Brett.
Mimi se acerca y da su propio toque: dos bebés gri-
tones--. Tengo que cambiarles los pañales--le dice
con cansancio a Brett--. ¿Tienes las llaves del carro?
Las dos se alejan juntas, y una docena, o
más, de pares de ojos dominicanos las siguen. Me
quedo consolando a Yo.
--Lo que quiero decir es que--dice ella--
tú pensarías que por un solo día, mi familia po-
dría contenerse de armar una bronca sobre algo,
que mis tías podrían tratar mejor a Sarita y dejar
de mirar tanto a Brett y a Mimi, y Corey quizá pu-
diera echarse aunque sea una mínima sonrisita...
--Un momento, un momento--digo, ha-
ciendo la señal de pare--. Las cosas van mejor de
lo que tú piensas--y es cierto, los colores pastel
comienzan a aglutinarse alrededor de los colores
brillantes, la tez morena con la tez blanca; los hi-
jos de desconocidos se acercan a las tías quienes
les agarran las barbillas y les miran el perfil de un
lado y del otro, tratando de encontrarles algún
parecido con alguien de la familia. ¿Y aquélla no
es Corey corriéndole detrás a uno de los niños
García? Finalmente, como si abandonara sus tra-
vesuras y aceptara el golpe de que la llama de un
viejo amor se ha extinguido, Dexter Hays suelta
los globos que le quedan hacia el cielo ofuscado
de calor.
Un silencio desciende sobre nosotras como
si fuera una señal.
Y Doug se nos acerca, con el rostro radian-
te cuando mira a Yo, quien le devuelve también una
radiante sonrisa. "Luke quiere que reunamos a toda
la gente~, dice él.
Le doy a Yo una palmada en el fondillo
como he hecho antes muchas veces por cosas me-
nos important~s. Tengo nueve años más que ella,
así que a veces soy como su Mamá, además de su
mejor amiga. Aunque pronto también todo eso ter-
minará. Y no crean que no me entristece saber que
voy a entregar mi puesto de la mejor amiga de Yo
García.
Se escuchan unos gritos que vienen de la
esquina noreste del prado. Parece ser que han esta-
llado algunas discusiones precisamente cuando la
gente comenzaba a agruparse para la ceremonia.
Se pregunta si debe acercarse y tratar de
hacer de árbitro o quedarse aquí y religificar (una
frase que le oyó decir a un evangelista negro en la
radio hace cosa de un mes, una frase que le gusta-
ría usar sin que parezca una caricatura del inglés
de los negros), quedarse aquí y religificar el sitio de
la boda poniendo una piedra sobre la otra y erigir
un altar provisional en aquella arboleda profana.
Pero los gritos suben en intensidad. Tal vez su me-
ra presencia logre calmar la erupción de fogosos
temperamentos, o alisar los nervios que se han pues-
to de punta en estos calores tan intempestivos. Pero,
sin duda la familia tropical de Yolanda--pues él
supone que el problema surgió entre ellos--tiene
que estar acostumbrada a comportarse con urbani-
dad en temperaturas mucho más cálidas que ésta.
Las tías son las primeras que se levantan de
las sillas plegables. A pesar de lo entradas en carne
y años que se ven, son asombrosamente ágiles en sus
tacones de charol. Avanzan con rapidez sobre el
pasto, uniéndose a la multitud creciente de invi-
tados que han formado un círculo alrededor de
quienes sean los que están peleando.
321
Busca a Doug con la vista para preguntarle
cómo deben proceder, pero el novio no aparece.
Ni tampoco la novia. El grupo de terapia--que
improvisaba una sesión usando como sillas los far-
dos de heno que habían puesto los padres de Doug--
se levanta al unísono y atraviesa el prado en masa.
A medio camino, al escucharse un grito de mujer, el
grupo se echa a correr. No puede dejar de observar
la manera en que corren las mujeres de mediana
edad, con sus cuerpos como pesados bultos que
temen dejar caer y que sus contenidos se rieguen o
se rompan.
Solamente los viejos, el padre de Yo y
un profesor de algo ya jubilado, se quedan con-
versando en las sillas plegables, cerca de las lilas
desvanecidas. ~Yo siempre les cito a mis hijas
estas líneas de Dante--dice el padre--" There is
a tide in the affairs of men...", recita a tropezones
en inglés".
--Me parece que eso lo dijo Shakespeare,
--Eso es de Dante--insiste el padre--.
Yo sé decirlo en alemán, español, italiano, y chino
--repite la cita en dos de los cuatro idiomas antes
de que los gritos interrumpan su recital multilin-
gue--. Vamos a observar la marea--le dice el pa-
dre al profesor, y los dos suspiran al ponerse de
pie. Y del brazo, atraviesan la pradera.
Él los sigue a corta distancia, su hábito
blanco pegado a l~ pantalones, aunque no hay ni
un murmullo de brisa. Los gritos han disminuido,
y ahora puede escuchar la voz de Doug que dice:
"Cálmense, lo están empeorando. Por favor, todo
el mundo, échense atrás ~
Y como si el mismo Moisés hubiera ha-
blado, se aparta el mar de ropa de algodón asarga-
do y sedas vistosas. Y es ahí cuando logra ver lo que
ha sucedido. A una oveja, con dos ovejitas ba-
lando a su lado, se le ha trabado la cabeza en la
cerca de alambre que separa los dos terrenos. Se- ~d
guramente que iba en busca de pastos más tier-
nos, y al acercársele uno de los invitados trató de
echar atrás y se quedó aprisionada entre los alam-
bres electrificados. Alrededor del cuello entre la
lana blanca y sucia, tiene un collar de sangre. Cada
vez que trata de zafarse, recibe otro corrientazo
eléctrico.
Doug toca el alambre, pero retira la mano
de un tirón. "¡Que alguien vaya y desconecte la
pila! ¡Allí, en la esquina noroeste del prado!", or-
dena Doug. Todos miran a un lado y a otro tra-
tando de descifrar cuál es el norte. Dexter, el tipo
de los globos, sale corriendo colina abajo, la cola de
su camisa teñida aleteándole detrás.
Le recuerda a los venados que ha atrapado
con las luces del auto tarde en la noche por las ca-
rreteras montañosas que levantan la cola en señal
de peligro antes de desaparecer.
--¿Qué hago?--grita Dexter, y Doug le
responde--: ¡Apágala!
Doug vuelve a tocar el alambre, y agarra
dos hebras. "¡Okey, todo el mundo, échense para
atrás! Pero no pasa nada del primer jalón. La oveja
suelta un lastimoso gemido casi humano.~
--¿Qué le pasa, Papi, qué le pasa?--Co-
rey ha sido la única en desobedecer las órdenes de
su padre. Se arrodilla al lado de la oveja, y le aga-
rra la cabeza entre las manos para evitar que se
ahorque.
--Eso, eso, mi niña--dice Doug--, aguán-
tala bien.
Las tías en sus elegantes vestidos negros se
compadecen de la mala suerte del pobre animal.
Una de ellas se vira hacia la mujer de tez más mo-
rena que está a su lado y le pregunta en inglés
con un fuerte acento: ~¿La van a cocinar en bar-
bacoa?".
Él quisiera decirle: éste es el cordero que el
Señor ha enviado para que nos unamos en esta la-
dera. Ésta es la promesa que le hiciera a los hijos e
hijas de Abraham.
De repente, con el segundo jalón, Doug lo-
gra separar los alambres y la oveja se libera de un
salto. Detrás la siguen los dos corderitos balando.
Las tías se echan a un lado temerosas de que los
animales las vayan a morder. Una de las espectacu-
lares primas dominicanas, de cuyo nombre no logra
acordarse, se esconde detrás de Dexter, quien remo-
linea los brazos payaseando, como si protegiera a una
damisela de una manada de monstruos.
Y ahora son los niños los que pierden el
control. ¿Cómo pueden contener su alegría al ver-
se reflejados en aquellos encabritados animalitos?
Los persiguen po~todo el prado, gritándoles que
se detengan. A los padres les toma por lo menos
diez minutos hacer la redada de los pequeños. Al
final de la pradera, donde comienza el bosque, la
oveja, exhausta, se detiene a recobrar el aliento.
--No se preocupen, ella encontrará el ca-
mino a casa--dice Doug.
--Ay, Papá, ¿pudiéramos tener uno de esos
corderitos?--le suplica Corey.
El cansancio que ha visto ir y venir toda la
tarde en el rostro de Doug desaparece como los glo-
bos que flotan sobre la pradera sin viento. ~Si vienes
a vivir aquí con nosotros, Corey, tendrás una finca
llena de ellos al lado de casa--Doug la mira con la
cabeza ladeada, y a pesar del gesto de disgusto que
hace la jovencita, él la agarra y le da un beso en el to-
pe de la cabeza--. Dame una sonrisa, mi corderina".
Si estuvieran en St. John, ahora sería el
momento de señalarle al ujier que tocara la segun-
da campana. Pero en su lugar, levanta sus brazos
arropados en la blanca túnica en un gesto--se da
cuenta demasiado tarde--de teatralidad bíblica.
"Familiares y amigos--dice--, tenemos que empe-
zar la ceremonia".
--Right oh--dice uno de los tíos elegan-
tes, echándole el brazo por los hombros a Doug.
Los dirige cuesta arriba hacia la desierta ar-
boleda de nogales, tías y primas, sus propios feli-
greses, el grupo de terapia, las hermanas, los dos
viejos, los padres de Doug... su rebaño, todos y cada
uno de ellos.
Pero no, un momento. En la cima de la
colina hay alguien, de pie junto a las sillas plega-
bles y los fardos de heno, un ángel con una túnica
plateada que ha sido enviado a los pobres pastores
para decirles: "No teman. Eleven una canción de
alabanza al Señor. Todos son Sus hijos".
Pero el ángel se acerca unos pasos, y el
verbo se hace carne. ¡Yolanda García!
Y al verla mirando al grupo que va subien-
do la colina, le parece que va a salir corriendo co-
mo la oveja y perderse en la espesura al otro lado
de la carretera. Cierra los ojos por un instante y
cuando los abre de nuevo, ella está en el mismo
lugar, con la mano en alto dándoles la bienvenida,
como si hubiera estado esperando toda su vida que
todos se congregaran allí.
El sereno
Ambientación
El aviso llegó al conuco de José en manos
de un muchacho enano montado en una mula en
un día tan caluroso que José había decidido tomar
la mañana, y al igual que la tarde, libre. ~¿Qué dice
aquí?~, preguntó José, desdoblando la hoja que ha-
bía sacado cuidadosamente del sobre luego de la-
varse las manos.
El niño se encogió de hombros. "Don Fe-
lipe dijo que eran malas noticias, eso es lo único
que sé."
--¡Coño, muchacho!--exclamó, amagán-
dolo. I'ero en realidad era el alcalde Felipe quien
se merecía un pescozón por mandarle loma arriba
a un muchacho así, capaz de traerle mala suerte a
la yuca.
José desdobló la carta de nuevo y entrece-
rró los ojos para concentrarse. Le parecía que si
miraba al papel con mucha intensidad, el signifi-
cado se le haría evidente. Pero todo lo que vio fue-
ron las nítidas hileras de letras, y en el tope una
insignia con la bandera.
Su mujer se asomó a la puerta del bohío y los
miró con ojos entrecerrados.
--Tengo que ir al pueblo--dijo él con se-
renidad. Xiomara estaba en estado con el séptimo
y no era bueno agitarla porque podía parir una
monstruosidad como este enano. No que José qui-
siera o necesitara una boca más que alimentar con
los otros siete muchachos, incluyendo al sobrino
de Xiomara, a su madre y a su padre.
Llamó al hijo mayor para que le ensillara
la mula. Al principio, el muchacho no se movió
de debajo de la ceiba donde estaba tirado, apabu-
llado por el calor. Pero en cuanto José hizo el amago
de ponerse en pie, el muchacho se paró y corrió
detrás del bohío donde la mula estaba pastando.
En el pueblo el día se le empeoró. Felipe le
explicó que el mismo aviso se le había enviado a
todos los campesinos que vivían en el lado sur del
monte, en terrenos invadidos que pertenecían al
Gobierno. Aquellos campos los iban a inundar
cuando terminaran la represa que se estaba constru-
yendo al norte. Había que evacuar a todos los habi-
tantes antes del fin de año.
--¿Qué voy a hacer?--preguntó José con
voz calmada. Cuando él era más joven, algunos de
los hombres del pueblo lo llamaban pájaro porque
hablaba con voz de mujer. Pero él sospecha que no
era la voz lo que les molestaba. Las mujeres encon-
traban a José muy atractivo, él lo sabía desde que
era un muchachón de doce años y doña Teolinda le
pidió que le desabrochara el 6rassiere. "Tengo diez
bocas que alimentar. No puedo vivir de la nada.~
--Puede ser que haya un trabajo de carte-
ro si Guerrero no se mejora. Pero...--Felipe miró
a José fijamente como tratando de descifrarle algo.
Quizá todavía no estuviera seguro si José había
bajado del monte en busca de más noticias o si era
porque no sabía leer el aviso--. Pero el trabajo de
cartero necesita que te conozcas las letras.
--¿No hay otra cosa?--dijo José, a modo
de respuesta.
--Oí decir--Felipe encogió los hombros
en señal de que él no era responsable de los rumo-
res que le llegaban--que la parienta de don Mun-
dín estará otra vez en la casa grande todo el vera-
no. Puede que necesite un jardinero, o un sereno.
--Necesito un trabajo que no sea na'má que
pa'l verano--dijo José.
--Te entiendo--asintió Felipe--. Pero tú
ve y habla con ella, pídele trabajo, y si ella queda
satisfecha y le habla a don Mundín, a lo mejor te
llevan pa' la capital a trabajar allá en el jardín.
Un latigazo de expectación, aun en medio
de las malas noticias que acababa de recibir, le reco-
rrió el cuerpo a José ante la posibilidad de un tra-
bajo en la capital. Bajando del monte se le había
metido en la mente de nuevo la idea de conseguir
sus papeles e irse a trabajar a Estados Unidos. Los
viejos de la finca al norte, la familia Silvestre, tenían
dos hijos que llegaron a Miami en yolas, sin pape-
les, y consiguieron trabajo en factorías y restora-
nes, se casaron con puertorriqueñas y consiguieron
los papeles. Todos los meses mandaban dinero a los
viejos y con eso ellos compraron un generador eléc-
trico para la televisión, la radio, y hasta una estufa
como las de la gente rica que vive al pie del monte.
--Vete y habla con la doña esa--le dijo
Felipe--. Cuéntale tu problema. Tú sabes cómo
son las muJeres.
--Sí--asintió José, aunque hacía mucho
tiempo que no conocía a ninguna otra mujer que
Xiomara. La vida de esclavo que llevaba no le de-
jaba tiempo ni dinero para tales distracciones. Mi-
rándose las manos callosas--las uñas llenas de tie-
rra, el dedo gordo deforme de cuando se le trabó
en el trapiche de caña hace años--era difícil ima-
ginarse haciendo otra cosa que trabajar la misma
tierra que su abuelo y su padre trabajaron antes
que él. ¿Qué otra habilidad tenía él? Por un mo-
mento recordó sus manos jóvenes, más suaves y
limpias, todavía inexpertas, amasando los pálidos
senos de doña Teolinda. "Sí--decía ella cuando él
la tocaba donde ella le indicaba--, sí, así mismo".
En la casa grande le explicó a Sergio, el en-
cargado, un hombre bajito y musculoso con la bo-
ca llena de empastes de oro, la razón de su visita. Su
finca se la iban a reposeer a principios de año, y él
iba a necesitar un trabajo para ese entonces. Pero
si pudiera conseguir un empleo ahora, él podría re-
coger la última cosecha con la ayuda de sus tres
hijos más mayorcitos...
--Yo no soy quien decide esas cosas--Ser-
gio levantó una mano para detener la catarata de
razones.
--¿Necesitan a alguien?--preguntó José con
su vocecita que siempre tranquilizaba a hombres
como Sergio o Felipe. Pensaban que, José se había
dado cuenta, era un reconocimiento a su propia im-
portancia--. ¿No habrá algo que yo pueda hacer?
Sergio se encogió de hombros. Él no sabía
de nada que necesitara hacerse. José notó que el en-
cargado lo miraba como si él, José, valiera menos
como ser humano. No se había cambiado la ropa
de trabajo, y los zapatos que había traído estaban
todavía en la bolsa de papel donde también traía
un plátano con queso frito envuelto en una hoja
de plátano por si acaso le entraba hambre por el
camino. Parecía que a Sergio se le hubiera olvida-
do que, tanto él como los Sandoval y los Monte-
negro, los López y los Varela, también habían ba-
jado del monte al pueblo, dejando atrás conucos
tan pobres como los de José.
Una mujer muy buena moza apareció en la
puerta trasera, con un manojo de llaves en la mano.
José la había visto de pasada varias veces en el pue-
blo, y como la mayoría de las mujeres, ella lo había
mirado con admiración. Ahora lo saludó afable-
mente.
--Mi esposa está encargada de la casa--di-
jo Sergio a modo de presentación--. Y mi herma-
na es la que cocina. Porfirio, su marido, trabaja en
el jardín. Como ves, no hay nada que hacer. Sergio
levantó las manos y se encogió de hombros. Se vol-
vió a su esposa y le explicó la situación de una ma-
nera que concluía: ~José quiere un trabajo, pero no
hay trabajo que darle~.
--Que hable con la señora--dijo la mujer
cuando su esposo terminó.
--¿Y molestarla cuando acaba de llegar?
--dijo Sergio con voz malhumorada.
Hablaban de él como si no estuviera allí,
así que, por respeto, José se alejó un poco. Levan-
tó los ojos y miró la inmensidad de la casa. Arriba,
en un balcón del segundo piso, había una señora
mirándolos. Tenía la cara pintada como las muje-
res de la televisión, una cara que mucha gente ve.
~¿Qué hay?~, dijo ella. Pero no le correspondía a
él, a José, decir lo que había.
--¿Se le ofrece algo, doña?--preguntó Ser-
gio. La cara le había cambiado: en lugar de la frial-
dad de encargado, ahora se veía lleno de atencio-
nes y sonrisas.
--No, nada--la señora apuntó con el de-
do--. Y él, ¿qué quiere?
Sergio le sacudió la mano, comunicándole
así que no había nada de qué preocuparse. "Yo lo
atiendo."
--Quiero un trabajo--contestó José, ésa era
su última oportunidad--. Tengo diez bocas que
alimentar--a pesar de que habló bajito, la señora
lo oyó todo, e inmediatamente dijo: "Bajo ense-
guida~.
Y bajó, una señora más flaca que un fideo.
Mal alimentada se pudiera decir, pero se veía alegre
y vivaracha, como si tuviera el estómago lleno y
una alacena llena de las cosas que más le gustaban.
Ella lo examinó, pero no como la esposa de Sergio
o las otras mujeres del pueblo, no con el interés con
que una mujer mira a un hombre, sino como si le
estuviera tomando una fotografía con los ojos.
--¿Y usted qué sabe hacer?--le preguntó.
Sin querer, a José se le escaparon los ojos
hacia los pequeños senos de la señora. Era seguro
que nunca había amamantado a un niño, con lo
chiquitos y altos que los tenía para una mujer que
se veía algo madura. Cuando se dio cuenta de que es-
taba mirando donde no le correspondía, bajó la
vista. Sintió los ojos de ella seguir su propia mirada
hasta sus pies descalzos. Y quizá fue eso, más que
nada, lo que a ella le ganó el corazón: porque cuan-
do él dijo que podía hacer lo que ella mandara,
ella dijo: ~Vamos a encontrarle algo que hacer,
¿verdad Sergio?".
--Usté e'que sabe--concedió Sergio.
Esa misma noche José comenzó en su nue-
vo trabajo de sereno en la casa grande, se comió el
plátano que Xiomara le había preparado y un plato
de arroz con habichuelas que le dejó María, la espo-
sa de Sergio. A la mañana siguiente se apareció en su
bohío con los ojos cargados de sueño, pero con el
corazón ligero con la buena nueva de que una doña
en la casa grande le había dado trabajo. Le iban a
pagar más dinero en una semana de lo que había ga-
nado en un mes en aquella maldita tierra.
Aquella fue la primera vez que José maldijo
la tierra que su padre y su abuelo cultivaron antes
que él. Xiomara se persignó, y cubrió su vientre con
las manos para proteger al niño del mal de ojos.
Desde el principio, la doña intrigaba a
José. Se suponía que era parienta de don Mun-
dín, pero cuál era el parentesco, nadie sabía con
seguridad. Se decía que ella venía los veranos a
trabajar en privado, pero nadie había visto cuál
era la cosa privada que ella hacía más que sentar-
se a una mesa en el último piso a contemplar los
montes.
Pronto José se enteró de toda la historia,
pues el resto de los empleados de la casa estuvieron
más que dispuestos a contársela. Ellos la conocían
desde que empezó a venir aquí hace ocho años. Ella
era tan buena gente y tan amable que hasta Ma-
ría, que había dejado de trabajar en la casa cuando
su hijo se le ahogó en la piscina, volvía a su trabajo
cuando venía la señora. Hace poco que la doña se
había casado con un americano, pero como todo el
mundo sabe, los americanos no saben satisfacer a
sus mujeres. La prueba estaba en que ella nunca iba
a tener hijos--por lo menos eso fue lo que ella
misma le contó a María, quien se lo contó a Sergio,
quien tenía la costumbre de sentarse con el sereno
y darle un informe de los acontecimientos del día
antes de irse a la casa por las noches--. Ahora que
la señora había demostrado simpatía por José, la
actitud de Sergio hacia el campesino había cambia-
do bastante.
--¿A que no sabes por qué ella no puede
tener hijos?
--Tá muy vieja--dijo José, aunque él cal-
culaba que a ella todavía le quedaban seis o siete
años antes del cambio de vida.
Sergio negó con la cabeza, dándose impor-
tancia, con los ojos cerrados de placer de saber la
respuesta. "El marido está capao, se lo hizo a propó-
sito hace años."
--O, qué tú dice--los dos sacudieron la
cabeza con incredulidad.
--Como un novillo--añadió José. Le do-
lió de sólo pensarlo--. ¿Le cortan la cosa o... có-
mo es que hacen eso?
Sergio le dio un manotazo en el brazo a
José y casi se cae de la silla de la risa. José sonrió
para no aguarle la fiesta al encargado, pero la ver-
dad es que a él no le divertía para nada pensar en
el sufrimiento de otro hombre.
Seguro que es por eso que la doña vino al
monte sola este verano: a recuperarse de la congoja
de un marido al que le falta lo más importante. Pe-
ro lo que él no entendía es por qué ella dejó que se
hiciera eso. Según María, el marido ya estaba capa-
do cuando la doña lo conoció. ¿Entonces por qué
se casó con él?, se preguntaba José. Pero la doña no
le había explicado eso a María, aunque parecía que le
había contado la mayoría de sus asuntos privados
como si fuera su amiga y no su sirvienta.
Durante varios días, José no se pudo quitar
al marido castrado de la cabeza. Él no se lo había
contado a Xiomara porque tenía miedo del efecto
que pudiera tener en el hijo que llevaba en el vien-
tre--y él sabía que iba a ser un varón por la ma-
nera en que estaba asentado abajo, en la cuna de
sus caderas, muy diferente a las hembras, que se
colocan más arriba--. Es mejor tener un varón ena-
no con todo intacto que uno que parece normal
pero le falta la hombría. Trató de quitarse aquello
de la cabeza porque le ofendía pensar que un hom-
bre podía llegar a tal cosa.
Pero cuando la doña bajó al patio una no-
che, en busca de companía, el marido mutilado fue
lo primero que le vino a la mente a José. Ella le
pidió que por favor se sentara y terminara de co-
mer, y luego, aunque dijo que se iba, ella también
se sentó en el banco de piedra y empezó a interro-
garlo. ~¿Qué es ese olor en el aire? Parece venir de
aquella mata allá. ¿Sabe cómo se llama?"
Bajo los focos del patio que Sergio le había
dicho que mantuviera encendidos toda la noche,
José divisó la pequeña enredadera. ~Nosotros le de-
cimos la mata que huele fuerte por la noche, do-
ña", le contestó, porque el otro nombre que tenía
no se podía decir delante de una señora tan fina.
--¡Doña!--ella le apuntó con el dedo ju-
guetonamente--. José, les he dicho a todos que
no me llamen doña. ¿Por qué no me pueden decir
Yolanda?
Él se quedó callado, sin saber qué decir. Ya
lo había corregido varias veces, pero el nombre pe-
lao no le parecía respetuoso. Finalmente, recordó lo
que Sergio siempre decía cuando la doña le pedía
cosas raras. ~Usté es la que sabe.~
--¡Si alguien me vuelve a decir que yo soy
la que sé, voy a dar gritos!--lo amenazó, hacien-
do un puño con la mano. Los brazaletes de plata
tintinearon como monedas en el bolsillo. Por un
instante le preocupó que la señora se fuera a poner
histérica, pero su cara sólo fingía estar enojada co-
mo las caras en la televisión de los viejos. Y enton-
ces, tan súbitamente como le había refunfuñado,
le disparó una deslumbrante sonrisa. "Quizás está
media tocá, con esos cambios tan rápidos de emo-
ción.~ "A ver, repite, Yolanda."
--Yolanda--repitió con su vocecita.
--Más alto--le ordenó. Cada vez lo decía
un poquito más alto, porque era su costumbre no
alzar mucho la voz. Ella se rió como si fuera un tru-
co que él disfrutara en hacerlo. José se dio cuenta
que le gustaba hacer reír a la doña, como si le es-
tuviera dando placer, aunque era un placer dife-
rente al que le había dado a doña Teolinda años
atrás. Pero lo cierto es que no se acordaba si doña
Teolinda alguna vez le pidió que la llamara por su
nombre de pila igual que esta señora.
Todas las noches bajaba y se sentaba con él,
y hablaba durante horas, preguntándole sobre esto
o aquello. Ahora a él le parecía que uno podía tener
una opinión sobre cualquier cosa en esta tierra del
Señor y aun fuera de ella. Cuando miras las estre-
llas, ¿ves formas o ves estrellas? ¿Crees en Dios y
quién tú crees que es Dios? ¿Qué tú harías si tuvie-
ras un millón de dólares? ¿Crees, y dime la verdad,
en la igualdad entre los hombres y las mujeres?
¿Crees tú que lo que el país necesita es la democra-
cia--y a duras penas le explicó qué cosa quería de-
cir eso--o una versión del socialismo como lo que
hay en Cuba? Le tuvo que explicar eso también.
Por las mañanas, mientras subía al monte
en mula, la cabeza le daba vueltas con las tantas
cosas que había pensado la noche anterior. Tanto
pensar era como una droga, te afectaba de una ma-
nera en que ya tú no eras tú. O tal vez éste es quien
él era realmente, se preguntaba. En la puerta del
bohío, Xiomara lo saludó, se veía más barrigona
que nunca. O quizás ahora que estaba acostum-
brado a mirar a una mujer flaca, su mujer le pare-
cía distorsionada.
--¿Cómo te está tratando la doña?--le
preguntó Xiomara una mañana.
--Me hace sentir como un hombre--le
contestó sin pensar. Pero en cuanto pronunció esas
palabras, vio dibujado en las facciones de su mujer,
el relámpago de los celos--. Ay, coño, no es eso,
mujer--frunció el ceño con incredulidad--. Es
que ella me pide mi opinión y discutimos cosas.
Pero en los días que siguieron, cada vez
que se preparaba para bajar del monte, se dio
cuenta de que tomaba especial cuidado en poner-
se una camisa limpia, en pasarse los dedos húme-
dos por el pelo y luego aplastárselo, darle brillo a
su único par de zapatos, los que al llegar al por-
tón, se ponía al desmontarse de la mula para llegar
completamente vestido en caso de que la doña to-
davía estuviera paseando por el jardín. Quizá los
celos de Xiomara no fueran tan injustificados des-
pués de todo. Era como penetrar y conocer a una
mujer desde el otro extremo, por dentro de su ca-
beza en vez de entre sus piernas. Y la verdad es
que él, José, sabía más sobre lo que la doña pensa-
ba de muchas cosas que lo que Xiomara pensaba
sobre unas pocas cosas--pero, por otro lado, él y su
mujer no tenían la costumbre de perder tiempo
hablando--. Excepto cuando hacían el amor. En-
tonces él sí que le susurraba al oído las palabritas 3
que a Xiomara le gustaba oír y que la hacían abrir-
se para él. Con esta señora, todo lo que tenía que
hacer era decir su nombre, pura y simplemente,
Yolanda, y ella le devolvía una sonrisa tibiecita.
Pero le seguía molestando que el marido
estuviera capado. Ella nunca habló de eso, y obser-
vándola de cerca, no notaba que estuviera parti-
cularmente hosca o que lo mirara con ojos de nece-
sitada, como una mujer insatisfecha. Pero ella
mimaba mucho a las hijas de Elena y le corría atrás
al más cniquito de Sergio con una pistola de agua,
como si ella misma fuera una niña. Así era que se le
notaba el hambre, decidió José. Estaba hambrienta
de un hijo que su marido no podía darle.
Una noche después de escucharla hablar
largo y tendido sobre las hijas de Elena, él le espetó
la pregunta que hacía tiempo quería hacerle: ~Usté
que es tan buena con los niños, ¿no quisiera tener
el suyo propio?".
En lugar de su acostumbrada sonrisa de
placer cuando él le preguntaba algo de lo que ella
podía hablar, puso una cara muy seria: ~¿Por qué?
--le preguntó, y antes de que él pudiera contes-
tarle, continuó--: ¿Sabes de alguien?~.
El no estaba muy seguro de lo que ella que-
ría decirle. "Alguien que... le dé uno~, vaciló. ¿Qué
diría don Mundín si se enterara de que una de sus
parientas andaba metida detrás de las matas con
uno de sus trabajadores?
--Sí--ella asintió--. Hace tiempo que
quiero adoptar un niño. Pero a mi esposo no lo
chifla la idea. Pero estoy segura de que si yo en-
cuentro un niño que necesita un hogar, mi esposo
cambiaría de parecer.
José asintió, dándose cuenta por fin. Ella
quería un niño para criarlo, así como Xiomara es-
taba criando al hijo de su difunto hermano, como
Consuelo cargó con la metida de pata de su hija
Ruth. Qué suerte para ese niño, que lo críe esta
señora y su marido, que suerte vivir allá en la tie-
rra de los dólares, con todas las comodidades y
ropa bonita y una mente ágil y despierta como la
de esta señora. Ahora José se daba cuenta por qué
la doña venía todos los veranos. ~Entonces, usté
viene a buscar un niño."
--No, no--negó con la cabeza, sonriendo
de nuevo como si hubiera pasado la nube que le ha-
bía alargado y entristecido la cara--. Estoy traba-
jando en un nuevo libro; escribiendo, tú sabes.
Él asintió, aunque no, él no sabía. Pero no
se lo quiso decir. Igual que para ella no tener hijos
y un marido que no le daba placer pudiera ser una
verguenza, para él era el no conocer las letras.
--Pero si encontrara a un niño...--Ella ce-
rró los ojos y respiró hondo, igualito que una se-
ñora que vio en la televisión oliendo unas sába-
nas--. Un niño que necesite un hogar...
Habló antes de que ella hubiera termina-
do, antes de que él mismo se diera cuenta de lo
340
que estaba prometiendo. ~Yo sé de uno~, dijo con
su vocecita.
Ella extendió la mano y le tocó el brazo.
~Ay, José, ¿de verdad?~ Ahora lo miraba con una
necesidad desnuda, como si ya no fuera la dueña de
la casa, sino una mujer, como cualquier otra que
quería algo de él.
--Cualquier hombre se sentiría orgulloso
de complacer a una mujer como usté--dijo tanteán-
dola a ver si ella decía algo de su necesidad de que
un hombre la satisficiera. Cuando se quedó callada,
él entendió que se había topado con una raya que
ella no estaba dispuesta a cruzar--. No quiero fal-
tarle el respeto--añadió. Y para hacerla hablar de
nuevo, le preguntó sobre el trabajo que estaba ha-
ciendo. ¿Qué era exactamente lo que escribía?
Como si le hubiera sacado el tapón a una
botella, las palabras le salieron a borbotones de la
boca. Ella era escritora de novelas, cuentos, ensa-
yos, y lo que más le gustaba, poemas. ~Sabía él lo
que eran? Negó con la cabeza. De pronto, en uno
de esos cambios de emoción, ella se puso de pie y
le recitó algo que dijo era un poema y que se sa-
bía desde que era niña. Tenía la misma expresión
que cuando hablaba de las hijas de Elena o de
los dos varones de Sergio. "Es muy bonito~, dijo
él. Le sorprendió verla virar la cara, sonrosada,
como si fuera ella y no el poema lo que él había
celebrado.
Hablaron un rato más sobre el trabajo de
ella. Pero antes de retirarse, mencionó de nuevo el
otro asunto. ~José, déjame saber sobre eso del niño.~
341
--Voy a ver lo que puedo hacer--le con-
testó, evadiéndole los ojos. No quería que ella no-
tara la preocupación que le había entrado en la ca-
beza: él le había prometido un niño, pero, claro, no
podía regalar a su hijo sin consultar con Xiomara.
José nunca había visto a Xiomara tan fu-
riosa como cuando le hizo la sugerencia a la ma-
nana siguiente.
--¡Azaroso! ¡Hijo de la gran puta! ¡Tú te
crees que un hijo es algo que se puede vender y
comprar!...--le tiró el cubo de comida para los
cerdos y no lo dejó entrar al bohío, hasta que final-
mente, muerto de cansancio, mandó al hijo mayor
a que le llevara la hamaca que luego colgó entre dos
samanes cerca del río.
Pero aunque estaba cómodo y había una
brisa que venía del río, no podía dormir. Ahora sí
que se había metido en tremendo lío. A su mujer
le dio un enfogonamiento tan grande que segura-
mente iba a marcar de tal manera a ese niño que
aunque lograra convencer a Xiomara, la señora no
lo iba a querer. Y qué menso era de pasársele la
idea, de pensar que podía convencer a Xiomara. Era
evidente que las mujeres eran peores que las galli-
nas con sus pollitos. Aquello no tenía sentido, de
verdad, porque si Xiomara lo pensara bien--aque-
llas últimas semanas de interrogatorios habían en-
señado a José a sentarse y pensar las cosas--, se
daría cuenta de que aquello era la oportunidad de
una vida que no se le presentaba a todo el mun-
do. Su hijo pudiera crecer con todos los privile-
gios y comodidades de los ricos. Su hijo pudiera
recibir una buena educación y ayudar a sus padres
y hermanos.
Pero había algo que José no le podía expli-
car a Xiomara. A él, José, le gustaría darle a esta
señora el placer que su esposo no le ha podido dar:
reemplazar su infecundidad poniéndole en los bra-
zos un hijo de su propia sangre.
A través del tejido de la hamaca vio que
había llegado un visitante. Xiomara salió, con una
mano en la frente, y le indicó al enano en la mula
donde José descansaba cerca del río. Nada más ver
al enano acercarse por el sendero se sintió incómo-
da. ¿Y ahora qué mala noticia traerá del pueblo?
Pero era un mensaje de la doña. "Dice que
te olvides de lo que te dijo. Que no hay trato. Que
se acabó." Y se encogió de hombros para indicar
--antes de que le dieran una pescozada--que él
no sabía lo que la doña quiso decir con eso.
José se incorporó en la hamaca. Se había sal-
vado del apuro, pero en lugar de alivio, sintió una
gran desilusión. Ya se había imaginado a su hijo en
un tremendo carro, subiendo el monte hacia la finca
que les había comprado a sus hermanos.
--¿Y ella te mandó pa'eso?--preguntó José
al muchacho, quien hinchó de orgullo su raquí-
tico pecho. Su cabeza era demasiado grande para
sus hombros tan estrechos. Pero al mirarlo, José no
sintió el disgusto de siempre. Su propio hijo pudie-
ra salirle así. Será mejor que se acostumbre a tener
frente a sus ojos cosas desproporcionadas.
--Pepito--le dijo--después de que el
muchacho le dijera su nombre--. Pepito, te quie-
ro preguntar algo: ¿qué tú harías con un millón de
dólares?
El muchacho se quedó trabado con la pre-
gunta. Se sentó en su mula, se rascó la cabeza y
miró a su alrededor como buscando un indicio.
Pero José no tenía que pensar mucho sobre lo que
él haría con tanto dinero. Tirado allí, mirando las
verdes filas de yuca, se había dado cuenta de lo de-
sesperada que era su situación: él y Xiomara y la
cría de hijos no tenían adónde ir cuando se mar-
charan de estas tierras que su padre y su abuelo ha-
bían cultivado antes que él. Ya se veían venir las
montañas de agua que iba a soltar la represa. Para
el año que viene esta misma tierra que ahora tenía
bajo los pies estaría bajo el agua. Y el niño en el
vientre de Xiomara no sabría para nada lo que ha-
bían perdido y voltearía su carita sonriendo al escu-
char la voz de su madre, quienquiera que ella fuese.
Esa noche cuando él llegó, la doña no salió
a saludarlo, como de costumbre. José miraba y aguar-
daba; tenía curiosidad de saber qué habría causa-
do el súbito cambio de idea que no pudo esperar
hasta la noche para conversarlo. Cuando Sergio,
camino a casa, se detuvo a fumar un cigarrillo con
él, José le mencionó que no había visto a la doña
revoloteando por el jardín.
--La doña no anda bien hoy--dijo Ser-
gio. Se pasó la tarde llamando al marido. Sergio se
había enterado del cuento por Miguel, el operador
de la oficina de Codetel. Tuvieron una pelea por
teléfono. La doña le alzó la voz y lloró--. Quizá el
marido está cansado de la separación--sugirió Ser-
gio--. Pero tú sabes cómo son las mujeres cuando
te les atraviesas.
--Sí--asintió José. Después de que el ena-
no se marchó, José había vuelto al rancho a decirle
a Xiomara que la doña había enviado un recado que
ya no quería el niño. Aquello puso a Xiomara más
furiosa todavía. ¿Pero qué se creen él y esa doña?
¿Que el dinero puede comprar lo único que los po-
bres pueden tener gratis, sus propios hijos?
Más tarde, cuando Sergio y los demás se
marcharon, José le dio la vuelta a la casa, estirando
el cuello para mirar por las ventanas, con la espe-
ranza de atisbar a la señora. Arriba, en la torre, la
luz todavía estaba encendida. Finalmente, cuando
parecía que ya ella no iba a bajar, entró a la casa y
subió las escaleras, llamándola, ~doña~, para dar un
toque de formalidad a su entrada a la residencia
sin permiso.
Ella apareció al tope de la escalera, y bajó
la vista hasta él, parado en el descanso. ~¿Qué hay,
José?--le preguntó igual que el primer día. Pero
esta noche se veía mucho más vieja, más cansada,
más triste--. ¿Recibiste mi mensaje?".
José asintió. ~No había apuro.~
--Es que no quería que se lo fueras a decir
a alguien y después tener que desilusionarlos
--Traía un lápiz en la mano, y el pelo amarrado
en un moño como si estuviera concentrada en un
trabajo tan importante, que no podía dejar que ni
un mechón de pelo sobre la cara la distrajera. Así
mismo se amarraba el pelo Xiomara antes de parir
o al quitarle la cáscara al arroz--. Espero que no
haya sido una molestia.
--No, no fue ninguna molestia--le mintió.
Durante los próximos días tendría que dormir en la
hamaca. Pero poco a poco Xiomara lo dejaría entrar
de nuevo. En un mes, la señora se iría, y para fin de
año los guardias vendrían a sacarlo de su conuco. Sí,
se avecinan un montón de molestias, le quiso decir.
Pero, ¿qué podría hacer ella sobre la inundación de
problemas? Su marido se oponía a sus planes. Ni
ella misma podía conseguir lo que quería.
Cuando se volteó para bajar las escaleras,
la señora lo llamó. "Sube acá un momento--le
dijo, encajándose el lápiz en el moño. Mirándola
de frente parecía que se le había clavado en el crá-
neo--. Quiero que veas en lo que yo trabajo".
La pequeña habitación de la torre tenía unas
ventanas enormes por los cuatro costados. Si hubie-
ra sido de día, José podría haber mirado al costado
sur hasta ver el llano en el monte donde, entre los
campos arados, estaba su propio bohío. La mesa de-
bajo de las ventanas estaba llena de libros, más de
los que jamás viera de una sentada. Una lámpara
iluminaba el papel donde escribía la señora.
--Todos mis libros son en inglés, si no te
regalaría uno.
Le dijo sin tapujos lo que le había avergon-
zado decirle hasta ahora. ~No los podría leer, do-
ña. No me conozco las letras.~
Ella lo miró con una expresión de dolor en
el rostro. La misma expresión que vio en el rostro
de Xiomara cuando le dijo que la doña no tenía
hijos. ~¿Quieres decir que no sabes leer?"
Bajó la cabeza y se miró los gastados moca-
sines rojos. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que
aquellos zapatos lo harían sentirse como un hom-
bre importante?
--Siéntate--le dijo, quitándole papeles
de encima a una silla--. Vamos a empezar con tU
nombre: José.
Todas las noches él subía a la torre o ella
bajaba al jardín con su libreta de papel amarillo.
Primero, ella escribió todas las letras, para que él
empezara a identificarlas en los letreros del pue-
blo o en las cajas o latas del colmado. Entonces las
deletreaba una por una, y le dejaba papeles para
que él estudiara el resto de la noche y al día si-
guiente. Pero aunque él trataba de grabarse aque-
llos símbolos en el cerebro, para mediados de
agosto, cuando ella tenía que partir, él no habla
adelantado mucho. Todavía no podía leer el aviso
que tenía guardado bajo el tejado del bohío. No
podía entender el letrero que pusieron delante a
la oficina de correos que anunciaba--le dije-
ron--la muerte de Guerrero. Y cuando le trajo a
la doña un puñado de tierra de su conuco para
que se la llevara a Estados Unidos como recuerdo
de su país, tampoco pudo leer el papel que ella le
entregó.
347
--Es un poema que te escribí--le expli-
có--. También está mi dirección. Escríbeme cuan-
do lo puedas leer.
Después que ella se marchó, sintió la ten-
tación de llevarle el papel a Paquita, la escribana
del pueblo, o enseñárselo a la sabia María, pero no
quería compartir con nadie aquellas palabras que
la señora le había dado. Aunque no las entendiera,
eran suyas solamente. Y guardó el poema junto
con el aviso en el techo de su bohío. Cuando na-
ció su hija, le puso Yolanda, porque ese nombre, y
el suyo, fueron los únicos que aprendió a escribir
de memoria.
El tercer marido
Caracterización
La primera semana después del regreso, Doug
tiene que mentalizarse. Ha pasado antes, así que él
sabe que ella volverá a acostumbrarse--aunque
muy lentamente--a la vida de Nueva Hampshire.
Por supuesto, no se lo puede decir. O se le
caerán los palitos: una expresión de la isla que ella
le enseñó. O lo acusará de que él no quiere escuchar
su dolor: una expresión que ella aprendió de los
psicoterapeutas norteamericanos.
Ay, Señor mío. Eso es lo que dicen en Kan-
sas, de donde proviene él.
Desde el momento en que entran por la
puerta, ella tiene que cambiar las aguas santas antes
de abrir las maletas para estar tranquila. No le pre-
gunten por qué. En varias ventanas hay platillos lle-
nos de agua; de nuevo, no le pregunten por qué.
Hace dos años ella ni sabía qué cosa era agua santa,
y él todavía no sabe lo que es, porque a ella no se le
puede preguntar directamente sobre ese asunto.
--Eso no es cierto--diría ella--. Me pue-
des preguntar, pero tú me lo preguntas para reírte
de mí.
--No me voy a reír de ti--le promete--.
Sólo tengo curiosidad.
Pero ni aun así se lo quiere decir.
La primera vez que se encontró uno de
aquellos platillos, él pensó que la taza de café se le
había quedado en el borde de la ventana. Lo cogió
y lo enjuagó, y al rato entra ella como un rayo al
dormitorio con el platillo en la mano, echando
chispas por los ojos.
--¡¿Tú fregaste esto?!
Él estaba leyendo en la cama, se había reti-
rado temprano, que es como a él le gusta hacer in-
sinuaciones sexuales ya que las mujeres se alteran
mucho si piensan que sólo deseas copular. Y allí
está ella, actuando como si él fuera un dios de la
antiguedad griega que se acaba de comer a uno de
los hijos.
--Pues, sí--dice él, incorporándose lenta-
mente, temiendo haberle hecho algo que no debía
a aquel platillo--. No es más que un platillo que
se quedó al borde de la ventana--indica en direc-
ción a la ventana más al oriente, la que abre hacia
el esplendor de las montañas. Es la primera venta-
na en recibir la luz del amanecer.
--Por favor, por favor--me dice casi llo-
rando--, no toques mis cosas.
--Pero si nunca lo hago--le dice, miran-
do hacia la mesita de tocador con la bandejita pa-
ra las prendas y media docena de fotografías de su
turulata familia.
--No me refiero a mis pertenencias--dice
moviendo la cabeza. Y ahí es cuando él recibe su
primera lección sobre cómo debe haber agua para
los espíritus en la casa nueva y como él no debe
tocar las <~cositas" que ella deja por ahí. Y si alguna
vez se encuentra algo enterrado, por favor que no
lo desentierre.
--¡Quieres decir un cadáver!--se le salen
los ojos, imitando a un muchachito que debe ha-
ber visto hace más de cuarenta años en Our gang
Claro que no quiere decir un cadáver. Ella habla de
resguardos, vestigios de trabajitos, ensalmos para el
mal de ojo, cosas así.
No es que ella sea aprendiz de bruja ni hip-
pie rezagada. Si se compara su abolengo con el suyo,
es él quien debería abanicarla con una hoja de pal-
mera o transportar piedras para su pirámide. Aque-
llas supersticiones--mejor que no las llame así--
son parte de su herencia isleña, aunque hasta el día
de hoy nunca ha escuchado a ninguna de las aristo-
cráticas tías mencionar el mal de ojos o los espíritus.
Así es que cada vez que regresan de la isla,
todos aquellos avíos espiritistas tienen que ser ren-
ganchados. También sin falta extrañará a la familia
y al terruño, y luego, finalmente, él no logra enten-
der qué es lo que pone fin a la nostalgia: ella ronda-
rá por el jardín preguntadole cómo se llama este
yerbajo, y por qué les pones jaulas a los tomates, y
ay, Cuco, ven a ver qué mariposa tan y tan linda.
Pero en esta ocasión su reintegración es bas-
tante apacible. No hace mucho aspaviento sobre
las aguas santas, ni enciende tantas velas frente a la
vistosa Virgencita, y hasta las quejas son más suaves,
como por eJemplo, desearía que en Nueva Hamps-
hire se conslguieran mejores mangos. Parece que se
le ha olvidado lo del bebé que quería adoptar--así
como así, lo llama para decirle: (<¿Puedo llevar un
bebé cuando regrese?"--. (<No, gracias)~, le dijo él por
teléfono, y se había preparado para escuchar du-
rante meses y meses la cantaleta de lo mucho que
ella anhelaba un hijo. Pero parece estar contenta de
estar en casa, y continuamente tararea "Home on the
range" y dice gracias, gracias, caminando por toda
la casa, visitando cada habitación. Es más, es él quien
le recuerda que las semillas de mango que trajo de
contrabando hay que ponerlas en agua enseguida,
y que la bolsita de tierra que un campesino le rega-
ló para la buena suerte debe vaciarla en el jardín,
que el platillo con agua santa en la habitación de su
hija está vacío y hay que volverlo a llenar.
Ella, de pie en el descanso de la escalera, le
sonríe. ~(¿Y tú cómo sabes que eso es agua santa?~
Lo que sí sabe es que cualquier cosa que él
diga ella lo va a disfrutar. Cuco, le dice cuando está
de buen humor. Un cariñito de la isla que quiere
decir fantasma. <~Porque se parece al agua santa que
casi me cuesta el divorcio.~
--Oigan qué exageración. Y yo que pen-
saba que los latinos éramos los únicos exagerados
--ella se dirige a un público latino imaginario que
se hubiese mudado a la casa junto con ella, como
una gran familia de antaño.
--Entonces, ¿qué es eso que hay en el cuar-
to de Corey?
--Agua dulce. Es buena para las hijastras
--dice ella, cabalgando escalera arriba.
--Ay, Señor mío--piensa él--, si Corey
se entera de que Yo le está poniendo brujerías en
su habitación... Ella vendrá más pronto de lo que
Yo se imagina, así que mejor será que saque ese
platillo de ahí.
Yo está de pie frente a la puerta del dormi-
torio, obstruyéndole el paso. Quizá ahora sea el
momento de decírselo.
--Hey, big hoy--le hace una imitación de
segunda mano de Mae West. La mayoría de las
imitaciones de estrellas de cine de cierta época que
hace Yo son imitaciones de las imitaciones de Doug,
ya que él fue quien se crió con la televisión en este
país. (< Come up and see me sometime. "
Corey se le va de la mente. Ha sido un ve-
rano muy largo y solitario.
Más tarde, arrullándose tendidos en la ca-
ma, lo que más extrañó durante el verano, él le dice
que Corey viene a quedarse con ellos por dos sema-
nas antes de seguir a casa de su madre.
Siente que ella se contrae a su lado. "Esta-
ba muy entusiasmada cuando llamó--Doug va a
tratar de vendérsela por todo lo alto--. Yo creo que
ella está cambiando~.
--¿Cómo así?--su voz ya no es jugueto-
na. Corey ha rehusado quedarse con su padre des-
de que se casó con Yo hace dos años, aunque insis-
te en tener su propia habitación en la casa nueva.
Ella dice que Yo le cae bien, pero que le es difícil
aceptar que su padre esté con otra persona. Yo de-
testa que se refieran a ella como otra persona.
"Tengo nombre~, le dice a Doug cuando están so-
los, y repite la retahíla de nombres: Yolanda María
Teresa García de la Torre. Pero a Corey le dice:
"Comprendo cómo te sientes".
--¿Cómo así?--insiste ella--. ¿Cómo es
que está cambiando?
--Bueno, pues, decidió ir a España a pasar
el verano, ¿no?
--¿Y eso qué tiene que ver?
Ella está sentada en la cama a su lado. Cual-
quier cosa que él diga ahora será inapropiada, de eso
está seguro.
--Pues tú eres española y....
--¡Yo no soy española! Soy de la Repúbli-
ca Dominicana. En España posiblemente piensen
que soy una... salvaje--tiene la cara de salvaje. La
expresión dramática, exagerada. A veces no es tan
bonita.
--Basta de exageraciones, Yo--le dice él y
de repente, salta de la cama. Más tarde ella le dirá
que lo ha perdonado precisamente porque fue un
gesto tan espontáneo e inesperado de su parte. Él
agarra el platillo con agua de amanecer y se lo de-
rrama sobre la cabeza.
Aquí viene Corey. Acaba de cumplir los
dieciséis, y pretende lucir como una sofisticada via-
jera internacional con su boina y su chaleco. Oh lá
lá. "Eso es francés, papá", le dice a Doug, con la ca-
beza en alto. Pero en cuanto se alejan del grupo de
estudiantes y padres, él le nota el temor en los ojos.
Le da un pinchazo de aguja en el corazón ver que
todavía lo tiene. Sabe que para ella ha sido un salto
al vacío el haberse ido tan lejos de casa, y ahora, al
regreso, tantear el terreno de la casa de su padre.
Recuerda a la niñita nerviosa que se despertaba con
pesadillas a medianoche. Eso fue antes de que em-
pezaran los problemas matrimoniales, así que no se
podía decir--como más tarde concluyeron algu-
nos terapeutas--que la niña estaba absorbiendo las
tensiones. Pero Yo ofreció otra explicación: tal vez
Corey tenga una veta de clarividente y pueda ver el
futuro, a su padre con otra persona. ~35
En el largo recorrido del aeropuerto a la ~-
casa, se ponen al día. El verano fue tremendo. Su
madre y el padre y la hermana y el hermano espa-
ñoles la hicieron sentirse parte de la familia. "No
es como en este país--le informó Corey--. Allá
la gente básicamente se queda con sus familias ori-
ginales". Se crea un silencio agudo. Pasan por un
área de bosque donde las hojas ya se empiezan a
colorear--y es solamente finales de agosto. "Es
un país católico en su mayoría, por eso es", con-
cluye Corey, convirtiendo lo que hubiera sido una
puya hace seis meses en una lección de cultura. Él
se siente conmovido con el gentil esfuerzo.
Ya han conversado sobre todos los posibles
temas familares; él la ha puesto al día sobre cada
miembro de su familia, y ella habla de la visita de
su Mamá y su padrastro a España para verla, pero
no le ha preguntado por Yo. "Nosotros acabamos
de regresar de la R.D., ¿sabes?--Corey asiente con
la cabeza--. Claro, te lo dije por teléfono. Yo estu-
vo allá casi todo el verano, escribiendo. Deja ver,
que más--dice él--, estamos muy contentos de que
te quedes con nosotros este par de semanas. Tú y
Yo podrán chacharear en español--la imagen es
tan descabellada que casi le saca las lágrimas, re-
velando una esperanza naciente. Según Yo los es-
pañoles y los dominicanos ni siquieran hablan el
mlsmo idioma.
--Yo dice que siempre los primeros días de
regreso son los más difíciles. Porque no estás ni aquí
ni allá--mira hacia Corey, quien no ha dicho ni
una palabra. No puede ser que al cabo de dos años,
él todavía no pueda ni siquiera mencionar el nom-
bre de Yo sin que Corey saque el hocico. Ella mira
por la ventanilla, forcejeando con algo en la cara.
Cuando se vuelve hacia Doug, lo que fuera ha sido
reemplazado con una sonrisa tentativa--. No lo lla-
maría difícil--dice--. Es que al regresar uno nota
cosas que antes se te escapaban, ¿sabes?
Él está de acuerdo con ella, le dice. Y le
alegra que Yo no esté allí, porque si no él sería una
rosca humana, diciendo: sí, eso es lo más difícil de
los primeros días, pero, oh, ¿no es maravilloso có-
mo las cosas se ven de una manera diferente?
Para la tercera cena que comparten juntos,
Doug está harto de oír cuentos sobre España y la
R.D. Vamos a hablar de China, tiene ganas de de-
cir. Vamos a imaginarnos los soleados viñedos de
la Anatolia central.
--Hoy pasó algo extrañísimo--dice Co-
rey, e inmediatamente Doug y Yo son todo oídos,
agradecidos siempre que Corey decide participar
en la conversación--. Entró una llamada a cobro
revertido. Era de un hombre de la R.D., José, ¿es
un campesino o algo así?--mira a Yo, quien ex-
clama--: ¡José!
--Dice que tiene muchos problemas--Co-
rey continúa--. Perdió su empleo y lo echaron de
sus tierras o algo así. Dejó un número. Dice que va
a estar ahí mañana por la tarde, que lo llames.
--¡Tu español debe ser muy bueno si en-
tendiste todo eso!--dice Doug, porque no sabe
qué otra cosa decir--. ¿Quién es ese tal José y qué
hace llamando a cobrar para contar sus problemas?
¿Tú sabes quién es ese tipo?--le pregunta a Yo.
--El sereno de la casa de Mundín. Donde
me pasé todo el verano escribiendo. En el pueblo
donde estuvieron tú y tu papá--añade para bene-
ficio de Corey.
--Bueno, después que acabó de contarme
sus problemas y lo que te tenía que decir y adónde
llamarlo y todo eso... (da ese revirón de ojos que
Doug conoce tan bien, un signo de impaciencia
que ella aprendió de su madre) me preguntó que
quién soy yo, y como no me acuerdo cómo se dice
hijastra... ¿cómo se dice?--dirigiéndose de repen-
te a Yo.
Yo lo piensa por un momento, y luego sa-
cude la cabeza. "Sabes, no creo haberlo escuchado
jamás. Allá la gente en general no se divorcia, así
es que ese vocabulario de familias fusionadas no lo
conozco."
--Como en España--añade Doug.
--Bueno, de todos modos, no sabía cómo
decir hijastra en español, así que le digo que soy tu
hija...--lo dice sin tropezar. Surge un rayo de luz
dulidad.
en la cabeza de Doug. Y de pronto se imagina a to-
dos ellos dándose las buenas noches como en The
Waltons.
--Y me empieza a preguntar si soy casada
y qué edad tengo y lo amable que soy por conver-
sar con él y que tengo un buen corazón y que por
mi voz adivina que soy muy bonita...
Yo y Doug mueven las cabezas con incre-
--Y finalmente, ¡me pregunta de sopetón
si quiero casarme con él y traerlo para Estados
Unidos!
--¡Qué tipo ése!--dice Doug. Mira que
proponerle matrimonio a mi hija en una llamada
por cobrar.
También Yo está sorprendida, sorprendida
en varios niveles, le dice a Doug más tarde. La pri-
mera sorpresa es que ese hombre se atreviera a lla-
marla para pedirle algo tan grande. La segunda y
tercera, que el mismo José, que al parecer estuvo
medio enamorado de ella, ahora trate de seducir a
su hijastra por teléfono.
--Le dije que yo era muy joven para casar-
me, y entonces él me preguntó la edad, y le digo
que dieciséis, y me dice que esa edad es suficiente
--Corey se ríe.
--Ese hombre no tiene verguenza--dice
Doug.
--¡Pero me sonó muy, muy agradable!
--Corey le echa una mirada de virtuosidad a
Doug. Ella está en esa edad cuando las necesida-
des y las penas ajenas son como gatitos. Mejor que
se quede callado o le pondrá el sello de granjero
mezquino listo a ahogar la camada de gatitos en
un saco. Él mira hacia Yo con la esperanza de que
se ponga de su lado, que diga que José es un canalla,
pero de eso nada.
--Es un buen hombre. Estará desesperado.
Es tan pobre--Yo hace el cuento de la visita que
hizo al conuco de José monte arriba. Los niños
flacos y desnudos, la triste choza, la mujer descal-
za y preñada que no quiso salir a saludarla. Ella y
Corey tienen los ojos húmedos de lástima--. Por
eso es que la gente quiere salir de allí.
--Igual que mi mujercita--dice Doug tra-
tando de bromear. Las dos mujeres le echan una
mirada capaz de prenderle fuego a un bosque.
Yo le explica a Corey sobre el negocio de
los matrimonios falsos. Tú le pagas a un ciudadano
norteamericano para que se case contigo, él te soli-
cita y así obtienes los papeles de residencia. Una
vez aquí, te divorcias. Hay gente que paga hasta tres
mil dólares para casarse con documentos.
--Pero si son tan pobres que tienen que
irse de allí, ¿de dónde sacan los tres mil dolares?
--Corey quiere saber.
--Corey, mi niña--le dice Doug--, ésa es
una excelente pregunta--puede ver que se le son-
rojan las mejillas, y después de pensarlo un mo-
mento, se da cuenta que ella no se ruboriza por su
elogio. Se siente desconcertada, porque piensa que
se está burlando de ella--. Es una pregunta muy in-
teligente--subraya--, de veras.
--¿Te of reció dinero, verdad?--pregunta Yo.
No. Corey niega con la cabeza, lentamente
al principio, y luego con más vigor. "No mencio-
nó nada de dinero, sólo dijo que le gustaría casarse
con una muchacha tan agradable y que habla un es-
pañol tan bonito."
"Ay, Señor mío>), piensa Doug, pero esta
vez se queda callado.
Al día siguiente a la hora de la cena hay un
informe de los pedazos de pan--como Doug ha
empezado a llamar a Yo y Corey por ser tan com-
pasivas--. Uno de los pedazos de pan llamó al nú-
mero que dejó José, que es el número--Doug lo
reconoció--de la oficina de Codetel en el pueblo
donde Yo pasó el verano. José no estaba.
--El hombre de Codetel dice que José es-
tuvo allí ayer--le explica Yo a Doug. Justo detrás
de Yo, se ven, a través de las amplias ventanas, las
montañas que comienzan a colorearse de otoño.
Pero el cielo todavía tiene ese azul subido de tarde
veraniega que lo hace querer levantar los brazos de
esa manera cursi de los cristianos evangélicos--.
Pero oye esto, el hombre de Codetel dice que José
salió para la capital esta mañana, y que dijo que se
iba para Estados Unidos.
--¡¿Tú crees que se va a aparecer aquí?!
--pregunta Corey con entusiasmo juvenil. Claro, si
un tipo extraño se presenta a la puerta, Doug sabe
a quién le tocará contestar y mandarlo a paseo.
Durante la cena siguiente, Corey rinde otro
informe sobre los últimos acontecimientos. Esta
tarde entró una llamada de la capital. Era José. De
nuevo Corey habló con él, ya que no había nadie
más en casa. "Va para Nueva York. Quiere s~h~r
debe hacer cuando llegue."
--¿Qué sueldo le pagaste este verano?
--Doug le preguntó a Yo--. Un boleto de avión
cuesta un montón.
--¿Le habrá pedido dinero prestado a Mun-
dín?--Yo también está intrigada--. Pero necesi-
tará un pasaporte, y papeles, y ni siquiera sabe leer.
--¿De verdad?--dice Corey, y en sus ojos
Doug nota un destello de desilusión. Parece que
ella se ha creado una fantasía de un español galan-
te que recita poemas de Lorca y tiene el pelo ne-
gro, abrillantinado, peinado hacia atrás como un
modelo en una de esas revistas de adolescente que
tanto le gustan.
--Pues, bueno, le dije que cuando llegue a
Nueva York, que nos llame por cobrar, y ya vere-
mos lo que se hace.
A Doug se le cae la quijada. "¡¿Le dijiste
qué?!" Inmediatamente se da cuenta de que se ha
equivocado. Es absolutamente necesario que su
hija mantenga su dignidad frente a Yo, y él la ha
hecho sentirse como una imbécil frente a su ma-
drastra. La joven sale corriendo de la habitación
con lágrimas en los ojos.
--Ay, Doug, ¿por qué hiciste eso?--ahora
es Yo quien parece que él la hubiera herido. Y sale
pisándole los talones a Corey, y un poco más tarde
cuando él se escurre de puntillas hasta el descanso
de la escalera, las oye hablando en esas voces arru-
lladoras que usan las mujeres detrás de puertas ce-
rradas. Bueno, menos mal, piensa bajando las esca-
leras. Tiene ganas de llamar al tipo ese, el tal José y
decirle, seguro, aparézcase en mi casa, arme un es-
cándalo, y logrará unirnos como una familia dis-
funcional. ¿Dónde aprendió ese vocabulario? Todos
aquellos años de terapia matrimonial, seguramente.
Dos llamadas los dos últimos días y Doug
le prohíbe a Corey que acepte llamadas por cobrar
de la R.D. Ella ofrece pagar hasta el último centa-
vo de las malditas llamadas y por los retenedores
dentales y por el programa de verano y hasta por
haber nacido, ¡¿okey?! Se gritan, alzan la voz. Por-
que, por supuesto, una cosa lleva a la otra y pronto
Corey ha abierto la caja de Pandora del matrimonio
fracasado. Diariamente hay papelones, las puertas
están adoloridas de tantos tirones. Yo le confiesa a
Doug que por primera vez se siente como si ella
fuera la de una familia almidonada y reprimida.
Yo tiene una teoría sobre lo que está ocu-
rriendo. Son víctimas de una hechicería. Y también
sabe de dónde viene. ¡El puñado de tierra que le
dio José! Con razón no quiso regarlo en el lugar
acostumbrado, y finalmente se lo dio a Doug para
que lo echara en su jardín. Y por eso la brujería ha
caído mayormente sobre él. Y la única protección
que pudo haber tenido, ella le recuerda, era el agua
santa en la habitación de Corey, la que él hizo que
Yolanda quitara para evitar problemas con su hija.
Cuando ella termina de explicarlo todo de
una manera tan racional, tan detallada, a Doug no
le queda más remedio que preguntar: "¿Y ahora qué
hago?", como si momentáneamente. él ~rf~v~r~ n
lo del hechizo fuera verdad.
Ellos estarán ligados a José mientras esos
granos de tierra estén aquí, así es que hay que lle-
várselos de la propiedad. Después podrán actuar
con generosidad o buen juicio, como quieran, pe-
ro no será por manipulación espiritista. "¡Pero es
que vacié la bolsita!--explica Doug--. No puedo
recogerla grano a grano. No puedo distinguir el uno
del otro".
--Mira, vamos a excavar un círculo gran-
de, ponemos toda la tierra en una bolsa y la tira-
mos por la montañas.
--Okey, okey--asiente él. No le va a con-
fesar que ha arado el jardín. Que esos granitos de
tierra están por todas partes soltando brujerías, que
tienen a Corey medio histérica casi todo el tiempo,
que asustan a Yo, y que a él lo están volviendo loco.
Se parecen a Bonnie y Clyde planificando
su fuga, cómo van a deshacerse de la tierra. Sería
muy fácil llevar la bolsa de basura por la cuneta de
la carreta y tirarla ahí mismo, pero no, ella la quiere
a una distancia prudente de la casa. Y se ponen de
acuerdo: cuando lleven a Corey a casa de su Mamá
el próximo sábado, llevarán la bolsa con ellos.
--¿Quieres decir que la vamos a vaciar en
su casa?--y a Doug le viene la imagen de su exes-
posa que mira por la ventana y lo ve vaciando lo
que ella piensa que es una bolsa de basura en su
patio. Tiene que sonreír a su pesar.
Y por los ojos de Yo también pasa una mira-
da traviesa. "Mejor que no." Se ríe. En una de las
montañas que tienen que cruzar para llegar a la ca-
rretera interestatal, hay un parquecito con un par de
bancos, y una placa a Robert Frost. Allí es que van a
vaciar la tierra.
--¿Antes o después de dejar a Corey?
Va a estar muy oscuro cuando regresen. No
será tan fácil deshacerse de la bolsa. "Ya veremos",
dice Yo. Doug se da cuenta que la tienta la idea de
incluir a Corey, ya que las dos la han estado pa-
sando muy bien.
Ya verán, supone él, qué ocurre en los tres
próximos días. Sabe muy bien que las llamadas no
han cesado, pero que Corey ahora se lo informa a
Yo, y no a Doug. Ella se mantiene alejada de él, lo
trata como si estuvieran en una comedia de televi-
sión y ella actuara el papel de la niña. Alegre y ama-
ble, pero si él trata de abrazarla, o echarle el brazo
por los hombros, ella se le evade. Pero él se ha da-
do por vencido. Yo lo acusa de estar distraído y no
aprovechar estos momentos valiosos con Corey.
--No es culpa mía que tu amigo me haya
echado una brujería--dice Doug, medio en broma.
Yo lo mira como si él estuviera a millas de
distancia, y no está segura de que lo escucha co-
rrectamente. "Nadie te ha echado ninguna bruje-
ría", le dice. Ella ha cambiado de parecer en cuanto
a la tierra. El pobre José no haría cosa semejante.
Corey ha logrado atar la historia completa en las
últimas llamadas. José perdió su empleo de sere-
no. Está desesperado y se ha ido a la capital con la
esperanza de encontrar a alguien que apadrine su
viaje a Estados Unidos. Yo le tiene lástima al po-
bre hombre. Quizá puedan hacer algo por él.
--¡Quieres decir casarlo con Corey!
--Ay, Doug, por qué a veces eres tan cabe-
ciduro a propósito--dice Yo con voz lacrimosa.
Ahora es ella quien huye escaleras arriba, en busca
de un momento de tranquilidad, que es lo que la
terapeuta le dijo debía hacer para darle a entender
al marido que no quiere hablarle. En vez de la ros-
ca humana, él se ha vuelto un bobalicón atravesa-
do en el camino de los demás.
Solo en la planta baja, Doug se acerca a la
ventana. Es sólo un cuadro negro, está demasiado
oscuro para ver el jardín, lo cual le gusta hacer en
momentos como éste. Las hileras de surcos pardos
lo tranquilizan, igual que las parcelas de cultivo
que ve desde los aviones. Pero ahora lo que ve es su
propio reflejo, un hombre más joven, ángulos defi-
nidos y sombras dramáticas en el rostro. Es él mu-
cho antes de que nada hubiera ocurrido, Corey es
una recién nacida en sus brazos, su esposa le hace
morisquetas, él ha cultivado su primer jardín. El
momento es perfecto, sería una locura o una hechi-
cería permitir que nada destruyera su felicidad.
Escucha pasos que bajan la escalera y luego
se detienen en la puerta. Se da vueltas y se encuen-
tra a Corey sorprendida. "Pensé que te habías acos-
tado", le dice en tono acusador.
--No, Yo file la que se acostó--dice que-
riendo decir mucho más. Pero ¿cómo puede pedirle
a su propia hija que lo perdone por el imperdona-
ble pecado de dejar de amar a su madre? Espera un
momento, pero viendo que ella quiere que él se
vaya para servirse un refresco (satisfacer tan peq-
ueña necesidad en su presencia es para ella, de cierta
manera, bajar la guardia) sale de la habitación--.
Buenas noches, Corey--le dice en español des-
de la escalera. Luego de un largo silencio, recibe un
"...night" refunfuñón. Al diablo con The Waltons.
El sábado, cuando Yo y Corey han ido a
comprar los ingredientes para una paella, que re-
sulta ser un plato que se come tanto en España
como en la R.D., suena el teléfono. Se oye una voz
distorsionada, oficial, extranjera al otro lado de la
iínea. Es una operadora que le pregunta a Doug si
acepta los cargos.
Al principio Doug siente la tentación de
decir: ¡No! De decirle a ese payaso que no llame
más a mi casa y que no me cause más problemas.
Pero la curiosidad puede más que él. "Claro--di-
ce--. Quiero decir, okey, sí."
--Mire usted--empieza, pero todo lo que
escucha es su propio eco, mire usted. Se detiene, y
en ese silencio, un hombre habla, y pregunta por
doña Yolanda o por la señorita Corey.
--No está--dice Doug en español, pero
cuando quiere decir quién es, no se acuerda cómo
se dice esposo. Pero se acuerda de la palabra pa-
dre--. Soy el padre de Corey.
El hombre dice algo con rapidez y agrade-
cimiento, pero Doug no entiende. Es hora de poner
los puntos sobre las íes. "Corey no matrimonio. Y
además--añade--, estas llamadas son muy expen-
sivas. No llamar, ¿correcto?".
Hay un largo silencio. Y después, como si
le sacaran el aire a una llanta, Doug escucha, "Sí,
sí, sí, sí...".
--No puedo salvar mundo --añade
Doug--, sintiéndose culpable al decirlo. Cuando
niño soñaba con salvar al mundo como el Llanero
Solitario. Ahora ni siquiera quiere aceptar los car-
gos de una llamada de socorro.
--Por favor--dice, y porque le parece que
suena indeciso, añade--: Policía--para darle un
toque de vigor a lo que está diciendo. Como espe-
raba, José cuelga.
De vuelta en el jardín donde fertiliza y re-
corta y siembra y organiza todo para las primeras
heladas, escucha un sonido terrible, una mezcla de
gritos humanos y trompetas de ángeles que des-
cienden el día del juicio final a separar las almas
buenas de las malas como si fuera ropa para el la-
vado. Mira hacia arriba y ve una chapucera forma-
ción en V de gansos que se dirigen hacia el sur para
invernar. Y a ellos, ya que no hay nadie más al-
rededor, les pide excusas.
Una paz maravillosa pero al mismo tiempo
castigadora ha anidado en la casa. Corey vuelve a
ser la hija que antes se sentaba sobre sus rodillas a
preguntarle por qué las estrellas no se caían del
cielo como las gotas de agua o los copos de nieve.
Yo está de muy buen ánimo. Corey se ve tan bonita
y hace sentir mejor a Yolanda de no tener una hija
propia. Corey ha madurado tanto... Y que no se le
ocurra a Doug sugerir que todavía necesita madu-
rar mucho más.
--Está cambiando, como dijiste--dice Yo,
sonriéndole cariñosamente.
No hay más llamadas telefónicas. Los peda-
zos de pan parecen haberse puesto más duros que
las piedras--ni una palabra sobre José. Igual que no
se ha escuchado una palabra más sobre el bebé de
la isla. A veces Doug considera que esos entusiasmos
de Yo son inspiraciones momentáneas que ella ter-
mina por eliminar del bosquejo de su vida.
--Me pregunto por qué no ha llamado
más--Doug se atreve a tocar el tema durante la úl-
tima cena que tendrán juntos. La culpabilidad que
siente lo hace hablar como ese tipo con el elefante
al cuello--. Quizá consiguió quedarse en su conu-
co, ¿qué creen?
Corey se encoge de hombros. Ahora tiene
otras preocupaciones; las clases comienzan el lunes,
al día siguiente de su llegada a casa de su madre.
Sus amigas saben que está de regreso y la han es-
tado llamando. Quién sabe si José ha estado tratan-
do de llamar y el teléfono ha estado ocupado.
--Apuesto a que Mundín le dio el trabajo
otra vez--Yo había llamado a su primo para ex-
plicarle el aprieto de José--. De todos modos, qué
más podemos hacer por él desde tan lejos.
--¿Qué quieres hacer con la tierra?--le
pregunta a Yo esa noche. El problema de energías
negativas en la casa parece haberse resuelto por sí
solo. Normalmente, hubiera aprovechado la oca-
sión para indicarle a ella que todo ese asunto de es-
píritus y brujerías no era más que un montón de
embelecos dominicanos--: Ves, las cosas se resuel-
ven por sí solas en su momento. Pero ya no se sien-
te virtuoso--. Qué sabe él de la magia que enlaza y
desgarra a la gente. Bien pudieran ser espíritus.
Yo dice que sería mejor dejar la tierra don-
de está.
Pero ya él la ha empacado como ella le dijo.
¿Está segura de que no va a querer que la vuelva a
excavar de nuevo cuando suceda algo desagradable?
--Parece que tú quieres sacar esa tierra de
A decir verdad, él quiere sacar esa tierra de
allí, aunque sabe muy bien que la tierra de José está
mezclada por todo el jardín. Pero aquella bolsa ne-
gra de plástico se ha convertido en la personifica-
ción de todos sus problemas durante las dos últi-
mas semanas, toda la furia contenida de su hija,
toda la soledad del verano sin Yo, toda su ira contra
el país que continuamente la reclama y se la quita,
lo cual es la razón, al fin lo reconoce y sin la ayuda
de un terapeuta, muchas gracias, de su enojo con
las intrusas llamadas de José.
Le dice que si a ella no le importa, a él le
parece que la tierra se queda allí... Pero al día si-
guiente pone la bolsa en la cajuela del carro y la tira
al depósito de basura que está detrás del hospital.
Allí mismo, hace unos años, encontraron a un re-
cién nacido, berreando, envuelto en una de esas
toallas de papel de estraza que hay en los baños
públicos. Lograron seguir la pista hasta la madre,
que resultó ser una jovencita tan aterrorizada de que
sus padres descubrieran que no era virgen que optó
por ser asesma.
Pero el bebé sobrevivió, recuerda Doug, de
pie cerca del basurero. A veces los abuelos llevan al
bebé a su oficina, y el niñito es un amanecer de son-
risas y cooperación. Doug lo ha examinado con los
ojos y las manos y sus instrumentos, y nunca le ha
encontrado ni una cicatriz de su horrible llegada
a este planeta.
Y eso es lo que anhela allí parado junto al
depósito que parece provocar algo en él: una ora-
ción, un deseo, un adiós. Tal vez a Corey, después
de todo, no le queden cicatrices. Por favor, Corey,
felicidad.
Camino a casa de la madre de Corey hacen
sus planes. Ella vendrá a visitarlos durante las va-
caciones de otoño. Pasará el Día de Acción de Gra-
cias con su Mamá, ya que ellos tres piensan pasar
la Navidad en la República Dominicana.
--¡Será fantástico después de haber visita-
do España!--dice Corey recostándose en el espal-
dar del asiento delantero. Así es como Doug la re-
cuerda durante los viajes en automóvil cuando era
niña. Se paraba encima del asiento trasero y se re-
costaba hacia el frente para participar en todo lo
que ocurría en el delantero.
--Vas a conocer a toda mi familia loca--le
dice Yo--. A lo mejor Mundín me presta otra vez
su casa en la montaña.
--~onoceré a José--agrega Corey. Entre
todos tejen un cuento, el cuento del viaje de Navi-
dad a la isla.
--Me gustaría conocer a José--dice Doug,
y las dos mujeres lo miran no muy seguras de que
no se está burlando.
--¿De veras, papá?--pregunta Corey, in-
clinándose más hacia adelante. Si se volviera hacia
ella en ese momento, probablemente le pudiera plan-
tar un beso en la mejilla.
--Seguro que sí. He estado pensando que
quizá deberíamos comprar un terreno por allá. Qui-
zá José podría cultivarlo para nosotros. Con un suel-
do--agrega--, un buen sueldo.
Los pedazos de pan están felices. Les en-
canta el final que él ha dado al cuento.
Durante todo el otoño, cada vez que el te-
léfono suena, Doug da un salto. Muchas veces es
Corey preguntando cómo están, o para informar-
les sobre el traje de dos piezas que consiguió en re-
baja y un increíble vestido veraniego que la hace
lucir delgadísima. Las aguas santas de Yo se han
esfumado, si así se puede decir, quién sabe. Los
platillos están vacíos en sus ventanas y un día Doug
encuentra que desaparecieron por completo. ~Ya
la casa está bien protegida~, le explica Yo cuando
él le pregunta sobre los platillos. Parece raro, pero
los echa de menos.
Cuando llegan las heladas, el jardín luce
un abrigo de plata, que ya para el mediodía el sol
ha derretido. Las hojas caen desordenadarnente, un
hermoso reguero que deja las colinas desnudas y es-
queléticas y aterradoras. La tierra se endurece, y el
paisaje se arrecia para el invierno, todo pardo y gris,
un puño cerrado. El jardín es lo que Doug más
echa de menos en esta época; no es hasta febre-
ro cuando empieza a planificar el nuevo jardín,
organizando las semillas, hojeando los catálogos
de jardinería. En el otoño es ver la televisión y co-
cinar y cuestionarse hacia qué rumbo va su vida.
Este año sueña una especie de viaje mental, como
si tuviera otra vida simultánea que ocurriera a lar-
ga distancia.
Se encuentra en una isla, en una finca en
un monte, en un terreno cerca de un río caudaloso.
Están plantando yucas en hileras. Ayuda a un hom-
bre cuya cara no ve, o quizás es el hombre quien lo
ayuda a él. Cuando Yo le ofrece un plato de sopa a
la hora de la cena, ya la esquina suroeste está casi
terminada. "¿Dónde estás?~, le pregunta ella.
Él no es como a los que se les ocurren ma-
neras elegantes de decir las cosas, pero se sorpren-
de a sí mismo cuando le contesta: "Dondequiera
que tú estés".
El acosador
Entonación
Lo único que tengo que hacer es mirar tus
ojos en la portada del libro y me remonto a tiem-
pos atrás
al come-y-vete al lado de la carretera en el
oeste de mass donde llevas un uniforme verde gui-
sante y una redecilla en el pelo y estás cocinando
hamburguesas y perros calientes a la parrilla y
friendo papas en un cesto de metal y yo me toco
ya que puedo verte los panties negros a través de la
tela verde guisante
y después salgo y miro hacia arriba y veo
que las estrellas se cambian de lugar y conectan-
do los puntos dibujan tu nombre el cual todavía no
conozco--yolanda garcía--el nombre completo
hasta con el acento sobre la i
lo cual no me digas que no es una señal
y es por eso que no me sorprendo al ver tu
cara que me mira desde la página del Sun Times
con un anuncio de que vas a estar en una librería
de michigan avenue esta noche a las ocho y vas a
hacer lecturas de tu nuevo libro que todavía no he
visto aunque tengo en mi posesión todos los otros
que has publicado
Llamo a la librería y digo, quiero ir a la
lectura de esta noche, hace falta un boleto, a qué
hora debo llegar y cuánto tiempo durará y hay un
lugar de estacionamiento cerca; hago todas estas
preguntas de relleno antes de hacer la que más me
interesa
sería posible comunicarme con la señorita
garcía ya que soy un amigo y estoy seguro de que a
ella le gustaría verme
--hay un momento de vacilación al otro
lado
--un resuello que me es familiar pues pro-
voco esta reacción en las mujeres
de cierta edad e inteligencia y apariencia lo
que en esta ocasión no puedo verificar porque no
puedo ver a esta empleada pero adivino que es de ba-
ja estatura trigueña con la nariz respingada de as-
pecto muy mono que trata de disfrazar con lápiz
de ceja y ropas sueltas y negras
así que no me sorprende oírla recitar el es-
perado lo siento pero no está permitido divulgar
esa información pero esta noche después de la lec-
tura tendrá la oportunidad de hablar con la autora
y yo le digo, por supuesto que no debe di-
vulgar esa información ya que usted no me cono-
ce de nada y yo pudiera ser un ex o un asesino o
un ex asesino (jajajá) pero ella no se ríe sólo me
escucha con concentración como tratando de detec-
tar algún sonido en el trasfondo que más tarde se
lo podría describir a la policía y así lograrían deter-
minar de dónde estoy llamando
Que bajen por la michigan y por la larga
avenida de los años hacia el miedo y la soledad el
dolor en el tren hacia elgin al edificio de ladrillos
de dos pisos El Puente sobre Aguas Turbulentas,
dice el letrero ellos le enseñan sus emblemas a
mark quien los lleva al segundo piso
hasta mi habitación donde tocan a la puer-
ta y el bien parecido dice con permiso pero esta-
mos buscando a un tal walt whitman, sin pestañear,
sin pensar, pero ese nombre ya lo ocupó un famo-
so poeta del siglo XIX
pero en realidad digo, anjá, walt whitman ése
es el nombre que ha usado durante los últimos cin-
co años y antes de ése fue billy yeats y antes de ése
fueron george herbet, gerry hopkins, wally stevens
(como si tú me fueras a prestar atención de
yo ser uno de tus héroes resurrectos)
y yo digo, entren por favor, y ellos entran a
la vida del muchacho con el problema de que de-
rrama todo a quien a los cinco años lo llevan co-
rriendo al hospital inconsciente debido a una gol-
piza con una manguera de goma
porque, dice ella, este muchacho está des-
controlado le doy la caja de cereal y el tazón y él
sigue echando hasta que la caja se queda vacía y
hay hojuelas de maíz por todo el piso lo mismo hace
con la leche hasta que corre y se derrama por el bor-
de y baja por los costados de la mesa medio galón
perdido lo mismo hace con el talco la caja com-
pleta de ammens salpicada sobre su cuerpo y todo
lo que le rodea
y él sabe lo que hace y lo hace para moles-
tarme y por eso es que tengo que pegarle porque
usted tiene que entender que él no está bien de la
cabeza desde el día que nació es el vivo retrato de
su padre quien nunca le ha visto la cara a su hijo sal-
vo si alguna vez por una extraña coincidencia vio
a un lindo niño trigueño en la calle o en el auto-
bús o en la escalera eléctrica y pensó caramba ese
niño se parece a mí
ella le cuenta todo esto a los médicos y ellos
lo escriben en sus expedientes y me llevan a un lu-
gar donde ella no se me puede acercar por unos
cuantos años
hasta que soy un niño sin el problema de re-
gar en el primer fin de semana que paso con mi madre
y le hago a su gato a sus minifaldas a sus
panties a su maquillaje lo mismo que ella me ha he-
cho a mí
pecado del que me arrepiento pecado que
he confesado una y otra vez a los empleados y
subempleados estatales a los consejeros a los tera-
peutas a las trabajadoras sociales los policías el
capellán la intercesora a los psiquiatras y hasta a
mark todos ellos orejas a sueldo pero no a la per-
sona que quiero que me escuche
y sí, tiene un rostro humano
sí, tiene un rostro humano
Salgo de la casa le digo a mark me voy a
trabajo a devolver libros a los estantes en la
versidad de Chicago y sí señor estaré de regr
376
a las nueve en punto o quizás antes del toque de
queda
mi funda de las compras llena de tus libros
que he descuartizado y reensamblado y ahora nin-
guna de las páginas es como tú la escribiste, las
oraciones recortadas y pegadas en cuentos diferen-
tes y la lista de tus agradecimientos en la parte de
atrás mezclada con los pentámetros yámbicos y
tus ojos saltan de los márgenes blancos, cada pala-
bra violada hasta que
todo suena como la cabeza hueca que eres,
que escribes tanta jerigonza y pretendes que es
verdad
y para la merienda un paquete de galletas
lorna doone ah sí lorna doones y la escuela correc-
cional y el pasillo de catres y las visitas a medianoche
del supervisor de la voz gruesa y las manos gran-
des con los paquetes de lorna doones
y una barra de queso monterey jack para
rosemarie luz de mis ojos quien siempre traía una
cada vez que su papá la sacaba a pasear
y mi cuchillo de caza que se dobla, tan lin-
do como un juguete de niño, todo en mi bolsa
Sigo buscando el lugar donde te alojas
doy vueltas y vueltas frente a la vitrina de
cristal donde la monísima trigueña de la librería
(ahora la puedo ver) pasa su varita mágica sobre los
libros que un cliente ha apilado sobre el mostrador
paso por tres cafeterías de capuccino dos
tiendas de bagels una tienda de tarjetas un peque-
377
ño café que se llama cachet y cuento cinco bouti-
ques de ropa dos zapaterías una charcutería con
rosarios de salchichas en rebaja colgados en la ven-
tana y cuatro garajes de estacionamiento que la jo-
vencita me dijo por teléfono que encontraría
un viento cortante sopla desde el lago
un copo de nieve y otro copo de nieve no
hay dos iguales dice la gente
vuelan más y más lejos
y tengo suerte de que me encuentro el
enorme hotel westin donde posiblemente te alojes
a doce cuadras de la x que indica el lugar
Todo es mucho más fácil de lo que pienso
voy directo a la recepción del hotel y digo,
soy un reportero del Sun Times y vengo a entrevis-
tar a la escritora yolanda garcía
un hispano negro, spic and spade (jajajá)
con un letrerito en el pecho que dice que es mister
martínez como si yo no me diera cuenta con sólo
mirarle la tez oscura y el bigote finito sobre los la-
bios gruesos
sin pestañear teclea en la computadora y
¡bingo! al momento está en el teléfono diciéndote
que el reportero del Sun Times está allí
y oigo tu vocecita sorprendida que dice
¿quién?
y el tipo de la recepción me da el teléfono, en-
cogiéndose de hombros, ella quiere hablar con usted
acotejo mi voz para decir ay-tan-amable-
mente, siento molestarla, señora garcía, pero mi
secretaria concertó esta entrevista con su editor y
siento mucho que no le hayan avisado y espero que
usted pueda hacer un tiempo para esta entrevista
ya que tenemos planificado un extenso artículo pa-
ra la edición del domingo con fotos a colores que
pensamos va a vender muchas muchas copias de
sus maravillosos libros
wow dices, impresionada, pero fíjese, na-
die me dijo nada, es más, la publicista me dejó la
tarde libre a propósito para estar con mi herma-
na que está aquí de visita y vino de rockford para
verme
a no ser que, y tapas el auricular con la
mano y tu voz se oye distorsionada y regresas y me
dices que si no me importa hacer la entrevista con
mi hermana presente en la habitación
y ahora es mi turno de vacilar y preguntar-
me si podré llevar a cabo mis planes y claro que sí
siento que la adrenalina se me desboca de sólo
pensar que habrá dos de ustedes
no hay problema, digo, y me das el núme-
ro de la habitación
Primero pienso que es una broma y que te
diste cuenta de quién soy, no es posible que estés
alojada en la habitación número 911, el número de
pedir auxilio, el número que marcaste aquella no-
che que me senté frente a tu puerta, al tope de la
escalera, sabiendo que no tenías otra manera de salir
porque la escalera de incendio no la construyeron
hasta después del fuego
que declararon fue premeditado y trataron
de cargármelo a mí
sentado allí llorando y suplicándote que
me dejaras entrar
y tú gritabas al otro lado de la puerta, vete,
vete, no me molestes más, no quiero tener nada
que ver contigo, me aterrorizas con tus cartas de-
mentes y me persigues por todas partes y registras
mi basura y escoges alguna que otra cosa y te apare-
ces a mi puerta con tus locuras de que soy tu otro
yo, tu alma gemela, tu doppelganger, no lo soy, no
lo soy, no lo soy, me oyes, lo juro, billy o george o
gerry o como te llames, si no te marchas en este
instante voy a llamar a la policía por mucho que
odie echarle los cerdos a alguien, voy a llamar al
911 y se te va a llenar el cuarto de agua pues apues-
to que tienes un expediente policial que te persigue
de quién sabe dónde
y yo te rogaba por favor abre la puerta dé-
jame entrar por cinco minutos puedes medirlos y
me echas cuando se acabe el tiempo pero te nece-
sito, te necesito, necesito que me escuches que te
cuente todo lo que me ha pasado
y una señora gorda con la cara amoratada
sale del apartamento de abajo y me dice, déjala
tranquila no ves que no quiere hablar contigo
y te oí hablar por teléfono diciendo hay un
hombre ahí afuera que no me deja salir de mi apar-
tamento, me persigue hace más de quince años
y no, señor policía, no
y yo podía escuchar los pensamientos en tu
cabeza pensando <~yo sé lo que ustedes piensan que
si te violan es que incitaste al violador que si te asal-
tan es que debes haber provocado al asaltante si te
acechan es que debes tener mucho enganche pero
no nunca me he acostado con él, nunca he hablado
con él más que cinco minutos aquella noche hace
quince años cuando entró al restaurante donde
trabajaba y me dijo que no tenía dinero que tenía
hambre y yo le preparé un ángel a caballo que es
un perro caliente abierto a lo largo con queso de-
rretido adentro y luego envuelto en una tira de to-
cineta y yo no sé quién le puso ese nombre o por
qué un ángel con alas no necesita caballo pero ven
aun este detalle de lo que él comió y con cuyo
nombre yo no tuve nada que ver que él percibió
como una señal, y la única vez que yo recuerde que
le hablé por más de cinco minutos además de ese
primer encuentro fue en un bar y el que era mi es-
poso y yo teníamos una pelea y este loco se me
sentó al lado y yo le escuché decir de cómo una
fuerza poderosa lo había enviado a mí
y otras locuras como ésa, y confieso, okey,
confieso que yo dejé a aquel loco hablar y hablar
para que mi esposo viera que otra persona se po-
día enamorar locamente de mí
pero nunca jamás me aproveché de su lo-
cura, lo juro"
y podía escuchar tu voz en el teléfono di-
ciendo no lo oye señor policía sí ése es él golpean-
do la puerta y dando gritos que lo deje entrar
por favor, ay, por favor, envíe a alguien al
20 de high street una casa grande gris de dos pisos
con un porche que se está cayendo ustedes estuvie-
ron aquí antes cuando el hombre que vive en el
primer piso perdió los estribos cuando se encontró
toda su ropa apilada en el patio pero yo vivo en el
apartamento del segundo piso el de la escalera es-
trecha que llega hasta mi puerta y ahí es donde él
está desde hace una hora y no puedo salir pero por
favor quédese en la línea conmigo hasta que la pa-
trulla llegue aquí estoy petrificada de miedo por-
que ahora él está tirando su cuerpo contra la puerta
y ¿qué pasa si la echa abajo y me agarra?
Salgo del elevador en el octavo piso ya que
puede ser que me estés esperando en la puerta del
elevador y no quiero que salgas corriendo por el
pasillo y tú y tu hermana se encierren bajo llave
una joven tal vez vietnamita tal vez corea-
na con su vagón de limpieza estacionado en el pa-
sillo junto a una puerta abierta me saluda con un
leve movimiento de cabeza y vuelve a entrar a la
habitación donde hay un televisor con una teleno-
vela a toda voz
de cuarto en cuarto ella observa al mundo
girar y despedazarse
una muchacha muy bonita con el pelo largo
estirado hacia atrás en un rabo de caballo negro que
me dan ganas de coger todas las botellas de champú
y echarlas en una bañera y abrir el agua a todo meter
y sumergirme en la fragante agua enjabonada y que
ella me dé un masaje fuerte y en caso de salirse de
mi bolsa el cuchillo de caza y ella diera un salto alar-
mada yo le diría no tengas miedo ya que el mal es
siempre una opción y tU sabes qué es lo que lo des-
carrila y qué lo aquieta y qué lo destruye
adivina
y quizás ella no sepa mucho inglés porque
me mira de un modo extraño cuando sale de la
habitación y me ve ahí parado estudiando los ja-
boncitos y las toallas y las libretas de mensajes te-
lefónicos; y los bolígrafos; quizás ella no entienda
mi inglés
pero aun así en su propia lengua extraña
ella sabe la respuesta ella sabe qué contienen las ti-
nieblas que trajo consigo a este país de los matade-
ros de vietnam o de el salvador o corea o de don-
dequiera que sea que ella dejó una aldea ardiendo,
los hombres suplicando ay por favor en el nombre
de dios alá jesucristo buda coca-cola los gritos los
alaridos de niños desnudos corriendo despavori-
dos con gusanos que les salen de las nalgas
ella sabe que aun aquí a cientos de miles
de millas de distancia el mal echará abajo su puer-
ta y le penetrará en la cabeza y allí hará su hogar
excepto si ella se lo cuenta a alguien que ama o
pudiera amar todo lo que le ha pasado
pero ahora ella me mira con sonrisa du-
dosa de recobrar-el-aliento-no-estoy-muy-segura
y tomo uno de los bolígrafos y escribo el número
de El Puente sobre Aguas Turbulentas y le digo,
cuando quieras hablar
pero ella retrocede dentro de la habitación,
meneando la cabeza, diciendo, no english, mister,
y una mirada de susto en los ojos que no puedo
penetrar
así que me dirijo hacia la puerta de salida
y subo un piso más hacia ti
Toco a la puerta y tú la abres y antes de que
yo diga hola soy el reportero del Sun Tímes veo en
tus ojos la misma cara aterrorizada de la muchacha
vietnamita y tratas de cerrarme la puerta en la cara,
pero ya estoy adentro
paso el cerrojo y te agarro por el cuello y le
grito a tu hermana que ha dado un salto hacia el
teléfono
si lo tocas la mato
tu hermana levanta la cabeza y dice no, no,
no, no, mire, no voy a llamar a nadie pero por fa-
vor no le haga daño llévese el dinero y el anillo de
bodas y este pendiente que mi esposo me regaló
por nuestro duodécimo aniversario que debe valer
muchísimo dinero porque él todavía lo está pa-
gando
te libero de mi abrazo y tú te tocas el cue-
llo y toses dándome la espalda y te doy un empu-
joncito y te digo muy suavemente por qué no te
sientas en la cama junto a tu hermana
y tú haces lo que te digo las dos lado a lado
con las manos agarradas sobre el cubrecamas flo-
reado que combina con las cortinas los dos cuadros
la alfombra lavanda una habitación no tan diferen-
te a las que he conocido en instituciones que he
conocido donde cualquiera puede vivir brevemente
un negociante un poeta una mujer que será ope-
rada de cáncer luego que se sepa el resultado de las
pruebas una mujer que le ha dado una golpiza a su
hi)o una mujer que espera a su amante
una mujer que calma a su hermana que
llora diciendo okey okey no te preocupes, de veras
yo lo conozco a él de hace tiempo, no nos va a ha-
cer daño
pero tu voz tiembla al decir la última ora-
cion como Si no estuvieras tan segura
Tienes la cara avejentada, más delgada, mar-
cada por líneas cuando antes era lisa como la luna
jalando y jalando las mareas de mi profunda nece-
sidad de ti
y ahora tienes el pelo corto con rizos de-
sordenados y salpicado de gris en lugar de la grue-
sa soga de tu trenza que yo traté de cortarte con
un par de tijeras después de la primera orden de la
temporada en restricción después del incendio des-
pués de la temporada en brookhaven
y tus manos huesudas y preocupadas y tus
hombros estrechos y sin alas
me siento defraudado de tenerte frente a mí
pero no teniéndote frente a mí como hubiera queri-
do tenerte frente a mí una mujer ajada una compa-
ñera del alma transformada en un ser humano
Me siento frente a ti en la otra cama abeja-
relna
me quito el abrigo, saco tus libros de mi
bolsa las dos me observan con mucha atención las
lorna doones, el monterey jack, y por supuesto el
cuchillo
el que se abre cuando aprieto el ojo blanco
y las dos dan un salto
y esta vez tU hermana no llora
pero hace unos sonidos de animal aterrori-
zado quejiditos y sollocitos
corto una tajada para cada una y se las
ofrezco en la punta del cuchillo
y tú tomas la tuya con mano temblorosa y
la sostienes como si fuera veneno contagio la bomba
atómica
hasta que digo, no lo van a desperdiciar,
verdad, éste es mi cuerpo ésta es mi sangre (jajajá)
y lentamente con pequeños mordiscos te comes
mi ofrenda
He esperado mucho tiempo por este mo-
mento, comienzo, mucho tiempo dibujando los nú-
meros en el aire con el cuchillo, veinticinco años
diez años desde que te vi por última vez o no te vi
al otro lado de la puerta entonces quince años an-
tes de eso
lo cual suma un cuarto de siglo sufriendo
por culpa de una puta después de un cuarto de si-
glo sufriendo por culpa de la otra puta que me
mandó a encerrar por derramar el cereal
que es casi igual que llamar a la policía por-
que un tipo trata de hablar contigo pues me agarra-
ron al bajar las escaleras me llevaron a la comisaría
me tomaron las huellas digitales me interrogaron
y me dejaron ir pero me estaban vigilando y cuan-
do una semana más tarde la jodida casa donde vi-
vías se quemó tú les debes haber dicho que pen-
sabas que yo lo hice porque me arrastraron a la
comisaría y para ese entonces ya tenían otra mu-
gre sobre mí y me despacharon para brookhaven
porque traté de cortarte aquella trenza que tenías
antes, te acuerdas
párate y déjame enseñarle a tu hermana lo
larga que era aquella cabrona trenza
y tú te pones de pie me das la espalda y yo
presiono el lado sin filo de mi cuchillo justo enci-
ma de tu lindo culo
y tu hermana da un resuello
y yo digo, no dirías tú que te llegaba hasta
aquí más o menos
y tú dices, sintiendo el cuchillo contra tu
carne, tú dices, sí, hasta ahí mismo más o menos
Después muy lentamente te vuelves hacia
mí con las manos extendidas pequeñas, como es-
trellas suplicantes
sólo quiero decir que lo siento mucho que
no fue mi intención causarte daño yo quiero ex-
plicarte por qué
y yo grito cállate puta cállate no me vengas
con ay lo siento tus cabrones ay-si-yo-hubiera-sa-
bido-entonces-lo-que-sé-ahora
pero con una voz suave una dulce voz de
rosemarie una voz difícil de resistir tú dices, ay,
por favor
Por favor no me hagas callar porque me
siento muy mal
porque al verte aquí sé que vas a pensar
que te estoy mintiendo, que te estoy diciendo to-
do esto para salirme de este aprieto pero al verte
aquí veo que tú tenías razón cuando decías que
eras mi alma gemela mi otro yo mi doppelganger y
aquellas otras cosas que me llamabas
pero ves es que decías esas cosas de una
manera que me asustaba que me hacía escaparme
que no digo que fuera tu culpa no lo tomes a mal
es que el estilo de la persona y el tono de
voz pueden cambiar mucho las cosas
supongamos que tú hubieras venido a mí
sin esa mirada de necesidad sin desesperación sin
esa voz fantasmal de thorazine
diciendo tú eres mi alma gemela mi vida
tu nombre permanece junto a las estrellas
yo te hubiera escuchado te hubiera ayuda-
do hasta me hubiera enamorado de ti porque mi
esposo sí estoy casada con un hombre fuerte que
debe estar a punto de volver del instituto de arte
él me dice cosas muy parecidas
y me alimenta el alma y el corazón me re-
bosa cuando él me dice esas cosas con su voz cal-
mada segura
pero créeme tú no eres la primera cuya to-
nalidad y estilo han chocado con el mío porque
he estado casada dos veces antes una con un hippie
y la otra con un británico
y aunque los dos tenían buenas intencio-
nes y me amaban con todo el corazón y yo los
amaba con todo el corazón
sus estilos eran como echar sal en la herida
más abierta
y tal vez ésta sea una débil excusa aunque
no te culpo porque estoy segura que no importa
cuál sea tu estilo o tono de voz tienes un buen co-
razón y puedo atestiguar que nunca me has puesto
la mano encima nunca has tratado de lastimarme
excepto aquella vez en que me jalaste la trenza
para cortarla y no estoy diciendo que aquello estu-
vo mal porque de qué otra manera se puede cortar
una trenza si no es jalándola y mi hermana y yo
estamos convencidas que tú has venido aquí a com-
partir con nosotras tus galletas y tu queso y a que
yo te autografiara los libros que es algo que apre-
cio enormemente
porque a decir verdad una de las razones
por las que yo te tenía tanto miedo era porque
tú confrontabas abierta y valientemente sí lo
puedo ver ahora mismo valientemente y abierta-
mente una parte de ti oscura y aterradora que yo
también tenía miedo de confrontar excepto por
escrito
y es por eso que yo escribo libros como mi
manera de darte sí de darte a ti mi manera de de-
cir, llévate esto que quizá te ayude por un tiempo
a combatir el terror a sanar la herida a alejar un po-
co la confusión
¡cállate!, te grito, te dije carajo que te calla-
ras, y vuelo de la cama
y pongo el cuchillo en tu garganta y digo
te crees que no lo voy a hacer puta y la hermana
suplicándote por favor por favor por favor y final-
mente tú te callas y yo me siento y me corto un
pedazo de monterey y lo devoro y no sé si sea que
el sabor de este queso me sabe al que rosemarie
me daba pero empiezo a mecerme y siento el
miedo y el dolor y las lágrimas de antes
Y recolectando mi voz
para decir finalmente después de tantos años
lo que hubiera dicho
pero cada vez que trataba de hablar conti-
go y a dondequiera que te seguía cerrabas la puer-
ta te escapabas dejabas que tu novio me vapuleara
llamabas a la policía tus maridos llamaban a la po-
licía tú te metías los dedos en los oídos y gritabas
vete estás loco y me das miedo
no querías escucharme aunque hace unos
meses te oí en la jodida radio hablando sobre la
importancia de los cuentos y que después de casa
comida y ropa
con los cuentos es que nos salvaguardamos
los unos a los otros y un montón más de mierda
--y tiro uno de tus libros contra la venta-
na pero por supuesto el cristal de los hoteles es du-
ro y grueso a prueba de suicidios y el libro aterriza
sobre la alfombra y otro libro y le arranco las pági-
nas a un tercero y abro el cuarto para enseñarte lo
que he hecho
las páginas todas cortadas y violadas
--y gritas ¡ay dios mío! y ahí es que empie-
zas a llorar abrazándote a ti misma sollozando
lo que me provoca ganas de vomitar llorar
tirarme a la calle volar por la ventana ya que de qué
sirve cuando golpean al niño golpean al gato que-
man la aldea destruyen los libros el mechón de pe-
lo negro en mi puño y todavía me duele
así que digo, digo
--para para te juro por dios que no te voy
a hacer daño como te doy mi palabra de honor lo
cual no he hecho nunca antes
--y mira como prueba de buena fe voy a
guardar el cuchillo voy a recoger los libros te voy
a dejar las lorna doones renuncio a mi magia bruta
--pero antes de irme quiero que hagas al-
go por mí quiero que te sientes allí callada sí así
mismo sin llorar calmada que escuches con aten-
ción lo que te he tratado de decir durante años pero
no me has dejado
y miras a tu hermana con una mirada de
incredulidad
respiras profundamente
me miras con una mirada que penetra has-
ta atrás hasta el mismo principio
okey, dices, okey, te escucho
El padre
Conclusión
De todas mis hijas, siempre me he sentido
más apegado a Yo. Mi esposa dice que es porque nos
parecemos mucho, y se golpea la cabeza con los
nudillos al decirlo. Pero ésa no es la razón por la
cual me siento tan apegado a Yo, no.
Ella me mira, y yo sé que puede remontar-
se a cuando yo era niño en pantalones cortos que
alzaba la mano en aquella escuela de troncos de
palma. "~De qué color es el pelo de Dios? Si a una
suma se le resta su sombra y se multiplica por su
reflejo, ~qué te da?~ El maestro, que se llamaba Pro-
fesor Cristiano Iluminado, hacía preguntas desca-
belladas. Poco después de yo pasar la secundaria,
se llevaron al profesor loco al manicomio a comer
mangú y a dormir en cama de paja y contemplar
las matemáticas de las estrellas. Pero, éste es el pro-
pósito de mi anécdota, yo era el único en aquel
salón de clases que levantaba la mano para contes-
tar aquellas preguntas imposibles.
Y Yo puede ver esa mano en lo alto cuando
me mira a los ojos. Es una bendición--y a veces
una maldición--tener una hija que comprende
los secretos de mi corazón. Es una mujer adulta
que ya se está preparando. En estos días cuando
me mira a los ojos ella ve la fosa recién cavada en
el cementerio cerca del pueblo donde nací, y el re-
lámpago del río entre los árboles.
Me escribe una o dos cartas a la semana.
A veces incluye alguna vieja fotografía en blanco y
negro con borde orlado como si todos los recuer-
dos se merecieran un mantelito de encaje en el cual
reposar. Un joven buen mozo sentado con una
joven en una banqueta atiborrada en un bar hace
sesenta años. En uno de esos papeliros adhesivos
de notas, que fueron inventados para ella, porque
siempre ha de tener que dar su opinión de todo,
escribe: "¿Dónde fue tomada esa foto? ¿Quién es
la muchacha que está a tu lado? ¿Estabas enamo-
rado de verdad?~. ¡Ella va directo al fondo del co-
razón de aquel joven!
La mayoría de las cosas que me pregunta
yo se las contesto. Filtro el pasado por el tamiz del
juicio de mi cabeza y, si no hay peligro, le doy la
copa llena de mi vida para que beba de ella. Alguna
cosita se queda atrapada en esa fina red, y enton-
ces no la incluyo o no doy muchos detalles. Pero
llena la carta siguiente de interrogaciones: "Papi,
tú dices que te tuviste que escapar de la isla por-
que estabas involucrado en una revolución en 1939,
pero no encuentro referencia a eso en ningún li-
bro. Me dices que estuviste en un hospital que era
una cabaña de troncos en el Lago Abitibi de los
Montes Laurentinos, pero en el mapa veo que ese
lago no queda nada cerca de los Montes Laurenti-
nos. ¿Son lapsos de la memoria o es que te inven-
taste todo el cuento? y si es así, ¿por qué?".
Y de nuevo paso las memorias por el tamiz
para explicárselas. Hasta que llega la carta siguien-
te, y le explico un poco más, y al cabo del tiempo,
pierdo el control de la calidad. Y sin darme cuenta
le he hecho el cuento completo que no quería que
ni ella ni nadie supiera.
¿Es así en realidad?, me pregunto. ¿Es que
no quiero que me conozcan antes de pasar a mejor
vida? Y quizás Yo percibe ese deseo secreto, más
fuerte que todos los demás secretos de mi corazón,
y es por eso que ella continúa haciéndome pre-
guntas.
De repente las cartas no llegan. Primero
pienso que está muy ocupada con sus novelas y SUS
clases y el nuevo esposo que es un hombre muy
agradable. Pero pasan dos, tres semanas y no llegan
cartas con las preguntas imposibles que tanto me
gustan. Le pregunto a mi esposa, que ya le ha vuel-
to a dirigir la palabra a Yo tras perdonarla por su
última novela, le pregunto qué sabe de nuestra Yo-
yo. Siempre es mi esposa la que llama a las mucha-
chas, aunque sea sólo para preguntarles si ya logra-
ron cerrar la ventana atascada y por cuánto tiempo
revuelven el arroz con leche. A veces mi esposa me
pone al teléfono cuando ella ha terminado de ha-
blar. "Bueno, ya tu Mamá te lo contó todo, así que
nada más te digo adiós.~ Pero con Yo, ya que nos
carteamos tanto, siempre digo que no con la cabe-
za cuando mi esposa me ofrece el teléfono.
--Doug dice que está triste--me dice mi
esposa--. Parece que fue a una conferencia que hu-
bo en su universidad y un crítico famoso dijo que
los de la generación de Yo que no han tenido hijos
se han suicidado genéticamente.
--¿Para qué va a una conferencia así?--le
pregunto. A veces pienso que mis hijas jamás usan
sus cerebros para deducir qué es lo mejor para ellas,
sino sólo para ser sabihondas.
--Papi, ella no sabía lo que el hombre iba a
decir. De todos modos, Doug dice que está depri-
mida. Quizás el bebé de Sandi fue lo que incitó to-
do eso. Le ha estado diciendo a Doug que la Biblia
dice que las mujeres sin hijos tienen una maldición.
--Eso es una exageración--muevo la ca-
beza, que es lo menos peligroso que se puede hacer
siempre que alguien trate de probar algo con la Bi-
blia. Pero me pongo a pensar que si yo fuera mujer
quizá me sentiría igual. Que si tuviera todo el equi-
po y no lo usara, me daría tristeza, porque sería co-
mo malgastar una parte de mí mismo.
Le escribo y le digo: "Hija mía, tu padre
está muy orgulloso de ti. Tú has dado a la luz li-
bros para generaciones futuras".
No menciono nada de que estoy enterado
de sus sentimientos. Y trato de alabarla para que
entienda que sus libros son sus hijos, y para mí,
son mls nietos.
A media tarde, ella me llama a la oficina
donde todavía trabajo un par de horas diarias. "Ay,
Papi, acabo de recibir tu carta." Suena un poco
llorosa, por eso me levanto y cierro la puerta. Por
un momento me preocupo de que ese marido su-
yo quizá no sea tan buena gente después de todo.
Con mis hijas, a través de los años he aprendido a
prepararme para las malas noticias.
--No sabes cuánto significa para mí lo que
me escribiste--me dice--. Siento mucho que no
te he escrito últimamente. He estado un poco de-
primida--y empieza a llorar y me cuenta lo de la
Biblia y el crítico famoso, todo entremezclado que
si no fuera porque ya mi esposa me lo había conta-
do con anterioridad, hubiera pensado que el crítico
era alguien famoso de la Biblia. Trato de calmarla
ofreciéndole la solución típica del país: romperle
las crismas al tipo. Pero eso la altera más aún--. Ay,
Papi, no es culpa de él. Ya yo me lo había pregunta-
do, tú sabes, que si he tomado el camino equivocado,
que si he cometido un gran error.
--Todos tenemos nuestro destino--le di-
go. Y se queda en silencio porque sé que lo escucha
en mi voz: la manera como sabemos cuándo al-
guien nos habla de algo que conoce muy de aden-
tro--. Mira a tu papá, que en 1939 se tuvo que
ir a Nueva York sin un centavo en el bolsillo.
--Pensé que te habías escapado a Canadá,
y que llevabas doscientos cincuenta dólares que ha-
bías ahorrado...
Lo importante es que yo pensaba que no
iba a poder ejercer de médico de nuevo. Que
había desperdiciado mi educación. Pero ése era mi
destino. Y a pesar de que todo se me vino abajo
durante ese tiempo, finalmente mi destino se im-
puso.
--Y tú, hija mía--añado aprovechando
que me escucha con atención--, tu destino es con-
tar historias. Es una bendición poder vivir tu des-
tino .
--Pero hay muchas otras que son escrito-
ras y madres a la vez.
tras hijas:
Y le digo lo que siempre le decimos a nues-
--Tú no eres cualquier otra.
--Pero, ¿cómo puedo estar segura de que
éste es mi destino?
--Para ti es fácil, porque ahora puedes ver
que estabas en lo correcto en cuanto a tu destino.
Pero muchas veces la gente se engaña a sí misma,
sabes. Los peros de la depresión, rompiéndose los
cuernos contra las paredes que levantamos para
aliviarnos.
No hay nada que hacer cuando se levanta
esa cortina de peros--como bien sabía mi an-
tiguo profesor--excepto ofrecer soluciones má-
gicas que no se puedan derribar. Así que le digo a
Yo que le voy a dar mi bendición cuando nos vea-
mos el día de Acción de Gracias. "Eso también
está en la Biblia~--le recuerdo--. El padre que
da la bendición. Eso es lo que espanta la maldi-
ción de las dudas~.
--¿Me vas a dar tu bendición?--parece
entusiasmarse. Ésta es la hija que prefiere heredar
mi bendición en vez de la casa en Santiago. O las
acciones en Coca-Cola.
Así que le recuerdo: "Todas mis hijas van
a recibir mi bendición. Pero a ti te voy a dar una
especlal".
--¿Quieres decir que me vas a poner las
manos sobre la cabeza?--La alegría le vuelve a la
voz--. ¿Y los cielos se abrirán y una voz dirá: ésta
es mi querida Yo en quien me regocijo?
--Algo así--le digo.
Después que cuelgo, ensayo mentalmente
cómo será esa bendición. Tiene que ser como un
cuento para que Yo se la crea. Así es que le voy a
contar la historia de cómo me di cuenta de que su
destino era hacer cuentos. Ella tenía cinco años.
Ésta es una historia que he mantenido en secreto
porque es también la historia de mi verguenza, de
la que no me puedo deshacer. Porque vivíamos ba-
jo el terror, yo reaccioné con terror. Le pegué. Le
dije que nunca jamás debía contar historias. Y tal
vez es por eso que ella nunca ha creído en su pro-
pio destino, y por lo que yo tengo que regresar a
ese pasado y soltar el cinturón y ponerle mis manos
sobre la cabeza. Tengo que decirle que me equi-
voqué. Tengo que levantar esa antigua prohibición.
Ya yo llevaba diez años de exilio en Estados
Unidos cuando conocí a la madre de mis hijas. Eso
también fue mi destino. Una prima mía me invitó
a una fiesta que un amigo de ella iba a dar en el
Waldorf Astoria. Al principio, no tenía ganas de ir.
Yo era un exiliado político y seguramente que una
reunión en un hotel tan lujoso como el Waldorf iba
a estar llena de dominicanos ricos de paso por Nueva
York para ir de compras. Pero de todos modos fui.
Después de diez años tan lejos de la patria, sentía
gran deseo de escuchar la cadencia de nuestro espa-
ñol criollo, de beberme un vaso de Morir Soñando,
de admirar la belleza de nuestras mujeres. Quizá
la dura piedra de la soledad había ablandado mis
principios. De todos modos, fui a la fiesta, y allí
sentada, perdiéndose todos los bailes, estaba una
bellísima joven estornudando en un pañuelo pres-
tado--¡un oasis! ya que yo tenía no uno, sino dos
diplomas en medicina--. No que necesitara nin-
guno de ellos para diagnosticar un simple catarro.
Nos pasamos la noche conversando sobre sus sín-
tomas, y yo me tomé la libertad, con la excusa de
recolectar sus datos médicos, de averiguar todo lo
que pude de ella.
Aquí tengo que detenerme. Mi esposa no
quiere que cuente nada sobre ella. Dice que todo lo
que diga, Yo lo va a poner en uno de sus cuentos.
Así es que no voy a decir nada de las cartitas que nos
enviábamos; de cómo creció el romance; de cómo
yo le decía mon petit cl~ou porque así es como los
franceses les dicen a sus novias; de cómo su Mamá
no me daba el visto bueno porque yo no provenía
de una familia de alcurnia; de cómo su padre sí me
lo dio porque yo era un hombre cabal y esos ante-
cedentes eran suficientes para él; de cómo mi futura
esposa regresó a la República Dominicana después
de aquel extenso viaje de compras; de la congoja
que ambos sentimos por la separación; de cómo su
madre por fin accedió a nuestro matrimonio; de
cómo nos casamos y cómo yo regresé a Santo Do-
mingo bajo la protección de su influyente familia;
de cómo tuvimos cuatro hijas.
Y ahora que la historia llegó a la parte en
que ella tuvo las cuatro niñas, mi esposa puede sa-
lirse del cuento y volver al anonimato. De vez en
cuando la tendré que traer de nuevo para que pro-
nuncie sus líneas, pero lo haré lo menos posible
por respeto a sus sentimientos. He tratado de con-
vencer a mi esposa de que cambie de idea y le re-
pito lo que Yo me dice en carta tras carta: "¿Para
qué amortajarse en silencio si la tumba lo hará to-
da la eternidad?~.
Cada vez que se lo digo hay un pleito. Mi
mujer me acusa de ponerme del lado de Yo. Mi mu-
jer dice que sólo quiere tres cosas en su lápida: su
nombre, la fecha de nacimiento y de fallecimien-
to, y este resumen de su vida: "Tuvo cuatro hijas.
No hay más que decir~. Ella insiste en que quiere
ese "no hay más que decir~ en su tumba, lo cual
me parece que está fuera de tono para un muerto.
Da muy mala impresión. Pero mi mujer insiste en
esa eulogía en particular cuando discutimos sobre
Yo y sus cuentos. Así que yo pienso que cuando
llegue la hora, la podré convencer para poner algo
más halagador, tanto para ella como para los demás:
"Adorada Esposa, Madre Amantísima, Abue-
la Sin Par, Amiga de Todos".
Poco después de establecernos en la Repú-
blica yo me reintegré a mis actividades políticas de
la resistencia. A pesar de que supuestamente el ré-
gimen se había liberalizado, y por eso había recibi-
do un indulto, en realidad nada había cambiado.
En cierta manera, las cosas habían empeorado. Se
estableció un cuerpo policiaco secreto llamado el
SIM, y por la menor infracción desaparecían perso-
nas a diestra y siniestra. A uno de nuestros vecinos
se le oyó decir que el condenado aumento de pre-
cio de las habichuelas tenía que parar. Poco tiempo
después lo encontraron con la boca llena de tra-
pos, y los pies amarrados a un bloque de concreto
en el fondo del río Ozama.
A veces se me confunde exactamente lo que
pasó. Y no es sólo porque sea un viejo. Sino tam-
bién porque he leído muchas veces la historia de
esos años según y como Yo la escribió, y estoy se-
guro que he sustituido, aquí y allá, la ficción de
ella entre los hechos. Muchas veces ni siquiera me
acuerdo de lo que he hecho hasta que me encuen-
tro con uno de mis viejos camaradas de la resisten-
cia. Y le digo a uno de ellos: "Hombre, Máximo,
¿te acuerdas de aquel armario secreto que me ayu-
daste a construir en la casa nueva?". Y Máximo
me mira de un modo extraño y me dice: "Carlos,
debes revisarte el colesterol".
La pura verdad es que me uní a la resisten-
cia. Que involucré a familiares de mi esposa. Que
cometí pequeños actos de subversión. Pero era su-
mamente cuidadoso. Como un exiliado indulta-
do, sabía que me vigilaban. Así que no me ofrecía de
voluntario para operaciones mayores. Pero si al-
guien que iba rumbo a la frontera necesitaba es-
condite por una noche, yo ofrecía mi casa. Cuando
había que distribuir panfletos de grupos exiliados,
yo lo hacía desde las varias clínicas donde trabaja-
ba. Regularmente me encontraba con mis compa-
dres en una barra en el Malecón, y planeábamos
nuestra estrategia para el golpe. Y tenía un arma
ilegal. Pero a decir verdad: no tenía aquella arma
escondida para volarle la cabeza al dictador. No.
Es que me gustaba ir a cazar guineas en los montes
cerca de Jarabacoa. Los campesinos que yo atendía
gratis en las zonas rurales me pagaban mostrándo-
me los mejores cotos. Pero yo no disfrutaba la ca-
cería con las escopetas de perdigones que el régi-
men permitía. Así que yo mantenía mi calibre 22
bien engrasada y lista y escondida bajo unas tablas
sueltas en el piso de mi lado del clóset.
Digo mi lado, ya que aquel armario se abría
por un lado desde nuestro dormitorio, y desde mi
estudio por el otro. Era un lugar seguro para guar-
dar cualquier cosa, ya que a nadie le era permitido
entrar a mi estudio, ni siquiera a las sirvientas. Mi
esposa era quien limpiaba la habitación, con la ex-
cusa de que don Carlos era muy quisquilloso con
sus cosas. Allí era donde nos íbamos a hablar si
había algún problema familiar. Yo no podía estar
al tanto de toda la casa, pero yo había registrado
aquella habitación minuciosamente y estaba segu-
ro de que no había micrófonos ocultos.
Y en esta habitación se me metía la pequeña
Yo. A menudo la encontraba debajo del escritorio
con uno de mis libros de medicina. Le encantaba
pasar las páginas transparentes, despojando al hom-
bre desnudo de su piel, luego de sus venas, luego de
sús músculos, y finalmente, cuando sólo quedaba
el esqueleto, pasaba las páginas al revés devolvién-
dole, capa a capa, la vida al hombre. Le intrigaban
las fotografías de enfermedades poco usuales, y ver
cuántas cosas podían salir mal en este mundo, y
saber que su Papi las podía remediar todas. "¡Mi
Papi puede hacer de todo!", se vanagloriaba ante
sus primas. "Te puede poner ojos. Puede sacar be-
bés del estómago." Era una adoración dulce y sim-
ple, una cualidad muy acogedora que tienen los
hijos antes de llegar a la adolescencia y desean des-
truir a los padres para convertirse en hombres y
mu)eres.
Una vez le pregunté por qué le interesaban
tanto los enfermos. "Una niña tan linda como tú
debe andar por ahí, divirtiéndose con sus primas.~
Me miró, y aun en aquella época yo sentía
que ella podía ver hasta el fondo de rni alma. "Es
divertido", afirmó con un serio movimiento de
cabeza.
--¿Qué estás diciendo?--había notado que
movía los labios y repetía un interminable mur-
mullo mientras pasaba las páginas.
--Les estoy haciendo cuentos a los enfer-
mos para que se sientan mejor.
Se me iluminó el rostro de placer al ver que
una de mis hijas había heredado el mismo sentido
de la magia que había aprendido de mi antiguo pro-
fesor. "¿Y qué cuentos son esos que les haces a
los pacientes de Papi?"
--Los que están en los libros.
La hermana de mi esposa les había traído a
las niñas un libro de Nueva York que ella les leía de
vez en cuando. Era sobre una joven que vestía un
sombrerito y un corpiño de lentejuelas y unos pan-
talones de bombache que estaba atrapada en el
aposento de un sultán a quien le hacía cuentos
para salvar su propia vida. Yo sabía lo que sucedería
antes de que le cortaran la cabeza, y por lo tanto
no pensaba que aquel libro fuera para mis hijas.
Pero cuando me quejé con mi esposa, ella me dijo
que aquel libro era literatura famosa y que un
poco de cultura no le hacía daño a nadie. Yo podía
haberle nombrado a quince o veinte de nuestros
conocidos que habían desaparecido porque sabían
más de la cuenta, pero mi esposa ya estaba bastan-
te atarantada en aquellos tiempos. Hasta que emi-
gramos a este país cinco años más tarde, ella sólo
lograba dormir si se tomaba dos o tres somníferos.
Cada vez que nos encontrábamos a Yoyo
en mi estudio, mi esposa quería castigarla por de-
sobediencia, pero yo intervenía, cosa que no hacía
en otras ocasiones. Mi defensa era que quizás el
destino de nuestra hija era ser médico, y que debí-
amos alentar esa vocación. Por eso le permitíamos
entrar al estudio y hojear los libros uno por uno,
siempre y cuando me los enseñara a mí primero.
El volumen de enfermedades venéreas lo puse en
el anaquel más alto, el cual no podía alcanzar aun-
que se parara en la punta de los pies sobre mi es-
critorio.
Pero como sucede a menudo cuando lo
prohibido es permitido, Yo perdió interés en explo-
rar mi biblioteca. Una de las razones es que había
llegado una nueva atracción a nuestra calle, un pe-
queño televisor en blanco y negro en casa del gene-
ral. Yo había visto uno hacía años en la Feria Mun-
dial de Nueva York, antes de establecerme de nuevo
en la isla. Ahora los vendían al público en general.
O más bien, habían dejado entrar al país alrededor
de cien televisores, y los allegados a los que estaban
en el poder tenían permiso para comprarlos.
Nosotros no teníamos uno, ni tampoco la
familia de mi esposa, que tenían los medios econó-
micos para comprarlo. Hubiera sido un lujo super-
fluo ya que la programación era muy limitada: la
única estación televisora estaba en manos del Es-
tado. Todos lo~ días había una hora de noticias
desde el Palacio Nacional, principalmente discur-
sos de El Jefe, o así me dijeron. Yo vi el aparato una
vez cuando fui a recoger a las niñas a la casa del ge-
neral. Éste y su esposa eran gentes muy cordiales,
ya algo mayores, que no habían tenido hijos y esta-
ban muy encariñados con nuestras hijas. Pero sabía
a través de mis compañeros de la resistencia de lo
que era capaz el general Molino, así que cuando
me dio un abrazo, sentí que se me paraba el pelo en
la nuca como las orejas de un perro guardián.
Lo que más les gustaba a las niñas eran las
películas de vaqueros norteamericanas, las cuales
parecían dobladas al español por un sordo. Años
después, cuando vi un episodio de Rin-Tin-Tin en
español, me reí durante más de media hora. El mo-
vimiento de los labios y las palabras no concorda-
ban. Los ladridos se oían segundos después de que
ladraba Rin-Tin-Tin. Lo mismo con los disparos.
Se veía al villano agarrarse el costado ensangrenta-
do y caer al piso envuelto en una nube de polvo
antes de que se escuchara el pum-pum-pum del
revólver. Pero a mis niñas les encantaban los va-
queros, y todos los sábados se iban a casa del gene-
ral a ver aquellas películas tontas.
Los detalles de lo que pasó allí un sábado
por la tarde se han confundido en mi cabeza. Co-
mo dije, este recuerdo ha sido mi más vergonzoso
secreto, y cuando uno no cuenta la historia, todo
se mezcla. Y a veces, cuando trato de rescatar un
detalle lo que saco es el vestido de organdí rojo que
mi esposa vestía aquel sábado cuando Milagros, la
niñera, regresó con las niñas de la casa del general.
Pero otras veces lo que saco son los arrestos y las
denuncias que se intensificaron aquel año en que
el régimen le soltó las riendas al SIM. Y a veces lo
que recuerdo es cómo las tablas del piso del clóset no
estaban en su sitio un sábado por la mañana cuan-
do fui al estudio a limpiar mi arma ilegal en prepa-
ración para un domingo de cacería de guineas.
Alguien había movido hacia un lado la ca-
ja llena de libros de medicina que cubría la tabla del
piso del clóset. Aquéllos eran unos libros grandes
que no cabían en los anaqueles, y ya que tenían
muchos grabados, yo asumí que fue Yo quien ha-
bía estado husmeando por allí. Habían movido las
tablas del piso, pero no las habían colocado de nue-
vo igual que yo lo hubiera hecho, aunque el envol-
torio estaba en el mismo sitio, y aspirando el aire a
grandes bocanadas para calmar los latidos de mi
corazon, me convencí a mí mismo de que estaba
seguro. No habían descubierto mi tesoro escondi-
do. Pero no cabía duda de que tenía que deshacer-
me de aquel rifle como precaución, en caso de que
el SIM viniera a hacer un registro.
No sé cómo mi esposa se enteró de lo del
rifle--¿o sería yo quien se lo dije?--. Bueno, de
un modo u otro, ella se dio cuenta de que yo me
había metido de nuevo en la resistencia. Se puso
trágica. Todas las tardes se quedaba en cama con
unas jaquecas terribles, llena de presentimientos.
¡Estábamos en vísperas de la exterminación! ¡El
SIM estaba en la puerta! ¡Al amanecer estaríamos
en el fondo del río Ozama! Estaba al borde de la
histeria, y fueron las niñas quienes sufrieron las
consecuencias. Especialmente Yo, quien a menu-
do encontraba en piyama, exiliada en su dormito-
rio por infracciones que, luego cuando mi esposa
me las contaba, me parecían insignificantes.
Lo que más líos le causaba a Yo eran sus
cuentos. Una vez--y ahora me puedo reír--
sus abuelos fueron de viaje a Nueva York, lo cual
hacían a menudo con el pretexto de alguna enfer-
medad que solamente los médicos norteamerica-
nos podían curar. Mi Yo regó la historia entre las
sirvientas que les iban a cortar la cabeza a sus abue-
los. En lo que aclaramos el cuento, ya la cocinera se
había ido despavorida pensando que a ella tam-
bién la iban a decapitar por prepararle la comida
a los traidores.
"¡No debes decir tales cosas!" Mi esposa la
sacudió por un brazo. En ese momento fue cuan-
do ella se dio cuenta del daño que aquel libro de
cuentos le había hecho a la niña. Y no eran los cuen-
'1
i~
tos únicamente, sino el hábito de cuentista que
nuestra pequeña Yo parecía haber copiado de la
heroína de corpiño y bombaches.
Poco después de ese cuento ocurrió lo otro.
Ese sábado por la noche íbamos a una gran fiesta
en la casa de Mundo, que vivía al lado nuestro.
Una gran fiesta quería decir que habría un con-
junto de perico ripiao, montones de comida y bai-
le, y por lo menos un borracho se caería en la pis-
cina tratando de probar que podía caminar sobre
agua. Las niñas estaban todavía en la casa del ge-
neral viendo una película de vaqueros cuando em-
pezamos a vestirnos. Mi esposa se puso el vestido
de organdí rojo que no había usado desde aquella
fiesta del WaldorfAstoria, y ante mis ojos volvió a
ser la señorita de los estornudos. Por primera vez
en mucho tiempo la vi relajada y juguetona. Es más,
habíamos aprovechado la quietud y la paz que rei-
naba en la casa para tener un reencuentro entre las
sábanas. Estábamos listos a cruzar hacia la casa de
Mundo cuando escuchamos a las niñas y a Mila-
gros subir por el paseo.
Entraron como relámpago a nuestra habi-
tación, luego de un leve golpecito en la puerta, un
gesto de buenos modales que les habíamos ense-
ñado. Por supuesto, siempre se olvidaban de la se-
gunda parte de la lección: esperar por el permiso
para entrar. Me di cuenta que sólo Yo se quedó
atrás, cerca de la puerta. "¿Cómo está mi doctorci-
ta?", le pregunté en broma, ya que estaba de buen
humor y muy complacido con mis cinco lindas
muchachas.
408
Fue entonces cuando Carla espetó: ~Ay,
Papi, no sabes el cuento que hizo Yoyo".
--Sí--dijo Sandi--. ¡El general Molino le
dijo que nunca debía decir esas cosas!
Mi mujer palideció de tal modo que hizo
resaltar de modo sobrenatural el colorete que se ha-
bía puesto en las mejillas. Con la voz lo más calma-
da posible, dijo: ~Ven y cuéntale a mami qué fue
lo que le dijiste al general Molino".
Milagros la miraba desde la puerta con los
ojos desorbitados y negando con la cabeza hacia
Yo. ~Doña Laura, esa niña... yo le digo a usté. Yo no
sé qué diablos se le mete en la boca. Que Dios nos
ampare, pero esa niña nos va a matar a todos."
La cara de Yoyo era un panorama de terror.
Parecía que por fin se había dado cuenta de que un
cuento podía matar, tanto como curar a alguien.
Tomó un tiempo tranquilizar a la niñera
para sonsacarle a la vieja lo que había pasado. Pa-
rece que el general y su esposa y Milagros y las ni-
ñas estaban viendo una película de vaqueros. Yo
estaba sentada en las piernas del general--lo cual
me sorprendió, porque Yo no se daba tan bien con
el general como sus hermanas--. Siempre llegaba
diciendo que el general tenía demasiados anillos
en los dedos que la arañaban, y que le hacía dema-
siadas cosquillas y la hacía cabalgar muy fuerte so-
bre su pierna. Pero ese sábado, cuando uno de los
vaqueros se puso el rifle al hombro para disparar-
les a los matones, el general le dijo: ~¡Ay, mira qué
escopeta más grande Yoyo!". Y con el dedo le
apuntaba aquí y allá. Y Yo le salió con una de las
suyas: ~¡Mi Papi tiene una escopeta más grande
que ésa!".
Y el general dice: ~¿O?".
Y Milagros reportó que le había hecho se-
ñas con los ojos a la niña para que retirara lo di-
cho. Pero no. Una vez que Yo se metía en un cuen-
to, no había Dios que la detuviera. ~Sí, mi Papi
tiene, muchas muchas escopetas grandes escondi-
das en un lugar que nadie las puede encontrar."
Y el general dice: "¿O?".
--Don Carlos, a ese hombre se le puso
la cara más blanca que esa sábana que está allí en la
cama.
--Sí, Milagros, continúa.
--Y entonces ésta dice: ~Mi Papi va a ma-
tar a todos los malos con esas escopetas, y el gene-
ral dice: qué malos, y ésta dice: el sultán malo que
gobierna en estas tierras y todos los guardias que lo
protegen en su palacio grande. Y entonces el gene-
ral dice: Yoyo, tú no quieres decir eso. Y ésta se po-
ne como usté sabe, y le da al general uno de esos
meneos de cabeza que dan los mentirosos y dice,
sí, y El Jefe también, y a usté mismo si no deja de
hacerme cosquillas".
De la boca de mi mujer se escapó un aulli-
do como nunca antes había escuchado. El terror
se retrató en los ojos de mis hijas. Las tres inocen-
tes comenzaron a llorar. La culpable trató de esca-
parse por la puerta.
Pero Milagros la agarró por el brazo y la
trajo hacia mí. <~Milagros--le dije--, por favor
lleva las niñas a bañar. Las niñas estaban colgadas
de la madre, quien sentada al borde de la cama,
sollozaba con la cara entre las manos. Gritaron y
suplicaron que no querían ir con Milagros. Final-
mente me puse de pie, me saqué el cinturón y las
amenacé con una pela si no paraban de llorar y se
iban a bañar. Aquella amenaza fue lo más cerca
que jamás he estado de llevar a cabo un castigo."
Cuando se cerró la puerta, atacamos a Yo
como un equipo de interrogación. Qué fue lo
que le dijo al general exactamente. Nada, berreó.
No había dicho nada. "A ver, cuéntamelo otra vez",
dijo mi esposa con una mezcla de furia y miedo
en la voz. "¿Tú quieres que tu Papi te dé una pe-
la que nunca se te olvide?" Pero, imagínese, la ni-
ña era sólo una niña, y una vez al tanto de que
había hecho algo terrible, estaba demasiado asus-
tada para hablar, y sólo repetía las frases que le su-
geríamos.
Nosotros también estábamos asustados. Ya
escuchábamos la tosecita de los Volkswagen, el gol-
petazo en la puerta con la culata del revólver, los
gritos cuando los esbirros inundaban la casa tirán-
dolo todo al piso. Pensamos en todas las posibilida-
des: que no debíamos ir a la fiesta al lado de casa e
implicar a la familia de mi esposa. Ya nos veíamos
metidos a empellones dentro del Volkswagen ne-
gro, mi esposa con su vestido de organdí rojo que
quién sabe qué salvajada despertaría en esas bestias,
mis hijas dando gritos, capturadas como rehenes pa-
ra hacerme confesar.
¡Y todo aquello por los condenados cuen-
tos de hadas de una chiquilla!
--Y creo que fue en ese momento en que
me di cuenta que a esa niña había que darle una
lección.
La metimos en el baño y abrimos el agua
de la ducha para que no se escucharan sus gritos:
"Ay, Papi, Mami, no, por favor", gritaba. Mi espo-
sa la aguantó, y yo dejé caer el cinturón sobre su
cuerpo una y otra vez, no con toda mi fuerza o la
hubiera podido matar, pero con la fuerza suficien-
te para dejarle marcas en el fondillo y las piernas.
Parecía que se me había olvidado que era una ni-
ña, mi niña, y todo lo que acertaba a pensar era
que tenía que silenciar a nuestra traidora. "Esto es
para que aprendas tu lección--le repetía--. ¡No
debes hacer cuentos nunca más!".
Ella hundió la cara en el regazo de su ma-
dre, preparándose para el próximo correazo. Sollo-
zaba, sus pequeños hombros le temblaban. A mí
también me dieron ganas de llorar.
Pero mi miedo fue más grande que mi ver-
guenza. Salí del baño como un rayo, fui a mi ofici-
na donde estaba escondido el rifle incrimina-
torio. Bajo el pretexto de que tenía que atender
una emergencia en el hospital, llevé el rifle a casa
de cierto compañero. Hasta el día de hoy persisto
en mantener el secreto y no menciono su nombre.
Supongo que es uno de esos hábitos rezagados de la
dictadura cuando censurábamos todas nuestras his-
torias. Ésa es la explicación que le doy a mi Yo. Ella
tiene que entendernos a su madre y a mí. Cuando
ella escribe un libro, su peor pesadilla es que reciba
mala crítica. Nosotros escuchamos golpizas y gri-
tos, vemos a la SIM llegar en un Volkswagen negro
a hacer una redada de toda la familia.
Esa noche fue probablemente la más larga
de mi vida. Cuando regresé, encontré a mi esposa
sentada al borde de la cama, meciéndose como si
estuviera en un sillón. Hora tras horas esperamos
en el cuarto en penumbras, entreabriendo las ce-
losías cada vez que abajo pasaba un carro. En la
casa de al lado, el conjunto empezó a tocar, se es-
cucharon gritos de alegría, un chapuzón en la pis-
cina. Alrededor de las once, una sirvienta llegó con
un mensaje de don Mundo con el recado de que
fuéramos a la fiesta. Inventamos una excusa: mi es-
posa tenía dolor de garganta, y a mí me llamaron
de emergencia. No pegamos los ojos en toda la no-
che. Cuando amaneció y parecía que la SIM no iba
a presentarse, mi esposa finalmente se quedó dor-
mida. Parecía que el viejo general había decidido
dejar pasar el incidente como el relato fantasioso
de una niña.
Pero ahora que el miedo había disminuido,
el remordimiento crecía en mi corazón. Fui por el
pasillo hasta la habitación de las niñas donde Yo
dormía, con el dedo gordo en la boca, el pelo enre-
dado en un moño en el tope de la cabeza. Se había
quitado las sábanas de encima durante la calurosa
noche, y le pude ver los moretones en las piernas.
Me senté al borde de la cama, y traté de hablar, pero
no pude. Fue como si la orden de silencio que yo le
había impuesto hubiera caído también sobre mí.
Ella debe haber sentido mi presencia por-
que se despertó. Levantó la cabeza levemente, me
miró, y lo que su rostro reflejó fue terror, no deli-
cia. Cuando extendí mi mano hacia ella, se alejó
de mí, y cuando la obligué a sentarse en mi rega-
zo, comenzó a llorar.
Tal vez le dije en aquel entonces que su
papá sentía mucho lo que había hecho. No lo sé.
En mi recuerdo de aquel momento, no hay pala-
bras. Sé que la abracé y que ella lloró, y luego, co-
mo un relámpago furioso, pasan cuarenta años, y
ella está al otro lado de la línea telefónica, llorosa,
preguntándose cómo puede estar segura de que su
destino sea contar cuentos.
Le he prometido una bendición para qui-
tarle las dudas. Una historia cuyos verdaderos deta-
lles no se pueden cambiar. Pero puedo añadir mi
propia invención--por lo menos eso he aprendido
de Yo--: se puede hacer un nuevo desenlace con lo
que ahora se.
Regresemos a aquel momento. Entremos
en aquel baño de azulejos verdes que, en historias
venideras, tendrá un ficticio armario oculto de-
trás del inodoro. Yo abro el agua de la ducha. Su
madre se sienta en el inodoro para someter a Yo.
Recuerda lo de Isaac atrapado en la roca y su pa-
dre Abraham alzando el cuchillo de carnicero. Yo
levanto el cinturón, pero entonces, como he di-
cho, pasan cuarenta años, y mi mano baja suave-
mente y descansa sobre la cabeza medio canosa de
mi hija.
Y yo le digo: "Hija mía, el futuro ya ha lle-
gado y tanto apuro que teníamos porque llegara!
Dejémoslo todo atrás y olvidemos tantas cosas.
Ahora somos una familia huérfana. Mis nietos
y bisnietos no sabrán el camino de regreso a me-
nos de que tengan una historia. Cuéntales de nues-
tro viaje. Cuéntales del corazón secreto de tu pa-
dre y deshaz los viejos entuertos. Mi Yo, abraza tu
destino. Te doy mi bendición. Compártela".
Este libro
se terminó de imprimir
en los Talleres Gráficos
de Anzos, S. L.
Fuenlabrada, Madrid (España)
en el mes de septiembre de 1998
Me alegro que estén todos los demás aquí.
Por supuesto, Corey parece que se va a echar a llo-
rar en cualquier momento, y no merece la pena
tratar de incluirla porque te amenaza con vomitar,
y si la dejas, amenaza con dar cuatro gritos, o qui-
zá sea al revés. Ya ella me informó de su decisión.
Va a vivir permanentemente con su Mamá y pasará
algunos fines de semana con Yo y conmigo. Cuan-
do le pregunto, bueno y cuántos son "algunos",
me dice que va a dar cuatro gritos y a vomitarse al
mismo tiempo si la obligo a contestar.
Los pecados del padre se repiten en los hijos
--y las hijas--. Pero no te enganes, más tarde o más
temprano recaen en ti. Luke y yo hemos hablado
sobre esto. Muchas veces durante aquellos primeros
años de soledad después del divorcio, yo pasaba por
St. John y veía la luz en su oficina, tarde en la noche
--tarde para un pueblo pequeño--, las diez de la
noche, y estacionaba el auto y subía a verlo, y él de-
jaba a un lado el sermón que estuviera preparando
--él disfruta de las buenas homilías--y me pre-
guntaba: "¿Cómo te va?~>. Él sabía que estaba pa-
sando mala noche, y que por eso había ido a verlo.
A veces me mostraba ejemplos en la Biblia (Isaac y
el cordero de la felicidad, la paloma con una ramita
de esperanza en el pico), y a veces me hablaba de co-
razón. Ésas eran siempre las mejores conversaciones.
Y así fue como una vez me contó sobre un
proyecto que, junto con otras iglesias, St. John lle-
varía a cabo en la República Dominicana, para
construir casas en las aldeas más pobres. ¿Me inte-
resaría ir?
Era en el verano, y se suponía que Corey
vendría a estar conmigo ese mes. No lo tuve ni que
pensar. Dije: "Claro que sí~. En cuanto llegué a casa
saqué mi Atlas, y me sorprendí: un nombre tan
grande, tan ostentoso, la República Dominicana,
para aquella islita en forma de amiba que tal pare-
ciera se pudiera resbalar del cristal del microscopio.
Corey y yo volamos a la isla. Nos sentía-
mos algo preparados, ya que ella y su madre y yo
habíamos estado en Guatemala durante unas lar-
gas vacaciones. Pero en la República Dominicana
teníamos como base un pueblito en las montañas
donde, alrededor de dieciséis hombres y diez mu-
jeres de varias iglesias de Estados Unidos, vivíamos
en tiendas de campaña. Al principio, los campesi-
nos nos observaban como si estuvieran recelosos
sobre qué les íbamos a pedir, especialmente por-
que éramos protestantes, a cambio de aquellas casas
nuevas que eran como un regalo caído del cielo.
Uno de nuestro grupo, que sabía bien el español, les
explicó que no tenían que negar al Papa simple-
mente por aceptar los albergues que construíamos
para ellos. Después de esa explicación los campesi-
nos parecieron sentirse más tranquilos, aunque nos
dijeron que antes de firmar ningún papel aceptan-
do nuestra contribución (algo que el Buró de Ren-
tas Internas y el Tío Sam nos exigían) ellos espera-
rían la llegada de una tal Yolanda García.
Y así fue como nos conocimos, en un pe-
queño y desamparado pueblucho donde Yo nos in-
terrogó sobre nuestras intenciones y luego les ase-
guró a los campesinos que sí, que estaba bien, que
302
podían firmar con equis sobre la raya. Me imagi-
no que era que no sabían leer y les daba verguenza
confesarlo. Luego me enteré que, desde hacía va-
rios años, ella venía a este pueblo todos los vera-
nos y conocía a muchos de los campesinos. Las úl-
timas dos semanas las había pasado en la capital
porque su novio había venido de visita de Estados
Unidos. Pueden adivinar quién era el tal novio:
mister Dexter Hays.
Lo curioso fue que allá en la isla Yo y Co-
rey se llevaron muy bien. Quizá porque en aquel
entonces Corey no tenía la menor idea de que esta
mujer se convertiría en parte de mi vida. Y eso lo
tengo muy presente cuando las cosas se ponen du-
ras. Una ramita de esperanza en el pico de la paloma.
Cuando terminamos la última de las casas,
todo el pueblo se congregó a celebrar bajo un
techo de palmas en el centro de aquella desolación
que ellos llamaban pueblo. Unos viejos se apare-
cieron con los más primitivos instrumentos musi-
cales. Uno era una lata con agujeros que rasgaban
con un palo de metal y hacía sonidos raspantes.
Otro era un acordeón que parecía haber recorrido
toda Europa con una banda de gitanos. También
tenían un tambor hecho de un tronco de árbol
ahuecado, y unas maracas hechas de guiros con las
semillas todavía adentro.
Aquellos hombres empezaron a tocar un
merengue con tal ritmo que le ganaba a cualquier
conjunto al norte o sur del Río Grande. Yo y Co-
rey chasqueaban los dedos y movían las caderas al
son de la música y de repente se lanzaron a bailar,
303
ellas dos solas, bailando Corey como si lo hubiera
hecho toda su vida. Al rato, cada una de ellas jaló
por la mano a alguien del pueblo, y bailaron con
ellos un rato. (Yo escogió a un hombre, Corey, por
supuesto, a otra muchacha.) Luego de un par de
vueltas, emparejaron a aquellos dos con otros dos
campesinos, y ellas seleccionaron a otros dos, bai-
laron con ellos un rato, los emparejaron con otros,
y pronto todo el pueblo estaba bailando y todos
los voluntarios estaban bailando, derramándose
fuera del techado por las calles del pueblito. Yo me
quedé a un lado de observador, porque no impor-
ta cuán infeccioso sea el ritmo del merengue, yo
soy el peor y más tímido bailarín del mundo. En
cuanto Yo y Corey soltaron a sus respectivas pa-
rejas, miraron alrededor a ver quién quedaba sin
bailar, y salvo los músicos, yo era el único, y traté
de escabullirme detrás de la cisterna del pueblo.
--¡Oye!--me llamó Yo, y Corey me arras-
tró a la "pista" de baile, y los tres nos agarramos
las manos, bailando merengue y riéndonos a car-
cajadas. Después de un coro enardecedor, los mú-
sicos se pusieron de pie y nos guiaron por las re-
torcidas calles del pueblo, todos bailando, como
en procesión, bendiciendo las casas nuevas y nues-
tro esfuerzo colectivo para construirlas.
Por supuesto que aquello fue muy diferen-
te a lo que ocurre aquí ahora. Mirando a lo largo y
ancho de esta ladera, veo a cada uno en grupos se-
parados--igual que las ovejas en los terrenos más
allá--y observo la expresión en la cara de Corey
y el ceño fruncido de Yolanda, y me asalta la du-
da, pero al mismo tiempo la esperanza, de que
todos la pasen tan bien como la pasamos en Santo
Domingo aquella vez.
Excepto por ese tipo, Dexter. A ése quisiera
verlo levantado por el peso del manojo de globos
que tiene atado a la muñeca, y luego tirado en algún
sitio bien lejos de aquí. Quizás allá, en aquel pue-
blito de la República Dominicana, anjá, ahí mismo,
justo encima de una de las casas que construimos.
Al principio me dije: de eso nada.
Pero luego lo pensé bien, y por qué no,
tenía ganas de verlas a todas de nuevo. Las herma-
nas García. Con la excepción de Yo, que en junio
del año pasado me visitó en la clínica, no había
visto a ninguna de ellas en más de veinte años.
Pero era más que eso. Mamá había muerto
el año pasado, y todavía estaba de luto. Ya sé que
necesito una nueva perspectiva de la vida. Es algo
que hay que hacer cuando se pierde a alguien que
se ha ocultado en la verdad de la tumba, una ma-
dre, un padre, una tía o tío muy querido. La gene-
ración anterior. Y de repente, te das cuenta que eres
la próxima en la fila hacia la tumba, y que el vien-
to sopla fuerte de ese costado.
Me encontraba temblando y sola. Mamá
era el último lazo que me ataba a la isla, y ahora
que ya no está, encuentro que no hay motivo para
regresar. Tengo un consultorio muy activo, y el po-
co tiempo libre que me queda, lo paso en las can-
chas de tenis. (He logrado mantener mi clasifica-
ción de G.0.) ¿Para qué regresar? Los pocos parientes
que me quedan en la isla son tan pobres y analfa-
betos, que la verdad es que no soporto verlos. To-
dos los meses sigo enviándoles un giro bancario.
Al principio que empleé los servicios de una com-
pañía de mensajeros no pudieron ni encontrar el
sitio en el mapa, ni siquiera en los nuevos y deta-
llados mapas en los que aparecen los centros turís-
ticos de la costa marcados con sombrillitas de pla-
ya y rojos barquitos de vela.
La invitación no vino de sus padres, sino
de la misma Yolanda. Y no era nada elegante. Era
una de esas tarjetas que se compran en las tiendas
de papelería y se escribe la información en las rayi-
tas apropiadas. Venga a tal y más cual prado al lado
de tal y más cual finca de ovejas el último fin de se-
mana de mayo para una gran reunión e intercam-
bio de promesas. Una dirección en Nueva Hampshi-
re. (Tuve que parar en Waldens y comprar un Atlas
para ver dónde era que quedaba Nueva Hampshi-
re exactamente. Yo sabía que quedaba al norte de
Nueva York, ¿pero cuán al norte? En mi opinión,
cincuenta estados son demasiados para desenre-
dar. Debían combinarlos en cinco o seis provin-
cias. Eso lo simplificaría para nosotros, los pobres
inmigrantes, que tenemos que memorizarlos para
el examen de ciudadanía. Ésa fue la única sección
del examen en la que no saqué 100 puntos.)
El problema era que yo sabía que, en esa
boda, me iba a encontrar con otros parientes ade-
más de los García. Seguramente que habría unas
cuantas de las tías y tíos de alcurnia, aunque no
estaba segura si ellos todavía asistían a las bodas de
las cuatro hermanas García. (Había habido siete bo-
das hasta ahora.) Para la vieja guardia de la R.D.
yo siempre seré la hija de la sirvienta, no importa
cuántos títulos cuelguen en mi pared, ni a cuántas
recepcionistas haya que hablarles antes de conse-
guirme a mí.
Y había algo más: aquélla sería la primera
vez que los vería cara a cara desde que, antes de
morir, mi madre confesara ~ue yo estaba atada a la
familia De la Torre por mucho más que por lazos
de empleo.
Volé a la ciudad más cercana que tuviera
un aeropuerto, llamé a un taxi, y el encargado dijo
que no podía ocupar un carro para llevarme tan
lejos. "¿Por qué no llama a los Dwyer?, ellos tie-
nen limosinas y hoy no hay bodas ni funerales en
el pueblo.)~ Llamo al Servicio de Carros Dwyer, y
me dice: (<Cómo no, la llevaremos". Hora y media
más tarde llego a un prado en una limosina negra
de media cuadra de largo, con un chofer unifor-
mado que me abre la puerta.
Y esto es lo interesante, lo verdaderamente
interesante. Cada vez que los del clan García de la
Torre vienen a presentarme a alguien, vacilan y du-
dan: oÉsta es Sarita López... la hija de... de una
mujer... a quien... le teníamos mucho aprecio". Y
pienso: <~Vamos, díganlo. Es la hija de la sirvienta
que nos limpiaba los inodoros y nos hacía las camas
y nos calmaba las rabietas y nos secaba las lágrimas".
Y por favor, siga con la historia; ella, la
hija, ha hecho algo de su vida. Sacó su título uni-
versitario, y ahora es propietaria de una de las
clínicas de medicina deportiva más importantes
del país. Es más, a veces llegan pacientes de la
República Dominicana y tengo que sonreír por-
que reconozco el nombre. Algún <(tío~ por el
lado de mi padre, con tendonitis en el codo o la
canilla astillada. Alguien que me negaría si me le
presentara como su sobrina, pero que en este país
ha venido a mí para que le opere el cartílago en
la rodilla.
De todos modos, yo sí que he llegado le-
jos, ba6y, como dice el anuncio de cigarrillos. Pero
saben, yo renunciaría a todo, de veras, la clínica, el
campeonato de tenis, si pudiera volver a tener a mi
lado a aquella vieja tan trabajadora, tan morena,
tan cansada.
--Extraño tanto a tu mami--me dice Yo.
Me ha tirado el brazo por encima: como si hubie-
ra estado esperando a alguien para hacerlo y me toca
a mí recibir el gesto de un cariño más profundo
que el que en realidad siente por mí--. Me hubie-
ra gustado tanto que estuviera aquí con nosotros.
Pero me alegro tanto que tú hayas venido, Sarita.
Si no, hubiera sido como si faltara una de las her-
manas García.
Es una de esas mentiras que el corazón sien-
te que es verdad, pero la cabeza sabe que es un mon-
tón de mierda. Pero por el momento me permito
creerlo. Y la verdad es que las cuatro hermanas Gar-
cía son lo más cercano que tengo a una familia,
gente como yo: atrapadas entre dos culturas, pero
con la diferencia de que yo también estoy atrapada
entre dos clases sociales, por lo menos cuando visi-
to la isla.
--Ay, Yolanda--le digo, sintiéndome algo
conmovida también--. No me lo hubiera perdido
por nada del mundo--pero cuando miro por en-
cima de su hombro y veo un hato de tías de alcur-
nia y primas encopetadas, a las que mi madre les
servía cafecitos en bandeja de plata, siento que se
me desvanece la confianza en mí misma, como si
todos esos títulos y todos esos pacientes no fueran
más que un cuento que inventé sobre mí misma.
El novio se acerca, un hombre bien pareci-
do con una cara dulce, tímida. Un hombre de cam-
po, me dice Yo más tarde. Aparceros de Kansas que
se quedaron y rasparon el fondo de aquel valle pol-
voriento. Gente pobre y sencilla, no muy diferente
a mi familia de la isla.--Ay, Doug--le dice Yo--,
ven para presentarte a la más joven de las herma-
nas García.
Y aquel hombre me toma las dos manos
como si yo fuera una persona muy querida, y no
tiene que decir una sola palabra para hacerme sen-
tir que soy parte integral de aquel momento.
Dios santo, creo que reconozco a aquélla
del traje color lavanda, con una especie de cuello
Givenchy, sí, es la hija de Primitiva, la que parece
una modelo y se hizo médico.
La manera en que esa muchacha superó a
las hermanas García. Los caminos de Dios nadie
los entiende.
Yo me acercaría para presentarme: ~<Soy
Flor de la Torre. Tu madre trabajó para mí por mu-
chos muchos años. Es más, fue de mi casa que ella
salió para Nueva York cuando los García se muda-
ron para allá".
Yo la traté muy bien. Cuando se fue, le re-
galé un viejo abrigo de pieles que yo tenía para
mis viajes de compras a Nueva York. Se fue en fe-
brero y sabía lo que le esperaba cuando llegara.
En aquel entonces llevábamos la misma
talla, ella era una mujer muy bien parecida, de piel
canela, un poco más oscura que la de su hija, y el
pelo negro azabache igual que los ojos. Había esta-
do con nuestra familia desde siempre--nos la
prestábamos cada vez que nacía otro bebé o alguien
se enfermaba de catarro o dábamos una gran fies-
ta--. Primitiva era la mano derecha de todos.
Pero empezó con la cantaleta que se quería
ir para Nueva York. Algunos en la familia pensa-
ron que era una desagradecida, pero yo la enten-
día. Ésa sería una buena oportunidad para ella. Y,
además, tenía que pensar en su hijita.
Finalmente le llegó la oportunidad de irse
con los García, y Primitiva se alegró mucho.
Y para decirte la verdad, para aquel enton-
ces yo también me alegré de verla marcharse.
Mi esposo Arturo siempre le echaba el ojo
a todas las mujeres bonitas, más o menos como ese
tipo rubio que anda por ahí, el del rabo de caballo
(me parece que lo conozco de alguna parte...) que
ha flirteado con todas las mujeres aquí, con esos
ridículos globitos. Bueno, el caso es que los ojos
310
de Arturo a menudo se le iban detrás de Primitiva,
cuando ella estaba de pie junto a la mesa esperan-
do servir el coq au vin o el pudín de pan o cuando
se inclinaba a limpiar el estanque del patio o se
encaramaba en una escalera a aceitar las celosías.
Pero la cosa nunca pasó de ahí. Como él mismo
decía, era un amante de todas las artes, incluyendo
el arte de la madre natura, tal y como se veía repre-
sentado en la cara o pechos, o, supongo, nalgas,
de una mujer bella.
Pero bueno, después de tanto que hicimos
por Primitiva, siempre la ayudamos lo mejor que
pudimos--desde aquel abrigo de invierno hasta
la matrícula de la niña en una escuela privada--,
¡te podrás imaginar lo que nos dolió cuando salió
con aquel cuento descabellado de que mi marido
era el padre de la niña!
Y te podrás imaginar lo que me dolió verla
llegar hoy aquí en una limosina con chofer como
para restregárnoslo en la cara. Yo hubiera pensado
que Yolanda sería más sensible a los sentimientos
de la familia--aunque pensándolo bien, quizás ella
no sepa la historia. Nosotros tratamos de encu-
brirlo. Por un lado era un escándalo, y por otro,
mi marido ya no estaba entre nosotros, que Dios
lo tenga en la gloria, para explicar, como siempre lo
hizo conmigo, que admirar la belleza no era lo mis-
mo que disfrutarla.
Yo trato de ignorarla y sólo me concentro
en el traje Givenchy--¿o es un Oscar de la Ren-
ta?--y los zapatos que le combinan tan bien. Pero
la vista se me va hacia esos ojos tan familiares, esa
31 1
curva de la quijada, la manera en que mueve los
brazos al caminar, igualito que Arturo.
Puede ser una casualidad, claro. Además,
para hacer una familia hace falta más que la cosa
del hombre. Hay que entregarse en cuerpo y alma
para forjar el eslabón que nada en el mundo pue-
de romper. Fíjate en las hermanas García. ¿Crees
tú que si no hubieran sido de la familia, yo las hu-
biera dejado acercarse a mis hijos?
Así es que, aunque tenga el hoyuelo en la
barbilla de los De la Torre y los ojos garzos como
la tatarabuela sueca, aun así, ella sigue siendo la
hija de la sirvienta, y no tiene absolutamente na-
da, nada que ver con mi familia.
Estoy bastante sorprendida de ver a Dex-
ter Hays aquí. Él también se sorprendió al verme.
~Oye, Lucy, zorrita, tú. ¿Cómo te va?>~
Quiero decirle: ~Bien, bien, ¿traes uno de
esos cigarrillos 'americanos'?>~. Él fumaba pitillos
de mariguana sin parar cuando lo conocí hace
cinco o seis años y Papi era candidato presiden-
cial. Dex se alojó en el recinto de la familia cuan-
do visitó a Yo, quien nos lo vendió como un re-
portero de la prensa norteamericana. Pues sí, el
aire alrededor de la cabaña de la piscina donde
Dex dormía estaba tan cargado con olor a mari-
guana que yo temía que el jardinero fuera a ponerse
en órbita con sólo limpiarla. Finalmente, Dex se
marchó enfadado, y más tarde Yo me dijo que ha-
bían terminado la relación.
312
Pues aquí está el Dexter, resucitado, y co-
rreteando de aquí para allá con los globos como si
él fuera el novio que ha fumado demasiado y la ce-
remonia ni siquiera ha comenzado. Durante la últi-
ma media hora, ha estado conversando con la hija
de la sirvienta--mi prima, si se le da crédito al chis-
me--. Y con sólo mirarle la cara a la pobre tía
Flor tendría que creer lo que dicen los campesi-
nos: "Voz del pueblo, voz del cielo".
Por lo menos ninguno de mis ex está aquí.
Yolanda sería capaz de invitar a Roe a leer un poe-
ma de e.e. cummings y a contarle a todo el mun-
do que verdaderamente de quien él estaba enamo-
rado era de Yo. ¿Qué piensa ella que es una boda?
¿Un limonazo?
Jugábamos al limonazo todos los veranos
cuando las hermanas García iban de vacaciones.
Las primas nos reuníamos en el dormitorio, y cada
una tenía que decir lo que nos gustaba y lo que no
nos gustaba de cada persona. A veces el limonazo
era mixto, con Mundín y los primos, pero no eran
igual de... no los llamaría divertidos, pues en reali-
dad nunca lo eran. Pero cuando los varones juga-
ban, el limonazo nunca funcionaba. Por ejemplo,
Mundín decía algo como: ~Okey, Yo, lo que menos
me gusta de ti... no sé, deja ver, no me gusta...
okey, ya lo tengo, tu culo tan grande~.
~¡Pero Mundín, yo no tengo el culo grande!~
~¡Jajaja! ¡Con que te cogí!~
No olvidemos que todos estábamos en la
temprana adolescencia, y ya saben lo que dicen,
que los varones no maduran igual que las hem-
bras. A los cuarenta y uno, Mundín parece que va
para dieciséis.
El verano siguiente al que mis padres se
enteraron, vía los diarios de Yo, que Roe era mi
novio en el internado, y no me dejaron salir de la
República, nos reunimos para un limonazo. Hacía
tiempo que no hacíamos uno: para esa época ya
teníamos como dieciocho años y nos considerába-
mos muy viejos para el jueguito, pero yo sugerí
que hiciéramos un limonazo para recordar los viejos
tiempos. Yolanda debe de haber tenido una co-
razonada, porque se echó para atrás y dijo que los
limonazos eran crueles. Que aunque se suponía
que dijéramos lo que nos gustaba y lo que nos dis-
gustaba, siempre era la parte de lo que disgustaba
en la que todo el mundo se concentraba.
Y yo dije: ~Ay, chica, vamos. Haz creer que
estás escribiendo en uno de tus diarios y despepí-
talo todo".
Me miró con una cara de interrogación. Pa-
rece que finalmente se dio cuenta de que yo sabía
cómo fue que mis padres se enteraron de lo de Roe.
--Yo empiezo--dije--. Vamos a ver--miré
a Yo directamente--. Sabes lo que odio de ti, Yo
García, detesto que hayas sido una soplona bajo
el disfraz de creatividad. Que usaste tu pluma para
vengarte de mí. Que tus cuentos son un jodido pre-
texto para no vivir la vida a plenitud. Detesto...
--Un momento--interrumpió Sandi, la
más bonita de las cuatro hermanas--. No seas cruel,
Lucinda. Yo no tuvo la culpa de que Mami fisgara
en su diario.
Pero no me pude contener, y seguí. Men-
cioné cuanta cosa no soportaba de ella y hasta in-
venté algunas otras. Lo que me sorprendió fue que
--considerando su lengua de látigo--Yo me dejó
hablar. Como si supiera que tenía que aceptar aquel
castigo de mi parte. Y quería castigarla. Quería des-
truir nuestro parentesco. Si existiera tal cosa como
el divorcio entre hermanos y parientes, eso es lo que
hubiera querido, divorciarme de mi prima.
Al fin, cuando ya no tenía más nada que
decir, rompí a llorar. Pero no eran lo que pudieran
pensar, lágrimas de arrepentimiento, no. Eran lá-
grimas de furia poque sabía que a pesar de todo lo
que le había dicho, no podía destruir el hecho de que
fuéramos familia.
--Vamos--dijo Sandi--. Dénse un abra-
zo y hagan las paces.
Yo se me acercó, pero yo le dije: "¡Si me
tocas, grito!".
Ella retrocedió. También estaba llorando.
Y entonces dijo algo que me hizo perdonarla--en
mi corazón--, aunque la tengo en suspenso hasta
el día de hoy. "Recuerda, Lucinda, yo también es-
taba enamorada de Roe. Pero eso no quiere decir
que yo quisiera hacerte daño. Es más, yo escribí
todo aquello en mi diario para no llevar esa inqui-
na en mi corazón.~
Todavía estaba demasiado furiosa para de-
jarle saber que se lo creía. En cambio, lo que hi-
ce fue echarle más sal a la herida: "Espero que es-
tés consciente de que cambiaste mi vida para
siempre~ .
--Lo sé--me dijo dejando escapar un
enorme suspiro, como si una pesada carga le hu-
biera caído sobre los hombros.
Ahora me echa el brazo por los hombros, y
esconde la nariz en mi pelo. Estas García son de-
masiado afectuosas. ~Lucy, mi amor--dice bro-
meando--. ¿Estás lista para agarrar mi ramillete?~.
La semana anterior había anunciado que en octubre
me casaría por cuarta vez. Por supuesto, este asun-
to del ramillete es un relajo, ya que Yo está vestida
con unas piyamas muy poco atractivas, y no lleva
nada de tradicional como un ramillete de flores.
--No creo que sea buena idea tirarnos los
ramilletes una a la otra--le digo. En fin, pienso,
hay que ver que las dos hemos tenido pésima suer-
te con los hombres.
Pero ella lo toma por otro lado, como si me
refiriera a la vieja herida. Se lo veo en la cara, y tal
vez sea por eso que me hace la pregunta una vez
más: ~Pero, Lucy, ahora eres feliz, ¿verdad? Quiero
decir, todo te ha salido bien después de todo, ¿no?~.
Le doy una larga mirada porque me he
reservado esta confesión durante tantos años. Ni
siquiera sé cómo decírselo. Miro a mi alrededor,
aquella ladera llena de gente disparatada, una hi-
jastra en pose de batalla, Dex a la caza de mujeres,
una explosión, o tal vez una celebración, a punto
de ocurrir, y pienso: ella va a necesitar toda la suerte
del mundo.
Así que le digo: "Soy muy feliz, Yo. No
cambiaría ni una sola cosa en mi vida, ni las bue-
nas ni las malas~.
31~ q
i
Nos abrazamos, y es como si aquella anti-
gua carga cayera de los hombros de Yo al decirme:
~Gracias, prima, necesitaba oírte decírmelo~.
Pero tantos abrazos y apretones me morti-
fican, así que trato de cambiar el tema. ~Dime Yo,
¿qué animales son ésos?"
--Ovejas--me dice, pero tiene que aña-
dir sus puyitas sabihondas--. ¡Qué amante de la
naturaleza eres, Lucy-cakes! ¿Qué pensaste que eran?
¿Enormes conejos?
--Vas directo a un limonazo--le advierto.
--Lo sé--dice con una sonrisa nervio-
sa--. Me voy a casar.
No había visto a Yo tan nerviosa desde la
vez que invitó a cenar a aquel novio post-divor-
cio, Tom. Había pasado por el fracaso de dos
matrimonios y cinco años, más o menos, de ce-
libato autoimpuesto, y estaba más temblorosa
que una virgen en fin de semana de baile de gra-
duación. Aquel verano vivíamos juntas, Yo y yo,
y a algunos vecinos les intrigaba nuestra convi-
vencia.
Yo tuve algunos novios maravillosos en
aquellos tiempos, antes de que el sida nos volviera
amantes cautelosos. Tuve un israelita, a un exsacer-
dote, y por supuesto, a mi querido Jerry, quien lue-
go se casó con su terapeuta.
En aquella época todo el mundo estaba en
terapia. Es más, Yolanda y yo nos conocimos en el
grupo de terapia que organizó Brett Moore y que
se llamaba ~En busca de la musa~. De lo que más
me acuerdo de aquellas sesiones era la lucha entre
Brett y yo por el alma de Yo: si se declaraba les-
biana o no. A mí no me afectaba que Yo fuera gay,
si eso es lo que ella era. Pero me parecía que Brett
le proyectaba sus propias preferencias a Yo, quien
en realidad se encontraba a la deriva en aquel en-
tonces. Y yo lo sabía, pues era su mejor amiga y
ella me lo contaba todo: que quería entender qué
propósito tenía su vida, sus dudas entre dedicarse
al arte o a la acción política, y que ni siquiera sabía
si lo suyo eran los hombres o las mujeres. Yolanda
no era de las que le metía el diente a las grandes
preguntas a pequeños mordiscos masticables. Siem-
pre era: ~Cuál es mi lugar en el universo~>, en vez de
~dónde puedo estacionar el carro y que no me den
una multa~, o ~dónde puedo conseguir un aparta-
mento que incluya el costo de la electricidad".
Pero la Brett no sabe cuándo darse por
vencida. Viene y me dice: ~¿Quién es ese
bomboncito que Yo tiene abrazada?~. Brett tiene
una mentalidad de Don Juan de taberna cuando
no está en su oficina ejerciendo de terapeuta.
Le digo: ~Brett, querida, ésa es la prima de
Yo, Lucy-Linda, me la acaba de presentar~.
--¿Y?--me dice desfachatada, quitándose
el sombrero de vaquero. Éste tiene una cinta roja
de adorno o en apoyo a la investigación sobre el
sida, no sé--. ¿Nunca has oído hablar de los jue-
gos de manos de~ios primos hermanos?
A estas alturas relajamos por costumbre.
Mientras hablamos, oigo a un bebé llorando. "¿Có-
mo está Mimi?~, le pregunto. Su compañera Mi-
mi y ella se hicieron la inseminación artificial con
esperma del mismo donantej así que, técnicamen-
te, las dos bebitas son hermanas, pero en realidad
no tienen un padre sino un donante y sus tías son
en realidad la amante de su madre. Traten de ex-
plicarle eso a una de las viejas grandes dames domi-
nicanas sentadas debajo de los nogales agitando el
aire con sus abanicos pintados a mano.
Qué extrano ver tantas dases diferentes de pa-
rientes en esta ladera. Y eso es lo que quiero comen-
tarle a Yo cuando se nos acerca, un poco alicaída.
--¿Abrumador?--le sugiere Brett, ponién-
dole las palabras en la boca.
Sin decir una palabra, Yo descansa su cabeza
momentáneamente en mi hombro. Luego levanta la
vista y suspira. ~La verdad es que no era realista
pensar que toda esta gente podía reunirse y pasarla
bien toda junta.~ Con su túnica hindú gris parecía,
en vez de una novia, la seguidora de un gurú que
acabara de fallar su examen de trascendencia.
--¿Qué quieres decir?--le pregunto, y mi-
ro a Brett como si las dos estuviéramos a cargo de
esta paciente--. Todo marcha bien. No te preocu-
pes por los invitados.
--¡Así es, ésta es tu boda!--añade Brett.
Mimi se acerca y da su propio toque: dos bebés gri-
tones--. Tengo que cambiarles los pañales--le dice
con cansancio a Brett--. ¿Tienes las llaves del carro?
Las dos se alejan juntas, y una docena, o
más, de pares de ojos dominicanos las siguen. Me
quedo consolando a Yo.
--Lo que quiero decir es que--dice ella--
tú pensarías que por un solo día, mi familia po-
dría contenerse de armar una bronca sobre algo,
que mis tías podrían tratar mejor a Sarita y dejar
de mirar tanto a Brett y a Mimi, y Corey quizá pu-
diera echarse aunque sea una mínima sonrisita...
--Un momento, un momento--digo, ha-
ciendo la señal de pare--. Las cosas van mejor de
lo que tú piensas--y es cierto, los colores pastel
comienzan a aglutinarse alrededor de los colores
brillantes, la tez morena con la tez blanca; los hi-
jos de desconocidos se acercan a las tías quienes
les agarran las barbillas y les miran el perfil de un
lado y del otro, tratando de encontrarles algún
parecido con alguien de la familia. ¿Y aquélla no
es Corey corriéndole detrás a uno de los niños
García? Finalmente, como si abandonara sus tra-
vesuras y aceptara el golpe de que la llama de un
viejo amor se ha extinguido, Dexter Hays suelta
los globos que le quedan hacia el cielo ofuscado
de calor.
Un silencio desciende sobre nosotras como
si fuera una señal.
Y Doug se nos acerca, con el rostro radian-
te cuando mira a Yo, quien le devuelve también una
radiante sonrisa. "Luke quiere que reunamos a toda
la gente~, dice él.
Le doy a Yo una palmada en el fondillo
como he hecho antes muchas veces por cosas me-
nos important~s. Tengo nueve años más que ella,
así que a veces soy como su Mamá, además de su
mejor amiga. Aunque pronto también todo eso ter-
minará. Y no crean que no me entristece saber que
voy a entregar mi puesto de la mejor amiga de Yo
García.
Se escuchan unos gritos que vienen de la
esquina noreste del prado. Parece ser que han esta-
llado algunas discusiones precisamente cuando la
gente comenzaba a agruparse para la ceremonia.
Se pregunta si debe acercarse y tratar de
hacer de árbitro o quedarse aquí y religificar (una
frase que le oyó decir a un evangelista negro en la
radio hace cosa de un mes, una frase que le gusta-
ría usar sin que parezca una caricatura del inglés
de los negros), quedarse aquí y religificar el sitio de
la boda poniendo una piedra sobre la otra y erigir
un altar provisional en aquella arboleda profana.
Pero los gritos suben en intensidad. Tal vez su me-
ra presencia logre calmar la erupción de fogosos
temperamentos, o alisar los nervios que se han pues-
to de punta en estos calores tan intempestivos. Pero,
sin duda la familia tropical de Yolanda--pues él
supone que el problema surgió entre ellos--tiene
que estar acostumbrada a comportarse con urbani-
dad en temperaturas mucho más cálidas que ésta.
Las tías son las primeras que se levantan de
las sillas plegables. A pesar de lo entradas en carne
y años que se ven, son asombrosamente ágiles en sus
tacones de charol. Avanzan con rapidez sobre el
pasto, uniéndose a la multitud creciente de invi-
tados que han formado un círculo alrededor de
quienes sean los que están peleando.
321
Busca a Doug con la vista para preguntarle
cómo deben proceder, pero el novio no aparece.
Ni tampoco la novia. El grupo de terapia--que
improvisaba una sesión usando como sillas los far-
dos de heno que habían puesto los padres de Doug--
se levanta al unísono y atraviesa el prado en masa.
A medio camino, al escucharse un grito de mujer, el
grupo se echa a correr. No puede dejar de observar
la manera en que corren las mujeres de mediana
edad, con sus cuerpos como pesados bultos que
temen dejar caer y que sus contenidos se rieguen o
se rompan.
Solamente los viejos, el padre de Yo y
un profesor de algo ya jubilado, se quedan con-
versando en las sillas plegables, cerca de las lilas
desvanecidas. ~Yo siempre les cito a mis hijas
estas líneas de Dante--dice el padre--" There is
a tide in the affairs of men...", recita a tropezones
en inglés".
--Me parece que eso lo dijo Shakespeare,
--Eso es de Dante--insiste el padre--.
Yo sé decirlo en alemán, español, italiano, y chino
--repite la cita en dos de los cuatro idiomas antes
de que los gritos interrumpan su recital multilin-
gue--. Vamos a observar la marea--le dice el pa-
dre al profesor, y los dos suspiran al ponerse de
pie. Y del brazo, atraviesan la pradera.
Él los sigue a corta distancia, su hábito
blanco pegado a l~ pantalones, aunque no hay ni
un murmullo de brisa. Los gritos han disminuido,
y ahora puede escuchar la voz de Doug que dice:
"Cálmense, lo están empeorando. Por favor, todo
el mundo, échense atrás ~
Y como si el mismo Moisés hubiera ha-
blado, se aparta el mar de ropa de algodón asarga-
do y sedas vistosas. Y es ahí cuando logra ver lo que
ha sucedido. A una oveja, con dos ovejitas ba-
lando a su lado, se le ha trabado la cabeza en la
cerca de alambre que separa los dos terrenos. Se- ~d
guramente que iba en busca de pastos más tier-
nos, y al acercársele uno de los invitados trató de
echar atrás y se quedó aprisionada entre los alam-
bres electrificados. Alrededor del cuello entre la
lana blanca y sucia, tiene un collar de sangre. Cada
vez que trata de zafarse, recibe otro corrientazo
eléctrico.
Doug toca el alambre, pero retira la mano
de un tirón. "¡Que alguien vaya y desconecte la
pila! ¡Allí, en la esquina noroeste del prado!", or-
dena Doug. Todos miran a un lado y a otro tra-
tando de descifrar cuál es el norte. Dexter, el tipo
de los globos, sale corriendo colina abajo, la cola de
su camisa teñida aleteándole detrás.
Le recuerda a los venados que ha atrapado
con las luces del auto tarde en la noche por las ca-
rreteras montañosas que levantan la cola en señal
de peligro antes de desaparecer.
--¿Qué hago?--grita Dexter, y Doug le
responde--: ¡Apágala!
Doug vuelve a tocar el alambre, y agarra
dos hebras. "¡Okey, todo el mundo, échense para
atrás! Pero no pasa nada del primer jalón. La oveja
suelta un lastimoso gemido casi humano.~
--¿Qué le pasa, Papi, qué le pasa?--Co-
rey ha sido la única en desobedecer las órdenes de
su padre. Se arrodilla al lado de la oveja, y le aga-
rra la cabeza entre las manos para evitar que se
ahorque.
--Eso, eso, mi niña--dice Doug--, aguán-
tala bien.
Las tías en sus elegantes vestidos negros se
compadecen de la mala suerte del pobre animal.
Una de ellas se vira hacia la mujer de tez más mo-
rena que está a su lado y le pregunta en inglés
con un fuerte acento: ~¿La van a cocinar en bar-
bacoa?".
Él quisiera decirle: éste es el cordero que el
Señor ha enviado para que nos unamos en esta la-
dera. Ésta es la promesa que le hiciera a los hijos e
hijas de Abraham.
De repente, con el segundo jalón, Doug lo-
gra separar los alambres y la oveja se libera de un
salto. Detrás la siguen los dos corderitos balando.
Las tías se echan a un lado temerosas de que los
animales las vayan a morder. Una de las espectacu-
lares primas dominicanas, de cuyo nombre no logra
acordarse, se esconde detrás de Dexter, quien remo-
linea los brazos payaseando, como si protegiera a una
damisela de una manada de monstruos.
Y ahora son los niños los que pierden el
control. ¿Cómo pueden contener su alegría al ver-
se reflejados en aquellos encabritados animalitos?
Los persiguen po~todo el prado, gritándoles que
se detengan. A los padres les toma por lo menos
diez minutos hacer la redada de los pequeños. Al
final de la pradera, donde comienza el bosque, la
oveja, exhausta, se detiene a recobrar el aliento.
--No se preocupen, ella encontrará el ca-
mino a casa--dice Doug.
--Ay, Papá, ¿pudiéramos tener uno de esos
corderitos?--le suplica Corey.
El cansancio que ha visto ir y venir toda la
tarde en el rostro de Doug desaparece como los glo-
bos que flotan sobre la pradera sin viento. ~Si vienes
a vivir aquí con nosotros, Corey, tendrás una finca
llena de ellos al lado de casa--Doug la mira con la
cabeza ladeada, y a pesar del gesto de disgusto que
hace la jovencita, él la agarra y le da un beso en el to-
pe de la cabeza--. Dame una sonrisa, mi corderina".
Si estuvieran en St. John, ahora sería el
momento de señalarle al ujier que tocara la segun-
da campana. Pero en su lugar, levanta sus brazos
arropados en la blanca túnica en un gesto--se da
cuenta demasiado tarde--de teatralidad bíblica.
"Familiares y amigos--dice--, tenemos que empe-
zar la ceremonia".
--Right oh--dice uno de los tíos elegan-
tes, echándole el brazo por los hombros a Doug.
Los dirige cuesta arriba hacia la desierta ar-
boleda de nogales, tías y primas, sus propios feli-
greses, el grupo de terapia, las hermanas, los dos
viejos, los padres de Doug... su rebaño, todos y cada
uno de ellos.
Pero no, un momento. En la cima de la
colina hay alguien, de pie junto a las sillas plega-
bles y los fardos de heno, un ángel con una túnica
plateada que ha sido enviado a los pobres pastores
para decirles: "No teman. Eleven una canción de
alabanza al Señor. Todos son Sus hijos".
Pero el ángel se acerca unos pasos, y el
verbo se hace carne. ¡Yolanda García!
Y al verla mirando al grupo que va subien-
do la colina, le parece que va a salir corriendo co-
mo la oveja y perderse en la espesura al otro lado
de la carretera. Cierra los ojos por un instante y
cuando los abre de nuevo, ella está en el mismo
lugar, con la mano en alto dándoles la bienvenida,
como si hubiera estado esperando toda su vida que
todos se congregaran allí.
El sereno
Ambientación
El aviso llegó al conuco de José en manos
de un muchacho enano montado en una mula en
un día tan caluroso que José había decidido tomar
la mañana, y al igual que la tarde, libre. ~¿Qué dice
aquí?~, preguntó José, desdoblando la hoja que ha-
bía sacado cuidadosamente del sobre luego de la-
varse las manos.
El niño se encogió de hombros. "Don Fe-
lipe dijo que eran malas noticias, eso es lo único
que sé."
--¡Coño, muchacho!--exclamó, amagán-
dolo. I'ero en realidad era el alcalde Felipe quien
se merecía un pescozón por mandarle loma arriba
a un muchacho así, capaz de traerle mala suerte a
la yuca.
José desdobló la carta de nuevo y entrece-
rró los ojos para concentrarse. Le parecía que si
miraba al papel con mucha intensidad, el signifi-
cado se le haría evidente. Pero todo lo que vio fue-
ron las nítidas hileras de letras, y en el tope una
insignia con la bandera.
Su mujer se asomó a la puerta del bohío y los
miró con ojos entrecerrados.
--Tengo que ir al pueblo--dijo él con se-
renidad. Xiomara estaba en estado con el séptimo
y no era bueno agitarla porque podía parir una
monstruosidad como este enano. No que José qui-
siera o necesitara una boca más que alimentar con
los otros siete muchachos, incluyendo al sobrino
de Xiomara, a su madre y a su padre.
Llamó al hijo mayor para que le ensillara
la mula. Al principio, el muchacho no se movió
de debajo de la ceiba donde estaba tirado, apabu-
llado por el calor. Pero en cuanto José hizo el amago
de ponerse en pie, el muchacho se paró y corrió
detrás del bohío donde la mula estaba pastando.
En el pueblo el día se le empeoró. Felipe le
explicó que el mismo aviso se le había enviado a
todos los campesinos que vivían en el lado sur del
monte, en terrenos invadidos que pertenecían al
Gobierno. Aquellos campos los iban a inundar
cuando terminaran la represa que se estaba constru-
yendo al norte. Había que evacuar a todos los habi-
tantes antes del fin de año.
--¿Qué voy a hacer?--preguntó José con
voz calmada. Cuando él era más joven, algunos de
los hombres del pueblo lo llamaban pájaro porque
hablaba con voz de mujer. Pero él sospecha que no
era la voz lo que les molestaba. Las mujeres encon-
traban a José muy atractivo, él lo sabía desde que
era un muchachón de doce años y doña Teolinda le
pidió que le desabrochara el 6rassiere. "Tengo diez
bocas que alimentar. No puedo vivir de la nada.~
--Puede ser que haya un trabajo de carte-
ro si Guerrero no se mejora. Pero...--Felipe miró
a José fijamente como tratando de descifrarle algo.
Quizá todavía no estuviera seguro si José había
bajado del monte en busca de más noticias o si era
porque no sabía leer el aviso--. Pero el trabajo de
cartero necesita que te conozcas las letras.
--¿No hay otra cosa?--dijo José, a modo
de respuesta.
--Oí decir--Felipe encogió los hombros
en señal de que él no era responsable de los rumo-
res que le llegaban--que la parienta de don Mun-
dín estará otra vez en la casa grande todo el vera-
no. Puede que necesite un jardinero, o un sereno.
--Necesito un trabajo que no sea na'má que
pa'l verano--dijo José.
--Te entiendo--asintió Felipe--. Pero tú
ve y habla con ella, pídele trabajo, y si ella queda
satisfecha y le habla a don Mundín, a lo mejor te
llevan pa' la capital a trabajar allá en el jardín.
Un latigazo de expectación, aun en medio
de las malas noticias que acababa de recibir, le reco-
rrió el cuerpo a José ante la posibilidad de un tra-
bajo en la capital. Bajando del monte se le había
metido en la mente de nuevo la idea de conseguir
sus papeles e irse a trabajar a Estados Unidos. Los
viejos de la finca al norte, la familia Silvestre, tenían
dos hijos que llegaron a Miami en yolas, sin pape-
les, y consiguieron trabajo en factorías y restora-
nes, se casaron con puertorriqueñas y consiguieron
los papeles. Todos los meses mandaban dinero a los
viejos y con eso ellos compraron un generador eléc-
trico para la televisión, la radio, y hasta una estufa
como las de la gente rica que vive al pie del monte.
--Vete y habla con la doña esa--le dijo
Felipe--. Cuéntale tu problema. Tú sabes cómo
son las muJeres.
--Sí--asintió José, aunque hacía mucho
tiempo que no conocía a ninguna otra mujer que
Xiomara. La vida de esclavo que llevaba no le de-
jaba tiempo ni dinero para tales distracciones. Mi-
rándose las manos callosas--las uñas llenas de tie-
rra, el dedo gordo deforme de cuando se le trabó
en el trapiche de caña hace años--era difícil ima-
ginarse haciendo otra cosa que trabajar la misma
tierra que su abuelo y su padre trabajaron antes
que él. ¿Qué otra habilidad tenía él? Por un mo-
mento recordó sus manos jóvenes, más suaves y
limpias, todavía inexpertas, amasando los pálidos
senos de doña Teolinda. "Sí--decía ella cuando él
la tocaba donde ella le indicaba--, sí, así mismo".
En la casa grande le explicó a Sergio, el en-
cargado, un hombre bajito y musculoso con la bo-
ca llena de empastes de oro, la razón de su visita. Su
finca se la iban a reposeer a principios de año, y él
iba a necesitar un trabajo para ese entonces. Pero
si pudiera conseguir un empleo ahora, él podría re-
coger la última cosecha con la ayuda de sus tres
hijos más mayorcitos...
--Yo no soy quien decide esas cosas--Ser-
gio levantó una mano para detener la catarata de
razones.
--¿Necesitan a alguien?--preguntó José con
su vocecita que siempre tranquilizaba a hombres
como Sergio o Felipe. Pensaban que, José se había
dado cuenta, era un reconocimiento a su propia im-
portancia--. ¿No habrá algo que yo pueda hacer?
Sergio se encogió de hombros. Él no sabía
de nada que necesitara hacerse. José notó que el en-
cargado lo miraba como si él, José, valiera menos
como ser humano. No se había cambiado la ropa
de trabajo, y los zapatos que había traído estaban
todavía en la bolsa de papel donde también traía
un plátano con queso frito envuelto en una hoja
de plátano por si acaso le entraba hambre por el
camino. Parecía que a Sergio se le hubiera olvida-
do que, tanto él como los Sandoval y los Monte-
negro, los López y los Varela, también habían ba-
jado del monte al pueblo, dejando atrás conucos
tan pobres como los de José.
Una mujer muy buena moza apareció en la
puerta trasera, con un manojo de llaves en la mano.
José la había visto de pasada varias veces en el pue-
blo, y como la mayoría de las mujeres, ella lo había
mirado con admiración. Ahora lo saludó afable-
mente.
--Mi esposa está encargada de la casa--di-
jo Sergio a modo de presentación--. Y mi herma-
na es la que cocina. Porfirio, su marido, trabaja en
el jardín. Como ves, no hay nada que hacer. Sergio
levantó las manos y se encogió de hombros. Se vol-
vió a su esposa y le explicó la situación de una ma-
nera que concluía: ~José quiere un trabajo, pero no
hay trabajo que darle~.
--Que hable con la señora--dijo la mujer
cuando su esposo terminó.
--¿Y molestarla cuando acaba de llegar?
--dijo Sergio con voz malhumorada.
Hablaban de él como si no estuviera allí,
así que, por respeto, José se alejó un poco. Levan-
tó los ojos y miró la inmensidad de la casa. Arriba,
en un balcón del segundo piso, había una señora
mirándolos. Tenía la cara pintada como las muje-
res de la televisión, una cara que mucha gente ve.
~¿Qué hay?~, dijo ella. Pero no le correspondía a
él, a José, decir lo que había.
--¿Se le ofrece algo, doña?--preguntó Ser-
gio. La cara le había cambiado: en lugar de la frial-
dad de encargado, ahora se veía lleno de atencio-
nes y sonrisas.
--No, nada--la señora apuntó con el de-
do--. Y él, ¿qué quiere?
Sergio le sacudió la mano, comunicándole
así que no había nada de qué preocuparse. "Yo lo
atiendo."
--Quiero un trabajo--contestó José, ésa era
su última oportunidad--. Tengo diez bocas que
alimentar--a pesar de que habló bajito, la señora
lo oyó todo, e inmediatamente dijo: "Bajo ense-
guida~.
Y bajó, una señora más flaca que un fideo.
Mal alimentada se pudiera decir, pero se veía alegre
y vivaracha, como si tuviera el estómago lleno y
una alacena llena de las cosas que más le gustaban.
Ella lo examinó, pero no como la esposa de Sergio
o las otras mujeres del pueblo, no con el interés con
que una mujer mira a un hombre, sino como si le
estuviera tomando una fotografía con los ojos.
--¿Y usted qué sabe hacer?--le preguntó.
Sin querer, a José se le escaparon los ojos
hacia los pequeños senos de la señora. Era seguro
que nunca había amamantado a un niño, con lo
chiquitos y altos que los tenía para una mujer que
se veía algo madura. Cuando se dio cuenta de que es-
taba mirando donde no le correspondía, bajó la
vista. Sintió los ojos de ella seguir su propia mirada
hasta sus pies descalzos. Y quizá fue eso, más que
nada, lo que a ella le ganó el corazón: porque cuan-
do él dijo que podía hacer lo que ella mandara,
ella dijo: ~Vamos a encontrarle algo que hacer,
¿verdad Sergio?".
--Usté e'que sabe--concedió Sergio.
Esa misma noche José comenzó en su nue-
vo trabajo de sereno en la casa grande, se comió el
plátano que Xiomara le había preparado y un plato
de arroz con habichuelas que le dejó María, la espo-
sa de Sergio. A la mañana siguiente se apareció en su
bohío con los ojos cargados de sueño, pero con el
corazón ligero con la buena nueva de que una doña
en la casa grande le había dado trabajo. Le iban a
pagar más dinero en una semana de lo que había ga-
nado en un mes en aquella maldita tierra.
Aquella fue la primera vez que José maldijo
la tierra que su padre y su abuelo cultivaron antes
que él. Xiomara se persignó, y cubrió su vientre con
las manos para proteger al niño del mal de ojos.
Desde el principio, la doña intrigaba a
José. Se suponía que era parienta de don Mun-
dín, pero cuál era el parentesco, nadie sabía con
seguridad. Se decía que ella venía los veranos a
trabajar en privado, pero nadie había visto cuál
era la cosa privada que ella hacía más que sentar-
se a una mesa en el último piso a contemplar los
montes.
Pronto José se enteró de toda la historia,
pues el resto de los empleados de la casa estuvieron
más que dispuestos a contársela. Ellos la conocían
desde que empezó a venir aquí hace ocho años. Ella
era tan buena gente y tan amable que hasta Ma-
ría, que había dejado de trabajar en la casa cuando
su hijo se le ahogó en la piscina, volvía a su trabajo
cuando venía la señora. Hace poco que la doña se
había casado con un americano, pero como todo el
mundo sabe, los americanos no saben satisfacer a
sus mujeres. La prueba estaba en que ella nunca iba
a tener hijos--por lo menos eso fue lo que ella
misma le contó a María, quien se lo contó a Sergio,
quien tenía la costumbre de sentarse con el sereno
y darle un informe de los acontecimientos del día
antes de irse a la casa por las noches--. Ahora que
la señora había demostrado simpatía por José, la
actitud de Sergio hacia el campesino había cambia-
do bastante.
--¿A que no sabes por qué ella no puede
tener hijos?
--Tá muy vieja--dijo José, aunque él cal-
culaba que a ella todavía le quedaban seis o siete
años antes del cambio de vida.
Sergio negó con la cabeza, dándose impor-
tancia, con los ojos cerrados de placer de saber la
respuesta. "El marido está capao, se lo hizo a propó-
sito hace años."
--O, qué tú dice--los dos sacudieron la
cabeza con incredulidad.
--Como un novillo--añadió José. Le do-
lió de sólo pensarlo--. ¿Le cortan la cosa o... có-
mo es que hacen eso?
Sergio le dio un manotazo en el brazo a
José y casi se cae de la silla de la risa. José sonrió
para no aguarle la fiesta al encargado, pero la ver-
dad es que a él no le divertía para nada pensar en
el sufrimiento de otro hombre.
Seguro que es por eso que la doña vino al
monte sola este verano: a recuperarse de la congoja
de un marido al que le falta lo más importante. Pe-
ro lo que él no entendía es por qué ella dejó que se
hiciera eso. Según María, el marido ya estaba capa-
do cuando la doña lo conoció. ¿Entonces por qué
se casó con él?, se preguntaba José. Pero la doña no
le había explicado eso a María, aunque parecía que le
había contado la mayoría de sus asuntos privados
como si fuera su amiga y no su sirvienta.
Durante varios días, José no se pudo quitar
al marido castrado de la cabeza. Él no se lo había
contado a Xiomara porque tenía miedo del efecto
que pudiera tener en el hijo que llevaba en el vien-
tre--y él sabía que iba a ser un varón por la ma-
nera en que estaba asentado abajo, en la cuna de
sus caderas, muy diferente a las hembras, que se
colocan más arriba--. Es mejor tener un varón ena-
no con todo intacto que uno que parece normal
pero le falta la hombría. Trató de quitarse aquello
de la cabeza porque le ofendía pensar que un hom-
bre podía llegar a tal cosa.
Pero cuando la doña bajó al patio una no-
che, en busca de companía, el marido mutilado fue
lo primero que le vino a la mente a José. Ella le
pidió que por favor se sentara y terminara de co-
mer, y luego, aunque dijo que se iba, ella también
se sentó en el banco de piedra y empezó a interro-
garlo. ~¿Qué es ese olor en el aire? Parece venir de
aquella mata allá. ¿Sabe cómo se llama?"
Bajo los focos del patio que Sergio le había
dicho que mantuviera encendidos toda la noche,
José divisó la pequeña enredadera. ~Nosotros le de-
cimos la mata que huele fuerte por la noche, do-
ña", le contestó, porque el otro nombre que tenía
no se podía decir delante de una señora tan fina.
--¡Doña!--ella le apuntó con el dedo ju-
guetonamente--. José, les he dicho a todos que
no me llamen doña. ¿Por qué no me pueden decir
Yolanda?
Él se quedó callado, sin saber qué decir. Ya
lo había corregido varias veces, pero el nombre pe-
lao no le parecía respetuoso. Finalmente, recordó lo
que Sergio siempre decía cuando la doña le pedía
cosas raras. ~Usté es la que sabe.~
--¡Si alguien me vuelve a decir que yo soy
la que sé, voy a dar gritos!--lo amenazó, hacien-
do un puño con la mano. Los brazaletes de plata
tintinearon como monedas en el bolsillo. Por un
instante le preocupó que la señora se fuera a poner
histérica, pero su cara sólo fingía estar enojada co-
mo las caras en la televisión de los viejos. Y enton-
ces, tan súbitamente como le había refunfuñado,
le disparó una deslumbrante sonrisa. "Quizás está
media tocá, con esos cambios tan rápidos de emo-
ción.~ "A ver, repite, Yolanda."
--Yolanda--repitió con su vocecita.
--Más alto--le ordenó. Cada vez lo decía
un poquito más alto, porque era su costumbre no
alzar mucho la voz. Ella se rió como si fuera un tru-
co que él disfrutara en hacerlo. José se dio cuenta
que le gustaba hacer reír a la doña, como si le es-
tuviera dando placer, aunque era un placer dife-
rente al que le había dado a doña Teolinda años
atrás. Pero lo cierto es que no se acordaba si doña
Teolinda alguna vez le pidió que la llamara por su
nombre de pila igual que esta señora.
Todas las noches bajaba y se sentaba con él,
y hablaba durante horas, preguntándole sobre esto
o aquello. Ahora a él le parecía que uno podía tener
una opinión sobre cualquier cosa en esta tierra del
Señor y aun fuera de ella. Cuando miras las estre-
llas, ¿ves formas o ves estrellas? ¿Crees en Dios y
quién tú crees que es Dios? ¿Qué tú harías si tuvie-
ras un millón de dólares? ¿Crees, y dime la verdad,
en la igualdad entre los hombres y las mujeres?
¿Crees tú que lo que el país necesita es la democra-
cia--y a duras penas le explicó qué cosa quería de-
cir eso--o una versión del socialismo como lo que
hay en Cuba? Le tuvo que explicar eso también.
Por las mañanas, mientras subía al monte
en mula, la cabeza le daba vueltas con las tantas
cosas que había pensado la noche anterior. Tanto
pensar era como una droga, te afectaba de una ma-
nera en que ya tú no eras tú. O tal vez éste es quien
él era realmente, se preguntaba. En la puerta del
bohío, Xiomara lo saludó, se veía más barrigona
que nunca. O quizás ahora que estaba acostum-
brado a mirar a una mujer flaca, su mujer le pare-
cía distorsionada.
--¿Cómo te está tratando la doña?--le
preguntó Xiomara una mañana.
--Me hace sentir como un hombre--le
contestó sin pensar. Pero en cuanto pronunció esas
palabras, vio dibujado en las facciones de su mujer,
el relámpago de los celos--. Ay, coño, no es eso,
mujer--frunció el ceño con incredulidad--. Es
que ella me pide mi opinión y discutimos cosas.
Pero en los días que siguieron, cada vez
que se preparaba para bajar del monte, se dio
cuenta de que tomaba especial cuidado en poner-
se una camisa limpia, en pasarse los dedos húme-
dos por el pelo y luego aplastárselo, darle brillo a
su único par de zapatos, los que al llegar al por-
tón, se ponía al desmontarse de la mula para llegar
completamente vestido en caso de que la doña to-
davía estuviera paseando por el jardín. Quizá los
celos de Xiomara no fueran tan injustificados des-
pués de todo. Era como penetrar y conocer a una
mujer desde el otro extremo, por dentro de su ca-
beza en vez de entre sus piernas. Y la verdad es
que él, José, sabía más sobre lo que la doña pensa-
ba de muchas cosas que lo que Xiomara pensaba
sobre unas pocas cosas--pero, por otro lado, él y su
mujer no tenían la costumbre de perder tiempo
hablando--. Excepto cuando hacían el amor. En-
tonces él sí que le susurraba al oído las palabritas 3
que a Xiomara le gustaba oír y que la hacían abrir-
se para él. Con esta señora, todo lo que tenía que
hacer era decir su nombre, pura y simplemente,
Yolanda, y ella le devolvía una sonrisa tibiecita.
Pero le seguía molestando que el marido
estuviera capado. Ella nunca habló de eso, y obser-
vándola de cerca, no notaba que estuviera parti-
cularmente hosca o que lo mirara con ojos de nece-
sitada, como una mujer insatisfecha. Pero ella
mimaba mucho a las hijas de Elena y le corría atrás
al más cniquito de Sergio con una pistola de agua,
como si ella misma fuera una niña. Así era que se le
notaba el hambre, decidió José. Estaba hambrienta
de un hijo que su marido no podía darle.
Una noche después de escucharla hablar
largo y tendido sobre las hijas de Elena, él le espetó
la pregunta que hacía tiempo quería hacerle: ~Usté
que es tan buena con los niños, ¿no quisiera tener
el suyo propio?".
En lugar de su acostumbrada sonrisa de
placer cuando él le preguntaba algo de lo que ella
podía hablar, puso una cara muy seria: ~¿Por qué?
--le preguntó, y antes de que él pudiera contes-
tarle, continuó--: ¿Sabes de alguien?~.
El no estaba muy seguro de lo que ella que-
ría decirle. "Alguien que... le dé uno~, vaciló. ¿Qué
diría don Mundín si se enterara de que una de sus
parientas andaba metida detrás de las matas con
uno de sus trabajadores?
--Sí--ella asintió--. Hace tiempo que
quiero adoptar un niño. Pero a mi esposo no lo
chifla la idea. Pero estoy segura de que si yo en-
cuentro un niño que necesita un hogar, mi esposo
cambiaría de parecer.
José asintió, dándose cuenta por fin. Ella
quería un niño para criarlo, así como Xiomara es-
taba criando al hijo de su difunto hermano, como
Consuelo cargó con la metida de pata de su hija
Ruth. Qué suerte para ese niño, que lo críe esta
señora y su marido, que suerte vivir allá en la tie-
rra de los dólares, con todas las comodidades y
ropa bonita y una mente ágil y despierta como la
de esta señora. Ahora José se daba cuenta por qué
la doña venía todos los veranos. ~Entonces, usté
viene a buscar un niño."
--No, no--negó con la cabeza, sonriendo
de nuevo como si hubiera pasado la nube que le ha-
bía alargado y entristecido la cara--. Estoy traba-
jando en un nuevo libro; escribiendo, tú sabes.
Él asintió, aunque no, él no sabía. Pero no
se lo quiso decir. Igual que para ella no tener hijos
y un marido que no le daba placer pudiera ser una
verguenza, para él era el no conocer las letras.
--Pero si encontrara a un niño...--Ella ce-
rró los ojos y respiró hondo, igualito que una se-
ñora que vio en la televisión oliendo unas sába-
nas--. Un niño que necesite un hogar...
Habló antes de que ella hubiera termina-
do, antes de que él mismo se diera cuenta de lo
340
que estaba prometiendo. ~Yo sé de uno~, dijo con
su vocecita.
Ella extendió la mano y le tocó el brazo.
~Ay, José, ¿de verdad?~ Ahora lo miraba con una
necesidad desnuda, como si ya no fuera la dueña de
la casa, sino una mujer, como cualquier otra que
quería algo de él.
--Cualquier hombre se sentiría orgulloso
de complacer a una mujer como usté--dijo tanteán-
dola a ver si ella decía algo de su necesidad de que
un hombre la satisficiera. Cuando se quedó callada,
él entendió que se había topado con una raya que
ella no estaba dispuesta a cruzar--. No quiero fal-
tarle el respeto--añadió. Y para hacerla hablar de
nuevo, le preguntó sobre el trabajo que estaba ha-
ciendo. ¿Qué era exactamente lo que escribía?
Como si le hubiera sacado el tapón a una
botella, las palabras le salieron a borbotones de la
boca. Ella era escritora de novelas, cuentos, ensa-
yos, y lo que más le gustaba, poemas. ~Sabía él lo
que eran? Negó con la cabeza. De pronto, en uno
de esos cambios de emoción, ella se puso de pie y
le recitó algo que dijo era un poema y que se sa-
bía desde que era niña. Tenía la misma expresión
que cuando hablaba de las hijas de Elena o de
los dos varones de Sergio. "Es muy bonito~, dijo
él. Le sorprendió verla virar la cara, sonrosada,
como si fuera ella y no el poema lo que él había
celebrado.
Hablaron un rato más sobre el trabajo de
ella. Pero antes de retirarse, mencionó de nuevo el
otro asunto. ~José, déjame saber sobre eso del niño.~
341
--Voy a ver lo que puedo hacer--le con-
testó, evadiéndole los ojos. No quería que ella no-
tara la preocupación que le había entrado en la ca-
beza: él le había prometido un niño, pero, claro, no
podía regalar a su hijo sin consultar con Xiomara.
José nunca había visto a Xiomara tan fu-
riosa como cuando le hizo la sugerencia a la ma-
nana siguiente.
--¡Azaroso! ¡Hijo de la gran puta! ¡Tú te
crees que un hijo es algo que se puede vender y
comprar!...--le tiró el cubo de comida para los
cerdos y no lo dejó entrar al bohío, hasta que final-
mente, muerto de cansancio, mandó al hijo mayor
a que le llevara la hamaca que luego colgó entre dos
samanes cerca del río.
Pero aunque estaba cómodo y había una
brisa que venía del río, no podía dormir. Ahora sí
que se había metido en tremendo lío. A su mujer
le dio un enfogonamiento tan grande que segura-
mente iba a marcar de tal manera a ese niño que
aunque lograra convencer a Xiomara, la señora no
lo iba a querer. Y qué menso era de pasársele la
idea, de pensar que podía convencer a Xiomara. Era
evidente que las mujeres eran peores que las galli-
nas con sus pollitos. Aquello no tenía sentido, de
verdad, porque si Xiomara lo pensara bien--aque-
llas últimas semanas de interrogatorios habían en-
señado a José a sentarse y pensar las cosas--, se
daría cuenta de que aquello era la oportunidad de
una vida que no se le presentaba a todo el mun-
do. Su hijo pudiera crecer con todos los privile-
gios y comodidades de los ricos. Su hijo pudiera
recibir una buena educación y ayudar a sus padres
y hermanos.
Pero había algo que José no le podía expli-
car a Xiomara. A él, José, le gustaría darle a esta
señora el placer que su esposo no le ha podido dar:
reemplazar su infecundidad poniéndole en los bra-
zos un hijo de su propia sangre.
A través del tejido de la hamaca vio que
había llegado un visitante. Xiomara salió, con una
mano en la frente, y le indicó al enano en la mula
donde José descansaba cerca del río. Nada más ver
al enano acercarse por el sendero se sintió incómo-
da. ¿Y ahora qué mala noticia traerá del pueblo?
Pero era un mensaje de la doña. "Dice que
te olvides de lo que te dijo. Que no hay trato. Que
se acabó." Y se encogió de hombros para indicar
--antes de que le dieran una pescozada--que él
no sabía lo que la doña quiso decir con eso.
José se incorporó en la hamaca. Se había sal-
vado del apuro, pero en lugar de alivio, sintió una
gran desilusión. Ya se había imaginado a su hijo en
un tremendo carro, subiendo el monte hacia la finca
que les había comprado a sus hermanos.
--¿Y ella te mandó pa'eso?--preguntó José
al muchacho, quien hinchó de orgullo su raquí-
tico pecho. Su cabeza era demasiado grande para
sus hombros tan estrechos. Pero al mirarlo, José no
sintió el disgusto de siempre. Su propio hijo pudie-
ra salirle así. Será mejor que se acostumbre a tener
frente a sus ojos cosas desproporcionadas.
--Pepito--le dijo--después de que el
muchacho le dijera su nombre--. Pepito, te quie-
ro preguntar algo: ¿qué tú harías con un millón de
dólares?
El muchacho se quedó trabado con la pre-
gunta. Se sentó en su mula, se rascó la cabeza y
miró a su alrededor como buscando un indicio.
Pero José no tenía que pensar mucho sobre lo que
él haría con tanto dinero. Tirado allí, mirando las
verdes filas de yuca, se había dado cuenta de lo de-
sesperada que era su situación: él y Xiomara y la
cría de hijos no tenían adónde ir cuando se mar-
charan de estas tierras que su padre y su abuelo ha-
bían cultivado antes que él. Ya se veían venir las
montañas de agua que iba a soltar la represa. Para
el año que viene esta misma tierra que ahora tenía
bajo los pies estaría bajo el agua. Y el niño en el
vientre de Xiomara no sabría para nada lo que ha-
bían perdido y voltearía su carita sonriendo al escu-
char la voz de su madre, quienquiera que ella fuese.
Esa noche cuando él llegó, la doña no salió
a saludarlo, como de costumbre. José miraba y aguar-
daba; tenía curiosidad de saber qué habría causa-
do el súbito cambio de idea que no pudo esperar
hasta la noche para conversarlo. Cuando Sergio,
camino a casa, se detuvo a fumar un cigarrillo con
él, José le mencionó que no había visto a la doña
revoloteando por el jardín.
--La doña no anda bien hoy--dijo Ser-
gio. Se pasó la tarde llamando al marido. Sergio se
había enterado del cuento por Miguel, el operador
de la oficina de Codetel. Tuvieron una pelea por
teléfono. La doña le alzó la voz y lloró--. Quizá el
marido está cansado de la separación--sugirió Ser-
gio--. Pero tú sabes cómo son las mujeres cuando
te les atraviesas.
--Sí--asintió José. Después de que el ena-
no se marchó, José había vuelto al rancho a decirle
a Xiomara que la doña había enviado un recado que
ya no quería el niño. Aquello puso a Xiomara más
furiosa todavía. ¿Pero qué se creen él y esa doña?
¿Que el dinero puede comprar lo único que los po-
bres pueden tener gratis, sus propios hijos?
Más tarde, cuando Sergio y los demás se
marcharon, José le dio la vuelta a la casa, estirando
el cuello para mirar por las ventanas, con la espe-
ranza de atisbar a la señora. Arriba, en la torre, la
luz todavía estaba encendida. Finalmente, cuando
parecía que ya ella no iba a bajar, entró a la casa y
subió las escaleras, llamándola, ~doña~, para dar un
toque de formalidad a su entrada a la residencia
sin permiso.
Ella apareció al tope de la escalera, y bajó
la vista hasta él, parado en el descanso. ~¿Qué hay,
José?--le preguntó igual que el primer día. Pero
esta noche se veía mucho más vieja, más cansada,
más triste--. ¿Recibiste mi mensaje?".
José asintió. ~No había apuro.~
--Es que no quería que se lo fueras a decir
a alguien y después tener que desilusionarlos
--Traía un lápiz en la mano, y el pelo amarrado
en un moño como si estuviera concentrada en un
trabajo tan importante, que no podía dejar que ni
un mechón de pelo sobre la cara la distrajera. Así
mismo se amarraba el pelo Xiomara antes de parir
o al quitarle la cáscara al arroz--. Espero que no
haya sido una molestia.
--No, no fue ninguna molestia--le mintió.
Durante los próximos días tendría que dormir en la
hamaca. Pero poco a poco Xiomara lo dejaría entrar
de nuevo. En un mes, la señora se iría, y para fin de
año los guardias vendrían a sacarlo de su conuco. Sí,
se avecinan un montón de molestias, le quiso decir.
Pero, ¿qué podría hacer ella sobre la inundación de
problemas? Su marido se oponía a sus planes. Ni
ella misma podía conseguir lo que quería.
Cuando se volteó para bajar las escaleras,
la señora lo llamó. "Sube acá un momento--le
dijo, encajándose el lápiz en el moño. Mirándola
de frente parecía que se le había clavado en el crá-
neo--. Quiero que veas en lo que yo trabajo".
La pequeña habitación de la torre tenía unas
ventanas enormes por los cuatro costados. Si hubie-
ra sido de día, José podría haber mirado al costado
sur hasta ver el llano en el monte donde, entre los
campos arados, estaba su propio bohío. La mesa de-
bajo de las ventanas estaba llena de libros, más de
los que jamás viera de una sentada. Una lámpara
iluminaba el papel donde escribía la señora.
--Todos mis libros son en inglés, si no te
regalaría uno.
Le dijo sin tapujos lo que le había avergon-
zado decirle hasta ahora. ~No los podría leer, do-
ña. No me conozco las letras.~
Ella lo miró con una expresión de dolor en
el rostro. La misma expresión que vio en el rostro
de Xiomara cuando le dijo que la doña no tenía
hijos. ~¿Quieres decir que no sabes leer?"
Bajó la cabeza y se miró los gastados moca-
sines rojos. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que
aquellos zapatos lo harían sentirse como un hom-
bre importante?
--Siéntate--le dijo, quitándole papeles
de encima a una silla--. Vamos a empezar con tU
nombre: José.
Todas las noches él subía a la torre o ella
bajaba al jardín con su libreta de papel amarillo.
Primero, ella escribió todas las letras, para que él
empezara a identificarlas en los letreros del pue-
blo o en las cajas o latas del colmado. Entonces las
deletreaba una por una, y le dejaba papeles para
que él estudiara el resto de la noche y al día si-
guiente. Pero aunque él trataba de grabarse aque-
llos símbolos en el cerebro, para mediados de
agosto, cuando ella tenía que partir, él no habla
adelantado mucho. Todavía no podía leer el aviso
que tenía guardado bajo el tejado del bohío. No
podía entender el letrero que pusieron delante a
la oficina de correos que anunciaba--le dije-
ron--la muerte de Guerrero. Y cuando le trajo a
la doña un puñado de tierra de su conuco para
que se la llevara a Estados Unidos como recuerdo
de su país, tampoco pudo leer el papel que ella le
entregó.
347
--Es un poema que te escribí--le expli-
có--. También está mi dirección. Escríbeme cuan-
do lo puedas leer.
Después que ella se marchó, sintió la ten-
tación de llevarle el papel a Paquita, la escribana
del pueblo, o enseñárselo a la sabia María, pero no
quería compartir con nadie aquellas palabras que
la señora le había dado. Aunque no las entendiera,
eran suyas solamente. Y guardó el poema junto
con el aviso en el techo de su bohío. Cuando na-
ció su hija, le puso Yolanda, porque ese nombre, y
el suyo, fueron los únicos que aprendió a escribir
de memoria.
El tercer marido
Caracterización
La primera semana después del regreso, Doug
tiene que mentalizarse. Ha pasado antes, así que él
sabe que ella volverá a acostumbrarse--aunque
muy lentamente--a la vida de Nueva Hampshire.
Por supuesto, no se lo puede decir. O se le
caerán los palitos: una expresión de la isla que ella
le enseñó. O lo acusará de que él no quiere escuchar
su dolor: una expresión que ella aprendió de los
psicoterapeutas norteamericanos.
Ay, Señor mío. Eso es lo que dicen en Kan-
sas, de donde proviene él.
Desde el momento en que entran por la
puerta, ella tiene que cambiar las aguas santas antes
de abrir las maletas para estar tranquila. No le pre-
gunten por qué. En varias ventanas hay platillos lle-
nos de agua; de nuevo, no le pregunten por qué.
Hace dos años ella ni sabía qué cosa era agua santa,
y él todavía no sabe lo que es, porque a ella no se le
puede preguntar directamente sobre ese asunto.
--Eso no es cierto--diría ella--. Me pue-
des preguntar, pero tú me lo preguntas para reírte
de mí.
--No me voy a reír de ti--le promete--.
Sólo tengo curiosidad.
Pero ni aun así se lo quiere decir.
La primera vez que se encontró uno de
aquellos platillos, él pensó que la taza de café se le
había quedado en el borde de la ventana. Lo cogió
y lo enjuagó, y al rato entra ella como un rayo al
dormitorio con el platillo en la mano, echando
chispas por los ojos.
--¡¿Tú fregaste esto?!
Él estaba leyendo en la cama, se había reti-
rado temprano, que es como a él le gusta hacer in-
sinuaciones sexuales ya que las mujeres se alteran
mucho si piensan que sólo deseas copular. Y allí
está ella, actuando como si él fuera un dios de la
antiguedad griega que se acaba de comer a uno de
los hijos.
--Pues, sí--dice él, incorporándose lenta-
mente, temiendo haberle hecho algo que no debía
a aquel platillo--. No es más que un platillo que
se quedó al borde de la ventana--indica en direc-
ción a la ventana más al oriente, la que abre hacia
el esplendor de las montañas. Es la primera venta-
na en recibir la luz del amanecer.
--Por favor, por favor--me dice casi llo-
rando--, no toques mis cosas.
--Pero si nunca lo hago--le dice, miran-
do hacia la mesita de tocador con la bandejita pa-
ra las prendas y media docena de fotografías de su
turulata familia.
--No me refiero a mis pertenencias--dice
moviendo la cabeza. Y ahí es cuando él recibe su
primera lección sobre cómo debe haber agua para
los espíritus en la casa nueva y como él no debe
tocar las <~cositas" que ella deja por ahí. Y si alguna
vez se encuentra algo enterrado, por favor que no
lo desentierre.
--¡Quieres decir un cadáver!--se le salen
los ojos, imitando a un muchachito que debe ha-
ber visto hace más de cuarenta años en Our gang
Claro que no quiere decir un cadáver. Ella habla de
resguardos, vestigios de trabajitos, ensalmos para el
mal de ojo, cosas así.
No es que ella sea aprendiz de bruja ni hip-
pie rezagada. Si se compara su abolengo con el suyo,
es él quien debería abanicarla con una hoja de pal-
mera o transportar piedras para su pirámide. Aque-
llas supersticiones--mejor que no las llame así--
son parte de su herencia isleña, aunque hasta el día
de hoy nunca ha escuchado a ninguna de las aristo-
cráticas tías mencionar el mal de ojos o los espíritus.
Así es que cada vez que regresan de la isla,
todos aquellos avíos espiritistas tienen que ser ren-
ganchados. También sin falta extrañará a la familia
y al terruño, y luego, finalmente, él no logra enten-
der qué es lo que pone fin a la nostalgia: ella ronda-
rá por el jardín preguntadole cómo se llama este
yerbajo, y por qué les pones jaulas a los tomates, y
ay, Cuco, ven a ver qué mariposa tan y tan linda.
Pero en esta ocasión su reintegración es bas-
tante apacible. No hace mucho aspaviento sobre
las aguas santas, ni enciende tantas velas frente a la
vistosa Virgencita, y hasta las quejas son más suaves,
como por eJemplo, desearía que en Nueva Hamps-
hire se conslguieran mejores mangos. Parece que se
le ha olvidado lo del bebé que quería adoptar--así
como así, lo llama para decirle: (<¿Puedo llevar un
bebé cuando regrese?"--. (<No, gracias)~, le dijo él por
teléfono, y se había preparado para escuchar du-
rante meses y meses la cantaleta de lo mucho que
ella anhelaba un hijo. Pero parece estar contenta de
estar en casa, y continuamente tararea "Home on the
range" y dice gracias, gracias, caminando por toda
la casa, visitando cada habitación. Es más, es él quien
le recuerda que las semillas de mango que trajo de
contrabando hay que ponerlas en agua enseguida,
y que la bolsita de tierra que un campesino le rega-
ló para la buena suerte debe vaciarla en el jardín,
que el platillo con agua santa en la habitación de su
hija está vacío y hay que volverlo a llenar.
Ella, de pie en el descanso de la escalera, le
sonríe. ~(¿Y tú cómo sabes que eso es agua santa?~
Lo que sí sabe es que cualquier cosa que él
diga ella lo va a disfrutar. Cuco, le dice cuando está
de buen humor. Un cariñito de la isla que quiere
decir fantasma. <~Porque se parece al agua santa que
casi me cuesta el divorcio.~
--Oigan qué exageración. Y yo que pen-
saba que los latinos éramos los únicos exagerados
--ella se dirige a un público latino imaginario que
se hubiese mudado a la casa junto con ella, como
una gran familia de antaño.
--Entonces, ¿qué es eso que hay en el cuar-
to de Corey?
--Agua dulce. Es buena para las hijastras
--dice ella, cabalgando escalera arriba.
--Ay, Señor mío--piensa él--, si Corey
se entera de que Yo le está poniendo brujerías en
su habitación... Ella vendrá más pronto de lo que
Yo se imagina, así que mejor será que saque ese
platillo de ahí.
Yo está de pie frente a la puerta del dormi-
torio, obstruyéndole el paso. Quizá ahora sea el
momento de decírselo.
--Hey, big hoy--le hace una imitación de
segunda mano de Mae West. La mayoría de las
imitaciones de estrellas de cine de cierta época que
hace Yo son imitaciones de las imitaciones de Doug,
ya que él fue quien se crió con la televisión en este
país. (< Come up and see me sometime. "
Corey se le va de la mente. Ha sido un ve-
rano muy largo y solitario.
Más tarde, arrullándose tendidos en la ca-
ma, lo que más extrañó durante el verano, él le dice
que Corey viene a quedarse con ellos por dos sema-
nas antes de seguir a casa de su madre.
Siente que ella se contrae a su lado. "Esta-
ba muy entusiasmada cuando llamó--Doug va a
tratar de vendérsela por todo lo alto--. Yo creo que
ella está cambiando~.
--¿Cómo así?--su voz ya no es jugueto-
na. Corey ha rehusado quedarse con su padre des-
de que se casó con Yo hace dos años, aunque insis-
te en tener su propia habitación en la casa nueva.
Ella dice que Yo le cae bien, pero que le es difícil
aceptar que su padre esté con otra persona. Yo de-
testa que se refieran a ella como otra persona.
"Tengo nombre~, le dice a Doug cuando están so-
los, y repite la retahíla de nombres: Yolanda María
Teresa García de la Torre. Pero a Corey le dice:
"Comprendo cómo te sientes".
--¿Cómo así?--insiste ella--. ¿Cómo es
que está cambiando?
--Bueno, pues, decidió ir a España a pasar
el verano, ¿no?
--¿Y eso qué tiene que ver?
Ella está sentada en la cama a su lado. Cual-
quier cosa que él diga ahora será inapropiada, de eso
está seguro.
--Pues tú eres española y....
--¡Yo no soy española! Soy de la Repúbli-
ca Dominicana. En España posiblemente piensen
que soy una... salvaje--tiene la cara de salvaje. La
expresión dramática, exagerada. A veces no es tan
bonita.
--Basta de exageraciones, Yo--le dice él y
de repente, salta de la cama. Más tarde ella le dirá
que lo ha perdonado precisamente porque fue un
gesto tan espontáneo e inesperado de su parte. Él
agarra el platillo con agua de amanecer y se lo de-
rrama sobre la cabeza.
Aquí viene Corey. Acaba de cumplir los
dieciséis, y pretende lucir como una sofisticada via-
jera internacional con su boina y su chaleco. Oh lá
lá. "Eso es francés, papá", le dice a Doug, con la ca-
beza en alto. Pero en cuanto se alejan del grupo de
estudiantes y padres, él le nota el temor en los ojos.
Le da un pinchazo de aguja en el corazón ver que
todavía lo tiene. Sabe que para ella ha sido un salto
al vacío el haberse ido tan lejos de casa, y ahora, al
regreso, tantear el terreno de la casa de su padre.
Recuerda a la niñita nerviosa que se despertaba con
pesadillas a medianoche. Eso fue antes de que em-
pezaran los problemas matrimoniales, así que no se
podía decir--como más tarde concluyeron algu-
nos terapeutas--que la niña estaba absorbiendo las
tensiones. Pero Yo ofreció otra explicación: tal vez
Corey tenga una veta de clarividente y pueda ver el
futuro, a su padre con otra persona. ~35
En el largo recorrido del aeropuerto a la ~-
casa, se ponen al día. El verano fue tremendo. Su
madre y el padre y la hermana y el hermano espa-
ñoles la hicieron sentirse parte de la familia. "No
es como en este país--le informó Corey--. Allá
la gente básicamente se queda con sus familias ori-
ginales". Se crea un silencio agudo. Pasan por un
área de bosque donde las hojas ya se empiezan a
colorear--y es solamente finales de agosto. "Es
un país católico en su mayoría, por eso es", con-
cluye Corey, convirtiendo lo que hubiera sido una
puya hace seis meses en una lección de cultura. Él
se siente conmovido con el gentil esfuerzo.
Ya han conversado sobre todos los posibles
temas familares; él la ha puesto al día sobre cada
miembro de su familia, y ella habla de la visita de
su Mamá y su padrastro a España para verla, pero
no le ha preguntado por Yo. "Nosotros acabamos
de regresar de la R.D., ¿sabes?--Corey asiente con
la cabeza--. Claro, te lo dije por teléfono. Yo estu-
vo allá casi todo el verano, escribiendo. Deja ver,
que más--dice él--, estamos muy contentos de que
te quedes con nosotros este par de semanas. Tú y
Yo podrán chacharear en español--la imagen es
tan descabellada que casi le saca las lágrimas, re-
velando una esperanza naciente. Según Yo los es-
pañoles y los dominicanos ni siquieran hablan el
mlsmo idioma.
--Yo dice que siempre los primeros días de
regreso son los más difíciles. Porque no estás ni aquí
ni allá--mira hacia Corey, quien no ha dicho ni
una palabra. No puede ser que al cabo de dos años,
él todavía no pueda ni siquiera mencionar el nom-
bre de Yo sin que Corey saque el hocico. Ella mira
por la ventanilla, forcejeando con algo en la cara.
Cuando se vuelve hacia Doug, lo que fuera ha sido
reemplazado con una sonrisa tentativa--. No lo lla-
maría difícil--dice--. Es que al regresar uno nota
cosas que antes se te escapaban, ¿sabes?
Él está de acuerdo con ella, le dice. Y le
alegra que Yo no esté allí, porque si no él sería una
rosca humana, diciendo: sí, eso es lo más difícil de
los primeros días, pero, oh, ¿no es maravilloso có-
mo las cosas se ven de una manera diferente?
Para la tercera cena que comparten juntos,
Doug está harto de oír cuentos sobre España y la
R.D. Vamos a hablar de China, tiene ganas de de-
cir. Vamos a imaginarnos los soleados viñedos de
la Anatolia central.
--Hoy pasó algo extrañísimo--dice Co-
rey, e inmediatamente Doug y Yo son todo oídos,
agradecidos siempre que Corey decide participar
en la conversación--. Entró una llamada a cobro
revertido. Era de un hombre de la R.D., José, ¿es
un campesino o algo así?--mira a Yo, quien ex-
clama--: ¡José!
--Dice que tiene muchos problemas--Co-
rey continúa--. Perdió su empleo y lo echaron de
sus tierras o algo así. Dejó un número. Dice que va
a estar ahí mañana por la tarde, que lo llames.
--¡Tu español debe ser muy bueno si en-
tendiste todo eso!--dice Doug, porque no sabe
qué otra cosa decir--. ¿Quién es ese tal José y qué
hace llamando a cobrar para contar sus problemas?
¿Tú sabes quién es ese tipo?--le pregunta a Yo.
--El sereno de la casa de Mundín. Donde
me pasé todo el verano escribiendo. En el pueblo
donde estuvieron tú y tu papá--añade para bene-
ficio de Corey.
--Bueno, después que acabó de contarme
sus problemas y lo que te tenía que decir y adónde
llamarlo y todo eso... (da ese revirón de ojos que
Doug conoce tan bien, un signo de impaciencia
que ella aprendió de su madre) me preguntó que
quién soy yo, y como no me acuerdo cómo se dice
hijastra... ¿cómo se dice?--dirigiéndose de repen-
te a Yo.
Yo lo piensa por un momento, y luego sa-
cude la cabeza. "Sabes, no creo haberlo escuchado
jamás. Allá la gente en general no se divorcia, así
es que ese vocabulario de familias fusionadas no lo
conozco."
--Como en España--añade Doug.
--Bueno, de todos modos, no sabía cómo
decir hijastra en español, así que le digo que soy tu
hija...--lo dice sin tropezar. Surge un rayo de luz
dulidad.
en la cabeza de Doug. Y de pronto se imagina a to-
dos ellos dándose las buenas noches como en The
Waltons.
--Y me empieza a preguntar si soy casada
y qué edad tengo y lo amable que soy por conver-
sar con él y que tengo un buen corazón y que por
mi voz adivina que soy muy bonita...
Yo y Doug mueven las cabezas con incre-
--Y finalmente, ¡me pregunta de sopetón
si quiero casarme con él y traerlo para Estados
Unidos!
--¡Qué tipo ése!--dice Doug. Mira que
proponerle matrimonio a mi hija en una llamada
por cobrar.
También Yo está sorprendida, sorprendida
en varios niveles, le dice a Doug más tarde. La pri-
mera sorpresa es que ese hombre se atreviera a lla-
marla para pedirle algo tan grande. La segunda y
tercera, que el mismo José, que al parecer estuvo
medio enamorado de ella, ahora trate de seducir a
su hijastra por teléfono.
--Le dije que yo era muy joven para casar-
me, y entonces él me preguntó la edad, y le digo
que dieciséis, y me dice que esa edad es suficiente
--Corey se ríe.
--Ese hombre no tiene verguenza--dice
Doug.
--¡Pero me sonó muy, muy agradable!
--Corey le echa una mirada de virtuosidad a
Doug. Ella está en esa edad cuando las necesida-
des y las penas ajenas son como gatitos. Mejor que
se quede callado o le pondrá el sello de granjero
mezquino listo a ahogar la camada de gatitos en
un saco. Él mira hacia Yo con la esperanza de que
se ponga de su lado, que diga que José es un canalla,
pero de eso nada.
--Es un buen hombre. Estará desesperado.
Es tan pobre--Yo hace el cuento de la visita que
hizo al conuco de José monte arriba. Los niños
flacos y desnudos, la triste choza, la mujer descal-
za y preñada que no quiso salir a saludarla. Ella y
Corey tienen los ojos húmedos de lástima--. Por
eso es que la gente quiere salir de allí.
--Igual que mi mujercita--dice Doug tra-
tando de bromear. Las dos mujeres le echan una
mirada capaz de prenderle fuego a un bosque.
Yo le explica a Corey sobre el negocio de
los matrimonios falsos. Tú le pagas a un ciudadano
norteamericano para que se case contigo, él te soli-
cita y así obtienes los papeles de residencia. Una
vez aquí, te divorcias. Hay gente que paga hasta tres
mil dólares para casarse con documentos.
--Pero si son tan pobres que tienen que
irse de allí, ¿de dónde sacan los tres mil dolares?
--Corey quiere saber.
--Corey, mi niña--le dice Doug--, ésa es
una excelente pregunta--puede ver que se le son-
rojan las mejillas, y después de pensarlo un mo-
mento, se da cuenta que ella no se ruboriza por su
elogio. Se siente desconcertada, porque piensa que
se está burlando de ella--. Es una pregunta muy in-
teligente--subraya--, de veras.
--¿Te of reció dinero, verdad?--pregunta Yo.
No. Corey niega con la cabeza, lentamente
al principio, y luego con más vigor. "No mencio-
nó nada de dinero, sólo dijo que le gustaría casarse
con una muchacha tan agradable y que habla un es-
pañol tan bonito."
"Ay, Señor mío>), piensa Doug, pero esta
vez se queda callado.
Al día siguiente a la hora de la cena hay un
informe de los pedazos de pan--como Doug ha
empezado a llamar a Yo y Corey por ser tan com-
pasivas--. Uno de los pedazos de pan llamó al nú-
mero que dejó José, que es el número--Doug lo
reconoció--de la oficina de Codetel en el pueblo
donde Yo pasó el verano. José no estaba.
--El hombre de Codetel dice que José es-
tuvo allí ayer--le explica Yo a Doug. Justo detrás
de Yo, se ven, a través de las amplias ventanas, las
montañas que comienzan a colorearse de otoño.
Pero el cielo todavía tiene ese azul subido de tarde
veraniega que lo hace querer levantar los brazos de
esa manera cursi de los cristianos evangélicos--.
Pero oye esto, el hombre de Codetel dice que José
salió para la capital esta mañana, y que dijo que se
iba para Estados Unidos.
--¡¿Tú crees que se va a aparecer aquí?!
--pregunta Corey con entusiasmo juvenil. Claro, si
un tipo extraño se presenta a la puerta, Doug sabe
a quién le tocará contestar y mandarlo a paseo.
Durante la cena siguiente, Corey rinde otro
informe sobre los últimos acontecimientos. Esta
tarde entró una llamada de la capital. Era José. De
nuevo Corey habló con él, ya que no había nadie
más en casa. "Va para Nueva York. Quiere s~h~r
debe hacer cuando llegue."
--¿Qué sueldo le pagaste este verano?
--Doug le preguntó a Yo--. Un boleto de avión
cuesta un montón.
--¿Le habrá pedido dinero prestado a Mun-
dín?--Yo también está intrigada--. Pero necesi-
tará un pasaporte, y papeles, y ni siquiera sabe leer.
--¿De verdad?--dice Corey, y en sus ojos
Doug nota un destello de desilusión. Parece que
ella se ha creado una fantasía de un español galan-
te que recita poemas de Lorca y tiene el pelo ne-
gro, abrillantinado, peinado hacia atrás como un
modelo en una de esas revistas de adolescente que
tanto le gustan.
--Pues, bueno, le dije que cuando llegue a
Nueva York, que nos llame por cobrar, y ya vere-
mos lo que se hace.
A Doug se le cae la quijada. "¡¿Le dijiste
qué?!" Inmediatamente se da cuenta de que se ha
equivocado. Es absolutamente necesario que su
hija mantenga su dignidad frente a Yo, y él la ha
hecho sentirse como una imbécil frente a su ma-
drastra. La joven sale corriendo de la habitación
con lágrimas en los ojos.
--Ay, Doug, ¿por qué hiciste eso?--ahora
es Yo quien parece que él la hubiera herido. Y sale
pisándole los talones a Corey, y un poco más tarde
cuando él se escurre de puntillas hasta el descanso
de la escalera, las oye hablando en esas voces arru-
lladoras que usan las mujeres detrás de puertas ce-
rradas. Bueno, menos mal, piensa bajando las esca-
leras. Tiene ganas de llamar al tipo ese, el tal José y
decirle, seguro, aparézcase en mi casa, arme un es-
cándalo, y logrará unirnos como una familia dis-
funcional. ¿Dónde aprendió ese vocabulario? Todos
aquellos años de terapia matrimonial, seguramente.
Dos llamadas los dos últimos días y Doug
le prohíbe a Corey que acepte llamadas por cobrar
de la R.D. Ella ofrece pagar hasta el último centa-
vo de las malditas llamadas y por los retenedores
dentales y por el programa de verano y hasta por
haber nacido, ¡¿okey?! Se gritan, alzan la voz. Por-
que, por supuesto, una cosa lleva a la otra y pronto
Corey ha abierto la caja de Pandora del matrimonio
fracasado. Diariamente hay papelones, las puertas
están adoloridas de tantos tirones. Yo le confiesa a
Doug que por primera vez se siente como si ella
fuera la de una familia almidonada y reprimida.
Yo tiene una teoría sobre lo que está ocu-
rriendo. Son víctimas de una hechicería. Y también
sabe de dónde viene. ¡El puñado de tierra que le
dio José! Con razón no quiso regarlo en el lugar
acostumbrado, y finalmente se lo dio a Doug para
que lo echara en su jardín. Y por eso la brujería ha
caído mayormente sobre él. Y la única protección
que pudo haber tenido, ella le recuerda, era el agua
santa en la habitación de Corey, la que él hizo que
Yolanda quitara para evitar problemas con su hija.
Cuando ella termina de explicarlo todo de
una manera tan racional, tan detallada, a Doug no
le queda más remedio que preguntar: "¿Y ahora qué
hago?", como si momentáneamente. él ~rf~v~r~ n
lo del hechizo fuera verdad.
Ellos estarán ligados a José mientras esos
granos de tierra estén aquí, así es que hay que lle-
várselos de la propiedad. Después podrán actuar
con generosidad o buen juicio, como quieran, pe-
ro no será por manipulación espiritista. "¡Pero es
que vacié la bolsita!--explica Doug--. No puedo
recogerla grano a grano. No puedo distinguir el uno
del otro".
--Mira, vamos a excavar un círculo gran-
de, ponemos toda la tierra en una bolsa y la tira-
mos por la montañas.
--Okey, okey--asiente él. No le va a con-
fesar que ha arado el jardín. Que esos granitos de
tierra están por todas partes soltando brujerías, que
tienen a Corey medio histérica casi todo el tiempo,
que asustan a Yo, y que a él lo están volviendo loco.
Se parecen a Bonnie y Clyde planificando
su fuga, cómo van a deshacerse de la tierra. Sería
muy fácil llevar la bolsa de basura por la cuneta de
la carreta y tirarla ahí mismo, pero no, ella la quiere
a una distancia prudente de la casa. Y se ponen de
acuerdo: cuando lleven a Corey a casa de su Mamá
el próximo sábado, llevarán la bolsa con ellos.
--¿Quieres decir que la vamos a vaciar en
su casa?--y a Doug le viene la imagen de su exes-
posa que mira por la ventana y lo ve vaciando lo
que ella piensa que es una bolsa de basura en su
patio. Tiene que sonreír a su pesar.
Y por los ojos de Yo también pasa una mira-
da traviesa. "Mejor que no." Se ríe. En una de las
montañas que tienen que cruzar para llegar a la ca-
rretera interestatal, hay un parquecito con un par de
bancos, y una placa a Robert Frost. Allí es que van a
vaciar la tierra.
--¿Antes o después de dejar a Corey?
Va a estar muy oscuro cuando regresen. No
será tan fácil deshacerse de la bolsa. "Ya veremos",
dice Yo. Doug se da cuenta que la tienta la idea de
incluir a Corey, ya que las dos la han estado pa-
sando muy bien.
Ya verán, supone él, qué ocurre en los tres
próximos días. Sabe muy bien que las llamadas no
han cesado, pero que Corey ahora se lo informa a
Yo, y no a Doug. Ella se mantiene alejada de él, lo
trata como si estuvieran en una comedia de televi-
sión y ella actuara el papel de la niña. Alegre y ama-
ble, pero si él trata de abrazarla, o echarle el brazo
por los hombros, ella se le evade. Pero él se ha da-
do por vencido. Yo lo acusa de estar distraído y no
aprovechar estos momentos valiosos con Corey.
--No es culpa mía que tu amigo me haya
echado una brujería--dice Doug, medio en broma.
Yo lo mira como si él estuviera a millas de
distancia, y no está segura de que lo escucha co-
rrectamente. "Nadie te ha echado ninguna bruje-
ría", le dice. Ella ha cambiado de parecer en cuanto
a la tierra. El pobre José no haría cosa semejante.
Corey ha logrado atar la historia completa en las
últimas llamadas. José perdió su empleo de sere-
no. Está desesperado y se ha ido a la capital con la
esperanza de encontrar a alguien que apadrine su
viaje a Estados Unidos. Yo le tiene lástima al po-
bre hombre. Quizá puedan hacer algo por él.
--¡Quieres decir casarlo con Corey!
--Ay, Doug, por qué a veces eres tan cabe-
ciduro a propósito--dice Yo con voz lacrimosa.
Ahora es ella quien huye escaleras arriba, en busca
de un momento de tranquilidad, que es lo que la
terapeuta le dijo debía hacer para darle a entender
al marido que no quiere hablarle. En vez de la ros-
ca humana, él se ha vuelto un bobalicón atravesa-
do en el camino de los demás.
Solo en la planta baja, Doug se acerca a la
ventana. Es sólo un cuadro negro, está demasiado
oscuro para ver el jardín, lo cual le gusta hacer en
momentos como éste. Las hileras de surcos pardos
lo tranquilizan, igual que las parcelas de cultivo
que ve desde los aviones. Pero ahora lo que ve es su
propio reflejo, un hombre más joven, ángulos defi-
nidos y sombras dramáticas en el rostro. Es él mu-
cho antes de que nada hubiera ocurrido, Corey es
una recién nacida en sus brazos, su esposa le hace
morisquetas, él ha cultivado su primer jardín. El
momento es perfecto, sería una locura o una hechi-
cería permitir que nada destruyera su felicidad.
Escucha pasos que bajan la escalera y luego
se detienen en la puerta. Se da vueltas y se encuen-
tra a Corey sorprendida. "Pensé que te habías acos-
tado", le dice en tono acusador.
--No, Yo file la que se acostó--dice que-
riendo decir mucho más. Pero ¿cómo puede pedirle
a su propia hija que lo perdone por el imperdona-
ble pecado de dejar de amar a su madre? Espera un
momento, pero viendo que ella quiere que él se
vaya para servirse un refresco (satisfacer tan peq-
ueña necesidad en su presencia es para ella, de cierta
manera, bajar la guardia) sale de la habitación--.
Buenas noches, Corey--le dice en español des-
de la escalera. Luego de un largo silencio, recibe un
"...night" refunfuñón. Al diablo con The Waltons.
El sábado, cuando Yo y Corey han ido a
comprar los ingredientes para una paella, que re-
sulta ser un plato que se come tanto en España
como en la R.D., suena el teléfono. Se oye una voz
distorsionada, oficial, extranjera al otro lado de la
iínea. Es una operadora que le pregunta a Doug si
acepta los cargos.
Al principio Doug siente la tentación de
decir: ¡No! De decirle a ese payaso que no llame
más a mi casa y que no me cause más problemas.
Pero la curiosidad puede más que él. "Claro--di-
ce--. Quiero decir, okey, sí."
--Mire usted--empieza, pero todo lo que
escucha es su propio eco, mire usted. Se detiene, y
en ese silencio, un hombre habla, y pregunta por
doña Yolanda o por la señorita Corey.
--No está--dice Doug en español, pero
cuando quiere decir quién es, no se acuerda cómo
se dice esposo. Pero se acuerda de la palabra pa-
dre--. Soy el padre de Corey.
El hombre dice algo con rapidez y agrade-
cimiento, pero Doug no entiende. Es hora de poner
los puntos sobre las íes. "Corey no matrimonio. Y
además--añade--, estas llamadas son muy expen-
sivas. No llamar, ¿correcto?".
Hay un largo silencio. Y después, como si
le sacaran el aire a una llanta, Doug escucha, "Sí,
sí, sí, sí...".
--No puedo salvar mundo --añade
Doug--, sintiéndose culpable al decirlo. Cuando
niño soñaba con salvar al mundo como el Llanero
Solitario. Ahora ni siquiera quiere aceptar los car-
gos de una llamada de socorro.
--Por favor--dice, y porque le parece que
suena indeciso, añade--: Policía--para darle un
toque de vigor a lo que está diciendo. Como espe-
raba, José cuelga.
De vuelta en el jardín donde fertiliza y re-
corta y siembra y organiza todo para las primeras
heladas, escucha un sonido terrible, una mezcla de
gritos humanos y trompetas de ángeles que des-
cienden el día del juicio final a separar las almas
buenas de las malas como si fuera ropa para el la-
vado. Mira hacia arriba y ve una chapucera forma-
ción en V de gansos que se dirigen hacia el sur para
invernar. Y a ellos, ya que no hay nadie más al-
rededor, les pide excusas.
Una paz maravillosa pero al mismo tiempo
castigadora ha anidado en la casa. Corey vuelve a
ser la hija que antes se sentaba sobre sus rodillas a
preguntarle por qué las estrellas no se caían del
cielo como las gotas de agua o los copos de nieve.
Yo está de muy buen ánimo. Corey se ve tan bonita
y hace sentir mejor a Yolanda de no tener una hija
propia. Corey ha madurado tanto... Y que no se le
ocurra a Doug sugerir que todavía necesita madu-
rar mucho más.
--Está cambiando, como dijiste--dice Yo,
sonriéndole cariñosamente.
No hay más llamadas telefónicas. Los peda-
zos de pan parecen haberse puesto más duros que
las piedras--ni una palabra sobre José. Igual que no
se ha escuchado una palabra más sobre el bebé de
la isla. A veces Doug considera que esos entusiasmos
de Yo son inspiraciones momentáneas que ella ter-
mina por eliminar del bosquejo de su vida.
--Me pregunto por qué no ha llamado
más--Doug se atreve a tocar el tema durante la úl-
tima cena que tendrán juntos. La culpabilidad que
siente lo hace hablar como ese tipo con el elefante
al cuello--. Quizá consiguió quedarse en su conu-
co, ¿qué creen?
Corey se encoge de hombros. Ahora tiene
otras preocupaciones; las clases comienzan el lunes,
al día siguiente de su llegada a casa de su madre.
Sus amigas saben que está de regreso y la han es-
tado llamando. Quién sabe si José ha estado tratan-
do de llamar y el teléfono ha estado ocupado.
--Apuesto a que Mundín le dio el trabajo
otra vez--Yo había llamado a su primo para ex-
plicarle el aprieto de José--. De todos modos, qué
más podemos hacer por él desde tan lejos.
--¿Qué quieres hacer con la tierra?--le
pregunta a Yo esa noche. El problema de energías
negativas en la casa parece haberse resuelto por sí
solo. Normalmente, hubiera aprovechado la oca-
sión para indicarle a ella que todo ese asunto de es-
píritus y brujerías no era más que un montón de
embelecos dominicanos--: Ves, las cosas se resuel-
ven por sí solas en su momento. Pero ya no se sien-
te virtuoso--. Qué sabe él de la magia que enlaza y
desgarra a la gente. Bien pudieran ser espíritus.
Yo dice que sería mejor dejar la tierra don-
de está.
Pero ya él la ha empacado como ella le dijo.
¿Está segura de que no va a querer que la vuelva a
excavar de nuevo cuando suceda algo desagradable?
--Parece que tú quieres sacar esa tierra de
A decir verdad, él quiere sacar esa tierra de
allí, aunque sabe muy bien que la tierra de José está
mezclada por todo el jardín. Pero aquella bolsa ne-
gra de plástico se ha convertido en la personifica-
ción de todos sus problemas durante las dos últi-
mas semanas, toda la furia contenida de su hija,
toda la soledad del verano sin Yo, toda su ira contra
el país que continuamente la reclama y se la quita,
lo cual es la razón, al fin lo reconoce y sin la ayuda
de un terapeuta, muchas gracias, de su enojo con
las intrusas llamadas de José.
Le dice que si a ella no le importa, a él le
parece que la tierra se queda allí... Pero al día si-
guiente pone la bolsa en la cajuela del carro y la tira
al depósito de basura que está detrás del hospital.
Allí mismo, hace unos años, encontraron a un re-
cién nacido, berreando, envuelto en una de esas
toallas de papel de estraza que hay en los baños
públicos. Lograron seguir la pista hasta la madre,
que resultó ser una jovencita tan aterrorizada de que
sus padres descubrieran que no era virgen que optó
por ser asesma.
Pero el bebé sobrevivió, recuerda Doug, de
pie cerca del basurero. A veces los abuelos llevan al
bebé a su oficina, y el niñito es un amanecer de son-
risas y cooperación. Doug lo ha examinado con los
ojos y las manos y sus instrumentos, y nunca le ha
encontrado ni una cicatriz de su horrible llegada
a este planeta.
Y eso es lo que anhela allí parado junto al
depósito que parece provocar algo en él: una ora-
ción, un deseo, un adiós. Tal vez a Corey, después
de todo, no le queden cicatrices. Por favor, Corey,
felicidad.
Camino a casa de la madre de Corey hacen
sus planes. Ella vendrá a visitarlos durante las va-
caciones de otoño. Pasará el Día de Acción de Gra-
cias con su Mamá, ya que ellos tres piensan pasar
la Navidad en la República Dominicana.
--¡Será fantástico después de haber visita-
do España!--dice Corey recostándose en el espal-
dar del asiento delantero. Así es como Doug la re-
cuerda durante los viajes en automóvil cuando era
niña. Se paraba encima del asiento trasero y se re-
costaba hacia el frente para participar en todo lo
que ocurría en el delantero.
--Vas a conocer a toda mi familia loca--le
dice Yo--. A lo mejor Mundín me presta otra vez
su casa en la montaña.
--~onoceré a José--agrega Corey. Entre
todos tejen un cuento, el cuento del viaje de Navi-
dad a la isla.
--Me gustaría conocer a José--dice Doug,
y las dos mujeres lo miran no muy seguras de que
no se está burlando.
--¿De veras, papá?--pregunta Corey, in-
clinándose más hacia adelante. Si se volviera hacia
ella en ese momento, probablemente le pudiera plan-
tar un beso en la mejilla.
--Seguro que sí. He estado pensando que
quizá deberíamos comprar un terreno por allá. Qui-
zá José podría cultivarlo para nosotros. Con un suel-
do--agrega--, un buen sueldo.
Los pedazos de pan están felices. Les en-
canta el final que él ha dado al cuento.
Durante todo el otoño, cada vez que el te-
léfono suena, Doug da un salto. Muchas veces es
Corey preguntando cómo están, o para informar-
les sobre el traje de dos piezas que consiguió en re-
baja y un increíble vestido veraniego que la hace
lucir delgadísima. Las aguas santas de Yo se han
esfumado, si así se puede decir, quién sabe. Los
platillos están vacíos en sus ventanas y un día Doug
encuentra que desaparecieron por completo. ~Ya
la casa está bien protegida~, le explica Yo cuando
él le pregunta sobre los platillos. Parece raro, pero
los echa de menos.
Cuando llegan las heladas, el jardín luce
un abrigo de plata, que ya para el mediodía el sol
ha derretido. Las hojas caen desordenadarnente, un
hermoso reguero que deja las colinas desnudas y es-
queléticas y aterradoras. La tierra se endurece, y el
paisaje se arrecia para el invierno, todo pardo y gris,
un puño cerrado. El jardín es lo que Doug más
echa de menos en esta época; no es hasta febre-
ro cuando empieza a planificar el nuevo jardín,
organizando las semillas, hojeando los catálogos
de jardinería. En el otoño es ver la televisión y co-
cinar y cuestionarse hacia qué rumbo va su vida.
Este año sueña una especie de viaje mental, como
si tuviera otra vida simultánea que ocurriera a lar-
ga distancia.
Se encuentra en una isla, en una finca en
un monte, en un terreno cerca de un río caudaloso.
Están plantando yucas en hileras. Ayuda a un hom-
bre cuya cara no ve, o quizás es el hombre quien lo
ayuda a él. Cuando Yo le ofrece un plato de sopa a
la hora de la cena, ya la esquina suroeste está casi
terminada. "¿Dónde estás?~, le pregunta ella.
Él no es como a los que se les ocurren ma-
neras elegantes de decir las cosas, pero se sorpren-
de a sí mismo cuando le contesta: "Dondequiera
que tú estés".
El acosador
Entonación
Lo único que tengo que hacer es mirar tus
ojos en la portada del libro y me remonto a tiem-
pos atrás
al come-y-vete al lado de la carretera en el
oeste de mass donde llevas un uniforme verde gui-
sante y una redecilla en el pelo y estás cocinando
hamburguesas y perros calientes a la parrilla y
friendo papas en un cesto de metal y yo me toco
ya que puedo verte los panties negros a través de la
tela verde guisante
y después salgo y miro hacia arriba y veo
que las estrellas se cambian de lugar y conectan-
do los puntos dibujan tu nombre el cual todavía no
conozco--yolanda garcía--el nombre completo
hasta con el acento sobre la i
lo cual no me digas que no es una señal
y es por eso que no me sorprendo al ver tu
cara que me mira desde la página del Sun Times
con un anuncio de que vas a estar en una librería
de michigan avenue esta noche a las ocho y vas a
hacer lecturas de tu nuevo libro que todavía no he
visto aunque tengo en mi posesión todos los otros
que has publicado
Llamo a la librería y digo, quiero ir a la
lectura de esta noche, hace falta un boleto, a qué
hora debo llegar y cuánto tiempo durará y hay un
lugar de estacionamiento cerca; hago todas estas
preguntas de relleno antes de hacer la que más me
interesa
sería posible comunicarme con la señorita
garcía ya que soy un amigo y estoy seguro de que a
ella le gustaría verme
--hay un momento de vacilación al otro
lado
--un resuello que me es familiar pues pro-
voco esta reacción en las mujeres
de cierta edad e inteligencia y apariencia lo
que en esta ocasión no puedo verificar porque no
puedo ver a esta empleada pero adivino que es de ba-
ja estatura trigueña con la nariz respingada de as-
pecto muy mono que trata de disfrazar con lápiz
de ceja y ropas sueltas y negras
así que no me sorprende oírla recitar el es-
perado lo siento pero no está permitido divulgar
esa información pero esta noche después de la lec-
tura tendrá la oportunidad de hablar con la autora
y yo le digo, por supuesto que no debe di-
vulgar esa información ya que usted no me cono-
ce de nada y yo pudiera ser un ex o un asesino o
un ex asesino (jajajá) pero ella no se ríe sólo me
escucha con concentración como tratando de detec-
tar algún sonido en el trasfondo que más tarde se
lo podría describir a la policía y así lograrían deter-
minar de dónde estoy llamando
Que bajen por la michigan y por la larga
avenida de los años hacia el miedo y la soledad el
dolor en el tren hacia elgin al edificio de ladrillos
de dos pisos El Puente sobre Aguas Turbulentas,
dice el letrero ellos le enseñan sus emblemas a
mark quien los lleva al segundo piso
hasta mi habitación donde tocan a la puer-
ta y el bien parecido dice con permiso pero esta-
mos buscando a un tal walt whitman, sin pestañear,
sin pensar, pero ese nombre ya lo ocupó un famo-
so poeta del siglo XIX
pero en realidad digo, anjá, walt whitman ése
es el nombre que ha usado durante los últimos cin-
co años y antes de ése fue billy yeats y antes de ése
fueron george herbet, gerry hopkins, wally stevens
(como si tú me fueras a prestar atención de
yo ser uno de tus héroes resurrectos)
y yo digo, entren por favor, y ellos entran a
la vida del muchacho con el problema de que de-
rrama todo a quien a los cinco años lo llevan co-
rriendo al hospital inconsciente debido a una gol-
piza con una manguera de goma
porque, dice ella, este muchacho está des-
controlado le doy la caja de cereal y el tazón y él
sigue echando hasta que la caja se queda vacía y
hay hojuelas de maíz por todo el piso lo mismo hace
con la leche hasta que corre y se derrama por el bor-
de y baja por los costados de la mesa medio galón
perdido lo mismo hace con el talco la caja com-
pleta de ammens salpicada sobre su cuerpo y todo
lo que le rodea
y él sabe lo que hace y lo hace para moles-
tarme y por eso es que tengo que pegarle porque
usted tiene que entender que él no está bien de la
cabeza desde el día que nació es el vivo retrato de
su padre quien nunca le ha visto la cara a su hijo sal-
vo si alguna vez por una extraña coincidencia vio
a un lindo niño trigueño en la calle o en el auto-
bús o en la escalera eléctrica y pensó caramba ese
niño se parece a mí
ella le cuenta todo esto a los médicos y ellos
lo escriben en sus expedientes y me llevan a un lu-
gar donde ella no se me puede acercar por unos
cuantos años
hasta que soy un niño sin el problema de re-
gar en el primer fin de semana que paso con mi madre
y le hago a su gato a sus minifaldas a sus
panties a su maquillaje lo mismo que ella me ha he-
cho a mí
pecado del que me arrepiento pecado que
he confesado una y otra vez a los empleados y
subempleados estatales a los consejeros a los tera-
peutas a las trabajadoras sociales los policías el
capellán la intercesora a los psiquiatras y hasta a
mark todos ellos orejas a sueldo pero no a la per-
sona que quiero que me escuche
y sí, tiene un rostro humano
sí, tiene un rostro humano
Salgo de la casa le digo a mark me voy a
trabajo a devolver libros a los estantes en la
versidad de Chicago y sí señor estaré de regr
376
a las nueve en punto o quizás antes del toque de
queda
mi funda de las compras llena de tus libros
que he descuartizado y reensamblado y ahora nin-
guna de las páginas es como tú la escribiste, las
oraciones recortadas y pegadas en cuentos diferen-
tes y la lista de tus agradecimientos en la parte de
atrás mezclada con los pentámetros yámbicos y
tus ojos saltan de los márgenes blancos, cada pala-
bra violada hasta que
todo suena como la cabeza hueca que eres,
que escribes tanta jerigonza y pretendes que es
verdad
y para la merienda un paquete de galletas
lorna doone ah sí lorna doones y la escuela correc-
cional y el pasillo de catres y las visitas a medianoche
del supervisor de la voz gruesa y las manos gran-
des con los paquetes de lorna doones
y una barra de queso monterey jack para
rosemarie luz de mis ojos quien siempre traía una
cada vez que su papá la sacaba a pasear
y mi cuchillo de caza que se dobla, tan lin-
do como un juguete de niño, todo en mi bolsa
Sigo buscando el lugar donde te alojas
doy vueltas y vueltas frente a la vitrina de
cristal donde la monísima trigueña de la librería
(ahora la puedo ver) pasa su varita mágica sobre los
libros que un cliente ha apilado sobre el mostrador
paso por tres cafeterías de capuccino dos
tiendas de bagels una tienda de tarjetas un peque-
377
ño café que se llama cachet y cuento cinco bouti-
ques de ropa dos zapaterías una charcutería con
rosarios de salchichas en rebaja colgados en la ven-
tana y cuatro garajes de estacionamiento que la jo-
vencita me dijo por teléfono que encontraría
un viento cortante sopla desde el lago
un copo de nieve y otro copo de nieve no
hay dos iguales dice la gente
vuelan más y más lejos
y tengo suerte de que me encuentro el
enorme hotel westin donde posiblemente te alojes
a doce cuadras de la x que indica el lugar
Todo es mucho más fácil de lo que pienso
voy directo a la recepción del hotel y digo,
soy un reportero del Sun Times y vengo a entrevis-
tar a la escritora yolanda garcía
un hispano negro, spic and spade (jajajá)
con un letrerito en el pecho que dice que es mister
martínez como si yo no me diera cuenta con sólo
mirarle la tez oscura y el bigote finito sobre los la-
bios gruesos
sin pestañear teclea en la computadora y
¡bingo! al momento está en el teléfono diciéndote
que el reportero del Sun Times está allí
y oigo tu vocecita sorprendida que dice
¿quién?
y el tipo de la recepción me da el teléfono, en-
cogiéndose de hombros, ella quiere hablar con usted
acotejo mi voz para decir ay-tan-amable-
mente, siento molestarla, señora garcía, pero mi
secretaria concertó esta entrevista con su editor y
siento mucho que no le hayan avisado y espero que
usted pueda hacer un tiempo para esta entrevista
ya que tenemos planificado un extenso artículo pa-
ra la edición del domingo con fotos a colores que
pensamos va a vender muchas muchas copias de
sus maravillosos libros
wow dices, impresionada, pero fíjese, na-
die me dijo nada, es más, la publicista me dejó la
tarde libre a propósito para estar con mi herma-
na que está aquí de visita y vino de rockford para
verme
a no ser que, y tapas el auricular con la
mano y tu voz se oye distorsionada y regresas y me
dices que si no me importa hacer la entrevista con
mi hermana presente en la habitación
y ahora es mi turno de vacilar y preguntar-
me si podré llevar a cabo mis planes y claro que sí
siento que la adrenalina se me desboca de sólo
pensar que habrá dos de ustedes
no hay problema, digo, y me das el núme-
ro de la habitación
Primero pienso que es una broma y que te
diste cuenta de quién soy, no es posible que estés
alojada en la habitación número 911, el número de
pedir auxilio, el número que marcaste aquella no-
che que me senté frente a tu puerta, al tope de la
escalera, sabiendo que no tenías otra manera de salir
porque la escalera de incendio no la construyeron
hasta después del fuego
que declararon fue premeditado y trataron
de cargármelo a mí
sentado allí llorando y suplicándote que
me dejaras entrar
y tú gritabas al otro lado de la puerta, vete,
vete, no me molestes más, no quiero tener nada
que ver contigo, me aterrorizas con tus cartas de-
mentes y me persigues por todas partes y registras
mi basura y escoges alguna que otra cosa y te apare-
ces a mi puerta con tus locuras de que soy tu otro
yo, tu alma gemela, tu doppelganger, no lo soy, no
lo soy, no lo soy, me oyes, lo juro, billy o george o
gerry o como te llames, si no te marchas en este
instante voy a llamar a la policía por mucho que
odie echarle los cerdos a alguien, voy a llamar al
911 y se te va a llenar el cuarto de agua pues apues-
to que tienes un expediente policial que te persigue
de quién sabe dónde
y yo te rogaba por favor abre la puerta dé-
jame entrar por cinco minutos puedes medirlos y
me echas cuando se acabe el tiempo pero te nece-
sito, te necesito, necesito que me escuches que te
cuente todo lo que me ha pasado
y una señora gorda con la cara amoratada
sale del apartamento de abajo y me dice, déjala
tranquila no ves que no quiere hablar contigo
y te oí hablar por teléfono diciendo hay un
hombre ahí afuera que no me deja salir de mi apar-
tamento, me persigue hace más de quince años
y no, señor policía, no
y yo podía escuchar los pensamientos en tu
cabeza pensando <~yo sé lo que ustedes piensan que
si te violan es que incitaste al violador que si te asal-
tan es que debes haber provocado al asaltante si te
acechan es que debes tener mucho enganche pero
no nunca me he acostado con él, nunca he hablado
con él más que cinco minutos aquella noche hace
quince años cuando entró al restaurante donde
trabajaba y me dijo que no tenía dinero que tenía
hambre y yo le preparé un ángel a caballo que es
un perro caliente abierto a lo largo con queso de-
rretido adentro y luego envuelto en una tira de to-
cineta y yo no sé quién le puso ese nombre o por
qué un ángel con alas no necesita caballo pero ven
aun este detalle de lo que él comió y con cuyo
nombre yo no tuve nada que ver que él percibió
como una señal, y la única vez que yo recuerde que
le hablé por más de cinco minutos además de ese
primer encuentro fue en un bar y el que era mi es-
poso y yo teníamos una pelea y este loco se me
sentó al lado y yo le escuché decir de cómo una
fuerza poderosa lo había enviado a mí
y otras locuras como ésa, y confieso, okey,
confieso que yo dejé a aquel loco hablar y hablar
para que mi esposo viera que otra persona se po-
día enamorar locamente de mí
pero nunca jamás me aproveché de su lo-
cura, lo juro"
y podía escuchar tu voz en el teléfono di-
ciendo no lo oye señor policía sí ése es él golpean-
do la puerta y dando gritos que lo deje entrar
por favor, ay, por favor, envíe a alguien al
20 de high street una casa grande gris de dos pisos
con un porche que se está cayendo ustedes estuvie-
ron aquí antes cuando el hombre que vive en el
primer piso perdió los estribos cuando se encontró
toda su ropa apilada en el patio pero yo vivo en el
apartamento del segundo piso el de la escalera es-
trecha que llega hasta mi puerta y ahí es donde él
está desde hace una hora y no puedo salir pero por
favor quédese en la línea conmigo hasta que la pa-
trulla llegue aquí estoy petrificada de miedo por-
que ahora él está tirando su cuerpo contra la puerta
y ¿qué pasa si la echa abajo y me agarra?
Salgo del elevador en el octavo piso ya que
puede ser que me estés esperando en la puerta del
elevador y no quiero que salgas corriendo por el
pasillo y tú y tu hermana se encierren bajo llave
una joven tal vez vietnamita tal vez corea-
na con su vagón de limpieza estacionado en el pa-
sillo junto a una puerta abierta me saluda con un
leve movimiento de cabeza y vuelve a entrar a la
habitación donde hay un televisor con una teleno-
vela a toda voz
de cuarto en cuarto ella observa al mundo
girar y despedazarse
una muchacha muy bonita con el pelo largo
estirado hacia atrás en un rabo de caballo negro que
me dan ganas de coger todas las botellas de champú
y echarlas en una bañera y abrir el agua a todo meter
y sumergirme en la fragante agua enjabonada y que
ella me dé un masaje fuerte y en caso de salirse de
mi bolsa el cuchillo de caza y ella diera un salto alar-
mada yo le diría no tengas miedo ya que el mal es
siempre una opción y tU sabes qué es lo que lo des-
carrila y qué lo aquieta y qué lo destruye
adivina
y quizás ella no sepa mucho inglés porque
me mira de un modo extraño cuando sale de la
habitación y me ve ahí parado estudiando los ja-
boncitos y las toallas y las libretas de mensajes te-
lefónicos; y los bolígrafos; quizás ella no entienda
mi inglés
pero aun así en su propia lengua extraña
ella sabe la respuesta ella sabe qué contienen las ti-
nieblas que trajo consigo a este país de los matade-
ros de vietnam o de el salvador o corea o de don-
dequiera que sea que ella dejó una aldea ardiendo,
los hombres suplicando ay por favor en el nombre
de dios alá jesucristo buda coca-cola los gritos los
alaridos de niños desnudos corriendo despavori-
dos con gusanos que les salen de las nalgas
ella sabe que aun aquí a cientos de miles
de millas de distancia el mal echará abajo su puer-
ta y le penetrará en la cabeza y allí hará su hogar
excepto si ella se lo cuenta a alguien que ama o
pudiera amar todo lo que le ha pasado
pero ahora ella me mira con sonrisa du-
dosa de recobrar-el-aliento-no-estoy-muy-segura
y tomo uno de los bolígrafos y escribo el número
de El Puente sobre Aguas Turbulentas y le digo,
cuando quieras hablar
pero ella retrocede dentro de la habitación,
meneando la cabeza, diciendo, no english, mister,
y una mirada de susto en los ojos que no puedo
penetrar
así que me dirijo hacia la puerta de salida
y subo un piso más hacia ti
Toco a la puerta y tú la abres y antes de que
yo diga hola soy el reportero del Sun Tímes veo en
tus ojos la misma cara aterrorizada de la muchacha
vietnamita y tratas de cerrarme la puerta en la cara,
pero ya estoy adentro
paso el cerrojo y te agarro por el cuello y le
grito a tu hermana que ha dado un salto hacia el
teléfono
si lo tocas la mato
tu hermana levanta la cabeza y dice no, no,
no, no, mire, no voy a llamar a nadie pero por fa-
vor no le haga daño llévese el dinero y el anillo de
bodas y este pendiente que mi esposo me regaló
por nuestro duodécimo aniversario que debe valer
muchísimo dinero porque él todavía lo está pa-
gando
te libero de mi abrazo y tú te tocas el cue-
llo y toses dándome la espalda y te doy un empu-
joncito y te digo muy suavemente por qué no te
sientas en la cama junto a tu hermana
y tú haces lo que te digo las dos lado a lado
con las manos agarradas sobre el cubrecamas flo-
reado que combina con las cortinas los dos cuadros
la alfombra lavanda una habitación no tan diferen-
te a las que he conocido en instituciones que he
conocido donde cualquiera puede vivir brevemente
un negociante un poeta una mujer que será ope-
rada de cáncer luego que se sepa el resultado de las
pruebas una mujer que le ha dado una golpiza a su
hi)o una mujer que espera a su amante
una mujer que calma a su hermana que
llora diciendo okey okey no te preocupes, de veras
yo lo conozco a él de hace tiempo, no nos va a ha-
cer daño
pero tu voz tiembla al decir la última ora-
cion como Si no estuvieras tan segura
Tienes la cara avejentada, más delgada, mar-
cada por líneas cuando antes era lisa como la luna
jalando y jalando las mareas de mi profunda nece-
sidad de ti
y ahora tienes el pelo corto con rizos de-
sordenados y salpicado de gris en lugar de la grue-
sa soga de tu trenza que yo traté de cortarte con
un par de tijeras después de la primera orden de la
temporada en restricción después del incendio des-
pués de la temporada en brookhaven
y tus manos huesudas y preocupadas y tus
hombros estrechos y sin alas
me siento defraudado de tenerte frente a mí
pero no teniéndote frente a mí como hubiera queri-
do tenerte frente a mí una mujer ajada una compa-
ñera del alma transformada en un ser humano
Me siento frente a ti en la otra cama abeja-
relna
me quito el abrigo, saco tus libros de mi
bolsa las dos me observan con mucha atención las
lorna doones, el monterey jack, y por supuesto el
cuchillo
el que se abre cuando aprieto el ojo blanco
y las dos dan un salto
y esta vez tU hermana no llora
pero hace unos sonidos de animal aterrori-
zado quejiditos y sollocitos
corto una tajada para cada una y se las
ofrezco en la punta del cuchillo
y tú tomas la tuya con mano temblorosa y
la sostienes como si fuera veneno contagio la bomba
atómica
hasta que digo, no lo van a desperdiciar,
verdad, éste es mi cuerpo ésta es mi sangre (jajajá)
y lentamente con pequeños mordiscos te comes
mi ofrenda
He esperado mucho tiempo por este mo-
mento, comienzo, mucho tiempo dibujando los nú-
meros en el aire con el cuchillo, veinticinco años
diez años desde que te vi por última vez o no te vi
al otro lado de la puerta entonces quince años an-
tes de eso
lo cual suma un cuarto de siglo sufriendo
por culpa de una puta después de un cuarto de si-
glo sufriendo por culpa de la otra puta que me
mandó a encerrar por derramar el cereal
que es casi igual que llamar a la policía por-
que un tipo trata de hablar contigo pues me agarra-
ron al bajar las escaleras me llevaron a la comisaría
me tomaron las huellas digitales me interrogaron
y me dejaron ir pero me estaban vigilando y cuan-
do una semana más tarde la jodida casa donde vi-
vías se quemó tú les debes haber dicho que pen-
sabas que yo lo hice porque me arrastraron a la
comisaría y para ese entonces ya tenían otra mu-
gre sobre mí y me despacharon para brookhaven
porque traté de cortarte aquella trenza que tenías
antes, te acuerdas
párate y déjame enseñarle a tu hermana lo
larga que era aquella cabrona trenza
y tú te pones de pie me das la espalda y yo
presiono el lado sin filo de mi cuchillo justo enci-
ma de tu lindo culo
y tu hermana da un resuello
y yo digo, no dirías tú que te llegaba hasta
aquí más o menos
y tú dices, sintiendo el cuchillo contra tu
carne, tú dices, sí, hasta ahí mismo más o menos
Después muy lentamente te vuelves hacia
mí con las manos extendidas pequeñas, como es-
trellas suplicantes
sólo quiero decir que lo siento mucho que
no fue mi intención causarte daño yo quiero ex-
plicarte por qué
y yo grito cállate puta cállate no me vengas
con ay lo siento tus cabrones ay-si-yo-hubiera-sa-
bido-entonces-lo-que-sé-ahora
pero con una voz suave una dulce voz de
rosemarie una voz difícil de resistir tú dices, ay,
por favor
Por favor no me hagas callar porque me
siento muy mal
porque al verte aquí sé que vas a pensar
que te estoy mintiendo, que te estoy diciendo to-
do esto para salirme de este aprieto pero al verte
aquí veo que tú tenías razón cuando decías que
eras mi alma gemela mi otro yo mi doppelganger y
aquellas otras cosas que me llamabas
pero ves es que decías esas cosas de una
manera que me asustaba que me hacía escaparme
que no digo que fuera tu culpa no lo tomes a mal
es que el estilo de la persona y el tono de
voz pueden cambiar mucho las cosas
supongamos que tú hubieras venido a mí
sin esa mirada de necesidad sin desesperación sin
esa voz fantasmal de thorazine
diciendo tú eres mi alma gemela mi vida
tu nombre permanece junto a las estrellas
yo te hubiera escuchado te hubiera ayuda-
do hasta me hubiera enamorado de ti porque mi
esposo sí estoy casada con un hombre fuerte que
debe estar a punto de volver del instituto de arte
él me dice cosas muy parecidas
y me alimenta el alma y el corazón me re-
bosa cuando él me dice esas cosas con su voz cal-
mada segura
pero créeme tú no eres la primera cuya to-
nalidad y estilo han chocado con el mío porque
he estado casada dos veces antes una con un hippie
y la otra con un británico
y aunque los dos tenían buenas intencio-
nes y me amaban con todo el corazón y yo los
amaba con todo el corazón
sus estilos eran como echar sal en la herida
más abierta
y tal vez ésta sea una débil excusa aunque
no te culpo porque estoy segura que no importa
cuál sea tu estilo o tono de voz tienes un buen co-
razón y puedo atestiguar que nunca me has puesto
la mano encima nunca has tratado de lastimarme
excepto aquella vez en que me jalaste la trenza
para cortarla y no estoy diciendo que aquello estu-
vo mal porque de qué otra manera se puede cortar
una trenza si no es jalándola y mi hermana y yo
estamos convencidas que tú has venido aquí a com-
partir con nosotras tus galletas y tu queso y a que
yo te autografiara los libros que es algo que apre-
cio enormemente
porque a decir verdad una de las razones
por las que yo te tenía tanto miedo era porque
tú confrontabas abierta y valientemente sí lo
puedo ver ahora mismo valientemente y abierta-
mente una parte de ti oscura y aterradora que yo
también tenía miedo de confrontar excepto por
escrito
y es por eso que yo escribo libros como mi
manera de darte sí de darte a ti mi manera de de-
cir, llévate esto que quizá te ayude por un tiempo
a combatir el terror a sanar la herida a alejar un po-
co la confusión
¡cállate!, te grito, te dije carajo que te calla-
ras, y vuelo de la cama
y pongo el cuchillo en tu garganta y digo
te crees que no lo voy a hacer puta y la hermana
suplicándote por favor por favor por favor y final-
mente tú te callas y yo me siento y me corto un
pedazo de monterey y lo devoro y no sé si sea que
el sabor de este queso me sabe al que rosemarie
me daba pero empiezo a mecerme y siento el
miedo y el dolor y las lágrimas de antes
Y recolectando mi voz
para decir finalmente después de tantos años
lo que hubiera dicho
pero cada vez que trataba de hablar conti-
go y a dondequiera que te seguía cerrabas la puer-
ta te escapabas dejabas que tu novio me vapuleara
llamabas a la policía tus maridos llamaban a la po-
licía tú te metías los dedos en los oídos y gritabas
vete estás loco y me das miedo
no querías escucharme aunque hace unos
meses te oí en la jodida radio hablando sobre la
importancia de los cuentos y que después de casa
comida y ropa
con los cuentos es que nos salvaguardamos
los unos a los otros y un montón más de mierda
--y tiro uno de tus libros contra la venta-
na pero por supuesto el cristal de los hoteles es du-
ro y grueso a prueba de suicidios y el libro aterriza
sobre la alfombra y otro libro y le arranco las pági-
nas a un tercero y abro el cuarto para enseñarte lo
que he hecho
las páginas todas cortadas y violadas
--y gritas ¡ay dios mío! y ahí es que empie-
zas a llorar abrazándote a ti misma sollozando
lo que me provoca ganas de vomitar llorar
tirarme a la calle volar por la ventana ya que de qué
sirve cuando golpean al niño golpean al gato que-
man la aldea destruyen los libros el mechón de pe-
lo negro en mi puño y todavía me duele
así que digo, digo
--para para te juro por dios que no te voy
a hacer daño como te doy mi palabra de honor lo
cual no he hecho nunca antes
--y mira como prueba de buena fe voy a
guardar el cuchillo voy a recoger los libros te voy
a dejar las lorna doones renuncio a mi magia bruta
--pero antes de irme quiero que hagas al-
go por mí quiero que te sientes allí callada sí así
mismo sin llorar calmada que escuches con aten-
ción lo que te he tratado de decir durante años pero
no me has dejado
y miras a tu hermana con una mirada de
incredulidad
respiras profundamente
me miras con una mirada que penetra has-
ta atrás hasta el mismo principio
okey, dices, okey, te escucho
El padre
Conclusión
De todas mis hijas, siempre me he sentido
más apegado a Yo. Mi esposa dice que es porque nos
parecemos mucho, y se golpea la cabeza con los
nudillos al decirlo. Pero ésa no es la razón por la
cual me siento tan apegado a Yo, no.
Ella me mira, y yo sé que puede remontar-
se a cuando yo era niño en pantalones cortos que
alzaba la mano en aquella escuela de troncos de
palma. "~De qué color es el pelo de Dios? Si a una
suma se le resta su sombra y se multiplica por su
reflejo, ~qué te da?~ El maestro, que se llamaba Pro-
fesor Cristiano Iluminado, hacía preguntas desca-
belladas. Poco después de yo pasar la secundaria,
se llevaron al profesor loco al manicomio a comer
mangú y a dormir en cama de paja y contemplar
las matemáticas de las estrellas. Pero, éste es el pro-
pósito de mi anécdota, yo era el único en aquel
salón de clases que levantaba la mano para contes-
tar aquellas preguntas imposibles.
Y Yo puede ver esa mano en lo alto cuando
me mira a los ojos. Es una bendición--y a veces
una maldición--tener una hija que comprende
los secretos de mi corazón. Es una mujer adulta
que ya se está preparando. En estos días cuando
me mira a los ojos ella ve la fosa recién cavada en
el cementerio cerca del pueblo donde nací, y el re-
lámpago del río entre los árboles.
Me escribe una o dos cartas a la semana.
A veces incluye alguna vieja fotografía en blanco y
negro con borde orlado como si todos los recuer-
dos se merecieran un mantelito de encaje en el cual
reposar. Un joven buen mozo sentado con una
joven en una banqueta atiborrada en un bar hace
sesenta años. En uno de esos papeliros adhesivos
de notas, que fueron inventados para ella, porque
siempre ha de tener que dar su opinión de todo,
escribe: "¿Dónde fue tomada esa foto? ¿Quién es
la muchacha que está a tu lado? ¿Estabas enamo-
rado de verdad?~. ¡Ella va directo al fondo del co-
razón de aquel joven!
La mayoría de las cosas que me pregunta
yo se las contesto. Filtro el pasado por el tamiz del
juicio de mi cabeza y, si no hay peligro, le doy la
copa llena de mi vida para que beba de ella. Alguna
cosita se queda atrapada en esa fina red, y enton-
ces no la incluyo o no doy muchos detalles. Pero
llena la carta siguiente de interrogaciones: "Papi,
tú dices que te tuviste que escapar de la isla por-
que estabas involucrado en una revolución en 1939,
pero no encuentro referencia a eso en ningún li-
bro. Me dices que estuviste en un hospital que era
una cabaña de troncos en el Lago Abitibi de los
Montes Laurentinos, pero en el mapa veo que ese
lago no queda nada cerca de los Montes Laurenti-
nos. ¿Son lapsos de la memoria o es que te inven-
taste todo el cuento? y si es así, ¿por qué?".
Y de nuevo paso las memorias por el tamiz
para explicárselas. Hasta que llega la carta siguien-
te, y le explico un poco más, y al cabo del tiempo,
pierdo el control de la calidad. Y sin darme cuenta
le he hecho el cuento completo que no quería que
ni ella ni nadie supiera.
¿Es así en realidad?, me pregunto. ¿Es que
no quiero que me conozcan antes de pasar a mejor
vida? Y quizás Yo percibe ese deseo secreto, más
fuerte que todos los demás secretos de mi corazón,
y es por eso que ella continúa haciéndome pre-
guntas.
De repente las cartas no llegan. Primero
pienso que está muy ocupada con sus novelas y SUS
clases y el nuevo esposo que es un hombre muy
agradable. Pero pasan dos, tres semanas y no llegan
cartas con las preguntas imposibles que tanto me
gustan. Le pregunto a mi esposa, que ya le ha vuel-
to a dirigir la palabra a Yo tras perdonarla por su
última novela, le pregunto qué sabe de nuestra Yo-
yo. Siempre es mi esposa la que llama a las mucha-
chas, aunque sea sólo para preguntarles si ya logra-
ron cerrar la ventana atascada y por cuánto tiempo
revuelven el arroz con leche. A veces mi esposa me
pone al teléfono cuando ella ha terminado de ha-
blar. "Bueno, ya tu Mamá te lo contó todo, así que
nada más te digo adiós.~ Pero con Yo, ya que nos
carteamos tanto, siempre digo que no con la cabe-
za cuando mi esposa me ofrece el teléfono.
--Doug dice que está triste--me dice mi
esposa--. Parece que fue a una conferencia que hu-
bo en su universidad y un crítico famoso dijo que
los de la generación de Yo que no han tenido hijos
se han suicidado genéticamente.
--¿Para qué va a una conferencia así?--le
pregunto. A veces pienso que mis hijas jamás usan
sus cerebros para deducir qué es lo mejor para ellas,
sino sólo para ser sabihondas.
--Papi, ella no sabía lo que el hombre iba a
decir. De todos modos, Doug dice que está depri-
mida. Quizás el bebé de Sandi fue lo que incitó to-
do eso. Le ha estado diciendo a Doug que la Biblia
dice que las mujeres sin hijos tienen una maldición.
--Eso es una exageración--muevo la ca-
beza, que es lo menos peligroso que se puede hacer
siempre que alguien trate de probar algo con la Bi-
blia. Pero me pongo a pensar que si yo fuera mujer
quizá me sentiría igual. Que si tuviera todo el equi-
po y no lo usara, me daría tristeza, porque sería co-
mo malgastar una parte de mí mismo.
Le escribo y le digo: "Hija mía, tu padre
está muy orgulloso de ti. Tú has dado a la luz li-
bros para generaciones futuras".
No menciono nada de que estoy enterado
de sus sentimientos. Y trato de alabarla para que
entienda que sus libros son sus hijos, y para mí,
son mls nietos.
A media tarde, ella me llama a la oficina
donde todavía trabajo un par de horas diarias. "Ay,
Papi, acabo de recibir tu carta." Suena un poco
llorosa, por eso me levanto y cierro la puerta. Por
un momento me preocupo de que ese marido su-
yo quizá no sea tan buena gente después de todo.
Con mis hijas, a través de los años he aprendido a
prepararme para las malas noticias.
--No sabes cuánto significa para mí lo que
me escribiste--me dice--. Siento mucho que no
te he escrito últimamente. He estado un poco de-
primida--y empieza a llorar y me cuenta lo de la
Biblia y el crítico famoso, todo entremezclado que
si no fuera porque ya mi esposa me lo había conta-
do con anterioridad, hubiera pensado que el crítico
era alguien famoso de la Biblia. Trato de calmarla
ofreciéndole la solución típica del país: romperle
las crismas al tipo. Pero eso la altera más aún--. Ay,
Papi, no es culpa de él. Ya yo me lo había pregunta-
do, tú sabes, que si he tomado el camino equivocado,
que si he cometido un gran error.
--Todos tenemos nuestro destino--le di-
go. Y se queda en silencio porque sé que lo escucha
en mi voz: la manera como sabemos cuándo al-
guien nos habla de algo que conoce muy de aden-
tro--. Mira a tu papá, que en 1939 se tuvo que
ir a Nueva York sin un centavo en el bolsillo.
--Pensé que te habías escapado a Canadá,
y que llevabas doscientos cincuenta dólares que ha-
bías ahorrado...
Lo importante es que yo pensaba que no
iba a poder ejercer de médico de nuevo. Que
había desperdiciado mi educación. Pero ése era mi
destino. Y a pesar de que todo se me vino abajo
durante ese tiempo, finalmente mi destino se im-
puso.
--Y tú, hija mía--añado aprovechando
que me escucha con atención--, tu destino es con-
tar historias. Es una bendición poder vivir tu des-
tino .
--Pero hay muchas otras que son escrito-
ras y madres a la vez.
tras hijas:
Y le digo lo que siempre le decimos a nues-
--Tú no eres cualquier otra.
--Pero, ¿cómo puedo estar segura de que
éste es mi destino?
--Para ti es fácil, porque ahora puedes ver
que estabas en lo correcto en cuanto a tu destino.
Pero muchas veces la gente se engaña a sí misma,
sabes. Los peros de la depresión, rompiéndose los
cuernos contra las paredes que levantamos para
aliviarnos.
No hay nada que hacer cuando se levanta
esa cortina de peros--como bien sabía mi an-
tiguo profesor--excepto ofrecer soluciones má-
gicas que no se puedan derribar. Así que le digo a
Yo que le voy a dar mi bendición cuando nos vea-
mos el día de Acción de Gracias. "Eso también
está en la Biblia~--le recuerdo--. El padre que
da la bendición. Eso es lo que espanta la maldi-
ción de las dudas~.
--¿Me vas a dar tu bendición?--parece
entusiasmarse. Ésta es la hija que prefiere heredar
mi bendición en vez de la casa en Santiago. O las
acciones en Coca-Cola.
Así que le recuerdo: "Todas mis hijas van
a recibir mi bendición. Pero a ti te voy a dar una
especlal".
--¿Quieres decir que me vas a poner las
manos sobre la cabeza?--La alegría le vuelve a la
voz--. ¿Y los cielos se abrirán y una voz dirá: ésta
es mi querida Yo en quien me regocijo?
--Algo así--le digo.
Después que cuelgo, ensayo mentalmente
cómo será esa bendición. Tiene que ser como un
cuento para que Yo se la crea. Así es que le voy a
contar la historia de cómo me di cuenta de que su
destino era hacer cuentos. Ella tenía cinco años.
Ésta es una historia que he mantenido en secreto
porque es también la historia de mi verguenza, de
la que no me puedo deshacer. Porque vivíamos ba-
jo el terror, yo reaccioné con terror. Le pegué. Le
dije que nunca jamás debía contar historias. Y tal
vez es por eso que ella nunca ha creído en su pro-
pio destino, y por lo que yo tengo que regresar a
ese pasado y soltar el cinturón y ponerle mis manos
sobre la cabeza. Tengo que decirle que me equi-
voqué. Tengo que levantar esa antigua prohibición.
Ya yo llevaba diez años de exilio en Estados
Unidos cuando conocí a la madre de mis hijas. Eso
también fue mi destino. Una prima mía me invitó
a una fiesta que un amigo de ella iba a dar en el
Waldorf Astoria. Al principio, no tenía ganas de ir.
Yo era un exiliado político y seguramente que una
reunión en un hotel tan lujoso como el Waldorf iba
a estar llena de dominicanos ricos de paso por Nueva
York para ir de compras. Pero de todos modos fui.
Después de diez años tan lejos de la patria, sentía
gran deseo de escuchar la cadencia de nuestro espa-
ñol criollo, de beberme un vaso de Morir Soñando,
de admirar la belleza de nuestras mujeres. Quizá
la dura piedra de la soledad había ablandado mis
principios. De todos modos, fui a la fiesta, y allí
sentada, perdiéndose todos los bailes, estaba una
bellísima joven estornudando en un pañuelo pres-
tado--¡un oasis! ya que yo tenía no uno, sino dos
diplomas en medicina--. No que necesitara nin-
guno de ellos para diagnosticar un simple catarro.
Nos pasamos la noche conversando sobre sus sín-
tomas, y yo me tomé la libertad, con la excusa de
recolectar sus datos médicos, de averiguar todo lo
que pude de ella.
Aquí tengo que detenerme. Mi esposa no
quiere que cuente nada sobre ella. Dice que todo lo
que diga, Yo lo va a poner en uno de sus cuentos.
Así es que no voy a decir nada de las cartitas que nos
enviábamos; de cómo creció el romance; de cómo
yo le decía mon petit cl~ou porque así es como los
franceses les dicen a sus novias; de cómo su Mamá
no me daba el visto bueno porque yo no provenía
de una familia de alcurnia; de cómo su padre sí me
lo dio porque yo era un hombre cabal y esos ante-
cedentes eran suficientes para él; de cómo mi futura
esposa regresó a la República Dominicana después
de aquel extenso viaje de compras; de la congoja
que ambos sentimos por la separación; de cómo su
madre por fin accedió a nuestro matrimonio; de
cómo nos casamos y cómo yo regresé a Santo Do-
mingo bajo la protección de su influyente familia;
de cómo tuvimos cuatro hijas.
Y ahora que la historia llegó a la parte en
que ella tuvo las cuatro niñas, mi esposa puede sa-
lirse del cuento y volver al anonimato. De vez en
cuando la tendré que traer de nuevo para que pro-
nuncie sus líneas, pero lo haré lo menos posible
por respeto a sus sentimientos. He tratado de con-
vencer a mi esposa de que cambie de idea y le re-
pito lo que Yo me dice en carta tras carta: "¿Para
qué amortajarse en silencio si la tumba lo hará to-
da la eternidad?~.
Cada vez que se lo digo hay un pleito. Mi
mujer me acusa de ponerme del lado de Yo. Mi mu-
jer dice que sólo quiere tres cosas en su lápida: su
nombre, la fecha de nacimiento y de fallecimien-
to, y este resumen de su vida: "Tuvo cuatro hijas.
No hay más que decir~. Ella insiste en que quiere
ese "no hay más que decir~ en su tumba, lo cual
me parece que está fuera de tono para un muerto.
Da muy mala impresión. Pero mi mujer insiste en
esa eulogía en particular cuando discutimos sobre
Yo y sus cuentos. Así que yo pienso que cuando
llegue la hora, la podré convencer para poner algo
más halagador, tanto para ella como para los demás:
"Adorada Esposa, Madre Amantísima, Abue-
la Sin Par, Amiga de Todos".
Poco después de establecernos en la Repú-
blica yo me reintegré a mis actividades políticas de
la resistencia. A pesar de que supuestamente el ré-
gimen se había liberalizado, y por eso había recibi-
do un indulto, en realidad nada había cambiado.
En cierta manera, las cosas habían empeorado. Se
estableció un cuerpo policiaco secreto llamado el
SIM, y por la menor infracción desaparecían perso-
nas a diestra y siniestra. A uno de nuestros vecinos
se le oyó decir que el condenado aumento de pre-
cio de las habichuelas tenía que parar. Poco tiempo
después lo encontraron con la boca llena de tra-
pos, y los pies amarrados a un bloque de concreto
en el fondo del río Ozama.
A veces se me confunde exactamente lo que
pasó. Y no es sólo porque sea un viejo. Sino tam-
bién porque he leído muchas veces la historia de
esos años según y como Yo la escribió, y estoy se-
guro que he sustituido, aquí y allá, la ficción de
ella entre los hechos. Muchas veces ni siquiera me
acuerdo de lo que he hecho hasta que me encuen-
tro con uno de mis viejos camaradas de la resisten-
cia. Y le digo a uno de ellos: "Hombre, Máximo,
¿te acuerdas de aquel armario secreto que me ayu-
daste a construir en la casa nueva?". Y Máximo
me mira de un modo extraño y me dice: "Carlos,
debes revisarte el colesterol".
La pura verdad es que me uní a la resisten-
cia. Que involucré a familiares de mi esposa. Que
cometí pequeños actos de subversión. Pero era su-
mamente cuidadoso. Como un exiliado indulta-
do, sabía que me vigilaban. Así que no me ofrecía de
voluntario para operaciones mayores. Pero si al-
guien que iba rumbo a la frontera necesitaba es-
condite por una noche, yo ofrecía mi casa. Cuando
había que distribuir panfletos de grupos exiliados,
yo lo hacía desde las varias clínicas donde trabaja-
ba. Regularmente me encontraba con mis compa-
dres en una barra en el Malecón, y planeábamos
nuestra estrategia para el golpe. Y tenía un arma
ilegal. Pero a decir verdad: no tenía aquella arma
escondida para volarle la cabeza al dictador. No.
Es que me gustaba ir a cazar guineas en los montes
cerca de Jarabacoa. Los campesinos que yo atendía
gratis en las zonas rurales me pagaban mostrándo-
me los mejores cotos. Pero yo no disfrutaba la ca-
cería con las escopetas de perdigones que el régi-
men permitía. Así que yo mantenía mi calibre 22
bien engrasada y lista y escondida bajo unas tablas
sueltas en el piso de mi lado del clóset.
Digo mi lado, ya que aquel armario se abría
por un lado desde nuestro dormitorio, y desde mi
estudio por el otro. Era un lugar seguro para guar-
dar cualquier cosa, ya que a nadie le era permitido
entrar a mi estudio, ni siquiera a las sirvientas. Mi
esposa era quien limpiaba la habitación, con la ex-
cusa de que don Carlos era muy quisquilloso con
sus cosas. Allí era donde nos íbamos a hablar si
había algún problema familiar. Yo no podía estar
al tanto de toda la casa, pero yo había registrado
aquella habitación minuciosamente y estaba segu-
ro de que no había micrófonos ocultos.
Y en esta habitación se me metía la pequeña
Yo. A menudo la encontraba debajo del escritorio
con uno de mis libros de medicina. Le encantaba
pasar las páginas transparentes, despojando al hom-
bre desnudo de su piel, luego de sus venas, luego de
sús músculos, y finalmente, cuando sólo quedaba
el esqueleto, pasaba las páginas al revés devolvién-
dole, capa a capa, la vida al hombre. Le intrigaban
las fotografías de enfermedades poco usuales, y ver
cuántas cosas podían salir mal en este mundo, y
saber que su Papi las podía remediar todas. "¡Mi
Papi puede hacer de todo!", se vanagloriaba ante
sus primas. "Te puede poner ojos. Puede sacar be-
bés del estómago." Era una adoración dulce y sim-
ple, una cualidad muy acogedora que tienen los
hijos antes de llegar a la adolescencia y desean des-
truir a los padres para convertirse en hombres y
mu)eres.
Una vez le pregunté por qué le interesaban
tanto los enfermos. "Una niña tan linda como tú
debe andar por ahí, divirtiéndose con sus primas.~
Me miró, y aun en aquella época yo sentía
que ella podía ver hasta el fondo de rni alma. "Es
divertido", afirmó con un serio movimiento de
cabeza.
--¿Qué estás diciendo?--había notado que
movía los labios y repetía un interminable mur-
mullo mientras pasaba las páginas.
--Les estoy haciendo cuentos a los enfer-
mos para que se sientan mejor.
Se me iluminó el rostro de placer al ver que
una de mis hijas había heredado el mismo sentido
de la magia que había aprendido de mi antiguo pro-
fesor. "¿Y qué cuentos son esos que les haces a
los pacientes de Papi?"
--Los que están en los libros.
La hermana de mi esposa les había traído a
las niñas un libro de Nueva York que ella les leía de
vez en cuando. Era sobre una joven que vestía un
sombrerito y un corpiño de lentejuelas y unos pan-
talones de bombache que estaba atrapada en el
aposento de un sultán a quien le hacía cuentos
para salvar su propia vida. Yo sabía lo que sucedería
antes de que le cortaran la cabeza, y por lo tanto
no pensaba que aquel libro fuera para mis hijas.
Pero cuando me quejé con mi esposa, ella me dijo
que aquel libro era literatura famosa y que un
poco de cultura no le hacía daño a nadie. Yo podía
haberle nombrado a quince o veinte de nuestros
conocidos que habían desaparecido porque sabían
más de la cuenta, pero mi esposa ya estaba bastan-
te atarantada en aquellos tiempos. Hasta que emi-
gramos a este país cinco años más tarde, ella sólo
lograba dormir si se tomaba dos o tres somníferos.
Cada vez que nos encontrábamos a Yoyo
en mi estudio, mi esposa quería castigarla por de-
sobediencia, pero yo intervenía, cosa que no hacía
en otras ocasiones. Mi defensa era que quizás el
destino de nuestra hija era ser médico, y que debí-
amos alentar esa vocación. Por eso le permitíamos
entrar al estudio y hojear los libros uno por uno,
siempre y cuando me los enseñara a mí primero.
El volumen de enfermedades venéreas lo puse en
el anaquel más alto, el cual no podía alcanzar aun-
que se parara en la punta de los pies sobre mi es-
critorio.
Pero como sucede a menudo cuando lo
prohibido es permitido, Yo perdió interés en explo-
rar mi biblioteca. Una de las razones es que había
llegado una nueva atracción a nuestra calle, un pe-
queño televisor en blanco y negro en casa del gene-
ral. Yo había visto uno hacía años en la Feria Mun-
dial de Nueva York, antes de establecerme de nuevo
en la isla. Ahora los vendían al público en general.
O más bien, habían dejado entrar al país alrededor
de cien televisores, y los allegados a los que estaban
en el poder tenían permiso para comprarlos.
Nosotros no teníamos uno, ni tampoco la
familia de mi esposa, que tenían los medios econó-
micos para comprarlo. Hubiera sido un lujo super-
fluo ya que la programación era muy limitada: la
única estación televisora estaba en manos del Es-
tado. Todos lo~ días había una hora de noticias
desde el Palacio Nacional, principalmente discur-
sos de El Jefe, o así me dijeron. Yo vi el aparato una
vez cuando fui a recoger a las niñas a la casa del ge-
neral. Éste y su esposa eran gentes muy cordiales,
ya algo mayores, que no habían tenido hijos y esta-
ban muy encariñados con nuestras hijas. Pero sabía
a través de mis compañeros de la resistencia de lo
que era capaz el general Molino, así que cuando
me dio un abrazo, sentí que se me paraba el pelo en
la nuca como las orejas de un perro guardián.
Lo que más les gustaba a las niñas eran las
películas de vaqueros norteamericanas, las cuales
parecían dobladas al español por un sordo. Años
después, cuando vi un episodio de Rin-Tin-Tin en
español, me reí durante más de media hora. El mo-
vimiento de los labios y las palabras no concorda-
ban. Los ladridos se oían segundos después de que
ladraba Rin-Tin-Tin. Lo mismo con los disparos.
Se veía al villano agarrarse el costado ensangrenta-
do y caer al piso envuelto en una nube de polvo
antes de que se escuchara el pum-pum-pum del
revólver. Pero a mis niñas les encantaban los va-
queros, y todos los sábados se iban a casa del gene-
ral a ver aquellas películas tontas.
Los detalles de lo que pasó allí un sábado
por la tarde se han confundido en mi cabeza. Co-
mo dije, este recuerdo ha sido mi más vergonzoso
secreto, y cuando uno no cuenta la historia, todo
se mezcla. Y a veces, cuando trato de rescatar un
detalle lo que saco es el vestido de organdí rojo que
mi esposa vestía aquel sábado cuando Milagros, la
niñera, regresó con las niñas de la casa del general.
Pero otras veces lo que saco son los arrestos y las
denuncias que se intensificaron aquel año en que
el régimen le soltó las riendas al SIM. Y a veces lo
que recuerdo es cómo las tablas del piso del clóset no
estaban en su sitio un sábado por la mañana cuan-
do fui al estudio a limpiar mi arma ilegal en prepa-
ración para un domingo de cacería de guineas.
Alguien había movido hacia un lado la ca-
ja llena de libros de medicina que cubría la tabla del
piso del clóset. Aquéllos eran unos libros grandes
que no cabían en los anaqueles, y ya que tenían
muchos grabados, yo asumí que fue Yo quien ha-
bía estado husmeando por allí. Habían movido las
tablas del piso, pero no las habían colocado de nue-
vo igual que yo lo hubiera hecho, aunque el envol-
torio estaba en el mismo sitio, y aspirando el aire a
grandes bocanadas para calmar los latidos de mi
corazon, me convencí a mí mismo de que estaba
seguro. No habían descubierto mi tesoro escondi-
do. Pero no cabía duda de que tenía que deshacer-
me de aquel rifle como precaución, en caso de que
el SIM viniera a hacer un registro.
No sé cómo mi esposa se enteró de lo del
rifle--¿o sería yo quien se lo dije?--. Bueno, de
un modo u otro, ella se dio cuenta de que yo me
había metido de nuevo en la resistencia. Se puso
trágica. Todas las tardes se quedaba en cama con
unas jaquecas terribles, llena de presentimientos.
¡Estábamos en vísperas de la exterminación! ¡El
SIM estaba en la puerta! ¡Al amanecer estaríamos
en el fondo del río Ozama! Estaba al borde de la
histeria, y fueron las niñas quienes sufrieron las
consecuencias. Especialmente Yo, quien a menu-
do encontraba en piyama, exiliada en su dormito-
rio por infracciones que, luego cuando mi esposa
me las contaba, me parecían insignificantes.
Lo que más líos le causaba a Yo eran sus
cuentos. Una vez--y ahora me puedo reír--
sus abuelos fueron de viaje a Nueva York, lo cual
hacían a menudo con el pretexto de alguna enfer-
medad que solamente los médicos norteamerica-
nos podían curar. Mi Yo regó la historia entre las
sirvientas que les iban a cortar la cabeza a sus abue-
los. En lo que aclaramos el cuento, ya la cocinera se
había ido despavorida pensando que a ella tam-
bién la iban a decapitar por prepararle la comida
a los traidores.
"¡No debes decir tales cosas!" Mi esposa la
sacudió por un brazo. En ese momento fue cuan-
do ella se dio cuenta del daño que aquel libro de
cuentos le había hecho a la niña. Y no eran los cuen-
'1
i~
tos únicamente, sino el hábito de cuentista que
nuestra pequeña Yo parecía haber copiado de la
heroína de corpiño y bombaches.
Poco después de ese cuento ocurrió lo otro.
Ese sábado por la noche íbamos a una gran fiesta
en la casa de Mundo, que vivía al lado nuestro.
Una gran fiesta quería decir que habría un con-
junto de perico ripiao, montones de comida y bai-
le, y por lo menos un borracho se caería en la pis-
cina tratando de probar que podía caminar sobre
agua. Las niñas estaban todavía en la casa del ge-
neral viendo una película de vaqueros cuando em-
pezamos a vestirnos. Mi esposa se puso el vestido
de organdí rojo que no había usado desde aquella
fiesta del WaldorfAstoria, y ante mis ojos volvió a
ser la señorita de los estornudos. Por primera vez
en mucho tiempo la vi relajada y juguetona. Es más,
habíamos aprovechado la quietud y la paz que rei-
naba en la casa para tener un reencuentro entre las
sábanas. Estábamos listos a cruzar hacia la casa de
Mundo cuando escuchamos a las niñas y a Mila-
gros subir por el paseo.
Entraron como relámpago a nuestra habi-
tación, luego de un leve golpecito en la puerta, un
gesto de buenos modales que les habíamos ense-
ñado. Por supuesto, siempre se olvidaban de la se-
gunda parte de la lección: esperar por el permiso
para entrar. Me di cuenta que sólo Yo se quedó
atrás, cerca de la puerta. "¿Cómo está mi doctorci-
ta?", le pregunté en broma, ya que estaba de buen
humor y muy complacido con mis cinco lindas
muchachas.
408
Fue entonces cuando Carla espetó: ~Ay,
Papi, no sabes el cuento que hizo Yoyo".
--Sí--dijo Sandi--. ¡El general Molino le
dijo que nunca debía decir esas cosas!
Mi mujer palideció de tal modo que hizo
resaltar de modo sobrenatural el colorete que se ha-
bía puesto en las mejillas. Con la voz lo más calma-
da posible, dijo: ~Ven y cuéntale a mami qué fue
lo que le dijiste al general Molino".
Milagros la miraba desde la puerta con los
ojos desorbitados y negando con la cabeza hacia
Yo. ~Doña Laura, esa niña... yo le digo a usté. Yo no
sé qué diablos se le mete en la boca. Que Dios nos
ampare, pero esa niña nos va a matar a todos."
La cara de Yoyo era un panorama de terror.
Parecía que por fin se había dado cuenta de que un
cuento podía matar, tanto como curar a alguien.
Tomó un tiempo tranquilizar a la niñera
para sonsacarle a la vieja lo que había pasado. Pa-
rece que el general y su esposa y Milagros y las ni-
ñas estaban viendo una película de vaqueros. Yo
estaba sentada en las piernas del general--lo cual
me sorprendió, porque Yo no se daba tan bien con
el general como sus hermanas--. Siempre llegaba
diciendo que el general tenía demasiados anillos
en los dedos que la arañaban, y que le hacía dema-
siadas cosquillas y la hacía cabalgar muy fuerte so-
bre su pierna. Pero ese sábado, cuando uno de los
vaqueros se puso el rifle al hombro para disparar-
les a los matones, el general le dijo: ~¡Ay, mira qué
escopeta más grande Yoyo!". Y con el dedo le
apuntaba aquí y allá. Y Yo le salió con una de las
suyas: ~¡Mi Papi tiene una escopeta más grande
que ésa!".
Y el general dice: ~¿O?".
Y Milagros reportó que le había hecho se-
ñas con los ojos a la niña para que retirara lo di-
cho. Pero no. Una vez que Yo se metía en un cuen-
to, no había Dios que la detuviera. ~Sí, mi Papi
tiene, muchas muchas escopetas grandes escondi-
das en un lugar que nadie las puede encontrar."
Y el general dice: "¿O?".
--Don Carlos, a ese hombre se le puso
la cara más blanca que esa sábana que está allí en la
cama.
--Sí, Milagros, continúa.
--Y entonces ésta dice: ~Mi Papi va a ma-
tar a todos los malos con esas escopetas, y el gene-
ral dice: qué malos, y ésta dice: el sultán malo que
gobierna en estas tierras y todos los guardias que lo
protegen en su palacio grande. Y entonces el gene-
ral dice: Yoyo, tú no quieres decir eso. Y ésta se po-
ne como usté sabe, y le da al general uno de esos
meneos de cabeza que dan los mentirosos y dice,
sí, y El Jefe también, y a usté mismo si no deja de
hacerme cosquillas".
De la boca de mi mujer se escapó un aulli-
do como nunca antes había escuchado. El terror
se retrató en los ojos de mis hijas. Las tres inocen-
tes comenzaron a llorar. La culpable trató de esca-
parse por la puerta.
Pero Milagros la agarró por el brazo y la
trajo hacia mí. <~Milagros--le dije--, por favor
lleva las niñas a bañar. Las niñas estaban colgadas
de la madre, quien sentada al borde de la cama,
sollozaba con la cara entre las manos. Gritaron y
suplicaron que no querían ir con Milagros. Final-
mente me puse de pie, me saqué el cinturón y las
amenacé con una pela si no paraban de llorar y se
iban a bañar. Aquella amenaza fue lo más cerca
que jamás he estado de llevar a cabo un castigo."
Cuando se cerró la puerta, atacamos a Yo
como un equipo de interrogación. Qué fue lo
que le dijo al general exactamente. Nada, berreó.
No había dicho nada. "A ver, cuéntamelo otra vez",
dijo mi esposa con una mezcla de furia y miedo
en la voz. "¿Tú quieres que tu Papi te dé una pe-
la que nunca se te olvide?" Pero, imagínese, la ni-
ña era sólo una niña, y una vez al tanto de que
había hecho algo terrible, estaba demasiado asus-
tada para hablar, y sólo repetía las frases que le su-
geríamos.
Nosotros también estábamos asustados. Ya
escuchábamos la tosecita de los Volkswagen, el gol-
petazo en la puerta con la culata del revólver, los
gritos cuando los esbirros inundaban la casa tirán-
dolo todo al piso. Pensamos en todas las posibilida-
des: que no debíamos ir a la fiesta al lado de casa e
implicar a la familia de mi esposa. Ya nos veíamos
metidos a empellones dentro del Volkswagen ne-
gro, mi esposa con su vestido de organdí rojo que
quién sabe qué salvajada despertaría en esas bestias,
mis hijas dando gritos, capturadas como rehenes pa-
ra hacerme confesar.
¡Y todo aquello por los condenados cuen-
tos de hadas de una chiquilla!
--Y creo que fue en ese momento en que
me di cuenta que a esa niña había que darle una
lección.
La metimos en el baño y abrimos el agua
de la ducha para que no se escucharan sus gritos:
"Ay, Papi, Mami, no, por favor", gritaba. Mi espo-
sa la aguantó, y yo dejé caer el cinturón sobre su
cuerpo una y otra vez, no con toda mi fuerza o la
hubiera podido matar, pero con la fuerza suficien-
te para dejarle marcas en el fondillo y las piernas.
Parecía que se me había olvidado que era una ni-
ña, mi niña, y todo lo que acertaba a pensar era
que tenía que silenciar a nuestra traidora. "Esto es
para que aprendas tu lección--le repetía--. ¡No
debes hacer cuentos nunca más!".
Ella hundió la cara en el regazo de su ma-
dre, preparándose para el próximo correazo. Sollo-
zaba, sus pequeños hombros le temblaban. A mí
también me dieron ganas de llorar.
Pero mi miedo fue más grande que mi ver-
guenza. Salí del baño como un rayo, fui a mi ofici-
na donde estaba escondido el rifle incrimina-
torio. Bajo el pretexto de que tenía que atender
una emergencia en el hospital, llevé el rifle a casa
de cierto compañero. Hasta el día de hoy persisto
en mantener el secreto y no menciono su nombre.
Supongo que es uno de esos hábitos rezagados de la
dictadura cuando censurábamos todas nuestras his-
torias. Ésa es la explicación que le doy a mi Yo. Ella
tiene que entendernos a su madre y a mí. Cuando
ella escribe un libro, su peor pesadilla es que reciba
mala crítica. Nosotros escuchamos golpizas y gri-
tos, vemos a la SIM llegar en un Volkswagen negro
a hacer una redada de toda la familia.
Esa noche fue probablemente la más larga
de mi vida. Cuando regresé, encontré a mi esposa
sentada al borde de la cama, meciéndose como si
estuviera en un sillón. Hora tras horas esperamos
en el cuarto en penumbras, entreabriendo las ce-
losías cada vez que abajo pasaba un carro. En la
casa de al lado, el conjunto empezó a tocar, se es-
cucharon gritos de alegría, un chapuzón en la pis-
cina. Alrededor de las once, una sirvienta llegó con
un mensaje de don Mundo con el recado de que
fuéramos a la fiesta. Inventamos una excusa: mi es-
posa tenía dolor de garganta, y a mí me llamaron
de emergencia. No pegamos los ojos en toda la no-
che. Cuando amaneció y parecía que la SIM no iba
a presentarse, mi esposa finalmente se quedó dor-
mida. Parecía que el viejo general había decidido
dejar pasar el incidente como el relato fantasioso
de una niña.
Pero ahora que el miedo había disminuido,
el remordimiento crecía en mi corazón. Fui por el
pasillo hasta la habitación de las niñas donde Yo
dormía, con el dedo gordo en la boca, el pelo enre-
dado en un moño en el tope de la cabeza. Se había
quitado las sábanas de encima durante la calurosa
noche, y le pude ver los moretones en las piernas.
Me senté al borde de la cama, y traté de hablar, pero
no pude. Fue como si la orden de silencio que yo le
había impuesto hubiera caído también sobre mí.
Ella debe haber sentido mi presencia por-
que se despertó. Levantó la cabeza levemente, me
miró, y lo que su rostro reflejó fue terror, no deli-
cia. Cuando extendí mi mano hacia ella, se alejó
de mí, y cuando la obligué a sentarse en mi rega-
zo, comenzó a llorar.
Tal vez le dije en aquel entonces que su
papá sentía mucho lo que había hecho. No lo sé.
En mi recuerdo de aquel momento, no hay pala-
bras. Sé que la abracé y que ella lloró, y luego, co-
mo un relámpago furioso, pasan cuarenta años, y
ella está al otro lado de la línea telefónica, llorosa,
preguntándose cómo puede estar segura de que su
destino sea contar cuentos.
Le he prometido una bendición para qui-
tarle las dudas. Una historia cuyos verdaderos deta-
lles no se pueden cambiar. Pero puedo añadir mi
propia invención--por lo menos eso he aprendido
de Yo--: se puede hacer un nuevo desenlace con lo
que ahora se.
Regresemos a aquel momento. Entremos
en aquel baño de azulejos verdes que, en historias
venideras, tendrá un ficticio armario oculto de-
trás del inodoro. Yo abro el agua de la ducha. Su
madre se sienta en el inodoro para someter a Yo.
Recuerda lo de Isaac atrapado en la roca y su pa-
dre Abraham alzando el cuchillo de carnicero. Yo
levanto el cinturón, pero entonces, como he di-
cho, pasan cuarenta años, y mi mano baja suave-
mente y descansa sobre la cabeza medio canosa de
mi hija.
Y yo le digo: "Hija mía, el futuro ya ha lle-
gado y tanto apuro que teníamos porque llegara!
Dejémoslo todo atrás y olvidemos tantas cosas.
Ahora somos una familia huérfana. Mis nietos
y bisnietos no sabrán el camino de regreso a me-
nos de que tengan una historia. Cuéntales de nues-
tro viaje. Cuéntales del corazón secreto de tu pa-
dre y deshaz los viejos entuertos. Mi Yo, abraza tu
destino. Te doy mi bendición. Compártela".
Este libro
se terminó de imprimir
en los Talleres Gráficos
de Anzos, S. L.
Fuenlabrada, Madrid (España)
en el mes de septiembre de 1998
YO - Julia Alvarez.txt
Nota: Para proteger de vírus de computador, os programas de correio de electrónico podem impedir o envio e a recepção de certos tipos de anexos de ficheiros. Verifique as definições de segurança de correio electrónico para determinar como são manipulados os anexos.
Nenhum comentário:
Postar um comentário