quinta-feira, 24 de junho de 2010

ZOTHIQUE, EL ULTIMO CONTINENTE - Clark Ashton Smith.txt

MADRID
Clark Ashton Smith

ZOTHIQUE, EL ULTIMO CONTINENTE

Prólogo, epílogo y mapa por Lin Carter

ICARO / FANTASIA
Título original inglés:
ZoTHIQUE

Traducción de:
IN~íACULADA DE DIOS

(3 1970, Mrs. Clark Ashton Smith.
(3 1990, de la traducción, Editorial EDAF, S. A.
(~) 1990, Editorial EDAF, S. A. Jorge Juan, 30. Madrid.
Para la edición en español por acuerdo con Ballantine Books - Una Di-
vision of Random House - INC - New York. USA.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su trata-
miento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier
medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright

Depósito Legal: M-11384-199f)
I.S.B.N.: 84-7640-394-1

Printed in Spain Impreso en España

GRAFI( AS ( ()FAS P-ll ( allfer~a C tra Ml)~toles-Fuenlabrada ~Madnd)

Zothique ......................................
Xeethra .......................................
Nigromancia en Naat ............................
El imperio de los nigromantes .....................
El amo de los cangrejos ..........................
La muerte de Ilalotha............................
El tejedor de la tumba ...........................
La magia de Ulúa ...............................
El dios de los muertos............................
El ídolo oscuro .................................
Morthylla .....................................
El abad negro de Puthuum .......................
El fruto de la tumba .............................
El último jeroglífico .............................
La isla de los torturadores ........................
El jardín de Adompha ...........................
El viaje del rey Euvorán ..........................

Epílogo: La secuencia de los cuentos de Zothique ....

INDI~E

~' Prólogo: Cuando el mundo envejezca, de Lin Carter . . . 11

19
21
49
77
91
111
127
145
159
189
227
241
271
285
307
329
343

. 375
El viaje del rey Euvorán apareció en "La doble sombra y otras
fantasías", copyright 1933. Clark Ashton Smith. Con licencia de
Arkham House y Mrs. Clark Ashton Smith.

Eidolón el oscuro, El úlfimo jeroglífico y La muerte de llalotha
aparecieron originalmente en Weird Tales; copyright 1935, 1937.
The Popular Fiction Publishing Company; reimpreso en "Out of
Space and Time" (Arkham House, 1942); copyright, 1942, Clark
Ashton Smith. Con licencia de Arkham House y Mrs. Clark
Ashton Smith.

El imperio de los nigromantes, La isla de los torturadores, Ni-
gromancia en Naat y Xeethra aparecieron en Weird Tales;
copyright, 1932. 1933. 1934 y 1936, The Popular Fiction Publis-
hing Company; reimpreso en "Lost Worlds~ (Arkham House,
1944); copyright 1944, Clark Ashton Smith. Con licencia de
Arkham House y Mrs. Clark Ashton Smith.

El jardín de Adompha, El d¿os de los muertos, El abad negro de
Puthuum y El tejedor de la tumba aparecieron en Weird Tales,
copyright, 1934, 1936 y 1938, The Popular Fiction PubLishing
Company; reimpreso en "Genius Loci y otros cuentos" (Arkham
House, 1948), copyright. 1948, Clark Ashton Smith. Con licencia
de Arkham House y Mrs. Clark Ashton Smith.

Zothique, el Poema, apareció en "El castillo oscuro y otros poemas~
(Arkham House, 1951); copyright, 1951, Clark Ashton Smith.
Con licencia de Arkham House y Mrs. Clark Ashton Smith.

La magia de Ulúa y El amo de los cangrejos aparecieron en Weird
Tales; copyright, 1934, The Popular Fiction Publishing Company,
y copyright, 1947, Weird Tales; reimpreso en "Las abominaciones
de Yondo" (Arkham House, 1960, copyright, 1960, Clark Ashton
Smith. Con licencia de Arkham House y Mrs. Clark Ashton
Smith.

Fruto de la tumba y Morthylla aparecieron en Weird Tales, co-
pyright. 1934, Popular Fiction Publishing Company. y copyright.
1953, Weird Tales, reimpresos en "Tales of Science and Sorcery~
(Arkham House, 1964), copyright, 1964, Mrs. Clark Ashton
Smith. Con licencia de Arkham House y Mrs. Clark Ashton
Smith.
SOBRE "ZOTHI_UE" Y CLARK ASHTONSMITH

CUANDO EL MUNDO
ENVEJEZCA

"Yo me voy...; pero en esta solitaria y ruinosa torre,
construida contra el ataque de los mares del cambio,
permanecerán mis libros y mis hechizos..."l

Al hablar de la edad dorada de Weird Tales, nos
referimos fundamentalmente a la década 1928-1939,
cuando esta importante publicación americana, dedi-
cada a lo maravilloso y a lo fantástico, alcanzó un
nivel que nunca volvió a lograr, aunque la revista
continuó hasta el número correspondiente a septiem-
bre de 1954.

Durante aquella década, la publicación fue deno-
minada principalmente por tres escritores fantásticos
de inmenso talento cuya popularidad e influencia iba
a acrecentarse continuamente con el paso de los años.
Estos tres escritores eran, por supuesto, H. P. Love-
craft (1890-1937), Robert E. Howard (1906-1936) y
ClarkAshton Smith (1893-1961). De estos tres hom-
bres, igualmente bien dotados --y que eran todos
buenos amigos y mantenían contacto epistolar, aun-
que no creo que llegasen a conocerse personalmen-
te--, el único que todavía no es tan ampliamente

í Fragmento de un poema incompleto, "La marcha del hechice-
ro", escrito por Clark Ashton Smith y publicado en The Acolyte,
Spring, 1944.
12 Zothique

conocido como su categoría artística se merece es
Clark Ashton Smith.

Es de esperar que este volumen ayudará a que su
talento, agudo e imaginativo, sea conocido por los
miles de entusiastas de la literatura fantástica que
hasta ahora no habían conocido a este escritor.

Smith nació el 13 de enero de 1893 --tres años
después de la muerte de William Morris y un año
después del nacimiento de J. R. R. Tolkien--, en
Long Valley, California. Esto estaba unas seis millas
al sur del pueblo de Auburn, cerca del cual Smith
vivió la mayor parte de sus sesenta y ocho años en una
pequeña cabaña en medio del bosque, hasta su
matrimonio, en 1954, con Carol Jones Dorman,
después del cual él y su esposa se trasladaron a otra
ciudad californiana, Pacific Grove.

En forma muy parecida a Lovecraft, Smith vivió
durante la mayor parte de su vida como un recluso,
en una especie de exilio de su época que él mismo se
había impuesto. Cuando tenía poco más de veinte
años formó parte del círculo bohemio literario y
artístico del área de San Francisco, un círculo que
incluía a gente como Jack London, Ambrose Bierce
Bret Harte y Joaquin Miller. Smith fue admitido en
aquellos ambientes como el protegido del poeta
George Sterling, que posiblemente le presentase a
Bierce durante el par de meses que aquel cínico,
amargo y desilusionado pasó en San Francisco antes
de partir a su solitaria y todavía inexplicable muerte
en Méjico; Sterling conocía bien a Bierce y Smith
admiraba profundamente a este maestro americano
de lo macabro, de forma que es bastante posible que
los dos se conocieran.

Smith dejó de escribir poesía para escribir cuentos
cortos alrededor de 1925. Farnsworth Wright, el

Cuando el mundo envejezca

brillante editor de Weird Tales, rechazó varios de sus
primeros cuentos; pero, al fin, aceptó un ciclo de tres
poemas en prosa que aparecieron en el número de
agosto de 1928, seguidos en el número siguiente, el de
septiembre, por la primera historia original para
Weird Tales: "El esqueleto número nueve". Sin em-
bargo, Smith no se dedicó en serio a escribir en la
forma de cuentos cortos hasta principios de la depre-
sión. Puso manos a la obra alrededor de 1929; entre
esta fecha y agosto de 1936 produjo más de un
centenar de cuentos y novelitas. A partir de ese
momento, y por alguna razón desconocida, dejó
prácticamente de escribir, aunque todavía se encon-
traba a principios de los cuarenta. Los restantes
veinticinco años de su vida--murió el 14 de agosto de
1961--produjeron únicamente una obra insignifican-
te. Nadie ha aventurado todavía una explicación
convincente del porqué de este extraño y desafortu-
nado declive.

Smith fue, casi por completo, un hombre que se
educó a sí mismo. Aunque terminó la enseñanza
elemental, él mismo decidió no ir a la escuela
secundaria ni a la universidad. Parece que decidió
dirigir él mismo su propia educación y tener la menor
relación posible con el Establishment --una vez
rechazó lisa y llanamente el ofrecimiento de una beca
Guggenheim--. Este experimento de autoeducación
--se rumorea que consistió fundamentalmente en
leerse todas las palabras del Diccionario Completo de
Oxford y la Enciclopedia Británica completa, no una
vez sino varias--, parece haber sido extraordinaria-
mente satisfactorio. Porque Smith no sólo dominó
uno de los más complejos y lapidarios estilos prosísti-
cos de la literatura americana, sino que también
aprendió por su cuenta francés y español, lo suficien-
14 Zothique

temente bien como para traducir a Baudelaire, Le-
conte de Lisle, Calcaño y Heredia. Sus traduccio-
nes de Les Fleurs du Mal, de Baudelaire, son
consideradas excelentes.

Cualesquiera que fuese la forma de su autoeduca-
ción, Smith se convirtió en pintor, escultor, traductor
y poeta, además de autor de varios volúmenes de
cuentos. La mayor parte de sus obras de ficción y en
verso han sido publicadas por Arkham House, una
pequeña editorial de Sauk City, Wisconsin, que bajo
la dirección de August Derleth se ha dedicado,
durante los últimos treinta años, a conservar las obras
de la mayoría de los grandes escritores de Weird
Tales en unas ediciones dignas.

Los cuentos de Clark Ashton Smith son muy
personales y, en América, no se ha escrito nada
parecido, por lo menos desde Poe. Los verdaderos
progenitores de su estilo en prosa son Vathek, de
William Beckford, la siniestra y erótica novela del
"Gótico Oriental", y dos obras de Gustave Flaubert:
la exuberante novela Salambó, ambientada en Carta-
go, y la fantasmagórica extravagancia Tentation de
Saint Antoine. La rica y vagamente evocativa prosa de
Smith está más próxima al estilo de estas tres novelas
que al de Lovecraft o cualquiera de los escritores más
recientes sobre lo macabro. Pero las influencias que él
admitía más frecuentemente fueron las de Robert W.
Chambers, Ambrose Bierce y Edgar Allan Poe.

Las obras cortas de ficción de Smith --una vez
comenzó una novela, pero la abandonó después de
escribir unas diez mil palabras--se dividen en varios
grupos. Hay ciclos de cuentos con un fondo mítico e
imaginario como Hyperborea y Atlantis; ciclos situa-
dos en los imaginarios países medievales de Malneant
y Averoigne, y unas cuantas historias situadas en el
planeta Xiccarph.
Smith concibe Zothique como el último continente

Cuando el mundo envejezca 15

de la tierra en un futuro muy lejano, cuando el sol se
va oscureciendo, el mundo ha envejecido y los océa-
nos han cubierto, despiadadamente, los restantes
continentes terrestres. k;l paso de largos siglos ha
hecho que las ciencias hayan sido olvidadas, y las
sombrías artes de la hechicería y la magia vuelven a
florecer. El resultado es un oscuro mundo de antiguo
misterio, donde reyes lujuriosos decadentes y héroes
vagabundos persiguen aventuras a través de penum-
brosos paisajes, desafiando con su fuerza y sabiduría
a magos poderosos y dioses extraños, bajo un sol
moribundo.

"El imperio de los nigromantes" parece haber sido
el primero de estos cuentos, por lo menos fue el
primero en ser publicado en Weird Tales, en septiem-
bre de 1932. En 1933 apareció un segundo cuento;
cuatro más en 1934. El último cuento del ciclo
apareció en We¿rd Tales en marzo de 1948.

El concepto de Smith de un continente último
donde la magia ha renacido y domina el ocaso de la
humanidad, como lo hizo en su amanecer, ha demos-
trado poseer una considerable influencia en escritores
posteriores. Varios libros han empleado la misma
idea, entre ellos El libro de Ptath, de A. E. Van Vogt
(1947); mientras Jack Vance utilizó idéntico tema en
Tierra moribunda (1950), y su continuación, Los ojos
del otro mundo (1966). Yo también empleé esta idea
en una novela titulada El gigante del fin del mundo
( 1966) . Una reciente co!ección conmemorativa de
artículos y homenajes dedicados a la memoria de
Smith fue reunida por Jack Chalker para Anthem
Press en una edición limitada de 450 ejemplares
solamente. En ella escritores como Fritz Leiber, Rav
Bradbury, Theodore Sturgeon y L. Sprague de Camp
expresaron su entusiasmo por Smith y su influencia
en sus propias obras.

La presente colección de todos los cuentos de
16 Zothique

Zothique les presentará a uno de los gigantes de la
fantasía moderna, un hombre complejo, brillante, y
enigmático, con grandres cualidades.

Lin Carter
Consejero Editorial
The Ballantine Adult Fantasy,
Series.

Hol~s, Long Island, Nueva York.

o

~;
O
ZOTHIQUE *

Aquel que haya hollado las sombras de Zothique
y contemplado el oblicuo sol del color de la brasa,
no volverá de aquí a un país anterior,
sino que rondará una última cosa
donde las ciudades se deshacen en la negra arena
y muertos dioses beben el salitre.

Aquel que haya conocido los jardines de Zothique
donde sangran los frutos desgarrados por el pico

[ del simorgh '
no saboreará la fruta de hemisferios más verdes;
bajo las postreras enramadas,
en la sucesión de ocasos de los años sombríos,
sorberá un vino de aramanta.

Aquel que haya amado a las salvajes muchachas de
Zothique no volverá a buscar un amor más tierno,
ni distinguirá el beso de una amante del vampiro;
el espíritu escarlata de Lilith
se levanta para él, amoroso y maligno,
de la última necrópolis en el tiempo.

Aquel que haya navegado en las galeras de Zothique
y haya visto el espejismo de extrañas torres y
cumbres, tendrá que enfrentarse de nuevo al tifón
enviado por un brujo
y ocupar el puesto del timonel
sobre océanos alborotados por la cambiante luna
o por la señal remodelada.

Clark ASHTONSMITH

De El castillo oscuro y otros poemas, 1951.
Ave mítica de los antiguos persas.
XEETHRA

"Múltiples y sutiles son las redes del
Demonio que sigue a sus elegidos desde el
nacimiento hasta la muerte y desde la muer-
te al nacimiento, a través de muchas vidas."

Los tesramenros de Carnama~os.

Durante largo tiempo el devastador verano había
apacentado sus soles, semejantes fieros sementales
rojos, sobre las sombrías colinas que se agazapaban
entre las montañas Mykrasias, en el salvaje extremo
occidental de Cincor. Los torrentes, alimentados por
las cumbres, se habían convertido en tenues hilillos o
en hundidas charcas, muy separadas unas de otras;
los bloques de granito estaban apizarrados a causa
del calor; el suelo desnudo se había agrietado y
resquebrajado, y las hierbas, bajas y mezquinas, se
habían chamuscado casi hasta las raíces.

Así fue como sucedió que Xeethra, el muchacho
que cuidaba las negras y abigarradas cabras de su tío
Pornos, se viese obligado a seguirlas cada día más
lejos por crestas y colinas. Una tarde, al final del
verano, llegó a un profundo y escabroso valle que no
había visitado nunca. Allí un frío y sombreado lago
estaba alimentado por manantiales ocultos a la vista,
y las pendientes, en saledizo sobre el lago, se hallaban
recubiertas por un manto de hierba y arbustos que no
había perdido por completo el verdor de la prima-
vera.
Sorprendido y encantado, el joven cabrero siguió
a su saltarín rebaño al interior de a~uel resguardado
paraíso. No había muchas probabilidades de que las
cabras de Porno se alejasen demasiado de unos pastos
tan buenos; de forma que Xeethra no se molestó en
vigilarlas. Extasiado por lo que le rodeaba, comenzó
a explorar el valle, después de aplacar su sed con las
claras aguas que centelleaban como un vino dorado.

El lugar le parec~a un verdadero jardín del placer.
Olvidando la distancia que ya había recorrido y la ira
de Pornos s-i el rebaño no regresase a tiempo para
ordeñarlo, se adentró profundamente por los tortuo-
sos desfiladeros que protegían el valle. A cada lado
las rocas se hacían más sombrías y salvajes, el valle se
estrechaba y, pronto, encontró el final: una escarpada
pared que impedía continuar adelante.

Sintiendo una vaga desilusión, estaba a punto de
dar media vuelta y desandar sus vagabundeos. En-
tonces, en la base de la enhiesta pared, percibió el
misterioso bostezo de una caverna. Daba la impresión
de que la roca tenía que haberse abierto poco tiempo
antes de su llegada, pues los bordes de la hendidura
se marcaban nítidamente y las grietas formadas en la
superficie a su alrededor estaban libres del musgo,
que crecía en abundancia por todas partes. Sobre el
borde de la caverna crecía un árbol enano con las
raíces, que habían sido rotas recientemente, colgando
en el aire, y la resistente raíz principal en una roca a
los pies de Xeethra, el lugar donde, era claro, se
había erguido anteriormente el árbol.

Maravilloso y curioso, el muchacho escudriñó la
incitante penumbra de la caverna e, inexplicablemen-
te, un suave y embalsamado aire comenzó a soplar
desde su interior. En el aire había olores extraños que
sugerían la acrimonia del incienso de los templos, la
languidez y molicie de los capullos de opio. Estos
olores turbaban los sentidos de Xeethra y, al mismo
tiempo, le seducían con la promesa de cosas maravi-
llosas e intangibles. Vacilante, intentó recordar algu-
nas leyendas que le había contado Pornos; leyendas
que se referían a cavernas escondidas, como aquella
con la que él se había encontrado. Pero parecía que
aquellas historias hubiesen desaparecido ahora de su
mente, dejando únicamente una sensación incierta de
cosas peligrosas, prohibidas y mágicas. Pensó que la
caverna era la entrada de algún mundo desconoci-
do..., y la entrada se había abierto expresamente
para permitirle el paso. Como era por naturaleza
atrevido y soñador, no fue detenido por los temores
que, en su lugar, otros hubieran sentido. Dominado
por una gran curiosidad, entró prontamente en la
cueva, utilizando como antorcha una rama seca y
resinosa que se había desprendido del árbol sobre e!
acantilado.

Detrás de la boca fue engullido por un pasadizo
toscamente abovedado que se deslizaba hacia abajo
como la garganta de algún monstruo dragón. La llama
de la antorcha voló hacia atrás, despidiendo humo y
llamaradas en el tibio aire aromático que venía de
profundidades desconocidas y se hacía cada vez más
fuerte. La caverna se inclinaba peligrosamente; pero
Xeethra continuó con su exploración, descendiendo
por los ángulos y salientes de piedra que hacían las
veces de escalones.

Como un durmiente en un sueño, estaba por
completo absorto en el misterio con el que se había
encontrado, y en ningún momento recordó su abando-
nado deber. Perdió toda noción del tiempo, que
consumía en el descenso. Entonces, repentinamente,
la antorcha fue extinguida por una bocanada caliente
que sopló sobre él como el aliento expelido por un
demonio travieso.

Se tambaleó en la oscuridad, asaltado por un negro
temor, y trató de asegurar su posición sobre la
peligrosa pendiente. Pero antes de que pudiera volver
a encender la antorcha extinguida, vio que la noche
que le rodeaba no era completa, sino que estaba
mitigada por un resplandor dorado y pálido prove-
niente de las profundidades. Olvidándose de su alarma
y de nuevo maravillado, decendió hacia la misteriosa
luz.

Al final de la larga pendiente, Xeethra pasó por un
orificio bajo y emergió al resplandor de la luz del sol.
Aturdido y confuso, pensó durante un momento que
sus vagabundeos subterráneos le habían llevado otra
vez al exterior en algún país insospechado que se
extendía entre las colinas Mykrasias. Sin embargo, era
seguro que la región ante sus ojos no formaba parte de
Cincor, agostado por el verano, porque no se veían ni
colinas, ni montañas, ni el cielo coior zafiro oscuro
desde donde el envejecido, pero despótico sol, brillaba
con implacable sequía sobre los reinos de Zothique.

Estaba en el umbral de una fértil llanura que se
extendía ilimitadamente en la dorada distancia bajo el
inconmensurable arco de una bóveda amarillenta.
Muy a lo lejos, entre el neblinoso resplandor, se
percibía una vaga prominencia de masas indentifica-
bles que hubiesen podido ser torres, cúpulas y
murallas. A sus pies se extendía una pradera llana
cubierta por un césped espeso y enroscado que tenía el
verdor del cardenillo; este césped estaba salpicado, a
intervalos, por extraños capullos que parecían girar y
moverse como ojos vivientes. Muy cerca, detrás de la
pradera, había un bosquecillo ordenadamente dis-
puesto de árboles altos y de amplia copa, entre cuyo
abundante follaje pudo discernir el fulgor de innume-
rables frutos de color rojo oscuro. Aparentemente, por
lo menos, no había señales de vida humana en la
llanura, como tampoco ningún pájaro volaba el
ardiente aire ni se posaba sobre las cargadas ramas.
No se oía más sonido que el suspiro de las hojas: un
sonido parecido al silbido de multitud de pequeñas
serpientes ocultas.

Para el muchacho, que venía de la requemada
región de las colinas, este paraje era un Edén de
delicias desconocidas. Pero, durante un rato, la rareza
de todo aquello lo detuvo, así como la sensación de
vitalidad extraña y sobrenatural que emanaba de todo
el paisaje. Copos de fuego parecían descender y
derretirse en el ondulante aire, las hierbas se enrosca-
ban como si fuesen gusanos, los ojos de las flores le
sostenían fijamente la mirada, los árboles palpitaban
como si por su interior fluyese un licor sanguíneo en
lugar de savia, y las bajas notas de unos silbidos entre
el follaje, que hacían pensar en las víboras, se hicieron
más altas y más agudas.

Sin embargo, lo único que detenía a Xeethra era el
presentimiento de que una región tan hermosa y fértil
debía pertenecer a algún propietario celoso que podría
oponerse a su intrusión. Escudriñó con gran circuns-
pección la solitaria llanura. Después, seguro de no ser
observado, cedió al anhelo que había despertado en él
el apetitoso fruto rojo.

Cuando corrió hacia los árboles más cercanos, el
césped bajo sus pies era elástico, como una sustancia
viviente. Cargadas con aquellos brillantes globos, las
ramas se inclinaban a su alrededor. Arrancó varios
frutos de gran tamaño y los almacenó frugalmente en
la pechera de su raída túnica. Después, incapaz de
resistir más su apetito, comenzó a devorar uno de los
frutos. La piel se rompió con facilidad bajo sus dientes
y le pareció como si un vino real, dulce y poderoso,
fuese derramado en su boca por una copa rebosante.
Sintió un repentino calor en su garganta y en el pecho
que casi le ahogó, y una extraña fiebre hizo cantar sus
oídos y desorientó sus sentidos. Aquello pasó rápida-
mente, y el sonido de unas voces que parecían despe-
ñarse desde una gran altura le sacó de su aturdimiento.
Instantáneamente supo que aquellas voces no eran
de hombres. Llenaban sus oídos con un estruendo
semejante al de unos tristes tambores cargados de ecos
siniestros; sin embargo, parecían hablar con palabras
articuladas, aunque en un lenguaje extraño. Levan-
tando la vista por entre las espesas ramas, vio algo que
le llenó de terror. Dos seres de una estatura colosal,
tan altos como las torres de vigilancia del pueblo de la
montaña, sobresalían desde la cintura por encima de
las copas de los árboles más cercanos. Era como si
hubiesen aparecido por arte de magia del verde suelo o
de los cielos de oro, puesto que las masas arbóreas,
que la comparación con su tamaño hacían parecer
como arbustos, nunca hubiesen podido ocultarles de la
vista de Xeethra.

Las figuras iban cubiertas por armaduras negras,
opacas y siniestras, tales como las que llevan los
demonios al servicio de Thasaidón, señor de los
mundos subterráneos sin fondo. Xeethra se sintió
seguro de que había sido visto y, quizá, su ininteligible
conversación se refería a su presencia. Se echó a
temblar, pensando ahora que había penetrado sin
permiso en los jardines de los genios. Atisbando
temerosamente desde su escondite, no pudo discernir
ningún rasgo bajo las viseras de los oscuros cascos que
se inclinaban hacia él, solamente unas placas de fuego
rojo amarillento, en lugar de ojos, que, inquietas como
las luces que servían de señales en los pantanos, iban
de un lado para otro en la vacía sombra donde
debieran haber estado los rostros.

A Xeethra le pareció que la rica vegetación no podía
proporcionarle asilo contra el escrutinio de aquellos
seres, los guardianes del país donde había entrado tan
temerariamente. Se sintió sobrecogido por la concien-
cia de ser culpable; las sibilantes hojas, las voces de los
gigantes, tan parecidas a unos tambores, las flores en
forma de ojos..., todo parecía acusarle de intruso y
ladrón. Al mismo tiempo, estaba confundido por una
extraña y desacostumbrada ambig~iedad en lo que se
refería a su propia identidad; en cierta forma no era
Xeethra el cabrero..., sino otro..., el que había en-
contrado el brillante jardín y había comido la fruta
del color cscuro de la sangre. Esta identidad extraña
no tenía nombre ni memoria formulable, pero por las
agitadas sombras de su mente corría un parpadeo de
luces confusas, un murmullo de voces indistinguibles.
Volvió a sentir el extraño calor, la fiebre que ascendía
rápidamente, que le había sobrevenido después de
devorar la fruta.

Fue despertado de todo esto por un lívido resplandor
de luz que rastreó hacia abajo, acercándose a él entre
las ramas. Después nunca llegó a estar completamente
seguro de si una descarga de relámpagos había caído
desde la clara bóveda, o de si uno de los seres cubiertos
de armadura había llegado a blandir una enorme
espada. La luz le dejó sin visión, retrocedió, presa de
un pánico incontrolable, y se encontró corriendo,
medio ciego, sobre el espacio abierto cubierto por el
césped. Entre remolineantes sacudidas de color V10
ante sí, en un acantilado cortado a pico y sin cima, la
boca de la caverna por la que había entrado. A sus
espaldas oyó un largo estruendo, como el de algún
trueno... o la risa de los colosos.

Sin detenerse a recoger la rama, todavía ardiente,
que había dejado junto a la entrada, Xeethra se
zambulló sin pensarlo en la oscura cueva. Rodeado de
una oscuridad estigia, se las arregló para encontrar a
tientas el camino hacia arriba por la peligrosa pen-
diente. Tambaleándose, dando trompicones, hiriéndo-
se en cada esquina, llegó al final a la abertura exterior,
en el oculto valle detrás de las colinas de Cincor.

Para su consternación, la oscuridad había caído
durante su ausencia sobre el mundo al otro lado de la
caverna. Las estrellas se arracimaban sobre los formi-
dables acantilados que amurallaban el valle, y los
cielos, de un púrpura incendiado, estaban traspasados
por el agudo cuerno de una luna marfileña. Todavía
temeroso de la persecución de los guardianes gigantes,
y temiendo también la ira de su tío Pornos, Xeethra
regresó a toda prisa junto al pequeño lago, recogió su
rebaño y lo condujo hacia el redil, a lo largo de
lugubres y largas millas.

Durante el viaje le pareció que una fiebre quemaba y
moría en su interior a intervalos, trayéndole extrañas
fantasías. Olvidó su miedo de Pornos, olvidó, incluso,
que él fuese Xeethra, el humilde y despreciado
cabrero. Regresaba a otra morada distinta de la es-
cuálida cabaña de Pornos, construida con arcilla y
rastrojos. En una ciudad de altas cúpulas, las puertas
de bruñido metal se le abrirían y los ga!lqrdetes de
ardientes colores se balancearían en el perfumado aire,
las trompetas de plata y las voces de odaliscas rubias y
negros chamberlanes le saludarían como rey en un
salón de mil columnas. La antigua pompa de la
realeza, tan familiar como el aire y la luz, le rodearía,
y él, el rey Amero, que había ascendido recientemente
al trono, gobernaría como sus padres lo habían hecho
sobre el reino de Calyz junto al mar Oriental. Los fero-
ces nómadas del sur llevarían a su capital sobre vellu-
dos camellos su tributo de vino de dátiles y zafiros del
desierto y las galeras de las islas más allá de la mañana
cubrirían los muelles con el tributo semianual de
especias y tejidos de colores raros...

La locura iba y venía, surgiendo y desvaneciéndose
como las imágenes de un delirio, pero tan lúcidas
como los recuerdos cotidianos; de nuevo volvia a ser el
sobrino de Pornos que regresaba tarde con el rebaño.

Como la hoja de un arma lanzándose hacia abajo, la
rojiza luna se había fijado sobre las sombrías colinas
cuando Xeethra alcanzó el tosco corral de madera
donde Pornos encerraba a las cabras. Como Xeethra
había supuesto, el anciano le esperaba delante de la
puerta, con una linterna de arcilla en una mano y en
la otra un bastón de madera de espino. Comenzó a
maldecir al muchacho con vehemencia semisenil,
agitando el bastón y amenazando con darle una paliza
por su tardanza.

Xeethra no tembló al ver el bastón. Otra vez en su
imaginación, él era Amero, el joven rey de Calyz.
Molesto y asombrado, veía ante sí, a la luz de la
temblorosa linterna, un anciano loco y oliendo a
rancio, a quien no podía recordar. Apenas podía
entender lo que decía Pornos; el enfado de aquel
hombre le dejaba perplejo, pero no le asustaba, y su
nariz, como si sólo estuviese acostumbrada a perfumes
delicados, se sintió ofendida por el hediondo olor de
las cabras. Como si fuese la primera vez, escuchó
los balidos del fatigado rebaño y contempló, con
gran sorpresa, el entretejido corral y la cabaña
detrás.

--¿Para esto --gritaba Pornos-- he criado, con
grandes gastos, al huérfano de mi hermana? ¡Maldito
lunático! ¡Mozalbete desagradecido! Si has perdido
una cabra de leche o un solo cabritillo, te azotaré
desde los muslos a los hombros.

Estimando que el silencio del joven era debido a una
simple obstinación, Pornos comenzó a golpearle con el
bastón. Con el primer golpe, la brillante nube se alejó
de la mente de Xeethra. Esquivando ágilmente el
espino, intentó hab!arle a Pornos de los nuevos pastos
que había descubierto entre las colinas. Ante esto, el
anciano suspendió los golpes y Xeethra continuó
hablándole de la extraña caverna que le había
conducido a un insospechado paísjardín. Para apoyar
su historia, buscó en el interior de su túnica las
manzanas rojas como la sangre que había robado,
pero, para su confusión, las frutas habían desapareci-
do y no supo si las habría perdido en la oscuridad, o si,
quizá, se habrían desvanecido en virtud de alguna
magia negra inherente a ellas.

Pornos le oía al principio con manifiesta increduli-
dad, interrumpiendo al joven con frecuentes repren-
siones. Pero permaneció silencioso mientras el joven
continuaba, y cuando la historia terminó, gritó con
temblorosa voz:

--Desgraciado ha sido este día, puesto que te has
perdido entre hechizos. En verdad, no existe ningún
lago entre las colinas como el que has descrito, ni, en
esta estación, ha encontrado unos pastos semejantes
ningún pastor. Estas cosas eran una ilusión destinada
a conducirte a la perdición, y la caverna, estoy seguro,
no era una verdadera caverna, sino una entrada al
infierno. He oído a mis padres contar que los jardines
de Thasaidón, rey de los siete mundos subterráneos, se
encuentran en esta región cerca de la superficie de la
tierra, y que cavernas como ésa se abren como un
portal y los hijos de los hombres que inconscientemen-
te penetran en los jardines han sido tentados por la
fruta y han comido de ella. Pero entonces le sobreviene
la locura y una gran pena y larga condenación, porque
el Demonio, dijeron, no olvidará ni una sola manzana
robada y exigirá su precio, tarde o temprano. ¡Ay!
¡Ay!, la cabra de leche estará seca durante toda una
luna a causa de la hierba de esos pastos mágicos y
después de toda la comida y el cuidado que me has
costado, tendré que encontrar otro desgraciado que
guarde mis rebaños.

Mientras le escuchaba, la ardiente nube volvió a
posarse sobre Xeethra una vez más.

--Anciano, no te conozco--dijo, perplejo.

oespués continuó, empleando las suaves palabras
de un idioma cortesano que era medio ininteligible
para Pornos:

--Me parece que me he extraviado. Te ruego me
digas dónde yace el reino de Calyz. Allí soy el rey, he
sido coronado recientemente en la noble ciudad de
Shathair, donde mis padres han reinado durante mil
años.

--¡Oh desgracia!--gimió Pornos--. El muchacho
está loco. Estas ideas le han venido después de comer
la manzana del Demonio. Termina con tu charla y
ayúdame a ordeñar las cabras. Tú no eres nadie más
que el hijo de mi hermana Askli, que te dio a luz hace
diecinueve años, después de que su esposo Outhoth
muriese de una disentería. Askli no vivió durante
mucho tiempo y yo, Porno, te he criado como si fueses
mi hijo y las cabras te han servido de madres.

--Debo encontrar mi reino --insistió Xeethra--.
Estoy perdido en la oscuridad, rodeado de cosas
agrestes, y no puedo recordar cómo he llegado hasta
aquí. Anciano, dame alimento y posada por esta
noche. Al amanecer emprenderé viaje hacia Shathair,
junto al océano Oriental.

Tembloroso y musitando algo, Pornos levantó su
linterna hasta la altura del rostro del muchacho. Era
como si un extraño estuviese delante de él, un extraño
en cuyos ojos dilatados y maravillados se reflejaba de
alguna forma la llama de sus lámparas doradas. En el
aspecto de Xeethra no había nada salvaje, simplemen-
te una especie de orgullo cortés y de lejanía, y llevaba
su raída túnica con una extraña gracia. Sin embargo,
estaba claro que se había vuelto loco porque sus
modales y forma de hablar estaban más allá de toda
comprensión. Pornos, farfullando por lo bajo pero sin
insistir en que el muchacho debía ayudarle, se dedicó a
ordeñar las cabras...

Xeethra se despertó temprano con el blanco amane-
cer y contempló con asombro las paredes recubiertas
de barro del cobertizo donde había vivido desde que
nació. Todo le resultaba extraño y asombroso, le
preocupaban especialmente sus toscas vestimentas y el
bronceado que el sol había causado en su piel, puesto
que eran cosas difícilmente apropiadas para el joven
rey Amero que él creía ser. Sus circunstancias le
resultaban completamente inexplicables y sintió la
urgencia de partir rápidamente y emprender el viaje de
vuelta a su hogar.

Se levantó sin hacer ruido del montón de hierbas
secas que le habían servido de lecho. Pornos, tumbado
en una esquina alejada, todavía dormía el sueño de la
edad y la senectud y Xeethra tuvo cuidado de no
despertarle. Se sentía perplejo y repelido a un tiempo
por aquel desagradable anciano que, la noche ante-
rior, le había alimentado con áspera borona y fuertes
leche y queso de cabra, y le había dado la hospitalidad
de una fétida cabaña. Había prestado poca atención a
los murmullos e imprecaciones de Pornos, pero era
evidente que el anciano dudaba de sus pretensiones al
rango real y, además, estaba poseído por unas
peculiares alucinaciones con respecto a su identidad.

Abandonando el cobertizo, Xeethra siguió un tor-
tuoso sendero que se dirigía hacia el este, por entre las
rocosas colinas. No sabía adónde le llevaría el sendero,
pero razonó que Calyz, por ser el reino en el extremo
oriental del continente Zothique, estaría situado en
algún punto bajo el sol ascendiente. Ante él, como en
una visión, revolotearon los verdeantes valles de su
reino como un hermoso milagro, y las hinchadas
cúpulas de Shathair eran como cúmulos por la
mañana amontonados sobre el oriente. Aquellas cosas,
pensó, eran recuerdos del pasado. No pudo recordar
las circunst~ncias de su partida y su ausencia, pero
seguramente la tierra sobre la que gobernaba no
estaba muy lejos.

El sendero giró entre elevaciones más suaves y
Xeethra llegó al pequeño pueblecito de Cith, cuyos
habitantes le conocían. El lugar ahora le resultaba
nuevo, no le pareció nada más que un círculo de sucias
cabañas que hedían y se emponzoñaban bajo el sol. La
gente se reunió a su alrededor, llamándole por su
nombre, mirándole y riéndose idiotamente cuando les
preguntó dónde estaba el camino hacia Calyz. Parecía
ser que nadie había oído hablar nunca ni de aquel
reino ni de la ciudad de Shathair. Advirtiendo algo
extraño en la conducta de Xeethra y pensando que sus
preguntas eran propias de un loco, la gente comenzó a
burlarse de él. Los niños le apedrearon con barro seco
y piedrecillas, v de esta forma fue expulsado de Cith,
siguiendo una carretera oriental que iba desde Cincor
hasta las vecinas tierras bajas del país de Zhel.

Sostenido únicamente por la visión del reino perdi-
do, el joven vagabundeó durante muchas lunas a
través de Zothique. Cuando hablaba de su realeza y
hacía preguntas sobre Calyz, la gente se burlaba de
él, pero muchos, que consideraban la locura como
algo sagrado, le of recieron cobijo y sustento. Entre los
extensos viñedos de Zhel, cargados de fruta, por
Istanam de las diez mil ciudades, sobre los altos
puertos de Ymorth, donde la nieve se amontonaba a
principios del otoño, a través del pálido desierto
salino de Dhir, Xeethra persiguió aquel brillante
sueño imperial que ahora se había convertido en su
único recuerdo. Siguió su camino siempre hacia el
este, viajando algunas veces con caravanas cuyos
miembros esperaban que la compañía de un loco les
atrajese la buena suerte, pero más a menudo como un
caminante solitario.

A ratos, y durante un breve espacio de tiempo, su
sueño le abandonaba y era simplemente un sencillo
cabrero perdido en tierras extranjeras que añoraba
las estériles colinas de Cincor. Después, recordaba su
reino una vez más y los opulentos jardines de
Shathair y los orgullosos palacios, los nombres y los
rostros de aquellos que le habían servido a la muerte
de su padre, el rey Eldamaque, y durante su propia
sucesión al trono.
Hacia mediados del invierno, en la lejana ciudad de
Sha-Karag, Xeethra encontró unos vendedores de
amuletos de Ustaim que sonrieron en forma extraña
cuando les preguntó si podían indicarle el camino a
Calyz. Haciéndose guiños unos a otros cuando les
habló de su rango real, los mercaderes le dijeron que
Calyz estaba situado a varios cientos de leguas detrás
de Sha-Karag, bajo el sol oriental.

--Salve, oh rey--dijeron con ceremoniosa burla--.
Largo y feliz reinado en Shathair.

Xeethra se sintió muy alegre al oír, por primera
vez, mencionar su perdido reino y sabiendo por fin
que era algo más que un sueño o un ataque de locura.
Sin detenerse por más tiempo en Sha-Karag, siguió
su viaje con toda la prisa posible...

Cuando la primera luna de la primavera era una
frágil creciente, supo que había alcanzado su destino.
Canopus brillaba alto en el cielo oriental, sobresa-
liendo gloriosamente sobre las estrellas más pequeñas
en la forma en que la había visto una vez desde la
terraza de su palacio en Shathair.

Su corazón saltó con la alegría de la vuelta al
hogar, pero se sentía muy sorprendido de lo salvaje y
estéril de la región que estaba atravesando. Parecía
no haber viajeros entrando y saliendo de Calyz y sólo
se encontró con unos pocos nómadas que huyeron
ante su proximidad como las criaturas que viven de
desechos. El camino estaba cubierto por hierbas y
cactos y las únicas rodadas eran las huellas de las
lluvias del invierno. Además de todo esto, llegó a un
mojón de piedra esculpido en la forma de un león
rampante que había servido para señalar el límite
occidental de Calyz. Los rasgos del león habían
desaparecido, las garras y el cuerpo estaban cubiertos
por líquenes y parecía como si largas eras de desola-
ción hubiesen pasado sobre él. Un frío desmayo nació
en el corazón de Xeethra, porque hacía solamente un
año, si su memoria le era fiel, que él había pasado
cabalgando junto a aquel león, cazando hienas con su
padre Eldamaque, y entonces había observado lo
reciente de la escultura.

Después, desde el alto borde de la señal, contempló
Calyz, que se había extendido como una larga voluta
verde al lado del mar. Para asombro y consternación
suyas, los amplios campos estaban secos como si
fuese ya otoño, los ríos eran delgados hilillos que se
perdían en la arena, las colinas estaban tan desnudas
como las costillas de momias desenterradas, y no
habia mas verdor que el escaso que presenta un
desierto en primavera. A lo lejos, junto al océano
color púrpura, creyó ver el resplandor de las marmó-
reas cúpulas de Shathair y, temiendo que el conjuro de
una magia hostil hubiese caído sobre su reino,
apresuró el paso hacia la ciudad.

Mientras vagabundeaba, con el corazón enfermo,
por todas partes en aquel día primaveral vio que el
imperio del desierto estaba bien establecido. Los
campos estaban vacíos, los pueblos desiertos. Las
cabañas se habían desmoronado formando montones
de escombros que parecían estercoleros y parecía
como Sl mil estaciones de sequía hubiesen agostado
las plantaciones de frutales, dejando únicamente unos
cuantos tocones, negros y putrefactos.

A la caída de la tarde entró en Shathair, que había
sido la blanca señora del mar Oriental. Las calles y el
puerto estaban igualmente vacíos y el silencio se
enseñoreaba de los destrozados tejados y las ruinosas
murallas. Los grandes obeliscos de bronce verdeaban
a causa de la antiguedad, los masivos templos de
mármol dedicados a los dioses de Calyz se inclinaban
y parecían a punto de caerse.

Sin prisas, como alguien que teme confirmar algo
que espera, Xeethra llegó al palacio de los monarcas.
El palacio lo esperaba no como él lo recordaba, una
gloria de altanero mármol medio velado por almen-
dros en flor, árboles de especias y fuentes de altos
chorros, sino como una completa ruina entre unos
jardines devastados, mientras el fugaz e ilusorio rosa
del atardecer se desvanecía sobre sus cúpulas, deján-
dolas muertas como mausoleos.

Durante cuánto tiempo aquel lugar había yacido en
desolación no podría decirlo. La confusión le invadió
y fue dominado por la más completa desorientación y
desesperación. Parecía que no quedaba nadie para
saludarle entre las ruinas, pero acercándose a las
puertas del ala oeste vio un revoloteo de sombras que
parecían desprenderse de la penumbra bajo el pórti-
co, y varios seres ambiguos, vestidos con harapos
podridos, se acercaron a él andando de costado y
reptando sobre el hendido pavimento. Al moverse se r
desprendieron algunos fragmentos de sus vestiduras y
sobre ellos flotaba un horror innombrable de sucie-
dad, mugre y enfermedad. Cuando estuvieron más
cerca, Xeethra vio que a la mayoría les faltaba algún
miembro o rasgo y que todos estaban marcados por la
carcoma de la lepra.

Su garganta se cerró y no podía hablar. Pero los
leprosos le saludaron con gritos ásperos y agudos
graznidos como si le considerasen otro apátrida que
había llegado para reunirse con ellos en su morada
entre las ruinas.

--¿Quiénes sois vosotros que vivís en mi palacio de
Shathair?--preguntó al fin--. ¡Miradme! So~ el rey
Amero, el hijo de Eldamaque, y acabo de volver de
un país lejano para reocupar el trono de Calyz.

Cacareos y risitas horribles surgieron entre los
leprosos al oír esto.

--Nosotros somos los únicos reyes de Calyz--dijo
uno de ellos al joven--. El país ha estado desierto
durante siglos y hace mucho que la ciudad de
Shathair está despoblada, excepto por aquellos como

nosotros que hemos sido expulsados de otros lugares.
Joven, eres bienvenido a compartir el reino con
nosotros, porque otro rey, más o menos, no tiene
importancia.

De esta forma, con obscenas risotadas, los leprosos
se rieron de Xeethra y se burlaron de él, que de pie
entre los oscuros fragmentos de su sueño no encon-
traba palabras para contestarles. Sin embargo, uno
de los leprosos más ancianos, casi sin piernas y sin
rostro, no compartía el regocijo de sus amigos, sino
que parecía meditar y reflexionar. Por fin le dijo a
Xeethra con voz que surgía roncamente del negro
agujero de su hueca boca:

--Yo he oído algo de la historia de Calyz y los
nombres de Amero y Eldamaque me son familiares.
En períodos ya pasados, algunos de los gobernantes
tenían esos nombres, pero no sé cuál de ellos era el
padre y cuál el hijo. Felizmente, ambos están ahora
enterrados, junto al resto de su dinastía, en las
profundas cámaras bajo el palacio.

Otros leprosos emergieron de la sombría ruina a la
grisácea luz del atardecer y se reunieron alrededor de
Xeethra. Al oír que reclamaba el trono del desolado
reino, algunos se alejaron y volvieron al poco tiempo,
portando vasijas llenas de agua podrida y víveres
enmohecidos que ofrecieron a Xeethra, inclinándose
profundamente como si representasen la pantomima
de unos chamberlanes sirviendo a un monarca.

Asqueado, Xeethra se apartó de ellos, aunque
estaba hambriento y sediento. Huyó por los jardines
cenicientos, entre los secos caños de las fuentes y los
arriates cubiertos de polvo. A sus espaldas oía el
odioso alboroto de los leprosos, pero el sonido se hizo
más débil y le pareció que ya no le seguían. Rodeando
el amplio palacio en su huida no encontró más
criaturas como aquéllas. Los portales del ala sur y del
ala este estaban oscuros y vacíos, pero no se molestó
en entrar allí, sabiendo que la desolación y cosas
peores eran los únicos ocupantes.

Totalmente aturdido y desesperado, llegó ante el
ala oriental y ese detuvo en medio de la oscuridad.
Confusamente y con un sentido de lejanía como si
estuviese soñando, se dio cuenta de que se encontraba
en la terraza sobre el mar que había recordado tantas
veces durante su viaje. Los antiguos emplazamientos
de las flores estaban desnudos, los árboles se habían
podrido dentro de sus consumidos maceteros y las
enormes losas del pavimento estaban hendidas y
rotas. Pero los velos del atardecer eran más tiernos
sobre la ruina, el mar suspiraba como antaño bajo un
sudario purpúreo y la poderosa estrella de Canopus
trepaba por el este, mientras las estrellas menores
todavía se veían tenues a su airededor.

El corazón de Xeethra estaba amargo, creyéndose a
sí mismo un soñador perseguido por un sueño fútil.
Quiso alejarse del enorme resplandor de Canopus
como de una llama demasiado brillante para poder
soportarla, pero antes de que pudiese dar media
vuelta le pareció que una columna de sombra, más
oscura que la noche y más espesa que ninguna nube,
surgía de la terraza delante de él y se elevaba hasta
bloquear las refulgente estrella. La sombra crecía de
la piedra sólida, sobresaliendo alta y colosal y adqui-
riendo la silueta de un guerrero en su armadura;
daba la impresión de que el guerrero contemplaba a
Xeethra desde una gran altura con ojos que brillaban
y giraban como bolas de fuego en la oscuridad de su
rostro bajo el casco.

Confusamente, como alguien que recuerda un viejo
sueño, Xeethra recordó un muchacho que había
apacentado cabras en unas colinas agostadas por el
verano y que, un día, había encontrado una caverna
que se abría como si fuese un portal sobre una tierra
extraña y maravillosa. Vagabundeando por allí, el

muchacho había comido un fruto color sangre oscura
y había huido aterrorizado ante los gigantes de negras
armaduras que vigilaban el jardín. De nuevo fue
aquel muchacho, pero al mismo tiempo era el rey
Amero, que había buscado su reino perdido a través
de muchos países y, hallándolo al fin, sólo había
encontrado la abominación de la ruina.

Ahora, mientras el temblor del cabrero, culpable
de robo y allanamiento, luchaba en su alma con el
orgullo del rey, escuchó una voz que rodaba por los
cielos, como el trueno de una alta nube en una noche
primaveral.

--Soy el emisario de Thasaidón, quien me envía, a
su debido tiempo, a todos los que han atravesado las
entradas inferiores y han ~obado la fruta de su jardín.
Ningún hombre que haya comido esta fruta quedará
de allí en adelante igual que antes; pero la fruta trae
el olvido a algunos y a otros la memoria. Sabe pues
que, en otra vida, hace siglos, fuiste realmente el
joven Amero. El recuerdo, al ser muy fuerte en ti, ha
borrado la imagen de tu vida actual y te ha impulsado
a buscar tu antiguo reino.

--Si esto es cierto, entonces soy dos veces desgra-
ciado--dijo Xeethra, inclinándose desconsolado ante
la sombra--. Ya que, siendo Amero, no tengo trono
ni reino, y, como Xeethra, no puedo olvidar mi
anterior realeza y recobrar la tranquilidad que conocí
cuando era un simple cabrero.

--Escucha con atención, puesto que hay otro
medio--dijo la sombra con voz que cambiaba como

1~ el murmullo de un distante océano--. Thasaidón es el
amo de todas las hechicerías y regala dones mágicos a
aquellos que le sirven y le reconocen como su señor.
Ríndele homenaje, prométele tu alma y es seguro que
el Demonio te recompensará a cambio. Si ése fuese tu
deseo, puede resucitar de nuevo el pasado con su
nigromancia. Podrás reinar otra vez sobre Calyz como
el rey Amero y todas las cosas estarán como estaban
en los años pasados; los rostros muertos y los campos,
ahora desiertos, florecerán de nuevo.

--Acepto el trato--dijo Xeethra--. Juro lealtad a
Thasaidón y le prometo mi alma, si él, a cambio, me
devuelve mi reino.

--Queda algo que decir--siguió la sombra--. Tú
no has recordado tu vida anterior completamente,
sino únicamente los años correspondientes a tu juven-
tud actual. Volviendo a vivir como Amero, quizá con
el tiempo lamentes tu realeza; si esto te ocurriese y te
llevase a olvidar las obligaciones de un monarca,
entonces toda la nigromancia terminará y se desvane-
cerá como el humo.

--Que así sea--dijo Xeethra--. Acepto esto tam-
bién como parte del trato.

Cuando estas palabras terminaron dejó de ver la
sombra que sobresalía sobre Canopus. La estrella
llameaba con un resplandor primigenio, como si
ninguna nube la hubiese oscurecido nunca y, sin
percepción alguna de cambio o transición, el que
estaba contemplando la estrella no era otro que el rey
Amero, y el cabrerizo Xeethra, el emisario y la
promesa hecha a Thaisaidón fueron como- rosas que
nunca habían existido. La ruina que había caído
sobre Shathair no era más que el sueño de algún
profeta loco, porque en el olfato de Amero el perfume
de lánguidas flores se mezclaba con los aromas
salidos del mar, y en sus oídos el grave murmullo del
océano era taladrado por el amoroso llanto de las liras
y las agudas risas de las esclavas provenientes de;
palacio a sus espaldas. Oyó la miríada de ruidos de la
ciudad nocturna, donde su pueblo banqueteaba y se
regocijaba y, apartándose de la estrella con un dolor
místico y una oscura alegría en su corazón, Amero
contempló los relucientes pórticos y ventanas de la
casa de su padre y la luz de mil antorchas que llegaban
hasta muy lejos y que hacían palidecer a las estrellas a
su paso sobre Shathair.

En las viejas crónicas está escrito que el rey Amero
reinó durante muchos años de prosperidad. La paz y
la abundancia habían caído sobre el reino de Calyz,
ni la sequía llegó del desierto, ni llegaron tempestades
violentas del océano, y de las islas tributarias y de
países lejanos enviaban tributo a Amero en las esta-
ciones que él ordenaba. Y Amero estaba contento,
habitando fastuosamente en salones cubiertos de ricos
tapices, comiendo y bebiendo realmente y escuchando
las alabanzas de sus flautistas, chamberlanes y
amantes.

Cuando su vida había sobrepasado un poco los
años centrales, asal¿aba a veces a Amero algo de esa
saciedad que está al acecho de los favoritos de la
fortuna. En esos momentos se apartaba de los
empalagosos placeres de la corte y encontraba placer
en las flores, las hojas y los versos de los viejos poetas.
De esta forma mantenía a raya al aburrimiento, y
puesto que los deberes de la realeza descansaban
ligeramente sobre sus hombros, Amero continuaba
pensando que reinar era una cosa agradable.

Entonces, a finales de un otoño, pareció como si las
estrellas estuviesen desastrosamente dispuestas para
Calyz. Fiebres malignas, plagas y epidemias se exten-
dieron como si cabalgasen sobre las alas de algún
dragón invisible. La costa del reino fue atacada y
completamente saqueada por los piratas. Por el oeste,
las caravanas que entraban y salían de Calyz fueron
asaltadas por indomables bandas de ladrones y cier-
tas feroces gentes del desierto declararon la guerra
a los pueblos que se encontraban cerca de la frontera
meridional. El país se llenó de muerte y turbulencia,
de lamentaciones y miseria.

Al escuchar las desoladas quejas que le eran
presentadas diariamente, la preocupación de Amero
fue profunda. Siendo muy poco versado en aquellos
asuntos y completamente inexperimentado en los
problemas del poder, buscó el consejo de sus favoritos,
pero éstos le aconsejaron mal. Las calamidades del
reino se multiplicaban sobre él; al no existir una
autoridad que las sometiese, los pueblos salvajes de la
frontera se hicieron más atrevidos y los piratas se
reunían como buitres del mar. El hambre y la sequía
se dividían el reino con la plaga y a Amero le pareció
que cosas semejantes estaban más allá de todo
remedio, tal era su dolorida perplejidad, y su corona
se convirtió en una carga demasiado pesada.

Intentando olvidar su propia impotencia y la lasti-
mera situación del reino, se dio a largas noches de
orgía. Pero el vino le negaba su olvido y el amor
ahora le había retirado sus éxtasis. Busco otras
diversiones, llamando a su presencia a extrañas más-
caras, comediantes y bufones y reuniendo cantantes de
lejanas tierras y tañedores de instrumentos nunca
vistos. Hizo pregonar diariamente una alta recom-
pensa para aquel que fuese capaz de distraerle de sus
zozobras .

Juglares inmortales le cantaron canciones salvajes y
hechiceras baladas de otros tiempos; las negras
muchachas del norte, con las extremidades salpica-
das de ámbar, hicieron danzar ante él sus extrañas y
lascivas medidas; los que soplaban los cuernos de las
quimeras tocaron una loca y secreta melodía; unos
salvajes tamborileros tocaron una música tumultuosa
sobre tambores hechos de la piel de los caníbales,
mientras hombres vestidos con las escamas y pellejos
de monstruos semimíticos se arrastraban o reptaban
grotescamente por los salones del palacio. Pero todos
fallaron en distraer al rey de sus tristes meditaciones.

Una tarde, cuando estaba sentado pesadamente en
el salón de audiencias, se acercó a él un flautista
vestido con una desgarrada túnica tejida en el hogar.
Los ojos del hombre brillaban como brasas recién
removidas y su rostro tenía una negrura cenicienta,
c omo si estuviese quemado por el ardor de unos soles
extraños. Saludando a Amero sin demasiado servilis-
mo, se anunció a sí mismo como un cabrero que ha-
bía llegado a Shathair desde una región de valles y
montañas que se escondía más allá del límite del
atardecer.

--Oh rey, yo conozco las melodías del olvido
--dijo--, y las tocaré para ti, aunque no deseo la
recompensa que has ofrecido. Si, felizmente, consigo
distraerte, tomaré yo mismo mi premio a su debido
tiempo.

--Toca, pues--dijo Amero, sintiendo que un vago
interés crecía en su interior ante las atrevidas pala-
bras del flautista.

Así pues, con sus flautas de caña el negro cabrero
comenzó a tocar una música que recordaba la caída y
el ondular del agua en silenciosas cañadas y el paso
del viento sobre las solitarias colinas. Las flautas
hablaban sutilmente de libertad, paz y olvido que
podían encontrarse más allá de los siete pliegues
purpúreos de los horizontes de lejanas tierras. Las
flautas contaban dulcemente en lugar donde los años
no llegaban con un estruendo de hierro, sino con
pisadas tan suaves como un céfiro calzado con pétalos
de flor,es. Allí el torbellino y las dificultades del
mundo se perdían entre incontables leguas de silencio
y las cargas del imperio volaban tan lejos como el
rnilano. Allí, el cabrero que cuidaba de su rebaño en
los solitarios páramos era dueño de una tranquilidad
más dulce que el poder de los monarcas.

Mientras escuchaba al flautista, una hechicería se
deslizó en la mente de Amero. El cansancio de la
monarquía, sus problemas y perplejidades eran como
burbujas de un sueño que se deslizasen en una marea
letea. Ante sus ojos aparecieron, rodeadas de verdor,
tranquilidad y luz del sol, las encantadas cañadas
evocadas por la música, y él mismo era el cabrero
siguiendo los senderos cubiertos de hierba, o tumba-
do, ignorante de las rapaces horas, a la ribera de
unas aguas sosegadas.

Apenas si advirtió que el bajo sonido de las flautas
había terminado. Pero la visión se oscureció, y él, que
había soñado con la paz de un cabrerizo, volvió a ser
un rey preocupado.

--¡Sigue tocando! --le gritó al flautista negro--.
L)i lo que quieres como premio... y toca.

Los ojos del cabrerizo relucían como las brasas de
noche en un lugar oscuro.

--No te pediré mi recompensa hasta que hayan
pasado los siglos y los reinos hayan caído --dijo
enigmáticamente--. Sin embargn, t--carç para ti una
vez más.

De esta forma, durante toda la tarde, el rey Amero
fue seducido por aquellas flautas mágicas que le
hablaban de un lejano país donde reinaban el olvido y
la tranquilidad. Con cada nueva melodía era como si
el hechizo se hiciese más fuerte para él, y su realeza le
parecía cada vez más una cosa odiosa; la misma
grandeza de su palacio le oprimía y le ahogaba. No
podía soportar por más tiempo el yugo de ~.sus
obligaciones, aunque estuviese cubierto de pesadas
joyas, y envidió locamente el despreocupado destino
de un pastor de cabras.

Al atardecer despidió a los servidores que le
atendían y se quedó solo, charlando con el flautista.

--Condúceme a tu país --le dijo--, para que yo
también pueda vivir como un sencillo pastor.

Envuelto en un muftí, para que su pueblo no
pudiese reconocerle, el rey salió a escondidas del
palacio por un portillo sin vigilancia, acompañado del
flautista. La noche, como un monstruo informe que
bajara a modo de cuerno el creciente de la luna, se
agazapaba por detrás de la ciudad, pero en las calles
las sombras eran derrotadas por el flamear de una
miríada de fanales. Amero y su guía no tuvieron
ningún problema al dirigirse a la oscuridad exterior.
Y el rey no añoraba el trono que dejaba, aunque en
la ciudad vio el continuo paso de los féretros cargados
con las víctimas de la peste, y desde las sombras se
elevaban rostros desvaídos por el hambre, como
acusándole de cobardía. No les prestó atención; sus
ojos sólo contemplaban el sueño de un verde y
silencioso valle en un país perdido más allá del turbio
fluir del tiempo con sus destrozos y su tumulto.

Ahora, mientras Amero seguía al negro flautista,
descendió sobre él una repentina oscuridad y titubeó,
presa de la duda y de una confusión extrañas. Las
luces callejeras parpadearon y expiraron rápidamente
en la penumbra. El fuerte murmullo de la ciudad
desapareció en un vasto silencio y, como el trastoca-
miento de algún sueño desordenado, parecía que las
altas casas se derrumbaban sin hacer ruido y desapa-
recían haciéndose una con las sombras, al tiempo que
las estrellas brillaron sobre unas murallas derruidas.
La confusión inundó los pensamientos y los sentidos
de Amero, un negro estremecimiento de desolación
recorrió su corazón y se vio a sí mismo como alguien
que había conocido el lapso de largos años vacíos y la
pérdida del mayor esplendor, alguien que ahora se
encontraba rodeado por la más extrema antiguedad y
decadencia. Su olfato percibía un seco olor a moho,
como el que la noche arranca de las viejas ruinas, y
comprendió, como algo que había sabido antes y que
ahora recordaba oscuramente, que el desierto era el
dueño de la orgullosa capital de Shathair.

--¿Adónde me has traído?--gritó Amero al flau-
tista.

Por toda réplica escuchó una risotada que parecía
el estruendo de un trueno burlesco. La embozada
forma del pastor de cabras se destacaba como una
torre en la oscuridad, cambiando, creciendo, hasta
que su silueta se transformó en la de un guerrero
gigantesco cubierto con una armadura negra. Extra-
ños recuerdos se amontonaron en la mente de Amero
y, oscuramente, pareció recordar algo de una vida
anterior... De alguna forma, en algún lugar, durante
cierto tiempo, él había sido el cabrerizo de sus sueños,
contento y despreocupado...; de alguna forma, en al-
gún lugar, había entrado en un extraño jardín brillan-
te y comido una fruta de color oscuro de la sangre...

Entonces, como envuelto en la llamarada de un
relámpago infernal, lo recordó todo y conoció a la
poderosa sombra que se elevaba ante él, supo que era
un Terminus preparado en el infierno. Bajo sus pies
estaba el pavimento agrietado de !a terraza al lado del
mar y las estrellas por encima de la cabeza del
mensajero eran las que preceden a Canopus, aunque
el propio Canopus estuviese bloqueado para sus ojos
por el hombro del Demonio. En algún punto de la
polvorienta oscuridad, un leproso reía y tosía ronca-
mente, vagabundeando por el ruinoso palacio donde,
en un tiempo, los reyes de Calyz habían tenido su
morada. Todas las cosas estaban igual que habían
estado antes de hacer el trato por el cual un reino
desaparecido había sido conjurado por los poderes del
infierno.

La angustia asfixiaba el corazón de Xeethra, como
las cenizas de las piras funerarias ya consumidas y el
polvo de los montones de ruinas. De forma sutil y
múltiple le había tentado el Demonio para llevarle a
la perdición. No sabía con certeza si aquellas cosas
habían sido un sueño, magia negra o realidad, ni si
habían sucedido una vez o a menudo. Al final sólo
quedaban polvo y miseria, y él, el doblemente maldi-
to, tendría que recordar y llorar siempre por todo lo
que había perdido.

--He perdido el trato que había hecho con Thasai-
dón--le gritó al mensajero--. Coge ahora mi alma y
llévala ante él, en el lugar donde, apartado de todos,
se sienta sobre su trono de bronce perpetuamente
ardiente, porque quiero cumplir mi promesa hasta el
fin.

--No hay ninguna necesidad de coger tu alma
--dijo el mensajero con un runruneo siniestro como el
de una torrnenta alejándose en medio de la desolación
de la noche--. Quédate aquí con los leprosos, o
regresa con Pornos y sus cabras, como quieras. Eso
importa poco. En cualquier momento y en cualquier
lugar, tu alma forrnará parte del oscuro imperio de
Thasaidón .
NIGROMANCIA EN NAAT

..Añorando la muerte, cada vez más alejados del dolor;
es dulce y suave el amor animado por las sombras,
la felicidad que los amantes muertos prueban
en Naat, al otro lado del oscuro océano."

Canción de los eselavos de las galeras.
Zothique. Uno a uno sus seguidores habían ido
muriendo, bien a causa de extrañas fiebres o debido a
la dureza del viaje. Después de mucho vagabundeo al
azar siguiendo rumores falsos, había llegado, solo, a
Oroth, un puerto occidental situado en el país de
Xylac.

Allí oyó algo que quizá se refiriese a Dalili: la gente
de Oroth todavía hablaba sobre la partida de una rica
galera que llevaba a una encantadora muchacha
procedente de lejanas tierras y que respondía a su
descripción. La esclava había sido comprada por el
rey de Xylac y enviada al emperador de Yoros, un
reino situado lejos, hacia el sur, como un regalo que
sellaba un pacto entre ambos países.

Yadar, con esperanzas ahora de encontrar a su
bienamada, tomó pasaje en un barc- que estaba a
punto de emprender la navegación hacia Yoros. La
nave era una pequeña galera mercante, cargada de
trigo y vino, que navegaría costeando, siguiendo de
cerca el sinuoso litoral occidental de Zothique, sin
aventurarse nunca a perder de vista la tierra firme.
En un claro día azul de verano, partió de Oroth con
todos los augurios de un viaje seguro y tranquilo.
Pero a la tercera mañana después de salir del puerto,
un viento tremendo se levantó repentinamente, so-
plando desde la baja co,sta que estaban bordeando
por entonces, acompañado de una oscuridad como la
de una noche cubierta de nubes que no permitía ver
ni el mar ni el cielo; la nave fue arrastrada muy lejos,
navegando a ciegas con la ciega tempestad.

Después de dos días, la enloquecedora furia del
viento cesó y pronto no fue más que un vago susurro,
los cielos se aclararon y una brillante bóveda de azur
se extendió de horizonte a horizonte. Pero en ningún
lugar había tierra a la vista, sólo un desierto de agua
que continuaba rugiendo y arremo~inándose violenta-
mente, aunque no había viento, dirigiéndose hacia el
oeste formando una corriente demasiado rápida y
fuerte para que la nave pudiese vencerla. Así la galera
fue arrastrada hacia adelante de forma irresistible por
aquella extraña corriente, como por un huracán.

Yadar, que era el único pasajero, estaba grande-
mente maravillado ante este hecho y le sobresaltó ver
el lívido terror que había aparecido en los rostros del
capitán y los tripulantes. Y mirando de nuevo hacia el
mar, observó un extraño oscurecimiento de las aguas
que, de momento a momento, adquirían un tono
parecido al de sangre vieja, mezclado con más y más
oscuridad, aunque el sol brillaba sin mácula por
encima de sus cabezas. Por tanto, interrogó al
capitán, un hombre de barba gris procedente de
Yoros y llamado Agor, que había surcado el océano
durante cuarenta veranos, y el capitán le contesto:

--Cuando la tormenta nos llevó hacia el oeste he
comprendido que hemos sido atrapados por esa
terrible corriente marina que los marineros llaman el
río Negro. La corriente nos empuja y acelera su curso
cada vez más, hasta llevarnos al lugar más alejado
donde se pone el sol, donde se despeña desde el borde
del mundo. Ahora entre nosotros y ese extremo final
no hay tierra alguna, excepto la maldita isla de Naat,
llamada también la isla de los Nigromantes. Yo no sé
qué destino sería peor, si naufragar en esa isla infame
o precipitarse en el espacio arrastrados por las aguas
desde el límite de la tierra. Para hombres vivos como
nosotros no hay retorno desde ninguno de esos dos
lugares. Y nadie sale de la isla de Naat, excepto los
malvados hechiceros que la habitan y los muertos que
son resucitados y controlados por sus brujerías.
Cuando quieren, los magos navegan hacia otras
costas en naves mágicas que remontan el río Negro,
y para cumplir con sus siniestros deseos, además de
su magia emplean a los muertos, que nadan sin pausa
durante días y noches hacia donde los amos les envíen.
Yadar, que sabía poco de brujos y nigromancia, se
sentía algo incrédulo en lo que se refería a aquellas
cosas. Pero vio que las aguas, cada vez más negras,
se dirigían salvaje y torrencialmente hacia la línea del
horizonte y que, en verdad, había pocas esperanzas
de que la galera pudiese volver a poner su rumbo
hacia el sur. Lo que más le preocupaba era el
pensamiento de que nunca alcanzaría el reino de
Yoros, donde había soñado encontrar a Dalili.

Durante todo el día la nave fue arrastrada por los
oscuros mares que corrían en forma extraña bajo un
cielo inmaculado y como sin aire. El anaranjado
atardecer fue seguido de una noche repleta de gran-
des estrellas inmóviles, que al final fue sucedida por
el volátil ámbar de la mañana. Pero las aguas
continuaban sin calmarse y en 12 inmensidad que
rodeaba la galera no se discernía ni una tierra ni una
nube.

Yadar no habló mucho con Agor y los tripulantes,
después de preguntarles la razón de la negrura del
océano, que era una cosa no comprendida por ningún
hombre. La desesperación cayó sobre él, pero, de pie
sobre el puente, observaba el cielo y las olas con una
agudeza que había adquirido en su vida nómada.
Hacia el atardecer, percibió a lo lejos una extraña
nave con velas de un fúnebre púrpura, que avanzaba
continuamente, siguiendo un rumbo hacia el este

contra la poderosa corriente. Llamó la atención de
Agor sobre el navío, y éste le dijo, musitando entre
dientes juramentos de marino, que la nave pertenecía
a los nigromantes de Naat.

Las velas pupúreas se perdieron pronto de vista,
pero un poco más tarde Yadar percibió ciertos objetos
semejantes a cabezas humanas que pasaban a sota-
vento de la galera entre las encrespadas aguas.
Considerando que ningún hombre mortal podía na-
dar así, y recordando lo que Agor le había dicho
referente a los nadadores muertos que salían de Naat,
Yadar fue consciente de que temblaba en la forma en
que un hombre valiente puede hacerlo en presencia
de cosas sobrenaturales. No mencionó el asunto a
nadie y, aparentemente, los objetos semejantes a
cabezas no fueron advertidos por sus compañeros.

La galera continuaba su carrera, los remeros se
sentaban ociosos en sus bancos y el capitán se erguía,
indiferente, al lado del desatendido timón.

Al caer la noche, cuando el sol se ponía sobre aquel
tumultuoso océano de ébano, pareció que un gran
banco de nubes tormentosas se elevaba por el oeste,
larga y chata al principio, pero elevándose rápida-
mente hacia el cielo con montañosas cumbres. Desco-
llaba cada vez más alta, revelando la amenaza de una
serie de acantilados v sombríos y terribles salientes,
pero su forma no cambiada como lo hacen las nubes,
y Yadar' se dio cuenta, al fin, de que era una isla que
se destacaba en solitario a lo lejos a los bajos rayos
del ocaso. Lanzaba a su alrededor una sombra de
leguas de extensión que oscurecía todavía más las
oscuras aguas, como si la noche hubiese caído allí
precipitadamente y, en la sombra, las crestas espu-
mosas que brillaban sobre los ocultos arrecifes eran
tan blancas como los desnudos dientes de la muerte.
Y Yadar no necesitó de los agudos y asustados gritos
de sus compañeros para saber que aquélla era la
terrible isla de Naat.

La corriente aumentó horriblemente, encrespándo-
se, mientras se precipitaba a la batalla contra la costa
defendida por rocas, y su clamor ahogó las voces de
los marineros que oraban en voz alta a sus dioses.
Yadar, de pie en la proa, dirigió solo una silenciosa
plegaria a la lúgubre y fatal deidad de su tribu; sus
ojos, escudriñando la masa de la isla como los de un
halcón volando sobre el mar, vieron los desnudos y
horribles acantilados, las masas de oscuro bosque
bajando hacia el mar entre los acantilados y la línea
blanca de una monstruosa rompiente sobre una costa
sombría.

El aspecto de la isla era lúgubre y ominoso y el
corazón de Yadar se hundió como una sonda en un
mar sin sol. Cuando la galera llegó más cerca de la
costa, creyó ver gente moviéndose en la oscuridad
visible entre golpe y golpe de mar sobre la baja playa
y oculta de nuevo por la espuma y el rocío del mar.
Antes de que pudiera verlos por segunda vez, la
galera fue lanzada con estruendo y chasquido atrona-
dores sobre un arrecife enterrado bajo las torrenciales
aguas. La parte delantera de la proa y del fondo se
rompieron, y al levantarla sobre el arrecife una
segunda ola, se llenó instantáneamente de agua y se
hundió. El único de todos los que habían salido de
Oroth que saltó antes de que la nave se fuese al fondo
fue Yadar, pero puesto que su habilidad como
nadador no era demasiado grande, fue arrastrado
rápidamente hacia abajo y estuvo a punto de ahogar-
se en los remolinos de aquel mar maldito.

Perdió el sentido, y en su cerebro, como un sol
perdido que vuelve del pasado, contempló el rostro
de Dilili y, junto a ella, en una brillante fantasmago-
ría, volvieron los días felices que habían vivido antes
de la desgracia. Las visiones desaparecieron y se
despertó forcejeando, con el amargo sabor del mar en
la boca, su rugido en los oídos y su rápida oscuridad
a su alrededor. Y al aguzarse sus sentidos, se dio
cuenta de que una forma nadaba a su lado y unos
brazos le sostenían en el agua.

Levantó la cabeza y vio vagamente el pálido cuello
y el rostro medio vuelto de su salvador y el largo
cabello negro que flotaba de una ola a otra. Tocando
el cuerpo a su lado, supo que era el de una mujer.
Aunque estaba aturdido y mareado por el movimiento
del mar, la sensación de algo familiar se movió en su

interior y pensó que, en algún lugar, en algún
momento anterior, había conocido a una mujer con
un cabello semejante y un corte de cara parecido.
Intentando recordar, tocó de nuevo a la mujer y sintió
en sus dedos una extraña frialdad que venía de su
cuerpo desnudo.

La fuerza y habilidad de la mujer eran milagrosas,
pues se dejaba llevar con facilidad sobre el aterrador
subir y bajar del oleaje. Yadar, flotando en sus brazos
como en una cuna, divisó la costa que se aproximaba
desde la cumbre de las olas y le pareció difícil que un
nadador, por hábil que fuese, pudiese salir con vida
de la fuerza de aquellas aguas. Al fin, y como en
sueños, fueron lanzados hacia arriba, como si el
oleaje fuese a golpearlos contra el acantilado mayor
de todos, pero como controlada por algún hechizo,
la ola se derrumbó lenta y perezosamente, y Yadar y
su salvadora, liberados por su reflujo, yacieron sanos
y salvos sobre un saliente arenoso.

Sin pronunciar palabra, ni volverse a mirar a
Yadar, la mujer se puso en pie, y haciéndole seña de
que le siguiera se alejó en el mortecino azul del
atardecer que había caído sobre Naat. Yadar, levan-
tándose y siguiendo a la mujer, escuchó un extraño y
etéreo cántico que sobresalía por encima del tumulto
del mar y vio, a cierta distancia ante él en la
penumbra, una hoguera que brillaba de forma extra-
ña. La mujer se encaminó directamente hacia el fuego
y las voces. Y Yadar, cuyos ojos se habían acostum-
brado a aquella dudosa oscuridad, vio que la hoguera
se encontraba en la boca de un desfiladero profundo
entre los acantilados que dominaban la playa, y
detrás de ella, como sombras altas y demoniacas
estaban las figuras, oscuramente vestidas, de los que
cantaban.

En aquel momento le volvió a la memoria lo que le
había dicho el capitán de la galera respecto a los
nigromantes de Naat y sus prácticas. El mismo sonido
de aquel cántico, pronunciado en un lenguaje desco-
nocido, parecía suspender el flujo de sus venas
dejando su corazón sin sangre y helaba sus entrañas
con la frialdad de la tumba. Y aunque él sabía muy
poco de aquellos asuntos, le asaltó el pensamiento de
que las palabras que estaba oyendo eran de impor-
tancia y poder mágicos.

Adelantándose, la mujer se inclinó ante los canto-
res como una esclava. Los hombres, que eran tres,
continuaron sin detenerse con su cántico. Eran de
gran estatura, lívidos como garzas hambrientas, y
muy parecidos entre sí; lo único visible de sus
hundidos ojos eran las chispas rojas de la hoguera
reflejadas en ellos. Mientras cantaban, sus ojos
parecían mirar a lo lejos sobre el o~uro mar y sobre
cosas ocultas por la oscuridad y la distancia. Y
Yadar, acercándose a ellos, se dio cuenta de que el
horror y la repugnancia atenazaban su garganta,
como si hubiese encontrado, en un lugar entregado a
la muerte, la poderosa y siniestra madurez de la
corrupción .

Las llamas dieron un salto, con un torbellino de
lenguas que semejaban serpientes azules y verdes
enroscándose entre serpientes amarillas. Y la luz se
reflejó sobre el rostro y los pechos de la mujer que
había salvado a Yadar del río Negro... ¡Contemplán-
dola de cerca, supo por qué había agitado vagos
recuerdos en su interior, porque no era otra que su
perdido amor, Dalili!

Olvidando la presencia de los oscuros cantores, se
lanzó hacia adelante para abrazar a su bienamada,
gritando su nombre en una agonía de éxtasis. Pero
ella no le contestó y sólo respondió a su abrazo con un
leve temblor. Yadar, profundamente perplejo y des-
mayado, se dio cuenta de la mortal frialdad que,
procedente de su carne, se insinuaba por sus dedos y
atravesaba incluso sus vestiduras. Los labios que besó
estaban mortalmente pálidos y lánguidos y parecía
que de ellos no salía ningún aliento; el lívido pecho
apretado contra el suyo no se elevaba y descendía con
la respiración. En los amplios y hermosos ojos que
ella volvió hacia él sólo encontró un soñoliento vacío y
el tipo de reconocimiento de un durmiente que sólo se
ha despertado a medias y cae rápidamente en el
sueño otra vez.

--¿Eres realmente Dalili?--dijo.

Ella contestó, como medio dormida, con voz monó-
tona e indecisa:

--Soy Dalili.

Para Yadar, estupefacto por aquel misterio, deses-
perado y apenado, fue como si ella le hubiese hablado
desde un país mucho más allá que todas las fatigosas
leguas que había recorrido en su búsqueda. Temien-
do comprender el cambio que había tenido lugar en
ella, le dijo tiernamente:

--Tienes que acordarte de mí, porque soy tu
amante, el príncipe Yadar, que te ha buscado por la
mitad de los reinos de la tierra y, por tu causa, ha
navegado hasta aquí, sobre el océano abierto.

Ella replicó como alguien que está bajo los efectos
de alguna pesada droga, repitiendo sus palabras sin
comprenderlas realmente.

--Claro que te conozco.

Esta respuesta no consoló a Yadar, y su preocupa-
ción no disminuyó ante las cortas respuestas con
que ella contestó a todas sus cariñosas preguntas y
frases.

No advirtió que los tres cantores habían terminado
con su canto y, en realidad, se había olvidado de su
presencia. Pero mientras seguía abrazado tiernamen-
te a la muchacha, los hombres se le acercaron, y uno
de ellos le sujetó por el brazo. El hombre le saludó
por su nombre y se dirigió a él, aunque algo
rudamente, en un lenguaje hablado en muchas regio-
nes de Zothique, diciendo:

--Te damos la bienvenida a la isla de Naat.

Yadar, sintiendo una aterradora sospecha, interro-
gó fieramente al hombre.

--¿Qué clase de seres sois vosotros? ¿Por qué está
aquí Dalili? ¿Qué le habéis hecho?

--Soy Vacharn, un nigromante--contestó el hom-
bre--, y aquellos otros que están conmigo son mis
hijos, Vokal y Uldulla, que también son nigromantes.
Vivimos en una casa detrás del acantilado y nuestros
sirvientes están formados por los ahogados que nues-
tra magia ha rescatado del mar. Entre ellos se
encuentra esta muchacha, Dalili, junto con la tripu-
lación del barco en el que había partido de Oroth. Al
igual que la nave en la que tú llegaste despnés, la
suya fue arrastrada mar adentro y cayó más tarde en
el río Negro, destrozándose finalmente contra los
acantilados de Naat. Mis hijos y yo, cantando esa
poderosa fórmula que no requiere el uso del círculo o
del pentágono, trajimos a tierra a todos los ahogados,
de la misma forma que ahora acabamos de llamar a
la tripulación de esta otra nave, de la que sólo tú has
salido con vida, rescatado por la nadadora muerta
cumpliendo nuestras órdenes.

Vacharn terminó y se quedó mirando fijamente la
oscuridad. Detrás suyo, Yadar oyó el sonido de unas
lentas pisadas subiendo sobre los guijarros desde la
playa. Dando media vuelta, vio emerger de la lívida
oscuridad al viejo capitán de aquella galera en la que
había viajado hasta Naat; detrás del capitán venían
los marineros y remeros. Se acercaron a la luz de la
hoguera andando como sonámbulos, el agua del mar
caía abundantemente de su cabello y vestiduras y
babeaba de sus bocas. Algunos mostraban fuertes
magulladuras, otros se tambaleaban o arrastraban a
causa de alguna extremidad rota por las rocas sobre
las que el mar los había arrojado, pero sus rostros
tenían el aspecto que tienen los hombres que han
muerto ahogados.

Rígidamente, como autómatas, rindieron homenaje
a Vacharn y sus hijos, reconociendo así su servidum-
bre a aquellos que les habían llamado de la profunda
muerte. Sus ojos vidriosos no dieron muestra de
reconocer a Yadar ni de tener conciencia de las cosas
exteriores, y sólo hablaron para reconocer, monótona
y maquinalmente, ciertas palabras que les dirigieron
en voz baja los nigromantes.

Yadar actuaba como si él también fuese un muerto
en vida en un sueño oscuro, hueco y semiconsciente.
Caminando al lado de Dalili y seguido de aquellos
otros, los encantadores le condujeron a través de
un oscuro cañón que serpenteaba secretamente hacia
las alturas de Naat. En su corazón no había demasia-
da alegría por haber encontrado a Dalili y su amor
estaba acompañado de una sombría desesperación.

Vacharn guiaba el camino con una rama cogida de
la hoguera. En seguida surgió una voluminosa luna,
roj a como con sangre mezclada de sanies, que
iluminó el mar, furioso y rugiente. Antes de que su
globo hubiese adquirido la palidez de la muerte,
salieron de la garganta y llegaron a una planicie
rocosa donde se encontraba la casa de los tres
nigromantes .

La casa era de granito oscuro, con largas alas bajas
que se escondían entre el follaje de los cercanos
cipreses. A sus espaldas se alzaba otro acantilado, y
sobre éste, colinas y cordilleras sombrías se amonto-
naban a la luz de la luna, alejándose hacia el
montañoso centro de Naat.

Parecía que la mansión era un lugar vaciado por la
muerte, no había luces ni en las puertas ni en las
ventanas y el silencio de su interior igualaba la
tranquilidad de los lívidos cielos. Pero al acercarse los
hechiceros al umbral, Vacharn pronunció una sola
palabra que retumbó a lo lejos en los salones interio-
res, y como en respuesta, repentinamente brillaron
lámparas por todas partes, llenando la casa con sus
monstruosos ojos amarillos, e instantáneamente apa-
reció gente en las puertas, sombras que se inclinaban.
Pero los rostros de aquellos seres estaban blancos por
la palidez de la tumba, algunos mostraban manchas
verdes de putrefacción o estaban marcados por el
sinuoso roer de los gusanos...

Yadar fue invitado a sentarse a la mesa, donde
Vacharn, Vokal y Uldulla comían normalmente solos,
en un gran salón de la casa. La mesa estaba dispuesta
sobre una plataforma de enormes losas de piedra, y a
un nivel más bajo los muertos se apiñaban alrededor
de las otras mesas en número que casi liegaba a la
cuarentena; entre ellos se sentaba Dalili, que nunca
miraba hacia Yadar. El se hubiese reunido con ella,
no queriendo separarse de su lado, pero estaba
dominado por un profundo sopor, como si un hechizo
innombrable le atase las piernas y no pudiese moverse
ya por su propia voluntad.

Embotado, se sentó con sus taciturnos y lúgubres
anfitriones, que al vivir siempre rodeados por los
silenciosos muertos habían adquirido un aire y cos-
tumbres muy parecidos a ellos. Y vio, con más
claridad que antes, la semejanza común entre los
tres, porque daba la impresión de que todos fuesen
hermanos con un mismo nacimiento, antes que padre
e hijos. Parecían que no tuviesen edad, y no eran ni
vieJos ni Jóvenes, como los hombres ordinarios. Cada
vez era más consciente de aquella extraña maldad
que emanaba de los tres, poderosa y aborrecible como
una exhalación de muerte oculta.

Dominado por aquel embotamiento, apenas se
maravilló ante el servicio de aquella extraña comida,
aunque ésta no era traída por ningún agente palpa-
ble, y los vinos se servían desde el propio aire; el paso
de los sirvientes de un lado para otro solamente era
traicionado por un rumor de vacilantes pisadas y una
ligera frialdad que iba y venía.

En silencio, con gestos y movimientos rígidos, los
muertos comenzaron a comer en sus mesas. Pero los
nigromantes se abstuvieron de las vituallas ante ellos,
en actitud de espera, y Vacharn dijo al nómada:

--Hay otros que cenarán esta noche con nosotros.

Yadar percibió entonces una silla vacía, colocada al
lado de la silla de Vacharn.

Pronto entró, por una puerta que daba al interior
de la casa, un hombre de gran corpulencia y estatura,
desnudo y de un color tostado que casi llegaba a la
negrura. Tenía un aspecto salvaje y sus ojos se
dilataron a causa de la rabia o del terror, mientras
que sus gruesos labios purpúreos estaban orlados de
espuma. Detrás de él, levantando amenazadoramente
sus pesadas y herrumbrosas cimitarras, entraron dos
de los marineros muertos a manera de guardianes de
un prisionero.

--Este hombre es un caníbal --dijo Vacharn--.
Nuestros sirvientes le han capturado en el bosque al
otro lado de las montañas, que es donde habita su
salvaje pueblo. Sólo los más fuertes y bravos son
llamados vivos a esta mansión... No en vano, oh
príncipe Yadar, fuiste escogido para tal honor. Ob-
serva atentamente todo lo que pase.

El salvaje se había detenido en el umbral, como si
temiese más a los ocupantes del salón que a las armas
de sus guardianes. Uno de los espectros golpeó su
hombro izquierdo con la herrumbrosa hoja y la
sangre saltó de la profunda herida, mientras el
canibal se adelantaba después de aquel aviso. Tem-
blaba tan convulsivamente como un animal asustado,
mirando aterrorizado a ambos lados en busca de un
medio de escape, y sólo después de un segundo golpe
62 Zothique ¨F Ni~romancia en Naat

subió a la plataforma y se acercó a la mesa de los
nigromanteS. Pero tras ciertas palabras de hueco
sonido pronunciadas por Vacharn, el hombre se
sentó, todavía temblando, en la silla al lado de la del
amo y enfrente de Yadar. Detrás de él se estacionaron
sus espectrales guardianes con las armas en alto; sus
rasgos eran los de hombres que llevan muertos dos
semanas .

--Todavía falta otro invitado --dijo Vacharn--.
Vendrá más tarde y no hay necesidad de esperar
por él.

Sin más ceremonia comenz~ó a comer, y Yadar le
siguió, aunque con poco apetito. El príncipe apenas
percibía el sabor de las viandas que llenaban su plato,
ni podría haber jurado si los vinos que bebía eran
dulces o amargos. Sus pensamientos estaban dividi-
dos entre Dalili y la extrañeza y el terror de todo lo
que le rodeaba.

Mientras comía y bebía sus sentidos se aguzaron de
forma extraña y se dio cuenta de las sombras
horribles que se movían entre las lámparas y escuchó
el frío silbido de unos susurros, que detuvieron hasta
su sangre. Y desde el concurrido salón, todos los
olores que la mortalidad puede exhalar entre la
muerte reciente y el fin de la corrupción llegaron
hasta él.

Vacharn y sus hijos se dedicaron a la comida con la
despreocupación de los que hace mucho que están
acostumbrados a semejantes ambientes. Pero el caní-
bal, cuyo terror era todavía palpable, se negó a tocar
la comida que estaba ante él. La sangre corría
incesantemente en dos pesados surcos por su pecho,
desde sus hombros heridos, y goteaba de forma
audible sobre las losas de piedra.

Finalmente, ante la insistencia de Vacharn, que
hablaba en la propia lengua del caníbal, se persuadió
a beber una copa de vino. Este vino no tenía el mismo

63

color del que había sido servido al resto de la
compañía, y era de un color violeta oscuro, como el
capullo de la belladona, mientras el restante era de
un rojo amapola. Apenas lo había probado cuando
cayó hacia atrás en su silla con el aspecto de alguien
indefenso por un ataque de parálisis. La copa todavía
continuaba sujeta entre sus rígidos dedos y derramó
el resto de su contenido; no se advertía ningún
movimiento ni temblor en sus extremidades y sus ojos
estaban completamente abiertos, mirando fijamente,
como si quedase todavía conciencia en su interior.

Una horrible sospecha surgió ed Yadar y ya no
pudo continuar comiendo la comida y bebiendo el
vino de los nigromantes. Se quedó sorprendido por
las acciones de sus anfitriones, que, absteniéndose de
igual forma, se dieron la vuelta en sus asientos y
contemplaron fij amente una porción del suelo a
espaldas de Vacharn, entre la mesa y el extremo
interno del salón.

Yadar, elevándose un poco en el asiento, miró por
encima de la mesa y percibió un pequeño agujero en
una de las losas. El agujero era del tipo que podría
servir de madriguera a un pequeño animal, pero no
podía imaginarse Yadar la naturaleza de una bestia
que habitase en el sólido granito.

Con voz alta y clara, Vacharn pronunció una sola
palabra oEsrit", como pronunciando el nombre de
alguien a quien desease llamar. No mucho tiempo
después aparecieron dos pequeñas chispas en la
oscuridad del agujero, y de allí saltó una criatura que
tenía algo del tamaño y forma de una comadreja,
pero todavía más largo y delgado. La piel de la
criatura era de un negro herrumbroso, sus garras
eran como diminutas manos desprovistas de pelo, y
las cuentas de sus ojos, de un amarillo flameante,
parecían contener la maligna sabiduría y malevolen-
cia de un demonio. Velozmente, con movimientos
sinuosos que le hacían parecer una serpiente cubierta
de piel, corrió hasta estar debajo de la silla ocupada
por el caníbal y comenzó a beber ávidamente en el
charco de sangre que había goteado de sus heridas
hasta el suelo.

Después, mientras el horror hacía presa en el
corazón de Yadar, saltó a las rodillas del caníbal y de
allí a su hombro izquierdo, donde había sido infligida
la herida más profunda. Allí la cosa se pegó al corte
que todavía sangraba, del que chupó al estilo de una
comadreja, y la sangre cesó de manar sobre el cuerpo
del hombre. Este no se movió de su silla, pero sus
ojos se dilataron todavía más con fijeza horrible,
hasta que el iris estuvo aislado en el lívido blanco y sus
labios colgaron separados, mostrando unos dientes
fuertes y puntiagudos como los de un tiburón.

Los nigromantes habían reanudado su comida con
los ojos atentos sobre aquel pequeño monstruo se-
diento de sangre, y Yadar comprendió que éste era el
otro huésped esperado por Vacharn. No sabía si la
cosa era realmente una comadreja o algún sirviente
del hechicero, pero el horror fue seguido por la ira
ante el suplicio del caníbal, y sacando una espada que
había llevado consigo durante todos sus viajes, se puso
en pie con ánimo de matar al monstruo. Pero
Vacharn describió un signo peculiar en el aire con su
dedo índice y el brazo del príncipe fue suspendido a
mitad del golpe, mientras sus dedos quedaban tan
débiles como los de un bebé y la espada le caía de la
mano, resonando con estrépido sobre la plataforma.
Después, como siguiendo la muda voluntad de Va-
charn, se vio obligado a sentarse de nuevo a la mesa.

La sed de aquella criatura parecida a una comadre-
ja parecía ser insaciable, porque después de que
pasasen muchos minutos, continuaba sorbiendo la
sangre del salvaje. Los poderosos músculos del hom-
bre se hundían de minuto en minuto y los huesos y las
rígidas articulaciones se veían tensos bajo arrugados
pliegues de piel. Su rostro era el informe de la
muerte, sus miembros estaban escuálidos como los de
una antigua momia, aunque la cosa que se había
abatido sobre él había aumentado de tamaño sola-
mente lo mismo que un armiño que hubiese chupado
la sangre de algún ave de corral.

Por esta señal Yadar supo que sin duda la cosa era
un demonio, y que estaba al servicio de Vacharn.
Paralizado por el terror, estuvo mirando, desde su
asiento, hasta que la criatura se soltó de los secos
huesos y piel del caníbal y corrió, retorciéndose y
arrastrándose siniestramente, hasta su agujero en la
losa de piedra.

Extraña era la vida que ahora comenzó Yadar en la
casa de los nigromantes. Sobre él pesaba siempre 12
maligna esclavitud que se había apoderado de su per-
sona durante aquella primera comida y se movía
como alguien que no puede despertar por completo
de un sueño. Parecía como si su voluntad estuviese
controlada de alguna forma por aquellos amos de los
muertos vivientes. Pero aún más que por eso le
retenía el viejo encanto de su amor por Dalili, aunque
ahora este amor se hubiese convertido en un desespe-
rado arrobamiento.

Algo aprendió sobre los nigromantes y su forma de
existencia, aunque Vacharn hablaba raras veces,
excepto con lúgubres ironías, y sus hijos eran tan
taciturnos como los mismos muertos. Supo que el
sirviente, parecido a una comadreja, cuyo nombre era
Esrit, se había comprometido a servir a Vacharn
durante un tiempo fijado, recibiendo en pago, cada
luna llena, la sangre de un hombre vivo escogido por
su fuerza y valor indomables. Y para Yadar era
evidente que, a menos que surgiera algún milagro o
magia más poderosa que la de los nigromantes, los
días de su vida estaban limitados por el período de la

z.--3
66 Zothique

luna. Porque, además de sí mismo y los amos, no
había ninguna otra persona en toda aquella mansión
que no hubiese traspasado ya las amargas puertas de
la muerte...

La casa era solitaria, estando situada a bastante
distancia de sus vecinos. En las costas de Naat vivían
otros nigromantes, pero entre ellos y los anfitriones de
Yadar había poca relación. Y detrás de las salvajes
montañas que dividían la isla vivían solamente algu-
nas tribus de antropófagos que guerreaban unas con
otras en los oscuros bosques de pinos y cipreses.

Los muertos se alojaban en profundas cuevas,
parecidas a catacumbas, detrás de la casa, yaciendo
toda la noche en sepulcros de piedra y saliendo en
una resurrección diaria para cumplir las tareas que
sus dueños les ordenaban. Algunos araban ios jardi-
nes rocosos que se encontraban en una pendiente
abrigada de los vientos marinos, otros cuidaban de
las negras cabras u otro ganado, y otros eran
enviados buceando a las profundidades del mar en
busca de perlas que crecían prodigiosamente, en
lugares inaccesibles para un nadador vivo, sobre los
trágicos atolones y arrecifes orlados de cuernos de
granito. A través de los años, Vacharn amasó gran
cantidad de tales perlas, puesto que había vivido más
tiempo de lo que dura una vida norrnal. A veces, en
una nave que remontaba la corriente del río Negro,
él o alguno de sus hijos viajaba hasta Zothique con
algunos de los muertos como tripulantes, y cambia-
ban las perlas por las cosas que su magia era incapaz
de conseguir en Naat.

Era extraño para Yadar ver a sus compañeros de
viaje yendo de un sitio a otro junto a los otros
espectros, saludándole únicamente los vacíos ecos de
sus propios saludos. Y era amargo, aunque nunca sin
una vaga dulzura llena de pena, ver a Dalili y hablar
con ella, intentando vanamente reavivar el perdido
N¿gromancia en Naat 67

ardor del amor en un corazón que se había sumergido
profundamente en el olvido y no había vuelto de allí.
Era siempre como intentar alcanzarla a través de un
golfo más terrible que la irresistible corriente que
continuamente chocaba contra la isla de los Nigro-
mantes.

Dalili, que desde su infancia había nadado en los
hundidos lagos de Zyra, se encontraba entre los que
se veían forzados a sumergirse en busca de perlas.
Muchas veces, Yadar la acompañaba hasta la costa y
esperaba su vuelta de las alocadas rompientes; a
ratos, se sintió tentado de lanzarse tras ella y
encontrar, si es que era posible, la paz de una muerte
verdadera. Seguramente hubiese hecho esto, a no ser
que entre el fantasmagórico arrobamiento de su
situación y las grises redes de la brujería que le
rodeaba, parecía que su fuerza y resolución antiguas
le hubieran abandonado por completo.

Un día, hacia el atardecer, cuando el mes estaba
terminando, Vokal y Uldulla se acercaron al príncipe,
que estaba esperando en una playa rodeada de rocas
mientras Dalili buceaba lejos entre las torrenciales
aguas. Sin decir palabra, le hicieron gestos furtivos de
que les siguiera, y Yadar, sintiéndose vagamente
curioso de su intención, les permitió que lo alejasen
de la playa y le guiasen por peligrosos senderos que
serpenteaban de un acantilado a otro sobre la sinuosa
costa. Antes de la caída de la oscuridad, llegaron a
un pequeño puertecillo, que se adentraba en la tierra,
cuya existencia había sido hasta aquel momento
insospechada por el nómada. En aquella plácida
bahía, bajo la oscura sombra de la isla, se balanceaba
una galera con sombrías velas color púrpura que
recordaba la nave que Yadar había descubierto
moviéndose rápidamente hacia Zothique contra la
enorme corriente del río Negro.

Yadar se sintió muy asombrado y no pudo adivinar
por qué le habían llevado a aquel puerto escondido,
ni el significado de sus gestos cuando señalaron el
extraño navío. Después, en un susurro apresurado y
oculto, como si temiesen ser oídos en aquel remoto
lugar, Vokal le dijo:

--Si nos ayudas a mi hermano y a mí en la
ejecución de cierto plan, podrás utilizar esa galera
para abandonar Naat. Y contigo, si tal es tu deseo,
podrás llevarte a Dalili, junto con algunos marineros
como tripulantes. Favorecido por las poderosas galer-
nas que nuestros conjuros llamarán para ti, podrás
navegar contra el río Negro y volver a Zothique...
Pero si no nos ayudas, entonces la comadreja Esrit te
chupará la sangre hasta que la última extremidad de
tu cuerpo haya sido vaciada~ y Dalili continuará
siendo la esclava de Vacharn, traba;ar.do durante el
día, para servir su avaricia, en las oscuras aguas... y
quizá sirviendo su lujuria por la noche.

Ante la promesa de Vokal, Yadar sintió que algo
de esperanza y hombría revivían en su interior, y le
pareció que la siniestra magia de Vacharn abandona-
ba su mente; además las insinuaciones de Vokal
despertaron su indignación contra Vacharn. Y dijo
rápidamente:

--Te ayudaré en tus planes, sean los que sean, si
está en mi poder hacerlo.

Entonces, lanzando muchas y temerosas miradas a
su alrededor y a sus espaldas, Uldulla habló con un
furtivo susurro.

--Nosotros pensamos que Vacharn ya ha vivido
más del tiempo que le corresponde y que nos ha
impuesto su autoridad durante mucho-~ie-mpo. Noso-
tros, sus hijos, nos hacemos viejos y creemos que es
simplemente justo que heredemos las riquezas ateso-
radas por nuestro padre y su supremacía mágica
antes de que la edad nos impida disfrutar de ellas.
Por tanto, buscamos tu ayuda para matar a Vacharn.

Después de una breve reflexión, Yadar decidió que
el asesinato del nigromante era un hecho justo desde
cualquier punto de vista y algo a lo que podía
prestarse sin deterioro de su valor o de su virilidad.
Por tanto, dijo sin demora:

--Os ayudaré a hacerlo.

Muy envalentonados, en apariencia, por el consen-
timiento de Yadar, Vokal le habló a su vez, diciendo:

--Esto tiene que hacerse antes de mañana por la
noche, pues ésta traerá una luna llena del río Negro
sobre Naat y llamará al demonio-comadreja Esrit de
su agujero. Y mañana por la mañana es el único
momento en que podemos encontrar a Vacharn
desprevenido en su cámara. Durante esas horas, pues
tal es su voluntad, contemplará en trance un espejo
mágico que contiene visiones del mar exterior y de las
naves navegando sobre el mar y de los países que
están al otro lado. Y debemos matarle ante el espejo,
golpeándole veloz y fuertemente antes de que despier-
te de su trance.

A la hora fijada para la hazaña, Vokal y Uldulla se
acercaron a Yadar, que les estaba esperando en el
salón de fuera. Cada uno de los hermanos portaba
una larga y reluciente cimitarra y Vokal también
llevaba en la mano izquierda un arma semejante que
ofreció al príncipe, explicando que aquellas cimita-
rras habían sido templadas con un conjuro de cancio-
nes fatales y grabadas después con innombrables invo-
caciones de muerte. Yadar declinó el arma del mago,
prefiriendo su propia espada, y sin retrasarse más los
tres se dirigieron apresuradamente, con todo el sigilo
posible, hacia la cámara de Vacharn.

La casa estaba vacía, porque todos los muertos
habían ido a cumplir con sus asignaciones, y no se oía
ningún susurro ni se veía ninguna sombra de aquellos
seres invisibles, ya fuesen espíritus del aire o simples
fantasmas, que servían a Vacharn de diversas mane-
ras. Los tres se acercaron en silencio a la entrada de
la cárnara, que sólo estaba cubierta por un tapiz
negro tejido en plata con los signos de la noche y
bordado en hilo escarlata con la repetición de los
cinco nombres del archidemonio Thasaidón. Los
hermanos se detuvieron, como si temiesen levantar el
tapiz, pero Yadar, sin dudarlo un momento, lo echó a
un lado y entró en la cámara, siguiéndole los gemelos
rápidamente, como avergonzados de su pusilani-
midad.

La habitación era grande, con una alta cúpula, e
iluminada por una pequeña ventana que, por encima
de los salvajes cipreses, daba hacia el negro mar.
Ninguna llama se elevaba de la miríada de lámparas
para ayudar a la camuflada luz diurna y las sombras
se apretaban en el lugar como un fluido espectral en
el que los recipientes mágicos, los grandes incensarios
y alambiques, los braseros, parecían temblar como
cosas animadas. Un poco más allá del centro de la
habitación, de espaldas a la puerta, Vacharn se
sentaba sobre un taburete de ébano ante el espejo de
la clarividencia, que había sido forjado de electrum
en la forma de una gigantesca letra delta y era
sostenido oblicuamente en alto por un serpenteante
brazo de cobre. El espejo relucía brillantemente en la
sombra, como si estuviese iluminado por algún res-
plandor de fuente desconocida, y los intrusos fueron
ofuscados por reflejos de su brillo al avanzar hacia
delante.

Realmente, parecía que Vacharn estaba inmerso en
el trance inducido, porque miraba hacia el espejo
rígidamente, inmóvil como una momia sentada. Los
hermanos retrocedieron mientras Yadar, pensando
que estaban cerca a sus espaldas, avanzó hacia el
mago con el arma levantada. Al acercarse, vio que
Vacharn tenía sobre sus rodillas una gran cimitarra, y
temiendo que el hechicero quizá estuviese sobre aviso,
Yadar corrió con rapidez hacia él y dirigió un
poderoso golpe contra su cuello. Pero al calcular la
dirección, sus ojos fueron cegados por el extraño
brillo del espejo, como si un sol se hubiese levantado
ante ellos por encima del hombro de Vacharn, y la
hoja se torció y cayó oblicuamente sobre el hueso de
la clavícula, de forma que el nigromante, aunque
severamente herido, se salvó de la decapitación.

Parecía probable ahora que Vacharn hubiese cono-
cido de antemano el intento de asesinarle y había
decidido presentar batalla a sus enemigos cuando
éstos se presentasen. Pero al sentarse para fingir el
trance, sin duda había sido dominado, contra su
voluntad, por el extraño resplandor y había caído en
el sueño adivinatorio.

Veloz y fiero como un tigre herido, saltó del
taburete, blandiendo su cimitarra en alto al volverse
hacia Yadar. El príncipe, todavía ciego, no pudo ni
repetir el golpe ni evitar el de Vacharn, y la cimitarra
se hundió profundamente en su hombro derecho.
Cayó mortalmente herido y quedó con la cabeza un
poco en alto, apoyada contra la base del brazo de
cobre en forma de serpiente que soportaba el espejo.

Yaciendo allí, mientras la vida se le escapaba
lentamente, vio cómo Vokal, con la desesperación del
que ve la muerte inminente, saltaba hacia delante y
cortaba de un golpe el cuello de Vacharn. La cabeza,
casi separada del cuerpo, cayó y colgó a un lado por
un trozo de carne y piel, pero Vacharn, trastabillan-
do, no cayó o murió de golpe, como hubiese hecho
cualquier hombre mortal, sino que, animado todavía
por el poder mágico que llevaba dentro, corrió por la
cámara, dirigiendo poderosos golpes a los parricidas.
Mientras corría, la sangre saltaba de su cuello como
de una fuente y su cabeza se balanceaba de un lado
para otro sobre su pecho como un monstruoso
péndulo. Todos sus golpes iban a ciegas porque ya no
podía ver para dirigirlos y sus hijos le evitaban con
agilidad, hiriéndole algunas veces de paso. A veces
tropezaba con el caído Yadar, o golpeaba el espejo de
electrum con su espada, produciendo un sonido como
el de una profunda campana. Y a veces la batalla
salía fuera del campo visual del moribundo príncipe,
hacia la ventana que daba al mar, y escuchaba
extraños crujidos, como si parte de los mágicos
muebles hubiesen sido destrozados por los golpes del
mago; también se oían las agitadas respiraciones de
los hijos de Vacharn y el amortiguado sonido de los
golpes que daban en el blanco, pues continuaban
hiriendo a su padre. Pronto la lucha regresó delante
de Yadar, que la observaba con ojos que se iban
apagando.

El combate era horrible, r..ás a!lá de toda descrip
ción, y Vokal y Uldulla jadeaban como los corredores
agotados cerca del final. Pero después de un cierto
tiempo, el poder pareció faltarle a Vacharn junto con
la sangre del cuerpo. Se tambaleaba de un lado a
otro, sus pasos se detuvieron y sus golpes se hicieron
más débiles. Su vestimenta colgaba en harapos em-
papados de sangre a causa de las cuchilladas de sus
hijos, y algunos de sus miembros estaban medio
cortados y todo su cuerpo cortado y arañado como el
tajo del verdugo. Al fin, con un golpe certero, Vokal
cortó la delgada cinta de la que todavía pendía la
cabeza, y ésta cayo y rodó por el suelo, rebotando
muchas veces.

Entonces, con una salvaje agitación, como si toda-
vía quisiese mantenerse en pie, se derrumbó el cuerpo
de Vacharn y yació agitándose, recordando un ave
enorme y descabezada. intentando incesantemente
levantarse y dejándose caer de nuevo. Nunca volvió a
ponerse el cuerpo de pie por completo, a pesar de
todos sus esfuerzos, pero la cimitarra continuaba
firmemente sujeta en la mano derecha y el cadáver
golpeaba ciegamente, atacando desde el suelo con
golpes laterales, o hacia abajo cuando se elevaba a
una postura semisentada. La cabeza, incansable,
continuaba rodando por la cámara y las maldiciones
salían de su boca en una voz aflautada, no más alta
que la de un niño.

Ante esto, Yadar vio que Vokal y Uldulla se
echaban hacia atrás como si estuviesen algo preocu-
pados, y después se volvieron hacia la puerta, con la
clara intención de abandonar la habitación. Pero
antes de que Vokal, que era el primero, hubiese
levantado el tapiz de la entrada, de entre sus pliegues
se desprendió el largo, negro, serpentino cuerpo de la
comadreja-sirviente Esrit. La criatura se lanzó al aire,
alcanzando de un solo salto la garganta de Vokal, y
se colgó allí con los dientes pegados a su carne y
chupándole la sangre sin detenerse un minuto, mien-
tras éste se tambaleaba por la habitación e intentaba
en vano arrancársela de allí con dedos enloquecidos.

Posiblemente Uldulla hubiese hecho algún intento
para matar la criatura, porque gritó conjurando a
Vokal a que se estuviese quieto, y elevó su espada
como esperando una oportunidad para golpear a
Esrit. Pero Vokal parecía no oírle, o estar demasiado
aterrorizado para obedecerle. En aquel instante, la
cabeza de Vacharn, que seguía rodando, chocó
contra los pies de Uldulla, y con un furioso rugido
alcanzó con los dientes el borde de su túnica y se
colgó de allí, mientras él retrocedía, completamente
aterrorizado. Aunque golpeó la cabeza salvajemente
con su cimitarra, los dientes se negaron a soltar su
presa. Así que dejando caer sus vestimentas y aban-
donándolas allí con la cabeza de su padre todavía
colgando, huyó desnudo de la habitación. Mientras
Uldulla huía, la vida partió de Yadar y ya no vio ni
oyó nada más...

Confusamente, desde las profundidades del olvido,
Yadar distinguió el flamear de luces remotas y
escuchó el canto de una voz lejana. Se sintió nadar
hacia arriba desde los negros mares, hacia la voz y las
luces, y vio cómo a través de una película fina y
acuosa la cara de Uldulla inclinada sobre él y el
humear de unos extraños recipientes en la cámara de
Vacharn. Y le pareció que Uldulla le decía:

--Levántate de entre los muertos y obedéceme en
todas las cosas a mí, tu amo.

Así, en respuesta a los nefandos ritos y encantos de
la nigromancia, Yadar se despertó a la vida, tal como
era ésta posible para un espectro resucitado. Y volvió
a andar, con el negro cuajarón de su herida en un
gran coágulo sobre su hombro y su pecho, y contestó
a Uldulla al estilo de los muertos vivientes. Recordó
vagamente, y como asuntos de poca importancia, algo
sobre su muerte y las circunstancias que la habían
precedido, y buscó en vano con ojos borrosos por la
destrozada cámara el cuerpo y la cortada cabeza de
Vacharn, y a Vokal y al demonio-comadreja.

Entonces pareció que Uldulla le decía: oSígueme",
y salió con el nigromante a la luz de la roja y plena
luna que había llegado desde el río Negro hasta Naat.
Allí, en la planicie delante de la casa, había un gran
montón de cenizas donde las brasas brillaban y
relucían como si fuesen ojos con vida. Uldulla per-
maneció en contemplación delante de la pira y Yadar
se mantuvó a su lado, sin saber que lo que contem-
plaba era la consumida pira de Vacharn y Vokal,
construida y encendida por los esclavos muertos, bajo
las órdenes de Uldulla.

Entonces un viento se levantó repentinamente desde
el mar, con agudos y fantasmagóricos gemidos, y
levantando todas las cenizas y tizones formando una
nube grande y en remolino la lanzó sobre Yadar y el
nigromante. Ambos pudieron apenas resistir el vien-
to, y su cabello, sus barbas y vestiduras se llenaron de
los restos de la pira, quedando los dos como cegados.
Después el viento se elevó, lanzando la nube de
cenizas sobre la casa, y por sus puertas y ventanas,
entrando en todas las habitaciones. Y durante mu-
chos días después, pequeñas volutas de ceniza se
levantaban bajo los pies de los que recorrian los
salones, y aunque por orden de Uldulla, las escobas
se utilizaban diariamente, parecía que el lugar nunca
quedaba completamente libre de aquellas cenizas...

Queda poco que decir con respecto a Uldulla,
porque su señorío sobre los muertos fue breve.
Viviendo siempre solo, excepto por la compañía de
los espectros que le atendían, cayó en poder de una
extrañísima melancolía que se convirtió rápidamente
en locura. Ya no podía concebir cuál era el fin y el
objeto de la vida, y el sopor de la muerte se le
presentaba como un mar negro y tranquilo lleno de
suaves murmullos y de brazos como sombras que le
empujaban hacia abajo. Pronto llegó a envidiar a los
muertos y a considerar su suerte más deseable que
ninguna otra. Así pues, llevando la cimitarra que
había empleado para matar a Vacharn, se dirigió a la
cámara de su padre, donde no había entrado desde la
resurrección del príncipe Yadar. Allí, junto al espejo
de las adivinanzas, que brillaba como el sol, se abrió
a sí mismo el vientre y cayó entre el polvo y las
telarañas que recubrían todo en abundancia. Y
puesto que no había ningún otro mago que le
devolviera incluso a una semblanza de vida, p~rma-
neció pudriéndose y sin ser molestado por siempre
Jamás.

Pero en los jardines de Vacharn los muertos
continuaban trabajando, sin prestar atención a la
muerte de Uldulla, y seguían cuidando de las
cabras y del ganado y buceando en busca de perlas en
aquel oscuro y tormentoso océano.

Y Yadar, que junto con Dalili compartía ahora su
mismo estado, se sentía atraído por ella con un
fantasmal anhelo y sentía un vago consuelo en su
presencia. La profunda desesperación que le había
traspasado en un tiempo y los largos tormentos del
deseo y la separación eran cosas olvidadas y desapa-
recidas y compartió con Dalili un sombrío amor y una
vaga felicidad.

EL IMPERIO
DE LOS NIGROMANTES

La leyenda de Mmatmuor y Sodosma surgirá
únicamente en los últimos ciclos de la Tierra, cuando
las felices leyendas de los orígenes hayan caído en el
olvido. Antes de la era en que sea contada tendrán
que pasar muchas épocas y los mares habrán decreci-
do en sus cuencas y nuevos continentes habrán hecho
su aparición. Quizá, en ese día, servirá para aliviar
un poco el negro cansancio de una raza moribunda,
desesperada de todo, excepto del olvido. Yo relato la
historia como los hombres la contarán en Zothique, el
último continente, bajo un cielo moribundo y unos
cielos tristes, donde las estrellas salen con terrible
brillantez antes de la caída de la noche.

Mmatmuor y Sodosma eran nigromantes que llega-
ron desde la oscura isla de Naat para practicar sus
siniestras artes en Tinarath, al otro lado de los
menguantes océanos. Pero en Tinarath no prospera-
ron, porque la muerte era considerada sagrada por la
gente de aquel grisáceo país y la nada de la tumba no
debía ser profanada ligeramente; la resurrección de
78 Zothique

los muertos por medio de la magia negra era, entre
ellos, mirada con abominación.

Por tanto, después de un corto intervalo de tiempo,
Mmatmour y Sodosma fueron expulsados por la ira
de los habitantes y obligados a huir hacia Cincor, un
desierto del sur, habitado sólo por los huesos y las
momias de una raza que la pestilencia había extermi-
nado hacía tiempo.

El país al que se dirigieron se extendía tétrico
leproso y ceniciento bajo el gigantesco sol, color de
brasa. Sus rocas desmoronadas y mortecinas soleda-
des de arena hubiesen causado terror en los corazones
de los hombres normales, y puesto que habían sido
arrojados a aquel lugar estéril sin comida ni sustento,
la situación de los hechiceros bien podría haber
parecido desesperada. Pero sonriendu para sí, So-
dosma y Mmatmuor se adentraron resueltamente en
Cincor, con el aire de unos conquistadores que se
acercasen a un reino esperado por largo tiempo.

Ante ellos, intacta, a través de campos desprovistos
de árboles y hierba y sobre los cauces de los ríos secos,
corría la gran carretera por la que antiguamente
habían viajado los que iban de Cincor a Tinarath.
Aquí no se encontraron con nada viviente, pero
pronto llegaron ante el esqueleto de un caballo y su
Jinete yaciendo en el centro de la carretera y con el
suntuoso arnés y arreos que habían llevado sobre la
carne. Y Mmatmour y Sodosma se detuvieron ante
los lastimeros huesos, sobre los que no quedaba ni
una bnzna de corrupción, y se sonrieron siniestra-
mente el uno al otro.

--El caballo será tuyo--dijo Mmatmuor--, puesto
que eres algo mayor que yo, y tienes, por tanto
derecho de precedencia; el jinete nos servirá y será el
primero en prestarnos homenaje aquí en Cincor

Entonces, en la cenicienta arena, a un lado del
camino, dibujaron tres círculos concéntricos, y colo-

El imperio de los nigromantes

79

cándose juntos en el centro, realizaron los ritos
abominables que obligaban a los muertos a levantarse
de su tranquila nada y a obedecer, de allí en
adelante, la oscura voluntad del nigromante en todas
las cosas. Después esparcieron una pizca de polvo
mágico sobre las fosas nasales del hombre y del
caballo, y los blancos huesos, rechinando lastimera-
mente, se levantaron del lugar donde estaban, dis-
puestos a servir a sus amos.

Así, según habían decidido de común acuerdo,
Sodosma se montó sobre el esqueleto del caballo, tomó
las enjoyadas riendas y cabalgó en una lúgubre
imitación de la Muerte sobre su pálido caballo,
mientras Mmatmuor le seguía apoyándose ligeramen-
te sobre un bastón de ébano, y el esqueleto del
hombre, con sus ricas vestiduras pendiendo floja-
mente, caminaba detrás de los dos como un servidor.

Después de un rato encontraron en la gris soledad
los restos de otro caballo y su jinete, que habían sido
perdonados por los chacales y que el sol había secado
de forrna que parecían viejas momias. A éstos tam-
bién los levantaron de la muerte; Mmatmuor cabalgó
sobre el consumido percherón, y los dos magos
avanzaron majestuosamente, como emperadores
errantes, con un espectro y un esqueleto como
servidores. En forma parecida, resucitaron otros
huesos y restos de hombres y bestias que encontraron,
de forma que fueron reuniendo una escolta cada vez
más numerosa en su avance hacia Cincor.

A lo largo del camino, cuando se aproximaban a
Yethlyreom, que había sido la capital, encontraron
numerosas tumbas y necrópolis, intactas todavía
después de tantos siglos y conteniendo enfajadas
momias que apenas se habían consumido. Resucita-
ron a todos y los llamaron de la noche del sepulcro
para que hiciesen su voluntad. A algunos les manda-
ron sembrar y arar los campos desiertos y subir agua
de los hundidos pozos, a otros los emplearon en
diferentes tareas, semejantes a las que habían desem-
peñado durante su vida. El silencio de siglos se vio
roto por el ruido y el tumulto de una miríada de
actividades, y los flacos cadáveres de los tejedores
utilizaron las lanzaderas, y los de los labradores
seguían los surcos detrás de las carroñas de los
bueyes.

Cansados por aquel extraño viaje y de tanto repetir
los conjuros, Mmatmuor y Sodosma vieron por fin
ante ellos, desde una colina en el desierto, las
orgullosas torres y las hermosas y bien conservadas
cúpulas de Tethlyreom, sobre el fondo del ominoso
atardecer del color de la sangre estancada.

--Es un buen país--dijo Mmatmuor--, y nos lo
repartiremos entre tú y yo; nos convertiremos en amos
de todos sus muertos y mañana seremos coronados
emperadores en Yethlyreom.

--Sea--replicó Sodosma--, porque no hay nadie
aquí vivo para pelearse con nosotros, y aquellos que
hemos llamado de la tumba únicamente se moverán y
respirarán según nuestra voluntad, sin poder rebelar-
se contra nosotros.

Así, en el atardecer de un rojo sangriento que se
espesaba derivando al púrpura, entraron en Yethly-
reom y cabalgaron entre las orgullosas mansiones sin
luz, instalándose con su tétrica comitiva en el majes-
tuoso y abandonado palacio donde la dinastía de los
emperadores de Nimboth había reinado durante dos
mil años y dominado sobre Cincor.

En los dorados salones cubiertos por el polvo
encendieron las vacías lámparas de ónice por medio
de su artera magia y cenaron viandas reales, prove-
nientes de años pasados, que evocaron de igual
forma. Vinos antiguos e imperiales les eran servidos
por las descarnadas manos de sus servidores en copas
de adularia, y comieron, bebieron y descansaron en
medio de una fantasmagórica pompa, dejando hasta
el día siguiente la resurrección de aquellos que
estaban muertos en Yethlyreom.

Se levantaron pronto, en la oscura aurora carmesí,
de los opulentos lechos palaciegos donde habían
dormido; mucho quedaba por hacer. Por todas par-
tes, en la olvidada ciudad, iban atareadamente de un
lado para otro, lanzando sus conjuros sobre la gente
que había muerto durante el último año de la peste y
que quedara sin enterrar. Habiendo hecho esto,
salieron de Yethlyreom hacia otra ciudad de altas
tumbas y poderosos mausoleos, donde yacían los
emperadores y emperatrices de Nimboth y los más
consecuentes ciudadanos y nobles de Cincor.

Aquí pidieron a sus esclavos-esqueletos que rom-
piesen con martillos las selladas puertas, y después,
con sus malvados y tiránicos encantamientos, llama-
ron a las momias imperiales, incluso a las más viejas
de la dinastía, todas las cuales llegaron caminando
con rigidez, con ojos sin luz, envueltas en ricos
vendajes cosidos con flameantes joyas. Y también,
más tarde, devolvieron aquella semejanza de vida a
muchas generaciones de cortesanos y dignatarios.

Formando una solemne comitiva, con rostros oscu-
ros, orgullosos y vacíos, los emperadores y emperatri-
ces muertos de Cincor juraron obediencia a Mmat-
muor y Sodosma y les siguieron como una recua de
cautivos por las calles de Yethlyreom. Después, en el
inmenso salón del trono del palacio, los nigromantes
se sentaron en el alto trono doble, donde se habían
sentado con sus consortes, los verdaderos gobernan-
tes. Entre los emperadores reunidos, con atuendos
funerales y magníficos, fueron investidos con la
soberanía por las resecas manos de la momia de
Hestaiyón, el primero en la línea de Mimboth, que
había gobernado en épocas semimíticas. Después,
todos los descendientes de Hestaiyón, que se apiña-
82 Zothique

ban en la habitación en una gran multitud, aclama-
ron con voces monótonas, semejantes a ecos, el
dominio de Mmatmuor y Sodosma.

De esta forma, los odiados nigromantes encontra-
ron su imperio y un pueblo que les estaba sujeto en el
país desolado y estéril donde la gente de Tinarath los
había arrojado para que perecieran. Reinando su-
premos sobre todos los muertos de Cincor, en virtud
de su maligna magia, ejercían un desvergonzado
despotismo. De las partes más alejadas del reino les
era traído tributo por descarnados correos, y cadáve-
res comidos por la peste y altas momias que olían a
bálsamos mortuorios iban de un lado para otro
cumpliendo sus mandatos en Yethlyreom, o amonto-
naban ante sus ojos avariciosos las gemas de los
tiempos antiguos, procedentes de camaras inagota-
bles y ennegrecidas por las telarañas.

Los jardineros muertos hicieron que los jardines del
palacio estallasen de nuevo en floraciones hacía
tiempo olvidadas; cadáveres y esqueletos trabajaban
para ellos en las minas, o elevaban torres fantásticas
y soberbias hacia el sol moribundo. Mayordomos y
príncipes de otro tiempo les servían de coperos y los
instrumentos de cuerda eran tañidos para su deleite
por las macilentas manos de emperatrices de dorado
cabello que habían salido sin mácula de la noche de
las tumbas. A las más hermosas, a las que la peste y
los gusanos no habían estropeado demasiado, las
tomaron como amantes y las obligaron a complacerles
en su necrofílica lujuria.

El pueblo de Cincor representaba las acciones de la
vida según la voluntad de Sodosma y Mmatmuor en
todas las cosas. Hablaban, se movían, comían y bebían

El imperio de los nigromantes

83

como si estuvieran vivos. Oían, veían y sentían con
similitud a los sentidos que habían sido suyos antes
de la muerte, pero sus cerebros estaban reducidos a la
esclavitud por una magia poderosa. Sólo recordaban
vagamente su primera existencia, y el estado al que
habían sido llamados era vacío, problemático y eté-
reo. Su sangre discurría helada y perezosa, mezclada
con agua de Letea, y los vapores de Letea nublaban

SUS OJOS.

Obedecían embotados los mandatos de sus tiráni-
cos señores, sin rebelarse ni protestar, pero sintiendo
un vago e infinito cansancio tal como el que conocen
los muertos que, habiendo bebido el sueño eterno,
son una vez más llamados a la amargura del ser
mortal. No conocían pasiones, deseos ni placeres,
únicamente el negro sopor de su despertar de Letea y
un gris e incesante anhelo por volver a aquel sueño
interrumpido.

El último y más joven de los emperadores de
Nimboth era llleiro, que murió durante el primer mes
de la plaga y había descansado en su gigantesco
mausoleo durante doscientos años antes de la llegada
de los nigromantes.

Obligado con su gente y con sus padres a servir a
los tiranos, Illeiro reanudó el vacío de la existencia sin
hacerse preguntas y no había sentido sorpresa. Acep-
tó su propia resurrección y la de sus antepasados
como se aceptan las indignidades y maravillas de un
sueño. Sabía que había vuelto a un sol descolorido, a
un mundo hueco y espectral, a un orden de cosas en
los que su lugar era simplemente el de una sombra
obediente. Pero al principio sólo le preocupaba, como
a los demás, un vago cansancio y una indefinida
necesidad del olvido perdido.

Drogado por la magia de sus dueños y débil por la
larga nulidad de la muerte, vio, como un sonámbulo,
las enormidades a las que sus padres se veían sujetos.
84 Zothique

Sin embargo, en cierta forma, después de muchos
días, una débil chispa saltó en su mente, empapada
por las sombras.

Como algo perdido e irrecuperable, detrás de golfos
prodigiosos, recordó la pompa de su reino en Yethly-
reom, y el dorado orgullo y alegría que le habían
caracterizado en su juventud. Al recordar esto, sintió
un vago estremecimiento de protesta, un fantasmal
resentimiento contra los magos que le habían traído a
esta calamitosa parodia de vida. Confusamente, co-
menzó a llorar su posición perdida y la lastimera
situación de sus antepasados y su pueblo.

Día tras día, como copero en los salones donde
anteriormente había gobernado, Illeiro veía las haza-
ñas de Mmatmuor y Sodosma. Vio sus caprichos
crueles y lujuriosos, su creciente ebriedad y glotone-
ría. Los vio revolcarse en su lujuria necrofílica y
volverse toscos y rudos con la indolencia y la indul-
gencia. Descuidaron el estudio de su arte y se
olvidaron de muchos de los conjuros; pero todavía
gobernaban, poderosos y formidables, y recostados
sobre cojines púrpura y rosas planeaban llevar un
ejército de los muertos contra Tinarath.

Soñando con la conquista y con mayores hechice-
rías, se volvieron gordos y repugnantes como gusanos
que se han instalado sobre unos restos ricos en
corrupción. Y paso a paso, con su relajación y
tiranía, el fuego de la rebelión aumentaba en el
sombrío corazón de Illeiro, como una llama que
combate con los pantanos leteos. Y lentamente, al
irse acumulando su rabia, le volvió algo de la fuerza y
la firmeza que había tenido mientras vivía. Yiendo los
vicios de los opresores y sabiendo el mal que habían
hecho a los indefensos muertos, escuchó en su cerebro
el clamor de voces ahogadas que pedían venganza.

Illeiro se movía silencioso por los salones palaciegos
de Yethlyreom, entre sus antepasados, o permanecía

El imperio de los nigromantes

8s

esperando órdenes. Llenaba sus copas de ónice con
los vinos ambarinos que la magia traía de las colinas
expuestas a un sol más joven; se sometía a sus
calumnias e insultos. Y noche tras noche los veía
cabecear ebrios, hasta que caían dormidos, sonroja-
dos y repletos, entre los restos de su esplendor.

Los muertos vivientes no se hablaban mucho entre
sí; padre e hijo, madre e hija, amante y amado, iban
de un sitio a otro sin dar señales de reconocerse y sin
hacer ningún comentario sobre su fatal destino. Pero,
por último, una medianoche, cuando los tiranos
yacían amodorrados y las llamas temblaban en las
lámparas mágicas, Illeiro pidió consejo a Hestaiyón,
su antepasado más antiguo, que en fábulas había
tenido fama como un gran mago y se decía que había
conocido la sabiduría perdida de la antiguedad.

Hestaiyón permanecía separado de los demás, en
una esquina del sombrío salón. Estaba pardo y reseco
en sus crujientes vestiduras de momia y sus muertos
ojos de obsidiana parecían contemplar la nada.
Parecía que no había oído la pregunta de Illeiro, pero
al fin respondió con un susurro seco y quejumbroso.

--Soy viejo y la noche del sepulcro fue larga y me
he olvidado de mucho. Sin embargo, retrocediendo
sobre el vacío de la muerte quizá recupere algo de mi
anterior sabiduría y, entre nosotros, encontremos
alguna forma de liberación.

Y Hestaiyón buscó entre los fragmentos de memo-
ria, como uno que busca en un lugar donde han
estado los gusanos y los ocultos archivos de los viejos
tiempos se han podrido dentro de sus fundas, hasta
que, por fin, recordó y dijo:

--Recuerdo que una vez he sido un mago poderoso
y, entre otras cosas, conozco los conjuros de la magia
negra, pero no los empleé, considerando su uso y Ia
resurrección de los muertos como un acto aborrecible.
Poseía además otros conocimientos, y quizá entre los
86 Zothique

restos de aquella antigua sabiduría haya algo que
pueda servir ahora para guiarnos. Porque recuerdo
una oscura y dudosa profecía, hecha en los años
primeros, en la fundación de Yethlyreom y del
imperio de Cincor. La profecía era que un destino
peor que la muerte caería sobre los emperadores y la
gente de Cincor en el tiempo futuro, y que el primero
y el último de la dinastía de Nimboth, conferenciando
entre ellos, encontrarían una forma de liberarse y de
suprimir la desgracia. El mal no era nombrado en la
profecía, pero se decía que los dos emperadores
conocerían la solución a su problema rompiendo una
antigua imagen de arcilla que guarda la cámara más
profunda bajo el palacio imperial de Yethlyreom.

Habiendo oído esta profecía de los descoloridos
labios de su antepasado, llleiro se lo pensó un rato, y
luego dijo:

--Recuerdo ahora una tarde en mi juventud cuan-
do buscando ociosamente por las cámaras no utiliza-
das de nuestro palacio, como hacen los muchachos,
llegué a la última y encontré allí una polvorienta y
extraña imagen de barro, cuya forma y posición me
parecieron extrañas. Y sin conocer la profecía, me
marché desilusionado y me volví tan perezosamente
como había entrado, buscando la luz del sol.

Entonces, apartándose sin ser advertidos de sus
compañeros y llevando ricas lámparas que habían
cogido del salón, Hestaiyón e llleiro bajaron por unas
escaleras subterráneas hasta encontrarse debajo del
palacio y, recorriendo como implacables y furtivas
sombras el laberinto de oscuros corredores, llegaron
al fin a la cripta inferior.

Aquí, entre el negro polvo y los montones de
telarañas de un pasado inmemorial, encontraron,
como había sido decretado, la imagen de arcilla,
cuyos rudos rasgos eran los de un dios de la tierra
olvidado. Illeiro rompió la imagen con un trozo de

El imperio de los nigromantes 87

piedra y él y Hestaiyón sacaron de su hueco interior
una gran espada de acero que no se había oxidado y
una pesada llave de bronce brillante y tabletas de
cobre reluciente sobre las que estaban inscritas las
diversas cosas que había que hacer para que Cincor
se librase del oscuro reinado de los nigromantes y la
gente pudiese volver de nuevo al olvido de la muerte.

Así, con la llave de bronce, llleiro abrió, según las
tabletas enseñaban a hacer, una puerta baja y
estrecha al final de la cámara, detrás de la rota
imagen, y él y Hestaiyón vieron, según estaba profeti-
zado, los enroscados escalones de sombría piedra que
conducían a un abismo no descubierto, donde conti-
nuaban ardiendo los escondidos fuegos de la tierra. Y
dejando a Illeiro de guardia ante la puerta abierta,
Hestaiyón cogió la espada de acero inoxidado y
volvió al salón donde dormían los magos, yacien-
do extendidos sobre los lechos rosa y púrpura, con
los pálidos muertos sin sangre a su alrededor en
pacientes hileras.

Sostenido por la antigua profecía y por la autoridad
de las relucientes tablas, Hestaiyón levantó la espada
y cortó la cabeza de Mmatmuor y la de Sodosma de un
solo golpe. Después, según le había sido ordenado,
cuarteó los restos con poderosos golpes. Y los ni-
gromantes rindieron sus sucias vidas y yacieron sin un
solo movimiento, añadiendo un rojo más brillante al
rosa y un tono más brillante al triste púrpura de sus
lechos.

Después, la venerable momia de Hestaiyón habló a
los suyos que permanecían silenciosos e indiferentes,
sin ser conscientes de su liberación, en un suave
murmullo, pero con autoridad, como un rey que da
órdenes a sus hijos. Los emperadores y emperatrices
muertos se estremecieron, como hojas de otoño ante
una repentina ráfaga de viento, y un susurro pasó
entre ellos y salió del palacio, para ser comunicado al
88 Zothique

fin, de muchas formas, a todos los muertos de
Cincor.

Toda aquella noche, y durante el día, oscuro como
la sangre, que siguió a la luz de las temblorosas
antorchas o del pálido sol, un interminable ejército de
esqueletos comidos por la peste, de cadáveres destro-
zados, pasó en un torrente fantasmal por las calles de
Yethlyreom a lo largo del salón del palacio donde
montaba guardia junto a los cuerpos de los magos.
Sin detenerse, con ojos fijos y vagos, siguieron
ade~ante como sombras, buscando las cámaras sub-
terráneas debajo del palacio, atravesando la puerta
abierta en la última cámara donde Illeiro montaba
guardia y descendiendo después un millón de pelda-
ños hasta llegar al borde de aquel precipicio donde
hervían los interminables fuegos de la tierra. Allí,
desde el borde, se lanzaron a una segunda muerte y a
la limpia destrucción de las llamas sin fondo.

Pero después de que todos hubiesen encontrado su
liberación, Hestaiyón permaneció todavía, solo en el
descolorido atardecer, al lado de los destrozados
cadáveres de Mmatmuor y Sodosma. Allí, según las
tablillas le habían enseñado, probó aquellos conjuros
mágicos que había conocido en su antigua sabiduría y
maldijo a los desmembrados cuerpos con aquella
perpetua vida-en-muerte que Mmatmuor y Sodosma
habían intentado infligir en la gente de Cincor. Y las
maldiciones salieron de los pálidos labios, las cabezas
rodaron horriblemente con ojos vidriosos y los torsos y
las extremidades se retorcieron en los imperiales
lechos entre la sangre coagulada. Después, sin mirar
hacia atrás, sabiendo que todo se había hecho como
estaba dispuesto y ordenado desde el principio, la
momia de Hestaiyón abandonó a los magos a su
destino y recorrió fatigadamente el oscuro laberinto
de cámaras para reunirse con Illeiro.

Así, en un tranquilo silencio y sin decirse ni una

El imperio de los nigromantes

palabra más, Illeiro y Hestaiyón entraron por 1,
puerta abierta en la cámara, e Illeiro la cerró con l;
llave de bronce. Y de allí, por las sinuosas escaleras
recorrieron el camino hasta el borde de las profunda
llamas y se unieron con su pueblo y sus antepasado
en la última y profunda nada.

Pero de Mmatmuor y Sodosma se dice que su
cuerpos destrozados reptan de un lado a otro hast~
ahora en Yethlyreom, sin encontrar paz o respiro d
su destino de vida-en-la-muerte, y buscan en van~
entre el negro laberinto de cámaras interiores l,
puerta que fue cerrada por Illeiro.
~ EL AMO DE LOS CANGREJOS

Recuerdo que gruñí un poco cuando Mior Lumivix
me despertó. La tarde anterior había sido tediosa,
con la desagradable vigilia habitual, durante la cual
había cabeceado más de una vez. Desde la caída del
sol hasta que Escorpio se hubo fijado, lo que en esta
estación ocurría bastante después de la medianoche,
mi obligación había consistido en cuidar la gradual
condensación de un cocimiento de escarabajos, muy
apreciada por Mior Lumivix para componer sus
pociones amorosas, que gozaban de gran fama.
Muchas veces me había avisado de que este licor no
debía espesarse ni demasiado despacio ni demasiado
deprisa, manteniendo en el hornillo un fuego igual, y
me había maldecido más de una vez por estropear-
la. Por tanto, no cedí a mi somnolencia hasta
que la cocción estuvo a salvo, escurrida y pasada tres
veces por el tamiz de piel de tiburón agujereada.

Taciturno en grado sumo, el Maestro se había
retirado temprano a su cámara. Sabía que algo le
preocupaba, pero estaba muy cansado para hacer
demasiadas conjeturas y no me atreví a preguntarle.

Parecía que no había hecho más que dormir
durante el período de unas cuantas pulsaciones..., y
aquí estaba el Maestro, lanzándome al rostro el
amarillento ojo de su fanal y arrastrándome lejos del
catre. Supe que no iba a dormir más aquella noche,
porque el Maestro llevaba puesto su puntiagudo gorro
y su túnica estaba ceñida estrechamente a la cintura;
la antigua arthame pendía del cinturón enfundada en
su vaina chagrén, ennegrecida por el tiempo y las
manos de muchos magos.

--¡Aborto engendrado por un gandul! --gritó--.
¡Cachorro de una cerda que ha comido mandrágora!
¿Dormirás hasta el día final? Tenemos que darnos
prisa; me he enterado que Sarcand se ha procurado el
mapa de Omvor y ha salido solo hacia los muelles.
Sin duda piensa embarcarse en busca del tesoro del
templo. Debemos seguirle rápidamente, porque ya
hemos perdido mucho tiempo.

Me levanté sin demorarme más y me vestí rápida-
mente, conociendo bien la urgencia del asunto.
Sarcand, que había llegado n., hacía ml-uc-hu tiempo a
la ciudad de Mirouane, ya se había convertido en el
más formidable de los competidores de mi amo. Se
decía que había nacido en Naat, en medio del
sombrío océano occidental, habiendo sido engendra-
do por un hechicero de aquella isla en una mujer del
pueblo de caníbales negros que habitaban las monta-
ñas centrales. Combinaba la salvaje naturaleza de su
madre con la oscura ciencia mágica de su padre, y
además había adquirido gran cantidad de conoci-
mientos y dudosa reputación durante sus viajes por
los reinos orientales antes de establecerse en Mi-
rouane.

El fabuloso mapa de Omvor, que databa de eras
remotas, era algo que muchas generaciones de hechi-
ceros habían soñado con encontrar. Omvor, un
antiguo pirata todavía famoso, había realizado con
éxito un acto de impío atrevimiento. Navegando de
noche por un estuario fuertemente guardado, con su
pequeña tripulación disfrazada de sacerdotes en unas
barcazas robadas pertenecientes al templo, había
saqueado el santuario de la diosa Luna, en Faraad, y
se había llevado a muchas de sus vírgenes, junto con
piedras preciosas, oro, vasos sagrados, talismanes,
filacterias y libros de una horrible magia antigua.
Estos libros constituían la peor pérdida de todo,
puesto que ni siquiera los sacerdotes se habían
atrevido a copiarlos. Eran únicos e irremplazables y
contenían la sabiduría de los eones enterrados.

La hazaña de Omvor había dado lugar a muchas
leyendas. El, su tripulación y las vírgenes secuestra-
das, en dos pequeños bergantines, se habían desvane-
cido para siempre en los mares occidentales. Se creía
que habían sido arrastrados por el río Negro, esa
terrible corriente oceánica que lleva con irresistible
fuerza al fin del mundo, detrás de Naat. Pero antes
de ese viaje final, Omvor descargó de sus naves el
tesoro robado y había hecho un mapa donde estaba
indicada la localización de su escondite. Le dio el
mapa a un viejo camarada que se había vuelto
demasiado viejo para viajar.

Nadie pudo encontrar nunca el tesoro. Pero se
decía que el mapa todavía existía después de los
siglos, oculto en algún lugar no menos seguro que el
botín del templo de la diosa Luna. Ultimamente se
rumoreaba que algún marinero, heredándolo de su
padre, había llevado el mapa a Mirouane. Mior
Lumivix, por medio de agentes tanto humanos como
sobrenaturales, había intentado en vano descubrir al
marinero, sabiendo que Sarcand y los otros magos de
la ciudad le estaban buscando también.

Todo esto era conocido por mí, y el Maestro me
contó más, mientras, siguiendo sus órdenes, yo reco-
gía apresuradamente las provisiones que necesitaría-
mos para un viaje de varios días.

--He vigilado a Sarcand como un águila blanca su
nido --dijo--. Mis servidores me dijeron que había
averiguado quién era el poseedor del mapa y que
alquiló a un ladrón para que se lo robara, pero poco
94 Zothique

más pudieron decirme. Hasta los ojos de mi gato-
demonio, mirando por sus ventanas, fueron enga-
ñados por la oscuridad, como tinta de calamar, con la
que sus poderes le rodean cuando él quiere.

"Esta noche he hecho una cosa peligrosa, puesto
que no había otra forma. Bebiendo el jugo del
dedaim púrpura, que induce un trance profundo,
proyecté mi ka en su cámara guardada por los
elementos. Estos advirtieron mi presencia, se reunie-
ron a mi alrededor en formas de fuego y sombra y me
amenazaron de manera que no se puede explicar. Se
opusieron a mí, me expulsaron de allí..., pero yo
había visto bastante.

El Maestro se detuvo, pidiéndome que me ciñera
una espada mágica consagrada, similar a la suya pero
menos antigua, que nunca me había pe~nitido llevar
anteriormente. Para entonces, yo había reunido la
provisión requerida de comida y bebida, poniéndola
en una resistente red que podía llevar con facilidad
sobre las espaldas. La red se empleaba fundamental-
mente para capturar ciertos reptiles marinos, de los
que Mior Lumivix extraía un veneno poseedor de
virtudes únicas.

El Maestro no reanudó su relato hasta que no hu-
bimos cerrado todas las puertas y nos habíamos lanza-
do a las oscuras calles que serpenteaban hacia el mar.

--En el momento de mi entrada, un hombre
abandonaba la cámara de Sarcand. Le vi brevemente,
antes de que el tapiz negro se separase y se cerrase,
pero lo reconoceré. Era.joven y regordete, con anchos
pómulos bajo la gordura, ojos oblicuos en un rostro
femenino y la tostada piel amarillenta de un hombre
de las islas del sur. Llevaba los cortos calzones y botas
por encima del tobillo que usan los marineros; por lo
demás iba desnudo.

"Sarcand estaba sentado dándome a medias la
espalda, sujetando una hoja de papiro desenrollada,

El amo de los cangrejos

9s

tan amarillenta como el rostro del marinero, a la luz
de esa siniestra lámpara de cuatro brazos que alimen-
ta con aceite de cobras. La lámpara brillaba como el
ojo de un vampiro. Pero yo miré por encima de su
hombro... durante el tiempo suficiente... antes de
que sus demonios consiguiesen echarme de la habita-
ción. El papiro era, indudablemente, el mapa de
Omvor. Estaba rígido por la antiguedad y manchado
de sangre y agua del mar. Pero su título, propósito y
explicaciones eran todavía legibles, aunque grabadas
con una escritura arcaica que pocos pueden leer en
nuestros días.

"Mostraba la costa occidental del continente Zothi-
que y los mares detrás. Una isla que yacía al oeste de
Mirouane estaba indicada como el lugar del enterra-
miento del tesoro. En el mapa se le denominaba la
isla de los Cangrejos, pero está claro que no es otra
que la que ahora es llamada Iribos, que aunque pocas
veces es visitada, se encuentra sólo a la distancia de
dos días de viaje. En un centenar de leguas no hay
otra isla, ni al norte ni al sur. si exceptuamos unas
cuantas rocas desoladas y atolones desiertos.

Urgiéndome para que me apresurara más, Mior
Lumivix continuó:

--Me desperté demasiado tarde del sueño produci-
do por el dedaim. Un adepto menos versado nunca
hubiese despertado.

"Mis sirvientes me avisaron de que Sarcand había
abandonado la casa hacía una hora. Iba preparado
para un viaje y se dirigía hacia el puerto. Pero le
venceremos. Creo que irá a Iribos sin compañía,
deseoso de ocultar el tesoro por completo. Induda-
blemente es fuerte y terrible. pero sus demonios
pertenecen a una especie que no puede cruzar el
agua, estando completamente ligados a la tierra. Los
ha dejado detrás con la mitad de su magia. No temas
el resultado de este viaje.
Los muelles estaban tranquilos y casi desiertos,
excepto unos cuantos marineros dormidos que habían
sucumbido al rancio vino y aguardiente de las taber-
nas. Bajo la luna menguante, que se cunaba y
afilaba en una fina cimitarra, desamarramos el bote y
nos alejamos, manejando el Maestro el timón, mien-
tras yo me inclinaba sobre los remos de pala ancha.
De esta forma. pasamos por el enmarañado laberinto
de naves de lejanos países, de jabeques y galeras, de
barcazas de río, lanchones y faluchos que se
apiñaban en aquel puerto inmemorial. El perezoso
aire, que apenas agitaba nuestra alta vela latina,
estaba cargado de aromas marinos, con el olor de los
botes de pesca cargados y las especias de los mercan-
tes exóticos. Nadie nos saludó; sólo oíamos la llamada
de los vigilantes sobre las sornbrías .ubicrtas, anun-
ciando las horas en lenguas extrañas.

Nuestro bote, aunque pequeño y abierto, estaba
construido sólidamente de maderas orientales. Con
una aguda proa y una profunda quilla, dotado de
altos antepechos, había demostrado ser marinero
incluso en tempestades que no eran de esperar en
aquella estación.

Al salir del puerto, un viento refrescó a nuestra
espalda soplando sobre Mirouane, desde campos,
huertos y reinos desiertos. Arreció, hasta que la vela
se hinchó como el ala de un dragón. Los surcos de
espuma se curvaban altos a los lados de nuestra
aguda proa, mientras seguíamos a Capricornio hacia
el oeste.

A lo lejos, sobre las aguas delante nuestro, algo
parecía moverse en la vaga claridad lunar, danzando
y agitándose como un fantasma. Quizá fuese el bote
de Sarcand... o de algún otro. Sin duda el Maestro
también lo vio, pero únicamente dijo:

--Ahora puedes dormir.

Así yo, Manthar, el aprendiz, me preparé a dor-
mir, mientras Mior Lumivix atendía el timón, y los
estrellados cuernos y cascos de la Cabra se hundían
en el mar.

Cuando desperté, el sol brillaba alto sobre la popa.
El viento continuaba soplando, fuerte y favorable,
empujándonos hacia el oeste con una velocidad que
no disminuía. Habíamos perdido de vista la línea de
la costa de Zothique. En el cielo no se veía una nube,
ni en el mar una vela, y se extendía ante nosotros
como un vasto pergamino de azul oscuro, adornado
únicamente por las crestas de espuma que se forma-
ban y desaparecían para reaparecer en otro lugar.

El día pasó, extendiéndose más allá del horizonte
que continuaba vacío, y la noche cayó sobre nosotros
como la vela color púrpura de algún dios que nos
ocultase el cielo, sembrado con los signos y los
planetas. La noche también pasó y llegó una segunda
aurora.

Durante todo este tiempo, el Maestro había dirigi-
do el bote sin dormir, con ojos que escudriñaban
implacablemente el oeste como los de un halcón
marinero; yo estaba muy maravillado ante esta resis-
tencia. Ahora durmió un rato, sentado muy erguido
al timón. Pero sus ojos continuaban vigilando por
debajo de sus párpados y su mano todavía mantenía
derecha la barra sin aflojarse.

Después de unas cuantas horas, el Maestro abrió
los ojos, pero apenas se movió de la postura que
había mantenido durante todo el tiempo.

Había hablado poco durante nuestro viaje. Yo no
le pregunté, sabiendo que, a su debido tiempo, me
diría lo que fuese necesario. Pero estaba lleno de
curiosidad y no sin miedo y dudas en lo referente a
Sarcand, cuyas rumoreadas hechicerías podían ate-
rrorizar no sólo a un simple aprendiz. No podía
adivinar ninguno de los pensamientos del Maestro,
excepto que se referían a asuntos oscuros y secretos.
98 Zothique

Habiendo dormido por tercera vez desde nuestro
embarque, me despertó la voz del Maestro. En la
penumbra de la tercera aurora, una isla se elevaba
ante nosotros, cerrando el mar durante varias leguas
al norte y al sur, y amenazadora con desgarrados y
salientes acantilados. Tenía una forma vagamente
parecida a la de un monstruo que mirase al norte. Su
cabeza era un promontorio de altas cimas que
sumergía en el océano un gran pico parecido al de un
buitre.

--Esto es Iribos--me dijo el Maestro--. El mar a
su alrededor es fuerte, con extrañas corrientes y
peligrosas mareas. En este lado no hay ningún lugar
donde podamos desembarcar y no debemos acercar-
nos demasiado. Tenemos que rodear la punta norte.
Entre los acantilados occidentales hay una pequeña
cala, a la que únicamente se entra por una caverna
abierta al mar. Allí está el tesoro.

Nos dirigimos hacia el norte, lentamente y con
dificultad a causa del viento contrario, a una distan-
cia de tres o cuatro tiros de arco de la isla. Se necesitó
de todos nuestros conocimientos de navegación para
avanzar, porque el viento arreciaba salvajemente,
como si estuviera formado por el aliento de un
demonio. Sobre su ulular oíamos el clamor del oleaje
sobre aquellas rocas monstruosas que se elevaban
desnudas y tétricas de la espuma.

--La isla está deshabitada--dijo Mior Lumivix--.
Los marineros la evitan y también las aves marinas.
Los hombres dicen que los dioses del mar lanzaron
hace tiempo una maldición sobre ella, prohibiéndola
para todos excepto para las criaturas de las profundi-
dades submarinas. Sus calas y cavernas son frecuen-
tadas por los cangrejos y los pulpos... y quizá por
cosas más extrañas.

Navegábamos en un tedioso curso serpenteante,
empujados hacia atrás algunas veces y otras arrastra-
El umo de los cangrejos 99

dos peligrosamente cerca de la costa por los cambian-
tes remolinos que se nos cruzaban como demonios. El
sol trepaba por el oriente, brillando con fuerza sobre
la desolación de acantilados y escarpaduras que era
Iribos. Virábamos y virábamos y me pareció sentir el
principio de una extraña intranquilidad en el Maes-
tro. Pero si esto era así, no daba ninguna muestra.

Cuando, al fin, rodeamos el largo pico del promon-
torio septentrional, era casi mediodía. Allí, cuando
viramos al sur, el viento se convirtió en una extrañí-
sima calma y el mar se calmó milagrosamente como si
un brujo hubiese echado aceite sobre él. Nuestra vela
colgaba, lacia e inútil, sobre aguas como espejos en
las que parecía que la imagen del bote y nuestra,
reflejadas, podrían flotar por siempre entre el cons-
tante reflejo de la isla en forma de monstruo.
Comenzamos a manejar los remos, pero incluso así el
bote se arrastraba con una singular lentitud.

Miré fijamente la isla mientras la bordeábamos,
observando varias ensenadas, donde, por todas las
apariencias, una nave podría haber desembarcado
fácilmente.

--Hay mucho peligro por aquí--dijo Mior Lumi-
vix, sin explicar esta afirmación.

Al continuar, los acantilados volvieron a ser una
muralla, rota únicamente por arrecifes y grietas. En
algunos lugares estaban coronados por una vegeta-
ción escasa y de un color fúnebre que apenas servía
para suavizar su formidable aspecto. En alto sobre las
hendidas rocas, donde parecía que ninguna corriente
o tempestad naturales pudiera haberlos lanzado,
observé los esparcidos maderos y mástiles de antiguas
naves.

--Rememos más cerca --apremió el Maestro--.
Nos estamos acercando a la cueva que conduce a la
ensenada escondida.

Al virar hacia tierra entre la cristalina calma, hubo
un repentino hervor y agitación a nuestro alrededor,
como si algún monstruo se hubiese levantado debajo
nuestro. El bote salió disparado a gran velocidad
haeia los acantilados, el mar a nuestro alrededor
espumeaba y formaba una eorriente como si algún
kraken nos estuviese arrastrando a su cavernosa
guarida. Arrastrados como una hoja en una catarata,
nos opusimos en vano con nuestros remos a la
ineluctable corriente.

Viéndose más altos por momentos, los acantilados
parecieron esconder el cielo sobre nosotros, inexpug-
nables, sin salientes ni lugares donde apoyar el pie.
Entonces, en la enhiesta muralla, apareció el ancho y
bajo arco de la boca de una cueva que no habíamos
distinguido hasta aquel momento, y hacia allí era
arrastrado el bote con una rapidez terr~ fica.

--¡Es la entrada!--gritó el Maestro--. Pero algún
mago la ha inundado.

Retiramos nuestros inútiles remos y nos acurruca-
mos bajo los bancos al acercarnos a la hendidura;
parecía que lo bajo del arco no permitiría el paso de
nuestra alta proa. No hubo tiempo para bajar el
mástil, que se rompió instantáneamente como una
caña cuando, sin detenernos, fuimos lanzados en una
ciega y torrencial oscuridad.

Medio atontado y luchando para librarme de la
vela y el mástil caídos, percibí la frialdad del agua
cayendo sobre mí y supe que el bote se llenaba de
agua y se hundía. Un momento más y el agua me
entró por los oídos, los ojos y la nariz, pero mientras
me hundía y me ahogaba percibía todavía un movi-
miento hacia delante. Después advertí vagamente
unos brazos que me rodeaban en la asfixiante oscuri-
dad, y de golpe salí, tosiendo y jadeando, a la luz del
sol .

Cuando hube librado mis pulmones del salitre y
reganado mis sentidos más completamente, vi que
Mior Lumivix y yo flotábamos en una pequeña cala,
en forma de media luna, y rodeada por acantilados y
pináculos de roca de color sombrío. Cerca, en una
pared cortada a pico, estaba la boca interior de la
caverna por la que nos había llevado la misteriosa
corriente, unas ligeras arrugas se extendían a su
alrededor y se deshacían sobre el agua que estaba en
calma y verde como un mosaico de jade. En el lado
opuesto del puerto, justo enfrente, se veía la larga
curva de una plataforma arenosa bordeada de rocas y
maderos. Un bote parecido al nuestro, con un mástil
desarbolado y una vela enrollada del color de la
sangre fresca, estaba varado sobre la playa. Cerca y
sobre un banco arenoso sobresalía del agua el roto
mástil de otro bote, cuya hundida silueta distingui-
mos confusamente. Dos objetos que tomamos por
figuras humanas yacían mitad dentro y mitad fuera
del agua, un poco más lejos en la orilla. A aquella
distancia difícilmente podíamos ver si eran hombres
vivos o cadáveres. Sus contornos estaban medio
escondidos, por lo que parecía ser una curiosa especie
de tejido amarillo pardo, que se extendía también
sobre las rocas y parecía moverse y cambiar y agitarse
incesantemente .

--Aquí hay algún misterio--dijo Mior Lumivix en
voz baja--. Debemos proceder con cuidado y cir-
cunspección .

Nadamos hasta la costa en el extremo más próximo
de la playa, donde se estrechaba como la punta de un
creciente lunar y se unía a la muralla. Sacando su
arthame de la vaina, el Maestro la secó con el borde
de su túnica, diciéndome a mí que hiciese lo mismo
con mi propia arma para que el salitre no la atacara.
Después, escondiendo las armas mágicas bajo nues-
tras vestiduras, seguimos la playa hacia el bote
varado y las dos figuras tumbadas.

--Este es sin duda el sitio señalado en el mapa de
Zothique

Omvor--observó el Maestro--. El bote con la vela
color dç sangre pertenece a Sarcand. Sin duda ha
encontrado la caverna que está oculta en algún lugar
entre las rocas. Pero ¿quiénes son estos otros? No
creo que hayan venido con Sarcand.

Cuando nos acercamos a las figuras, la apariencia
de un paño pardo amarillento que les había cubierto
se reveló en su verdadera naturaleza. Se trataba de un
gran número de cangrejos que trepaban sobre sus
cuerpos medio sumergidos e iban y volvían a un
montón de rocas inmensas.

Nos acercamos y nos detuvimos cerca de los
cuerpos, de los cuales los cangrejos desgarraban
velozmente trozos de carne ensangrentada. Uno de
los cuerpos yacía sobre el rostro, el otro miraba al sol
con rasgos medio comidos. Su piel, u lu que quedaba
de ella, era de un amarillo oscuro. Ambos vestían
calzones cortos púrpura y botas de marinero y no
llevaban encima ninguna otra cosa.

--¿Qué cosa infernal es ésta?--preguntó el Maes-
tro--. Estos hombres acaban de morir... y ya se los
comen los cangrejos. Estas criaturas siempre esperan
a que la descomposición los ablande. Y mira..., ni
siquiera devoran los trozos que han cogido, sino que
los llevan a otro lugar.

Esto era ciertamente verdad, porque ahora veía que
una constante procesión de cangrejos se alejaba de los
cuerpos, llevando cada uno un trozo de carne y
desapareciendo detrás de las rocas, mientras otra
procesión venía, o quizá volvía, con las pinzas
vacias .

--Creo--dijo Mior Lumivix--que el hombre con
el rostro vuelto hacia arriba es el marinero que vi
saliendo de la habitación de Sarcand, el ladrón que
robó el mapa a su dueño para Sarcand.

Presa del horror y del asco, yo había cogido un
fragmento de roca y lo iba a lanzar para aplastar a

El amo de los cangrejos 103

alguno de los cangrejos con su odiosa carga al alejarse
de los cadáveres.

--No--me detuvo el Maestro--, sigámosles.

Rodeando el gran montón de rocas, vimos que la
procesión entraba y salía de la boca de una caverna
que hasta entonces había permanecido oculta a la
vista.

Con las manos alrededor de las empuñaduras de
nuestras arthames nos dirigimos con cautela y pru-
dentemente hacia la caverna y nos detuvimos a una
corta distancia de la entrada. Sin embargo, desde
aquí nada era visible en su interior, excepto las
hileras de cangrejos arrastrándose.

--¡Entrad! --gritó una voz sonora que parecía
prolongar y repetir la palabra en ecos que se alejaban
lentamente, como la voz de un vampiro resonando en
alguna profunda cámara sepulcral.

La voz era la del hechicero Sarcand. El Maestro me
miró, con volúmenes de aviso en sus ojos entornados,
y entramos en la caverna.

El lugar tenía una alta cúpula y una extensión
indeterminada. La luz provenía de una gran hendi-
dura en la bóveda, a través de la cual, en aquella
hora, los rayos directos del sol se filtraban cayendo
con un resplandor dorado sobre el fondo de la
caverna y tiñendo de luz los grandes colmillos de las
estalactitas y estalagmitas en la oscuridad. A un lado
había un estanque de agua, alimentado por un fino
hilillo que provenía de una fuente que venía de algún
lugar en la oscuridad.

Sarcand reposaba, medio sentado, medio tumbado
con la espalda contra un cofre abierto de bronce
oscurecido por el tiempo y el resplandor de la
hendidura luminosa caía de lleno sobre él. Su gigan-
tesco cuerpo, negro como el ébano, de músculos
poderosos, aunque inclinado a la corpulencia, estaba
desnudo, excepto por un collar de rubíes del tamaño

del huevo de un chorlito cada uno, que pendía de su
garganta. Su sarong carmesí, curiosamente desgarra-
do, dejaba al descubierto sus piernas que yacían
extendidas entre el polvo de la caverna. La pierna
derecha estaba claramente rota en algún punto por
debajo de la rodilla, porque estaba toscamente ven-
dada con trozos de madera y bandas arrancadas del
sarong.

El manto de Sarcand, de seda color lázuli, estaba
extendido a su lado. Se hallaba repleto de gemas y
amuletos grabados, monedas de oro y vasos sagrados
incrustados con joyas, que brillaban y relucían entre
libros de pergamino y papiro. Un libro, con cubiertas
de metal negro, estaba abierto, como si lo hubiesen
usado recientemente, mostrando ilustraciones dibuja-
das con brillantes tintas antiguas.

Al lado del libro, al alcance de los dedos de
Sarcand, había un montón de pingajos crudos y
ensangrentados. Por el manto, sobre las monedas,
pergaminos y joyas, trepaban la hilera de cangrejos,
que venía cada uno con su trozo que añadía en el
montón para volver después y reunirse con la hilera de
los que se iban.

Me sentí inclinado a creer las historias referentes
a los progenitores de Sarcand. Indudablemente, pa-
recía que se parecía por completo a su madre, porque
su cabello y sus rasgos, así como su piel, eran los de
los caníbales negros de Naat, tal como yo los hahía
visto dibujados en los relatos de viajeros. Nos afron-
taba inexcrutablemente, con los brazos cruzados
sobre el pecho. Advertí una gran esmeralda que
brillaba oscuramente sobre el dedo índice de su mano
derecha.

--Sabía que me seguirías --dijo--, de la misma
forma que sabía que el ladrón y su amigo también lo
harían. Todos vosotros habéis pensado en matarme y
robar el tesoro. Es cierto que he sufrido una herida:
un fragmento de roca se desprendió y cayó del techo
de la caverna, rompiéndome la pierna cuando me
incliné a inspeccionar los tesoros del cofre abierto.
Debo permanecer aquí hasta que el hueso haya
curado. Mientras tanto, estoy bien armado..., y bien
servido y guardado.

--Vinimos a coger el tesoro--replicó Mior Lumi-
vix--. Había pensado matarte, pero sólo en un
combate leal, de hombre a hombre y de mago a
mago, sin nadie más que el neófito Manthar y las rocas
de Iribos como testigos.

--Ya, y tu neófito también va armado con una
arthame. Sin embargo, no importa. Me comeré tu
hígado, Mior Lumivix, y me haré más fuerte con el
poder y la magia que había en ti.

Aparentemente el Maestro no prestó atención a
esto.

--¿Qué locura has conjurado ahora? --preguntó
rápidamente, señalando los cangrejos que continua-
ban depositando sus trozos de carne sobre el repug-
nante montón.

Sarcand levantó la mano en cuyo dedo índice
relucía la inmensa esmeralda, engarzada, según vi-
mos en aquel momento, en un anillo que estaba
forjado en la forma de los tentáculos de un kraken
rodeando la gema de forma de globo.

--Entre el tesoro encontré este anillo--se enorgulle-
ció--. Estaba guardado en un cilindro de un metal
desconocido, junto con un pergamino que me informó
de los usos del anillo y de su poderosa magia. Es el
anillo-señal de Basatan, el dios del mar. El que mire
durante largo tiempo con fijeza a la esmeralda puede
contemplar escenas y sucesos distantes a voluntad. El
que lleva el anillo puede ejercer control sobre los
vientos y las corrientes del mar y sobre las criaturas
del mar, describiendo en el aire ciertas señales con su
dedo.
106 Zothique

Mientras Sarcand hablaba, daba la impresión de
que la verde piedra se abrillantaba, se oscurecía y se
hacía más profunda de una forma extraña, como si
fuese una ventana diminuta que contuviese todos los
misterios marinos y toda la inmensidad que yace
detrás. Extasiado y en trance, olvidé las circunstan-
cias de nuestra situación, porque la joya bloqueó mi
vista ocultando los negros dedos de Sarcand con un
remolino como de mareas y de agallas y tentáculos
sombríos allá abajo en la reluciente verdosidad.

--Cuidado, Manthar--me murmuró el Maestro en
el oído--. Nos enfrentamos a una magia terrible y
debemos conservar el mando sobre todas nuestras
facultades. Aparta los ojos de la esmeralda.

Obedecí el susurro que había oído confusamente.
La visión se agitó, desvaneciéndose rápidamente, y la
forma y los ras~os de Sarcand fueron visibles otra
vez. Sus labios se curvaban en una amplia y sardónica
mueca, enseñando S-IS fuertes dientes blancos, que
eran puntiagudos como los de un tiburón. Dejó caer
la gigantesca mano que portaba la señal de Basatan y
la metió en el cofre a sus espaldas, sacándola llena de
gemas de muchos colores, perlas, ópalos, zafiros,
diamantes, heliotropos tornasolados. La dejó caer en
sus dedos formando un río relampagueante y reanudó
su perorata:

--Llegué a Iribos muchas horas antes que vosotros.
Yo sabía que sólo podía entrarse sin riesgos en la
caverna con la marea baja y el mástil tumbado.

"Quizá hayáis ya deducido todo lo que os podría
decir. En cualquier caso, el conocimiento de ello
morirá con vosotros muy pronto.

"Después de aprender los usos del anillo, pude
contemplar los mares alrededor de Iribos en la joya.
Aquí tumbado, con mi pierna rota, vi la llegada del
ladrón y su amigo. Llamé a la corriente marina que
hizo que su bote fuese arrastrado a la inundada
El amo de los cangrejos 107

caverna, hundiéndose rápidamente. Hubiesen podido
nadar hasta la playa, pero, bajos mis órdenes, los
cangrejos de la ensenada los arrastraron al fondo y los
ahogaron, dejando que la marea llevase después sus
cuerpos a la playa... ¡Ese maldito ladrón! Le había
pagado bien el mapa robado, que era demasiado
ignorante para leer, sospechando solamente que se
refería a una cueva del tesoro...

"Más tarde os atrapé a vosotros en la misma forma,
después de retrasaros por un rato con vientos contra-
rios y una calma adversa. Sin embargo, os he
reservado otro destino en lugar de ahogaros.

La voz del hechicero se hundió entre profundos
ecos, dejando un silencio fraguado con un suspense
insufrible. Me parecía estar en el vértice de unos
torbellinos desconocidos, en un lugar de horrible
oscuridad, iluminado únicamente por los ojos de
Sarcand y el talismán de la joya del anillo.

El encanto que había caído sobre mí fue roto por
los poderosos e irónicos tonos del Maestro.

--Sarcand, hay otra brujería que no has mencio-
nado.

La risa de Sarcand fue como el sonido de una ola al
romper .

--Yo sigo la costumbre del pueblo de mi madre y
los cangrejos me sirven con lo que pido, llamados y
obligados por el anillo del dios del mar.

Diciendo esto, levantó la mano y describió un signo
peculiar con el dedo índice, sobre el que el anillo
brillaba como un planeta en órbita. Por un momento,
la doble columna de cangrejos suspendió su movi-
miento. Después, moviéndose como por un solo
impulso, comenzaron a arrastrarse hacia nosotros,
mientras otros aparecían por la boca de la cueva y de
sus recodos internos, aumentando su número rápi-
damente. Se lanzaron sobre nosotros a una velocidad
increíble, asaltando nuestros tobillos y canillas con
108 Zothique

sus pinzas, tan agudas como cuchillos, como si
estuviesen animados por demonios. Me incliné, gol-
peándoles con mi arthame, pero los pocos que aplasté
de esta forma fueron reemplazados por decenas,
mientras otros, alcanzando el borde de mi manto,
comenzaron a trepar por detrás y a abrumarme con
su peso. Ante este asedio, perdí pie sobre el resbala-
dizo suelo y caí de espaldas entre la bulliciosa
multitud.

Allí tumbado, mientras los cangrejos se lanzaban
sobre mí como una ola crujiente, vi al Maestro
desgarrar su pesado manto y tirarlo a un lado.
Después, mientras el ejército convocado por el hechi-
zo le asediaba, trepando unos sobre las espaldas de los
otros y cubriendo sus rodillas y muslos, lanzó su
arthame con un extraño movimiento circular contra el
brazo, que Sarcand tenía en alto. La hoja voló
directamente, dando vueltas como un disco de luz, y
la mano del hechicero negro fue limpiamente cortada
por la muñeca y el anillo relampagueó sobre su dedo
índice como una estrella al caer al suelo.

La sangre saltó de la muñeca sin mano como de
una fuente, mientras Sarcand, lleno de estupor y
sentado, mantenía por un breve instante el gesto de
su conjuro. Después el brazo cayó a un lado y la
sangre corrió sobre el manto, extendiéndose veloz-
mente sobre las piedras preciosas, las monedas y los
libros, manchando el montón de trozos de carne
depositados por los cangrejos. Como si el movimiento
del brazo hubiese sido otra señal, los cangrejos se
apartaron de mí y del Maestro y se lanzaron como
una marea larga e innumerable contra Sarcand.
Cubrieron sus piernas, treparon por su enorme torso,
se peleaban por un lugar sobre sus hombros. El los
apartaba con la otra mano, rugiendo terribles maldi-
ciones e imprecaciones que rodaban por la caverna en
infinitos ecos. Pero los cangrejos le asaltaban como si

El amo de los cangrejos

109

estuviesen empujados por un frenesí demoniaco y la
sangre salía más y más copiosamente de las pequeñas
heridas que habían hecho, coloreando sus pinzas y
marcando sus caparazones con crecientes riachuelos
carmesí.

Pareció que pasaron largas horas mientras el
Maestro y yo permanecimos mirando. Al fin, la cosa
yacente que había sido Sarcand cesó de moverse y
agitarse bajo el sudario viviente que lo había engulli-
do. Unicamente la pierna vendada y la mano cortada
con el anillo de Basaran permaneció intocado por los
horribles y ocupados cangrejos.

--¡Vaya! --exclamó el Maestro--. Cuando vino
aquí dejó sus demonios detrás, pero encontró otros...
Ya es hora de que salgamos a dar un paseo por el sol.
Manthar, mi buen y bobalicón aprendiz, me gustaría
que hicieses un fuego de leña en la playa. No seas
tacaño al recoger el combustible, para hacer un lecho
de brasas profundo, caliente y tan rojo como el
corazón del infierno donde asarnos una docena de
cangrejos. Pero ten cuidado en escoger los que hayan
venido recientemente del mar.
LA MUERTE DE ILALOTHA

"¡Negro señor del miedo y del terror, due~o de toda

Por ti, dijo tu profeta. [ confusión!
nuevo poder es dado a los magos después de la muerte,

y las brujas, pudriéndose. exhalan un aliento prohibido,
y tejen encantos salvajes e ilusiones tales,

como nadie, excepto las lamias, pueden utilizar.
Y por tu gracia los cuerpos corrompidos pierden
su horror y se encienden amores nefandos

en cámaras fétidas, largo tiempo oscurecidas.
Y los vampiros te dedican sus sacrificios

vomitando sangre, como si enormes urnas hubieran
su brillante tesoro bermellón | derramado
sobre nuevos y antiguos sepulcros."

Letanía a Thasaidón de Ludar.

Según la costumbre en el antiguo Tasuun, las
exequias de Ilalotha, dama de honor de la reina viuda
Xantlicha, habían sido ocasión de abundante jolgorio
y prolongada fiesta. Durante tres días había yacido
vestida con atavíos de gala en medio del gran salón de
banquetes del palacio real de Miraab, en un ataúd
formado por sedas orientales de diversos colores y
bajo un dosel de tonos rosados que bien podría haber
coronado algún lecho nupcial. A su alrededor, desde
la penumbra del amanecer hasta el ocaso, desde el
frío atardecer hasta la tórrida y resplandeciente
aurora, la febril marea de las orgías fúnebres había
crecido y aumentado sin descanso. Nobles, oficiales
de la corte, guardianes, escuderos, astrólogos, eunu-
11 2 Zothique

cos y todas las damas nobles, camareras y esclavas de
Xantlicha habían tomado parte de aquel pródigo
libertinaje que se pensaba era lo que honraba más
apropiadamente a la difunta. Se cantaron locas can-
ciones y dísticos obscenos y las bailarinas giraron con
un frenesí vertiginoso al lascivo sollozo de flautas
incansables. Vinos y licores eran derramados torren-
cialmente de monstruosas ánforas, las mesas humea-
ban con las gigantescas bolas de carnes picantes,
constantemente repuestas. Los bebedores ofrecieron
libaciones a Ilalotha hasta que las telas de su ataúd
estuvieron manchadas de tonos oscuros por los líqui-
dos derramados. Por todas partes a su alrededor,
yacían aquellos que se habían rendido a la licencia
del amor o a la fuerza de sus intoxicaciones, en
actitudes desordenadas o del mayor abandono. Con
los ojos medio cerrados y los labios ligeramente
separados, en la rosada sombra que arrojaba el
catafalco la muchacha no tenía aspecto de estar
muerta, sino que parecía una emperatriz dormida
que gobernaba imparcialmente sobre los vivos y los
muertos. Esta apariencia, junto con un extraño
aumento de su natural belleza, fue algo que muchos
observaron y algunos dijeron que parecía esperar el
beso de un amante, más que los besos del gusano.

La tercera noche, cuando las lámparas broncíneas
de muchos brazos estaban encendidas y los rituales se
acercaban a su fin, volvió a la corte el señor de
Thulos, amante oficial de la reina Xantlicha, que
había partido una semana antes a visitar su dominio
en la frontera occidental y no conocía la muerte de
Ilalotha. Sin saber nada, entró en el salón en el
momento en que la orgía comenzaba a flaquear y los
asistentes, por el suelo, comenzaban a sobrepasar en
número a aquellos que todavía se movían, bebían y
hacían fiesta.

Observó con poca sorpresa el desordenado salón,

La muerte de Ilalotha 113

puesto que escenas semejantes le eran familiares
desde los tiempos de su infancia. Después, acercán-
dose al ataúd, reconoció a su ocupante con no poco
asombro. Entre las numerosas damas de Miraab que
habían atraído sus libertinos afectos, Ilalotha le había
retenido durante más tiempo que la mayoría y se
decía que había llorado más apasionadamente su
abandono que ninguna otra. Hacía un mes que había
sido sucedida por Xantlicha, que había mostrado
favor a Thulos en forma nada ambigua, y éste, quizá,
la había abandonado con cierto pesar, porque el
puesto de amante de la reina, aunque lleno de
ventajas y no del todo desagradable, era algo preca-
rio. Se creía generalmente que Xantlicha se había
desembarazado del fallecido rey Archain por medio
de una dosis de veneno descubierta en una tumba que
debía su peculiar sutileza y violencia a la ciencia de
antiguos hechiceros. Después de esto había tomado
muchos amantes, y aquellos que no llegaban a
complacerla habían tenido invariablemente un final
no menos violento que el de Archain. Era exigente y
exorbitante, exigiendo una fidelidad estricta que a
Thulos le resultaba algo irritante; éste, alegando
asuntos urgentes en sus remotos dominios, se había
alegrado bastante de estar una semana alejado de la
corte.

Ahora, de pie al lado de la mujer muerta, Thulos
olvidó a la reina y rememoró ciertas noches veranie-
gas, engalanadas por la fragancia del jazmín y la
belleza de Ilalotha, tan blanca como aquella flor.
Todavía le resultaba más difícil que a los demás

'j tomarla por muerta. porque su aspecto actual no se
diferenciaba en nada del que había asumido a
menudo durante su antigua relación. Para complacer
sus caprichos, ella había fingido algunas veces la
inercia y tranquilidad de la muerte, y en tales
momentos la había amado con un ardor no atenuado

L
i~
por la vehemencia felina con la que, otras veces, ella
estaba dispuesta a devolver o invitar sus caricias.

Momento a momento, como si fuese la obra de
alguna poderosa magia, cayó sobre él una curiosa
alucinación y le pareció que de nuevo era el amante
de aquellas noches perdidas y que había entrado en
aquel pabellón de los jardines del palacio donde
Ilalotha le esperaba sobre un lecho sembrado de
pétalos, yaciendo con el pecho inmóvil, como sus
manos y su rostro. Ya no vio más el abarrotado salón;
las luces llameantes, los rostros, enroiecidos por el
vino, se habían convertido en parterre de flores
perezosamente inclinadas, iluminados por la luna, y
las voces de los cortesanos no eran más que el débil
suspiro del viento entre los cipreses y el jazmín. Los
tibios y afrodisiacos perfumes de la noche de junio le
rodearon, y otra vez, como antes, le pareció que
salían de la persona de Ilalothano menos que de las
mismas flores. Presa de un intenso deseo, se inclinó y
sintió cómo su frío brazo se estremecía involuntaria-
mente bajo su beso.

Entonces, con la estupefacción de un sonámbulo
despertado rudamente, oyó una voz que silbaba en su
oído con un dulce veneno.

--¿Te has olvidado de ti mismo, mi señor Thulos?
En realidad, poco me maravilla, porque muchos de
mis cortesanos la consideran más hermosa muerta
que viva.

Y apartándose de Ilalotha, mientras el extraño
encanto desaparecía de sus sentidos, encontró a Xant-
licha a su lado. Sus trajes estaban en desorden, su
cabello caído y desgreñado y se tambaleaba ligera-
mente, agarrándose a su hombro con dedos de
puntiagudas uñas. Sus labios llenos, rojos como las
amapolas, se curvaban con la furia de una arpía, y en
sus ojos amarillos de largas pestanas brillaban los
celos de un gato enamorado.

Thulos, sobrecogido por una extraña confusión,
sólo recordaba parcialmente el encanto al que había
sucumbido y no estaba seguro de haber besado
realmente a Ilalotha y de haber sentido su carne
temblar bajo su boca. En verdad, pensó, esto no
puede haber sucedido, había sido presa de un sueño
estando despierto. Pero le preocupaban las palabras
de Xantlicha y su ira y las furtivas risas de los
borrachos y los murmullos obscenos que oyó entre la
gente que estaba en el salón.

--Ten cuidado, Thulos--murmuró la reina, mien-
tras su extraña ira parecía desaparecer--. Se dice que
era una bruja.

--¿Cómo murió?--preguntó Thulos.

--Se rumorea que fue la fiebre del amor quien la
mató.

--Entonces seguramente no era una bruja --dijo
Thulos con una ligereza que estaba lejos de sus
pensamientos y de sus sentimientos--, porque una
verdadera magia hubiese encontrado la solución.

--Fue de amor por ti--dijo Xantlicha oscuramen-
te--; y, como todas las mujeres sabemos, tu corazón
es más negro y más duro que el diamante negro.
Ninguna magia, por poderosa que sea, puede preva-
lecer ahí.

Mientras hablaba, su humor pareció ablandarse
repentinamente, y continuó:

--Tu ausencia ha sido muy larga, mi señor. Ven a
verme a medianoche, te esperaré;en el pabellón del
sur.

Después, mirándole de forma bochornosa por un
instante bajo los entornados párpados, y pellizcando
su brazo de forma que sus uñas atravesaron tela y piel
como las uñas de un gato, dejó a Thulos para
dirigirse a saludar a ciertos eunucos del harén.

Thulos, cuando la atención de la reina le dejó, se
aven~uró a mirar de nuevo a llalotha, sopesando,
mientras tanto, las curiosas observaciones de Xantli-
cha. Sabía que Ilalotha, como muchas de las damas
de la corte, había sido aficionada a hechizos y filtros,
pero su brujería nunca le interesó, puesto que no
sentía interés en otros encantos o hechizos que
aquellos con los que la naturaleza ha dotado el
cuerpo de la mujer. Y le era completamente imposi-
ble creer que Ilalotha había muerto de una fatal
pasión, puesto que, en su experiencia, las pasiones no
eran nunca fatales.

Mientras la contemplaba con emociones confusas,
fue asaltado de nuevo por la sensación de que no
estaba muerta en absoluto. No se repitió aquella
extraña y medio recordada alucinación sobre otro
tiempo y otro lugar, pero le pareció que ella se había
movido de su primitiva posición sobre el catafalco
manchado por el vino, volviendo su rostro ligeramen-
te hacia él, como una mujer se vuelve hacia un
amante esperado, y que el brazo que había besado
--fuese en sueños o en realidad--se había separado
un poco de su costado.

Thulos se inclinó más cerca, fascinado por el
misterio y empujado por una atracción más extraña
que no podría haber.nombrado. Seguramente, otra
vez se había equivocado. Pero mientras sus dudas
aumentaban, le pareció que el pecho de Ilalotha se
estremecía con una débil respiración, y oyó un
susurro casi inaudible, pero sobrecogedor: "Ven a
verme a medianoche. Te esperaré... en la tumba".

En aquel instante aparecieron al lado del catafalco
varias personas vestidas con el sobrio y raído atavío
de los sepultureros, que habían entrado silenciosa-
mente en el salón, sin ser advertidos por Thulos o por
los demás de la compañía. Entre ellos transportaban
un sarcófago de finas paredes y de bronce, soldado y
bruñido recientemente. Su oficio era retirar a la
mujer muerta y llevarla a las cámaras sepulcrales de
su familia, que estaban situadas en la antigua necró-
polis, al norte de los jardines del palacio.

Thulos hubiese querido gritar para impedirles su
propósito, pero su lengua no salió de su boca ni pudo
mover ninguno de sus miembros. Sin saber si estaba
dormido o despierto, vio cómo la gente del cementerio
colocaba a Ilalotha en el sarcófago y se la llevaba del
salón con rapidez, sin que nadie les siguiera, pues los
soñolientos juerguistas ni siquiera les habían adverti-
do. Sólo cuando el sombrío cortejo hubo partido fue
él capaz de moverse de su posición, junto al catafalco
vacío. Sus pensamientos eran perezosos y llenos de
oscuridad e indecisión. Presa de una inmensa fatiga,
que no era extraña después de viajar durante todo el
día, se retiró a sus aposentos y cayó instantáneamente
en un sopor tan profundo como la muerte.

Liberándose gradualmente de las ramas de los
cipreses, que parecían los largos y extendidos dedos
de una bruja, una luna descolorida y malformada
brillaba horizontalmente sobre la ventana del este
cuando Thulos se despertó. Por esta señal, supo que
era cerca de la medianoche y recordó la cita que tenía
con la reina Xantlicha; una cita que sería difícil de
romper sin incurrir en el mortal enojo de la reina.
También, y con singular claridad, recordó la otra
cita... a la misma hora, pero en un lugar diferente.
Aquellos incidentes y las impresiones del funeral de
Ilalotha que, en su momento, le habían parecido tan
dudosos y propios de un sueño, volvieron a él con una
profunda sensación de realidad, como si estuviesen
grabados en su mente por alguna poderosa química
del sueño... o por la fuerza de algún encanto hechice-
ro. Le pareció que, indudablemente, Ilalotha se había
agitado en su ataúd y le había hablado, que los
sepultureros se la habían llevado a la tumba con vida.
Quizá su supuesto óbito había sido solamente una
especie de catalepsia, o quizá ella habría fingido
deliberadamente su muerte en un último esfuerzo
para reavivar su pasión. Estos pensamientos desper-
taron en su interior una avasalladora fiebre de
curiosidad y deseo, y vio ante él su belleza pálida,
inerta y lujuriosa, al igual que si se la presentase un
encantamiento.

Terriblemente preocupado, bajó las oscuras escale-
ras y atravesó los corredores hasta llegar al laberinto
de los jardines, iluminado por la luz de la luna.
Maldijo la inoportuna exigencia de Xantlicha. Se dijo
a sí mimo que, sin embargo, era más que probable
que la reina, bebiendo continuamente los licores de
Tasuun, hubiese alcanzado hacía largo tiempo una
condición en la que ni acudiría rli recuFdaría la cita.
Este pensamiento le dio seguridad; pronto llegó a ser
una realidad en su mente, que estaba arrobada de
una forma extraña, y en lugar de apresurarse hacia el
pabellón sur deambuló vagamente entre el pálido y
sombrío follaje.

Cada vez le parecía más improbable que nadie,
excepto él mismo, estuviese fuera, porque las largas y
poco iluminadas alas del palacio se extendían en un
vacío sopor y en los jardines sólo había sombras
muertas y estanques de tranquila fragancia donde los
vientos iban a ahogarse. Y por encima de todo, como
una pálida y monstruosa amapola, la luna destilaba
una somnolencia blanca como la muerte.

Thulos, sin acordarse ya de su cita con Xantlicha,
cedió sin más a la urgencia que le impulsaba hacia
otra meta. En verdad, era sólo obligado que visitase
las tumbas y se enterase de si se había equivocado o
no en su creencia con respecto a Ilalotha. Quizá, si él
no acudía, ella se ahogaría en el sarcófago cerrado y
su fingida muerte se convertiría rápidamente en
realidad. De nuevo, como si pronunciadas delante de
él y la luz de la luna, oyó las palabras que ella había
susurrado, o parecido pronunciar, desde el ataúd:
"Ven a verme a medianoche. Te esperaré en la
tumba".

Con los rápidos pasos y pulsaciones de alguien que
se dirige hacia el tibio lecho, dulce como los pétalos,
de una amante dorada, salió del recinto del palacio
por un portillo septentrional que no tenía vigilancia y
cruzó el prado, lleno de arbustos, entre los jardines
reales y el antiguo cementerio. Sin sentir ni el frío ni
el desmayo, entró en aquellos portales de la muerte,
siempre abiertos, donde monstruos de cabeza de
vampiro en mármol negro, que miraban con ojos
horriblemente hundidos, mantenían sus posturas se-
pulcrales delante de los ruinosos pilones.

La misma tranquilidad de las tumbas, de baja
altura, el rigor y palidez de los fustes, las espesas
sombras de la plantación de cipreses, la inviolabilidad
de la muerte que reviste todas las cosas, sirvió para
acrecentar la singular excitación que había incendia-
do la sangre de Thulos. Era como si hubiera bebido
un filtro, condimentado con polvo de momia. Todo a
su alrededor, el mortuario silencio le parecía arder y
temblar con mil recuerdos de Ilalotha, junto con
aquellas expectaciones a las que todavía no había
dado imagen formal...

Una vez, con Ilalotha, había visitado la tumba
subterránea de sus antepasados, y recordando clara-
mente su situación llegó sin perderse a la entrada,
formada por un bajo arco que el cedro ennegrecía.
Espesas ortigas y fétidas fumitorias que crecían
abundantemente alrededor de la poco frecuentada
entrada estaban aplastadas por las pisadas de los que
habían entrado allí antes de Thulos, y la herrumbrosa
puerta de hierro se abrió pesadamente hacia dentro
sobre sus sueltos goznes. A sus pies yacía una
antorcha extinguida, abandonada, sin duda, por los
sepultureros al partir. Viéndola comprendió que no
había llevado con él ni una vela ni un fanal para la
exploración de las tumbas, y consideró aquella provi-
dencial antorcha como un buen augurio.

Llevando la antorcha encendida, comenzó su inves-
tigación. No prestó atención a los amontonados y
polvorientos sarcófagos de las primeras filas del
subterráneo, porque durante su última visita Ilalotha
le había enseñado un nicho en el extremo más interno
donde ella también, a su debido tiempo, hallaría
sepultura entre los miembros de aquel decadente
linaje. Extraña, insidiosamente, como el aliento de
algún jardín venenoso, el lánguido y exuberante olor
del jazmín vino a su encuentro por el enmohecido
aire, entre la entronada presencia de los muertos, y le
condujo hasta el sarcófago, que estaba abierto y
rodeado por otros herméticamente cerrados. Allí
contempló a Ilalotha, yaciendo con el alegre atavío de
su funeral, los ojos medio cerrados y los labios
semiabiertos y mostrando la misma extraña y radian-
te belleza, la misma voluptuosa palidez y tranquili-
dad que había seducido a Thulos con su encanto
mortal.

--Sabía que vendrías, oh Thulos --murmuró,
estremeciéndose un poco, como involuntariamente
bajo el creciente ardor de sus besos, que descendieron
rápidamente del cuello al pecho...

La antorcha, que había caído de la mano de
Thulos, se apagó entre el espeso polvo...

Xantlicha, retirándose pronto a su aposento, había
dormido mal. Quizá había bebido demasiado, o
demasiado poco, del oscuro y ardiente vino, o quizá
su sangre estuviese enfebrecida por el regreso de
Thulos, y su celos, a causa del ardiente beso que él
había depositado sobre el brazo de Ilalotha durante
las exequias, todavía le turbaban. Se sentía presa de
una gran inquietud y se levantó mucho antes de la
hora de su encuentro con Thulos, apoyándose en la
ventana de la cámara, buscando la frescura que sólo
el aire de la noche podía proporcionarle.

Sin embargo, el aire parecía caliente por el incen-
dio de unos hornos ocultos; su corazón parecía
aumentar de tamaño dentro de su pecho y ahogarle y
su intranquilidad y agitación eran aumentadas, más
que disminuidas, por el espectáculo de los jardines
arrullados por la luna. Habría corrido al encuentro
del pabellón, pero a pesar de su agitación le pareció
mejor hacer que Thulos esperase un poco. De esta
forma, apoyada en el antepecho de la ventana, pudo
verle cuando éste atravesaba los parterres y arbustos.
El apresuramiento y urgencia de sus pasos la sobre-
saltaron como algo poco normal y se maravilló ante
su dirección, que únicamente podía llevarla a lugares
muy apartados de la cita que ella había fijado.
Desapareció de su vista por la avenida bordeada de
cipreses, que llevaba a la puerta norte del jardín, y su
asombro se mezcló pronto con alarma y rabia al ver
que no regresaba.

Para Xantlicha era incomprensible que Thulos, o
cualquier hombre en su sano juicio, se hubiese
atrevido a olvidar la cita, y buscando una explicación,
supuso que se trataba probablemente de la obra de
alguna poderosa y siniestra hechicería. Tampoco fue
difícil para ella identificar a la hechicera, a la luz de
ciertos incidentes que había presenciado y de mucho
más que había sido rumoreado. La reina sabía que
Ilalotha había amado a Thulos hasta el frenesí y que
lamentó inconsolablemente su deserción. La gente
decía que había realizado, sin éxito, varios conjuros
para hacerle volver a ella y que, en vano, había
invocado y sacrificado a los demonios y fabricado
inútiles hechizos y conjuros de muerte contra Xantli-
cha. Había muerto, finalmente, de pura melancolía y
desesperación, o quizá se hubiese matado a sí misma
con algún desconocido veneno. Pero según la creencia
más extendida en Tasuun, cuando una bruja moría
de esta forma, con deseos insatisfechos y ambiciones
frustradas, podía convertirse en una lamia o en un
vampiro y conseguir de esta manera la consumación
de todas sus hechicerías...

La reina tembló al recordar tales cosas y al
recordar también la horrible y maligna transforma-
ción que se decía acompañaba la consecución de fines
semejantes, ya que los que utilizaban de esta manera
el poder del infierno debían tomar el verdadero
carácter y el aspecto real de los seres infernales.
Comprendió demasiado bien el destino de Thulos y el
peligro al que iba a exponerse si sus sospechas
resultasen ciertas. Y sabiendo que podía enfrentarse a
un peligro igual, Xantlicha decidió seguirle.

No hizo muchos preparativos, porque no había
tiempo que perder, pero sacó bajo los sedosos cojines
de su lecho una daga pequeña y de recta hoja que
guardaba siempre al alcance de la mano. La daga
había sido untada con un veneno que se suponía
eficaz contra los vivos y contra los muertos desde la
punta hasta la empuñadura. Apretándola en su mano
derecha y llevando, en la otra, un fanal que podría
necesitar más tarde, Xantlicha salió velozmente del
palacio .

Los últimos vapores del vino de la tarde se borraron
por completo de su cerebro y surgieron terrores vagos
y fantasmales, avisándole como si fuesen las voces de
los espíritus ancestrales. Pero firme en su determina-
ción, siguió el sendero tomado por Thulos, el sendero
que tomaron antes aquellos enterradores que habían
conducido a Ilalotha a su lugar de sepultura. Revolo-
teando de árbol en árbol, la luna le acompañaba
como un rostro agujereado por los gusanos. El suave
y rápido sonido de sus coturnos rompiendo el blanco
silencio parecía desgarrar la delgada telaraña que la
separaba de un mundo de abominaciones espectrales.
Y recordó más y más cosas sobre las leyendas que se
referían a seres semejantes a Ilalotha y su corazón se
encogió porque sabía que no encontraría una mujer
mortal, sino una cosa resucitada y animada por el
séptimo infierno. Pero entre el pavor de estos horro-
res, el pensamiento de Thulos en brazos de la la-
mia era como una marca al rojo que quemase su
pecho.

La necrópolis se abría ahora ante Xantlicha y el
sendero se adentraba por la cavernosa penumbra de
los árboles funerales de altas copas, como pasando
entre bocas sombrías y monstruosas que tuviesen por
colmillos los blancos monumentos. El aire se volvió
pesado y horrible, como si estuviese contaminado por
el aliento de las criptas abiertas. Aquí la reina fue más
despacio, porque parecía que unos demonios negros e
invisibles la rodeaban surgiendo del suelo de la
tumba, sobresaliendo más altos que fustes y troncos,
listos a atacarla si iba más lejos. Sin embargo, pronto
llegó a la oscura entrada que buscaba. Trémula-
mente, encendió el cabo de la linterna y, desga-
rrando la espesa oscuridad subterránea que se exten-
día ante ella con su rayo de luz, entró con terror y
repugnancia mal dominados en aquella horrible
morada de la muerte... y quizá de algo que había
vuelto de ella.

Sin embargo, mientras recorría las primeras revuel-
tas de la catacumba pareció que no iba a encontrar
nada más aborrecible que recipientes de carroña y
polvo amontonado por los siglos, nada más formida-
ble que la profusión de sarcófagos que bordeaban las
repisas de piedra profundamente excavadas, sarcófa-
gos que habían permanecido en su lugar y sin ser
molestados desde el tiempo de su colocación. Segu-

,~
ramente el sueño de todos los muertos y la nulidad de
la muerte eran inviolables aquí.

La reina casi dudaba de que Thulos la hubiese
precedido por allí hasta que, volviendo la luz hacia el
suelo, distinguió las huellas de sus escarpines, esbel-
tos y de largas puntas, sobre el espeso polvo entre las
huellas dejadas por los sepultureros toscamente cal-
zados. Y vio que las huellas de Thulos señalaban
únicamente en una dirección, mientras las de los
otros iban y volvían claramente.

Entonces, a una distancia indefinida entre las
sombras, Xantlicha oyó un sonido en el que se
mezclaba el débil gemido de una mujer presa del
amor con un rechinar como el de los chacales sobre la
carne. La sangre se heló en su corazón mientras
avanzaba paso a paso lentamente, asiendo ia daga
con una mano, que escondía a sus espaldas, y
sosteniendo con la otra la luz por delante. El sonido
se hizo más alto y más claro y le llegó un perfume
semejante al de las flores en una tibia noche de junio:
pero mientras continuaba avanzando, el perfume s~
mezclaba cada vez más con una pestilencia sofocante,
como no había conocido nunca, con un toque de olor
a sangre fresca.

Unos cuantos pasos más y Xantlicha se detuvo
como si la hubiese detenido el brazo de un demonio,
porque la luz de su farol había encontrado el rostro y
la parte superior del cuerpo de Thulos saliendo por el
extremo de un sarcófago, nuevo y recién bruñido, que
ocupaba un pequeño espacio entre otros, verdes por
el orín. Una de las manos de Thulos se agarraba
rígidamente al borde del sarcófago, mientras la otra
mano, moviéndose débilmente, parecía acariciar una
vaga forma que se inclinaba sobre él con brazos de la
blancura del jazmín, a la estrecha luz del fanal, y
negros dedos que se hundían en su pecho. Su cabeza
y su cuerpo parecían un caparazón vacío y su mano

colgaba sobre el borde de bronce, tan delgada como
la de un esqueleto. Todo su aspecto era exangue,
como si hubiese perdido más sangre de la que era
evidente en su garganta y rostro destrozados y en su
empapado atuendo y chorreante cabello.

La cosa que se inclinaba sobre Thulos emitía
incesantemente aquel sonido que era medio gemido y
medio gruñido. Y mientras Xantlicha quedaba petri-
ficada por el miedo y el horror, pareció escuchar un
indistinto murmullo, proveniente de los labios de
Thulos, que era más de éxtasis que de dolor. El
murmullo cesó y la cabeza colgó más flojamente que
antes, de forma que la reina le tomó por, finalmente,
muerto. Ante esto, reunió tal airado coraje que se
sintió capaz de dar un paso más y elevar la luz,
porque, incluso en su extremo pánico, se le ocurrió
que, por medio de la daga envenenada mágicamente,
quizá pudiera todavía acabar con la cosa que había
asesinado a Thulos.

Zigzagueando, la luz subió y subió, descubriendo,
pulgada a pulgada, la infamia que Thulos había
acariciado en la oscuridad... Subió hasta las barbillas
cubiertas de sangre y el colmilludo y entrecruzado
orificio que era mitad boca y mitad pico..., hasta que
Xantlicha supo por qué el cuerpo de Thulos era un
simple caparazón encogido... en lo que la reina vio no
quedaba de Ilalotha nada más que los blancos y
voluptuosos brazos y la vaga silueta de unos pechos
humanos que por momentos se disolvían y se conver-
tían en pechos que no lo eran, como arcilla moldeada
por un escultor demoniaco. Los brazos también
comenzaron a cambiar y a oscurecerse, y mientras lo
hacían, la moribunda mano de Thulos se agitó de
nuevo y se dirigió torpemente, en un movimiento
acariciante, hacia el horror. Y la cosa no pareció
prestarle atención, sino que retiró los dedos de su
pecho y tendió por encima suya unas extremidades
que se extendían enormemente, como para clavárse-
los a la reina o acariciarla con sus engarfiadas garras.

Fue entonces cuando Xantlicha dejó caer el fanal y
la daga y salió corriendo de la tumba, poseída por las
sacudidas y las agudas e interminables risas de una
locura incurable.

EL TEJEDO~ DE LA TUMBA

Las instrucciones de Famorgh, cincuenta y nueve
rey de Tasuun, estaban detalladas detenidamente y,
además, no podían ser desobedecidas sin incurrir en
penas que convertirían la muerte en una cosa agrada-
ble. Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, tres de los
más valientes servidores del rey, saliendo por la
mañana del palacio de Miraab, discutían con ligero
parecido a la jocosidad si, en su caso, la obediencia o
la desobediencia serían el mal más terrible.

El encargo que acababan de recibir de Famorgh
era tan extraño como desagradable. Tenían que
visitar Chaon Gacca, sede de los reyes de Tasuun en
tiempos inmemoriales, que se encontraba a más de
noventa millas al norte de Miraab y, descendiendo a
las cámaras sepulcrales bajo el ruinoso palacio,
tenían que encontrar y llevar a Miraab lo que quedase
de la momia del rey Tnepreez, fundador de la
dinastía a la que pertenecía Famorgh. Nadie había
entrado en Chaon Gacca durante siglos y la conserva-
ción de los muertos en sus catacumbas no era segura,
pero aunque solamente quedase el cráneo de Tne-
preez, el hueso de su dedo meñique, o el polvo de la
momia si ésta se había desintegrado, los guerreros
tenían que recogerlo cuidadosamente, guardándolo
como una reliquia sagrada.
--Esta es una misión para hienas más que de
guerreros --gruñó Yanur entre su barba negra en
forma de azada--. Por el dios Yululún, guardián de
las tumbas, que me parece mala cosa molestar a los
pacíficos muertos. Y, verdaderamente, no es bueno
que los hombres entren en Chaon Gacca, donde la
muerte ha erigido su capital y ha reunido a todos los
espíritus para que le rindan homenaje.

--El rey debiera haber enviado a sus embalsama-
dores--opinó Grotara.

Era el más joven y más grande de los tres,
llevándoles una cabeza completa a Yanur o a Thirlain
Ludoch y, como ellos, era un veterano de guerras
salvajes y peligros desesperados.

--Sí, dije que era una misión para hienas--insistió
Yanur--. Pero el rey sabía muy bien que ningún
mortal en todo Miraab, excepto nosotros, se atrevería
a entrar en las malditas tumbas de Chaon Gacca.
Hace dos siglos el rey Mandis, que deseaba recuperar
el espejo de oro de la reina Avaina para su concubina
favorita, envió a dos valientes para que descendiesen
a las tumbas, donde la momia de Avaina se sienta
majestuosa, en una tumba aparte, sosteniendo el
espejo en su mano reseca... Y los guerreros fueron a
Chaon Gacca..., pero no volvieron. Y el rey Mandis,
puesto sobre aviso por un adivino, no intentó por
segunda vez conseguir el espejo, sino que satisfizo a
su amante con otro regalo.

--Yanur, tus cuentos deleitarían a los que están
esperando el hacha del verdugo--dijo Thirlain Lu-
doch, el mayor del trío, cuya castaña barba había
adquirido el color del cáñamo debido a los soles del
desierto--. Pero a mí no me gustan. Es conocimiento
vulgar que las catacumbas están habitadas por cosas
peores que los cadáveres o los fantasmas. Hace largo
tiempo, unos extraños demonios vinieron del loco y
nefando desierto de Dloth, y he oído contar que los
reyes abandonaron Chaon Gacca a causa de ciertas
sombras que aparecían a mediodía en los salones del
palacio, sin ninguna forma visible que las proyectase,
y no se marchaban de allí, sin cambiar a pesar de los
cambios de iluminación y totalmente inmunes a los
exorcismos de los sacerdotes y de los hechiceros. Los
hombres dicen que la carne de todo el que se
atreviera a tocar esas sombras, o pisar sobre ellas,
se volvía negra y pútrida como lá carne de los
cadáveres de meses, todo en un solo segundo. A causa
de tales cosas, cuando una de las sombras llegó y se
colocó sobre su trono, la mano derecha del rey
Agmeni se pudrió hasta la muñeca y cayó al suelo
como el desecho de un leproso... Después de eso
nadie quiso vivir en Chaon Gacca.

--En verdad, yo he oído otras historias --dijo
Yanur--. El abandono de la ciudad fue debido
principalmente al fallo de los pozos y las cisternas, de
las que el agua había desaparecido después de un
terremoto que dejó el país sembrado de grietas tan
profundas como el infierno. El palacio de los reyes
fue hendido por una de estas grietas y el rey Agmeni
fue presa de una violenta locura cuando inhaló los
vapores infernales que salían de la hendidura. Nunca
volvió a estar completamente sano, en su vida poste-
rior, después del abandono de Chaon Gacca y la
construcción de Miraab.

--Esa es una historia que puede ser creída--dijo
Grotara--. Y seguramente hay que pensar que Fa-
morgh ha heredado la locura de su antepasado
Agmeni. Mi pensamiento es que la casa real de
Tasuum se pudre y se desliza a la ruina. Las
prostitutas y los hechiceros hormiguean en el palacio
de Famorg como los gusanos en la carroña, y ahora,
en esta princesa Lunalia de Xylac, a quien ha tomado
por esposa, ha encontrado una prostituta y una bruja
juntas. Nos ha enviado en esta misión por deseo de
130 Zothique

Lunalia, que necesita la momia de Tnepreez para sus
propios e impíos propósitos. Tnepreez, he oído, fue
un gran mago en sus tiempos y Lunalia se serviría de
la poderosa virtud de sus huesos y cenizas para la
confección de sus filtros. ¡Bah! No me gusta la
misisón de traer esto. Hay bastantes momias para que
la reina confeccione las pociones que enloquecen a
sus amantes. Famorgh está completamente embrute-
cido y es engañado.

--Ten cuidado --le advirtió Thirlain Ludoch--,
porque Lunalia es un vampiro que desea siempre a
los jóvenes y a los fuertes..., y tu turno puede llegar
pronto, oh Grotara, si la fortuna nos hace volver con
vida de esta expedición. La he visto mirándote.

--Antes copularía con una lamia salvaje--protestó
Grotara, lleno de virtuosa indignación.

--Tu aversión no te ayudaría--dijo Thirlain Lu-
doch--... porque conozco a otros que han bebido las
pociones... Pero nos estamos acercando al último
puesto donde venden vinos de Miraab y mi garganta
ya está seca de antemano con el pensamiento de este
viaje. Necesitaré una frasca entera de vino de Yoros
para quitarme el polvo.

--Tú lo has dicho--asintió Yanur--. Yo ya estoy
tan seco como la momia de Tnepreez. ¿Y tú,
Grotara?

--Beberé cualquier cosa, con tal que no sean los
filtros de la reina Lunalia.

Montados sobre rápidos e incansables dromedarios,
y seguidos por un cuarto camello que llevaba a la
espalda un ligero sarcófago de madera para la
acomodación del rey Tnepreez, los tres guerreros
dejaron pronto atrás las brillantes y ruidosas calles de
Miraab y los campos de sésamo, los huertos de
albaricoques y granados que se extendían durante
millas alrededor de la ciudad. Antes del mediodía
dejaron la ruta de las caravanas y tomaron un camino

El tejedor de la tumba 131

usado pocas veces por alguien, excepto los leones y
chacales. Sin embargo, el camino a Chaon Gacca era
claro, porque las rodadas de las viejas carretas
estaban todavía profundamente marcadas sobre el
suelo del desierto, donde la lluvia no caía durante
ninguna estación.

La primera noche durmieron bajo las frías y
arracimadas estrellas, haciendo guardia por turnos,
por miedo a que un león los cogiese por sorpresa, o a
que alguna víbora reptase junto a ellos en busca de
calor. Durante el segundo día pasaron entre colinas y
barrancos que dificultaron su avance. Aquí no se oían
los crujidos producidos por las serpientes o los
lagartos, nada, excepto el sonido de sus propias voces
y el arrastrar de los cascos de los camellos, rompía el
silencio que lo envolvía todo como una muda maldi-
ción. De cuando en cuando veían unas ramas de
cactos resecas por los siglos, o los agujeros de árboles
quemados por relámpagos inmemoriales sobre los cal-
cinados repechos, reflejados contra el oscurecido cielo.

El segundo atardecer les encontró a la vista de
Chaon Gacca, que alzaba sus desmoronadas murallas
a una distancia de menos de cinco leguas en un ancho
valle abierto. Acercándose entonces a un santuario de
Yuckla, el pequeño y grotesco dios de la risa, que se
encontraba a un lado del camino, se alegraron de no
tener que continuar aquel día, refugiándose en el
ruinoso santuario por miedo a los vampiros y demo-
nios que quizá habitasen en la vecindad de aquellas
ruinas malditas. Habían traído con ellos desde Mi-
raab un pellejo lleno del fuerte vino de Yoros del
color del rubí, y aunque la piel estaba ahora vacía en
sus tres cuartos, al atardecer derramaron una liba-
ción sobre el altar roto y rogaron a Yuckla que les
diese cuanta protección pudiese contra~los demonios
de la noche.

Durmieron sobre las desgastadas y frías losas cerca
132 Zothique

del altar, turnándose para la vigilancia, como la
noche anterior. Grotara, que hizo la tercera guardia,
contempló por fin cómo palidecían las estrellas y
despertó a sus compañeros, en una aurora que
parecía un remolino de cenizas entre la oscuridad
negra como el carbón.

Después de una escasa comida de higos y carne de
cabra seca, reanudaron su viaje, conduciendo sus
camellos por el valle y avanzando en zigzag sobre las
pendientes llenas de piedras cada vez que se acerca-
ban a las fracturas abismales sobre la tierra y la roca.
Estos rodeos hicieron que su aproximación a las
ruinas fuese lenta y tortuosa. El camino estaba
festoneado por los troncos de árboles frutales que
habían perecido hacía tiempo y por corrales y granjas
donde ni la hiena tenía ya su guarida.

A causa de sus muchas vueltas y desviaciones,
cuando cabalgaron por las resonantes calles de la
ciudad era bien entrado el mediodía. Las sombras de
las ruinosas mansiones se pegaban a sus paredes y
puertas como desgarrados mantos purpúreos. Por
todas partes eran visibles los rastros de un terremoto
y las grietas en las avenidas y las mansiones desmoro-
nadas servían para testificar la verdad de las historias
que Yanur había oído refiriéndose a la razón del
abandono de la ciudad.

Sin embargo, el palacio de los reyes era todavía
preeminente entre los otros edificios. Un montón
venido abajo lucía su ceño de oscuro pórfido sobre
una baja acrópolis en el barrio septentrional. Para
hacer esta acrópolis, una colina de sienita roja fue
despojada del suelo que la recubría en tiempos
antiguos y había sido labrada en altas murallas
circulares, rodeadas por un camino que subía lenta-
mente hasta la cima. Siguiendo este camino, y
cuando se acercaban a las puertas del patio, los
servidores de Famorgh llegaron ante una fisura que
El tejedor de la tumba 133

interceptaba el paso desde la muralla al precipicio,
abriéndose en el acantilado. La sima tenía menos de
una yarda de ancho, pero los dromedarios retrocedie-
ron ante ella. Los tres desmontaron, y dejando que
los camellos esperasen su vuelta, saltaron con agili-
dad sobre la grieta. Grotara y Thirlain Ludoch, que
llevaban el sarcófago, y Yanur, que llevaba el pellejo,
pasaron bajo la destrozada barbacana.

El amplio patio estaba pesadamente sembrado con
los restos de torres y galerías, antaño orgullosas,
sobre las que los guerreros treparon con gran cuida-
do, o~eando las sombras de cerca y aflojando sus
armas en la vaina, como si estuviesen coronando las
barricadas de un enemigo escondido. Los tres se
sobresaltaron ante la pálida y desnuda forma de un
coloso femenino reclinado entre los bloques y piedras
de un pórtico detrás del patio. Pero al acercarse
vieron que la forma no era la de un demonio hembra,
como habían temido, sino que era sólo una estatua de
mármol que en tiempos había sido una cariátide entre
los poderosos pilares.

Entraron en el salón principal, siguiendo las ins-
trucciones que les había proporcionado Famorgh.
Aquí, bajo el hendido y tambaleante techo, se movie-
ron con la mayor precaución, temiendo que una
ligera sacudida, un susurro, haría caer la ruina
suspendida sobre sus cabezas como una avalancha.
Trípodes volcados de verdoso cobre, mesas y tabure-
tes de ébano astillado, y fragmentos de porcelana
decorada en colores alegres, se mezclaban con enor-
mes trozos de pedestales, fustes y entablamentos, y
sobre un estrado de heliotropo verde con manchas
rojas se descomponía el trono de plata de los reyes
entre las mutiladas esfinges, esculpidas en jade, que
montaban guardia eternamente a su lado.

En el extremo más alejado del salón encontraron
una alcoba que todavía no se hallaba bloqueada por
los destrozos caídos y donde estaban las escaleras que
conducían abajo, a las catacumbas. Antes de em-
prender el descenso se detuvieron brevemente. Yanur
se pegó sin ceremonia al pellejo que llevaba y lo
aligeró considerablemente antes de pasarlo a manos
de Thirlain Ludoch, que había observado sus libacio-
nes atentamente. Thirlain Ludoch y Grotara se bebie-
ron el resto del vino entre los dos, y este último no
gruñó ante los espesos posos que le correspondieron.
Así repletos, encendieron tres antorchas de terebinto
embreado que habían traído junto con el sarcófago.
Yanur fue el primero en desafiar las tenebrosas
profundidades con la espada desenvainada y una
antorcha humeante en su mano izquierda. Sus com-
pa~eros le seguían, llevando el sarcófago en el que,
levantando un poco la tapa, habían colocado las otras
antorchas. El poderoso vino de Yoros rugía en su
interior, alejando sus sombríos miedos y aprensiones.
Los tres eran bebedores experimentados y se movían
con mucho cuidado y prudencia, sin tropezar en los
penumbrosos e inseguros escalones.

Pasando junto a una serie de bodegas, llenas de
jarras destrozadas y hechas pedazos, llegaron al fin,
después de muchas vueltas y revueltas de los escalo-
nes, a un amplio corredor, excavado en el corazón de
la sienita, bajo el nivel de las calles de la ciudad. Se
extendía ante ellos en una ilimitada penumbra mos-
trando sus paredes intactas, y su techo no dejaba
pasar ni un rayo de luz por alguna grieta. Parecía que
hubiesen entrado en alguna inexpugnable ciudadela
de los muertos. En el lado derecho estaban las
tumbas de los reyes más antiguos, a la izquierda los
sepulcros de las reinas, y los pasajes laterales condu-
cían a un mundo de cámaras subsidiarias reservadas
para otros miembros de la familia real. En el extremo
opuesto del salón principal encontrarían la cámara
sepulcral de Tnepreez.

Yanur, siguiendo la pared de la derecha, llegó
pronto a la primera tumba. Según era costumbre, las
puertas estaban abiertas y eran más bajas que la
altura de un hombre, de forma que todos los que
entrasen debieran humillarse en presencia de la
muerte. Yanur acercó su antorcha al dintel y leyó
dificultosamente la inscripción grabada sobre la pie-
dra, que decía que la tumba pertenecía al rey
Acharnil, padre de Agmeni.

--En verdad--dijo--, no encontraremos aquí otra
cosa que los inofensivos muertos.

Después, y como el vino que había bebido le
impulsara a algún tipo de brabuconería, se inclinó
por debajo de la puerta e introdujo la parpadeante
antorcha en la tumba de Acharnil.

Sorprendido, lanzó un juramento alto y propio de
soldados, que hizo que los otros dejasen su carga y se
apretasen detrás suyo. Escudriñando la cuadrada
cámara, que tenía una amplitud regia, vieron que
no estaba ocupada por ningún inquilino visible. La
alta silla de oro y ébano, místicamente grabada, en la
que la momia debía sentarse coronada y vestida como
en vida, estaba adosada a la pared opuesta sobre una
baja plataforma. ¡Sobre ella se veía una túnica vacía
negra y carmesí y una corona de plata adornada con
zafiros negros y en forma de mitra, como si el rey
muerto las hubiese dejado allí y se hubiese marchado!

Sobresaltados y con el vino desapareciendo rápi-
damente de sus cerebros, los guerreros sintieron
reptar el escalofrío de un misterio desconocido.
Yanur, sin embargo, se animó a entrar en la cámara.
Examinó las oscuras esquinas, levantó y sacudió las
vestiduras de Acharnil, pero no halló ninguna res-
puesta al acertijo de la desaparición de la momia. En
la tumba no había polvo, ni el más ligero olor, ni
señales de la podredumbre de un ser mortal.

Yanur se reunió con sus camaradas y los tres se
136 Zothique

miraron los unos a los otros con una atemorizada
consternación. Reanudaron su exploración del salón,
y Yanur, según se acercaba a la entrada de cada
tumba, se detenía delante de ella y con su antorcha
agitaba las sombras, sólo para descubrir un trono
vacío y los abandonados atributos de la realeza. No
parecía existir una explicación razonable para la
desaparición de las momias, en cuya conservación se
habían empleado las poderosas especies de Oriente,
junto con sosa, haciéndolas prácticamente incorrup-
tibles. Dadas las circunstancias, no parecía que
hubiesen sido retiradas por manos de ladrones huma-
nos, quienes difícilmente hubiesen dejado detrás las
preciosas joyas, telas y metales, y todavía era menos
probable que hubiesen sido devoradas por los anima-
les, porque en tal caso hubiesen quedado los huesos y
las vestiduras estarían desgarradas y en desorden. Los
míticos terrores de Chaon Gacca comenzaron a
adquirir una inminencia más oscura y los investigado-
res miraban y escuchaban temerosamente mientras
avanzaban por el silencioso salón sepulcral.

Al poco, después de haber verificado que más de
una docena de tumbas estaban también vacías, vieron
el centelleo de varios objetos de acero sobre el suelo
del corredor ante ellos. Examinándolos, resultaron
ser dos espadas, dos yelmos y dos corazas de un tipo
ligeramente anticuado, como las que los guerreros de
Tasuun habían llevado antiguamente. Muy bien po-
drían haber pertenecido a los valientes desaparecidos
que el rey Mandis había enviado para recuperar el
espejo de Avaina.

Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, contemplando
aquellas siniestras reliquias, fueron presa de un deseo
casi frenético de cumplir con su misión y volver a
ganar la luz del sol. Sin detenerse para inspeccionar
las tumbas separadas, se apresuraron, debatiendo el
curioso problema que se presentaría si la momia
El tejedor de la tumba
137

buscada por Famorgh y Lunalia se hUbieSe desvane-
cido como las otras. El rey les había nlandado que
trajesen los restos de Tnepreez y sabía~ que ninguna
excusa o explicación de su fallo sería aceptada En
tales circunstancias, su vuelta a Mir~ab sería poco
aconseJable, y lo único seguro sería ~ ir detrás del
desierto septentrional, a lo largo de la ruta de las
caravanas, hacia Zul-Bha-Sair o Xylac.

Parecía que habían atravesado una tiistancia enor-
me entre las tumbas más antiguas. L~ ~ormación de
la piedra en el lugar donde llegaron er ~ ás blanda y
quebradiza y el terremoto había Prc~ducidO daños
considerables. El suelo estaba cubiert~ por los detri
tos, las paredes y el techo llenos ~e fracturas y
algunas de las cámaras se habían detrUmbado en
parte, de forma que su soledad se ofrecía a las
indiferentes miradas de Yanur y sus col~pañerOS

Cerca del fin del salón se enContraron ante una
grieta que dividía el suelo y el techo, resquebrajandO
el dintel de la última cámara. La sit~a tenía unos
cuatro pies de anchura y la antorcha de Yanur no
permitió discernir su fondo. ViO el nOnlbre de Tne-
preez sobre el dintel cuya antigua i~scripción que
narraba los títulos y las hazañas del ~ey había sido
partida en dos por el cataclismo. Desp~és caminan
do sobre una estrecha repisa, entró en la cámara
Grotara y Thirlain Ludoch se apelo~OnarOn a sus
espaldas, dejando el sarcófago en el sa10n

El trono sepulcral de Tnepreez, rotO y volcado
yacía sobre la hendidura que había desgarrad I
tumba de lado a lado. No había trazaS de la mo°miaa
que, como se deducía de la pOSiCi011 invertida del
asiento, había, sin duda, caído en aqllellas profundi
dades abiertas en el momento de prod~lcirse

Antes de que los buscadores pudiesen dar voz a su
desilusión y desmayo, el silencio a sll alrededor fue
roto por un sordo retumbar, como el de un trueno
~ _ . __ 7 ___ ~

lejano. La piedra bajo sus pies tembló, las paredes se
sacudieron y agitaron, el ruido, en largas y escalofrian-
tes ondulaciones, se hizo más alto y amenazador. El
sólido suelo pareció levantarse y fluir con un movi-
miento continuo y aterrador, y entonces, cuando se
volvían para emprender la huida, pareció que el
universo caía sobre ellos en un atronador diluvio de
noche y ruina.

Grotara, al despertar en la oscuridad, percibió una
carga terrible, como si algún fuste monumental
estuviese sobre sus pies y la parte inferior de sus
piernas, que estaban aplastados. La cabeza le latía y le
dolía como del golpe de una embotadora maza. Brazos
y cuerpo estaban libres, pero el dolor de sus extremi-
dades se hizo insufrible, haciéndole desmayarse otra
vez cuando intentó retirarlas dei peso que tenían
encima.

El terror se cernió sobre él como la garra de un
vampiro cuando comprendió su situación. Había
sobrevenido un terremoto, semejante al que causara el
abandono de Chaon Gacca, y él y sus camaradas
estaban sepultados en las catacumbas. Gritó en alto,
repitiendo los nombres de Yanur y Thirlain Ludoch
muchas veces, pero ni un gemido ni un crujido le
demostraron que todavía estaban con vida.

Palpando con la mano derecha. halló numerosos
trozos de piedra. Estirándose hacia ellos, encontró
varios fragmentos de piedra del tamaño de rocas
pequeñas, y entre ellos una cosa suave y redondeada,
con una protuberancia en el centro que reconoció
como el casco que llevaba alguno de sus compañeros.
A pesar de todos sus penosos esfuerzos no pudo llegar
más lejos y fue incapaz de identificar a su poseedor.
El metal estaba fuertemente abollado y la cresta del
casco se hallaba doblada como por el impacto de
alguna masa muy pesada.
A pesar de su situación, la fiera naturaleza de

Grotara rehusaba hundirse en la desesperación. Con-
siguió colocarse en una posición sentada y, doblándo-
se hacia adelante, se las arregló para alcanzar el
enorme bloque que había caído sobre el extremo de
sus piernas. Lo empujó con un esfuerzo hercúleo,
rugiendo como un león atrapado, pero la masa no se
movía. Durante horas, o eso parecía, luchó como
contra algún demonio monstruoso. Su frensí sólo fue
calmado por el agotamiento. Al fin, se recostó hacia
atrás y la oscuridad le rodeó como algo viviente,
pareciendo devorarlo con sus colmillos de dolor y
horror.

El delirio revoloteó próximo y creyó haber oído un
zumbido bajo y débil debajo, en el interior de las
pedestres entrañas de la tierra. El ruido se hizo más
alto, como ascendiendo de un infierno desbordado.
Percibió una luz descolorida e irreal que se agitaba
ante él, permitiendo ver borrosas ojeadas del destro-
zado techo. La luz se hizo más fuerte, y levantándose
un poco vio que venía de la grieta causada por el
terremoto en el suelo.

Era una luz de un tipo que él nunca había visto; un
lustre lívido que no se parecía al reflejo de una
lámpara, una antorcha o una hoguera. En cierta
forma, como si los sentidos del oído y la vista
estuviesen confundidos, la identificó con el odioso
zumbido .

Como una aurora sin causa, la luminosidad se
deslizó por el destrozo causado por el temblor.
Grotara vio que la entrada de la tumba y parte de sus
paredes habían cedido. Un fragmento que le alcanza-
ra en la cabeza le dejó sin sentido y una gigantesca
porción del techo le había caído sobre las extre-
midades.

Los cuerpos de Thirlain Ludoch y de Yanur yacían
cerca de la grieta, que se había ensanchado. Tuvo la
seguridad de que los dos estaban muertos. La grisá-
Zothique

cea barba de Thirlain Ludoch estaba oscura y rígida
por la sangre que había manado de su aplastado
cráneo y Yanur se hallaba medio enterrado en un
montón de bloques y escombros, del cual sobresalían
su torso y su brazo izquierdo. Su antorcha se le había
consumido entre los dedos fuertemente apretados,
como en una cavidad ennegrecida.

Grotara advirtió todo esto como si estuviese soñan-
do. Entonces percibió la verdadera fuente de la
iluminación. Un globo incoloro que brillaba fríamen-
te, redondo como una pelota y grande como una
cabeza humana, había aparecido por la fisura y
estaba posado sobre ésta como una réplica de la luna.
La cosa oscilaba con un movimiento vibratorio ligero
pero incesante. De ella salía aquel pesado zumbido,
como si estuviese causado por la vibración, y la luz
caía en ondas temblorosas.

Un vago horror cayó sobre Grotara, pero no sintió
miedo. Era como si la luz y el sonido tejiesen sobre
sus sentidos algún conjuro léteo. Se sentó rígidamen-
te, olvidando su dolor y su desesperación, mientras el
globo se posaba unos pocos minutos sobre la grieta y
flotaba después lenta y horizonalmente hasta colgar
directamente sobre los descubiertos rasgos de Yanur.

Con la misma deliberada lentitud e incesante
oscilación, descendió sobre el rostro y el cuello del
muerto, que parecieron derretirse como el sebo mien-
tras el globo descendía más y más. El zumbido se
hizo aún más fuerte, el globo resplandeció con un
brillo horrible y su palidez mortecina se salpicó de un
impuro amarillo. Se hinchó y oscureció obscenamen-
te, mientras que la cabeza del guerrero se encogía
dentro del casco y las placas de su coraza caían hacia
dentro, como si el mismo torso desapareciese bajo
ellas.. .

Los ojos de Grotara contemplaron claramente la
escena, pero su cerebro estaba embotado como por

El tejedor de la tumba

141

alguna misericordiosa cicuta. Era difícil recordar,
difícil pensar..., pero ¨~agamente recordó las tumbas
vacías, las coronas y vestimentas sin dueño. El
enigma de las momias desaparecidas, sobre el que
habían cavilado en vano él y sus compañeros, se había
resuelto ahora. Pero la cosa que se abatía sobre
Yanur estaba más allá de todo conocimiento o
suposición mortal. Era algún demonio vampírico de
un mundo interior, liberado por los demonios del
terremoto.

Dominado por la catalepsia, contempló el desmo-
ronamiento del montón de escombros donde estaban
enterrados las caderas y piernas de Tanur. El casco y
la cota de mallas eran como estuches vacíos, el brazo
extendido se había encogido, empequeñecido, y los
mismos huesos desaparecían, en apariencia derritién-
dose y licuándose. El globo se había welto enorme.
Estaba enrojecido por un impuro color rubí, como la
luna de un vampiro. De él surgían palpablemente
cuerdas y filamentos perlados, que tomaban extraños
colores y parecían fijarse a los destrozados suelos,
paredes y techo, a la manera de la red de una
araña. Se multiplicaban cada vez con más espesor,
formando una cortina entre Grotara y la grieta
y cayendo sobre Thirlain Ludoch y él mismo, hasta
que vio el resplandor sanguíneo del globo como
entre arabescos de terrible ópalo.

Ahora la red había llenado toda la tumba. Corría y
brillaba con mil tonos cambiantes, goteaba con
glorias extraídas del espectro de la disolución. Flore-
cía con flores y follajes fantasmales que se desvane-
cían como por arte de magia. Los ojos de Grotara
estaban ciegos, cada vez más envuelto en aquella
extraña red. Impalpables, fríos como los dedos de la
muerte, su encajes temblaban y colgaban sobre su
rostro y sus manos.

No podría decir la duración de aquel tejer, el final
142 Zothique

de su extravío. Por fin, vio vagamente cómo los hilos
luminosos se hacían más finos y los temblorosos
arabescos se retraían. El globo, una cosa de mal-
vada belleza, vivo y consciente en alguna forma
secreta, se había separado ahora de la vacía ar-
madura de Yanur. Volviendo a su tamaño primi-
tivo y perdiendo su colorido ópalo y sangre, pendió
durante un rato sobre la grieta. Grotara sintió
que le observaba..., estaba observando a Thirlain
Ludoch. Después, como un satélite de las cavernas
interiores, se deslizó lentamente por la fisura y la luz
se desvaneció de la tumba, dejando a Grotara en una
oscuridad cada vez más profunda.

Después de aquello vinieron siglos de fiebre, sed y
locura, de tormento y sopor, de repetidos forcejeos
con la roca caída que le mantenía prisionero. Balbu-
ció enloquecidamente, aulló como un lobo, y yaciendo
de espaldas y en silencio, escuchó las multitudinarias
y susurrantes voces de los vampiros conspirando
contra él. La gangrena había aparecido rápidamente
y sus aplastadas extremidades parecían latir como las
de un titán. Con la fuerza del delirio sacó su espada y
consiguió liberarse, cortándose los pies por las cani-
llas sólo para desmayarse por la pérdida de sangre.

Cuando se despertó muy debilitado, apenas capaz
de levantar la cabeza, vio que la luz había vuelto y
escuchó una vez más el incesante zumbido vibrante
que llenaba toda la cámara. Su mente estaba clara y
un débil terror se agitó en su interior, porque sabía
que el Tejedor había salido de nuevo de la sima... y
conocía la razón de su llegada.

Laboriosamente giró la cabeza y observó la relu-
ciente esfera mientras pendía, oscilaba y después
descendía, en un reposado movimiento, sobre el
rostro de Thirlain Ludoch. Otra vez le vio mancharse
obscenamente como una luna enrojecida por la san-
gre, al alimentarse con los desechos del cuerpo del

El tejedor de la tumha 143

viejo guerrero. Otra vez, con ojos borrosos, contempló
cómo se tejía la red de amarillo impuro, dibujada con
un mortal esplendor, velando la ruinosa catacumba
con sus extrañas ilusiones. Otra vez, como si fuese un
escarabajo moribundo, fue envuelto en sus frías e
impalpables redes, y las mágicas flores, floreciendo y
pereciendo, formaron un entramado en el vacío aire
que le rodeaba. Pero antes de la retracción de la red,
el delirio le atacó, trayéndole una oscuridad poblada
de demonios, y el Tejedor terminó su trabajo sin ser
visto y volvió inadvertido a su sima.

Se agitó en el infierno de la fiebre y yació en la
negra y desconocida nada del olvido. Pero la muerte
se retrasaba, todavía lejos, y siguió viviendo por obra
de su juventud y su fuerza de gigante. Una vez más,
hacia el final, sus sentidos se aclararon y vio por
tercera vez la luz nefanda y oyó de nuevo el odioso
zumbido. El Tejedor se había detenido sobre él,
pálido, brillante y vibrante..., y supo que estaba
esperando a que muriera.

Levantando la espada con dedos débiles, intentó
apartarla. Pero la cosa temblaba, alerta y vigilante,
más allá de su alcance, y pensó que le observaba
como un buitre. La espada cayó de su mano. El
horror luminoso no partió. Se acercó más, como un
pertinaz rostro al que le faltaran los ojos, y pareció
seguirle, abatiéndose sobre la última noche, cuando
cayó hacia la muerte.

Sin nadie que contemplase la gloria de su tejido,
con la oscuridad antes y después, el Tejedor hiló la red
final en la tumba de Tnepreez.
LA MAGI~ DE ULUA

Sabmón, el~a~oreta, era famoso no menos por su
piedad que po~ sll sabiduría profética y su conoci-
miento del ~scaro arte de la magia. Durante dos
generacioneshjbía vivido solo en una curiosa casa al
borde del desie~t° septentrional de Tasuun: una casa
cuyo suelo y p~des estaban construidos con grandes
huesos más pequeños de perros salvajes, hombres y
hienas. Estasleliquias óseas, escogidas por su blan-
cura y simetn~, estaban unidas estrechamente por
correas bien cartidas y encajaban unas en otras
maravillosameD~e, sin dejar ni un espacio por donde
pudiese penett~r la arena transportada por el viento.
Esta casa er~elorgullo de Sabmón, que la barría
diariamente col~ ~Ina escoba de cabello de momia,
hasta que btllaba tan inmaculada como el marfil
bruñido, tantoP°r dentro como por fuerza.

A pesar de~leianía y encierro y de las dificul-
tades inherenteS a un viaje hasta su residencia,
Sabmón era moY~onsultado por la gente de Tasuun y
hasta peregrinOS de las costas más alejadas de Zothi-
que le buscaball Sin embargo, aunque no era arisco
ni poco hospi~alario, ignoraba muchas veces las
preguntas de~Svisitantes, quienes, por lo general,
deseaban simplernente adivinar el futuro, o pedir
consejo referentea la forma más ventajosa de condu-
cir sus asun~o~ t~on la edad se volvió más y más
Zothique

taciturno, y durante sus últimos años habló poco con
los hombres. Se decía, y quizá fuese cierto, que
prefería hablar con las palmeras que murmuraban
sobre su pozo o con las viajeras estrellas que pasaban
sobre su cabaña.

Durante el noventa y tres verano de Sabmón, le
visitó el joven Amalzaín, su sobrino nieto, el hijo de
una sobrina a la que Sabmón había amado profun-
damente en los tiempos anteriores a su retiro a una
soledad gimnosófica. Amalzaín, que había pasado sus
veintiún años en el hogar de sus padres, se dirigía a
Miraab, la capital de Tasuun, donde serviría como
copero al rey Famorgh. Este puesto, obtenido para él
por influyentes amigos de su padre, era muy codicia-
do por la juventud del país, y le conduciría a altas
jerarquías, si era lo bastante afortunado como para
ganarse el favor del rey. Cumpliendo los deseos de su
madre, había venido a visitar a Sabmón y a pedir el
consejo del sabio respecto a varios problemas de
conducta mundana.

A Sabmón, cuyos ojos no habían sido enturbiados
por la edad, la astronomía y su mucho inclinarse
sobre volúmenes de signos arcaicos, le agradó Amal-
zaín, y encontró que el muchacho poseía algo de la
belleza de su madre. Debido a esto, le regaló
generosamente su acumulada sabiduría, y después de
pronunciar muchas máximas profundas y oportunas,
dijo a Amalzaín:

--Verdaderamente, está bien que hayas venido a
verme, porque, inocente de los vicios del mundo, te
encaminas a una ciudad de extraños pecados y
extrañas brujerías y hechicerías. El mal abunda en
Miraab. Sus mujeres son magas y prostitutas y su
belleza es una pestilencia donde los jóvenes, los
fuertes, los valientes se enredan y son devorados.

Después, antes de que Amalzaín partiese, Sabmón
le dio un pequeño amuleto de plata, grabado curio-

La magia de Ulúa

samente con el delicado esqueleto de una muchacha. Y
Sabmón dijo:

--Te aconsejo que lleves este amuleto en todo
momento, de aquí en adelante. Contiene una pizca de
cenizas de la pira de Yos Ebni, sabio y archimago,
que en tiempos antiguos conquistó supremacía sobre
los hombres y los demonios desafiando toda tentación
mortal y dominando la insubordinación de la carne.
Estas cenizas contienen un poder que te protegerá de
males semejantes a los que fueron vencidos por Yos
Ebni. Y sin embargo, hay en Miraab males y
encantos de los que el amuleto no puede defenderte.
En tal caso, debes regresar aquí. Yo te vigilaré
cuidadosamente y sabré todo lo que te sucede en
Miraab, porque hace largo tiempo que me he conver-
tido en poseedor de ciertas extrañas facultades de la
vista y el oído cuyo ejercicio no es molestado o
limitado por la distancia.

Amalzaín, siendo ignorante de los asuntos que
Sabmón le insinuaba, se quedó algo sorprendido ante
la perorata. Pero recibió agradecidamente el amuleto.
Después, despidiéndose reverencialmente de Sabmón,
reanudó su viaje a Miraab, preguntándose cuál sería
su fortuna en aquella ciudad pecadora y objeto de
muchas leyendas.

Famorgh, que estaba viejo y atontado a causa de
sus orgías, era el gobernante de un país envejecido y
semidesértico y su corte era un lugar de lujos
exóticos, de refinamiento y corrupciones sofisticadas.
El joven Amalzaín, acostumbrado únicamente a las
costumbres sencillas, a las rudas virtudes y vicios de
la gente que habita en el campo, quedó asombrado al
principio por la sibarítica vida que le rodeaba. Pero
una cierta fuerza de carácter innata en él, fortalecida
por los preceptos morales de sus padres y las ense-
ñanzas de su tío abuelo Sabmón, le preservaron de
todos los errores o lapsos graves.
Así vino a suceder que, sirviendo como copero en
fiestas y bacanales, permanecía abstemio, derraman-
do noche tras noche los enloquecedores vinos mezcla-
dos con cannabis y el embotador aguardiente con la
infusión de opio en la copa de Famorgh incrustada de
rubíes. Con corazón y cuerpo limpios, contempló las
infames pantomimas con las que los cortesanos,
rivalizando unos con otros en desverguenza, intenta-
ban aliviar el aburrimiento del rey. Sintiendo única-
mente maravilla o disgusto, observó la ágiles y
lascivas contorsiones de los danzarines negros de
Dooza Thom al norte, o las muchachas de cuerpos de
azafrán de las islas del sur. Sus padres, que creían
implícitamente en la sobrehumana bondad de los
monarcas, no le habían preparado para este espec-
táculo de vicio regio, pero la reverencia que habían
inculcado tan concienzudamente en Amalzaín le llevó
a considerar todo aquello como la peculiar, aunque
misteriosa, prerrogativa de los reyes de Tasuun.

Durante el primer mes en Miraab, Amalzaín oyó
muchas cosas sobre la princesa Ulúa, la única hija de
Famorgh, y la reina Lunalia, pero puesto que las
mujeres de la familia real pocas veces asistían a los
banquetes o aparecían en público, no la vio. Sin
embargo, el gigantesco y sombrío palacio estaba
repleto de rumores que hablaban de sus amoríos. Se
decía que Ulúa había heredado las hechicerías de su
madre, Lunalia, cuya oscura y lujuriosa belleza,
cantada tan a menudo por embrujados poetas, se
había convertido ahora en una horrorosa decrepitud.
Los amantes de Ulúa eran innumerables, y a menudo
conseguía su pasión o se aseguraba su fidelidad por
encantos distintos a los de su persona. Aunque era
poco más alta que un niño, estaba exquisitamente
formada y dotada con el encanto de un demonio
hembra, tal como los que acosan los sueños de los
jóvenes. Era temida por muchos y su odio considera-
do peligroso. Famorgh, no menos ciego ante sus peca-
dos y hechicerías de lo que lo había sido ante los de Lu-
nalia, la mimaba constantemente y no le negaba nada.

Las obligaciones de Amalzaín le dejaban mucho
tiempo libre, porque Famorgh dormía generalmente
el doble sueño de la edad y la intoxicación después de
sus orgía nocturnas. Parte de este tiempo lo dedicaba
al estudio del álgebra y a la lectura de viejos poemas y
romances. Una mañana, mientras se ocupaba de
ciertos cálculos algebraicos, se le acercó una gigantes-
ca negra que le había sido señalada como una de las
camareras de Ulúa. Perentoriamente, le dijo que le
siguiese a los aposentos de Ulúa. Confuso y asombra-
do por esta singular interrupción de sus estudios, fue
incapaz de replicar durante un momento. En seguida,
viendo su vacilación, la enorme negra lo levantó en
sus desnudos brazos y lo sacó con gran facilidad de su
habitación, llevándolo así por los salones del palacio.
Enfadado y lleno de desconfianza, fue depositado en
una cámara adornada con desvergonzados dibujos,
donde, entre el humear de vapores afrodisiacos, la
princesa le contemplaba con lujuriosa seriedad, desde
un lecho de color escarlata brillante como el fuego.
Era tan pequeña como una mujer del pueblo de los
gnomos y tan voluptuosa como una lamia enroscada.
El incienso flotaba a su alrededor formando sinuosas
veladuras.

--Hay otras cosas además de servir vino a un
monarca tonto o estudiar libros comidos por los
gusanos--dijo Ulúa, con una voz que recordaba el
fluir de la miel caliente--. Señor copero, tu juventud
debiera tener mejor empleo.

--No pido otro empleo que mis obligaciones y mis
estudios --contestó Amalzaín airadamente--. Pero
dime, oh princesa, ¿qué es lo que quieres? ¿Por qué
tu sirvienta me ha traído aquí de una manera tan
poco apropiada?
--Para un joven tan erudito e inteligente, la
pregunta debiera ser innecesaria --contestó Ulúa
sonriendo oblicuamente--. ¿No ves que soy bella y
deseable? ¿O es posible que tus percepciones sean
más vagas de lo que me imaginé?

--No dudo de tu belleza --dijo el muchacho--,
pero asuntos semejantes apenas importan a un hu-
milde copero.

Los vapores que subían espesos de unos incensarios
de oro delante del lecho se separaron con un movi-
miento semejante al de unas cortinas que se abren, y
Amalzaín bajó la vista ante la encantadora, que se
estremecía con una risa suave que hizo que las joyas
que cubrían su pecho parpadearan como ojos dotados
de vida.

--Se diría que esos polvorientos volúmenes te han
cegado en verdad --le dijo ella--. Necesitas esa
eufrasia que purga la vista. Ahora vete, pero vuelve
pronto... por tu propia voluntad.

Durante muchos días después, Amalzaín, cum-
pliendo sus obligaciones como de costumbre, fue
consciente de una extraña persecución. Parecía ahora
como si Ulúa estuviese en todas partes. Apareciendo
en los banquetes, como por algún nuevo capricho,
exhibía su malvada belleza ante los ojos del joven
copero, y a menudo, durante el día, la encontraba en
los jardines y corredores de palacio. Como si conspi-
rasen tácitamente para mantenerla en sus pensamien-
tos, todos los hombres hablaban de ella, y parecía
que hasta los pesados tapices musitaban su nombre al
agitarse con las corrientes perdidas que deambulaban
por los lúgubres e interminables salones.

Sin embargo, esto no era todo; su imagen, no
deseada, comenzó a turbar sus sueños por las noches,
y al despertar escuchaba la tibia y dulce voluptuosi-
dad de su voz y sentía la caricia de unos dedos ligeros
y sutiles en la oscuridad. Contemplando la pálida
luna que se ponía tras las ventanas, sobre los negros
cipreses, veía cómo su rostro muerto y corroído
adquiría los rasgos vivientes de Ulúa. La esbelta y
delicada forma de la joven bruja parecía moverse
entre las reinas y diosas fabulosas que adornaban las
opulentas colgaduras con sus amores. Como traída
por una hechicería, su rostro se inclinaba sobre el
suyo en los espejos y venía y se desvanecía, semejante
a un fantasma, con murmullos seductores y gestos
provocativos, cuando se inclinaba sobre sus libros.
Pero aunque molesto por aquellas apariciones en las
que apenas podía distinguir lo real de lo ilusorio,
Amalzaín continuaba indiferente hacia Ulúa, prote-
gido seguramente de sus encantos por el amuleto que
contenía las cenizas de Yos Ebni, santo, sabio y
archimago. Sospechaba que las pociones amorosas a
las que ella debía su mala fama le estaban siendo
administradas, a causa de ciertos sabores extraños
que detectó más de una vez en su comida y bebida,
pero aparte de una ligera y pasajera náusea, no
experimentó ningún otro efecto dañino e ignoraba por
completo los conjuros promlnciados en secreto contra
él y los encantamientos tres veces mortales destinados
a dañar su corazón y sus sentidos.

Pero--aunque él no lo sabía--su indiferencia era
un asunto muy comentado en la corte. Los hombres
se maravillaban sobremanera de tal resistencia, pues
todos aquellos a los que la princesa había escogido
hasta aquel momento, fuesen capitanes, coperos o
altos dignatarios, o fuesen soldados y escuderos
vulgares, habían cedido fácilmente a sus brujerías.
Así sucedió que Ulúa se sintió rabiosa porque todo el
mundo sabía que su belleza estaba siendo desprecia-
da por Amalzaín y que su magia era impotente para
hechizarlo. A partir de entonces, dejó de aparecer en
los banquetes de Famorgh y Amalzaín no la vio más
por los jardines y los salones, ni sus sueños y sus
horas de vigilia fueron frecuentados ya por la imagen
de Ulúa llevada por los conjuros. Así, en su inocencia,
se regocijó como alguien que se ha encontrado ante un
grave peligro y ha salido indemne de la prueba.

Entonces, más adelante, en una noche sin luna y
mientras dormía tranquilamente en las horas anterio-
res a la aurora, se le acercó en sueños una figura
cubierta de la cabeza a los pies con las vestimentas de
la tumba. Alta como una cariátide, terrible y amena-
zadora, se inclinó sobre él en un silencio más maligno
que ninguna maldición; las vendas se abrieron por el
pecho y gusanos de la carroña, escarabajos de los
muertos y escorpiones junto con restos de carne
podrida cayeron sobre Amalzaín. Entonces, al des-
pertar de la pesadilla, mareado y ahogándose, respiró
un hedor a carroña y sintió contra éi ia presión de un
cuerpo pesado y rígido. Asustado, se levantó y
encendió la lámpara, pero el lecho estaba vacío. Sin
embargo, todavía podía percibirse el olor de la
podredumbre, y Amalzaín podría jurar que el cadáver
de una mujer que llevaba dos semanas muerta y
hervía de gusanos había yacido próximo a su costado
en la oscuridad.

A partir de entonces, y durante muchas noches, sus
sueños fueron interrumpidos por pesadillas semejan-
tes a éstas. Apenas podía dormir por el horror de lo
que iba y venía, invisible pero palpable, en su
cámara. Siempre se despertaba de aquellas pesadillas
encontrándose rodeado por los rígidos brazos de
súcubos muertos hacía tiempo, o sintiendo a su lado
los temblores amorosos de esqueletos descarnados. La
sosa y el betún de los pechos de las momias le
ahogaban, el peso inmóvil de cadáveres gigantescos le
aplastaba y recibía besos nauseabundos de labios que
rezumaban pingaJos corrompidos.

Y esto no era todo, porque durante el día se le
acercaban otras abominaciones, visibles y percibidas
por todos sus sentidos y más terribles todavía que los
muertos. Cosas que tenían el aspecto de restos de la
lepra reptaban ante él, a pleno mediodía, por los
salones de Famorgh, y surgían de las sombras,
mirando de soslayo con rostros que ya no lo eran,
intentando acariciarlo con sus dedos medio comidos.
Mientras iba de un lado a otro, se le colgaban de los
tobillos lascivas figuras con pechos cubiertos de pelo
como los de los murciélagos y lamias de cuerpo de
serpiente se movían y pirueteaban ante sus ojos como
las danzarinas delante del rey.

Ya no podía leer sus libros ni resolver sus proble-
mas de álgebra en paz, porque las letras cambiaban
vertiginosamente ante su escrutinio y se retorcían
formando versos de un significado siniestro, y los
signos y cifras que escribía se convertían en demonios
no mayores que hormigas grandes que se agitaban
locamente sobre el papel como si estuviesen en el
campo, realizando aquellos ritos que solamente son
aceptables para Alila, reina de la perdición y diosa de
todas las iniquidades.

Azarado y perseguido de esta forma, el joven
Amalzaín estaba cerca de la locura; sin embargo, no
se atrevía a quejarse o a hablar a alguien de lo que le
sucedía, porque sabía que aquellos horrores, fuesen
inmateriales o sustanciales, era él únicamente guien
los percibía. Durante todo un mes yació de noche en
su cámara con cosas muertas y durante el día en
todas sus idas y venidas fue perseguido por aborreci-
bles espectros. No dudaba de que todos le eran
enviados por Ulúa, airada por haber él rechazado su
amor, y recordó que Sabmón había insinuado oscu-
ramente que había ciertos conjuros de los cuales las
cenizas de Yos Ebni, preservadas en el amuleto de
plata, quizá no pudiesen defenderle. Sabiendo que
tales conjuros habían caído sobre él, se acordó del
consejo final del viejo archimago.
154
Zothique . , 155

La magla de Ulua

Por tanto, sabiendo que no había otra ayuda para
él que la magia de Sabmón, se presentó ante el rey
Famorgh y le pidió permiso para ausentarse de la
corte durante corto tiempo. Y Famorgh, a quien
agradaba mucho su copero, y que además había
comenzado a advertir su delgadez y palidez, le
concedió lo que pedía de buena gana.

Montado sobre un palafrén escogido por su veloci-
dad y resistencia, Amalzaín salió de Miraab una
bochornosa mañana de otoño, cabalgando hacia el
norte. Una extraña pesadez había calmado el aire y
grandes nubes color de cobre se amontonaban. Sobre
las desiertas colinas, como si fuesen los palacios,
gigantescos y provistos de muchas cúpulas, de los
genios. El sol parecía nadar en bronce fundido.
Ningún buitre volaba sobre los silenciosos cielos y los
mismos chacales se habían retirado a sus guaridas,
como temiendo algún desconocido cataclismo. Pero
Amalzaín, que cabalgaba velozmente hacia la morada
de Sabmón, era perseguido todavía por larvas lepro-
sas que surgían ante él, ensayando posturas lascivas
sobre las dunas arenosas. y escuchaba los gemidos de
deseos de los súcubos bajo los cascos de su caballo.

La noche, sln aire y sin estrellas, cayó sobre él
cuando llegaba a un pozo entre palmeras moribun-
das. Yació allí sin dormir, rodeado aún por la
maldición de Ulúa. porque le parecía que los secos y
polvorientos cadáveres de las tumbas del desierto se
reclinaban rígidos a su costado y que unos dedos
huesudos le arrastraban hacia las insondables simas
de arena de donde habían surgido.

Cansado y poseído de los demonios, llegó a la
cabaña de Sabmón al mediodía del día siguiente. El
sabio le saludó cariñosamente, sin mostrar sorpresa
alguna, y escuchó su historia con el aire de alguien
que escucha esa historia por segunda vez.

--Todas estas cosas, y más, las sabía desde el

principio--dijo a Amalzaín--. Podía haberte salvado
antes de los enviados de Ulúa, pero era mi deseo que
vinieses a mí en este momento, abandonando la corte
del borracho Famorgh y la malvada ciudad de
Miraab, cuyas iniquidades han alcanzado su fin.
Aunque los astrólogos no lo hayan leído, ha sido
decretado en los cielos el inminente final de Miraab y
no quería que tú compartieses su destino.

"Es necesario --continuó--- que los conjuros de
Ulúa sean rotos este mismo día y le sean devueltos,
puesto que de otra forma te perseguirían siempre,
permaneciendo contigo como una plaga visible y
tangible cuando la misma bruja haya vuelto a su
negro señor del séptimo infierno, Thasaidón.

Entonces, y ante la maravilla de Amalzaín, el
anciano mago sacó de su armario de marfil un espejo
elíptico de un metal oscuro y pulido y lo colocó ante
él. El espejo estaba sostenido por las cubiertas manos
de una imagen velada; mirando en su interior,
Amalzaín no vio reflejados ni su propio rostro ni el de
Sabmón, ni ninguna parte de la habitación. Sabmón
le ordenó observar atentamente el espejo y después se
retiró a un pequeño oratorio que estaba separado de
la cámara por largos rollos de pergamino de cuero de
camello pintados de forma muy extraña, que hacían
las veces de cortina.

Mirando en el espejo, Amalzaín se dio cuenta de
que varios de los enviados de Ulúa iban y venían por
detrás suya intentando ganar su atención con gestos
obscenos como los que emplean las prostitutas. Pero,
resueltamente, fijó sus ojos sobre el vacío y opaco
metal y pronto oyó la voz de Sabmón cantando sin
pausa las poderosas palabras de una antigua fórmula
exorcista; de las cortinas del oratorio se escapó la
intolerable acrimonia de las especias quemadas, del
tipo de las que se emplean para alejar a los demonios.

Entonces Amalzaín percibió, sin levantar los ojos
del espejo, que los enviados de Ulúa se habían
desvanecido como vapores empujados por el viento
del desierto. Pero en el espejo se delimitó vagamente
una escena y le pareció contemplar las torres de
mármol de la ciudad de Miraab bajo imponentes
moles de amenazadoras nubes. Después la escena
cambió y vio el salón del palacio donde Famorgh
cabeceaba, senil y borracho, entre sus ministros y
sicofantes, vestido de púrpura manchada de vino. Otra
vez el espejo cambió y contempló una habitación con
tapices de desvergonzadas escenas, donde, sobre un
lecho de carmesí brillante como el fuego, la princesa
Ulúa estaba sentada con sus últimos amantes entre el
humear de los incensarios de oro.

Maravillándose al contemplar el espejo, Almazaín
presenció algo extraño: los vapores de los incensarios,
que se elevaban espesa y voluminosamente, iban
tomando de minuto en minuto la forma de aquellas
mismas apariciones que le habían atormentado du-
rante tanto tiempo. Surgieron y se multiplicaron
hasta que la cámara estuvo llena con la descendencia
del infierno y el vómito de la carroña hendida. Entre
Ulúa y el amante que se sentaba a su derecha, que
era un capitán de la guardia real, se enroscó una
lamia monstruosa, rodeándolos a los dos con sus
serpenteantes volúmenes y aplastándolos con su pe-
cho humano; cerca de su izquierda apareció un
cadáver medio comido por los gusanos, riendo con
dientes sin labios de los que se desprendían larvas que
cayeron sobre Ulúa y el otro amante, que era un
caballerizo real. Y expendiéndose como los vapores del
caldero de alguna bruja, aquellos otros horrores se
lanzaron sobre el lecho de Ulúa con baboseos y
manoseos obscenos.

Como la señal de una marca infernal, el horror
apareció en las facciones del capitán, y el caballerizo

ante esto y un terror que recordaba una pálida llama
encendida en simas sin sol, apareció en los ojos de
Ulúa, y sus pechos temblaron bajo sus atavíos.
Entonces, en un segundo, la habitación en el espejo
comenzó a balancearse violentamente y los incensa-
rios se volcaron sobre las palpitantes losas; las
lascivas colgaduras se sacudieron y se hincharon
como las velas de una nave en la tormenta. En el
suelo aparecieron grandes grietas, y bajo el lecho de
Ulúa se formó rápidamente una sima que después se
ensanchó de pared a pared. La habitación se hundió y
la princesa y sus dos amantes, con todos sus horroro-
sos enviados a su alrededor, fueron tumultuosamente
arrojados al abismo.

Después el espejo se oscureció y Amalzaín contem-
pló por un instante las pálidas torres de Miraab
tambaleándose y cayendo, recortadas contra unos
cielos negros como el adamanto. El propio espejo
temblaba y la velada imagen de metal que lo sostenía
comenzó a inclinarse; estuvo a punto de caer, y la
casa de Sabmón tembló con el paso del terremoto,
pero al estar sólidamente construida, se mantuvo
firme, mientras las mansiones y palacios de Miraab
quedaban en ruinas.

Cuando la tierra hubo dejado de temblar, Sabmón
salió de su oratorio.

--No es necesario moralizar sobre lo que ha
sucedido--dijo~. Has aprendido la verdadera natu-
raleza del deseo carnal y has visto asimismo la
historia de la corrupción mundana. Ahora, puesto
que eres sabio, pronto te volverás hacia aquellas cosas
que son incorruptibles y están más allá del mundo.

A partir de entonces, y hasta la muerte de Sabmón,
Amalzaín vivió con él y se convirtió en su único
discípulo de la ciencia de las estrellas y de las ocultas
artes del encantamiento y la magia.
EL D~OS DE LOS MUERTOS

--Mordiggian es el dios de Zul-Bha-Sair--dijo el
posadero con suntuosa solemnidad--. El ha sido el
dios desde tiempos perdidos en sombras más profun-
das que los subterráneos de su negro templo para la
memoria del hombre. No hay otro dios en Zul-Bha-
Sair. Y todos los que mueren dentro de las murallas
de la ciudad son consagrados a Mordiggian. Hasta los
reyes y los magnates, cuando mueren, son dejados en
manos de sus embozados sacerdotes. Esta es la ley y
la costumbre. Dentro de un rato los sacerdotes
vendrán a recoger a tu prometida.

--Pero Elaith no está muerta--protestó por terce-
ra o cuarta vez el joven Phariom, con penosa desespe-
ración--. Su enfermedad es tal que asume la inerte
semejanza de la muerte. Dos veces antes de ahora ha
yacido insensible, con sus mejillas pálidas y una
inmovilidad en su propia sangre que apenas podía
distinguirse de la tumba, y dos veces se ha despertado
después de un intervalo de varios días.

El posadero, con aire de apreciativa incredulidad,
observó a la muchacha que yacía blanca e inmóvil,
como un lirio segado, sobre el lecho de la cámara
abuhardillada pobremente amueblada.

--En tal caso no debieras haberla traído a Zul-
Bha-Sair --advirtió en tono de búho irónico--. El
médico la ha dado por muerta y su muerte ha sido
notificada a los sacerdotes. Debe ir al templo de
Mordiggian.

--Pero somos extranjeros, huéspedes por una no-
che. Venimos del país de Xylac, allá al norte, y esta
mañana debiéramos haber seguido por Tasuun hacia
Pharaad, la capital de Yoros, que se encuentra cerca
del mar meridional. Ciertamente, tu dios no tiene
ningún derecho sobre Elaith, aunque estuviese verda-
deramente muerta.

--Todo aquel que muere en Zul-Bha-Sair es pro-
piedad de Mordiggian--insistió el tabernero senten-
ciosamente--. Los forasteros no están exentos. El
oscuro buche de su templo está eternamente abierto y
ningún hombre, mujer ni niño, a través de los años,
se ha evadido de su espera. Toda carne mortal debe
convertirse, a su debido tiempo, en alimento del dios.

Phariom se estremeció ante la untuosa y portentosa
declaración.

--He oído cosas vagas sobre Mordiggian, una
leyenda relatada por los viajeros en Xylac --admi-
tió--. Pero había olvidado el nombre de su ciudad, y
Elaith y yo entramos ignorantemente en Zul-Bha-
Sair... Incluso si la hubiera conocido habría dudado
de esta terrible costumbre que me cuentas... ¿Qué
clase de deidad es ésta que imita a las hienas y a los
buitres? Ciertamente, eso no es un dios, sino un
vampiro .

--Ten cuidado no caigas en una blasfemia--advir-
tió el posadero--. Mordiggian es viejo y omnipotente
como la misma muerte. Fue adorado en antiguos
continentes, antes de que Zothique surgiera del mar.
Por él nos salvamos de la corrupción y del gusano. De
la misma forma que los pueblos de todos países
entregan sus muertos a la llama que todo lo consume,
nosotros, los de Zul-Bha-Sair, entregamos los nues-
tros al dios. Su santuario es terrible, un lugar de
terror y sombras oscuras donde el sol no penetra, allí
los sacerdotes llevan a los muertos y los depositan
sobre una vasta mesa de piedra para que esperen su
salida de la cámara interior donde habita. Ningún
hombre vivo, aparte de los sacerdotes, lo ha visto
alguna vez, y los rostros de los sacerdotes se ocultan
bajo máscaras de plata; hasta sus manos están
cubiertas, para que los hombres no puedan ver a
aquellos que han visto a Mordiggian.

--Pero hay un rey en Zul-Bha-Sair, ¿no es cierto?
Apelaré ante él contra esta odiosa y horrible injusticia.
Ciertamente me escuchará.

--Phenquor es el rey, pero no podría ayudarte
aunque lo desease. Tu apelación no será ni tan
siquiera escuchada. Mordiggian está por encima de
todos los reyes y su ley es sagrada. ¡Calla. . . ! Ya llegan
los sacerdotes.

Phariom, con el corazón enfermo por el terror y la
crueldad del destino que amenazaba a su joven
esposa en esta desconocida ciudad de pesadilla, oyó
un siniestro y constante crujir de las escaleras que
conducían a la buhardilla de la posada. El sonido se
acercaba con una rapidez sobrehumana y cuatro
extrañas figuras entraron en la habitación, pesada-
mente vestidas de un fúnebre color púrpura y llevan-
do enormes máscaras de plata esculpidas a semejanza
de cráneos. Era imposible adivinar su apariencia real,
porque, como había insinuado el tabernero, incluso
sus manos estaban ocultas por una especie de mitones
y las túnicas purpúreas descendían formando suelto-c
pliegues que se arrastraban por debajo como las
vendas de una momia desenroscándose. Había horror
en ellos, del que las macabras máscaras sólo era una
parte poco importante; un horror que residía princi-
palmente en sus innaturales actitudes agazapadas ;-
en la agilidad bestial con que se movían, sin ser
molestados por sus farragosas vestiduras.

Entre ellos portaban un curioso ataúd, hecho de
162 Zothique

cintas de cuero entrelazadas con huesos monstruosos
que servían de armazón y sujeción. La piel estaba
grasienta y ennegrecida, como por largos años de uso
mortuorio. Sin dirigir la palabra ni a Phariom ni al
posadero, y sin ningún tipo de espera o formalidad,
avanzaron hacia el lecho donde yacía Elaith.

Indiferente a su más que formidable aspecto y
totalmente fuera de sí de pena e ira, Phariom sacó de
su cinto un pequeño cuchillo, la única arma que
poseía. Sin hacer caso del amenazador grito del
tabernero, se lanzó salvajemente contra las emboza-
das figuras. Era rápido y musculoso, y además estaba
vestido con un atuendo ligero y ceñido al cuerpo, lo
que aparentemente le daría cierta ventaja.

Los sacerdotes estaban de espaldas, pero como si
hubiesen adivinado todas sus accione~, dos de ellos se
volvieron con la rapidez del tigre, dejando caer los
mangos de hueso que llevaban. Uno hizo caer el
cuchillo de la mano de Phariom con un movimiento
que el ojo apenas podía seguir en su serpenteante
descenso. Después los dos le atacaron, haciéndole
retroceder con terroríficos golpes de sus brazos es-
condidos bajo los mantos y acosándole por la habita-
ción hacia una esquina vacía. Atontado por la caída,
yació sin sentido durante unos minutos.

Recobrándose confusamente, contempló con ojos
borrosos la masa del pesado tabernero inclinándose
sobre él como una luna del color del sebo. El
pensamiento de Elaith, más agudo que el golpe de
una daga, le devolvió a una agonizante conciencia.
Escudriñó temerosamente la penumbrosa habitación
y vio que los enfajados sacerdotes habían desapareci-
do y que la cama estaba vacía. Oyó el rotundo y
sepulcral graznido del posadero:

--Los sacerdotes de Mordiggian son misericordio-
sos, disculpan el frenesí y la pena de los recientemente
afligidos por una pérdida. Has tenido suerte de que
El dios de los muertos 163

sean compasivos y considerados con las debilidades de
los mortales.

Phariom se puso en pie de un salto, como si su
amoratado y dolorido cuerpo hubiese sido alcanzado
por un fuego repentino. Deteniéndose únicamente
para recoger su cuchillo, que continuaba en medio de
la habitación, se encaminó hacia la puerta. Le detuvo
la mano del posadero, agarrándole, grasienta, por el
hombro.

--Ten cuidado, no sea que sobrepases los límites
de la bondad de Mordiggian. No es bueno seguir a
sus sacerdotes..., y es peor penetrar en la mortal y
sagrada penumbra de su templo.

Phariom apenas oía el consejo. Se liberó apresura-
damente de los odiosos dedos y se volvió para
marcharse, pero la mano le sujetó de nuevo:

--Por lo menos, págame el dinero que me debes
por la comida y el alojamiento antes de partir--pidió
el posadero--. También está el asunto del salario del
médico, que yo puedo arreglar por ti si me confías la
suma adecuada. Paga ahora..., porque no es seguro
que regreses.

Phariom sacó la bolsa que contenía toda su riqueza
en el mundo y llenó la palma que se engarfiaba
avariciosamente ante él con monedas que no se
detuvo a contar. Sin una palabra de despedida ni una
mirada hacia atrás, descendió por las desgastadas y
mohosas escaleras de aquella hostelería comida por
los gusanos, como si le persiguiese un íncubu, y salió
a las penumbrosas y serpenteantes calles de Zul-Bha-
Sair.

Quizá la ciudad se diferenciaba poco de las demás,
excepto en que era más vieja y más oscura, pero para
Phariom, en el extremo de la angustia, el camino que
seguía era como un conjunto de corredores subterrá-
neos que sólo conducían a un profundo y monstruoso
osario. El sol había salido por encima de las apiñadas
casas, pero a él le parecía que no había más luz que
un resplandor perdido y engañoso, tal como el que
desciende a las profundidades mortuorias. La gente
seguramente era muy parecida a la de otros lugares,
pero él los veía bajo un aspecto maléfico, como si
fuesen vampiros y demonios que fuesen de un lado a
otro con las actividades fantasmales de una necró-
polis.

En medio de su pena, recordó amargamente la
tarde anterior, cuando al atardecer había entrado en
Zul-Bha-Sair con Elaith, la muchacha montando el
úllico dromedario que había sobrevivido su paso por
el desierto septentrional y él caminando a su lado,
cansado pero contento. La ciudad les había parecido
una bella y desconocida metrópoli de ensueño, con el
púrpura rosado del ocaso sobre sus murallas y
cúpulas y los dorados ojos de las ventanas ilumina-
das; habían planeado descansar allí durante un día o
dos, antes de reanudar el largo y arduo viaje a
Pharaad, en Yoros.

Este viaje fue emprendido únicamente por razones
de necesidad. Phariom, un joven pobre de sangre
noble, había sido exiliado a causa de las creencias
políticas y religiosas de su familia, que no estaban de
acuerdo con las del emperador reinante, Caleppos.
Acompañado por su recién tomada esposa, Phariom
salió en dirección a Yoros, donde algunas ramas
amigas de la casa a la que pertenecía ya se habían
establecido y le darían una acogida fraternal.

Viajaron con una gran caravana de mercaderes,
dirigiéndose directamente al sur de Tasuun. Detrás
de las fronteras de Xylac, entre las rojas arenas del
desierto Celotio, la caravana había sido atacada por
bandidos que mataron a muchos de sus componentes
y dispersaron a los demás. Phariom y su esposa,
escapando con sus dromedarios, se habían encontrado
perdidos y solos en el desierto y, sin volver a
encontrar el camino de Tasuun, tomaron por error
otra ruta que conducía a Zul-Bha-Sair, una metrópoli
rodeada de murallas en el extremo sudoriental del
desierto, que no había estado incluida en su itine-
rario.

Al entrar en Zul-Bha-Sair, la pareja se había
detenido por razones de economía en una taberna del
barrio más humilde. Allí, durante la noche, a Elaith
le sobrevino el tercer ataque de la enfermedad
cataléptica a la que era propensa. Los primeros
ataques, que habían ocurrido antes de su matrimonio
con Phariom, fueron reconocidos en su verdadera
naturaleza por los médicos de Xylac y aliviados por
un hábil tratamiento. Se esperaba que la enfermedad
no volvería. Sin duda, este tercer ataque había sido
provocado por las fatigas y penalidades del viaje.
Phariom estaba seguro de que Elaith se recobraría,
pero un doctor de Zul-Bha-Sair, llamado urgente-
mente por el posadero, insistió en que estaba real-
mente muerta, y en obediencia a la extraña ley de la
ciudad, había informado sin tardanza de su muerte a
los sacerdotes de Mordiggian. Las frenéticas protestas
del esposo fueron por completo ignoradas.

Aparentemente había una diabólica fatalidad en
toda la secuencia de circunstancias por la cual Elaith,
todavía viva pero con el aspecto exterior de muerte
que le daba su enfermedad, había caído en las garras
de los devotos del dios de los muertos. Phariom
ponderó esta fatalidad casi hasta la locura, mientras
caminaba con una prisa furiosa y sin sentido a lo
largo de las calles eternamente tortuosas y abarro-
tadas.

A la escalofriante información recibida del taberne-
ro fue añadiendo las leyendas, tardíamente recorda-
das, que había oído en Xylac. Ciertamente, mala y
dudosa era la reputación de Zul-Bha-Sair; le maravi-
lló haberle olvidado y se maldijo a sí mismo con
negras maldiciones por su temporal, pero fatal,
olvido. Mejor habría sido que él y Elaith hubiesen
perecido en el desierto, antes que traspasar las
amplias puertas que siempre permanecían abiertas,
esperando a su presa, como era la costumbre en
Zul-Bha-Sair.

La ciudad era un importante centro comercial,
donde viajeros de otras tierras llegaban, pero no se
atrevían a quedarse a causa del repulsivo culto de
Mordiggian, el invisible devorador de los muertos que
se creía compartía sus provisiones con los enmas-
carados sacerdotes. Se decía que los cadáveres yacían
durante días en el oscuro templo, sin ser devorados
hasta que la corrupción hubiese comenzado. Y la
gente hablaba de cosas peores que 1~ necrofagia.
rituales blasfemos solemnemente representados en las
cámaras infestadas de vampiros y cosas inombrables
que hacían con los muertos antes de que Mordig-
gian los reclamase para sí. En todos los países
alejados, el destino de aquellos que morían en Zul-
Bha-Sair era una palabra horrorosa y una maldi-
ción. Pero para la gente de la ciudad, educada en la
fe de aquel dios vampírico, era simplemente la forma
usual y esperada de deshacerse de los muertos.
Tumbas, cuevas, catacumbas, piras funerarias y otras
cosas por el estilo se hacían innecesarias con una
deidad tan utilitaria.

Phariom se sintió sorprendido al ver a los habitan-
tes de la ciudad ocupados con las cotidianas tareas de
la vida. Pasaban mozos de cuerda con balas de
mercancía sobre los hombros. Los mercaderes se
agitaban en sus puestos como todos los mercaderes.
Compradores y vendedores regateaban a gritos en
los mercados públicos. Las mujeres reían y charlaban
a la puerta de las casas. Unicamente podía distinguir
a los hombres de Zul-Bha-Sair de los que eran, como
él, extranjeros por sus voluminosas túnicas rojas,
negras y violetas, y por sus extraños y groseros
acentos. La lobreguez de la pesadilla comenzó a
desaparecer de sus sensaciones y, gradualmente, el
espectáculo de humanidad cotidiana a su alrededor
sirvió para calmar un poco su salvaje dolor y su
desesperación. Nada podía disipar el horror de su
pérdida y el abominable destino que amenazaba a
Elaith. Pero ahora, con una fría lógica nacida de la
cruel exigencia, comenzó a considerar el, en aparien-
cia, imposible problema de rescatarla del templo del
dios-vampiro.

Compuso un poco su expresión y refrenó su paso
febril hasta convertirlo en ocioso vagabundeo, de
forma que nadie pudiera adivinar las preocupaciones
que le devoraban. Fingiendo estar interesado en las
mercancías de un vendedor de adornos masculinos,
inició una conversación el comerciante relativa a
Zul-Bha-Sair y sus costumbres, haciendo el tipo de
preguntas que serían lógicas en un viajero de tierras
lejanas. El tratante era charlatán y Phariom pronto se
enteró de la situación del templo de Mordiggian, que
se alzaba en el centro de la ciudad. También se
enteró de que el templo estaba abierto a todas horas y
que la gente era libre de entrar y salir en su recinto.
Sin embargo, no había más rituales de adoración que
ciertas ceremonias privadas que eran celebradas por
los sacerdotes. Pocos se atrevían a entrar en el
templo, debido a una superstición de que cualquier
persona viva que hollase su penumbra volvería pronto
como alimento para el dios.

Mordiggian, aparentemente, era una deidad be-
nigna a los ojos de los habitantes de Zul-Bha-Sair.
Resultaba bastante curioso que no se le atribuyese
ningún atributo personal determinado. Era, por así
decirlo, una fuerza impersonal parecida a los elemen-
tos...; una energía que consumía y purificaba, como
el fuego. Sus acólitos eran igualmente misteriosos,
168 Zothique

vivían en el templo y sólo emergían de él para ejecutar
sus deberes fúnebres. Nadie conocía en qué forma
eran reclutados, pero muchos creían que había tanto
hombres como mujeres, renovando así su número de
generación en generación, sin ningún contacto con el
exterior. Otros creían que no eran seres humanos en
absoluto, sino una especie de entidades terrestres
subterráneas que vivían eternamente, y que, como el
propio dios, se alimentaban de los cadáveres. En los
últimos años, y a partir de esta creencia, había
surgido una herejía de poca importancia, pues algu-
nos sostenían que Mordiggian era una mera invención
hierática y que los sacerdotes eran los únicos que se
comían a los muertos. El comerciante, al mencionar
esta herejía, se apresuró a condenarla con piadosa
reprobación.

Phariom charló un rato sobre otros temas y después
continuó su progreso por la ciudad, dirigiéndose tan
directamente hacia el templo como se lo permitían las
oblicuas callejuelas. No había formado un plan
conscientemente, pero deseaba reconocer las proxi-
midades. El único detalle esperanzador de todo
cuanto le había dicho el tratante era que el santuario
se encontraba abierto y resultaba accesible a todos los
que se atrevían a entrar. Sin embargo, lo extraordina-
rio de visitantes llamaría la atención sobre Phariom, y
éste deseaba, sobre todo, no llamar la atención. Por
otra parte, cualquier intento de retirar un cuerpo del
templo era aparentemente algo nunca oído..., algo
demasiado audaz hasta para los sueños de Zul-Bha-
Sair. Debido a la misma temeridad de su designio,
qui%á evitase sospechas y consiguiese rescatar a
Elaith.

Las calles que recorría comenzaron a inclinarse y
estrecharse, eran más oscuras y tortuosas que las que
atravesara antes. Durante un rato pensó que se había
equivocado de camino, e iba a pedir a los transeúntes
El dios de los muertos 169

que le indicasen la dirección cuando cuatro sacerdo-
tes de Mordiggian, llevando uno de aquellos curiosos
ataúdes de hueso y cuero que parecían literas,
salieron justo delante de él por una antigua calleja.

El ataúd estaba ocupado por el cuerpo de una
muchacha; durante un momento de agitación y
temblor convulsivo que le dejó temblando, Phariom
pensó que la muchacha era Elaith. Al volver a mirar
comprendió su error. La túnica de la muchacha,
aunque sencilla, estaba hecha corl algún extraño
tejido exótico. Sus facciones, aunque tan pálida
como las de Elaith, estaban coronadas por rizos como
pétalos de pesadas amapolas negras. Su belleza, ca-
liente y voluptuosa incluso en la muerte, se diferen-
ciaba de la rubia pureza de Elaith como las azucenas
tropicales se diferencian de los narcisos.

Silencioso y manteniendo una distancia prudente,
Phariom siguió a las tétricas figuras cubiertas con su
preciosa carga. Vio que la gente abría paso al ataúd
con aterrorizada e incuestionable presteza y las altas
voces de los mercachifles y chalanes se acallaban
cuando pasaban los sacerdotes. Oyendo al pasar una
conversación entre dos de los ciudadanos, se enteró
de que la muchacha muerta era Arctela, hija de
Quaos, un noble y alto magistrado de Zul-Bha-Sair.
Había muerto muy rápida y misteriosamente por
alguna causa desconocida para el médico, que no
había afectado ni estropeado su belleza en lo más
mínimo. Algunos sostenían que un veneno indetecta-
ble y no una enfermedad fue la causa de su muerte,
mientras que otros la daban por víctima de alguna
maléfica hechicería.

Los sacerdotes continuaban su camino y Phariom
les siguió lo mejor que pudo sin perderles de vista por
el ciego laberinto de calles. La pendiente se hizo más
pronunciada, sin permitir una perspectiva clara de los
niveles bajos, y las casas parecían apiñarse más, como
170 Zothique

si se resguardasen de un precipicio. Finalmente, el
joven emergió tras sus macabros guías en una especie
de agujero circular en el centro de la ciudad, donde el
templo de Mordiggian sobresalía- solo y separado
sobre un pavimento de triste ónice y entre funerarios
cedros cuyo verdor estaba ennegrecido como por las
eternas sombras de los cadáveres legados por las
edades muertas.

El edificio estaba construido en una piedra extra-
ña, del tono púrpura negruzco de la podredumbre
carnal, una piedra que rehuía el ardiente brillo del
mediodia y la prodigalidad de la aurora o la gloria del
ocaso. Era bajo y no tenía ventanas, en la ~orma de un
mausoleo monstruoso. Sus puertas bostezaban sepul-
cralmente en la penumbra de los cedros.

Phariom observó a los sacerdotes cuando éstos se
desvanecieron por las puertas, cergados con la mu-
chacha Arctela como fantasmas llevando una carga
fantasmal. La amplia zona pavimentada entre las
casas que reculaban y el templo estaba vacía en aquel
momento, pero no se atrevió a cruzarla en el resplan-
dor de la traicionera luz del día. Bordeando la zona,
vio que había varias entradas más al gran santuario,
todas abiertas y sin guardias. No se apreciaba ninguna
señal de actividad en los alrededores, pero se estreme-
ció ante la idea de lo que se ocultaba en el interior de
aquellas murallas, de la misma forma que el festín de
los gusanos es ocultado por la tumba de mármol.

Como los vómitos de un cadáver, las abominacio-
nes de lo que había oído surgieron ante él a la luz del
sol y de nuevo estuvo al borde de la locura sabiendo
que Elaith tenía que yacer entre los muertos, en el
templo, con la pestilente sombra de cosas semejantes
sobre ella, y que él, consumido por un frenesí
inagotable, tenía que esperar el manto favorable de la
oscuridad antes de poder ejecutar su nebuloso y
dudoso plan de rescate. Mientras tanto, ella podría
El dios de los muertos 171

despertarse y morir ante el horror mortal de lo que la
rodeaba..., o podría pasar algo todavía peor, si las
historias que se susurraban eran ciertas...

Abnon-Tha, hechicero y nigromante, se felicitaba a
sí mismo por el trato que había hecho con los
sacerdotes de Mordiggian. Le parecía, y quizá con
justicia, que nadie menos inteligente que él podría
haber concebido y ejecutado los diversos procedi-
mientos que habían hecho este trato posible, por el
que Arctela, hija del orgulloso Quaos, se convertiría
en su indudable esclava. Ningún otro amante, se dijo
a sí mismo, podría haber sido lo bastante resuelto
como para obtener a la mujer deseada de esta forma.
Arctela, prometida a Alos, un joven noble de la
ciudad, estaba aparentemente más allá de las aspira-
ciones de un hechicero. Sin embargo, Abnón-Tha no
era un mago vulgar, sino un adepto grandemente
versado en los más terribles y profundos secretos de
las negras artes. Conocía los conjuros que matan a
distancia con más rapidez y seguridad que el cuchillo
o el veneno, y conocía también los conjuros más
poderosos por los que los muertos pueden ser reani-
mados, incluso después de siglos de podredumbre.
Había asesinado a Arctela de forma que nadie podría
detectar, con una invocación extraña y sutil que no
había dejado marca, y su cuerpo se encontraba ahora
entre los muertos, en el templo de Mordiggian. Esta
noche, con el permiso tácito de los sacerdotes, la
volvería de nuevo a la vida.

Abnón-Tha no había nacido en Zul-Bha-Sair, sino
que vino muchos años antes de la infame y semi-
mítica isla de Sotar, que se encontraba en algún
punto al este del gigantesco continente de Zothique.
Como un astuto y joven buitre, se estableció a la
propia sombra del santuario de los muertos y había
prosperado mucho, tomando alumnos y asistentes.
Sus tratos con los sacerdotes eran largos y extensos
y el trato que acababa de hacer estaba lejos de ser el
primero de su clase. Le habían permitido el uso
temporal de los cuerpos reclamados por Mordiggian,
estipulando únicamente que aquellos cuerpos no
serían sacados del templo durante el curso de ningu-
no de-sus experimentos en nigromancia. Puesto que el
privilegio era ligeramente irregular desde su punto de
vista, había hallado necesario sobornarlos, no con
oro, sin embargo, sino con la promesa de un generoso
suministro de algo más siniestro y corruptible que el
oro. El pacto había sido bastante satisfactorio para
todos los implicados: desde la llegada del hechicero,
los cadáveres entraban en el templo en más abundan-
cia de lo norrnal, al dios no le habían faltado
provisiones, y a Abnón-Tha nunca le faltaron sujetos
sobre los que emplear sus siniestros conjuros.

En general, Abnón-Tha no estaba descontento de sí
mismo. Reflexionó además que, aparte de su maes-
tría en la magia y su ingenuidad llena de artificios,
estaba a punto de manifestar un coraje inigualado.
Había planeado un robo que equivaldría a un horri-
ble sacrilegio; sacar el cuerpo reanimado de Arctela
del templo. Robos semejantes--de cadáveres anima-
dos o inanimados-- y el castigo que merecían era
únicamente un asunto de leyenda, porque en los
últimos siglos no había ocurrido ninguno. Según la
creencia general, el destino de aquellos que lo habían
intentado y habían fallado era tres veces terrible. El
nigromante no era ciego a los riesgos de su empresa,
ni, por otra parte, se sentía disuadido o intimidado
por ellos.

Sus dos ayudantes, Narghai y Vemba-Tsith, adver-
tidos de su intención, habían realizado, con todo el
secreto debido, los preparativos para la fuga de
Zul-Bha-Sair. Seguramente, la fuerte pasión que el
mago había concebido por Arctela no era el único
motivo para abandonar la ciudad. Estaba deseoso del
cambio, porque se había cansado un poco de las
extrañas leyes que, en realidad, servían para restrin-
gir sus prácticas nigrománticas, aunque en otro
sentido las facilitasen. Planeaba viajar hacia el sur y
establecerse en una de las ciudades de Tasuun, un
imperio famoso por el número y antiguedad de sus
momias.

El momento del ocaso se acercaba. Cinco dromeda-
rios, entrenados para correr, esperaban en el patio
interno de la casa de Abnón-Tha, una mansión alta y
desmoronada que parecía inclinarse hacia delante
sobre la abierta zona circular que pertenecía al
templo. Uno de los dromedarios llevaría un fardo
conteniendo los libros más valiosos, manuscritos y
otros utensilios mágicos del hechicero. Sus compañe-
ros llevarían a Abnon-Tha, los dos ayudantes... y a
Arctela.

Narghai y Vemba-Tsith se presentaron ante su amo
para decirle que todo estaba dispuesto. Ambos eran
mucho más jóvenes que Abnón-Tha, pero, como él,
eran extranjeros en Zul-Bha-Sair. Pertenecían al
atezado pueblo de Naat, una isla cuya mala fama casi
igualaba a la de Sotar, poblada por gente de ojos
estrechos.

--Está bien--dijo el nigromante, mientras perma-
necían con los ojos bajos ante él, después de anunciar
esto--. Sólo tenemos que esperar la hora favorable. A
medio camino entre el ocaso y la salida de la luna,
cuando los sacerdotes estén cenando en la sala
interior, entraremos en el templo y haremos lo que
haya que hacer para la resurrección de Arctela. Ellos
comerán bien esta noche, porque sé que muchos de
los muertos están maduros sobre la gran mesa del
santuario superior, y quizá Mordiggian también co-
ma. Nadie vendrá a vigilar lo que hagamos.
174 Zothique

--PerG amo --dijo Nar,~hai, estremeciéndose un
poco por debajo de su túnica, de rojo nacarado--,
después de todo, ¿es sabio hacer una cosa así?
¿Debes arrancar la muchacha del templo? Antes de
esto, siempre te has contentado con el breve préstamo
permitido por los sacerdotes y les ha devuelto los
muertos en el estado requerido de inanimación. En
verdad, ¿es b~no violar la ley del dios? Se dice que
la ira de Mordiggian, aunque pocas veces provocada,
es más terrible que la ira de todas las demás
deidades. Por esta razón, nadie ha intentado enga-
ñarle durante los últimos años, ni ha osado retirar
ningún cadáver de su santuario. Se dice que, hace
mucho tiempo, un alto personaje de la ciudad se llevó
de allí el cuerpo de una mujer a la que había amado y
huyó con él al desierto, pero los sacerdotes le
persiguieron, corriendo a más velocidad que los
chacales...; el destino que le correspondió es algo
sobre lo que aún las leyendas susurran débilmente.

--Yo no temo ni a Mordiggian ni a sus criaturas
--dijo Abnón-Tha con una solemne vanagloria en su
voz--. Mis dromedarios pueden correr más que los
sacerdotes..., incluso concediendo que los sacerdotes
no sean hombres, sino vampiros, como dicen algunos.
Y no hay muchas probabilidades de que nos sigan;
después de su festín de hoy, dormirán como buitres
ahítos. La mañana nos encontrará lejos en el camino
de Tasuun, antes de que despierten.

--El amo tiene razón --interpoló Vemba-Tsith--.
No tenemos nada que temer.

--Pero se dice que Mordiggian no duerme--insis-
tió Narghai--, y que lo vigila todo eternamente desde
la negra cámara bajo el templo.

--Eso he oído--dijo Abnón-Tha, con aire seco y
suficiente--. Pero considero que tales creencias son
simples supersticiones. En la verdadera naturaleza de
las entidades que se alimentan de cadáveres, no hay

El dios de los muertos

nada que las confirme. Hasta ahora yo nunca he visto
a Mordiggian, ni dormido ni despierto, pero por
todas las probabilidades, se trata simplemente de un
vampiro vulgar. Conozco esos demonios y sus cos-
tumbres. Sólo difieren de las hienas por su forma
monstruosa, su tamaño y su inmortalidad.

--Aun así, considero que engañar a Mordiggian no
es cosa buena--musitó Narghai por lo bajo.

Las palabras fueron captadas por el fino oído de
Abnón -Tha .

--No, no se trata de un engaño. He servido bien a
Mordiggian y sus sacerdotes y he aprovisionado
generosamente su negra mesa. Además, en cierto
modo guardaré lo pactado en lo que se refiere a
Arctela: enviaré un nuevo cadáver a cambio de mi
privilegio nigromántico. Mañana, el joven Alos, el
prometido de Arctela, ocupará su lugar entre los
muertos. Ahora marchaos y dejadme, porque debo
pensar un conjuro interior que pudra el corazón de
Alos, como un gusano que se despierte en el corazón
de un fruto.

A Phariom, enfebrecido y desesperado, le parecía
que aquel día sin nubes transcurría con la lentitud de
un río atestado de cadáveres. Incapaz de calmar su
agitación, deambuló sin rumbo por los concurridos
bazares hasta que las torres occidentales se oscure-
cieron sobre un cielo azafranado, y el atardecer surgió
como un mar gris y encrespado sobre las casas.
Después volvió a la posada donde Elaith había sido
atacada por la enfermedad y reclamó el dromedario
que había dejado en el establo. Cabalgando a través
de penumbrosas callejuelas, iluminadas únicamente
por el débil resplandor de lámparas o velas que
venían de las ventanas medio cerradas, encontró, una
vez más, el camino hacia el centro de la ciudad.
176

Zothique

La penumbra se había espesado hasta convertirse
en oscuridad cuando llegó al área despejada que
rodeaba el templo de Mordiggian. Las ventanas de las
mansiones que daban a la zona estaban cerradas y sin
luz, como si fuesen ojos muertos, y el mismo santua-
rio, una colosal masa de negrura, estaba tan oscuro
como cualquier mausoleo bajo las apiñadas estrellas.
No parecía que nadie se moviese en el exterior, y
aunque la quietud era favorable a sus proyectos,
Phariom tembló con un estremecimiento de mortal
amenaza y desolación. Los cascos de su camello
sonaban sobre el pavimento con un sonido inquietan-
te y sobrenatural y pensó que los oídos de los ocultos
vampiros, escuchando alertas detrás del silencio,
tendrían que oírlos.

Sin embargo, en aquella oscuridad sepulcral no
había atisbos de vida. Alcanzando el asilo de uno de
los espesos grupos de viejos cedros, desmontó y ató el
dromedario a una rama que crecía baja. Escondién-
dose entre los árboles, como una sombra entre
sombras, se aproximó al templo con infinita cautela y
lo rodeó lentamente, viendo que sus cuatro partes,
que correspondían a los cuatro cuadrantes de la
Tierra, estaban todas igualmente abiertas, oscuras y
desiertas. Volviendo por fin a la puerta oriental,
donde había dejado su camello, se envalentonó para
entrar en los negros y amenazadores portales.

Al cruzar el umbral se vio inmediatamente envuelto
por una oscuridad muerta y pegajosa, aromatizada
por un vago hedor de podredumbre y el olor a carne y
huesos quemados. Advirtió que se encontraba en un
pasillo gigantesco, y palpando el camino hacia delan-
te por la pared de la derecha, pronto llegó a un
repentino recodo y vio un resplandor azulado mucho
más adelante, como si fuese algún salón central
donde terminaba el corredor. Contra el resplandor se
silueteaban unas columnas impresionantes, y al acer-

El dios de los muertos 177

carse más vio cruzar a varias figuras oscuras y
embozadas, que presentaban el perfil de unos cráneos
enormes. Dos de ellos compartían la carga de un
cuerpo humano que llevaban en sus brazos. A
Phariom, que se había detenido en el sombrío salón,
le pareció que el vago olor de putrescencia que
flotaba en el aire se hacía más fuerte durante unos
cuantos minutos después de que las figuras desapa-
recieron .

Ninguna otra figura les seguía y el santuario
recuperó su tranquilidad de mausoleo. Pero el joven
esperó durante varios minutos, dudoso y temblando,
antes de atreverse a seguir adelante. Una opresión de
misterio sepulcral espesaba el aire y le ahogaba como
los terribles efluvios de las catacumbas. Sus oídos se
volvieron intolerablemente agudos y oyó un confuso
zumbido, un sonido de voces profundas y viscosas
indistinguiblemente mezcladas que parecían salir de
la cripta bajo el templo.

Escurriéndose al fin hasta el extremo del salón,
escudriñó lo que obviamente era el santuario mayor:
una sala baja y con muchos pilares, cuya amplitud
era revelada a medias por los fuegos azulados que
brillaban y parpadeaban en numerosos vasos en
forma de urnas sostenidos en solitario sobre esbeltas
estelas.

Phariom vaciló ante aquel lúgubre umbral porque
los olores mezclados de la carne quemada y podrida
eran más pesados en el aire, como si estuviera más
cerca de sus fuentes, y el espeso zumbido parecía
ascender de una oscura escalera en el suelo, al lado
de la pared izquierda. Pero la habitación, según todas
las apariencias, estaba desprovista de vida y no se
movía nada, excepto las ondulantes luces y sombras.
En el centro percibió la silueta de una amplia mesa,
esculpida en la misma piedra negra que el edificio.
Sobre la mesa, medio iluminadas por la luz de las
178 Zothique

urnas o escudadas en la sombra de las pesadas
columnas, yacían lado a lado unas cuantas personas,
y Phariom supo que había encontrado el altar negro
de Mordiggian donde estaban dispuestos los cadáve-
res reclamados por el dios.

En su pecho, un salvaje y asfixiante temor luchaba
con la esperanza más fuerte. Se acercó a la mesa
temblando y le invadió una frialdad pegajosa, produ-
cida por la presencia de los muertos. La mesa tenía
casi treinta pies de largo y se alzaba a la altura de la
cintura, sostenida por una docena de sólidas patas.
Comenzando por el extremo más cercano, recorrió la
fila de cadáveres, escudriñando temerosamente los
rostros vueltos hacia arriba. Estaban representados
ambos sexos y muchas edades y rangos diferentes.
Nobles y ricos mercaderes se apiñaban junto a los
mendigos de sucios harapos. Algunos estaban recién
muertos y otros, parecía, llevaban días allí, comen-
zando a mostrar señales de descomposición. En la
ordenada fila se veían muchos huecos, lo que sugería
que algunos cadáveres habían sido retirados de allí.
Phariom continuó en la débil luz, buscando los
amados rasgos de Elaith. Al fin, cuando se acercaba
al extremo más lejano y había comenzado a temer
que ella no estuviera entre ellos, la encontró.

Yacía como antes sobre la fría piedra, con la
palidez y tranquilidad de su extraña enfermedad. Un
gran alivio invadió el corazón de Phariom, porque se
sintió seguro de que ella no estaba muerta y de que en
ningún momento había despertado a los horrores del
templo. Si pudiese llevarla lejos de los odiosos alrede-
dores de Zul-Bha-Sair sin que nadie le detuviera se
recobraría de esa enfermedad tan parecida a la
muerte.

Despreocupadamentc, advirtió que otra mujer ya-
cía al lado de Elaith y la reconoció como la hermosa
Arctela. a cuyos portadores había seguido casi hasta
El dios de los muertos

la entrada del templo. No le dirigió una segunda
mirada, sino que se inclinó para elevar a Elaith en sus
brazos.

En aquel momento oyó un murmullo de voces bajas
en la dirección de la puerta por la que había entrado al
santuario. Pensando que quizá alguno de los sacerdo-
tes habría vuelto, se puso a gatas rápidamente y reptó
bajo la enorme mesa que resultaba ser el único
escondite accesible. Retirándose a las sombras, fuera
del resplandor de las majestuosas urnas, esperó y miró
entre las patas de la mesa, tan gruesas como los
pilares.

La voces se hicieron más altas y vio las curiosas
sandalias y las cortas túnicas de tres personas que se
acercaron a la mesa de los muertos y se detuvieron en
el mismo lugar donde él había estado unos cuantos
minutos antes. No podía adivinar quiénes serían, pero
sus vestiduras de rojo claro y oscuro no eran los
atavíos de los sacerdotes de Mordiggian. No estaba
seguro si le habían visto o no, y acurrucándose en el
espejo bajo la mesa sacó su daga de la vaina.

Entonces pudo distinguir tres voces, una solemne y
untuosamente imperativa, otra algo gutural y gruño-
na, y la tercera estridente y nasal. El acento era
extranjero, distinto del de la gente de Zul-Bha-Sair, y
las palabras a menudo extrañas para Phariom. Ade-
más, parte de la conversación le era inaudible.

--...Aquí... en el extremo --decía la voz solem-
ne--. Rápido...; no tenemos tiempo que perder.

--Sí, amo--oyó la voz gruñona--. Pero ¿quién es
esa otra. . . ? Ciertamente es muy hermosa.

Se desarrolló lo que parecía una discusión, en tonos
discretamente bajos. Aparentemente, el poseedor de
la voz gutural quería algo a lo que los otros dos se
oponían. El escucha sólo podía distinguir una pala-
bra o dos de vez en cuando, pero se enteró de que el
nombre de la primera persona era Bemba-Tsith y que
el otro, que hablaba con una estridencia nasal, era
Narghai. Al final se hicieron claramente audibles por
encima de los otros los graves acentos del hombre al
que llamaban únicamente amo.

--No lo apruebo de buena gana... Retrasará nues-
tra partida... y las dos tendrán que montar en el
mismo dromedario. Pero cógela, Vemba-Tsith, si
puedes pronunciar tú solo los conjuros necesarios. Yo
no tengo tiempo para una doble invocación... Será
una buena prueba de tu eficiencia.

Un murmullo de gracias o reconocimientos salió de
Vemba-Tsith. Después la voz del amo:

--Ahora callaos y daos prisa.

A Phariom, que se preguntaba vagamente inquieto
la importancia de este coloquio, le pareció que dos de
los tres hombres se acercaban más a la mesa, como si
se inclinasen hacia los muertos. Oyó un crujido de
tela sobre la piedra, y un instantes después vio que los
tres se marchaban entre las columnas y las estelas, en
una dirección opuesta a aquella por la que habían
entrado en el santuario. Dos de ellos llevaban unos
bultos que brillaban pálida e indistintamente en las
sombras.

Un negro horror atenazó el corazón de Phariom,
porque adivinó con toda claridad la naturaleza de
aquellos bultos... y la posible identidad de uno de
ellos. Rápidamente, salió trepando de su escondite y
vio que Elaith había desaparecido de la mesa negra,
junto con la muchacha Arctela. Vio que las sombrías
figuras se desvanecían en la penurr,bra que envolvía la
pared occidental de la cámara. No podía saber si los
raptores eran vampiros, o algo peor, pero los siguió
rápidamente, olvidado de toda precaución en su preo-
cupación por Elaith.

Alcanzando la pared, encontró la boca de un
corredor y se zambulló en su interior sin dudarlo.
Delante, en algún punto, vio el vago resplandor de
una luz. Después oyó un siniestro rechinar metálico y
el resplandor se estrechó hasta quedar reducido a una
ranura luminosa, como si la puerta de la cámara de
donde provenía hubiese sido cerrada.

Siguiendo la pared a ciegas, llegó a aquella ranura
de luz escarlata. Una puerta de bronce cubierta de
manchas oscuras había sido dejada entornada y
Phariom contempló un escenario extraño y nefando,
iluminado por las llamas sangrientas que cambiaban
constantemente de altura y nacían de unas altas
urnas sostenidas por pedestales oscuros.

La habitación estaba llena de una lujuria sensual
que armonizaba extrañamente con la oscura y fúne-
bre piedra de aquel templo de muerte. Había lechos y
alfombras de materiales soberbios: bermellones, do-
rados, azules plateados y ricos incensarios de metales
desconocidos en las esquinas. En un lado, una mesa
baja estaba cubierta de curiosas botellas y extraños
utensilios, tales como los que son utilizados en
medicina o magia.

Sobre uno de los lechos yacía Elaith, y cerca, en
otro, había sido depositado el cuerpo de la muchacha
Arctela. Los raptores, cuyos rostros contempló Pha-
riom en aquel momento por primera vez, estaban
muy ocupados con extraños preparativos que le
dejaron sumamente perplejo. Su impulso de invadir
la habitación fue reprimido por una especie de
maravilla que le mantuvo extasiado e inmóvil.

Uno de los tres, un hombre alto y de edad madura
a quien identificó como el amo, había reunido varios
extraños recipientes, incluyendo un pequeño brasero
y un incensario, y disponiéndolos en el suelo ante
Arctela. El segundo, un hombre más joven, de ojos
lujuriosos, había dispuesto unos instrumentos simila-
res delante de Elaith. El tercero, que era también
joven y de aspecto siniestro, sólo los contemplaba con
aire inquieto y aprensivo.
Phariom adivinó que los hombres eran hechiceros
cuando, con una destreza nacida de la larga práctica,
encendieron los incensarios y los braseros y comenza-
ron simultáneamente a entonar unas palabras rítmi-
camente medidas en un extraño lenguaje, acompaña-
das por la aspersión, a intervalos regulares, de unos
aceites negros que caían sobre las brasas de los
traseros con un gran silbido elevando enormes nubes
de un humo perlado. Oscuros hilos gaseosos serpen-
teaban de los incensarios, entrelazándose como venas
a través de las vagas y malformadas figuras, semejan-
tes a gigantes fantasmales, formadas por los humos
más ligeros. El hedor de los bálsamos, intolerablemen-
te punzante, llenó la cámara, asaltando y perturban-
do los sentidos de Phariom hasta que la escena
tembló ante sus ojos y adquirió una amplitud imagi-
naria, una distorsión producida por los narcóticos.

Las voces de los nigromantes subían y bajaban
como si estuviesen recitando algún salmo sacrílego.
Imperiosos y exigentes, parecían implorar la consu-
mación de una blasfemia prohibida. Como fantasmas
en procesión, retorciéndose y arremolinándose con
una vida maligna, los vapores se elevaron sobre los
lechos donde yacían la muchacha muerta y la que
mostraba la apariencia exterior de la muerte.

Entonces, mientras los vapores, bullendo sinies-
tramente, se apartaban. Phariom vio que la pálida
figura de Elaith se había agitado como un durmiente
que despertase, que había abierto los ojos y estaba
elevando una débil mano del suntuoso lecho. El
nigromante más joven dejó de cantar interrumpiendo
abruptamente una cadencia, pero los solemnes tonos
del otro continuaron y un hechizo en las piernas y
sentidos de Phariom le impidieron moverse.

Lentamente, los gases se adelgazaron como en una
desbandada de fantasmas. El que lo estaba viendo
todo, vio que la muchacha muerta, Arctcla, se ponía
en pie como una sonámbula. El cántico de Abnón-
Tha, de pie ante ella, llegó sonoramente a su final.
En el tremendo silencio que siguió, Phariom oyó un
débil grito de Elaith y después la jubilosa y profunda
voz de Vemba-Tsith, que se inclinaba sobre ella.

--tObserva, Abnón-Tha! ¡Mis conjuros son más
veloces que los tuyos, porque la que yo he elegido se
despierta antes que Arctela!

Phariom salió de su parálisis, como si hubiese
desaparecido un fatal encantamiento. Empujó la
poderosa puerta de oscurecido bronce, que rechinó
sobre sus goznes con sonidos de protesta. Con la daga
en la mano, se precipitó en la habitación.

Elaith, con los ojos dilatados por una penosa
confusión, se volvió hacia él e hizo un inútil esfuerzo
por levantarse del lecho. Arctela, muda y sumisa ante
Abnón-Tha, parecía no advertir nada, excepto la
voluntad del mago. Era una bella autómata sin alma.
Los hechiceros se volvieron cuando Phariom entró y
saltaron con una agilidad instántanea a su encuentro,
desenvainando las cortas espadas, cruelmente curva-
das, que todos ellos llevaban. Narghai arrancó la
daga de los dedos de Phariom con un rápido golpe,
que desgajó la fina hoj a de la empuñadura, y
Vemba-Tsith, con el arma preparada para descargar-
la, hubiese matado prontamente al joven si Abnón-
Tha no hubiese intervenido ordenándole detenerse.

--Quiero saber el significado de esta intrusión
--dijo el mago--. En verdad eres atrevido al entrar
en el templo de Mordiggian.

--He venido a buscar a esa muchacha que yace
ahí--declaró Phariom--. Ella es Elaith, mi esposa,
que fue reclamada injustamente por el dios. Pero
dime, ¿por qué la has traído a esta habitación desde
la mesa de Mordiggian, y qué tipo de hombres sois
vosotros que resucitáis a los muertos, como habéis
resucitado a esta otra mujer?
--Yo soy Abnón-Tha, el nigromante, y estos otros
son mis discípulos, Narghai y Vemba-Tsith. Dale las
gracias a Vemba-Tsith, que realmente ha hecho
regresar a tu esposa de las moradas de la muerte con
una habilidad que sobrepasa a la de su maestro. ¡Se
despertó antes de que la invocación hubiese ter-
minado!

Phariom contempló a Abnón-Tha con implacable
sospecha.

--Elaith no estaba muerta, sino únicamente en
trance--advirtió--. No es la magia de tu seguidor lo
que la ha despertado. Y, la verdad, el que Elaith esté
viva o muerta no es asunto que concierna a nadie
excepto a mí mismo. Permítenos partir, porque deseo
marcharme con ella de Zul-Bha-Sair, donde sólo
estamos de paso.

Al decir esto volvió la espalda a los nigromantes y
se inclinó sobre Elaith, que le contemplaba con ojos
borrosos, pero que musitó su nombre débilmente
mientras él la oprimía en sus brazos.

--Bueno, esto es una coincidencia asombrosa--di-
jo Abnón-Tha, zalameramente--. Mis seguidores y yo
también planeamos abandonar Zul-Bha-Sair y parti-
mos esta misma noche. Quizá nos honraréis con
vuestra compañía.

--Te lo agradezco --dijo Phariom rudamente--.
Pero nuestros caminos quizá no vayan juntos. Elaith y
yo queríamos ir hacia Tasuun.

--Por el negro altar de Mordiggian que esto es otra
coincidencia aún más extraña, ya que Tasuun también
es nuestro destino. Nos llevamos con nosotros a la
muchacha resucitada, Arctela, a la que he considera-
do como demasiado bella para el dios de los muertos
y sus vampiros.

Phariom adivinó la oscura maldad que se escondía
detrás de las untuosas y burlonas frases del nigro-
mante. Además, vio el signo furtivo y siniestro que
Abnón-Tha había hecho a sus seguidores. Sabía bien
que no le permitirían salir del templo con vida,
porque los estrechos ojos de Narghai y Vemba-Tsith,
que le observaban de cerca, resplandecían con el rojo
deseo de matar.

--Vamos--ordenó Abnón-Tha imperioso--. Ya es
hora de partir.

Se volvió hacia la inmóvil figura de Arctela y
pronunció una palabra desconocida. Con ojos vacíos y
pasos noctámbulos, ella le siguió pegada a sus talones
mientras él se dirigía hacia la puerta abierta. Pha-
riom había ayudado a Elaith a ponerse en pie y le
susurraba palabras de confianza en un esfuerzo para
dulcificar el creciente horror y la confusa alarma que
veía en sus ojos. Podía caminar, aunque lenta y en
forma insegura. Vemba-Tsith y Narghai retrocedieron
haciendo señas de que ella y Phariom les precedieran,
pero Phariom, percibiendo su intento de matarle tan
pronto como les diese la espalda, obedeció involunta-
riamente y miró desesperado a su alrededor en busca
de algo que pudiese utilizar como arma.

Uno de los braseros de metal, lleno de brasas
humeantes, estaba a sus pies. Se inclinó rápidamente,
lo cogió en la mano y se volvió hacia los nigromantes.
Tal y como había sospechado, Vemba-Tsith se acer-
caba sigilosamente con la espada levantada, ya a
punto de golpearle. Phariom arrojó de lleno el
brasero y su reluciente contenido a la cara del
hechicero y Vemba-Tsith cayó con un grito terrible y
ahogado. Narghai, gruñendo ferozmente, saltó ata-
cando al indefenso joven. Su cimitarra resplandeció
siniestramente a la lívida luz de las urnas, mientras la
echaba hacia atrás para descargar el golpe. Pero el
arma no cayó, y Phariom, fortaleciéndose contra la
muerte que le amenazaba, se dio cuenta de que
Narghai miraba a sus espaldas, como si estuviera pe-
trificado por la visión del espectro de alguna Gorgona.
1 86 Zoth¿que

Como impulsado por una voluntad que no era
suya, el joven se volvió y vio la cosa que había
detenido el golpe de Narghai. Arctela y Abnón-Tha,
detenidos ante la puerta abierta, se silueteaban
contra una sombra colosal que no provenía de nada
de la habitación. Aquello llenaba la puerta de lado a
lado sobresaliendo por encima del dintel... Después,
rápidamente, se convirtió en algo más que una
sombra: era una masa de oscuridad negra y opaca
que, de alguna forma, cegaba los ojos con un extraño
arrobamiento. Parecía absorber la llama de las rojas
urnas y llenar la cámara con un escalofrío de muerte
y de vacío. Su forma era la de una columna moldeada
por los gusanos, enorme como un dragón, con las
anillas más lejanas continuando por la penumbra del
corredor, pero cambiaba de momento en momento,
agitándose y prolongándose como si estuviera vivo con
las energías vertiginoas de los oscuros eones. Por un
breve momento adquirió la apariencia de algún
gigante demoniaco, de cabeza sin ojos y cuerpo sin
extremidades, y después, saltando y esparciéndose
como el humeante fuego, se deslizó dentro de la
cámara.

Abanón-Tha retrocedió ante él musitando frenéti-
camente maldiciones y exorcismos, pero Arctela,
pálida, ligera e inmóvil, quedó de lleno en su paso y
la cosa la rodeó, envolviéndola en una hambrienta
llamarada hasta que quedó completamente oculta a
la vista.

Phariom, soportando a Elaith, que se inclinaba
débilmente sobre su hombro como si estuviera a
punto de desmayarse, no tenía fuerzas para moverse.
Se olvidó del asesino Narghai y le pareció que él y
Elaith eran débiles sombras en presencia de la muerte
y la descomposición encarnadas. Vio cómo la negrura
crecía y engrosaba, como una hoguera a la que se
echa un leño, al cerrarse sobre Arctela, y la vio
El dios de los muertos 187

resplandecer con remansados tonos de un amarillo
lúgubre, como el espectro de un sol melancólico.
Durante un instante oyó un suave murmullo como de
llamas. Después, rápida y terriblemente, la cosa salió
de la habitación. Arctela se había ido, disolviéndose
como un fantasma en el aire. Llevada por una
repentina ráfaga de calor y frío extrañamente mez-
clados, llegó un olor acre como el que saldría de una
consumida pira funeraria.

--¡Mordiggian!--gritó Narghai presa de un terror
histérico--. ¡Era el dios Mordiggian! ¡Se ha llevado a
Arctela!

Su grito, aparentemente, fue contestado por una
veintena de ecos sardónicos, inhumanos como el
aullido de las hienas, y sin embargo articulados, que
repitieron el nombre de Mordiggian. Una horda de
criaturas procedentes del oscuro salón, y que sólo por
sus ropajes violetas Phariom pudo identificar como
los sacerdotes del dios-vampiro, se desparramó por la
habitación. Se habían quitado las máscaras de forma
de cráneos, revelando cabezas y rostro que eran mitad
antropomorfos mitad caninos y totalmente diabólicos.
Además se habían quitado los guantes sin dedos... Por
lo menos había una docena. Sus garras curvadas
resplandecieron a la sangrienta luz como ganchos de
algún metal oscuro; sus dientes afilados, más largos
que los clavos de los sepulcros, sobresalían de labios
que gruñían. Rodearon a Abnón-Tha y a Narghai
como un círculo de chacales, haciéndoles retroceder
hacia la esquina más lejana. Varios más, que entra-
ron retrasados, cayeron con ferocidad bestial sobre
Vemba-Tsith, que había comenzado a revivir y gemía
y se retorcía en el suelo entre las desparramadas
brasas del brasero.

Parecían ignorar a Phariom y Elaith, que como
presos de un funesto trance lo contemplaban todo.
Pero el último en entrar, antes de reunirse con los
asaltantes de Vemba-Tsith, se volvió hacia la joven
pareJa y se dirigió a ellos con voz ronca y profunda,
como un ladrido resonando desde la tumba.

--Idos, ya que Mordiggian es un dios justo que
reclama únicamente a los muertos y no se ocupa de
IOS ViVOS. Y nosotros, los sacerdotes de Mordiggian,
tratamos a nuestro estilo con los que violan su ley
retirando a los muertos del templo.

Phariom, con Elaith todavía apoyándose en su
hombro, salió del oscuro salón, escuchando un terri-
ble clamor en el que los alaridos humanos se mezcla-
ban con los gruñidos de chacales y la risa de las
hienas. El clamor cesó cuando entraron en la azulada
luz del santuario y pasaron al corredor exterior, y el
silencio que inundó el santuario de Mordiggian a sus
espaldas era tan profundo como el silencio de los
muertos sobre la negra mesa del altar.

EL IDOLO OSCURO

El sol no brillaba ya con su blancura fantástica
sobre Zothique, el último continente, sino que es-
taba totalmente empañado y opaco, como si lo
cubriese un vapor de sangre. Nuevas estrellas, en
número incontable, se habían presentado en los cielos
y las sombras del infinito se aproximaron. De las
sombras, habían vuelto junto al hombre los dioses
antiguos; los dioses olvidados desde los tiempos de
Hyperbórea, Mu y Poseidonis, con otros nombres
pero con los mismos atributos. Y también los anti-
guos demonios habían regresado, agitándose sobre los
humos que se elevaban de malvados sacrificios y
favoreciendo de nuevo las antiguas hechicerías.

Muchos en Zothique eran nigromantes y magos, y
la fama de sus hechos infames y maravillosos eran
objeto de leyendas por todas partes en los últimos
tiempos. Pero entre todos ellos, ninguno fue mayor
que Namirrha, que impuso su negro yugo sobre las
ciudades de Xylac. y más tarde, en su orgulloso
delirio, se consideró el mismísimo igual de Thasai-
dón, el señor del Mal.

Namirrha había construido su morada en Urn-
maos, la principal ciudad de Xylac, donde llegó
procedente del desértico país de Tasuun con el
sombrío renombre de sus taumaturgias detrás suya
como una nube de arena. Y nadie sabía que, al
volver a Ummaos, regresaba a la ciudad que le había
visto nacer, porque todos le consideraban nativo de
Tasuun. Indudablemente, nadie habría soñado que e!
gran hechicero fuese la misma persona que el mendi-
go Narthos, un muchacho huérfano de dudoso linaje
que pidió diariamente el pan por las calles y bazares
de Ummaos. Había vivido desastradamente, solo y
despreciado, y el odio hacia la cruel y opulenta
ciudad creció en su corazón como una llama oculta
que arde en exceso, esperando el momento en que se
convertirá en un incendio devorador de todas las
cosas.

El rencor y odio de Narthos contra los hombres se
fue haciendo más amargo durante su infancia y
primera juventud. Un día, el príncipe Zotulla, un
muchacho poco mayor que él mismo, se cruzó con él
en la plaza ante el palacio imperial, cabalgando sobre
un inquieto palafrén, y Narthos le imploró una
limosna. Pero Zotulla, burlándose de su petición,
siguió altivamente adelante espolean~o su palafrén y
Narthos fue derribado y pisoteado por los cascos.
Después, próximo a la muerte a causa del atropello,
yació sin sentido durante muchas horas, mientras la
gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Reco-
brando finalmente el sentido, pudo arrastrarse hasta
su chamizo, pero a partir de entonces cojeó ligera-
mente durante el resto de su vida y la marca de un
casco permaneció sobre su cuerpo a manera de señal,
sin desvanecerse nunca. Más tarde abandonó Um-
maos y fue rápidamente olvidado por la gente de la
ciudad. Yendo hacia el sur, hacia Tasuun, se perdió
en el gran desierto y estuvo a punto de perecer. Pero,
finalmente, llegó a un pequeño oasis donde habitaba
el mago Ouphaloc, un solitario que prefería la
compañía de honrados chacales y hienas a la de los
hombres. Y Ouphaloc, viendo la gran maldad e
inteligencia del desamparado muchacho, le socorrió y
le acogió allí. Durante años vivió con Ouphaloc,
convirtiéndose en su discípulo y heredero de la
sabiduría que le había enseñado el demonio. Extra-
ñas cosas aprendió en aquella choza y era alimentado
con frutos y cereales que no habían nacido del
húmedo suelo y con vino que no era el jugo de la uva
terrestre. Igual que Ouphaloc, se convirtió en un
maestro de demonología y estableció su pacto con el
archienemigo Thasaidón. Cuando Ouphaloc murió,
tomó el nombre de Namirrha y se presentó a los
pueblos nómadas como un poderoso hechicero, y a las
escondidas momias de Tasuun. Pero nunca pudo
olvidar las miserias de su juventud en Ummaos y el
mal que le había causado Zotulla, y año tras año hiló
en sus pensamientos la negra red de la venganza. Su
fama se hizo más amplia y sombría cada vez, y los
hombres de países remotos más allá de Tasuun le
temían. En las ciudades de Yoros y en Zul-Bha-Sair,
la morada de la deidad vampírica Mordiggian, se
hablaba de sus hazañas en bajos susurros. Mucho
antes de la llegada de Namirrha en persona, la gente
de Ummaos le conocía como una calamidad fabulosa,
que era más horrible que el simún o la peste.

En los años que siguieron a la marcha del mucha-
cho Narthos de Ummaos, Pithaim, el padre del
príncipe Zotulla, fue asesinado por el veneno de una
pequeña víbora que se había deslizado en su lecho en
busca de calor, en una noche de otoño. Algunos
dijeron que la víbora había sido colocada por Zotulla,
pero esto era algo que nadie podía afirmar con
certeza. Después de la muerte de Pithaim, Zotulla,
que era su único hijo, fue el emperador de Xylac y
gobernó en la maldad, desde su trono de Ummaos.
Era tiránico e indolente y estaba lleno de extraños
vicios y crueldades, pero la gente, que también era
malvada, le alababa en sus torpezas. Así fue próspero
y los señores del Cielo y el Infierno no le golpearon. Y
los rojos soles y las lunas cenicientas continuaron
pasando sobre Xylac, dirigiéndose al oeste, poniéndo-
se en aquel mar donde pocos viajaban y que, si los
cuentos de los marinos eran ciertos, se extendía como
un río crecido más allá de la infame isla de Naat y se
derrumbaba, formando una catarata tan ancha como
el mundo, sobre el espacio exterior desde el lejano
borde de la Tierra cortado a pico.

Se embruteció cada vez más y sus pecados eran
como frutos hinchados que madurasen sobre un
profundo abismo. Pero los vientos del tiempo sopla-
ron suavemente y los frutos no cayeron. Y Zotulla se
reía rodeado de sus bufones, sus eunucos, y sus
amantes y la historia de sus pecados vi~jó muy lejos y
era relatada entre gentes de lejanos países como una
maravilla gemela con las rumoreadas nigromancias
de Namirrha.

Así sucedió que. en el año de la Hiena y en el mes
de la estrella Canicular, Zotulla dio un gran festín a
los habitantes de Ummaos. Por todas partes se veían
carnes que habían sido cocinadas con especias exóti-
cas procedentes de Sotar, la isla oriental, y los
ardientes vinos de Yoros y Xylac, llenos de subterrá-
neos fuegos, eran servidos incansablemente a todos de
urnas gigantescas. Estos provocaron una furiosa ale-
gría y una locura digna de reyes, y después una
somnolencia no menos profunda que la de la tumba.
Y uno a uno, según iban bebiendo, los alborotadores
iban cayendo por las calles, casas y jardines, como si
una plaga les hubiese alcanzado, y Zotulla dormía en
el salón de banquetes de oro y ébano, con sus
odaliscas y chambelanes a su alrededor. Así pues, ni
un hombre ni una mujer estaban despiertos en todo
Ummaos en el momento en que Sirius comenzaba a
caer hacia el este.

Así fue como nadie vio u oyó la llegada de
Namirrha. Pero cuando, muy avanzada la mañana
siguiente, el emperador se despertó pesadamente, oyó
un confuso alboroto y el molesto clamor de las voces
de aquellos de sus eunucos y mujeres que se habían
despertado antes que él. Al preguntar el motivo, le
dijeron que durante la noche había ocurrido un
extraño prodigio; mas todavía atontado por el vino y
el sopor, comprendió bastante poco sobre su natura-
leza hasta que su concubina favorita, Obexah, le
condujo al pórtico oriental del palacio, desde el que
podía contemplar la maravilla con sus propios ojos.

Ahora bien, el palacio se erguía en solitario en el
centro de Ummaos, y al norte, oeste y sur, en amplias
distancias, se extendían los jardines imperiales, llenos
de palmeras majestuosamente arqueadas y de fuentes
que formaban soberbias espirales. Pero hacia el oeste
había una amplia zona despejada, utilizada como una
especie de patio entre el palacio y las mansiones de
los nobles de más rango. En este espacio, que al
atardecer había estado completamente vacío, se ele-
vaba un edificio colosal y señorial bajo el fuerte sol,
con cúpulas que semejaban monstruosos hongos de
piedra que hubiesen surgido durante la noche. Y las
cúpulas, que igualaban en altura a las de Zotulla,
estaban construidas de mármol blanco como la muer-
te, mientras que la gigantesca fachada, con pórticos
de muchas columnas y profundas galerías, estaba
formada por zonas alternas de ónice negro como la
noche y un pórfido que tenía el tono de la sangre de lo

dragones. Y Zotulla juró horriblemente, llamando
numerosas blasfemias a los dioses y demonios de
Xylac, y su confusión fue grande, considerando que
aquello era la obra de un mago. Las mujeres se
apiñaron a su alrededor, llorando con estridentes
gritos de miedo y terror, y según se iban despertando,
más y más de su cortesanos vinieron a engrosar el
194 Zothi4ue l El ídolo oscuro

tumulto y los gordos castrados se estremecieron en
sus túnicas doradas, como inmensas mermeladas
negras en recipientes de oro. Pero Zotulla, recordan-
do su poder como emperador de todo Xylac, intentó
ocultar su propia agitación diciendo:

--¿Quién es éste que se ha atrevido a entrar en
Ummaos como un chacal en la oscuridad y ha cons-
truido su impía guarida en la proximidad y a la vista
de mi palacio? Id ~ preguntad el nombre del bribón;
pero antes de ir, instruid al verdugo para que afile su
espada, la que maneja con ambas manos.

Entonces, temerosos de la rabia del emperador si se
demoraban, varios de los mayordomos se adelantaron
de mala gana y se acercaron a la puerta del extraño
edificio. Hasta que se acercaron bastante, éstas
parecieron estar desiertas; después apareció en el
umbral un esqueleto titánico, más alto que ningún ser
humano, que se adelantó a encontrarlos con largas
zancadas.

El esqueleto vestía un taparrabos de seda escarlata
con un broche de azabache y llevaba un turbante
negro adornado de diamantes, cuya parte superior
casi tocaba el alto dintel. En las profundas cuencas
brillaban unos ojos que parecían señales de fuego, y
una lengua ennegrecida, como la de alguien que lleva
largo tiempo muerto, sobresalía entre sus dientes,
pero, por lo demás, no tenía ni una brizna de carne y
los huesos resplandecían blancos al sol mientras se
acercaba.

Los mayordomos, en silencio, permanecieron ante
él y no se oía otro sonido que los tintineos de sus
cinturones dorados y el áspero crujido de la seda de
sus vestiduras al estremecerse y temblar. Los huesos
de los pies del esqueleto resonaron profundamente
sobre el pavimento de ónice negro y pronunció, con
voz untuosa y nauseabunda, estas palabras:

--Regresad y decid al emperador Zotulla que

195

Namirrha, vidente y mago, ha venido a vivir a su
lado.

Al oír hablar al esqueleto como si hubiese sido un
hombre vivo y escuchar el odiado nombre de Na-
mirrha como el que escucha el toque a rebato que
señala el fin de una ciudad, los mayordomos no
pudieron soportarlo más y huyeron con desmahada
rapidez para llevarle el mensaje a Zotulla.

Ahora bien, al saber quién era el que había venido
a establecerse como su vecino en Ummaos, la ira del
emperador se extinguió como una llama débil y
fluctuante sobre la que hubiese soplado el viento de la
oscuridad; y el vinoso color púrpura de sus mejillas se
salpicó de una extraña palidez y no dijo nada, sino
que sus labios se movieron oscuramente, como si
estuviese rezando o maldiciendo. I.a noticia de la
llegada de Namirrha pasó por el palacio y la ciudad
como el vuelo de malvados pájaros nocturnos, dejan-
do un horrible temor que residió en Ummaos de allí
en adelante. Pues Namirrha, debido a la negra fama
de sus actos milagrosos y a las espantosas entidades
que le servían, se había convertido en un poder que
ningún soberano secular se atrevía a desafiar, temién-
dole los hombres en todas partes, de la misma forma
que temían a los gigantescos y sombríos señores del
Infierno y del espacio exterior. En Ummaos, la gente
decía que había venido de Tasuun en el viento del
desierto junto con sus servidores, tan rápido como la
peste, y que, con la ayuda de los demonios, en una
hora había erigido su casa al lado del palacio de
Zotulla. Se decía que los cimientos de la casa
descansaban sobre el adamantino núcleo del Infierno
y que en sus pavimentos había agujeros por cuyo
fondo ardían los fuegos interiores o por aonde podían
verse pasar las estrellas por la noche del otro lado de la
Tierra. Y los servidores de Namirrha y el abismo, y
seres híbridos, locos y malvados que ei nr~pio
hechicero había creado en uniones prohibidas.
Los hombres evitaron la vecindad de su señorial
casa y pocos, en el palacio de Zotulla, se atrevían a
acercarse a las ventanas y galerías que daban a ella;
el propio emperador no hablaba de Namirrha, pre-
tendiendo ignorar al intruso, y las mujeres del harén
murmuaban constantemente en un siniestro cotilleo
que se refería a Namirrha y sus concubinas. Pero el
hechicero no fue visto nunca por la gente de la
ciudad, aunque algunos creían que salía cuando
quería, arropado en la invisibilidad. Tampoco sus
servidores fueron vistos, pero, algunas veces, un
ulular como el de los condenados salía de las puertas,
y a veces se oía una risotada seca, como si alguna
imagen de adamanto se hubiese reído en alto; tam-
bién a veces se oía un chasquido como el sonido de
hielo roto en un infierno helado. Unas sombras vagas
se movían por los pórticos cuando no había ni luz ni
lámpara que las arrojase. y luces rojas y terribles
aparecían y desaparecían en las ventanas al atarde-
cer, como el parpadeo de unos ojos demoniacos.
Lentamente, los soles del color de la brasa pasaban
sobre Xylac y se apagaban en los lejanos mares. y las
lunas cenicientas se ennegrecían cada noche al caer en
el escondido golfo. Entonces, viendo que el mago no
había traído ningún mal evidente y que nadie sufrió
daños palpables por su presencia, la gente cobró
ánimos y Zotulla bebió tanto y comió tan despreocu-
padamente como en su lujuria anterior; y el oscuro
Thasaidón, príncipe de todos los vicios, fue el verda-
dero, aunque nunca reconocido, sehor de Xylac. Y
con el tiempo, el pueblo de Xylac alardeó un poco
de Namirrha y sus terribles milagros, de la misma
forma que habían presumido de los regios pecados de
Zotulla.

Pero Namirrha, al que todavía ninguna mujer ni
hombre alguno pudieron ver sentado en las salas
interiores de aquella casa que sus demonios le habían
construido, daba vueltas y vueltas en sus pensamien-
tos a la negra red de la venganza. Y en todo Ummaos
no había nadie, ni siquiera entre sus compañeros de
mendicidad, que se acordase del muchacho Narthos
Y la injusticia que Zotulla había cometido con
Narthos, hacía tiempo, era la más pequeña de las
crueldades que el emperador había olvidado.

Entonces, cuando los temores de Zotulla estaban
algo apaciguados y sus mujeres murmuraban menos a
menudo sobre la vecindad del mago, ocurrió una
nueva maravilla y un renovado terror. Porque un
atardecer que se sentaba a la mesa del festín, rodeado
por sus cortesanos, el emperador oyó un ruido como
el de diez mil caballos con cascos de hierro que
viniesen al galope por los jardines de palacio. A pesar
de su creciente ebriedad, los cortesanos oyeron tam-
bién el ruido y se sobresaltaron; el emperador se
enfadó y envió a algunos de sus guardias para que
inquiriesen la causa del escándalo. Pero al escudriñar
los céspedes y parterres iluminados por la luna, los
guardias no vieron ninguna forma visible, aunque el
fuerte sonido del galope continuase todavía de un
lado para otro. Parecía que un rebaño de sementales
salvajes corriese ante la fachada del palacio, galopan-
do y cabriolando tumultuosamente. Al ver y escuchar
esto, los guardias fueron presa del terror y no se
atrevieron a salir fuera, sino que volvieron junto a
Zotulla. El propio emperador se despejó al oír esta
historia y salió con gran agitación a presenciar el
prodigio. Los invisibles cascos resonaron fuertemente
sobre el pavimento de ónice durante toda la noche
dejando marcadas sus profundas huellas sobre la
hierba y las flores. Las hojas de las palmeras se
agitaban en el calmado aire como aparta~as por
caballos a la carrera y era visible que los lirios de
altos tallos y las exóticas flores de anchos pétalos
estaban siendo pisoteadas. La ira y el terror anidaban
juntos en el corazón de Zotulla, mientras permanecía
en una galería sobre el jardín, escuchando aquel
tumulto espectral y contemplando el daño hecho a sus
preciosas plantaciones de flores. Las mujeres, los
cortesanos y los eunucos se apretujaban a sus espal-
das y ningún habitante del palacio pudo dormir, pero
hacia el amanecer el clamor de los cascos se alejó en
dirección a la casa de Namirrha.

Cuando la aurora estaba en su apogeo sobre
Ummaos, el emperador salió al exterior, rodeado de
sus guardias, y vio que las hierbas aplastadas y los
rotos tallos estaban negros, como a causa del fuego,
en el lugar donde habían caído los cascos. Sobre todo
el césped y los parterres, las señales se marcaban con
toda claridad, como las huellas de una gran manada
de caballos, pero cesaban en el límite de los jardines.
Y aunque todo el mundo pensaba que la visita había
llegado de la casa de Namirrha, sobre los terrenos que
formaban el frente de la morada del hechicero no
había ninguna prueba de ello, porque aquí el césped
estaba intacto.

--¡La peste caiga sobre Namirrha si es él quien ha
hecho esto!--gritó Zotulla--. Porque, ¿qué daño le
he hecho yo? En verdad que pondré mi pie sobre el
cuello de ese perro y la rueda de la tortura le hará
tanto bien como esos caballos del Infierno han hecho
a mis lirios de Sotar del color de la sangre, a mis
veteados iris de Naat y a mis orquídeas de Uccastrog,
purpúreas como las señales del amor. Sí, aunque sea
el virrey de Thasaidón sobre la Tierra y señor de los
diez mil demonios, mi rueda le destrozará y el fuego
pondrá la rueda al rojo vivo hasta que se quede tan
negro como las flores calcinadas.

Así fanfarroneaba Zotulla, pero no daba órdenes
para la ejecución de la amenaza y nadie en el palacio
se movió hacia la casa de Namirrha. De la casa del
mago no salió nadie, o, si algo lo hizo, no hubo
ningún signo ni sonido visibles.

Así pasó el día y llegó la noche, trayendo una luna
ligeramente más oscura por los bordes. La noche fue
tranquila, y Zotulla, sentado durante largo rato a la
mesa del banquete, vació su copa de vino muchas
veces. Lleno de ira, murmuraba nuevas amenazas
contra Namirrha. La noche siguió adelante y no
parecía que la visita fuera a repetirse. Pero a media-
noche, cuando se encontraba en su aposento junto a
Obexah, profundamente hundido en el sopor produ-
cido por el vino, Zotulla fue despertado por el
monstruoso estruendo de unos cascos que corrían y
cabriolaban en los pórticos del palacio y en las largas
galerías. Toda la noche tronaron los cascos de un
lado para otro resonando terriblemente bajo la bóve-
da de piedra, mientras Zotulla y Obexah, que los
escuchaban, se acurrucaban juntos entre los cojines y
las colchas; todos los ocupantes del palacio, despier-
tos y temerosos, oyeron el ruido, pero no se movieron
de sus aposentos. Los cascos partieron repentinamen-
te poco antes de la aurora, y después, durante el día,
se encontraron sus huellas sobre las losas de mármol
de los pórticos y las galerías; las señales eran inconta-
bles, profundarnente impresas y negras, como si estu-
vieran marcadas por medio del fuego.

Las mejillas del emperador se pusieron como el
mármol veteado cuando vio los suelos estampados de
cascos, y de allí en adelante el terror habitó con él,
siguiéndole a las profundidades de sus borracheras,
puesto que no sabía cuándo cesaría aquella persecu-
ción. Sus mujeres murmuraban y algunas deseaban
escapar de Ummaos, y parecía que las fiestas del día
y de la noche fuesen ensombrecidas por alas de mal
aguero que proyectasen su sombra sobre el amarillo
200

Zothique
El ídolo oscuro 201

viento y velaran las lámparas de oro. Y hacia la
medianoche, de nuevo fue el sueño de Zotulla inte-
rrumpido por los cascos que galopaban y corrían
sobre el tejado del palacio y por todos los salones y
corredores. Desde aquel momento hasta el amanecer,
los cascos llenaron sordamente sobre las cúpulas más
elevadas, como si el séquito de los dioses cabalgase
por allí, trasladándose de un cielo a otro en tumul-
tuosa cabalgata.

Zotulla y Obexah, que yacían juntos mientras los
terribles cascos iban de un lado para otro, en el salón
que estaba delante de su aposento, no tuvieron ni
ánimos ni deseos de pecar ni pudieron encontrar
ningún consuelo en su proximidad. En la grisácea
hora que precede a la madrugada, oyeron un ruido
atronador sobre la atrancada puerta de bronce de su
cámara, como si algún poderoso semental, encabri-
tándose, hubiese tamborileado allí con sus patas
delanteras. Poco rato después, los cascos se alejaron,
dejando un silencio que parecía un interludio mien-
tras se preparaba la tormenta final. Más tarde se
encontraron por todas partes las señales de los cascos
en los salones, estropeando los brillantes mosaicos.
En las alfombras de hilo de oro, plata y escarlata
había negros agujeros producidos por las quemadu-
ras, y las altas y blancas cúpulas estaban marcadas
como con la viruela; en la puerta de bronce de la
cámara de Zotulla estaban profundamente marcadas
las huellas de los cascos anteriores de un caballo.

Ahora bien, en Ummaos y en todo el país de Xylac
ya era conocida la historia de estos prodigios y se
consideraban como algo amenazador, aunque había
diversas interpretaciones. Algunos sostenían que Na-
mirrha los enviaba como una señal de su supremacía
sobre todos los reyes y emperadores y algunos pensa-
ban que el causante era un nuevo hechicero que había
aparecido allá al este, en Tinarath, y deseaba suplan-

tar a Namirrha. Y los sacerdotes de los dioses de
Xylac sostenían que sus diversas deidades habían
enviado las apariciones como una señal de que en los
templos debían realizarse más sacrificios.

Entonces Zotulla reunió a numerosos sacerdotes,
magos y adivinos en el salón de audiencias, cuyo
pavimento de jaspe y alqueca había sido penosamente
estropeado por los invisibles cascos, y les pidió que
averiguasen la causa de la aparición y encontrasen un
modo de exorcizarla. Pero viendo que no llegaban a
ningún acuerdo entre ellos, proveyó a las diversas
sectas sacerdotales con sacrificios para sus varios
dioses y los mandó marchar; los magos y adivinos,
bajo amenaza de decapitación si se negaban, fueron
enviados a visitar a Namirrha en su mágica morada
para preguntarle, de su parte, si por casualidad era él
quien estaba enviando aquello, o si era obra de algún
otro.

Abatidos quedaron los magos y adivinos que te-
mían a Namirrha y no se atrevían a penetrar en los
aterradores misterios de su oscura mansión. Pero los
soldados del emperador les empujaron hacia delante,
levantando sus grandes espadas curvas contra ellos
cuando vacilaban, así que, uno a uno, en inseguro
orden, la delegación fue hacia la puerta de Namirrha
y se desvaneció en la casa construida por el demonio.

Antes del atardecer regresaron junto al emperador,
pálidos, balbucientes e inquietos, como hombres que
han visto el infierno y contemplado su propio
destino. Dijeron que Namirrha les recibió cortésmen-
te y les había enviado de vuelta con este mensaje:

--Que sepa Zotulla que la aparición es en recuerdo
de algo que él ha olvidado y la razón de esto le será
revelada en la hora preparada y dispuesta por el
destino. Y esa hora se acerca, porque Namirrha invita
al emperador y a toda su corte a un gran banquete
mañana por la tarde.
Habiendo entregado este mensaje, ante la conster-
nación y asombro de Zotulla, la delegación pidió
licencia para retirarse. Aunque el emperador les
interrogó minuciosamente, parecían poco dispuestos
a relatar las circunstancias de su visita a Namirrha, y
tampoco quisieron describir la famosa casa del hechi-
cero, excepto en una forma vaga, contradiciéndose
unos a otros en lo que decían haber visto. Por tanto, y
después de un rato, Zotulla les mandó marchar;
cuando se hubieron ido, estuvo cavilando durante
largo tiempo sobre la invitación de Namirrha, que era
algo que no se atrevía a rechazar, pero temía aceptar.
Aquella noche bebió todavía más abundantemente
que de costumbre y durmió como un muerto sin que
ningún ruido de cascos galopando sobre el palacio le
despertara. Durante la noche, los magos y profetas
salieron silenciosamente de Ummaos como sombras
furtivas y nadie les vio partir; por la mañana todos
habían salido de Xylac hacia otros países para no
regresar nunca...

Aquella misma noche, Namirrha estaba sentado a
solas en el gran salón de su casa. habiendo despedido
a los sirvientes que le atendían de ordinario. Ante él.
y en un altar de azabache. estaba la oscura y
gigantesca estatua de Thasaidón, que un escultor
engendrado por los demonios había esculpido en
tiempos antiguos para un malvado rey de Tasuun
llamado Pharnoc. El archidemonio estaba represen-
tado por la forma de un guerrero cubierto totalmente
por la armadura. que elevaba una maza de pinchos
como en una batalla heroica. Durante largo tiempo,
la estatua había estado en el palacio de Pharnoc
enterrado en el desierto y cuyo mismo emplazamiento
era disputado por los nómadas; Namirrha, gracias a
su arte adivinatorio, lo encontró, y había llevado la
infernal imagen a vivir con él por siempre desde
entonces. A menudo, Thasaidón pronunciaba orácu-
los para Namirrha y le contestaba sus preguntas por
boca de la estatua.

Ante la imagen de armadura negra colgaban siete
lámparas de plata forjadas con la forma de los
cráneos de los caballos y las llamas salían incesante-
mente, azules, purpúreas y escarlatas, de sus cuen-
cas. Su luz era salvaje y lúgubre y el rostro del
demonio, mirando bajo el casco, mostraba sombras
equívocas y malignas que cambiaban y saltaban
eternamente. Sentado en su silla de forma de serpien-
te, Namirrha contemplaba siniestramente la estatua
con un profundo surco entre los ojos, porque le había
pedido una cosa a Thasaidón, y el enemigo, contes-
tando a través de la estatua, se la negó. La rebelión
crecía en el corazón de Namirrha, que, enloquecido
por el orgullo, se consideraba a sí mismo señor de
todos los hechiceros y gobernante por derecho propio
entre los príncipes diabólicos. Así pues, y tras largo
cavilar, repitió su petición con voz fuerte y altanera,
como quien se dirige a su igual, más que como
alguien que lo hace al todopoderoso soberano al que
ha jurado fidelidad hasta la muerte.

--Yo te he ayudado en todo hasta este momento
--dijo la imagen, con acentos secos y sonoros que
resonaban metálicamente en las siete lámparas pla-
teadas--. Sí, los gusanos eternos del fuego y la
oscuridad han acudido como un ejército a tu llamada
y las alas de los genios interiores se han elevado hasta
ocultar el sol cuando tú les llamaste. Pero, en verdad,
no te ayudaré en esta venganza que has planeado,
porque el emperador Zotulla no me ha ofendido
nunca y me ha servido bien, aunque inconsciente-
mente, y los habitantes de Xylac, debido a sus vicios,
no son los menos importantes de sus adoradores en la
Tierra. Por tanto, Namirrha, sería mejor que tú
vivieses en paz con Zutulla y olvidases esta antigua
ofensa infligida al mendigo Narthos cuando era un
muchacho. Porque los caminos del destino son extra-
ños y la forma en que actúan sus leyes está algunas
veces oculta; y en verdad, si los cascos del palafrén de
Zotulla no te hubieran derribado y pisoteado, tu vida
habría sido distinta y la fama y renombre de Na-
mirrha hubiesen yacido en el olvido como un sueño
no imaginado. Sí, tú serías todavía un mendigo de
Ummaos, te contentarías con las limosnas del mendi-
go y nunca habrías emprendido aquel viaje; te habrías
convertido en discípulo del sabio y erudito Ouphaloc,
y yo, Thasaidón, hubiese perdido el más poderoso de
todos los nigromantes que han aceptado servirme y
han hecho un pacto conmigo. Piénsalo bien, Na-
mirrha, y considera estas cosas, porque, aparente-
mente, nosotros dos estamos en deuda con Zotulla y
le debemos gratitud por haberte pisoteado con su
caballo.

--Sí, estoy en deuda con él --gruñó Namirrha
implacable--, y en verdad que mañana pagaré la
deuda, en la forma en que había planeado... Existen
aquellos que me ayudarán; aquellos que acudirán a
mi llamada, aun a pesar tuyo.

--No es bueno enfrentarte comigo --dijo la ima-
gen, tras un intervalo--, y tampoco es bueno llamar a
aquellos que has insinuado. Sin embargo, veo clara-
mente que eso es lo que deseas. Eres orgulloso,
testarudo y vengativo. Haz, pues, lo que quieras, pero
no me culpes por el resultado.

Después de esto, en el salón donde Namirrha se
sentaba ante el ídolo se hizo el silencio y las llamas se
consumieron oscuramente cambiando de colores so-
bre las lámparas de forma de cráneo mientras las
sombras huían y regresaban sin detenerse sobre los
rostros de la estatua y de Namirrha. Después, hacia
la medianoche, el hechicero se levantó y ascendió por
numerosos escalones en espiral hasta llegar a una alta
cúpula en la casa donde había una única y pequeña

:

ventana redonda, que permitía contemplar las conste-
laciones. La ventana estaba dispuesta en lo más alto
de la cúpula, pero Namirrha había conseguido, por
medio de su magia, que una entrada junto a la última
vuelta de la escalera pareciese descender repentina-
mente en lugar de subir para, alcanzando el peldaño
final, mirar hacia abajo por la ventana, mientras las
estrellas pasaban bajo él en una corriente vertiginosa.
Arrodillándose allí, Namirrha tocó un resorte secreto
en el mármol, y el panel circular retrocedió sin
ningún sonido. Después, yaciendo de espaldas sobre
el curvado interior de la cúpula, con el rostro sobre el
abismo y su larga barba colgando rígida en el espacio,
susurró versos más antiguos que la raza humana y
habló con ciertos seres que no pertenecían ni al
infierno ni a los elementos mundanos y cuya invo-
cación era más terrible que los genios infernales o los
demonios de la tierra, aire, agua y fuego. Desafiando
la voluntad de Thasaidón, hizo un pacto con ellos,
mientras el aire a su alrededor se helaba con sus voces
y la escarcha se amontonaba pálida sobre su oscura
barba a causa del frío que producía su aliento al
inclinarse sobre la tierra.

Lento y renuente f,ue el despertar de Zotulla del
sopor del vino; antes de abrir los ojos, la luz del día se
vio envenenada para él por el pensamiento de aquella
invitación que temía aceptar o rechazar. Pero habló
con Obexah, diciendo:

--Después de todo, ¿quién es este perro hechicero
para que yo tenga que obedecer sus invitaciones
como un mendigo al que algún gran señor manda
llamar de la calle?

Obexah, una muchacha de piel dorada y ojos
oblicuos, procedente de Uccastrof, la isla de los
Torturadores, observó sutilmente al emperador, y dijo:
--Oh, Zotulla, eres tú quien debe aceptar o
rehusar, según lo que estimes apropiado. Y, en
realidad, para el señor de Ummaos y de todo Xylac,
el ir o el quedarse es un asunto sin importancia,
puesto que nada puede poner en entredicho tu
sobernía. Por tanto, ¿por qué no ir?

Obexah, aunque temerosa del mago, sentía curio-
sidad con respecto a aquella casa construida por el
demonio, de la que tan poco se sabía, y además,
según es característico de las mujeres, deseaba con-
templar al famoso Namirrha, cuyo talante y aspecto
era sólo una leyenda en Ummaos, traída de muy lejos.

--En lo que dices hay algo de razón --admitió
Zotulla--. Pero un emperador debe, en su conducta,
tener siempre en cuenta el bien público, y hay asuntos
de estado que no se puede esperar que entienda una
muJer.

Así pues, más tarde, por la mañana, después de un
desayuno amplio y bien remojado, llamó a sus
mayordomos y cortesanos y les pidió consejo. Algunos
le aconsejar~n que ignorase la invitación de Namirrha
y otros sostenían que debía ser aceptada, a menos que
un mal más grave que el pisoteo de unos cascos
fantasmales fuese enviado sobre la ciudad y el pa-
lacio.

Entonces llamó ante sí a la reunión de todos los
sacerdotes e intentó volver a llamar a aquellos magos
y adivinos que habían escapado sigilosamente durante
la noche. Entre todos éstos no hubo ni uno que
respondiese al grito de su nomre por las calles de
Ummaos, y esto causó una cierta maravilla.

Pero los sacerdotes llegaron en número mayor que
antes y abarrotaron el salón de audiencias, de forma
que las barrigas de los que estaban delante chocaban
contra el estrado imperial y las nalgas de los de atrás
se aplastaban contra la pared y los pilares del fondo.
Zotulla debatió con ellos el asunto de su aceptación o
rechazo. Los sacerdotes argumentaron, como la vez
anterior, que Namirrha no tenía nada que ver con las
apariciones, y su invitación, dijeron, no suponía daño
ni amenaza alguna contra el emperador; estaba claro,
según los términos del mensaje, que el mago pronun-
ciaría un oráculo ante Zotulla, y si Namirrha era un
verdadero archimago, este oráculo confirmaría su
propia sabiduría sagrada, establecería la fuente divi-
na de la aparición y de nuevo los dioses de Xylac
serían glorificados.

Tras escuchar el consejo de los sacerdotes, el
emperador dio instrucciones nuevamente a sus tesore-
ros para que les llenasen de nuevas ofrendas, y los
sacerdotes partieron, impartiendo untuosamente las
delegadas bendiciones de sus varios dioses sobre
Zotulla y su corte. El día continuó y el sol pasó
nuevamente por el meridiano, cayendo lentamente
más allá de Ummaos sobre los espacios de la tarde
que estaban formados por desiertos que limitaban
con el mar. Zotulla continuba irresoluto y llamó a sus
coperos, pidiéndoles que le sirviesen de la cosecha
más fuerte y magistral, pero no halló en el vino ni la
certeza ni la decisión.

Entonces, una comitiva de altas momias cubiertas
con vendas regias color púrpura y escarlata, y llevan-
do coronas de oro sobre sus resecos cráneos, penetró
en el salón, caminando una detrás de otra. Tras la
comitiva, y a manera de servidores, venían unos
esqueletos gigantes vestidos con taparrabos de bri-
llante color naranja y con la parte superior del cráneo
cubierta por serpientes vivas a bandas azafrán y
ébano que se habían enrollado allí a manera de
turbante. Las momias se inclinaron ante Zotulla,
diciéndole con voz fina y seca:

--Nosotros, que en tiempos antiguos hemos sido
reyes del gran país de Tasuun, hemos sido enviados
como guardia de honor del emperador Zotulla para
atenderle como es propio cuando se dirija al banquete
preparado por Namirrha.

Después hablaron los esqueletos, entre secos chas-
quidos de dientes y produciendo silbidos semejantes
al aire, atravesando desgastadas mamparas de marfil.

--Nosotros, que hemos sido guerreros gigantes de
una raza olvidada, somos enviados también por
Namirrha para que la corte del emperador Zotulla
esté protegida de todo peligro al seguirle a la fiesta y
vaya acompañada del séquito que le corresponde y es
apropiado.

Presenciando estos prodigios, los coperos y otros
servidores se protegieron en el estrado imperial o se
ocultaron tras las columnas, mientras Zotulla, cuyas
pupilas brillaban sombríamente inyectadas en sangre,
con la cara abotargada y espectralmente pálida. per-
manecía inmóvil sobre el trono, sin poder pronunciar
ni una palabra de réplica a los ministros de Namirrha.

Entonces las momias se adelantaron y dijeron con
polvorientos acentos:

--Todo está listo y el banquete aguarda la llegada
de Zotulla.

Las vendas de las momias se agitaron y se abrieron
por delante; pequeños monstruos roedores del color
del betún, con ojos semejantes a rubíes malditos,
aparecieron en los roídos corazones de las momias
como las ratas en sus agujeros y chillaron estridente-
mente repitiendo las palabras en lenguaje humano. A
su vez, los esqueletos repitieron la solemne frase y las
serpientes azafranes y negras silbaron desde sus
cráneos, y repitieron, por último, las palabras con
siniestro alboroto, ciertas criaturas cubiertas de piel y
de forma dudosa que Zotulla no había visto hasta
entonces y que estaban sentadas detrás de las costillas
de los esqueletos como si estuvieran en jaulas de
mimbre blanco.

Como un durmiente que obedece la fatalidad de los
sueños, el emperador se levantó del trono y se
adelantó; las momias le rodearon como una escolta.
¡Cada uno de los esqueletos sacó de los pliegues
amarillo-rojizos de su taparrabos unas arcaicas flau-
tas de plata curiosamente agujereadas y comenzaron
a tocar una melodía dulce, siniestra y mortal, mien-
tras el emperador salía de palacio. En la música
había un hechizo fatal, porque los mayordomos, las
mujeres, los eunucos y todos los miembros de la corte
de Zotulla, hasta los cocineros y los escuderos, fueron
arrancados como una procesión de noctámbulos de
las habitaciones y alcobas donde se habían vanamente
ocultado. Dirigidos por los flautistas, siguieron a
Zotulla. A la oblicua luz solar, era extraño ver
aquella numerosa compañía dirigiéndose a la casa de
Namirrha con un cortejo de reyes muertos a su
alrededor y el aliento de los esqueletos temblando
horriblemente en las flautas de plata. Y Zotulla no se
sintió muy consolado cuando vio a su lado a la
muchacha Obexah moviéndose, como él mismo, en
un éxtasis de involuntario horror, con el resto de las
mujeres siguiéndola de cerca.

Al acercarse a las abiertas puertas de la casa de
Namirrha, el emperador vio que estaban guardadas
por grandes cosas de barbillas carmesí, mitad huma-
nas mitad dragones, que se inclinaron ante él,
rozando sus barbillas como escobas ensangrentadas
contra las losas de oscuro ónice. El emperador pasó
con Obexah entre los rústicos monstruos, con las
momias, los esqueletos y su propia gente a sus
espaldas formando una extraña comitiva, y entró en
un amplio salón de muchas columnas, donde la luz
del día, penetrando tímidamente, era dominada por
la siniestra y arrogante claridad procedente de un
millar de lámparas.

Aun a pesar de su horror, Zotulla se sintió maravi-
llado de la amplitud de la cámara, que difícilmente
podía reconciliar con las medidas exteriores de la
mansión, aunque éstas, indudablemente, fueran de
una amplitud palaciega. Le parecía contemplar gran-
des salas sostenidas por columnas a las que no se veía
el final y vistas panorámicas de mesas cargadas de
amontonadas viandas y urnas de vino dispuestas en
hilera que se extendían a lo lejos en la distancia, en
una penumbra luminosa como la de una noche
estrellada.

En los amplios intervalos entre las mesas, los
sirvientes de Namirrha iban de un lado para otro
incesantemente, como si una fantasmagoría de pesa-
dillas hubiera cobrado cuerpo delante del emperador.
Regios cadáveres con túni-:a~ de brocado podridas por
el tiempo, con las cuencas vacías e hirvientes de
gusanos, servían un vino color de sangre en copas
fabricadas con el opalescente cuerno de los unicor-
nios. Lamias de cola de quimera y quimeras de cuatro
pechos entraban con humeantes fuentes sostenidas en
alto por sus garras broncíneas. Demonios de cabeza
de perro con la lengua en llamas corrían a ofrecerse
como acomodadores de la compañía. Ante Zotulla y
Obexah apareció un curioso ser con las opulentas
caderas y extremidades inferiores de una enorme
mujer negra y los mondos huesos de algún mitónico
mono de cintura para arriba. Este monstruo dio a
entender, por medio de ciertos indescriptibles chas-
quidos de los huesos de sus dedos, que el emperador y
su odalisca le siguieran.

Verdaderamente, a Zotulla le dio la impresión de
haber recorrido una larga distancia por alguna ma-
ligna caverna del Infierno cuando llegaron al final de
aquella inmensidad de mesas y columnas por la que
les había conducido el monstruo. Aquí, en el extremo
de la habitación, y separado de los demás, se sentaba

El ídolo oscuro

Namirrha solo en una mesa, con las llamas de las
siete lámparas en forma de cráneo de caballo ardien-
do incesantemente a sus espaldas y la negra imagen
de Thasaidón en su armadura dominándolo todo
desde el altar de azabache a su derecha. Algo
separado del altar había un espejo de diamante,
sostenido por las garras de unos basiliscos de hierro.

Namirrha se puso en pie para saludarles, obser-
vando una solemne y fúnebre cortesía. Sus ojos
brillaban, lúgubres y fríos como estrellas lejanas en
las ojeras formadas en extrañas y aterradoras vigilias.
Sus labios eran como un sello rojo pálido sobre un
pergamino del destino cerrado. Su barba flotaba
rígida sobre la parte delantera de su túnica berme-
llon, dividida en bucles negros y aceitosos como una
masa de serpientes negras y tiesas. Zotulla sintió que
la sangre se le detenía y espesaba en su corazón,
como congelándose hasta formar hielo. Obexah,
mirando bajo entornados párpados, se sintió repelida
y asustada por el visible horror que emanaba de este
hombre, y le rodeaba de la misma forma que la
realeza a un rey. Pero a pesar de su miedo tuvo
tiempo para preguntarse qué clase de hombre sería en
su relación con las mujeres.

--Te doy la bienvenida, oh Zotulla, a tal hospitali-
dad como puedo ofrecerte --dijo Namirrha con el
férreo sonido de alguna oculta campana fúnebre en
su profunda voz--. Por favor, sentaos a mi mesa.

Zotulla vio que enfrente de Namirrha había sido
dispuesta una silla de ébano para él, y que otra silla,
menos majestuosa e imperial, había sido colocada a
la izquierda para Obexah. Los dos se sentaron y
Zotulla vio que su gente se sentaba a su vez a otras
mesas a través del enorme salón, con los espantosos
servidores de Namirrha sirviéndoles atareadamente,
como los demonios atienden a los condenados.

Entonces Zotulla percibió que una mano oscura y
parecida a la de un cadáver le servía vino en una copa
de cristal y que la mano llevaba el anillo con el sello
de los emperadores de Xylac: un monstruoso ópalo de
fuego en la boca de un murciélago de oro, un anillo
idéntico al que el propio Zotulla llevaba perpetua-
mente sobre el dedo índice. Volviéndose, vio a la
derecha una figura que mostraba gran semejanza
con su padre, Pithaim, después de que el veneno de la
víbora, esparciéndose por todo su cuerpo, hubiese
dejado detrás la purpúrea hinchazón de la muerte

Zotulla, que había ordenado que la serpiente fuese
colocada en la cama de Pithaim, se acurrucó en su
asiento y tembló con un terror culpable. Y la cosa que
se parecía a Pithaim, fuese cadáver, fantasma, o una
imagen producida por los encantamientos de Na-
mirrha, iba y venía a espaldas de Zotulla, sirviéndole
con dedos negros e hinchados que nunca vacilaban.
Con horror advirtió sus ojos saltones, que miraban sin
ver su lívida boca purpúrea cerrada con el rigor de un
silencio mortal, y la víbora moteada que, a intervalos,
aparecía con helados ojos por su manga cuando se
inclinaba sobre él para rellenar su copa o servirle de
carne. Y confusamente, entre la helada niebla de su
terror, el emperador vio la forma de sombría arma-
dura, como una réplica animada de Thasaidón, que
Namirrha, en su blasfemia, había conjurado para que
le sirviese. Vagamente, y sin comprender, vio el
terrible servidor que revoloteaba al lado de Obexah
un cadáver sin ojos y sin piel en la imagen de su
primer amante, un muchacho de Cyntrom que había
sido lanzado a la costa de la isla de los Torturadores
por un naufragio... Allí lo había encontrado Obexah
yaciendo bajo la marea, y reviviendo al muchacho, lo
había escondido durante cierto tiempo en una caver-
na secreta para su propio placer, llevándole comida y
bebida. Más tarde, cansado, le había traicionado a
los Torturadores y obtenido un nuevo deleite con los
diversos suplicios y torturas que le infligiera antes de
morir aquella gente cruel y perniciosa.

--Bebed --dijo Namirrha, sorbiendo un extraño
vino que era rojo y oscuro como los desastrosos
atardeceres de los años perdidos.

Y Zotulla y Obexah bebieron de aquel vino sin
sentir después ningún calor en sus venas, sino un frío
como cuando la cicuta se acerca lentamente al
corazón.

--En verdad, es un vino muy bueno --dijo Na-
mirrha--, y muy apropiado para brindar por nuestro
conocimiento, porque fue enterrado hace largo tiem-
po en ánforas de sombrío jaspe de forma de urnas
funerarias, junto a los muertos de la familia real, y mis
vampiros lo en_ontraron cuando fueron a excavar
en Tasuun.

Entonces la lengua de Zotulla se heló en su boca,
como se hiela una mandrágora aprisionada por la
escarcha en el suelo del invierno, y no encontró
respuesta a la cortesía de Namirrha.

--Os ruego que probéis esta carne --continuó
Namirrha--, pues es muy escogida, proviene de los
jabalíes salvajes que los torturadores de Uccastrog
alimentan con los destrozados restos de sus ruedas y
parrillas, y además, mis cocineros los han condimen-
tado con los poderosos bálsamos de la tumba, relle-
nándolos con corazones de víboras y lenguas de
cobras negras.

El emperador no pudo decir nada, y hasta Obexah
permaneció en silencio, fuertemente turbada en su
lujuria por la presencia de aquella cosa despellejada y
penosa que se parecía a su amante de Cyntrom. Y su
temor al nigromante aumentó prodigiosamente, por-
que su conocimiento de este crimen antiguo y olvida-
do y la aparición del fantasma le parecían una magia
más siniestra que todo lo demás.

--Bien, me temo que encontréis la comida sin
sabor y el vino sin fuego. Así pues, para animar
nuestro banquete llamaré a mis cantantes y músicos.

Pronunció una palabra desconocida para Zotulla y
Obexah, que sonó por el enorme salón como si mil
voces a la vez la hubiesen pronunciado y prolongado.
Pronto aparecieron los cantantes, que eran vampiros
hembra de cuerpos lampiños y zancas peludas, con
largos colmillos amarillos llenos de hilachas de carro-
ña curvándose por encima de sus quijadas y haciendo
con la boca gestos de hiena a la compañía. Detrás
entraron los músicos, algunos de los cuales eran
demonios machos caminando erectos sobre los cuar-
tos traseros de negros sementales y pulsando con
dedos blancos de gorila liras fabricadas con huesos y
tendones de los caníbales de Naat; otros eran apaste-
lados sátiros que arrimaban sus r..eJillas cabrunas a
óboes fabricados con los fémures de brujas jóvenes y a
gaitas hechas con la piel del pecho de reinas negras y
el cuerno del rinoceronte.

Se inclinaron ante Namirrha con grotesca ceremo-
nia. Después, sin dilación, las hembras vampirO
comenzaron un ulular de lo más doloroso y execrable,
como el de los chacales que han olfateado la carroña,
y los sátiros y los demonios tocaron un lamento que
era como el gemido de los vientos del desierto en los
harenes de perdidos palacios. Zotulla se estremeció,
pues el canto le helaba hasta el tuétano y la música
introducía en su corazón una desolación semejante a
la de imperios derrumbados y pisoteados por los
férreos cascos del tiempo. Al mismo tiempo, y entre
aquella siniestra música, le pareció oír el chirrido de
la arena en los jardines marchitos y el rumor del
viento entre la seda podrida en lechos de desaparecida
lujuria y el silbido de las serpientes enroscadas entre
los bajos fustes de destrozadas columnas. Y la gloria
que había sido Ummaos parecía alejarse como las
columnas voladoras del simún.

El ídolo oscuro 215

--Una espléndida melodía--dijo Namirrha cuando
la música cesó y las vampiras dejaron de ulular--.
Pero, en verdad, temo que encontréis algo aburrido
mi espectáculo. Por tanto, mis bailarines danzarán
para vosotros.

Se volvió hacia el gran salón y describió en el aire
un signo enigmático con los dedos de la mano
derecha. En respuesta, una incolora niebla descendió
desde el alto techo y, durante un breve intervalo,
ocultó la sala como una cortina. Detrás se oyó una
babel de sonidos, confusos y sofocados, y el grito de
unas voces débiles como si estuvieran lejanas.

Después el vapor desapareció y Zotulla vio que las
sobrecargadas mesas habían desaparecido. En los
amplios espacios entre las columnas, los habitantes
de su palacio, mayordomos, eunucos, cortesanos,
odaliscas y todos los demás, yacían sobre el suelo
atados con correas, como innumerables aves de
precioso plumaje. Sobre ellos hacía piruetas una
cuadrilla de esqueltos con ligeros chasquidos de los
huesos de los pies y una banda de momias saltaba
rígidamente mientras otras criaturas de Namirrha se
agitaban con monstruosas cabriolas, siguiendo todos
la música de los flautistas y arpistas del nigromante.
Saltaban de un lado a otro sobre los cuerpos de la
gente del emperador a los sones de una siniestra
zarabanda. Con cada salto se hacían más aitos y
pesados, hasta que las saltarinas momias fueron
como las momias de Anakim, y los esqueletos tuvie-
ron huesos de coloso, al tiempo que la música se
elevaba ahogando los débiles gritos de los servidores
de Zotulla. Los danzarines, cuyos pies atronaban la
habitación, crecieron todavía más, perdiéndose entre
las sombras de la bóveda en medio de las vastas
columnas; aquellos sobre los que danzaban eran como
uva,s que se pisan en otoño durante la vendimia y el
suelo se cubrió de un espeso mosto sanguíneo.
Como un hombre que se ahoga en un horrible
pantano rodeado por la oscuridad, el emperador oyó
la voz de Namirrha:

--Tengo la impresión de que no os placen mis
bailarines. Así pues, ahora os presentaré un espec-
táculo verdaderamente regio. Levantaos y seguidme,
porque el espectáculo es tal que se necesita un
imperio como escenario.

Zotulla y Obexah se levantaron de sus sillas al
estilo de los sonámbulos. Sin dirigir una mirada hacia
los espectrales servidores o al salón donde los bailari-
nes continuaban rebotando, siguieron a Namirrha a
una alcoba detrás del altar de Thasaidón. Allí, junto a
las escaleras que se enroscaban hacia arriba, se
acercaron a una amplia y alta galería que daba al
palacio de Zotulla y miraron a lo lejos sobre los
tejados de la ciudad, hacia el punto donde se ponía el
sol.

Aparentemente habían pasado varias horas en
aquel banquete y espectáculo propios del infierno,
porque el dia se acercaba a su fin, y el sol, que había
desaparecido de la vista por detrás del palacio
imperial, bañaba los vastos cielos con rayos ensan-
grentados.

--Mirad --dijo Namirrha, añadiendo un extraño
vocablo ante el cual la piedra del edificio resonó como
Si fuera un gong.

La galería se tambaleó ligeramente y Zotulla,
mirando por la balaustrada, vio los tejados de Um-
maos empequeñecerse y hundirse bajo él. La galería
parecía volar hacia el cielo a una altura prodigiosa y
contempló desde arriba las cúpulas de su propio
palacio, las casas, detrás los campos cultivados y el
desierto, y el gigantesco sol que estaba bajo sobre el
límite del desierto. Zotulla se mareó y los fríos vientos
del cielo superior soplaron a su alrededor. Pero
Namirrha dijo otra palabra y la galería detuvo su
ascenso.

--Mira bien--dijo el nigromante--, el imperio que
fue tuyo, pero que no lo será ya más.

Entonces, con los brazos abiertos hacia el atardecer
y los mares más allá, pronunció en voz alta los doce
nombres que eran la máxima perdición, y después la
tremenda invocación: Gna padambis devompra thun-
gis furidor avoragomon .

Instantáneamente, fue como si grandes nubes de
ébano se amontonasen sobre el sol. Alineadas sobre el
horizonte, la nubes tomaron la forma de colosales
monstruos cuyas cabezas y miembros recordaban
ligeramente las de los caballos. Alzándose terrible-
mente, hollaron el sol como si fuese una brasa
extinguida, y corriendo como si estuviesen en un hipó-
dromo de Titanes, crecieron y se agigantaron acercán-
dose a Ummaos. Les precedían profundos rumores
que presagiaban calamidad y la tierra tembló visible-
mente, hasta que Zotulla vio que aquello no eran
nubes inmateriales, sino formas reales dotadas de vida
que venían a pisotear el mundo con amplitud macro-
cósmica. Proyectando sus sombras a muchas leguas de
distancia, los caballos cargaron contra Xylac como si
estuviesen montados por demonios y sus cascos se
abatieron sobre los lej anos oasis y ciudades del
desierto exterior como riscos desprendidos de una
montaña .

Llegaron como el remolino en espiral de una
tormenta y pareció como si el mundo se hundiese en
el mar, volcándose bajo su peso. Inmóvil como un
hombre, convertido en mármol, Zotulla contemplaba
la ruina que asolaba su imperio. Los gigantescos
sementales se acercaron más, corriendo con una
velocidad inconcebible; el atronar de su galope se
hizo más fuerte, pues ahora comenzaban a asolar los
verdes campos y plantaciones de frutales que se
extendían a muchas millas al oeste de Ummaos. La
sombra de los caballos se elevó como la siniestra
oscuridad de un eclipse hasta cubrir Ummaos, y
mirando hacia arriba, el emperador vio sus ojos a
medio camino entre la tierra y el cenit, como soles
trágicos que brillasen desde arremolinados cúmulos.

Entonces, en la espesa oscuridad y por encima de
aquel trueno insufrible, oyó la voz de Namirrha,
gritando con loco triunfo.

--Sabe, Zotulla, que he llamado a los caballos de
Thamogorgos, señor del abismo. Y los caballos
pisotearán tu imperio como tu palafrén atropelló y
pisoteó hace ya tiempo a un muchacho mendigo
llamado Narthos. Y entérate también de que yo,
Namirrha, fui aquel muchacho

Y los ojos de Namirrha, que mostraban una
vanagloria de locura y tragedia, ardieron como estre-
llas malignas y desastrosas en la hora de su culmina-
ción.

Para Zotulla, totalmente aplastado por el horror y
el tumulto, las palabras del nigromante no fueron
más que estridentes y chillonas notas de la tempestad
del destino; no las comprendió. Los cascos descendie-
ron sobre Ummaos con terrible fragor, resquebra-
jando tejados sólidamente construidos y hendiendo y
derrumbando instantáneamente poderosos muros.
Las hermosas cúpulas de los templos fueron aplasta-
das como las conchas de haliotis; mansiones orgullo-
sas fueron rotas y destrozadas contra el suelo como
calabazas, y la ciudad fue arrasada, casa por casa,
con un estruendo como de mundos golpeados por el
caos. Allá abajo, en las oscuras calles, hombres y
camellos huían como hormigas a la carrera, pero no
pudieron escapar. Los cascos bajaron y subieron
implacablemente hasta que media ciudad estuvo
destruida y la noche lo inundó todo. El palacio de
Zotulla fue pisoteado; entonces las patas delanteras
de los animales se encontraron al borde de la galería
de Namirrha y sus cab.~zas sobresalieron aterradora-
mente por encima. Parecía que fuesen a alcanzar y
pisotear la casa del nigromante, pero en ese momento
se dividieron a derecha e izquierda y dejaron ver el
doloroso resplandor del ocaso, siguiendo su camino y
arrasando aquella parte de Ummaos que estaba al
este. Zotulla, Obexah y Namirrha contemplaron los
fragmentos de la ciudad como si vieran un estercolero
lleno de guijarros, mientras oían el clamor fatal de los
cascos alejarse hacia el Xylac oriental.

--Un hermoso espectáculo --comentó Namirrha.
Después, volviéndose hacia el emperador, añadió
malignamente--: Sin embargo, no creas que he
terminado contigo o que el destino se ha consuma-
do ya.

Aparentemente, la galería había descendido a su
elevación primitiva, que todavía estaba a majestuosa
altura sobre las fragmentadas ruinas. Namirrha aga-
rró al emperador por el brazo y le condujo de la
galería a una cámara interior mientras Obexah le
seguía en silencio. El corazón del emperador estaba
oprimido por el paso de tantas calamidades y la
desesperación pesaba como un pestilente íncubo so-
bres los hombros de un hombre perdido en algún país
de noches malditas. Y no advirtió que en el umbral
de la cámara había sido separado de Obexah y que
varias criaturas de Namirrha, apareciendo como
sombras, obligaron a la muchacha a bajar con ellos
por unas escaleras, sofocando sus gritos con sus
podridas vendas mientras descendían a otra parte de
la casa.

La habitación era la que Namirrha utilizaba para
sus ritos y ceremonias más nefandas. Los rayos de las
lámparas que la iluminaban eran amarillo-rojizos
como sanies de demonio derramado y fluían por
aludes, crisoles, alambiques y atanores negros cuyos
propósito apenas podría ser pronunciado por un
hombre mortal. El hechicero calentó en uno de los
alambiques un líquido oscuro lleno de luces frías
como las estrellas, mientras Zotulla miraba sin com-
prender. Cuando el líquido burbujeó y desprendió
una espiral gaseosa, Namirrha lo destiló en copas de
hierro bordeadas de oro y le dio una a Zotulla,
quedándose él con la otra. Y le dijo con voz seca e
imperativa.

--Te ordeno que bebas este líquido.

Zotulla, temiendo que la bebida estuviese envene-
nada, vaciló. El nigromante le miró mortalmente, y le
gritó:

--¿Tienes miedo de hacer lo mismo que yo~--y a
continuación acercó la copa a sus labios.

Así, el emperador bebió el licor, como impulsado
por el mandato de algún ángel de la muerte, y sus
sentidos se nublaron. Pero antes de que la oscuridad
fuese completa, vio que Namirrha había vaciado su
propia copa. Entonces, con agonías indecibles, fue
como Si el emperador muriese y su alma flotase
libremente; volvió a ver la cámara, aunque con ojos
inmateriales. Se irguió desencarnado en la luz aza-
frán y carmesí, su cuerpo yaciendo con la semejanza
de un muerto, y cerca de él, sobre el suelo tam-
bién, el tendido cuerpo de Namirrha y las dos copas
caídas.

En este estado contempló algo extraño: al rato su
propio cuerpo se agitó y se levantó, mientras que el
del nigromante permanecía inmóvil como la muerte.
Zotulla contempló sus propios rasgos y Sll figura con
el corto manto de brocado azul sembrado de perlas
negras y rubíes morados y su cuerpo vivió ante él,
aunque los ojos mostraban un fuego más oscuro y una
maldad mayor de los que eran característicos en él.
Entonces, sin oídos corpóreos. Zotulla oyó hablar a la
figura, y la voz era la fuerte y arrogante de Namirrha,
diciendo:

--Sígueme, oh fantasma sin cuerpo, y haz en todo
lo que yo te mande. Zotulla siguió al hechicero como
una sombra invisible y los dos descendieron por las
escaleras hasta llegar al gran salón del banquete. Se
acercaron al altar de Thasaidón y a la imagen de
negra armadura, mientras las siete lámparas en
forma de cráneo de caballo seguían ardiendo como
antes. Sobre el altar yacía Obexah, la amada concu-
bina de Zotulla, la única mujer que tenía el poder de
estremecer su saciado corazón, atada con correas a
los pies de Thasaidón. Pero, por lo demás, el salón
estaba desierto y de aquellas Saturnales de desastre
no quedaba nada, excepto el fruto del pisoteo, que
había formado grandes charcos entre las columnas.

Namirrha, utilizando siempre el cuerpo del empe-
rador como si fuese el suyo, se detuvo ante el oscuro
ídolo y dijo al espíritu de Zotulla:

--Quédate aprisionado en esta imagen, sin fuerza
para liberarte ni para moverte en forma alguna.

Totalmente obediente a la voluntad del nigroman-
te, el alma de Zotulla se encarnó en la estatua y sintió
que la fría y gigantesca armadura le rodeaba como si
se encontrase en el interior de un rígido sarcófago;
miró al frente, inamovible, desde los siniestros ojos
que se escondían bajo el esculpido casco.

Mirando así, pudo contemplar el cambio que
sobrevenía en su propio cuerpo bajo la mágica
posesión de Namirrha, porque las piernas que salían
por debajo del corto manto de color azul se habían
convertido, repentinamente, en las patas traseras de
un caballo negro, cuyos cascos brillaban como si los
hubieran calentado en los fuegos infernales. Mientras
Zotulla observaba este prodigio, se pusieron de un
blanco incandescente, y del suelo que pisaban salía
humo.
Entonces, aquella híbrida abominación se acercó a
Obexah caminando altivamente sobre el negro altar,
y dejando tras sí huellas humeantes.

Deteniéndose al lado de la muchacha, que yacía
indefensa en el suelo y lo contemplaba con ojos que
eran estanques de helado horror, levantó uno de los
relucientes cascos y lo posó sobre su pecho desnudo,
entre las diminutas copas de filigrana de oro adorna-
das de rubíes que sujetaban sus pechos. Bajo aquella
atroz pisada, la muchacha chilló como podría hacerlo
en el infierno el alma de algún nuevo condenado y el
casco resplandeció con intolerable brillantez, como si
estuviese recién salido de un horno donde se forjasen
las armas de los demonios.

En aquel momento, en la aterrorizada, aplastada y
pisoteada alma del emperador Zotulla, encerrada en
la imagen de adamanto, se despertó la hombría que
había dormitado inconsciente ante la ruina de su
imperio y el pisoteo de su séquito. Inmediatamente,
surgieron en su ánimo un enorme aborrecimiento y
una poderosa ira, y deseó con todas sus fuerzas
poderse servir de su brazo derecho y tener una espada
en la mano.

Entonces le pareció que una voz fría, siniestra y
terrible hablaba dentro de él, como si la propia
estatua pronunciase unas palabras hacia dentro. Y la
voz le dijo:

--Yo soy Thasaidón, señor de los siete infiernos
bajo la tierra y de los infiernos del corazón del
hombre sobre la tierra, que son siete veces siete. De
momento, oh Zotulla, mi poder será tuyo en beneficio
de nuestra mutua venganza. Sé uno en todas formas
con la estatua que se me parece a la manera en que el
alma es una con la carne. ¡Mira! En mi mano
derecha hay una maza de adamanto. Levanta la maza
y golpea.

Zotulla fue consciente de una gran fuerza en su
interior y de estar rodeado por unos músculos gigan-
tescos que se estremecían de poder y respondían
ágilmente a su voluntad. Sintió en su enfundada
mano derecha el mango de la gigantesca maza de
pinchos, y aunque el levantar la maza estaba más allá
de la fuerza de un hombre mortal, a Zotulla le
pareció un peso agradable. Entonces, elevando la
maza como un guerrero en una batalla, golpeó
aterradoramente aquella cosa impía que tenía su
propio cuerpo unido a las patas y cascos de un
caballo demoniaco. La cosa se derrumbó al instante y
yació con el cerebro saliendo en forma de pulpa de su
aplastado cráneo y esparciéndose sobre el brillante
azabache. Las patas temblaron un poco y después se
inmovilizaron; los cascos pasaron de un blanco fiero y
cegador al rojo del hierro muy caliente, enfriándose
lentamente.

Durante un cierto tiempo no hubo ningún sonido,
excepto los estridentes gritos de Obexah, enloquecida
por el dolor y el terror de todos los prodigios que
había presenciado. Después, la terrible voz de Thasai-
dón habló de nuevo en el alma de Zotulla, enferma
con aquellos gritos.

--Vete, porque no puedes hacer nada más.

Así pues, el espíritu de Zotulla salió de la imagen
de Thasaidón y encontró en el aire fresco la libertad
de la nada y del olvido.

Pero el fin de Namirrha todavía no había llegado,
ya que su alma, loca y arrogante, fue desprendida del
cuerpo de Zotulla por el golpe y había vuelto confu-
samente, no en la forma que el mago había planeado,
a su propio cuerpo, que yacía en la habitación de los
rituales malditos y las transmigraciones prohibidas.
Allí pronto se despertó Namirrha, con una horrible
confusión en su mente y una amnesia parcial porque
la maldición de Thasaidón había caído sobre él a
~ausa de sus blasfemias.
Nada había claro en su mente, excepto un maligno
y exorbitante deseo de venganza, pero la razón de
ésta y su objeto eran sombras dudosas. Urgido por
aquel oscuro ánimo, se levantó, y ciñéndose a la
cintura una espada encantada con ópalos y zafiros
rúnicos en la empuñadura, descendió por las escale-
ras y se dirigió otra vez al altar de Thasaidón, donde
continuaba la estatua tan impasible como antes, con
la maza en su inmóvil mano derecha y el doble
sacrificio debajo sobre el altar.

El velo de una extrañísima oscuridad había caído
sobre los sentidos de Namirrha y no vio el horror de
patas de caballo que yacía muerto con los cascos
ennegreciéndose lentamente, ni oyó los gemidos de
Obexah que yacía a su lado todavía viva. Sus ojos se
vieron atraídos por el espejo de diamante que estaba
en las garras de los negros basiliscos de hierro detrás
del altar, y acercándose al espejo vio allí un rostro
que ya no reconoció como el suyo. A causa de que su
vista era borrosa y su cerebro estaba atrapado por las
variables redes del engano, tomó el rostro por el del
emperador Zotulla. Insaciable como las mismas lla-
mas del Infierno, su antiguo odio surgió en su interior
y sacó la espada encantada, comenzando a atacar el
reflejo. A veces, a causa de la maldición que había
caído sobre él y de la impía transmigración que había
realizado, se creía ser Zotulla luchando con el nigro-
mante, y otras veces, en el torbellino de su locura, era
Namirrha luchando contra el emperador; después, sin
tener un nombre, luchó contra un enemigo sin
nombre. Pronto la hechizada hoja, aunque estaba
templada por conjuros formidables, se rompió cerca
de la empuñadura y Namirrha vio que la imagen
estaba aún intacta. Entonces, aullando las palabras
medio olvidadas de una tremenda maldición, invali-
dada a causa de sus olvidos, golpeó el espejo con la
pesada empuñadura de la espada, hasta que los
zafiros y ópalos que lo adornaban se rasgaron y
cayeron a sus pies en pequeños fragmentos.

Obexah, moribunda sobre el altar, vio a Namirrha
batallando contra su imagen, y el espectáculo le
produjo una risa enloquecida como el roto repique
de unas campanas de cristal. Pronto, por encima de
su risa y de las maldiciones de Namirrha, llegó, como
el rugido de una tormenta que surge velozmente, el
estruendo producido por los caballos macrocósmicos
de Thamogorgos, regresando por Xylac hacia el mar y
pasando por Ummaos para arrasar la única casa que
habían perdonado la primera vez.
MORTHYLLA

Las luces resplandecían con brillantez deslumbra-
dora en Umbri, la ciudad del Delta, después de la
puesta del sol, que se había convertido por entonces
en una estrella en decadencia, roja como una brasa y
antigua más allá de las crónicas, más allá de la
leyenda. Las más brillantes y deslumbradoras de
todas eran las luces que iluminaban la casa del viejo
poeta Famurza, cuyas canciones anacreónticas le
habían proporcionado la riqueza que ahora dilapida-
ba en orgías para sus amigos y sicofantes. ¡En los
pórticos, salones y cámaras, los fanales eran tan
espesos como las estrellas en un cielo sin nubes!
Parecía que Famurza desease disipar todas las som-
bras, excepto aquellas que cubrían las alcobas sepa-
radas por tapices, dispuestas para los convenientes
amoríos de sus invitados.

Para encender tales amores había vinos, licores,
afrodisiacos. Había carnes y frutos que impulsaban
los pulsos fláccidos. Había drogas extrañas y exóticas
que despertaban el placer y lo prolongaban. En
nichos medio velados se veían curiosas estatuillas y en
la pared paneles pintados con amores bestiales.
humanos o sobrehumanos. Cantantes alquilados de
todos los sexos cantaban diversos dísticos eróticos ¨
había unas bailarinas cuyas contorsiones estaban
calculadas para reanimar los fatigados sentidos cuan-
do todo lo demás hubiera fallado.

Pero Valzaín, discípulo de Famurza y famoso tanto
como poeta como por voluptuoso, permanecía insen-
sible ante todas aquellas incitaciones.

Con indiferencia que tendía al disgusto y una copa
medio vacía en la mano, observaba desde una esquina
la multitud engalanada que bullía a su alrededor e,
involuntariamente, apartaba la vista de ciertas pare-
jas que eran demasiado desvergonzadas o estaban
demasiado bebidas para buscar las sombras de la
intimidad para sus abrazos. Una repentina saciedad
había hecho presa en él. Se sentía extrañamente
retirado del cenegal de vino y carne en que no mucho
antes se había sumergido con deleite. Tenía el aspecto
de alguien que se encuentra en una costa extranjera,
detrás de aguas de profunda desesperación.

--¿Qué te aqueja, Valzaín? ¿Te ha chupado la
sangre algún vampiro?

Era Famurza, con el rostro enrojecido, el cabello
gris y ligeramente corpulento, quien estaba a su lado.
Posando una mano cariñosa sobre el hombro de
Valzaín, sostenía en alto con la otra un vaso de
fascinantes esculturas en el que sólo bebía vino,
evitando los violentos y drogados licores preferidos a
menudo por los sibaritas de Umbri.

--¿Tienes un ataque de bilis? ¿O algún amor no
correspondido? Aquí tenemos remedio para ambas
cosas. Sólo tienes que nombrar tu medicina.

--No hay medicina para lo que me aflige--contes-
tó Valzaín--. En cuanto al amor, ha dejado de
importarme si es correspondido o no. Sólo puedo
saborear las heces de las copas. Y el tedio se agazapa
en medio de todos los besos.

--Realmente, el tuyo es un caso de melancolía
--en la voz de Famurza había preocupación--. He
estado leyendo alguno de tus últimos versos. Sólo
escribes sobre tumbas y tejos, sobre gusanos, fantas-
mas y amores inmateriales. Esas cosas me producen
cólicos. Necesito por lo menos medio galón de buen
vino después de cada poema.

--Aunque no lo he sabido hasta recientemente
--admitió Valzaín--, hay en mí curiosidad hacia lo
desconocido; un deseo de cosas más allá del mundo
material.

Famurza movió la cabeza conmiserativamente.

--Aunque no haya alcanzado más que a doblarte la
edad, todavía me contento con lo que veo, oigo y
toco. Carnes buenas y jugosas, mujeres, vino, las
canciones de gente de buena garganta son suficiente
para mí.

--Soñando cuando duermo --musitó Valzaín--,
he abrazado súcubos que eran más que la carne, he
conocido placeres demasiado fuertes para que el
cuerpo consciente los soporte. ¿Tienen alguna fuente
esos sueños, aparte del cerebro ligado a la tierra?
Daría mucho por encontrar su origen, si es que
existe. Mientras tanto, no me queda nada más que la
desesperación.

--Tan joven... ¡y ya tan cansado! Bien, si estás
cansado de las mujeres y quieres fantasmas a cambio,
puedo aventurar una sugerencia. ¿Conoces la antigua
necrópolis a medio camino entre Umbri y Psiom, a
unas tres millas, digamos, de aquí? Los pastores de
cabras dicen que es frecuentada por una lamia..., el
espíritu de la princesa Morthylla, que murió hace
varios siglos y fue enterrada en un mausoleo que
todavía está ahí, sobresaliendo entre las otras tumbas
de menos importancia. ¿Por qué no salimos esta
noche y visitamos la necrópolis? Se acomodaría mejor
que mi casa a tu humor. Y quizá Morthylla se te
aparezca. Pero no me culpes si no vuelves nunca más.
Después de todos estos años la lamia continúa ávida
de amantes humanos y quizá pudiera aficionarse a ti.
--Por supuesto, conozco el lugar --dijo Val-
zaín--... Pero creo que estás bromeando.

Famurza se encogió de hombros y siguió su camino
entre los juerguistas. Una alegre danzarina, rubia y
flexible, se acercó a Valzaín y lanzó un collar de
flores entrelazadas sobre su cuello, reclamándole
como su prisionero. Suavemente, rompió la guirnalda
y dio un frío beso a la muchacha, lo que hizo que
ésta hiciese una mueca. Inobstrusiva, pero rápida-
mente, antes de que otros juerguistas intentasen
atraerle, salió de la casa de Famurza.

Sin otros impulsos que los de un deseo urgente de
soledad, volvió sus pasos hacia los suburbios, evitan-
do la vecindad de tabernas y lupanares, donde se
apiñaba el populacho. Música, risas y fragmentos de
canciones le seguían desde iluminadas mansiones
donde todas las noches los ciudadanos más ricos de la
ciudad daban reuniones. Pero en las calles se encon-
tró a pocos merodeadores, pues era demasiado tarde
para la reunión y demasiado pronto para la desban-
dada de los invitados a tales entretenimientos.

Entonces las luces se debilitaron con intervalos
cada vez más amplios entre ellas y las calles se
oscurecieron con aquella antigua noche que caía
sobre Umbri y que ahogaría completamente sus
desafiantes galaxias de ventanas brillantes por la luz
de las lámparas con el oscurecimiento del decadente
sol de Zothique. Sobre estas cosas y sobre el circun-
dante misterio de la muerte cavilaba Valzaín, cuando
se zambulló en la oscuridad exterior que sus ojos,
cansados por tanto resplandor, agradecieron.

También era agradable el silencio del camino,
rodeado de campos cultivados, que siguió durante
cierto tiempo, sin percatarse de su dirección. Des-
pués, ante alguna señal familiar a pesar de la
oscuridad, advirtió que el camino era el que iba de
Umbri a Psiom, la ciudad hermana del Delta; el
camino junto a cuyas vueltas centrales estaba situada
la necrópolis, no utilizada desde hacía largo tiempo, a
la que le había encaminado irónicamente Famurza.

Verdaderamente, pensó, el práctico Famurza había
en cierta forma adivinado la necesidad que yacía en el
fondo de su desencanto con todos los placeres senso-
riales. Estaría bien visitar, quedarse durante una
hora o algo más, en aquella ciudad cuyos habitantes
habían pasado, hacía mucho, más allá de los deseos
de la mortalidad, más allá de la saciedad y la
desilusión.

Una luna, pasando del creciente a la mitad, surgió
a sus espaldas cuando alcanzó el pie de la baja colina
donde yacía el cementerio. Abandonó la pavimentada
carretera y comenzó a ascender por la pendiente,
medio cubierta por desmedrados tojos, en cuya cima
se discernían deslumbrantes mármoles. No había otro
camino que los deslabazados senderos creados por las
cabras y sus pastores. Su sombra le precedía, vaga,
débil y muy larga, como un guía fantasmal. En su
fantasía, le pareció que estaba trepando por el busto,
suavemente inclinado, de una giganta, salpicado a lo
lejos con pálidas gemas que eran las tumbas y los
mausoleos. Se encontró a sí mismo preguntándose,
entre esta poética divagación, si la giganta estaría
muerta o meramente dormida.

Al alcanzar el amplio y llano terreno de la cima,
donde moribundos tejos enanos se disputaban los
intersticios de las losas cubiertas de liquen con sauces
sin hojas, recordó la historia que le había mencionado
Famurza sobre la lamia que se decía merodeaba por
la necrópolis. Famurza, él lo sabía bien, no creía en
tales leyendas, y sólo había querido burlarse de su
fúnebre humor. Sin embargo, a la manera de los
poetas, comenzó a jugar con la fantasía de alguna
presencia inmortal, encantadora y malvada, que
viviese entre los antiguos mármoles y quisiese respon-
der a la invocación de alguien que, sin una creencia
positiva, hubiese deseado en vano visiones de la
inmortalidad del más allá.

Entre naves de lápidas mortuorias bañadas por la
soledad de la luna, llegó a un majestuoso mausoleo,
que todavía se erguía con pocas señales de ruina, en
el centro del cementerio. Le habían dicho que bajo él
había extensas cámaras que alojaban a las momias de
una familia real extinta que gobernó sobre las ciuda-
des gemelas de Umbri y Psiom hacía siglos. La
princesa Morthylla pertenecía a esa familia.

Para maravilla suya, una mujer, o lo que parecía
serlo, se sentaba en una losa caída al lado del
mausoleo. No podía verla distintamente, pues la
sombra de la tumba la envolvía de los hombros hacia
abajo. Sólo el rostro, que briiiaba débilmente, se
elevaba hacia la luna saliente. Su perfil era semejante
al que él había visto en monedas antiguas.

--¿Quién eres tú?--preguntó con una curiosidad
que sobrepasaba su cortesía.

--Soy la lamia Morthylla--replicó ella con voz que
dejaba a sus espaldas una vibración débil y fugaz
como la de algún arpa brevemente pulsada--. Guár-
date de mí, porque mis besos están prohibidos para
aquellos que quieren permanecer entre los ViVOS.

Valzaín se sintió asombrado ante esta respuesta
que semejaba un eco de sus fantasías. Sin embargo,
la razón le dijo que la aparición no era ningún
espíritu de las tumbas, sino una mujer de carne y
hueso que conocía la leyenda de Morthylla y deseaba
burlarse de él. Pero ¿qué mujer se aventuraría sola
de noche en un lugar tan desolado y fantasmal?

Lo más creíble era que fuese una prostituta que
acudió a alguna cita entre las tumbas. Sabía que
había algunos degenerados perversos que necesitaban
ambientes y accesorios sepulcrales para consumar sus
deseos.

--Quizá estás esperando a alguien--sugirió--. Si
ése es el caso, no deseo inmiscuirme.

--Unicamente espero al que está destinado a venir.
Y espero durante largo tiempo; no he tenido ningún
amante durante doscientos años. Quédate si quieres,
no hay nada que temer, excepto yo.

A pesar de las racionales presunciones que había
formado, la espina dorsal de Valzaín fue recorrida
por el estremecimiento del que supone, sin creerlo por
completo, la presencia de una cosa sobrenatural...;
pero seguramente todo era un juego..., un juego al
que él también podía jugar para alivio de su melan-
colía.

--Vine aquí en la esperanza de encontrarte--de-
claró--. Estoy cansado de las mujeres mortales,
cansado de todos los placeres..., cansado hasta de la
poesía.

--Yo también estoy aburrida --dijo ella sencilla-
mente.

La luna había ascendido en el cielo y brillaba soóre
el traje, de una moda antigua, que llevaba la mujer.
Era muy ajustado en el busto, cintura y caderas, con
voluminosos pliegues cayendo hacia la parte inferior.
Valzaín sólo había visto trajes semejantes en dibujos
antiguos. La princesa Morthylla, muerta durante tres
siglos, bien podría haber llevado un traje similar.

Fuese ella quien fuese, pensó, la mujer era extra-
ñamente bella, con un toque de singularidad en el
cabello pesadamente enroscado, cuyo color no podía
decidir a la luz de la luna. En su boca había dulzura
y bajo sus ojos una sombra de fatiga o de tristeza. En
la comisura derecha de sus labios, percibió un
pequeño lunar.

El encuentro de Valzaín con la autodenominasla
Morthylla se repitió todas las noches mientras la luna
se hinchaba como el redondeado pecho de una mujer
titánica y desaparecía una vez más en vacío y
decadencia. Ella le esperaba siempre junto al mismo
mausoleo..., que, declaró, era el lugar donde habita-
ba. Y siempre le despedía cuando el oriente se volvía
ceniciento con la aurora, diciendo que era una
criatura de la noche.

Escéptico al principio, la consideró una persona
con gustos y fantasías macabros semejantes a los
suyos propios, con la que estaba manteniendo una
relación de un encanto singular. Sin embargo, no
pudo encontrar en ella ningún rastro de la mundani-
dad que sospechaba, ningún conocimiento aparente
de las cosas presentes, sino una extraña familiaridad
con el pasado y la leyenda de la lamia. Parecía más y
más un ser nocturno, que sólo conocía bien la sombra
y la soledad.

Sus ojos, sus labios, parecían retener secretos
olvidados y prohibidos. En sus vagas y ambiguas
respuestas a sus preguntas, leía significados que le
estremecían de miedo y esperanza.

--He soñado con la vida--le dijo ella crípticamen-
te--. Y he soñado también con la muerte. Ahora bien,
quizá haya otro sueño... en el que tú has entrado.

--Yo también quisiera soñar--dijo Valzaín.

Noche tras noche, su cansancio y disgusto se
desvanecieron, en una fascinación que era alimentada
por el espectral ambiente, el silencio de los muertos
rodeándole, su retirada y su separación de la ciudad
carnal y deslumbrante. Por grados, alternando la fe y
la incredulidad, llegó a aceptarla como una lamia
real. El apetito que percibía en ella sólo podía ser el
apetito de una lamia, su belleza la de un ser que ya
no era humano. Fue como la aceptación por un
soñador de que había cosas fantásticas en otros
lugares distintos del sueño.

Junto con su fe, aumentó su amor por ella. Los
deseos que había creído muertos revivieron en su
interior, más salvajes, más urgentes.

Ella parecía corresponder a su amor. Sin embargo,
no traicionó ningún signo de la legendaria naturaleza
de la lamia, eludiendo su abrazo, rehusándole los
besos que pedía.

--Quizá alguna vez--concedía--. Pero antes debes
conocerme tal como soy, debes amarme sin ilusiones.

--Mátame con tus labios, devórame como se dice
que has devorado a otros amantes --imploraba
Valzaín .

--¿No puedes esperar? --su sonrisa era dulce y
torturadora--. No deseo tu muerte tan pronto, por-
que te quiero demasiado. ¿No es dulce mantener tu
deseo entre los sepulcros? ¿No te he curado de tu
aburrimiento? ¿Tienes que terminar con todo?

A la noche siguiente la sitió de nuevo, implorando
con todo su ardor y elocuencia la denegada consu-
mación.

Ella se burló de él.

--Quizá sea sólo un fantasma sin cuerpo, un
espíritu sin sustancia. Quizá me has soñado. ¿Te
arriesgarías a despertar del sueño?

Valzaín dio un paso hacia ella, extendiendo sus
brazos en un gesto apasionado. Ella retrocedió di-
ciendo:

--¿Qué sucedería si, al tocarme, me convirtiese en
cenizas y luz de luna? Entonces lamentarías tu loca
insistencia .

--Tú eres la lamia inmortal--juró Valzaín--. Mis
sentidos me dicen que no eres un fantasma, ni un
espíritu desencarnado. Pero para mí tú has converti-
do en sombra todo lo demás.

--Sí, soy bastante real a mi manera --concedió,
riendo suavemente.

Entonces, y repentinamente, se inclinó hacia él y
sus labios tocaron su garganta. Sintió durante un
momento su calor húmedo... y el agudo mordisco de
sus dientes que perforaron apenas su piel, retirándose
instantáneamente. Antes de que él pudiese abrazarla,
ella le esquivó otra vez.

--Es el único beso que nos está permitido de
momento--gritó y huyó rápidamente, con silenciosos
pasos entre los brillos y sombras de los sepulcros.

A la tarde siguiente, un asunto de negocios,
urgente y algo fastidioso, llevó a Valzaín a la vecina
ciudad de Psiom; un viaje breve, pero que él hacía
raras veces.

Pasó junto a la antigua necrópolis, añorando la
hora nocturna cuando se apresuraría una vez más al
encuentro con Morthylla. Su penetrante beso, que
había causado unas cuantas gotas de sangre, le había
dejado enormemente enfebrecido y turbado. El, como
aquel lugar de tumbas, estaba hechizado y el hechizo
iba con él a Psiom.

Había terminado su asunto, el préstamo por un
usurero de una suma de dinero. Hallándose a la
puerta del usurero con aquella persona necesaria, pero
ligeramente molesta, a su lado, vio a una mujer
pasando por la calle.

Sus rasgos, aunque no su traje, eran los de
Morthylla y tenía incluso el mismo diminuto lunar en
una comisura de la boca. Ningún fantasma del
cementerio podría haberle sobresaltado y desmayado
más profundamente.

--¿Quién es esa mujer? --preguntó el prestamis-
ta--. ¿La conoces?

--Se llama Beldith. Es muy conocida en Psiom,
pues es rica por derecho propio y ha tenido innume-
rables amantes. Tuve un pequeño ~sunto con ella,
aunque ahora no me debe nada. ¿Os gustaría cono-
cerla? Puedo presentárosla fácilmente.

--Sí, me gustaría conocerla--asintió Valzaín--. Se
parece muchísimo a alguien que conocí hace tiempo.

El usurero miró al poeta de soslayo.

--Quizá no sea una conquista demasiado fácil. Se
dice que últimamente se ha retirado de los placeres de
la ciudad. Algunos la han visto salir de noche en
dirección a la antigua necrópolis, o regresando de allí
al salir la aurora. Extraños gustos diría yo, para
alguien que es poco más que una prostituta. Pero
quizá vaya al encuentro de algún excéntrico amante.

--Indícame su casa--pidió Valzaín--. No necesi-
taré que me la presentes.

--Como gustéis--el usurero se encogió de hom-
bros, ligeramente desilusionado--. De todas formas,
no está lejos.

Valzaín encontró la casa rápidamente. La mujer,
Beldith, estaba sola. Le recibió con una sonrisa
anhelante y preocupada que no dejaba duda en
cuanto a su identidad.

--Veo que te has enterado de la verdad --dijo
ella--. Había pensado en decírtela pronto, porque el
engaño no hubiese podido seguir durante mucho más
tiempo. ¿No querrás perdonarme?

--Te perdono--dijo Valzaín tristemente--. Pero
¿por qué me has engañado?

--Porque tú lo deseabas. Una mujer intenta com-
placer siempre al hombre que ama y en todo amor
hay más o menos engaño.

"Al igual que tú, Valzaín, yo me había cansado de
los placeres. Y busqué la soledad de la necrópolis, tan
alejada de las cosas carnales. Tú también viniste,
buscando paz y soledad.. o algún espectro inmate-
rial. Te reconocí instantáneamente. Y había leído tus
poemas. Conociendo la leyenda de Morthylla, pensé
en jugar contigo. Al jugar, llegué a amarte... Valzaín,
tú me amabas como lamia. ¿No puedes amarme por
mí misma?

--No puede ser --contestó el poeta--. Tengo
miedo de que se repita la desilusión que he encontra-
do en otras mujeres. Sin embargo, por lo menos, te
estoy agradecido por las horas que me proporcionas-
te. Fueron las mejores que he conocido..., aunque he
amado algo que no existía y que no l,odría existir.
Adiós, Morthylla. Adiós, Beldith.

Cuando se hubo ido, Beldith se tendió con el rostro
hacia abajo entre los cojines de su lecho. Sollozó un
rato y las lágrimas mojaron las telas, que se secaron
rápidamente. Después se levantó vivamente y se
dedicó a sus ocupaciones domésticas.

Tras un cierto tiempo, volvió a los amores y a las
fiestas de Psiom. Quizá, al final, encontró la paz que
pueden hallar aquellos que se han hecho demasiado
viejos para el placer.

Pero no hubo paz para Valzaín, ni bálsamo para su
deseo y amarga desilusión. Tampoco pudo volver a
los placeres materiales de su vida anterior. Así que
finalmente se mató, atravesando su garganta hasta la
vena más profunda con un agudo cuchillo en el
mismo lugar donde los dientes de la falsa lan~ia le
habían mordido, produciendo un poco de sangre.

Tras su muerte, olvidó que había muerto, olvidó el
pasado inmediato con todos sus sll.esos y circuns-
tancias .

Después de la conversación con Famurza, había
salido de su casa y de la ciudad de Umbri y seguido la
carretera que pasaba junto al abandonado cemente-
rio. Preso del deseo de visitarlo, ascendió por la
cuesta hacia los mármoles, bajo una luna creciente
que se elevaba por detrás.

Al llegar al vasto y llano terreno de la cima, donde
los moribundos tejos enanos se disputaban los inters-
ticios de las losas cubiertas de liquen con sauces sin
hojas, recordó la historia mencionada por Famurza
sobre la lamia que se decía que frecuentaba el
cementerio. El sabía bien que Famurza no era
creyente en tales leyendas y que había querido
únicamente burlarse de su humor fúnebre. Sin em-
bargo, a la manera de un poeta, comenzó a jugar con
la idea de alguna presencia inmortal, encantadora y
malvada, que viviese entre los antiguos mármoles y
respondiese a la invocación de alguien que, sin creer
con seguridad, hubiese deseado vanamente visiones
del más allá.

Entre las naves solitarias y bañadas por la luna que
formaban las lápidas mortuorias, llegó a un majes-
tuoso mausoleo que se erguía con pocas señales de
ruina, en el centro del cementerio. Bajo él, le habían
dicho, había extensas cámaras que alojaban las
momias de una extinta familia real que había gober-
nado sobre las ciudades gemelas de Umbri y Psiom en
siglos anteriores. A esta familia había pertenecido la
princesa Morthylla.

Para asombro suyo, una mujer, o lo que parecía
serlo, se sentaba sobre el fuste caído al lado del
mausoleo. No podía verla con claridad, pues la
sombra de la tumba la envolvía todavía desde los
hombros hasta abajo. Sólo el rostro, resplandeciendo
débilmente, se elevaba hacia la luna que estaba
subiendo en el cielo. Su perfil era como el que había
visto en monedas antiguas.

--¿Quién eres tú?--preguntó con una curiosidad
que sobrepasaba su cortesía.

--Soy la lamia Morthylla--contestó ella.
EL ABAD NEGRO DE
PUTHUUM

.<Que la uva nos ceda su llama purpúrea,
y el rosado amor abandone su donceDez;
en tierras sin nombre, bajo lunas cubiertas,
hemos acabado con el Demonio y con todo su linaje.

Canción de los arqueros del rey Hoaruph.

Zobal, el arquero, y Cushara, el lancero, habían
derramado más de una libación a su amistad con los
sanguíneos licores de Yoros y la sangre de los
enemigos del reino. Unidos por aquella larga y
vigorosa amistad, rota únicamente por peleas efíme-
ras con relación a la división de un pellejo de vino o al
reparto de alguna mujer. habían servido durante una
fatigosa década entre la soldadesca del rey Hoaraph.
Les habían tocado en suerte salvajes batallas y
sucesos extraños y azarosos. Ultimamente, la fama de
su valor atrajo sobre ellos el honor de la atención de
Hoaraph y habían sido escogidos para servir entre los
lanceros que guardaban su palacio de Faraad. Algu-
nas veces, los dos eran enviados juntos en misiones
para las que era necesario poseer una valentía nada
común y una lealtad sin mácula hacia el rey.

Ahora, en compañía del eunuco Simbam, principal
proveedor del bien surtido harén de Hoaraph, Zobal y
Cushara habían emprendido un tedioso viaje a través
de. Ia pista conocida en Izdrel, que hendía la parte
242 Zothique

occidental de Yoros con su cuña desolada de color
amarillento. El rey les enviaba para que se enterasen
si por casualidad había algo de verdad en ciertas
historias de viajeros con relación a una joven doncella
de belleza celestial que fue vista entre los pueblos de
pastores al otro lado de Izdrel. Simbam llevaba en el
cinto una bolsa de monedas de oro con la que, si la
belleza de la muchacha fuese igual en alguna forma
al renombre que tenía, estaba autorizado para nego-
ciar su compra. El rey había considerado que Zobal y
Cushara formarían una escolta apropiada para cual-
quier contingencia, porque Izdrel era una tierra
notoriamente libre de bandoleros, o, indudablemente,
de cualquier habitante humano. Sin embargo, se
decía que duendes malignos, tan altos como gigantes
y jorobados como los cameiios, habíarl atacado a
menudo a los que viajaban por Izdrel, y que bellas,
pero malintencionadas lamias, los atraían a una
horrible muerte. Simbam, temblando corpulentamen-
te en su silla, cabalgaba no de muy buena gana, pero
el arquero y el lancero, con un total escepticismo,
dividieron sus groseros chistes entre el tímido eunuco
y los escurridizos demonios.

Sin otro infortunio que la rotura de un pellejo de
vino debido a la fuerza de la nueva cosecha que
contenía, llegaron a los verdes pastos al otro lado de
aquel lúgubre desierto. Allí, en los bajos valles por
los que discurrían los meandros del curso medio del
río Vos, apacentaba dromedarios y otros ganados una
tribu de pastores que cada dos años enviaba a
Hoaraph el tributo de sus copiosos rebaños. Simbam
y sus compañeros encontraron a la muchacha, que
vivía con su abuela en un pueblo al lado del Vos, y
hasta el eunuco reconoció que el viaje había valido la
pena.

Cushara y Zobal, por su parte, fueron instantá-
neamente embrujados por los encantos de la mucha-

El abad negro de Puthuum

cha, de nombre Rubalsa. Era esbelta y de regia
estatura, de piel pálida como los pétalos de las
mariposas blancas, y la ondulante negrura de su
pesado cabello se poblaba de pardos reflejos cobrizos
bajo el sol. Mientras Simbam regateaba a gritos con
la arrugada abuela, los guerreros observaban a Ru-
balsa con prudente ardor y le dirigieron tales galan-
terías como estimaron discretas, sin que el elmuco les
escuchara.

Por fin el pacto se formalizó y se pagó el precio,
quedando la bolsa de Simbam completamente vacía.
El eunuco estaba ansioso ahora por regresar a Faraad
con el botín y parecía haber olvidado su miedo del
hechizado desierto. Zobal y Cushara fueron arranca-
dos de su sueño por el impaciente eunuco antes del
amanecer y los tres partieron con Rubalsa, todavía
soñolienta, antes de que el pueblo despertase a su
alrededor.

El mediodía, con su sol de cobre candente en un
cenit negro azulado, los encontró lejos entre las
herrumbrosas arenas y los promontorios de dientes
ferrosos de Izdrel. El camino que seguían era poco
más que un sendero, porque, aunque Izdrel tenía sólo
unas treinta millas de anchura en aquel punto, pocos
viajeros se atrevían a cruzar aquellas leguas infesta-
das de demonios, y la mayoría preferían una carretera
que daba una vuelta inmensa, utilizada por los
pastores, que corría al sur de aquella siniestra
desolación, siguiendo el Vos casi hasta su desembo-
cadura en el mar Indaskiano.

Cushara, espléndido en su armadura de bronce,
conducía la comitiva sobre una gigantesca yegua
policroma, con una montura de cuero sellada con
cobre. Rubalsa, que llevaba el rojo vestido hilado en
el hogar de las mujeres de los pastores, le seguía
sobre un negro caballo castrado que Hoaraph había
enviado para su uso. Detrás, y próximo, iba el
244 Zothique

vigilante eunuco, ataviado de cendales multicolores y
montado pesadamente, rodeado de rellenas alforjas,
sobre el asno gris de edad incierta que, debido a su
temor a caballos y camellos, insistía siempre en
montar. Llevaba en la mano la guía de otro asno que
casi se arrastraba por los suelos debido a los pellejos
de vino, vasijas de agua y otras provisiones. Zobal
guardaba la retaguardia, con el arco preparado,
esbelto y nervudo en su atuendo de fina malla, sobre
un nervioso semental que se resistía incesantemente a
las riendas. Llevaba a su espalda un carcaj lleno de
dardos que el hechicero de la corte, Amdok, había
preparado con singulares conjuros e inmersiones en
desconocidos fluidos para su posible uso contra
demonios. Zobal aceptó las flechas cortésmente, pero
se había asegurado más tarde y por sí mismo de que
sus barbillas de hierro no estuviesen en forma alguna
utilizadas por el tratamiento de Amdok. Una lanza,
hechizada de forma similar, había sido ofrecida por
Amdok a Cushara, que la rehusó rudamente diciendo
que su propia arma, bien probada ya, era apropiada
para los escupitajos de cualquier número de de-
monios.

A causa de Simbam y los dos asnos, el grupo no
podía ir a mucha velocidad. Sin embargo, esperaban
cruzar la parte más salvaje y desolada de Izdrel antes
de la noche. Simbam, aunque continuaba ojeando
miedosamente el melancólico desierto, estaba clara-
mente más preocupado por su preciosa carga que con
imaginarios demonios y lamias. Cushara y Zobal,
ambos extasiados en amorosos ensueños que se cen-
traban en la voluptuosa Rubalsa, dedicaban única-
mente una despreocupada atención a sus alrededores.

La muchacha había cabalgado toda la mañana en
grave silencio. Repentinamente gritó, con voz cuya
dulzura la alarma volvía estridente. Los demás refre-
naron sus monturas y Simbam balbució unas pregun-

El abad negro de Puthuum 245

tas. Rubalsa contestó señalando hacia el horizonte
meridional, donde, como sus compañeros vieron
ahora, una extraña oscuridad, negra como la tinta,
había cubierto una gran porción del cielo y las
colinas, ocultándolas por completo. Esta oscuridad,
que no parecía debida ni a una nube ni a una
tormenta de arena, se extendía a cada lado en forma
de creciente y se acercaba rápidamente a los viajeros.
En el curso de un minuto, o menos, había bloqueado
el sendero por delante y por detrás, como una niebla
negra, y los dos arcos de sombra, corriendo hacia el
norte, se habían unido, dejando al grupo dentro de
un círculo. La oscuridad se hizo entonces estaciona-
ria, sus paredes, situándose a no más de cien pies por
cada lado, enhiestas e impenetrables, rodeaban a los
viajeros, dejando sobre ellos un espacio claro desde el
que el sol continuaba brillando, remoto, pequeño y
descolorido, como visto desde el fondo de un profun-
do pozo.

--¡Ay, ay, ay! --gimió Simbam, acurrucándose
entre sus alforjas--. Bien sabía que alguna maldad
nos atacaría.

En ese instante, los dos asnos comenzaron a
rebuznar fuertemente, y los caballos, con relinchos y
cabriolas frenéticas, temblaron bajo sus jinetes. Sólo
a costa de muchos y crueles espolonazos pudo forzar
Zobal a su semental hacia delante, al lado de la yegua
de Cushara.

--Quizá sea sólo una niebla pestilente --dijo
Cushara.

--Nunca he visto una niebla semejante--replicó
Zobal dudosamente--. Y no hay vapores como éste en
Izdrel. Creo que esto es como el humo de los siete
infiernos del que hablan los hombr~s por debajo de
Zothique.

--¿Seguimos hacia delante?--dijo Cushara--. Me
gustaría saber si esta lanza penetra o no esa oscuridad.
246 Zothique

Diciendo a Rubalsa algunas palabras de tranquili-
dad, los dos intentaron espolear sus monturas hacia
la oscura muralla. Pero después de unos cuantos
pasos nerviosos, la yegua y el caballo retrocedieron
salvajemente, sudando y echando espuma, y no
quisieron continuar avanzando. Cushara y Zobal
desmontaron y siguieron su avance a pie.

No conociendo la fuente o naturaleza del fenómeno
con el que tenían que lidiar, los dos se aproximaron
cautelosamente. Zobal puso un dardo en la cuerda y
Cushara sostuvo su enorme lanza de cabeza broncínea
ante sí como cargando contra un enemigo en batalla.
Ambos se sentían cada vez más confusos por la
oscuridad, que no retrocedía ante ellos como lo haría
la niebla, sino que mantuvo su opacidad cuando
estuvieron muy próximos a elia.

Cushara estaba a punto de arrojar su arma contra
la muralla. Entonces, sin el menor preludio, surgió en
la oscuridad, aparentemente justo delante suyo, un
horrible clamor multitudinario como de tambores,
trompetas, címbalos, armaduras chasqueando, voces
vibrantes y pies cubiertos de mallas, que iban de un
lado a otro sobre el suelo pedregoso con un fuerte
estrépito. Mientras Cushara y Zobal retrocedían
asombrados, el clamor aumentó y se extendió hasta
llenar con una babel de ruidos guerreros el círculo de
misteriosa noche que aprisionaba a los viajeros.

--Verdaderamente, estamos completamente sitia-
dos--gritó Cushara a su camarada, mientras volvían
junto a sus caballos--. Se diría que algún rey del
norte ha enviado sus mirmidones contra Yoros.

--Sí --dijo Zobal--. Pero es extraño que no los
hayamos visto antes de que llegase la oscuridad. Y es
seguro que ésta no se debe a algo natural.

Antes de que Cushara pudiese hacer alguna obser-
vación, los gritos y estruendos marciales cesaron
abruptamente. Todos a su alrededor escucharon el
El abad negro de Puthuum 247

rechinamiento de innumerables sistros, el silbido de
incontables serpientes gigantescas, los broncos gritos
de pájaros de mal aguero que se hubiesen reunido por
millares. A aquellos sonidos, indescriptiblemente
odiosos, añadieron ahora los caballos un continuo
relinchar y los asnos sus rebuznos más frenéticos,
sobre los que los gritos de Rubalsa y Simbam eran
escasamente audibles.

Cushara y Zobal intentaron en vano apaciguar a
sus monturas y consolar a la muchacha, que estaba
loca de terror. Estaba claro que ningún ejército de
hombres mortales les sitiaba, porque los ruidos
cambiaban de minuto en minuto y ahora se oían unos
gruñidos siniestros y el rugir de bestias, nacidas en el
infierno, que los ensordecían con su volumen.

Sin embargo, en la penumbra nada era visible y el
oscuro círculo comenzó entonces a moverse con
rapidez, sin ampliarse ni contraerse. Para mantener su
posición en el centro, los guerreros y sus acompañan-
tes se vieron obligados a abandonar el sendero y a
huir hacia el norte entre las ásperas elevaciones y
cañadas. A su alrededor continuaban los siniestros
ruidos, conservando, al menos eso parecía, el mismo
intervalo de distancia.

El sol, cayendo hacia el oeste, no brillaba ya sobre
aquel pozo que se movía fantasmalmente, y una
profunda penumbra rodeó a los viajeros. Zobal y
Cushara cabalgaron al lado de Rubalsa lo más cerca
posible que permitía lo áspero del terreno, forzando
sus ojos constantemente en busca de alguna señal
visible de las cohortes que parecían acompañarles.
Los dos eran presa de las más oscuras aprensiones,
porque estaba demasiado claro que unos poderes
sobrenaturales les obligaban a internarse en el desco-
nocido desierto.

La gruesa oscuridad parecía cerrarse momento a
momento y detrás de la cortina se percibieron palpa-
248 Zothique

blemente unos movimientos y un bullicio como los
producidos por formas monstruosas. Los caballos
tropezaban con pedruscos y protuberancias de rocas
minerales, y los asnos, pesadamente cargados, se veían
obligados a avanzar a una velocidad desconocida para
ellos, para mantener la distancia con el círculo que los
amenazaba con su hórrido clamor. Rubalsa había
dejado de gritar, como si estuviera exhausta, o se hu-
biese resignado al horror de su situación, y los agudos
chillidos del eunuco habían bajado de tono, convir-
tiéndose en miedosos resoplidos y jadeos.

De cuando en cuando parecía como si unos ojos
grandes y feroces brillasen en la oscuridad, bien
flotando cerca de la tierra o moviéndose en solitario a
gigantesca altura. Zobal comenzó a disparar sus
flechas encantadas contra aquellas apariciones, y
cada lanzamiento fue jaleado por un asombroso
estruendo de risas y alaridos satánicos.

De esta forma continuaron adelante, perdiendo
toda medida del tiempo y del sentido de orientación.
Los animales estaban derrengados y con los cascos
doloridos. Simbam estaba medio muerto de miedo y
fatiga, Rubalsa se tambaleaba sobre su silla y los
guerreros, aterrorizados y confusos ante aquella si-
tuación en la que sus armas parecían no tener valor,
comenzaban a flaquear presos de un sombrío can-
sancio.

--Nunca volveré a dudar de la leyenda de Izdrel
--dijo Cushara sombríamente.

--No creo que tengamos mucho tiempo ni para
dudar ni para creer--replicó Zobal.

Para aumentar su desgracia, el terreno se hacía
más áspero y pendiente y tuvieron que ascender por
empinadas colinas y descender hacia lúgubres valles.
Pronto llegaron a un espacio abierto, llano y pedre-
goso. Allí, y de repente, el pandemónium de ruidos
siniestros retrocedió por todos lados, alejándose y

El abad negro de Puthuum

24~

desvaneciéndose hasta convertirse en unos débiles y
fugaces susurros que murieron a gran distancia.
Simultáneamente, la noche que les rodeaba se aclaró,
unas cuantas estrellas brillaron en el cielo y las
ásperas colinas del desierto se recortaron severamente
sobre un resplandor bermellón. Los viajeros se detu-
vieron, mirándose interrogativamente unos a otros, en
una penumbra que sólo era causada por la natural
oscuridad de la noche.

--¿Qué nueva hechicería es ésta?--preguntó Cus-
hara, atreviéndose apenas a creer que sus infernales
seguidores se hubiesen desvanecido.

--No lo sé--dijo el arquero, que miraba fijamente
la oscuridad--. Pero aquí, quizá, viene uno de los
demonios.

Entonces vieron los demás que se les acercaba una
figura encapuchada, llevando un farol encendido
fabricado con algún tipo de cuerno translúcido. A
cierta distancia, detrás de la figura, aparecieron
repentinamente luces en una masa cuadrada oscura
que ninguno del grupo había advertido hasta enton-
ces. Esta masa era evidentemente un edificio grande,
con muchas ventanas.

Al acercarse más, la figura se reveló, a la escasa y
amarillenta luz de la linterna, como un hombre negro
de talla y estatura inmensas, ataviado con una
voluminosa túnica del color del azafrán semejante a
la que usan ciertas órdenes monacales y el sombrero
purpúreo de dos picos de un abad. Realmente, era una
aparición extraña e inesperada, porque si había algún
monasterio entre los áridos páramos de Izdrel, estaba
oculto y desconocido para el mundo. Sin embargo,
Zobal, buscando en su memoria, recordó una vaga
tradición que había oído una vez reI ente a un
capítulo de monjes negros que floreciera en Yoros
hacía muchos años. Los monjes se habían extinguido
hacía largo tiempo y el mismo emplazamiento del
250 Zothique

monasterio se había olvidado. En la actualidad exis-
tían pocos negros en el reino, excepto los que servían
como eunucos, guardando los serrallos de los nobles y
de los mercaderes ricos.

Los animales comenzaron a desplegar una cierta
inquietud ante la llegada del extranjero.

--¿Quién eres? --desafió Cushara con los dedos
fuertemente prietos alrededor del mango de su arma

El negro sonrió desenfadadamente, mostrando
grandes filas de dientes descoloridos cuyos incisivos
eran como los de un perro salvaje. Sus enormes y
untuosas quijadas formaron, a causa de la mueca, un
número increíble de voluminosos pliegues, y sus ojos,
profundamente oblicuos y muy próximos entre sí,
parecían guiñarse perpetuamente en bolsas que tem-
blaban como mermelada de ébano. Sus fosas nasales
se ensanchaban prodigiosamente y se limpió los
bulbosos labios color púrpura que babeaban y tem-
blaban con una lengua gorda, roja y lasciva, antes de
contestar la pregunta de Cushara.

--Yo soy Ujuk, abad del monasterio de Puthuum
--diJo con voz gruesa, de un volumen tan extraordi-
nario que casi parecía surgir de la tierra que pisa-
ba--. Me parece que la noche os ha sorprendido lejos
de la ruta de los viajeros. Os doy la bienvenida a
nuestra hospitalidad.

--Sí, la noche nos asaltó antes de tiempo--replicó
secamente Cushara.

Ni a él ni a Zobal les gustó la mirada de lujuria de
los parpadeantes y obscenos ojos del abad cuando
miró a Rubalsa. Más aún, habían advertido ahora la
excesiva y desagradable longitud de las negras uñas
de sus gigantescas manos y sus desnudos pies, uñas
que eran garras curvas de tres pulgadas tan agudas
como las de algún animal o ave de presa.

Aparentemente, sin embargo, Rubalsa y Simbam
no estaban tan mal impresionados, o no habían

El ab(ld negro de Puthuum

251

advertido estos detalles, porque ambos se dieron prisa
a agradecer la oferta de hospitalidad del abad y a
urgir su aceptación a los guerreros, visiblemente
reluctantes. Zobal y Cushara cedieron ante esta
presión, aunque ambos resolvieron en su fuero inter-
no vigilar de cerca todas las acciones y movimientos
del abad de Puthuum.

Ujuk, sosteniendo en alto la linterna de cuerno,
condujo a los viajeros hacia aquel impresionante
edificio cuyas luces habían visto a poca distancia.
Una poderosa puerta de madera oscura se abrió
silenciosamente a su llegada y penetraron en un
espacioso patio pavimentado por piedras desgastadas
y de aspecto grasiento, débilmente iluminado por
antorchas colocadas en herrumbrosos soportes de
hierro. Con asombrosa rapidez aparecieron varios
monjes ante los viajeros, que, a la primera ojeada,
habían pensado que el patio se encontraba desierto.
Todos eran de una masa y estatura poco corrientes y
sus rasgos poseían una extraordinaria semejanza con
los de Ujuk, de quien, indudablemente, apenas
podían ser distinguidos excepto por los capuchones
amarillos que llevaban en lugar del gorro purpúreo de
picos de abad. La similitud se extendía incluso a sus
curvas y extraordinariamente largas uñas, semejantes
a garras. Sus movimientos eran fantasmalmente fur-
tivos y silenciosos. Sin hablar, se hicieron cargo de los
asnos y de los caballos. Cushara y Zobal dejaron sus
monturas al cuidado de aquellos dudosos palafrene-
ros con una reluctancia que, aparentemente, no era
compartida por Rubalsa ni por el eunuco.

Los monjes dieron a entender también su voluntad
de despojar a Cushara de su pesada lanza y a Zobal
de su arco de madera de hierro y su carcaj medio
vacío, con flechas hechizadas. Pero los guerreros se
negaron a esto, rehusando quedar desarmados.

Ujuk les condujo a una puerta interior que condu-
252 Zothique

cía al refectorio. Era una habitación grande y baja,
iluminada por lámparas de bronce de antigua factu-
ra, semejantes a las que los vampiros podrían haber
recobrado en alguna tumba hundida en el desierto. El
abad, con gestos de ogro, suplicó a sus huéspedes que
ocupasen sus asientos ante una larga y maciza mesa
de ébano con sillas y bancos del mismo material.

Cuando se hubieron sentado, Ujuk se sentó a la
cabecera de la mesa. Inmediatamente, llegaron cua-
tro monjes, llevando unos platos donde se apilaban
las carnes humeando a especias y profundos frascos
de barro llenos de un licor oscuro, color de ámbar. Y
estos monjes, como los que se encontraban en el
patio, eran groseros simulacros, negros como el
ébano, de su abad, pareciéndose a él minuciosamente
tanto en los rasgos como en ei cuerpo. Zobal y
Cushara se abstuvieron de probar el líquido que, por
su olor, parecía ser una cerveza de un tipo excepcio-
nalmente fuerte, porque sus dudas en relación a Ujuk
y su monasterio se hacían más graves a cada momen-
to. También, y a pesar de su hambre, se abstuvieron
de la comida dispuesta ante ellos, que consistía
principalmente en carnes asadas que ninguno pudo
identificar. Sin embargo, Simbam y Rubalsa se
dedicaron rápidamente a comer, pues su apetito
estaba aguzado por el largo ayuno y las extrañas
fatigas de aquel día.

Los guerreros observaron que delante de Ujuk no
había sido colocada ni comida ni bebida y supusieron
que ya había cenado. Ante su disgusto y rabia
crecientes, se sentaba, obesamente repantingado, con
los lujuriosos ojos sobre Rubalsa en una mirada fija
rota únicamente por los parpadeos que acompañaban
sus continuas muecas. Esta mirada comenzó pronto a
avergonzar a la muchacha, y después a alarmarla y
asustarla. Dejó de comer, y Simbam, que había
estado profundamente preocupado con su cena hasta
El abad negro de Puthuum 253

entonces, se intranquilizó claramente cuando vio el
decaer de su apetito. Por primera vez pareció darse
cuenta de las poco monásticas ojeadas del abad,
mostrando su desaprobación con varias muecas ho-
rribles. También observó oportunamente, con voz
alta y aguda, que la muchacha estaba destinada al
harén del rey Hoaraph. Pero lo único que hizo Ujuk
ante esto fue reírse por lo bajo, como si Simbam
hubiese dicho algún chiste exquisitamente divertido.

Zobal y Cushara tuvieron dificultades en reprimir
su rabia y ambos ardían en deseos de probar sus
armas contra el grueso bulto del abad. Sin embargo,
pareció recoger las insinuaciones de Simbam, porque
desvió su mirada de la muchacha. En su lugar
comenzó a observar a los guerreros con una avidez
curiosa y terrible, que hallaron poco menos insopor-
table que sus miradas a Rubalsa. El bien alimentado
eunuco también tuvo su turno en la mirada de Ujuk,
que parecía tener algo del hambre de una hiena
recreándose ante una pieza en perspectiva.

Simbam, obviamente incómodo y algo asustado,
intentó entonces mantener una conversación con el
abad, proporcionando voluntariamente mucha infor-
mación en cuanto a su persona, sus compañeros y las
aventuras que les habían llevado a Puthuum. Ujuk
pareció sorprenderse poco por esta información, y
Zobal y Cushara, que no tomaron parte en la
conversación, se sintieron más seguros que nunca de
que no era un verdadero abad.

--¿Cuánto nos hemos alejado del camino de Fa-
raad?--preguntó Simbam.

--No considero que os hayáis extraviado--rugió
Ujuk con su subterránea voz--, porque vuestra
llegada a Puthuum es muy oportuna. Aquí tenemos
pocos invitados y no nos gusta separarnos de aquellos
que hacen honor a nuestra hospitalidad.

--El rey Hoaraph estará impaciente porque regre-
254 Zoth¿que

semos con la muchacha tembló Simbam--. Debe-
mos partir mañana temprano.

--Mañana es otro asunto--dijo Ojuk, con tono
medio untuoso, medio siniestro--. Quizá para en-
tonces os hayáis olvidado de esta prisa deplorable.

Durante el resto de la comida se habló poco y,
realmente, se bebió y comió poco, porque incluso
Simbam parecía haber perdido el apetito, normal-
mente voraz. Ujuk, todavía sonriendo como si sólo él
conociese algún divertido chiste, no se preocupó
demasiado de instar a sus invitados a que comiesen.

Varios monjes iban y venían sin que nadie los
llamara, quitando los platos cargados al retirarse.
Zobal y Gushara percibieron una cosa extraña: ¡los
monjes no proyectaban sombra alguna sobre el ilumi-
nado suelo junto a la de los piatos qu~ llevaban! De
Ujuk, sin embargo, salía una sombra enorme y
deformada que yacía como un íncubo al lado de su
asiento.

--Creo que hemos llegado a un nido de demonios
--susurró Zobal a Cushara--. Tú y yo hemos luchado
contra muchos hombres, pero nunca con gente que
no tuviesen sombras.

--Sí --musitó el lancero--. Pero este abad me
gusta todavía menos que sus monjes, aunque sea él el
único que posee sombra.

Ujuk se levantó entonces de su sitial, diciendo:

--Supongo que todos estaréis cansados y querréis
dormir pronto.

Rubalsa y Simbam, que habían bebido cierta
cantidad de la poderosa cerveza de Puthuum, asintie-
ron soñolientamente. Zobal y Cushara, advirtiendo su
prematura somnolencia, se alegraron de haber desde-
ñado el licor.

El abad condujo a sus huéspedes a lo largo de un
pasillo, cuya penumbra estaba ligeramente aliviada
por el llamear de las antorchas que se agitaban en

El abad negro de Puthuum

255

una fuerte corriente de aire de procedencia indeter-
minada y producían una muchedumbre de sombras
salvajes agitándose junto a los que pasaban. A ambos
lados había celdas cuyas puertas sólo estaban cerra-
das por colgaduras de áspero tejido de cáñamo.
Todos los monjes desaparecieron, las celdas parecían
estar oscuras y un aire de desolación de siglos invadía
el monasterio, junto con un olor de huesos mondos,
como si éstos se amontonasen en alguna catacumba
secreta.

En el centro del corredor, Ujuk se detuvo y apartó
el tapiz de una puerta que no se diferenciaba en nada
del resto. Dentro ardía una lámpara que pendía de
una arcaica cadena de metal curiosamente engarzada
y corroída. La habitación era desnuda y espaciosa, y
un lecho de ebano con opulentas colgaduras a la
moda antigua estaba dispuesto en la pared más
alejada, bajo una ventana abierta. El abad indicó que
esta cámara era para Rubalsa, y se ofreció a mostrar
después a los hombres y al eunuco sus respectivos
alojamientos.

Simbam parecló despertar de repente de su somno-
lencia y protestó ante la idea de ser separado de su
carga de aquella manera. Como si Ujuk esperase esto
y hubiese dado las órdenes apropiadas, apareció un
monje llevando unas colchas que tendió sobre el suelo
de losas, dentro de la habitación de Rubalsa. Simbam
se tendió rápidamente sobre la improvisada cama y
los guerreros se retiraron con Ujuk.

--Venid --dijo el abad, haciendo brillar en la
penumbra sus dientes de lobo--. Dormiréis magnífi-
camente en los lechos que os he preparado.

Pero Zobal y Cushara se habían colocado como
guardianes a las puertas del aposento de Rubalsa.
Dijeron secamente a Ujuk que ellos eran los respon-
sables ante el rey Hoaraph de la seguridad de la
muchacha y debían vigilarla a todas horas.
256 Zothique

--Os deseo una agradable vigilia--dijo Ujuk, con
una risotada como la risa de una hiena en alguna
tumba subterránea.

Con su partida pareció que el negro sopor de una
antiguedad muerta envolvía todo el edificio. Aparen-
temente, Rubalsa y Simbam dormían sin hacer un
solo movimiento, porque no se oía ningún sonido
detrás de la colgadura de cáñamo. Los guerreros
hablaron sólo en susurros, por temor a despertar a la
muchacha. Sus armas estaban dispuestas a ser utili-
zadas instantáneamente y vigilaban el sombrío salón
con una celosa vigilancia, porque no confiaban en la
quietud que les rodeaba, estando seguros de que una
hueste de demonios se agazapaba en algún lugar,
esperando el momento del asalto.

Sin embargo, no oCurrio nada que c-~nfirmase sus
aprensiones. La corriente que alentaba furtivamente
por el corredor parecía hablar únicamente de muerte
de siglos y de una soledad cíclica. Ambos comenzaron
a percibir sobre el suelo y las paredes señales de
abandono que hasta entonces les habían pasado
inadvertidas. Pensamientos imaginarios y fantásticos
los asaltaban con insidiosa persuasión, parecía que el
edificio era una ruina que había estado deshabitada
durante mil años; que el negro abad Ujuk y sus
monjes sin sombra eran simples imaginaciones, cosas
que nunca existieron; que el móvil círculo de oscuri-
dad, el pandemónium de voces que los habían
empujado hacia Puthuum, no eran más que una
pesadilla diurna cuyo recuerdo se esfumaba ahora a
la manera de los sueños.

La sed y el hambre les atormentaban, porque no
habían comido desde muy temprano, y durante el día
sólo probaron unos pocos y apresurados tragos de
vino o agua. Sin embargo, ambos comenzaron a
sentir el asalto de un soñoliento abandono que, bajo
las circunstancias, era altamente indeseable. Cabecea-
El abad negro de Puthuum 2,57

ron, se amodorraron y despertaron varias veces al
peligro. Pero como la voz de una sirena en los sueños
inducidos por la droga, el silencio parecía decirles
que todo peligro era algo desaparecido, una ilusión
que pertenecía al pasado.

Pasaron varias horas y el salón se iluminó con la
salida de una luna tardía que brillaba por una
ventana en el extremo oriental. Zobal, menos soño-
liento que Cushara, se despertó por completo debido
a una conmoción repentina entre los animales que
estaban debajo, en el patio. Como si algo hubiese
aterrorizado a los caballos, se oyeron fuertes relinchos
que subieron hasta alcanzar un tono frenético y los
asnos comenzaron a rebuznar sordamente, hasta que
Cushara también se despertó.

--Asegúrate de no quedarte dormido otra vez
--advirtió Zobal al lancero--. Voy a salir para
averiguar la causa de este tumulto.

--Es una buena idea--concedió Cushara--. Y de
paso que vas echa un vistazo a nuestras provisiones. Y
trae, cuando vuelvas, algunos albaricoques y tortas de
sésamo y un pellejo de vino, rojo como los rubíes.

Zobal recorrió el corredor mientras el monasterio
permanecía en silencio, excepto por el débil sonido
producido por sus borceguíes de tirantes de piel. Al
final del corredor había una puerta abierta y por ella
pasó al patio. Tan pronto como salió, los animales
dejaron de hacer ruido. Apenas se veía, porque todas
las antorchas del patio, excepto una, habían sido
apagadas o se habían consumido, y la baja y jibosa
luna no había trepado todavía la muralla. Según
las apariencias, todo se encontraba en orden: los
dos asnos estaban tranquilos al lado de las montañas
de provisiones y alforjas que habían llevado, los
caballos parecían dormitar en grupo amigablemente.
Zobal decidió que quizá hubiese habido alguna pelea
pasajera entre su semental y la yegua de Cushara.

Z.--9
258 Zothique

Siguió adelante para asegurarse de que no era otra
la causa de esos problemas. Después volvió junto a los
pellejos de vino, con la intención de refrescarse antes
de unirse con Cushara con un suministro de bebida y
comestibles. Apenas había barrido el polvo de Izdrel
de su garganta con un largo trago, cuando oyó un
etéreo y seco susurro, cuyo origen y distancia no pudo
determinar en aquel momento. A veces parecía estar
junto a su oído y después se alejaba, como si se
hundiese en profundas cámaras subterráneas. Pero el
sonido nunca cesaba por completo, aunque variase en
su forma, y parecía formar palabras que el oyente
casi comprendía; palabras que eran infundidas por la
desesperada pena de un hombre muerto que había
pecado hacía largo tiempo y se había arrepentido de
sus pecados durante siglos negros y sepulcrales.

Mientras escuchaba la profunda angustia de aquel
sonido, el pelo se erizó en el cuello del arquero y tuvo
un miedo tal como no había tenido nunca en lo más
grueso de las batallas. Y sin embargo, al mismo
tiempo era consciente de sentir una piedad más
poderosa que la que el dolor de sus camaradas mori-
bundos había provocado nunca en su corazón. Pare-
cía como si la voz le implorase misericordia y socorro,
impulsándole con una extraña compulsión que no se
atrevía a desobedecer. No podía comprender total-
mente las cosas que el que susurraba le pedía que
hiciera, pero de alguna forma tenía que apaciguar
aquella desolada angustia.

El susurro continuaba subiendo y bajando de
volumen y Zobal se olvidó de que había dejado a
Cushara en una larga guardia acosado por peligros
infernales; olvidó también que la misma voz podía ser
un artificio del que se valiesen los demonios para
atraerle lejos. Comenzó a registrar el patio con su
agudo oído alerta en busca de la fuente del sonido, y
tras vacilar, decidió que salía del suelo, en una

El abad negro de Putuum 259

esquina opuesta a la entrada. Allí, entre el empedra-
do en el ángulo de la muralla, encontró una enorme
losa de sienita con una herrumbrosa anilla de metal
en el centro. Su decisión se vio rápidamente confir-
mada, porque los susurros se hicieron más fuertes y
articulados, y pensó que le decían: "Levanta la losa".

El arquero tiró con ambas manos de la herrumbro-
sa anilla y, poniendo toda su fuerza en el empeño,
consiguió echar hacia atrás la piedra, no sin esfuerzo
tan grande que creyó que se le rompería la espina
dorsal. Una oscura abertura fue descubierta y de ella
emanaba un olor a carroña tan fuerte que Zobal
apartó el rostro y estuvo a punto de vomitar. Pero el
susurro vino de la oscuridad de allá abajo con una
súplica lastimera y profunda, y le dijo: "Desciende~.

Zobal cogió de su soporte la única antorcha que
todavía ardía en el patio. Gracias a sus lúgubres
llamas vio una hilera de desgastados escalones que
descendían a la maloliente penumbra del sepulcro y,
resueltamente, bajó por ellos, encontrándose, cuando
llegó al final, en una cámara excavada en la roca, con
profundas repisas de piedra a cada lado. En ellas,
que desaparecían en la oscuridad, se amontonaban
los huesos humanos y los cadáveres momificados, y
estaba claro que aquel lugar era la catacumba del
monasterio.

El susurro había cesado y Zobal miró a su alrede-
dor con un asombro no extento de terror.

"Estoy aquí", continuó la seca y susurrante voz, que
salía de entre los montones de restos mortales de la
repisa a su lado. Sobresaltado y sintiendo cómo se le
volvían a erizar los cabellos de la nuca, Zobal iluminó
la baja repisa con la antorcha, mientras buscaba al
que hablaba. En un nicho estrecho, entre montones
de huesos desarticulados, divisó la macilenta cabeza,
semejante a la de una momia, sobre la que se pudría
algo que había sido en un tiempo la mitra de un
260 Zothique

abad. El cadáver era negro como el ébano y resultaba
evidente que pertenecía a un negro enorme. Tenía un
aspecto de vejez increíble, como si hubiese yacido allí
durante siglos, pero era de allí de donde provenía el
hedor de podredumbre fresca que había provoca-
do las náuseas de Zobal al levantar la losa de sie-
nita.

Mientras permanecía mirando aquello, a Zobal le
pareció que el cadáver se agitaba ligeramente, como
si intentase levantarse de la posición en que estaba, y
vio un resplandor semejante al de unos globos ocula-
res en las cuencas sumergidas en la sombra; los
labios. que se curvaban dolorosamente, se retrajeron
todavía más, y de entre los desnudos dientes salió
aquel horroroso susurro que le había conducido hasta
la catacumba.

--Escucha bien--dijo el susurro--; tengo muchas
cosas que decirte y tú tienes mucho que hacer cuando
yo termine.

"Yo soy Uldor, el abad de Puthuum. Hace más de
mil años que llegué a Yoros con mis monjes proce-
dente de Ilcar, el imperio negro del norte. El empera-
dor de llcar nos había expulsado porque nuestro culto
al celibato, nuestra adoración a la diosa virgen,
Ojhal, le resultaban insufribles. Construimos nuestro
monasterio aquí, en medio del desierto de Izdrel, y
vivimos sin ser molestados.

"Al principio éramos muy numerosos, pero los años
fueron pasando y, uno a uno, los hermanos fueron
depositados en la catacumba que habíamos excavado
para tener un lugar donde reposar. Murieron y nadie
los reemplazó. Al final solamente pude sobrevivir yo,
porque gané la santidad que asegura días de longevi-
dad y me había convertido también en un maestro en
las artes de la hechicería. El tiempo era un demonio
que yo mantenía a raya, como alguien que está en el
centro de un círculo encantado. Mis fuerzas conti-

El abad negro de Puthuum 261

nuaban intactas, y sin daño, y viví en el monasterio
como un ermitaño.

"Al principio, la soledad no me resultó irritante, y
me absorbí completamente en mis estudios de los
arcanos de la naturaleza. Pero después de un cierto
tiempo, pareció que mis estudios y otras cosas
semejantes no me satisfacían ya. Me di cuenta de mi
soledad y fui muy asediado por los demonios del
desierto, que me habían molestado poco hasta enton-
ces. Durante las terribles vigilias de la noche, súcubos
bellos pero malvados, lamias con los redondos y
suaves cuerpos de las mujeres, vinieron a tentarme.

"Resistí... Pero hubo un demonio hembra, más
inteligente que las demás, que se deslizó en mi celda
con el aspecto de una muchacha que yo había amado
hacía mucho tiempo, antes de haber tomado los votos
de Ojhal. Ante ella sucumbí, y de aquella nefanda
unión nació el semihumano demonio Ujuk, que desde
entonces se ha hecho llamar el Abad de Puthuum.

"Después del pecado, deseé la muerte... Y este
deseo cobró fuerza multiplicada cuando contemplé la
descendencia de aquella falta. Pero había ofendido
grandemente a Ojhal y se me condenó a un castigo
aterrador. Viví... para ser perseguido y castigado
diariamente por el monstruo, Ujuk, que creció rápi-
damente, según lo hacen los de su estirpe. Pero
cuando Ujuk hubo alcanzado su tamaño actual, me
sentí sobrecogido por una debilidad y decrepitud tales
que esperé morir. En mi impotencia, apenas podía
moverme, y Ujuk, aprovechándose de esta ventaja,
me llevó en sus horribles brazos a la catacumba y me
tendió entre los muertos. Desde entonces he perma-
necido aquí, muriendo y pudriéndome eterrlamen-
te..., y eternamente vivo. Durante casi un milenio he
sufrido sin dormir la horrible angustia del arrepenti-
miento que no produce la expiación.

"Por medio de los poderes videntes santos y mági-
262 Zothique

cos que nunca me han abandonado, estuve condena-
do a ver las hazañas malvadas, las iniquidades de
Ujuk, negras como el infierno. Disfrazado con el
atuendo de un abad, dotado de estraños poderes
infernales, junto con una especie de inmortalidad, ha
gobernado Puthuum a través de los siglos. Sus
encantamientos han conservado escondido el monas-
terio..., excepto de aquellos que desea atraer al
alcance de su hambre de vampiro, y de sus deseos,
semejantes a los de un íncubo. A los hombres los
devora y a las mujeres las obliga a servir su lujuria...
Y además estoy condenado a ver sus vicios, y el verlos
es el más pesado de mis castigos.

El susurro se debilitó, y Zobal, que había escucha-
do con horrorizado asombro, como el que escucha las
palabras de un hombre muerto, dudó durante un
momento de que Uldor todavía viviese. Después la
marchita voz continuó:

--¡Arquero, solicito una merced de ti, y a cambio
te ofrezco algo que te ayudará contra Ujuk! En tu
carcaj llevas flechas encantadas y la magia del que las
encantó era buena. Esas flechas pueden acabar con
los poderes infernales, por otra parte inmortales.
Pueden acabar con Ujuk... y también con el mal que
sobrevive en mí y me impide morir. Arquero, concé-
deme una flecha en el corazón, y si eso no es
suficiente, una flecha en el ojo derecho y otra en el
izquierdo. Y déjalas en su agujero, porque pienso que
bien puedes desprenderte de ese número. Para Ujuk
sólo necesitas una. En cuanto a los monjes que has
visto, te diré un secreto. Parecen ser doce, pero...

Zobal apenas hubiese creído lo que ahora le
contaba Uldor, si los sucesos de aquel día no le
hubiesen dejado más allá de toda incredulidad. El
abad continuó:

--Cuando esté completamente muerto, toma el
talismán que pende de mi cuello. Es una piedra de
El abad negro de Puthuum

toque que disolverá cualquier encantamiento que
tenga una consistencia material, si se aplica contra
éste con la mano.

Por primera vez, Zobal percibió el talismán, que
era un óvalo plano de piedra gris que descansaba
sobre el consumido pecho de Uldor pendiente de una
cadena de plata negra.

--Apresúrate, oh arquero--imploró el susurro.

Zobal había colocado su antorcha en la pila de
mondos huesos que había al lado de Uldor. Con un
sentimiento mezcla de compulsión y reluctancia, sacó
una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó sin tem-
blar hacia el corazón de Uldor. El dardo fue directa y
profundamente al blanco; Zobal esperó. Pero pronto,
de los hundidos labios del negro abad, salió un vago
susurro:

--¡Otra flecha, arquero!

De nuevo el arco fue tensado y un dardo se clavó,
certeramente, en la hueca órbita del ojo derecho de
Uldor. Y otra vez, después de un intervalo, llegó una
petición casi inaudible:

--Arquero, una flecha más.

El arco cantó una vez más en el silencio de la
cámara, y en el ojo izquierdo de Uldor apareció una
flecha que temblaba por la fuerza de su propulsión.
Esta vez ningún susurro salió de los podridos labios;
Zobal oyó un curioso crujido, y un suspiro como el de
la arena cuando cae. El oscuro cuerpo se desmoronó
rápidamente bajo su vista, el rostro y la cabeza se
encogieron y las tres flechas se inclinaron a un lado,
puesto que ahora no había nada excepto una pila de
polvo y de huesos separados que las mantuviera en su
lugar.

Dejando las flechas como Uldor le había pedido
que hiciera, Zobal cogió el talismán gris, que estaba
ahora enterrado entre aquellos restos caídos. Cuando
lo encontró, lo colgó cuidadosamente de su cinturón,
264 Zothique

al lado de la larga y recta espada que siempre llevaba.
Quizá, pensó, aquello seniría de algo antes de que
terminase la noche.

Rápidamente se volvió y subió por las escaleras
hasta encontrarse en el patio. Una luna desmochada
y amarilla como el azafrán se asomaba por la
muralla, y por esto supo que había estado mucho
tiempo ausente de su guardia junto a Cushara. Sin
embargo, todo parecía tranquilo: los soñolientos
animales no se movían y el monasterio estaba oscuro
y silencioso. Cogiendo un pellejo lleno de vino y una
bolsa conteniendo las provisiones que Cushara le
había pedido, Zobal se apresuró a volver al corredor.

Mientras entraba en el edificio, el alfombrado
silencio se rompió en un aterrador escándalo. En
medio del clamor distinguió los alaridos de Rubalsa,
los chillidos de Simbam y los furiosos bramidos de
Cushara, pero, por encima de todo aquello, ahogán-
dolo, se elevaba sin cesar una risa obscena, como una
corriente de oscuras aguas subterráneas, espesas y
pestilentes, con las grasas de la podredumbre.

Zobal dejó caer el pellejo de vino y la bolsa de
comestibles y echó a correr, preparando su arco
mientras lo hacía. Los gritos de sus compañeros
continuaban, pero ahora los oía más vagamente entre
la maldita risa demoniaca, que creció hasta llenar
todo el monasterio. Cuando llegó a la zona ante el
aposento de Rubalsa, vio a Cushara golpeando con el
mango de su lanza una pared oscura donde ya no
había ninguna entrada cubierta por una cortina de
cáñamo. Detrás de la muralla, los chillidos de
Simbam cesaron con un gorgoteante gemido, como el
de un becerro sacrificado, pero los gritos de profundo
terror de la muchacha se hicieron todavía más fuertes
entre la tenebrosa risotada.

--Esta pared ha sido construida por los demonios
--rugió el lancero, mientras golpeaba en vano los
El abad negro de Puthuum

265

puiidos ladrillos--. Yo he vigilado lealmente, pero
ellos la han construido a mis espaldas en un silencio
igual al de la muerte. Y dentro de esa habitación está
pasando algo todavía peor.

--Contén tu ira--dijo Zobal, mientras intentaba
recobrar el mando sobre sus propias facultades, entre
la locura que amenazaba con dominarle. En aquel
momento se acordó del talismán gris ovalado de
Uldor, que colgaba de su cinturón por la cadena de
plata negra, y pensó que la pared cerrada era
probablemente un encanto irreal contra el que podría
utilizarse el talismán, como Uldor había dicho.

Rápidamente, tomó la piedra entre sus dedos y la
apoyó sobre la oscura superficie donde había estado
la puerta. Cushara miraba con aire estupefacto, como
pensando que el arquero se había vuelto loco. Pero
mientras el sonido del talismán contra la pared
todavía podía oírse, la pared pareció disolverse de-
jando únicamente un grosero tapiz que se cayó en
pedazos, como si tampoco hubiese sido más que una
ilusión mágica. Aquella extraña desintegración conti-
nuó extendiéndose; todo el tabique se deshizo dejan-
do unos cuantos bloques erosionados, y la jibosa luna
brilló sobre ellos mientras la abadía de Puthuum se
desmoronaba silenciosamente convirtiéndose en una
ruina llena de agujeros y sin tejado.

Todo esto había ocurrido en unos instantes, pero
los guerreros no tuvieron tiempo para sentirse mara-
villados. A la lívida luz de la luna que los contempla-
ba desde arriba como el rostro de un cadáver comido
por los gusanos, vieron una escena tan odiosa que les
hizo olvidar todo lo demás. Ante ellos, sobre un suelo
agrietado en cuyos intersticios crecían las hierbas del
desierto, yacía muerto el eunuco Simbam. Su túnica
estaba rota en pedazos y oscura sangre borboteaba de
su desgarrada garganta. Hasta las bolsas de cuero
que llevaba a la cintura estaban destrozadas, y
266 Zothique

monedas de oro, redomas medicinales y otros objetos
estaban desparramados a su alrededor.

Detrás, junto a la pared exterior medio derrumba-
da, yacía Rubalsa entre un montón de trapos y
maderos podridos que habían sido la cama de ébano
con sus suntuosas colgaduras. Con las manos levan-
tadas, estaba intentando apartar de sí la forma
monstruosamente hinchada que pendía horizontal-
mente sobre ella, como si estuviese sostenida por los
flotantes pliegues en forma de ala de su túnica color
azafrán. Los guerreros reconocieron esta forma como
la del abad Ujuk.

La sobrecogedora risa del demonio negro se detuvo
y volvió hacia los intrusos un rostro distorsionado por
la rabia y su diabólico deseo. Sus dientes chasquearon
en forma audible, sus ojos brillaron en las bolsas
como cuentas de algún metal al rojo vivo, mientras se
retiraba de su posición sobre la muchacha y se erguía,
monstruosamente erecto, ante ella, en medio de las
ruinas del aposento.

Antes de que Zobal pudiese colocar una de sus
flechas en el arco, Cushara se le adelantó con la pica
levantada. Pero antes de que el lancero cruzase el
umbral, fue como si la siniestra e inflada forma de
Ujuk se multiplicase en una docena de formas
vestidas de amarillo que surgieron para hacer frente a
la acometida de Cushara. Los monjes de Puthuum se
habían reunido para ayudar a su abad, como llama-
dos por algún infernal toque a rebato.

Zobal profirió un grito de aviso, pero las formas se
lanzaron a una sobre Cushara, esquivando los golpes
de su arma y atacando ferozmente las placas de su
armadura con sus terroríficas garras de tres pulgadas
de largo. El luchó valientemente, sólo para caer en
poco tiempo y desaparecer de la vista como si hubiese
sido derribado por una manada de hienas enfure-
cidas.

El abad negro de Puthuum

Recordando algo, muy difícil de creer, que le había
dicho Uldor, Zobal no malgastó flechas con los
monjes. Con el arco dispuesto, esperó a tener a tiro a
Ujuk, por detrás de la ardiente cuadrilla que estaba
malignamente enzarzada sobre el caído lancero. En
un movimiento de retroceso del montón, apuntó
rápidamente al enorme íncubo, que parecía estar
completamente absorto en aquella lucha cruel, como
dirigiéndola de alguna forma sin decir palabra ni
hacer un gesto. Sin torcerse ni desviarse, la flecha dio
en el blanco con un alegre zumbido, y la magia de
Amdok, que la forjara, resultó buena, porque Ujuk
se tambaleó y cayó, con sus horribles dedos intentan-
do vanamente arrancarse el dardo, que se había
clavado en su cuerpo casi hasta las barbillas de pluma
de águila.

Entonces ocurrió algo extraño, porque mientras el
demonio caía y se agitaba en las convulsiones de la
agonía, los doce monjes se apartaron de Cushara,
retorciéndose convulsivamente en el suelo como si no
fuesen más que meras sombras de la cosa que estaba
muriendo. A Zobal le pareció que sus formas se
volvían vagas y transparentes y vio detrás de ellas las
grietas de las losas de piedra; sus movimientos se
hicieron más débiles según lo hacían los de Ujuk, y
cuando éste, por fin, yació inmóvil, las borrosas
siluetas de las figuras se desvanecieron, como borra-
das de la tierra y del aire. Nada quedó, excepto el
horrible bulto de aquel enemigo que había sido la
descendencia del abad Uldor y la lamia. Y de instante
en instante el bulto se hundía visiblemente bajo sus
flotantes vestiduras; un olor a descomposición recien-
te se elevó de allí, como si toda la parte humana de
aquella cosa infernal se estuviese pudriendo rápida-
mente.

Cushara consiguió ponerse en pie y miraba a su
alrededor con aire de atontamiento. Su pesada arma-
268 Zothique

dura le había salvado de las garras de sus atacantes,
pero la propia armadura estaba señalada desde las
canilleras hasta el casco con innumerables arañazos.

--¿Dónde están los monjes?--inquirió--. Hace un
instante se hallaban todos sobre mí como una mana-
da de perros salvajes devorando un bisonte caído.

--Los monjes no eran más que emanaciones de
Ujuk --dijo Zobal--. Eran simples fantasmas que
lanzaba al exterior y retiraba a voluntad y no tenían
existencia real separados de él. Con la muerte de Ujuk
se han convertido en algo menos que sombras.

--Verdaderamente, estas cosas son prodigiosas
--comentó el arquero.

Los guerreros volvieron entonces su atención a
Rubalsa, que había conseguido sentarse entre los
destrozados restos de su lecho. Los harapos de telas
medio podridas, que sujetó contra sí con dedos
rápidos por la verguenza al acercarse ellos, sirvieron
de bien poco para ocultar su marfileña y bien
redondeada desnudez. Tenía un aire de terror y
confusión mezclados, como un durmiente que acaba-
ra de despertar de una atroz pesadilla.

--¿Te ha hecho algún daño el demonio?--inquirió
Zobal con ansiedad.

Se sintió consolado por su débil y asustada
negativa. Bajando los ojos ante el tierno desorden de
su juvenil belleza, sintió en su corazón un enamora-
miento más profundo que nada que hubiese sentido
anteriormente, una pasión en la que había un toque
de ternura que nunca conociera en los ardientes y
breves amoríos de sus azarosos días. Mirando de
soslayo a Cushara, comprendió con desaliento que su
camarada compartía esta emoción por completo.

Los guerreros se retiraron entonces a una pequeña
distancia y se volvieron decorosamente de espaldas
mientras Rubalsa se vestía.
--Me parece--dijo Zobal en voz baja, de forma

El abad negro de Puthuum

que la muchacha no pudiese oírle--que tú y yo esta
noche nos hemos topado y hemos vencido unos
peligros que no figuraban en nuestro contrato de
servicio a Hoaraph. Y me parece que pensamos
también lo mismo en lo que concierne a la muchacha
y que la amamos demasiado tiernamente para entre-
garla a la quisquillosa lujuria de un rey saciado. Por
tanto, no podemos volver a Faraad. Echaremos suer-
tes por la muchacha, si está de acuerdo, y el que
pierda será un verdadero camarada para el ganador
hasta el momento en que hayamos salido de Izdrel y
cruzado la frontera de algún país que no esté
sometido a Hoaraph.

Cushara estuvo de acuerdo con esto. Cuando
Rubalsa hubo terminado de vestirse, los dos comen-
zaron a buscar a su alrededor algunos objetos que
pudiesen servirles en el sorteo propuesto. Cushara
quería lanzar al aire una de las monedas de oro, con
la imagen de Hoaraph, que había rodado fuera del
desgarrado monedero de Simbam. Pero Zobal negó
con la cabeza ante aquella sugerencia, habiendo
divisado ciertos objetos que serían exquisitamente
apropiados para lo que querían: las garras del
demonio, cuyo cadáver se había reducido de tamaño y
estaba horriblemente putrefacto, con toda la cabeza
llena de odiosas arrugas y un verdadero empequeñe-
cimiento de las extremidades. En este proceso, las
garras de manos y pies se habían desprendido y
estaban sueltas sobre el pavimento. Quitándose el
casco, Zobal se inclinó y colocó en su interior las
cinco garras de la mano derecha, de infernal aspecto,
y de las cuales la más larga era la del dedo índice.
Movió vigorosamente el casco, como el que sacude un
cubilete de dado mientras las garras resonaban fuer-
temente. Después tendió el casco a Cushara, diciendo:

--El que saque la garra del dedo corazón será el
que gane la muchacha.
Cushara introdujo la mano y la retiró rápidamente,
sosteniendo en alto el pesado pulgar, que era el más
corto de todos. Zobal sacó la uña del dedo anular, y
Cushara, en su segundo intento, la del meñique.
Después, y con profundo desencanto del lancero
Zobal sacó el codiciado índice.

Rubalsa, que había estado mirando este original
procedimiento con abierta curiosidad, preguntó a los
guerreros:

--¿Qué estáis haciendo?

Zobal comenzó a explicárselo, pero antes de que
hubiera terminado, la muchacha gritó indignada:

--Ninguno de vosotros ha consultado mis preferen-
cias en este asunto.

Después, y haciendo un precioso mohín, se alejó
del desconcertado arquero y lanzó !os brazos alrede-
dor del cuello de Cushara.

EL FRUTO DE LA TUMBA

La noche había venido a Faraad desde el desierto
trayendo consigo a los últimos rezagados de las
caravanas. En una taberna, cerca de la puerta
septentrional, un buen número de mercaderes proce-
dentes de tierras lejanas, sucios y cansados, estaban
refrescándose con los famosos vinos de Yoros. Entre
el tintineo de las copas de vino, se oía la voz de un
narrador de cuentos que les distraía de su fatiga.

--"Grande era Ossaru, siendo al mismo tiempo rey
y mago. Gobernaba sobre la mitad del continente de
Zothique. Sus ejércitos eran como torbellinos de
arena empujados por el simún. Era el señor de los
genios de las tormentas y la noche, llamaba a los
espíritus del sol. Los hombres conocían su magia, de
la misma forma que los verdes cedros conocen la
descarga del relámpago.

"Era semiinmortal y pasaba de un siglo a otro,
acrecentando su poder y sabiduría hasta el final.
Thasaidón, el negro dios de la maldad, hacía prospe-
rar todos sus conjuros y empresas. Y durante sus
últimos años fue acompañado por el monstruo Nioth
Korghai, que bajó a la tierra desde un mundo
extraño, montado en un cometa impulsado por el
fuego.

"Gracias a su conocimiento de la astrología, Ossaru
había adivinado la llegada de Nioth Korghai. Salió él

solo al desierto a esperar al monstruo. La gente de
muchos países vio la caída del cometa, como un sol
que descendiese por la noche sobre el desierto, pero
sólo el rey Ossaru contempló la llegada de Nioth
Korghai. Volvió en las negras horas sin luna antes del
amanecer, cuando todos dormían, llevando al extraño
monstruo a su palacio y alojándole en una cámara,
bajo el salón del trono, que había preparado para que
sirviese de morada a Nioth Korghai.

"A partir de aquel momento habitó siempre en la
cámara y, por tanto, el monstruo permaneció desco-
nocido e invisible. Se decía que aconsejaba a Ossaru y
le instruía en la sabiduría de los planetas exteriores.
En algunos períodos de las estrellas, mujeres y jóvenes
guerreros eran enviados como sacrificio a Nioth Kor-
ghai, y éstos nunca volvían para contar lo que habían
visto.

"Nadie podía adivinar su aspecto, pero todos los
que entraron en el palacio oyeron alguna vez un ruido
sordo, como de lentos tambores, y una regurgitación
como la que produciría una fuente subterránea,
escuchándose a veces un siniestro cloqueo, como el
de un basilisco enloquecido.

"Durante muchos años, el rey Ossaru fue servido
por Nioth Korghai y sirvió a su vez al monstruo.
Después Nioth Korghai enfermó con una extraña
enfermedad y nadie volvió a escuchar aquel cloqueo
en la sepultada cámara, y los ruidos que recordaban
fuentes y tambores cesaron. Los conjuros del rey
mago fueron impotentes para impedir su muerte,
pero cuando el monstruo murió, Ossaru rodeó su
cuerpo con una doble zona de encantamiento en dos
círculos, y cerró la cámara. Más tarde, cuando
Ossaru murió, la cámara fue abierta desde arriba y la
momia del rey fue descendida por sus esclavos para
que reposase eternamente al lado de lo que quedaba
de Nioth Korghai.

"Desde entonces los ciclos se han sucedido y Ossaru
es solamente un nombre en los labios de los narrado-
res de historias. El palacio donde vivió y la ciudad
que lo rodeaba están perdidos; algunos dicen que
estaba en Yoros y otros en el imperio de Cincor,
donde Yethlyreom fue construida más tarde por la
dinastía de Nimboth. Y sólo esto es cierto: que en
algún punto todavía, en la tumba sellada, el monstro
alienígena permanece en la muerte al lado del rey
Ossaru. Y a su alrededor está el círculo interior del
encantamiento de Ossaru, conservando sus cuerpos
incorruptibles entre la decadencia de ciudades y
reinos y, alrededor de esto, hay otro círculo, resguar-
dándolos de todas las intrusiones, puesto que cual-
quiera que entre allí por la entrada de la tumba
morirá instantáneamente y se pudrirá en el momento
de la muerte, cayendo convertido en polvo antes de
llegar al suelo.

"Esta es la leyenda de Ossaru y Nioth Korghai.
Ningún hombre ha encontrado su tumba, pero el
mago Namirrha, en una oscura profecía, predijo hace
muchos siglos que ciertos viajeros, pasando por el
desierto, la encontrarían sin darse cuenta algún día.
Y dijo que estos viajeros, descendiendo al interior de
la tumba por un sitio distinto de la entrada, contem-
plar-ían un extraño prodigio. Y no habló sobre la
naturaleza de este prodigio, sino que solamente dijo
que Nioth Korghai, al ser una criatura extraña
procedente de algún mundo lejano, estaba sujeto a
leyes extrañas tanto en la vida como en la muerte. Y
nadie ha adivinado todavía el secreto de lo que
Namirrha quiso decir."

Los hermanos Milab y Marabac, que eran merca-
deres de joyas procedentes de Ustaim, habían escu-
chado absortos al narrador.

--En verdad, es una extraña historia--dijo Mi-
lab--. Sin embargo, como todo el mundo sabe, en los
viejos tiempos hubo grandes magos, fabricantes de
profundos conjuros y maravillas, también hubo ver-
daderos profetas. Y las arenas de Zothique están
llenas de tumbas y ciudades perdidas.

--Es una buena historia--dijo Marabac--, pero le
falta el final. Te lo suplico, oh tú que conoces la
historia, ¿no puedes decirnos más que esto? ¿Con el
monstruo y el rey no había ningún tesoro de metales y
joyas preciosas? Yo he visto sepulcros donde los
muertos estaban encerrados entre lingotes de oro y
sarcófagos que escupían rubíes como gotas de sangre
de vampiros.

--Yo cuento la leyenda como mis padres me la

contaron--afirmó el narrador--. Aquellos que estén t
destinados a encontrar la tumba dirán el resto... Si,
por casualidad, vuelven de ailí.

Milab y Marabac habían vendido en Faraad,
consiguiendo un buen provecho, todas sus piedras en
bruto, sus talismanes esculpidos y los idolillos de
jaspe y cornalina. Ahora viajaban hacia el norte, en
dirección a Tasuun, cargados con perlas rosadas y
negro-purpúreas de los golfos meridionales y con los
negros zafiros y vinosos granates de Yoros, acompa-
ñados por otros mercaderes en el largo y sinuoso viaje
hasta Ustaim, junto al mar Oriental.

Su ruta les conducía por una región moribunda.
Ahora, mientras la caravana se acercaba a las fronte-
ras de Yoros, el desierto comenzó a adquirir una
desolación más profunda. Las colinas eran oscuras y
desnudas, como recostadas momias de gigantes. Cur-
sos de agua secos corrían hasta los lechos de unos
lagos leprosos por la sal. Ondulaciones de arena
grisácea se amontonaban a gran altura contra los
desmoronados acantilados donde, en un tiempo, se
habían arrugado las tranquilas aguas. Se levantaban
y agitaban columnas de polvo como fantasmas fugiti-

vos. Por encima de todo, el sol era una monstruosa
brasa en un cielo calcinado.

En este desierto, que parecía completamente des
habitado y vacío de vida, entró cautelosamente la
caravana. Los mercaderes prepararon sus lanzas ~
espadas y escudriñaron con ojos ansiosos las estériles
montañas, mientras urgían a los camellos a un rápidc
trote por los estrechos y profundos desfiladeros.
Porque allí, en cavernas escondidas, se agazapaba un
pueblo salvaJe y semibestial, conocido como los
Ghorii. Semejantes a vampiros y chacales, eran
devoradores de carroña y también antropófagos,
subsistiendo preferentemente de los cuerpos de los
viajeros y bebiendo su sangre en lugar de agua o vino.
Eran temidos por todos aquellos que tenían ocasión
de viajar entre Yoros y Tasuun.

El sol subió hasta el meridiano, buscando con
despiadados rayos hasta la más profunda sombra de
los estrechos y profundos barrancos. La arena, tan fina
como la ceniza, no era agitada ya por ningún ramalazo
de viento.

Ahora el camino descendía, siguiendo el curso de
algún antiguo torrente, entre empinadas laderas.
Aquí, en lugar de las antiguas pozas, había fosos
llenos de arena y limitados por elevaciones o rocas,
donde los camellos se hundieron hasta la rodilla. Y
aquí, sin el menor aviso, en un recodo del sinuoso
curso, el canal hirvió con un enjambre de los odiosos
cuerpos, del color pardo de la tierra, de los Ghorii, que
aparecieron instantáneamente por todos lados, saltan-
do como lobos desde las pendientes rocosas y lanzán-
dose como panteras desde las altas laderas.

Aquellas apariciones semejantes a vampiros eran
indescriptiblemente feroces y ágiles. Sin proferir otro
sonido que una especie de toses y silbidos groseros, y
armados únicamente por sus- dos hileras de puntiagu-
dos dientes y sus uñas en forma de guadaña, cayeron
Zothique

sobre la caravana en una ola creciente. Parecía haber
veintenas de ellos por cada hombre y por cada
camello. Varios de los dromedarios fueron derribados
en un momento, con los Ghorii royendo sus patas,
jorobas y espinazos, o colgándose como perros de sus
gargantas. Ellos y sus conductores desaparecieron de
la vista, enterrados bajo los hambrientos monstruos,
que comenzaron a devorarlos inmediatamente. Es-
tuches de joyas y fardos de ricos tejidos se desgarra-
ron abiertos en la confusión; ídolos de jaspe y ónice
fueron desparramados ignominiosamente por el pol-
vo; perlas y rubíes se encenagaban inadvertidos en la
sangre estancada, porque estas cosas no tenían valor
para los Ghorii.

Milab y Marabac, casualmente, cabalgaban a la
retaguardia. Se habían idu retrasando, bastante en
contra de su voluntad, debido a que el camello que
montaba Milab estaba cojo a causa de un golpe con
una piedra, y de esta forma tuvieron la buena fortuna
de escapar del asalto de los vampiros. Deteniéndose
horrorizados, contemplaron el destino de sus compa-
ñeros, cuya resistencia fue vencida con horrible
rapidez. Sin embargo, los Ghorii no vieron a Milab y
Marabac, pues se hallaban completamente absortos
en devorar a los camellos y a los mercaderes que
habían derribado, así como a los miembros de su
propio grupo heridos por las espadas y lanzas de los
viajeros.

Los dos hermanos, lanza en ristre, se hubiesen
lanzado a perecer brava e innecesariamente con sus
camaradas. Pero aterrorizados por el odioso tumulto,
por el color de la sangre y por el olor a hiena de los
Ghorii, sus dromedarios se asustaron y dieron media
vuelta, llevándolos de vuelta por el camino de Yoros.

Durante esta impremeditada huida, pronto vieron
otra banda de Ghorii que había aparecido lejos sobre
las colinas al sur y corría para cortarles el paso. Para

1. 1

Elfruto de la tumba 277

evitar este nuevo peligro, Milab y Marabac internaron
sus camellos en un desfiladero lateral. Viajando
lentamente a causa de la cojera del dromedario de
Milab y creyendo encontrar a los veloces Ghorii en
sus talones a cada minuto, caminaron muchas millas
hacia el este, con el sol ocultándose a sus espaldas, y
llegaron a la mitad de la tarde a la baja y seca
división de aguas de aquella inmemorial región.

Aquí contemplaron una depresión plana, agrietada
y erosionada, donde resplandecían las murallas y
cúpulas blancas de alguna ciudad sin nombre. A
Milab y Marabac les pareció que la ciudad estaba
solo a unas cuantas leguas de distancia. Creyendo
haber visto alguna escondida ciudad de los límites de
las arenas y esperanzados ahora de escapar de sus
perseguidores, comenzaron a descender hacia la lla-
nura, por la larga pendiente.

Durante dos días viajaron hacia las siempre lejanas
cúpulas que habían parecido estar tan cerca. Su
situación se hizo desesperada, porque entre los dos
poseían únicamente un puñado de albaricoques secos
y un recipiente de agua, vacío en sus tres cuartas
partes. Sus provisiones, junto con sus mercancías de
joyas y esculturas, se habían perdido junto a los
dromedarios de carga de la caravana. Aparentemen-
te, los Ghorii no les perseguían, pero estaban rodea-
dos por la reunión de los rojos demonios de la sed y
los negros demonios del hambre. En la segunda
mañana, el camello de Milab se negó a levantarse y
no respondió ni a las maldiciones de su dueño ni al

1. aguijón de la lanza. Por tanto, y de allí en adel~nte,

.~; los dos compartieron el camello que quedaba, mon-
tando juntos o por turnos.

A menudo perdían de vista la resplandeciente
ciudad, que aparecía y desaparecía como un milagro.
Pero una hora antes del atardecer, en el segundo día,
siguieron las alargadas sombras de los obeliscos rotos
i I
y las ruinosas torres de vigía por las antiguas calles.
El lugar había sido una metrópoli en un tiempo,
pero ahora muchas de sus señoriales mansiones eran
guijarros esparcidos por todas partes o montones de
bloques derrumbados. Grandes dunas arenosas ha-
bían penetrado por los orgullosos arcos de triunfo,
llenando los pavimentos y patios. Tambaleándose a
causa del cansancio y con el corazón enfermo por el
fallo de sus esperanzas, Milab y Marabac continua-
ron adelante, buscando por todas partes algún pozo o
cisterna que los largos años del desierto hubiesen
perdonado por casualidad.

En el centro de la ciudad, donde las paredes de los
templos y edificios oficiales todavía servían de barrera
a la devoradora arena, encontraron las ruinas de un
viejo acueducto que conducía a las cisternas, secas
como hornos. En las plazas del mercado había
fuentes obstruidas por el polvo, pero en ningún lugar
se veía algo que señalase la presencia de agua.

Vagando desesperadamente, llegaron a las ruinas
de un gigantesco edificio que parecía haber sido el
palacio de algún monarca olvidado. Las poderosas
paredes todavía se erguían, desafiando la erosión de
los siglos. Las puertas, guardadas por verdosas imá-
genes broncíneas de héroes míticos a cada lado,
todavía fruncían sus arcos intactos. Subiendo por las
escaleras de mármol, los joyeron entraron en un salón
amplio y sin tejado donde se elevaban unas columnas
ciclópeas como sosteniendo el desierto cielo.

Las anchas losas del pavimento estaban cubiertas
por los restos de arcos, arquitrabes y pilastras. En el
extremo opuesto del salón había un estrado de
mármol veteado de negro sobre el que, presumible-
mente, se irguió un trono, en algún tiempo. Acercán-
dose al estrado, Milab y Marabac oyeron un gorgoteo
bajo y difuso como el de alguna fuente o corriente
escondida que parecía elevarse de las profundi-
dades subterráneas bajo el pavimento del palacio.

Iñtentando ansiosamente localizar la fuente del
sonido, subieron al estrado. Un bloque gigantesco se
había caído de la pared, quizá recientemente, y el
mármol se agrietó bajo su peso; una porción del
estrado se había roto y caído en alguna cámara
subterránea dejando una abertura oscura y astillada.
De esta abertura salía un borboteo parecido al del
agua, incesante y regular, como los latidos del
pulso.

Los joyeros se inclinaron sobre el foso y escudriña-
ron la oscuridad llena de telarañas iluminada por un
débil resplandor que venía de alguna fuente indiscer-
nible. No podían ver nada. Sus olfatos descubrieron
un olor húmedo y mohoso, como la atmósfera de una
cisterna largo tiempo cerrada. Les pareció que aquel
continuo ruido, que parecía el de una fuente, se
encontraba sólo a unos cuantos pies entre la sombra,
ligeramente a un lado de la abertura.

Ninguno de ellos pudo determinar la profundidad
de la cámara. Después de una breve consulta, volvie-
ron junto al camello, que esperaba estólidamente a la
entrada del palacio, y cogiendo los arreos del animal
ataron las largas riendas y las cinchas de cuero para
formar una sola correa que les sirviese a manera de
cuerda. Volvieron al estrado, aseguraron un extremo
de la correa al bloque caído y bajaron el otro al
oscl~ro foso.

Milab se descolgó unos diez o doce pies en las
profundidades antes de que sus pies encontrasen una
superficie sólida. Todavía agarrado cautelosamente a
la cuerda, se encontró sobre un suelo liso de piedra.
El día se desvanecía rápidamente detrás de las
murallas del palacio, pero, arriba, el agujero en el
pavimento proporcionaba una débil claridad y la
silueta de una puerta medio abierta, inclinada en
ángulo por la ruina, fue revelada a un lado por la
280 Zothique

vaga penumbra que entraba en la cámara desde
alguna cripta o escalera desconocida.

Mientras Marabac bajaba vivamente a reunirse con
él, Milab miró a su alrededor en busca del origen del
ruido del agua. Ante él, e inmerso en sombras
indefinidas, divisó los contornos vagos y confusos de
un objeto que sólo se podía comparar con alguna
enorme clepsidra o fuente rodeada de grotescas
esculturas.

La luz pareció faltar momentáneamente. Incapaz
de decidir la naturaleza del objeto, y sin tener ni una
antorcha ni una vela, desgarró una tira del borde de
su albornoz de cáñamo y encendió el tejido, que se
quemó lentamente sosteniéndolo en alto con un brazo
por delante. Gracias a la mortecina y humeante
iluminación así obtenida, ;o~ joy~ros contemplaron
con más claridad la cosa que, prodigiosa y enorme, se
erguía sobre ellos, desde el suelo cubierto de escom-
bros, hasta el techo en sombras. Era como el
blasfemo sueño de un demonio loco. Su porción
principal, o cuerpo, tenía forma de urna, y como
pedestal, un bloque de piedra en el centro de la
cámara, extrañamente inclinado. Era pálido, con
innumerables y pequeñas aberturas. De su pecho y de
la chata base salían numerosas proyecciones seme-
jantes a brazos y pies que se arrastraban por el suelo
en segmentos de pesadilla, y otros dos miembros,
inclinados y rígidos, llegaban como si fueran raíces
hasta un sarcófago de metal dorado, aparentemente
vacío, que estaba al lado del bloque y mostraba unos
extraños signos arcaicos grabados.

El torso en forma de urna estaba provisto de dos
cabezas. Una de éstas tenía el pico de un calamar y
largas hendiduras oblicuas en el lugar donde debieran
haber estado los ojos. La otra cabeza, yuxtapuesta
muy cerca sobre los estrechos hombros, era la de un
hombre anciano, oscuro, regio y terrible, cuyos ojos
Elfruto de la tumba 281

ardientes eran como rubíes y cuya barba grisácea
había crecido hasta la longitud del musgo de la selva
sobre el repugnante tronco cubierto de poros. Este
tronco, en la parte baja de la cabeza humana, desple-
gaba la vaga silueta de unas costillas, y algunas de sus
extremidades terminaban en manos y pies humanos,
o poseían articulaciones antropomórficas.

Las cabezas, las extremidades y el cuerpo eran
recorridas constantemente por aquel ruido gorgo-
teante y misterioso que había impulsado a Milab y
Marabac a entrar en la cámara. Con cada repetición
del sonido, un líquido cenagoso exudaba de los
monstruosos poros y corría en riachuelos que gotea-
ban incesante y perezosamente.

Los joyeros estaban enmudecidos e inmovilizados
por un pegajoso terror. Incapaces de apartar su
mirada, vieron los siniestros ojos de la cabeza huma-
na contemplándolos desde su eminencia ultraterrena.
Después, mientras la tira de cañamazo se consumía
lentamente en los dedos de Milab, convirtiéndose en
un ascua roja, y- la oscuridad se adueñaba de nuevo
de la cámara, vieron cómo las ciegas hendiduras de la
otra cabeza se abrían gradualmente, emitiendo una
luz ardiente, amarilla e intolerablemente brillante,
mientras se expandían hasta convertirse en inmensas
órbitas redondas. Al mismo tiempo, oyeron una
singular vibración que parecía un tambor, como si el
corazón del monstruo se hubiese hecho audible.

Sólo sabían que un extraño horror, no de la tierra,
o sólo parcialmente, estaba ante ellos. La visión les
privó de ideas y de memoria. Lo que menos hicieron
fue acordarse del narrador de historias de Faraad y
de la leyenda que les había contado sobre la escondi-
da tumba de Ossaru y Nioth Korghai, y la profecía del
hallazgo de la tumba por aquellos que entrarían en ella
sin darse cuenta.

Velozmente, extendiéndose y enderezándose de
282 Z~thique

forma aterradora, el monstruo levantó sus extremida-
des anteriores, que terminaban en las pardas y arru-
gadas manos de un hombre anciano, y las tendió
hacia los joyeros. Del pico de calamar salió un
estridente y demoniaco cloqueo, y por la boca de la
regia cabeza de la barba gris una voz sonora comenzó
a proferir palabras de solemne cadencia, como la
salmodia de un encantador, en una lengua descono-
cida para Milab y Marabac.

Retrocedieron ante las aborrecibles manos extendi-
das. En un frenesí de terror y pánico, y bajo el chorro
de luz de las incandescentes órbitas, vieron que aquel
ente anómalo se levantaba de su asiento de piedra y
avanzaba caminando torpe e inseguramente a causa
de la disparidad de sus extremidades. Había unas
pisadas de casco de elefante y ios trompicones de
unos pies humanos incapaces de soportar su parte de
aquella masa blasfema. Los dos rígidos tentáculos
fueron retirados del interior del sarcófago de oro y sus
extremos estaban ocultos por unas telas bordadas con
piedras preciosas y de un magnífico color púrpura,
tales como las que podrían utilizarse en el enfaja-
miento de una momia real. El horror de doble cabeza
se inclinó hacia Milab y Marabac con un incesante y
loco cloqueo y un maligno estruendo, como de
maldiciones, que se rompía en agudos sonidos, pro-
pios de la senectud.

Dando media vuelta, corrieron alocadamente por la
sala. Ante ellos, e iluminada ahora por los rayos que
salían de los globos oculares del monstruo. vieron una
puerta semiabierta de un metal oscuro, cuyos cerrojos
y goznes se habían enmohecido, permitiéndola abrirse
hacia dentro. La puerta tenía una anchura y altura
ciclópeas, como si estuviese diseñada para seres
mayores que los hombres. Detrás se veían los vagos
contornos de un pasillo en penumbra.
A cinco pasos de la puerta había una ligera línea

Elfruto de la tumba 283

roja que seguía la forma de la cámara sobre el
polvoriento suelo. Marabac, un poco por delante de
su hermano, cruzó la línea. Como si hubiese sido
detenido en el aire por una muralla invisible, titubeó
y se detuvo. Sus extremidades y su cuerpo parecieron
derretirse bajo el albornoz..., que también adquirió
un aspecto como si estuviese desgastado por siglos
incalculables. El polvo flotó en el aire, formando una
nube tenue, y donde habían estado sus manos exten-
didas hubo un momentáneo resplandor de huesos
blancos. Después también los huesos desaparecie-
ron... y un vacío montón de harapos quedó en el
suelo, pudriéndose.

Un vago olor a descomposición llegó hasta la nariz
de Milab. Sin comprender, había detenido su huida
por un instante. Entonces sintió sobre sus hombros el
apretón de unas manos pegajosas y huesudas. El
cloqueo y el murmullo de las cabezas formaba un coro
demoniaco a sus espaldas. El redoble de los tambores,
el ruido de fuentes saltarinas, resonaban con fuerza en
sus oídos. Con un rápido grito de muerte, siguió a
Mirabac sobre la línea roja.

La enormidad que era al mismo tiempo humana y
monstruo nacido en otra estrella, la innombrable
amalgama de aquella resurrección sobrenatural, se
inclinaba hacia él y no se detuvo. Con las manos de
aquel Ossaru que había olvidado su propio hechizo,
intentó alcanzar los dos montones de harapos vacíos.

Estirándose, entró en la zona de muerte y disolu-
ción que el propio Ossaru había forjado para guardar
eternamente la cámara. Durante un instante, hubo en
el aire algo parecido a la disolución de una nube
deforme, a la caída de finas cenizas. Después de eso,
la oscuridad volvió, y con la oscuridad, el silencio.

La noche se posó sobre aquella tierra sin nombre,
sobre aquella ciudad olvidada, y con ella llegaron los
Ghorii, que habían seguido a Milab y Marabac por la
llanura del desierto. Velozmente, mataron y se co-
mieron al camello que esperaba pacientemente a la
entrada del palacio. Después, en el viejo salón de
columnas, encontraron el agujero en el estrado por el
que habían descendido los viajeros. Lo rodearon
hambrientos, olfateando la tumba que se hallaba
debajo. Después se alejaron chasqueados, pues su
agudo olfato les decía que el rastro se había perdido-
Ia tumba estaba tan vacía de vida como de muerte.

EL ULTIMO JEROGLIFICO

Al final. el propio mundo será convertido
en una cifra redonda.

Antigua profecía de Zothique.

Nushain, el astrólogo, había estudiado las circula-
res órbitas de la noche desde numerosas regiones muy
separadas entre sí y había fijado, con toda la habilidad
que era capaz de conseguir, los horóscopos de una
miríada de hombres, mujeres y niños. Había ido de
ciudad en ciudad y de reino en reino, viviendo por
poco tiempo en todos los lugares, pues a menudo los
magistrados locales le habían expulsado como si fuera
un vulgar charlatán; o también porque, con el
tiempo, sus consultantes habían descubierto el error
de sus predicciones y se apartaron de él. A veces pasó
hambre y anduvo andrajosamente vestido; en ningún
sitio le rindieron demasiados honores. Los únicos
compañeros de sus precarias fortunas eran un des-
graciado perro mestizo, que de a1guna forma se le
había pegado en la ciudad de Zul-Bha-Sair, y un
negro mudo y con un solo ojo a quien había
comprado muy barato en Yoros. Había llamado al
perro Ansarath por el nombre de la estrella canina, y
al negro Mouzda, una palabra que quería decir
oscuridad.
Durante el curso de sus prolongados vagabundeos,
286 Zothique

el astrólogo llegó a Xylac y estableció su residencia en
su capital, Ummaos, que había sido construida sobre
las ruinas de una ciudad más antigua del mismo
nombre, destruida hacía mucho tiempo por la ira de
un hechicero. Aquí Nushain se alojó, junto con
Sansarath y Mouzda, en el ático, medio ruinoso, de
un edifico que se desmoronaba; desde el tejado
acostumbraba observar las posiciones y movimientos
de los cuerpos siderales en las noches que no oscure-
cían los gases de la ciudad. A intervalos, algún ama
de casa prostituta, algún portero, chalán o pequeño
mercader, subía las podridas escaleras hasta su apo-
sento y le pagaba una pequeña suma por su nativi-
dad, que el astrólogo planeaba con inmenso cuidado
con ayuda de sus destrozados libros de ciencia
astrológica.

Cuando, como ocurría a menudo, se encontraba
todavía perdido con respecto al significado de alguna
conjunción u oposición celestial, después de consultar
sus libros consultaba a Ansarath y deducía profundos
augurios de los variables movimientos de la sarnosa
cola del perro cuando éste intentaba librarse de las
pulgas. Algunas de estas predicciones se cumplieron,
con considerable beneficio para la fama de Nushain
en Ummaos. La gente se acercaba a él con más
frecuencia, oyendo que era un adivino de cierta
categoría, y más aún debido a las liberales leyes de
Xylac, que permitían todas las artes mágicas y
secretas, estaba inmune a toda persecución.

Por primera vez, parecía como si los oscuros
planetas de su destino estuviesen cediendo ante
estrellas de buena suerte. Por esta fortuna y por las
monedas que se acumulaban desde entonces en su
bolsa, dio gracias a Vergama, que, a través de todo el
continente de Zothique, era considerado el más
p~deroso y misterioso de los genios y que se creía
g-be~ laba sobre los cielos, además de sobre la tierra.

El último jeroglífico 287

En una noche de verano, cuando las estrellas
estaban profusamente desparramadas como una ar-
diente arena sobre la bóveda de negro azulado,
Nushain subió al tejado de su alojamiento. Como era
su costumbre a menudo, se llevó con él al negro
Mouzda, cuyo único ojo poseía una agudeza milagro-
sa y le había servido bien en muchas ocasiones para
suplir la propia visión del astrólogo, algo corto de
vista. Por medio de un sistema de señales y gestos
muy bien codificado, el mudo era capaz de comunicar
el resultado de sus observaciones a Nushain.

Aquella noche, la constelación del Gran Perro, que
había presidido el nacimiento de Nushain, estaba
ascendiendo por el este. Mirándola atentamente, los
torpes ojos del astrólogo percibieron que había algo
extraordinario en su configuración. No pudo deter-
minar el carácter preciso del cambio, hasta que
Mouzda, que mostraba una gran excitación, llamó su
atención ante tres nuevas estrellas de segunda magni-
tud que habían aparecido muy cerca de los cuartos
traseros del Perro. Esta asombrosa novedad, que
Nushain sólo podía distinguir como tres borrones
rojizos, formaban un triángulo equilátero pequeño.
Nushain y Mouzda estaban seguros de que aquello no
había sido visible ninguna noche anterior.

--Por Vergama, que esto es algo extraño--juró el
astrólogo, presa del asombro y de la confusión.

Comenzó a computar la problemática influencia de
la novedad sobre la lectura de su futuro en los cielos y
en seguida percibió que, de acuerdo con la ley de las
emanaciones astrales, ejercían un efecto modificador
sobre su propio destino, que había sido controlado
largamente por el Perro.

Sin embargo, sin consultar sus tablas y libros no
podía decidir la tendencia particular ni la importan-
cia de esta influencia por venir, aunque se sentía
seguro de que era momentánea, fuese para su des-
gracia o para su felicidad. Dejando que Mouzda
vigilase los cielos en busca de otros prodigios, descen-
dió rápidamente a su ático. Allí, después de consultar
la opiniones de varios astrólogos antiguos sobre el
poder ejercido por las novedades, comenzó a confec-
cionar de nuevo su propio horóscopo. Penosamente, y
con mucha agitación, trabajó durante la noche y no
terminó sus cálculos hasta que la aurora vino a
mezclar su mortal palidez con la amarilla luz de las
velas. Sólo parecía haber una interpretación posible
de los alterados cielos. La aparición del triángulo de
estrellas en conjunción con el Perro significaba cla-
ramente que Nushain iba a realizar muy pronto un
viaje impremeditado que le obligaría a atravesar, por
lo menos, tres de los elementos. Mouzda y Ansarath
le acompañarían, y tres guías, apareciendo sucesiva-
mente en los momentos adecuados, le conducirían
hasta la meta destinada. Todo esto fue revelado por
sus cálculos, pero nada más; en ninguna parte estaba
predicho si el viaje sería afortunado o desastroso;
nada indicaba su motivo, propósito o dirección.

El astrólogo se sintió muy preocupado por aquel
singular y equívoco augurio. No le gustaba la pers-
pectiva de un viaje inminente, porque no deseaba
abandonar Ummaos, entre cuya crédula gente había
comenzado a establecerse, no sin éxito. Además, en
su interior se levantó una fuerte aprensión ante la
naturaleza, extrañamente múltiple, del viaje y su
secreto resultado. Todo esto, pensaba, sugería la obra
de alguna providencia oculta y quizá siniestra; segu-
ramente un viaje corriente no le conduciría por tres
elementos ni requeriría un triple guía.

Durante las noches que siguieron, él y Mouzda
observaron cómo las nuevas estrellas se desplazaban
hacia el oeste, por detrás del llameante Perro.

Caviló interminablemente sobre sus mapas y volú-
menes, esperando descubrir algún error en la lectura
que había hecho. Pero al final siempre se veía
obligado a la misma interpretación.

Según pasaba el tiempo, se sentía más y más
preocupado por la idea de aquel poco apetecible y
misterioso viaje que tenía que hacer. Continuaba
prosperando en Ummaos y no parecía haber ninguna
razón concebible para su partida. Era como alguien
que esperase una llamada secreta y oscura, sin saber
de dónde vendría ni a qué hora. Todos los días
escudriñaba con temerosa ansiedad los rostros de sus
visitantes, pensando que el primero de los tres guías
predichos por las estrellas podría llegar sin previo aviso
y sin ser reconocido entre ellos.

Mouzda y el perro Ansarath, con la intuición de las
cosas mudas, eran sensibles a la extraña inquietud
que sentía su amo. La compartían palpablemente, el
negro mostrando su aprensión por medio de muecas
salvajes y demoniacas y el perro acurrucándose bajo la
mesa del astrólogo o paseando sin cesar de un lado a
otro, con su cola casi sin pelos entre las patas. Esta
conducta, a su vez, sirvió para confirmar la inquietud
de Nushain, que la consideró de mal augurio.

Cierta noche, Nushain consultó por quincuagésima
vez el horóscopo, que había dibujado con tintas de
colores brillantes sobre una hoja de papiro. Se sintió
muy asombrado cuando, sobre el margen izquierdo
en blanco de la hoja, vio una curiosa figura que no
era parte de sus propios garrapateos. La figura era un
jeroglífico escrito en un castaño oscuro y bituminoso y
parecía representar una momia cuyas vendas se
encontraban sueltas alrededor de sus piernas y cuyos
pies estaban colocados en la postura de un largo
paso. Miraba hacia el cuadrante de la carta donde se
encontraba el signo del Gran Perro, que, en Zothi-
que, era una Casa del Zodiaco.

La sorpresa de Nushain se convirtió en una especie
de temblor mientras estudiaba el jeroglífico. Sabía
que el margen de la carta había estado completamen-
te limpio la noche anterior, y durante el día no había
salido en ningún momento del ático. Estaba seguro
de que Mouzda nunca se hubiese atrevido a tocar la
carta; además, el negro no era muy habilidoso
escribiendo. Entre las diversas tintas empleadas por
Nushain había una que recordaba el pardo castaño de
la figura, que parecía sobresalir con un triste relieve
sobre el blanco papiro.

Nushain sintió la alarma de alguien que se enfrenta
a una aparición siniestra e inexplicable. Seguramen-
te, ninguna mano humana había escrito la figura en
forma de momia, como el signo de un extraño planeta
exterior listo para invadir las Casas de su horóscopo.
Esto sugerla un agente oculto, como en el adveni-
miento de las tres estrellas. Durante muchas horas
buscó vanamente una solución al misterio, pero en
todos sus libros no había nada que le iluminase,
porque esto, parecía, era una cosa absolutamente sin
precedentes en la astrología.

Durante el día siguiente estuvo ocupado de la
mañana a la noche planeando aquellos destinos que
los cielos ordenaban para varias personas de Um-
maos. Después de completar los cálculos con su usual
y meticuloso cuidado, desenrolló su propia carta una
vez más, aunque con dedos temblorosos. Un terror
que se aproximaba al pánico se adueñó de él cuando
vio que el jeroglífico pardo ya no se hallaba en el
margen, sino que estaba ahora colocado como una
figura caminando en una de las Casas inferiores,
donde continuaba de frente al Perro, como si avanza-
se hacia aquel signo ascendente.

Desde aquel momento, el astrólogo fue devorado
por el espanto y la curiosidad que se adueñan de
alguien que contempla un portento fatal pero inex-
crutable. Nunca, durante las horas en las que cavila-
ba contemplándolo~ hubo ningún cambio en la figura

El último jeroglífico

291

intrusa; sin embargo, cada noche que cogió la carta
vio que la momia había avanzado a una Casa su-
perior, acercándose constantemente a la Casa del
Perro. . .

Llegó un momento en el que la figura estuvo en el
umbral del Perro. Portentosa, con misterio y amenaza
que se extendían más allá de la adivinación del
astrólogo, parecía esperar mientras la noche conti-
nuaba y era taladrada por los grisáceos hilos de la
aurora. Después, fatigado por sus prolongados estu-
dios y vigilias, Nushain se durmió en su silla. Durmió
sin ser turbado por ningún sueño; Mouzda tuvo
cuidado en no despertarle, y aquel día ningún visi-
tante subió hasta el ático. Así se sucedieron la
mañana, el mediodía y el atardecer, sin que fueran
advertidos por Nushain.

De noche fue despertado por los altos y dolorosos
aullidos de Ansarath, que parecían salir de la esquina
más alejada de la habitación. Confusamente, y antes
de abrir los ojos, advirtió un olor a especias amargas
y a penetrante alcanfor. Después, aunque las vagas
redes del sueño no habían sido barridas por completo
de su vista, contempló, a la luz de las amarillentas
velas que Mouzda había encendido, una forma alta,
semejante a una momia, que esperaba en silencio a su
lado. La cabeza, brazos y cuerpo de la forma se
hallaban fuertemente rodeados por vendas del color
del betún, pero los pliegues estaban sueltos de las
caderas para abajo y la figura se erguía como un
caminante, con un pie reseco y pardo delante de su
parej a .

El terror creció en el corazón de Nushain y pensó
que la forma envuelta en un sudario se parecía al
extraño jeroglífico invasor que había pasado de Casa
en Casa a través de la carta de su destino. Entonces,
una voz surgió distintamente de los gruesos vendajes
de la aparición, diciendo:
292 Zothique | El último jeroglífico

--Prepárate, oh Nushain, porque yo soy el primero
de los guías de este viaje que te ha sido anunciado por
las estrellas.

Ansarath, acurrucándose bajo el lecho del astrólo-
go, continuaba aullando su temor al visitante y
Nushain vio que Mouzda había intentado ocultarse en
compañía del perro.

Aunque un frío como el de una muerte inminente
había caído sobre él, pues consideraba la aparición
como la misma muerte, Nushain se levantó de su
asiento con esa dignidad, propia de un astrólogo, que
había mantenido durante todas las vicisitudes de su
vida. Llamó a Mouzda y Ansarath de su escondite y
los dos le obedecieron, aunque con muchos estremeci-
mientos, ante la oscura y emb--zada momia.

Con sus compañeros de fortuna detrás, Nushain se
volvió hacia el visitante.

--Estoy listo--dijo, con voz cuyo temblor era casi
imperceptible--. Pero me gustaría llevar ciertas de
mis pertenencias.

La momia sacudió su enfajada cabeza.

--Lo mejor será que no lleves contigo nada más
que tu horóscopo, porque al final sólo esto quedárá
contigo.

Nushain se inclinó sobre la mesa donde había
dejado su natividad. Antes de comenzar a enrollar el
papiro abierto, advirtió que el jeroglífico de la momia
se había desvanecido. Era como si el símbolo escrito
después de trasladarla sobre su horóscopo se hubiese
materializado en la figura que ahora le esperaba.
Pero en el margen de la carta, en remota oposición al
Perro, había un jeroglífico, azul como el mar, de una
fantástica sirena con cola de carpa y cabeza mitad
humana y mitad de mono, y detrás de la sirena estaba
el negro jeroglífico de una pequeña barcaza.

El temor de Nushain cedió, por un instante, el paso
a la maravilla. Pero enrolló el pergamino cuidadosa-

293

mente y se puso en pie, sujetándolo con la mano
derecha.

--Vamos--dijo el guía--; hay poco tiempo y tienes
que atravesar los tres elementos para guardar la Casa
de Vergama de toda intrusión fuera de tiempo.

Estas palabras confirmaron, en cierta forma, las
suposiciones del astrólogo. Pero el misterio de su
futuro destino no fue iluminado en modo alguno por
el-anuncio de que tenía que entrar, presumiblemente
al final del viaje, en la oscura mansión de aquel ente
llamado Vergama, a quien algunos consideraban el
más secreto de todos los dioses y otros el más críptico
de los demonios. En todas las tierras que formaban
Zothique había rumores y leyendas en relación a
Vergama; pero eran completamente distintas y con-
tradictorias, excepto en su atribución común de
poderes casi omnipotentes a la entidad. Nadie cono-
cía la situación de su morada, pero se creía que
enormes multitudes habían entrado en ella en el
transcurso de los siglos y milenios y que nadie regresó
de allí.

Muchas veces Nushain había pronunciado el nom-
bre de Vergama, jurando o protestando por él, en la
manera en que acostumbran hacerlo los hombres con
los nombres de sus ocultos señores. Pero ahora que
había escuchado el nombre de los labios de su
macabro visitante, se llenó con las más oscuras y
terribles aprensiones. Intentó dominar estos senti-
mientos y resignarse a la manifiesta voluntad de las
estrellas. Con Mouzda y Ansarath en sus talones,
siguió a la eniajada momia, que no parecía demasia-
do incómoda a causa de las vendas que se arrastraban
en el suelo.

Con una apenada mirada hacia atrás a sus libros y
papeles, salió de la habitación y descendió las esca-
leras. Una lúgubre luz parecía rodear las vestiduras
de la momia, pero aparte de esto no había ninguna
294 Zothique

iluminación; Nushain pensó que la casa estaba extra-
ñamente oscura y silenciosa, como si todos sus
ocupantes estuvieran muertos o se hubieran marcha-
do. No oyó ninguno de los sonidos de la noche de la
ciudad, ni podía ver otra cosa que una espesa
oscuridad detrás de las ventanas que deberían abrirse
a una calle iluminada. También parecía que las
escaleras hubiesen cambiado y se hubiesen alargado,
no terminando ya en el patio del edificio, sino que se
zambullían tortuosamente en una insospechada zona
de cámaras sofocantes y corredores pestilentes, de-
rruidos y salitrosos.

El aire aquí estaba impregnado de muerte y el
corazón de Nushain comenzó a desmayar. Por todas
partes, en las criptas veladas por las sombras y en los
profundos nichos, percibió la innumerable presencia
de los muertos. Creyó oír el triste crujido de las
vendas removidas, la respiración exhaiada por cadá-
veres muertos hacía largo tiempo, un seco chasquido
de dientes sin labios. Pero la oscuridad velaba su
visión y no veía otra cosa que la luminosa forma de su
guía, que seguía avanzando como si recorriese su
tierra natal.

A Nushain le pareció atravesar infinitas catacum-
bas donde se alojaba la mortalidad y corrupción de
todos los siglos. A sus espaldas oía los resoplidos de
Mouzda y, a ratos, los bajos y aterrorizados aullidos
de Ansarath; así supo que la pareja le era fiel. Pero se
sentía preso del horror que le rodeaba, sentía el frío
de una mortal humedad y se apartaba, con toda la
repulsión de la carne viviente, de la cosa vendada que
seguía y de aquellas otras cosas que se amontonaban
a su alrededor en la oscuridad sin fondo.

Pensando en darse ánimos por el sonido de su
propia voz, comenzó a interrogar a su guía, aunque la
lengua se le quedaba pegada a la boca, como
paralizada.

El último jeroglífico 295

--¿Es realmente Vergama y ningún otro quien me
ha llamado y me ordena hacer este viaje? ¿Para qué
me ha llamado? ¿En qué país habita?

--Tu destino es el que que te ha llamado--dijo la
momia--. Te enterarás del propósito al final, en el
momento escogido, y no antes. En cuanto a tu tercera
pregunta, no serías más sabio si yo nombrase la
región en que la casa de Vergama se oculta del asalto
de los mortales, porque ese país no está señalado en
ningún mapa terrestre, ni en el mapa de los estrella-
dos cielos.

A Nushain estas respuestas le parecieron equívocas
e inquietantes y se sintió poseído por temerosas
premoniciones mientras descendía todavía más entre
el osario subterráneo. Indudablemente, pensó, negro
debe ser el propósito de un viaje cuya primera etapa
me ha conducido tan lejos entre el imperio de la
muerte y la corrupción y, seguramente, el ser que le
había llamado y le había enviado como su primer
guía a una seca y recomida momia vestida con los
atavíos de la tumba debía ser poco fiable.

Entonces, mientras cavilaba sobre estas cosas casi
hasta el frenesí, las excavadas paredes de la catacum-
ba fueron silueteadas por una débil luz; entró tras la
momia en una cámara donde altas velas de alquitrán
negro colocadas en soportes de plata enmohecida
ardían alrededor de un inmenso y solitario sarcófago.
Cuando Nushain estuvo más cerca no pudo ver ni
signos, ni esculturas, ni jeroglíficos grabados sobre la
tapa y los costados del sarcófago, pero por sus
proporciones le parecía que dentro debía yacer un
gigante.

Sin detenerse, la momia pasó a otra cámara. Pero
Nushain, viendo que estaba completamente a oscu-
ras, retrocedió con una repugnancia que no pudo
vencer, y aunque las estrellas hubiesen decretado su
viaje, le pareció que la resistencia humana no podía
llegar más lejos. Empujado por un impulso repentino,
agarró una de las pesadas velas de una yarda de largo
que ardían tranquilamente alrededor del sarcófago y,
sujetándola con la mano izquierda, con su horóscopo
todavía firmemente agarrado en la derecha, huyó
junto a Mouzda y Ansarath por el camino por donde
había venido, esperando deshacer sus pasos por las
penumbrosas cavernas y volver a Ummaos a la luz de
la vela.

No oyó ningún sonido que indicara que la momia le
persiguiera. Pero mientras huía, la vela, que llamea-
ba alocadamente, le reveló los horrores que la oscuri-
dad había escondido hasta entonces de sus ojos. Vio
los huesos de hombres apilados en repugnante confu-
sión con los de los monstruos caídos y sarcófagos
medio abiertos por los que asomaban las extremida-
des medio podridas de seres innombrables; extremi-
dades que no eran ni cabezas, ni manos, ni pies. Y
pronto las catacumbas se dividieron y volvieron a
escindirse ante él, de forma que tuvo que escoger su
camino al azar, sin saber si le conduciría otra vez a
Ummaos o a las desconocidas profundidades.

Pronto llegó ante el gigantesco cráneo de una
increíble criatura, que reposaba sobre el suelo con
órbitas que miraban hacia arriba; detrás del cráneo
se hallaba el apilado esqueleto del monstruo, blo-
queando completamente el paso. Sus costillas estaban
semiincrustadas en las estrechas paredes, como si se
hubiese arrastrado hasta allí y hubiese muerto en la
oscuridad, incapaz de retirarse o de seguir adelante.
Arañas blancas, con cabezas de demonio y del
tamaño de un mono, habían hilado sus redes en los
profundos arcos formados por los huesos, saliendo en
número interminable cuando Nushain se acercó; el
esqueleto pareció moverse y temblar cuando bulleron
sobre él en forma aborrecible, saltando al suelo ante
el astrólogo. Detrás surgieron otras en ejército incon-
table, apiñándose y cubriendo cada partícula ósea.
Nushain huyó junto a sus compañeros, y retrocedien-
do hasta la bifurcación de las cavernas, siguió el otro
corredor.

Aquí no le persiguieron las arañas-demonio. Pero
al apresurarse, por temor a que ellos o la momia le
alcanzasen, se vio pronto detenido por el borde de
una gran fosa que cruzaba la catacumba de pared a
pared, demasiado ancha para que un hombre pudiera
saltarla. Ansarath, al olfatear ciertos olores que
salían del foso, retrocedió aullando enloquecidamen-
te, y Nushain, sosteniendo la antorcha encendida
sobre él, distinguió allá abajo el brillo de unas
arrugas que se extendían circularmente sobre un
líquido negro y untuoso y dos puntos de un rojo
sanguíneo que parecían nadar con un movimiento
fluctuante en el centro.

Después oyó un silbido como el de alguna caldera,
calentada por fuegos mágicos, y le pareció que la
negrura hervía y se elevaba, subiendo rápida y
siniestramente para rebasar el borde de la fosa; los
puntos rojos, al acercarse a él, eran como ojos
luminosos que mirasen malignamente...

Por tanto, Nushain retrocedió apresuradamente;
volviendo sobre sus pasos, encontró a la momia
esperándole en la conjunción de las catacumbas.

--Da la impresión, oh Nushain, de que has dudado
de tu propio horóscopo--dijo su guía irónicamente--.
Sin embargo, en ocasiones hasta un mal astrólogo
puede leer bien los cielos. Obedece, pues, a las
estrellas que decretaron tu viaje.

En adelante, Nushain siguió a la momia sin
resistencia. Volviendo a la cámara en que se encon-
traba el inmenso sarcófago, fue apremiado por su
guía para que colosase otra vez en su lugar la negra
vela que había robado. Sin más luz que la fosfores-
cencia de las vendas de la momia, holló la pestilente
oscuridad de aquellos osarios, todavía más profundos
que los anteriores, que yacían detrás. Por fin, a través
de cavernas en las que una débil claridad se mezclaba
con las sombras, salió al exterior, bajo unos cielos
cubiertos y en la costa de un mar salvaje que estaba
envuelto en niebla, nubes y espuma.

--Aquí terminan mis dominios y tengo que dejarte
para que esperes al segundo guía.

En pie, con el punzante olor a sal marina en su
olfato, con cabello y vestidura alborotados por el
temporal, Nushain oyó un tintineo metálico y vio que
una puerta de herrumbroso bronce se había cerrado
en la entrada de la caverna. La playa estaba cerrada
por acantilados imposibles de escalar, que corrían
hasta las olas por ambos lados. Así que el astrólogo
esperó por fuerza; pronto pudo contemplar cómo
emergía entre el encrespado oleaje la sirena azul,
cuya cabeza era mitad humana, mitad de mono;
detrás de ella venía una pequeña barca negra que no
llevaba a nadie visible, ni al timón ni a los remos.
Ante esto, Nushain recordó el jeroglífico de la criatu-
ra marina y el bote que había aparecido en el margen
de su natividad. Desenrollando el papiro vio, maravi-
llado, que ambas figuras habían desaparecido, y no
dudó de que hubiesen pasado, como el jeroglífico de
la momia, por todas las Casas zodiacales, hasta llegar
a la Casa que presidía su destino, y, quizá, desde allí
hubiesen aparecido como seres materiales. Pero sobre
el rollo se veía ahora el ardiente jeroglífico de una
salamandra del color del fuego, colocada enfrente del
Gran Perro.

La sirena le llamó con gestos estrámboticos, ha-
ciendo profundas muecas y mostrando las sierras
blancas de sus dientes, semejantes a los del tiburón.
Nushain se adelantó y entró en la barca, obedeciendo
las señales que le hizo la criatura marina; Mouzda y
Ansarath, fieles a su amo, le acompañaron. Después,
la sirena se alejó nadando entre el hiniente oleaje, y la
barca, como si fuese impulsada por algún encanta-
miento, la siguió; navegando suavemente contra el
viento y las olas, se adentró en línea recta en aquel
penumbroso e innombrable océano.

Medio oculta por los remolinos de niebla y espuma,
la sirena nadó continuamente ante la barca. Durante
aquel viaje, el tiempo y el espacio dejaron de tener
significado, y como si hubiese abandonado la existen-
cia mortal, Nushain no experimentó ni sed ni ham-
bre. Pero parecía que su alma derivaba por mares de
extrañas dudas y horribles alienaciones y temía el
neblinoso caos que le rodeaba todavía más de lo que
había temido las nocturnas catacumbas. A menudo
intentó interrogar a la criatura marina con respecto a
su destino, pero no recibió respuesta. El viento, que
soplaba desde costas invisibles, y la corriente, que les
llevaba a desconocidas latitudes, estaban por igual
llenas de susurros de espanto y horror.

Nushain ponderó los misterios de su viaje casi hasta
la locura y le asaltó la idea de que, después de
atravesar la región de la muerte, estaba atravesando
ahora el limbo gris de las cosas no creadas, y al
pensar en esto sintió miedo de adivinar la tercera
etapa de su viaje, no atreviéndose a reflexionar sobre
la naturaleza de su destino.

Pronto, repentinamente, las nieblas se levantaron y
una catarata de rayos dorados se desprendió del sol,
que estaba alto en el cielo. Muy próxima, a sotavento
de la barca, se veía una alta isla con verdes árboles,
cúpulas ligeras en forma de concha y jardines en flor
resaltando en el resplandor del mediodía. Allí, con un
soñoliento murmullo, las olas- se rompían tranquilas
sobre una costa baja y cubierta de hierba que no
había conocido la ira del temporal y viñas cargadas
de fruto y hermosas flores pendían sobre el agua.
Parecía como si de aquella isla emanase un hechizo
de olvido y somnolencia y que cualquiera que llegase
hasta ella viviría de allí en adelante inviolable para
siempre en sueños brillantes como el sol. Nushain fue
presa de un anhelo de aquel refugio verde y frondoso
y no deseó viajar más por la terrible nada del océano
encadenado por la niebla. Y, entre su deseo y su
terror, se olvidó por completo de los términos de
aquel destino que las estrellas habían ordenado
para él.

La barcaza ni se detuvo ni se desvió, pero costeó la
isla acercándose más; Nushain vio que el agua era
limpia y poco profunda, de manera que un hombre
alto podría caminar hasta la playa con facilidad. Se
lanzó al mar, sosteniendo su horóscopo en alto, y
comenzó a caminar hacia la isla; Mouzda y Ansarath
le siguieron nadando codo a codo.

Aunque algo incómodo a causa de su largas ropas
mojadas, el astrólogo pensó que alcanzaría aquella
atractiva costa, y no hubo, por parte de la sirena,
ningún intento de impedírselo. El agua le alcanzaba a
medio camino entre la cintura y los sobacos, después
lamió su cintura y luego descendió hasta los pliegues
de la rodilla, y los viñedos de la isla y sus flores
pendieron fragantemente sobre él.

Entonces, cuando estaba apenas a un paso de
aquella playa encantadora, oyó un fuerte silbido y vio
que las viñas, las ramas y las flores, las mismas
hierbas, estaban entrelazadas y cubiertas por un
millón de serpientes, que se agitaban incansablemen-
te de un lado a otro con odiosos movimientos. El
silbido partía de todas partes de aquella majestuosa
isla, y las serpientes, con formas asquerosamente
moteadas, se enroscaban, reptaban y se arrastraban
por todas partes; ni una yarda de superficie estaba
libre de su desfile o libre para el paso humano.

Volviéndose hacia el mar, lleno de repulsión,
Nushain vio que la barca y la sirena esperaban allí
cerca. Desesperado, volvió a entrar en la barca con
sus compañeros y el bote reanudó su rumbo, condu-
cido por medios mágicos. Y ahora, por primera vez, la
sirena habló, diciendo por encima de su hombro con
voz dura y medio articulada, y no sin ironía:

--Da la impresión, oh Nushain, de que te falta fe
en tus propias predicciones. Sin embargo, hasta el
más pobre de los astrólogos puede a veces fijar
correctamente un horóscopo. Cesa entonces de rebe-
larte contra lo que las estrellas han escrito.

La barcaza continuó su camino y las nieblas la
rodearon por completo. La isla, que brillaba en el
mediodía, se perdió de vista. Después de un vago
intervalo, el encubierto sol se ocultó detrás de las
nubes que comenzaban a formarse y una oscuridad
como la de la noche primigenia se posó por todas
partes. Pronto, entre los desgarrones en la niebla,
Nushain contempló un cielo extraño, cuyos signos y
planetas no pudo reconocer, y ante esto cayó sobre él
el negro horror de la perdición más completa. Enton-
ces volvieron las nieblas y las nubes, velando aquel
cielo desconocido de su escrutinio. Y no pudo distin-
guir nada, excepto la sirena, que era visible debido a
una débil fosforescencia que siempre la rodeaba
cuando nadaba.

La barca continuó su avance; con el tiempo,
pareció que una roja aurora se elevaba ahogada y
ardiente por detrás de la niebla. El bote penetró en la
creciente claridad, y Nushain, que había creído que
vería de nuevo el sol, fue sorprendido por una costa
extraña, donde las llamas se elevaban formando una
alta muralla ininterrumpida, alimentándose perpe-
tuamente de arena y roca desnuda, según todas las
apariencias. Las llamas subían con poderosos saltos y
un rugido como el de las olas y el calor se adentraba
bien lejos en el mar, semejante al producido por
numerosos hornos. La barca se acercó rápidamente a
302 Zothique

la costa, y la sirena, con extraños gestos de despedi-
da, se sumergió y desapareció bajo las aguas.

Nushain apenas podía mirar hacia las llamas o
soportar el calor. Pero la barca tocó con la estrecha
lengua de tierra que se extendía entre ellas y el mar;
una salamandra ardiente, que tenía la forma y el
color del jeroglífico que había aparecido últimamente
sobre su horóscopo, salió de la roja muralla de fuego.
Y con inefable consternación, Nushain supo que
aquél era el tercer guía de su triple viaje.

--Ven conmigo --dijo la salamandra, con voz
como el chasquido de los haces de leña.

Nushain saltó desde la barca a aquella lengua de
tierra que estaba tan caliente como un horno bajo sus
pies, y detrás, aunque con palpable terror, Mouzda y
Ansarath le siguieron. Pero al acercarse a las llamas
detrás de la salamandra, y medio sofocados por su
ardor, fue dominado por la debilidad de la carne
mortal, e intentando escapar de nuevo a su destino,
huyó a lo largo de la estrecha franja de playa entre el
fuego y el agua. Pero sólo había dado unos cuantos
pasos cuando la salamandra, con un rugido enorme y
feroz y una carrera, le cortó el paso, conduciéndole
otra vez directamente hacia el fuego con terribles
azotes de su cola parecida a la de un dragón, de la
que salía una lluvia de chispas. No pudo hacer frente
a la salamandra y creyó que el fuego le consumiría
como a un papel si penetraba en él, pero en la
muralla apareció una especie de abertura y las llamas
se arquearon formando un conducto por el que pasó
junto a sus compañeros, guiado por la salamandra a
un país ceniciento donde todas las cosas estaban
veladas por humos y vapores que colgaban a ras de
tierra. Aquí, la salamandra observó con una especie
de ironía:

--No en vano, oh Nushain, has interpretado las
estrellas de tu horóscopo. Ahora tu viaje se acerca a su

El último jeroglffico

fin y ya no necesitarás más de los servicios de un guía.
Diciendo esto le abandonó, desapareciendo en el
humeante aire como un fuego sofocado.

Nushain, irresoluto, vio ante sí una escalera blanca
que subía entre los arremolinados vapores. Detrás, las
llamas se elevaban ininterrumpidamente, como una
muralla sin final, y a cada lado, de instante en
instante, el humo tomaba formas y rostros demonia-
cos que le amenazaban. Comenzó a subir por las
escaleras y las formas se reunieron por debajo y a su
alrededor, aterradoras como los servidores de algún
mago y manteniendo el paso con él mientras subía, de
forma que no se atrevía a detenerse o a retroceder.
Ascendió en la turbia penumbra y llegó inadvertida-
mente a las puertas abiertas de una casa de piedra
gris que tenía una amplitud y altura que no podían
adivinarse.

De mala gana, pero empujado por el batallón de
humeantes formas, atravesó las puertas junto con sus
compañeros. La casa era un lugar de largos salones
vacíos, tortuosos como los pliegues de una concha
marina. No había ventanas ni lámparas, pero parecía
que brillantes soles de plata habían sido disueltos y
difuminados en el aire. Huyendo de los esbirros
infernales que le perseguían, el astrólogo siguió las
serpenteantes salas y llegó por fin a un aposento
interior donde el mismo espacio estaba confinado. En
el centro de la habitación, una figura, embozada y
con capucha, de proporciones colosales, se sentaba
muy erguida sobre un asiento de mármol, silenciosa e
inmóvil. Ante la figura, sobre una especie de mesa,
estaba abierto un vasto volumen.

Nushain sintió el terror de alguien que se acerca a
la presencia de alguna deidad o demonio de gran
categoría. Viendo que los fantasmas se habían desva-
necido, se detuvo en el umbral de la habitación, pues
su inmensidad le mareaba, como el intervalo vacío
que yace entre los mundos. Deseaba retirarse, pero
una voz surgió del ser de la capucha, hablando
suavemente, como si fuese la voz de su propia mente
interior.

--Yo soy Vergama, cuyo otro nombre es Destino;
Vergama, a quien has llamado de forma tan tonta e
ignorante, como los hombres acostumbran a llamar a
sus señores ocultos; Vergama, que te ha llamado para
ese viaje que todos los hombres tienen que hacer en
un tiempo u otro, de una u otra forma. Ven, oh
Nushain, y lee un poco en mi libro.

El astrólogo se sintió empujado junto a la mesa por
una mano invisible. Inclinándose sobre ella, vio que
el gigantesco libro estaba abierto por las páginas
centrales, que estaban cubiertas por una miríada de
signos escritos con tintas de distintos colorcs y repre-
sentaban hombres, dioses, peces, pájaros, monstruos,
animales, constelaciones y muchas otras cosas. Al
final de la última columna de la página de la derecha,
donde apenas quedaba espacio para más inscripcio-
nes, Nushain vio el jeroglífico de un triángulo de
estrellas con los tres lados iguales, como el que había
aparecido recientemente en las proximidades del
Perro, y a continuación los jeroglíficos de una
momia, una sirena, una barca y una salamandra,
parecidas a las figuras que habían entrado y salido de
su horóscopo y a aquellas que le condujeron hasta la
casa de Vergama.

--En mi libro--dijo la figura encapuchada-- se
escriben y conservan los signos que representan cada
cosa. En el principio, todas las cosas visibles eran sólo
símbolos escritos por mí, y al final sólo existirán como
una escritura en mi libro. Durante un tiempo salen de
él, apropiándose de aquello que es conocido como
sustancia... Fui yo, oh Nushain, quien dispuso en los
cielos las estrellas que predijeron tu viaje; yo el que
envié esos tres guías. Y estas cosas, habiendo servido
su propósito, ahora son sólo signos sobre un papel,
como lo eran antes.

Vergama hizo una pausa y un silencio infinito
volvió a la habitación; una maravilla sin medida se
apoderó de la mente de Nushain. Después, el ser
encapuchado continuó:

--Durante un cierto tiempo ha existido entre los
hombres esa persona llamada Nushain, el astrólogo,
junto con el perro Ansarath y çl negro Mouzda, que
siguieron los cambios de su suerte... Pero ahora, y en
breve, tengo que volver la página, y antes de hacerlo
debo acabar la escritura que corresponde a este lugar.

Nushain pensó que un viento se había levantado en
la cámara, moviéndose ligeramente con un extraño
sonido y silbido, aunque no sintió realmente el paso
de su soplo. Pero vio que el pelo de Ansarath, que se
había acurrucado cerca de él, estaba alborotado por
el viento. Después, y ante sus maravillados ojos, el
perro comenzó a encogerse y disminuir de tamaño,
como si fuese objeto de una magia mortal, empeque-
ñeciéndose hasta llegar a tener el tamaño de una rata
y después la pequeñez de un ratón y la ligereza de un
insecto, aunque conservando su forma original. Des-
pués de esto, el diminuto ser fue atrapado por el
silbante aire y pasó volando junto a Nushain como
podría volar un mosquito; siguiéndolo con la vista,
vio que la imagen de un perro se había inscrito
repentinamente junto a la de la salamandra, al final
de la página de la derecha. Pero aparte de esto, no
quedaba ningún rastro de Ansarath.

De nuevo sopló el viento en la habitación sin tocar
al astrólogo, pero agitando las destrozadas vestimen-
tas de Mouzda, que se agazapó cerca de su dueño,
como pidiéndole protección. Y el mudo se empeque-
ñeció y se achicó, convirtiéndose por último en algo
tan fino y ligero como el ala negra de un escarabajo,
que el viento transportó lejos. Y Nushain vio que el
306

Zothique

jeroglífico de un negro con un solo ojo fue inscrito al
lado del del perro; pero aparte de esto, no quedó
ningún rastro de Mouzda.

Entonces, percibiendo claramente el destino que le
estaba reservado, Nushain intentó huir de la presen-
cia de Vergama. Se apartó del extendido volumen y
corrió hacia la puerta de la cámara, con sus gastadas
y polvorientas ropas de astrólogo golpeándose contra
sus delgadas canillas. Pero mientras lo hacía, la voz
de Vergama resonó suavemente en sus oídos.

--Vanamente intentan los hombres resistir o esca-
par del destino que al final los convierte en cifras. En
mi libro, oh Nushain, hay sitio hasta para un mal
astrólogo.

Una vez más se levantó aquel extraño suspiro y un
aire frío envolvio a Nushain mientras corría, dete-
niéndose a medio camino de la vasta habitación,
como si lo hubiese detenido una muralla. El aire
sopló suavemente sobre su macilenta y delgaducha
figura, levantando sus encanecidos bucles y barba y
tirando suavemente del rollo de papiro que todavía
tenía en la mano. La habitación pareció bambolearse
e inflarse, expandiéndose infinitamente ante sus tor-
pes ojos. Transportado hacia arriba, dando vueltas y
vueltas en un veloz y vertiginoso torbellino, vio la
forma sentada que cada vez se destacaba ante él más
alta en su amplitud cósmica. Después, el dios se
perdió en la luz y Nushain fue algo sin peso y sin
localización, el seco esqueleto de una hoja caída que
subía y bajaba en el brillante remolino del viento.

El jeroglífico de un flaco as¿rólogo, que llevaba una
natividad enroscada en la mano, apareció en la
última columna de la página derecha del libro de
Vergama.

Este se inclinó hacia adelante y volvió la página.

LA ISLA DE LOS
TORTURADORES

i~

La Muerte Plateada se había abatido sobre Yoros
entre la caída del sol y su vuelta. Sin embargo, su
llegada fue profetizada por numerosas predicciones
tanto inmemoriales como recientes. Los astrólogos
habían dicho que esta misteriosa enfermedad, desco-
nocida hasta entonces en la tierra, descendería de la
estrella gigante Achernar, que presidía siniestramente
sobre todas las tierras de la parte meridional del
continente de Zothique, y que después de consumir la
carne de innumerables hombres con su brillante y
metálica palidez, la plaga seguiría viajando en el
tiempo y el espacio, transportada por las lentas
corrientes del éter a otros mundos.

La Muerte Plateada era horrible y nadie conocía el
secreto de su contagio o de su curación. Veloz como
el viento del desierto, entró en Yoros procedente del
devastado reino de Tasuun, adelantándose a los
propios mensajeros que corrieron de noche para
avisar de su proximidad. Aquellos que eran atacados
sentían un frío helado y congelador, un rigor inst~n-
táneo como si las corrientes exteriores hubiesen so-
plado sobre ellos. Sus rostros y cuerpos se volvían
extrañamente blancos, reluciendo con un débil res-
plandor, y se ponían rígidos como cadáveres muertos
hacía tiempo, todo en cuestión de minutos.

Por las calles de Silpon y Silour, y en Faraad, la
308 Zothigue

capital de Yoros, la plaga pasó como una luz
fantasmal y reluciente de morada en morada bajo las
doradas lámparas y las víctimas cayeron en el mismo
lugar donde habían sido atacadas con aquella mortal
brillantez permanente sobre ellas.

Los vocingleros y tumultuosos carnavales públicos
fueron silenciados por su paso y los juerguistas
quedaron congelados en extravagantes actitudes. En
las orgullosas mansiones, los comensales, enrojecidos
por el vino, palidecieron a la mitad de sus deslum-
brantes festines y se recostaron en sus opulentas
sillas, sosteniendo todavía las copas medio vacías con
dedos rígidos. Los mercaderes quedaron en sus ofici-
nas, tendidos sobre los montones de monedas que
habían empezado a contar, y los ladrones que entra-
ron después no pudieron marcharse con su botín. Los
enterradores murieron en las sepulturas a medio
excavar que estaban cavando para otros, pero nadie
fue a disputarles su posesión.

No hubo tiempo para escapar de la extraña e
inevitable calamidad. Se abatió sobre Yoros con
terrible velocidad bajo las claras estrellas y pocos
pudieron despertar de su sueño cuando llegó la
aurora. Fulbra, el joven rey de Yoros, que acababa de
ascender al trono recientemente, era virtualmente un
rey sin un pueblo que gobernar.

Fulbra había pasado la noche de la plaga en una
alta torre de su palacio sobre Faraad; una torre
observatorio, equipada con instrumentos astronómi-
cos. Sentía una gran pesadez en su corazón y sus
ideas estaban debilitadas por una desesperación se-
mejante al opio, pero el sueño no acudió a sus
párpados. Conocía las numerosas predicciones que
habían profetizado la Muerte Plateada y además
pudo leer su inminente llegada en las estrellas, con la
ayuda del viejo astrólogo y hechicero Vemdeez. El y el
astrólogo no se atrevieron a divulgar este último

La isla de los torturadores
309

hecho, pues sabían perfectamente que el destino de
Yoros era algo decretado desde el principio de los
tiempos por el infinito Destino y que nadie podía
escapar a éste, a menos que estuviese escrito que
debía morir de forma distinta.

Ahora bien, Vemdeez había confeccionado el ho-
róscopo de Fulbra, y aunque encontró allí ciertas
ambiguedades que su ciencia no pudo resolver, esta-
ba, sin embargo, claramente escrito que el rey no
moriría en Yoros. Dónde moriría y de qué forma era
por igual dudoso. Pero Vemdeez, que sirvió a Altath,
el padre de Fulbra, y era no menos devoto del nuevo
rey, había forjado por medio de sus artes mágicas un
anillo encantado que protegería a Fulbra de la
Muer~e Plateada en todo tiempo y lugar.

El anillo estaba hecho de un extraño metal rojo,
más oscuro que el oro rojizo o el cobre, y tenía
engarzada una gema negra y oblonga, no conocida
por los lapidarios terrestres, que despedía eterna-
mente un fuerte y aromático perfume. El hechicero le
pidió a Fulbra que nunca se quitase el anillo del dedo
corazón donde lo llevaba, ni siquiera en países muy
alejados de Yoros, mucho tiempo después de la
partida de la Muerte Plateada, porque una vez que la
plaga hubiese soplado sobre Fulbra, llevaría en su
carne el fatal contagio para siempre y éste asumiría
su virulencia acostumbrada si se quitaba el anillo.
Pero Vemdeez no habló del origen del metal rojo ni
de la oscura gema, ni del precio que había tenido que
pagar por la magia protectora.

Con el corazón triste, Fulbra aceptó el anillo,
llevándolo siempre consigo, y así fue como la Muerte
Plateada había soplado sobre él en medio de la noche
sin causarle daño alguno. Pero esperando ansiosa-
mente en la alta torre y vigilando las doradas luces de
Faraad antes que las blancas e implacables estrellas,
sintió una frialdad ligera y pasajera que no tenía nada
que ver con el aire del verano. Mientras pasaba, los
alegres ruidos de la ciudad se detuvieron y los
gemidos de las flautas titubearon extrañamente y
expiraron. El silencio cayó sobre el carnaval y algunas
de las luces se apagaron y no volvieron a ser
encendidas. En su palacio también había silencio y ya
no oyó más las risas de sus cortesanos y mayordomos.
Y Vemdeez no volvió, según su costumbre, a reunirse
en la torre con Fulbra a medianoche. Así Fulbra supo
que era un rey sin reino, y la pena que todavía sentía
por el noble Altath fue aumentada por una gran
compasión por su pueblo, que había perecido.

Hora tras hora, estuvo inmóvil y sentado, demasia-
do angustiado para poder llorar. Las estrellas cambia-
ron sobre su cabeza y Achernar resplandeció perpe-
tuamente como el brillante y cr~-el ojo de un demonio
burlón; el pesado bálsamo del anillo de la piedra
negra se elevó hasta su olfato y casi parecía ahogarle.
A Fulbra se le ocurrió de repente la idea de tirar el
anillo y morir como su pueblo. Pero su desesperación
era demasiado pesada incluso para hacer esto, y así,
al fin, la aurora llegó lentamente a los cielos, tan
pálida como la Muerte Plateada, y le encontró
todavía en la torre.

Al amanecer, el rey Fulbra se levantó y descendió
las enroscadas escaleras de pórfido que llevaban al
palacio. A mitad de las escaleras vio caído el cadáver
del viejo hechicero Vemdeez, que había muerto
mientras subía para reunirse con su amo. La arruga-
da cara de Vemdeez era como el metal pulido y
estaba más blanca que su barba y cabellos, y sus ojos
abiertos, que habían sido oscuros como zafiros,
estaban helados por la plaga. Entonces, grandemente
apenado por la muerte de Vemdeez, a quien había
amado como a un segundo padre, el rey continuó
lentamente su camino. En los corredores y salones
encontró los cuerpos de sus servidores, cortesanol y
soldados. No quedaba nadie con vida, excepto tres
esclavos que guardaban los verdes portones de bronce
de las cámaras subterráneas, bajo el palacio.

Entonces Fulbra recordó el consejo de Vemdeez,
que le había dicho que debía huir urgentemente de
Yoros y buscar refugio en la meridional isla de
Cyntrom, que pagaba tributo a los reyes de Yoros.
Aunque no sentía ánimos de hacer esto, ni de tomar
ningún otro curso de acción, Fulbra ordenó a los tres
esclavos que quedaban que reuniesen los alimentos y
todas las demás cosas que fuesen necesarias para un
viaje de cierta duración y que las llevasen a bordo de
una embarcación real construida en ébano que estaba
amarrada en el río Voum, cerca de los pórticos del
palacio .

Después, embarcando junto a los esclavos, tomó el
timón de la barca y les dio instrucciones para que
desplegasen la amplia vela color ámbar. Y saliendo
de la majestuosa ciudad de Faraad, cuyas calles
estaban en poder de la Muerte Platada, navegaron
por el cada vez más amplio estuario del Voum, que
semejaba jaspe, entrando en la corriente del mar
Indaskio, del color del amaranto.

Un viento favorable venía por detrás, soplando
desde el norte sobre los desolados reinos de Tasuun y
Yoros, de la misma forma que la Muerte Plateada
había soplado durante la noche. Y a su lado, sobre el
Voum, flotaban ociosamente muchos navíos, cuyas
tripulaciones y capitanes habían muerto a causa de la
plaga y derivaban hacia el mar. Faraad estaba
silenciosa como una necrópolis antigua y nada se
movía en las costas del estuario, exceptuando las
plumíferas palmeras en forma de abanico que se
balanceaban hacia el sur en el refrescante viento. Y
pronto, la verde franja de Yoros retrocedió, adueñán-
dose de ella el tono azulado y fantástico de la
distancia.
Orlado de una vinosa espuma y lleno de extrañas
voces murmurantes y vagas historias de cosas exóti-
cas, el apacible mar rodeaba ahora a los viajeros,
bajo el alto sol del verano. Pero las encantadas voces
del mar y su largo, lánguido e ilimitado balanceo no
pudieron suavizar la pena de Fulbra, y la desespera-
ción, negra como la gema, engarzada en el anillo rojo
de Vamdeez, se abatió sobre su corazón.

Sin embargo, sujetó el gran timón de la embarca-
ción de ébano y puso un rumbo tan directo como le
fue posible hacia Cyntrom, guiándose por el sol. La
vela color ámbar se tensó en el viento favorable y la
barca avanzó durante todo ese día, hendiendo las
aguas de amaranto con su oscura proa que se elevaba
con la forma esculpida de una diosa de ébano.
Cuando llegó la noche trayendo consigo las familiares
estrellas australes, Fulbra fue capaz de corregir los
errores que había hecho al calcular su rumbo.

Huyeron hacia el sur durante muchos días y el sol
descendió un poco su órbita, y de noche, estrellas
nuevas trepaban y se arracimaban alrededor de la
negra diosa de la proa. Fulbra, que una vez había
navegado a la isla de Cyntrom en los días de su
infancia junto a su padre Altath, creyó que en
seguida vería levantarse sus costas, cubiertas por el
alcanfor y el sándalo, de las vinosas profundidades.
Pero no había alegría en su corazón y a menudo le
cegaban lágrimas salvajes recordando aquel otro viaje
junto a Altath.

Entonces, de repente y en pleno mediodía, cayó
una calma sin vientos y el agua alrededor de la
embarcación se transformó en un vidrio púrpura. Los
cielos cambiaron y se convirtieron en una cúpula de
cobre batido que se arqueaba baja y cercana y, como
si fuera debido a alguna maligna hechicería, la
cúpula se oscureció en una precipitada noche y una
tempestad, parecida al reunido aliento de varios
poderosos demonios, surgió y modeló el mar en
amplias cordilleras y abismales valles. El mástil de la
nave se troncó como una caña por el viento, y la vela
fue desgarrada y la indefensa embarcación era lanza-
da de cabeza a los oscuros surcos y catapultada, entre
velos de cegadora espuma, a las vertiginosas cumbres
de las olas.

Fulbra se colgó del inútil timón, y los esclavos,
cumpliendo sus órdenes, se refugiaron en la cabina de
proa. Durante incontables horas fueron empujados
por la voluntad del loco huracán y Fulbra no podía
ver nada en la baja oscuridad, excepto las pálidas
crestas de las encrespadas olas; ya no podía saber la
dirección de su carrera.

Entonces, en aquella lúgubre oscuridad, vio, de
cuando en cuando, otro navío que navegaba por
aquel mar embravecido por la tormenta, no lejos de
su embarcación. Pensó que la nave era una galera
como las que utilizan los mercaderes que viajaban
por las islas meridionales negociando con incienso,
plumas y bermellón, pero la mayor parte de sus
remos estaban rotos, y el mástil y la vela, destrozados,
pendían sobre la proa.

Durante cierto tiempo los barcos navegaron juntos,
hasta que Fulbra vio, en un desgarrón de la penum-
bra, los agudos y sombríos acantilados de una costa
desconocida, coronados por torres todavía más in-
hiestas. No podía girar el timón, y la barca y el navío
que estaba a su lado fueron empujados contra las
poderosas rocas, hasta que Fulbra pensó que se
aplastarían contra ellas. Pero de la misma forma que
había surgido el temporal, como si fuese debido a
algún encantamiento, una calma sin vientos cayó
bruscamente sobre el mar y la tranquila luz del sol
salió de un cielo que se aclaraba por momentos
mientras la embarcación era depositada sobre una
ancha franja en forma de creciente de arena de un
314 Zothiqu~

amarillo ocre entre los acantilados y las calmadas
aguas, con la galera a su lado.

Asombrado y maravillado, Fulbra se inclinó sobre
el timón, mientras sus esclavos salían tímidamente de
la cabina, y sobre las cubiertas de la galera comenza-
ban a aparecer sus tripulantes. El rey estaba a punto
de saludar a estos hombres, de los que algunos iban
vestidos como humildes marineros y otros como ricos
mercaderes. Pero escuchó una risa de voces extrañas,
alta y estridente y algo siniestra, que parecía caer
desde arriba; mirando, vio que numerosas personas
descendían por una especie de escalera que había en
los acantilados que rodeaban la playa.

Esta gente se acercó más, apiñándose alrededor de
la barca y de la galera. Llevaban fantásticos turbantes
de un rojo de sangre e iban cubiertos por ajustadas
vestiduras, negras como los buitres. Sus rostros y
manos eran amarillos como el azafrán; sus ojos,
pequeños y entornados, estaban colocados oblicua-
mente bajo párpados sin pestañas, y sus delgados
labios, que sonreían eternamente, se curvaban como
las hojas de las cimitarras.

Llevaban armas siniestras y de mal aspecto, como
espadas con dientes de sierra y lanzas de doble
cabeza. Algunos de ellos se inclinaron profundamente
ante Fulbra y se dirigieron a él obsequiosamente,
mirándole todo el rato con una mirada fija que no
podía descifrar. Su lengua no era menos extraña que
su aspecto; estaba lleno de sonidos agudos y sibilantes
y ni el rey ni sus esclavos podían comprenderlos. Pero
Fulbra habló cortésmente con aquella gente, en el
suave y rápido lenguaje de Yoros, preguntando el
nombre de aquella tierra donde su embarcación había
sido arrojada por la tempestad.

Varios entre ellos parecieron comprenderle, puesto
que una luz apareció en sus oblicuos ojos ante la
pregunta y uno de ellos le contestó torpemente en el

La isla de los torturadores 315

lenguaje de Yoros, diciendo que la tierra era la isla de
Uccastrog. Después, con cierta maldad encubierta en
su sonrisa, este personaje añadió que todos los
marineros y viajeros náufragos recibirían una buena
acogida por parte de Ildrac, el rey de la isla.

Ante esto, el corazón de Fulbra se encogió, porque,
en años pasados, había oído numerosos relatos sobre
Uccastrog y las historias no eran las que darían
confianza a un viajero extraviado. Uccastrog, que se
encontraba muy al este de la isla de Cyntrom, era
conocida corrientemente como la isla de los Tortura-
dores, y se decía que todos los que habían llegado allí
inadvertidamente eran apresados por los habitan-
tes y sometidos después a infinitas y extrañas tortu-
ras, cuya vista constituía el principal deleite de
aquellos seres crueles. Se rumoreaba que nadie había
escapado nunca de Uccastrog, pero muchos perma-
necieron durante años en sus mazmorras e infernales
cámaras de tortura, conservados con vida para pro-
porcionar placer al rey Ildrac y a sus seguidores.
También se creía que los torturadores eran grandes
magos que podían levantar tormentas enormes con
sus conjuros y podían hacer que los navíos fueran
apartados de las rutas marítimas y arrojados sobre el
litoral de Uccastrog.

Viendo que aquella gente amarilla rodeaba com-
pletamente la barca y que no había escape posible,
Fulbra les pidió que le llevaran rápidamente ante el
rey Ildrac. Anunciaría a Ildrac su nombre y su rango
real, pues en su simplicidad le parecía que un rey,
por muy cruel de corazón que fuera, no se atrevería a
torturar a otro rey o hacerle prisionero. Además,
quizá los habitantes de Uccastrog hubiesen sido mal
tratados por las historias de los viajeros.

Por tanto, Fulbra y sus esclavos fueron rodeados
por parte de la multitud y conducidos al palacio de
Ildrac, cuyas altas y finas torres coronaban los
acantilados detrás de la playa, elevándose por encima
de un apiñamiento de casas donde habitaban los
habitantes de la isla. Mientras trepaban por los
escalones excavados en el acantilado, Fulbra oyó un
fuerte griterío debajo y el chasquido del acero contra
el acero, y mirando hacia atrás vio que la tripulación
de la galera encallada había sacado sus armas y
estaba luchando contra los isleños. Pero, al ser
grandemente sobrepasados en número, su resistencia
fue domeñada por los enjambres de torturadores y la
mayoría de ellos fueron capturados con vida. El
corazón de Fulbra se ensombreció profundamente
ante esta visión y desconfió cada vez más de la gente
amarilla.

Pronto llegó a presencia de Ildrac, que se sentaba
sobre una majestuosa silla de bronce en un vasto
salón de su palacio. Ildrac era más alto, por media
cabeza, que cualquiera de sus seguidores y sus rasgos
eran como una máscara de maldad, forjada con algún
metal pálido y dorado; estaba vestido con vestiduras
de un tono extraño, como el púrpura del mar
abrillantado por el rojo de la sangre fresca. A su
alrededor había muchos soldados armados con terri-
bles armas parecidas a guadañas y las hoscas mucha-
chas de ojos oblicuos del palacio iban de un lado para
otro entre las gigantescas columnas de basalto, vesti-
das con faldas bermellón y sostenes de color azulado
En el salón había numerosos ingenios de madera;
piedra y metal que Fulbra no había visto nunca antes
y que tenían un aspecto formidable, con sus pesadas
cadenas, sus lechos de dientes de hierro y sus cuerdas
y poleas de piel de pescado.

El joven rey de Yoros se adelantó con un porte real
y atrevido y se dirigió a Ildrac, que le contemplaba
inmóvil con una mirada fija y constante. Fulbra le
dijo a Ildrac su nombre y categoría y la calamidad
que había sido la causa de que tuviese que escapar de
Yoros; mencionó también su urgente deseo de alcan-
zar la isla de Cyntrom.

--Hay un largo viaje hasta Cyntrom--dijo Ildrac
con una sonrisa sutil--. Además, no tenemos cos-
tumbre de permitir que nuestros invitados partan sin
haber saboreado plenamente la hospitalidad de la isla
de Uccastrog. Por tanto, rey Fulbra, debo pedirte que
domines tu impaciencia. Aquí tenemos mucho que
enseñarte y muchas diversiones que ofrecerte. Mis
mayordomos te conducirán a una habitación apro-
piada a tu rango real. Pero antes debo pedirte que
dejes aquí la espada que llevas a tu costado, porque
las espadas son a menudo afiladas... y no deseo que
mis invitados sufran daño por su propia mano.

Así, la espada de Fulbra le fue arrebatada por uno
de los guardianes del palacio, y también una pequeña
daga, adornada de rubíes en la empuñadura, que
también llevaba. Después, varios de los guardias,
empujándole con sus armas, le condujeron fuera del
salón, por muchos corredores y descendiendo muchas
escaleras, a la roca sólida bajo el palacio. Y no supo
si habían cogido a sus tres esclavos ni qué disposición
era tomada con respecto a la tripulación de la galera
capturada. Pronto pasó de la luz del día a los
cavernosos salones iluminados por llamas de color
sulfúreo que salían de fanales de cobre y, todo a su
alrededor, oyó el sonido de desmayados gemidos y de
fuertes aullidos maniacos que chocaban y morían
contra puertas de adamanto.

En uno de aquellos salones, Fulbra y sus guardia-
nes encontraron una muchacha, más hermosa y de
aspecto menos hosco que las otras; Fulbra pensó que
ésta sonreía compasivamente cuando él pasaba y le
pareció que murmuraba débilmente en el lenguaje de
Yoros:

--Ten coraje, rey Fulbra, porque hay quien te
ayudara.
318 Zothique ~ la de los tortur~ r

Aparentemente, las palabras no fueron oídas o
entendidas por los guardias, que sólo conocían el duro
y sibilante lenguaje de Uccastrog.

Después de bajar por muchas escaleras, llegaron a
una poderosa puerta de bronce, que fue abierta por
uno de los guardianes. Fulbra fue obligado a entrar y
la puerta se cerró con estruendo detrás de él.

La cámara a la que había ido arrojado estaba
rodeada por tres de sus lados por la oscura roca de la
isla y en el cuarto por un vidrio pesado e irrompible.
Detrás del cristal vio las brillantes aguas submarinas
de un azul verdoso iluminadas por fanales que
pendían de la cámara y en el agua había grandes
peces-demonio, cuyos tentáculos se enroscaban a lo
largo de la pared y gigantescos pitones con fabulosos
anillos dorados que se perdían en la oscuridad y los
flotantes cadáveres de hombres que le contemplaban
con ojos de los que habían sido arrancados los
párpados.

En una esquina del calabozo, cercl de la pared de
vidrio, había un lecho, y comida y bebida habían
sido dispuestas para Fulbra en recipientes de madera.

El rey se tendió, cansado y desesperado, sin probar la
comida. Después, con los ojos fuertemente cerrados
mientras los muertos y los monstruos marinos le
miraban a la luz de los faroles, intentó olvidar sus
penas y el doloroso destino que le amenazaba. Y
entre el terror y la pena que le asfixiaban, le pareció
ver el at-ractivo rostro de la muchacha que le sonrió
compasivamente y que, la única de toda la gente que
había visto en Uccastrog, le dirigiera palabras ama-
bles. El rostro volvía una vez y otra, con un suave
acoso, una gentil hechicería; por primera vez en
mucho tiempo, Fulbra sintió el vago agitarse de su
enterrada juventud y un confuso y oscuro deseo de
vivir. Así pues, después de un rato se durmió y el rostro
de la muchacha siguió apareciéndosele en sus sueños.

319

Los fanales continuaban ardiendo por encima de él
con llamas que no habían disminuido cuando desper-
tó, y el mar, al otro lado de la pared de cristal, estaba
poblado por los mismos monstruos que antes, o por
otros parecidos. Pero entre los cadáveres que flota-
ban, vio ahora los cuerpos despellejados de sus
propios esclavos, que después de haber sido tortura-
dos por los isleños habían sido arrojados a la caverna
submarina que lindaba con su mazmorra para que
pudiese verlos al despertar.

Ante aquella visión se sintió enfermo con un nuevo
horror, pero mientras miraba los rostros muertos, la
puerta de bronce se abrió con un chirrido lúgubre y
entraron los guardias. Viendo que no había consumi-
do la comida y el agua dispuestas para él, le forzaron
a comer y beber un poco amenazándole con sus
anchas y curvadas hojas, hasta que él consintió en
hacerlo. Después le sacaron de la mazmorra y le
llevaron ante el rey Ildrac, en el gran salón de
torturas.

Por la dorada luz que penetraba por las ventanas
del palacio y por las alargadas sombras de las
columnas y las máquinas de tormento, Fulbra com-
prendió que la aurora estaba comenzando. El salón
estaba abarrotado de torturadores y sus mujeres;
muchos parecían mirar, mientras que otros, de am-
bos sexos, estaban ocupados por amenazadores pre-
parativos. Fulbra vio que un alta estatua de bronce,
con rostro cruel y demoniaco, como algún implacable
dios del otro mundo, estaba ahora de pie al lado
derecho de Ildrac, que se sentaba en solitario sobre su
silla de bronce.

Fulbra fue lanzado hacia delante por sus guardias e
Ildrac le saludó brevemente, con una sonrisa irónica
que precedió a las palabras y permaneció después.
Cuando Ildrac hubo hablado, la imagen de bronce
también comenzó a hablar, dirigiéndose a Fulbra con
320 Zothique

el lenguaje de Yoros en tonos estridentes y metálicos,
diciéndole, con todo detalle y minuciosidad, las
diversas torturas infernales a que iba a ser sometido
durante aquel día.

Cuando la estatua hubo terminado de hablar,
Fulbra oyó un suave susurro en su oído y vio a su lado
a la bella muchacha a quien se había encontrado
previamente en los corredores más profundos. La
muchacha, aparentemente no oída por los torturado-
res, le dijo:

--Ten coraje y soporta bravamente todo lo que te
hagan, porque yo te libertaré antes de mañana, si eso
es posible.

Fulbra fue reconfortado por la afirmación de la
muchacha y le pareció que era más bella que antes;
pensó que sus ojos le miraban con ternura y los
deseos gemelos de amor y vida fueron extrañamente
resucitados en su corazón para fortificarle contra las
torturas de Ildrac.

No estaría bien mencionar detalladamente lo que le
hicieron al rey Fulbra para dar un malvado placer al
rey Ildrac y su pueblo. Pues los habitantes de
Uccastrog habían designado tormentos innumerables,
curiosos y sutiles para exacerbar y atormentar los
cinco sentidos, pudiendo atormentar hasta al propio
cerebro, empujándolo a extremos más terribles que la
locura, y apoderarse de los tesoros más preciosos de
la memoria, dejando en su lugar una locura indes-
criptible.

Sin embargo, aquel día no torturaron a Fulbra
todo lo que podían hacerlo. Pero desgarraron sus
oídos con sonidos cacofónicos, con siniestras flautas
que helaban la sangre y la hacían cuajarse dentro de su
corazón, con profundos tambores que parecían re-
sonar dolorosamente en todos sus tejidos y con finos
tambores que rompían sus huesos. Después le obliga-
ron a respirar los humeantes vapores de unos braseros

La isla de los torturadores 321

donde ardían juntamente la bilis seca de los drago-
nes, la grasa de caníbales muertos, y una madera
fétida. Después, cuando el fuego se hubo consumido,
lo avivaron con aceite de murciélagos-vampiros y
Fulbra se desmayó, incapaz de soportar el hedor
durante más tiempo.

Más tarde le despojaron de sus regias vestiduras y
ciñeron a su cuerpo un cinturón de seda que había
sido sumergido hacía poco en un ácido corrosivo
únicamente para la piel humana, y el ácido le corría
lentamente, agujereando su piel con infinitos y fero-
ces pinchazos.

Después de retirar el cinturón para que no le
causase la muerte, los torturadores trajeron a varias
criaturas que tenían forma de serpientes, pero que
estaban recubiertas de la cabeza a la cola con espinas
negras, parecidas a las de los ciempiés. Estas criaturas
se enroscaron fuertemente alrededor de los brazos y
piernas de Fulbra y, aunque impulsado por el asco,
luchó salvajemente contra ellas, no pudo soltárselas
con las manos, y los cabellos que cubrían sus tensos
anillos comenzaron a perforar sus extremidades como
un millón de diminutas agujas, hasta que chilló a
causa del dolor. Cuando le faltó el aliento y no podía
gritar más, las peludas serpientes fueron persuadidas
para que abandonaran su presa por una lánguida
melodía de flauta cuyo secreto conocían los isleños.
Se soltaron de él y se alejaron, pero la señal de sus
anillos estaba estampada en rojo sobre sus extremi-
dades, y alrededor de su cuerpo se veía la marca en
carne viva del cinturón de ácido.

El rey Ildrac y su pueblo le contemplaban con
terrible glotonería, porque con estas cosas se divertían
e intentaban apaciguar un implacable y oscuro deseo.
Pero al ver que Fulbra no podía soportar más, y
deseando hacer su voluntad con él durante muchos
días en el futuro, le devolvieron a su calabozo.
322 Zothique

Enfermo por el horror de lo que recordaba, febril a
causa del dolor, no anhelaba la clemencia de la
muerte, sino que esperaba la llegada de la muchacha
que habría de libertarle, como le prometiera. Las
largas horas pasaban con un tedio medio delirante y
los fanales, cuyas llamas habían cambiado al carmesí,
parecían llenar sus ojos con sangre en movimiento;
los muertos y los monstruos marinos parecían nadar
en sangre detrás de la pared de cristal. Entonces, por
fin, oyó abrirse la puerta, suavemente y no con el
fuerte estruendo que había anunciado la entrada de
sus guardias.

Volviéndose, vio a la muchacha que se acercaba
rápidamente de puntillas a su cama, el dedo levanta-
do en señal de silencio. Con suaves susurros, le dijo
que su plan había fallado, pero que se~uramente a la
noche siguiente sería capaz de drogar a los guardia-
nes y obtener las llaves de las puertas exteriores y
Fulbra podría escapar del palacio y llegar a una cueva
escondida donde un bote lleno de agua y provisiones
estaba listo para su uso. Le suplicó que soportase
durante otro día los tormentos de Ildrac, y a esto, por
fuerza, tuvo que consentir. Pensó que la muchacha le
amaba, porque ella acarició con ternura su enfebreci-
da frente y frotó sus miembros, torturados por la
quemadura, con un aceite suavizante. Pensó que sus
ojos eran dulces, con una compasión que era algo
más que piedad. Así pues, Fulbra creyó en la
muchacha y confió en ella armándose de valor para el
horror del día siguiente. Su nombre era Ilyaa y su
madre era una mujer de Yoros que se había casado
con uno de los isleños, escogiendo esta repugnante
unión como alternativa a los cuchillos de Ildrac.

La muchacha se marchó muy pronto, invocando el
gran peligro de ser descubierta, y cerró la puerta con
suavidad. Después de un rato, el rey se durmió, y
entre las delirantes abominaciones de sus sueños, Ilyaa

La isla de los torturadores 323

volvió y le sostuvo contra los terrores de extraños
infiernos.

Al amanecer llegaron los guardias con sus armas
engarfiadas y le condujeron ante Ildrac. Otra vez, la
satánica estatua de bronce, con estridente voz,
anunció las terribles pruebas a que iba a ser someti-
do. En esta ocasión vio que otros cautivos, incluyendo
la tripulación y mercaderes de la galera, esperaban
también las maléficas atenciones de los torturadores
en el amplio salón.

Una vez más, entre el remolino de los que le
miraban, la muchacha se acercó a él, sin que los
guardias le dijeran nada, y murmuró palabras de
consuelo, de forma que Fulbra cobró ánimos contra
las enormidades que la imagen oracular de bronce le
había anunciado. E indudablemente, un corazón
bravo y esperanzado era necesario para soportar las
torturas de aquel día...

Entre otras cosas, menos adecuadas de mencionar,
los torturadores pusieron ante Fulbra un espejo
dotado de una extraña magia donde su propio rostro
se reflejaba como visto después de la muerte. Mien-
tras los contemplaba, los rígidos rasgos se marcaron
con el veteado verde-azulado de la descomposición y
la reseca carne se desprendió de los huesos y dejó al
descubierto el trabajo visible de los gusanos. Oyendo
mientras tanto los dolorosos gemidos y agonizantes
gritos de sus compañeros de cautividad por todo el
salón, vio otros rostros, muertos, hinchados, sin
párpados y despellejados que parecían acercarse por
detrás y apiñarse alrededor de su propio rostro en el
espejo. Su aspecto era húmedo y goteante, como el
cabello de los cadáveres recobrados del mar, y las
algas marinas se mezclaban con sus rizos. Entonces,
volviéndose al sentir un contacto frío y pegajoso, vio
que estos rostros no eran ilusión, sino el verdadero
reflejo de unos cadáveres rescatados de las profundi-
dades marinas por arte de magia y que habían
entrado en el salón de Ildrac caminando como
hombres vivientes y estaban mirando por encima de su
hombro.

Sus propios esclavos, a quienes los habitantes del
mar habían roído hasta los huesos, estaban entre
ellos. Se le aproximaron con ojos brillantes que sólo
veían la nada de la muerte. Y bajo el control mágico
de Ildrac, sus cadáveres, malsanamente animados,
comenzaron a asaltar a Fulbra, arañando su rostro y
sus vestiduras con dedos medio podridos. Fulbra,
débil a causa del asco, luchó contra sus esclavos
muertos que no conocían la voz de su amo y eran tan
sordos como las ruedas y las parrillas de tormento
utilizadas por Ildrac...

Al rato, los cadáveres ahogados y chorreantes se
marcharon y Fulbra fue desnudado y sujeto sobre el
suelo del palacio con anillas de hierro que le ligaban
fuertemente a las losas por las rodillas, muñecas,
codos y tobillos. Después, los torturadores trajeron el
cuerpo desenterrado y medio comido de una mujer
donde bullían una miríada de larvas sobre los huesos
y piltrafas de oscura podredumbre y colocaron este
cuerpo sobre la mano derecha de Fulbra. Trajeron
también la carroña de una cabra negra que estaba
comenzando a pudrirse y la depositaron a su lado
sobre su mano izquierda. Entonces, los gusanos
hambrientos reptaron de derecha a izquierda sobre
Fulbra, formando una oleada larga y ondulante...

Después de la consumación de este suplicio, vinie-
ron muchos más, igualmente ingeniosos y atroces,
bien pensados para la diversión del rey Ildrac y su
pueblo. Fulbra soportó valientemente las torturas,
sostenido por el recuerdo de Ilyaa.

Sin embargo, en la noche que siguió a aquel día
esperó en su calabozo en vano que viniera la mucha-
cha. Los fanales ardían con un color carmesí más
sangriento y nuevos cadáveres habían sido añadidos a
los despellejados y flotantes muertos de la caverna
submarina; extrañas serpientes de cuerpo doble sur-
gieron de las aguas más profundas con un incesante
movimiento y sus cabezas armadas de cuernos pare-
cían chocar sin medida contra la pared de cristal. Sin
embargo la muchacha, Ilyaa, no vino a liberarle
como había prometido, y la noche pasó. Pero aunque
la desesperación volvió a adquirir su antiguo dominio
sobre el corazón de Fulbra, y el terror venía con sus
garras afiladas en veneno fresco, se negó a desconfiar
de Ilyaa, diciéndose a sí mismo que habría sido
retrasada o molestada por algún infortunio impre-

Visto.

Al amanecer del tercer día fue llevado de nuevo a
presencia de Ildrac. La imagen de bronce que le
anunciaba las torturas del día le dijo que iba a ser
atado sobre una rueda de adamanto y que, yaciendo
sobre la rueda, iba a beber un vino drogado que le
despojaría para siempre de sus recuerdos reales y que
conduciría su alma desnuda por un largo peregrinaje
a través de infiernos monstruosos y nefandos antes de
volver al salón de Ildrac y al destrozado cuerpo de la
rueda.

Entonces ciertas mujeres de la isla, riendo incesan-
temente, se adelantaron y ataron al rey Fulbra a la
rueda de adamanto con correas de intestino de
dragón. Después de haber hecho esto, Ilyaa, son-
riendo con el desvergonzado regocigo de la crueldad,
apareció ante Fulbra y se colocó a su lado, sosteniendo
una copa dorada que contenía el vino drogado. Se
burló de él por su locura y credulidad al creer en sus
promesas, y las otras mujeres y los torturadores
masculinos, incluido Ildrac desde su sillón de bronce,
se rieron fuertemente con siniestras risotadas y alaba-
ron a Ilyaa por la perfidia que había practicado
con él.
326 Zothique

Así el corazón de Fulbra enfermó con una desespe-
ración más profunda que ninguna que hubiera cono-
cido nunca. El breve y tierno amor que había nacido
entre la pena y la agonía pereció, dejando sólo
cenizas mojadas en hiel. Sin embargo, mirando a
Ilyaa con ojos tristes no profirió ni una palabra de
reproche. No tenía deseos de vivir y, anhelando una
muerte rápida, se acordó de Vemdeez y de lo que éste
le había dicho que sucedería si se quitaba del dedo el
anillo mágico. Los torturadores lo habían considerado
una bagatela sin importancia y todavía lo llevaba
puesto. Pero sus manos estaban fuertemente atadas a
la rueda y no podía quitárselo.

Así pues, con una amarga astucia y sabiendo muy
bien que los isleños no se lo quitarían si se lo ofrecía,
fingió una locura repentina y chilló fuertemente:

--Robad, si queréis, mis recuerdos con vuestro
maldito vino..., enviadme por cien mil infiernos y
traedme de vuelta a Uccastrog, pero no cojáis el
anillo que llevo en el dedo corazón, porque para mí es
más precioso que muchos reinos o que los pálidos
pechos del amor.

Al oír esto, el rey Ildrac se levantó de su asiento de
bronce y, ordenando a Ilyaa que retrasase la admi-
nistración del vino, se acercó con curiosidad a inspec-
cionar el anillo de Vemdeez, que relucía oscuramen-
te, con una gema sin brillo, sobre el dedo de Fulbra.
Durante todo este tiempo Fulbra gritó con frenesí,
como si temiese que cogiera el anillo.

Así Ildrac, pensando que fastidiaría al prisionero y
acrecentaría su sufrimiento un poco más, hizo justa-
mente lo que Fulbra deseaba. El anillo se desprendió
fácilmente del arrugado dedo, e Ildrac, deseoso de
burlarse de su real cautivo, lo colocó sobre su propio
dedo corazón.

Entonces, mientras Ildrac contemplaba a su cauti-
vo con una sonrisa todavía más malvada grabada

La isla de los torturadores 327

sobre la pálida y dorada máscara de su rostro, aquello
tan temido y por tan largo tiempo deseado cayó sobre
el rey Fulbra de Yoros. La Muerte Plateada que había
dormido durante mucho tiempo en su cuerpo, bajo el
mágico control del anillo de Vemdeez, se manifestó
mientras todavía pendía de la rueda de adamanto. Sus
miembros se pusieron rígidos con un rigor distinto al
de la muerte; su rostro brilló con la llegada de la
muerte, y murió.

Después el helado e instantáneo contagio de la
Muerte Plateada se comunicó a Ilyaa y a muchos de
los torturadores que se acercaron maravillados a la
rueda. Cayeron en el mismo lugar donde estaban y la
plaga quedó en forma de brillante luz sobre los
rostros y cuerpos de los hombres y resplandeció sobre
los desnudos cuerpos de las mujeres. Y pasó por el
inmenso salón, liberando allí mismo de sus varios
tormentos a los restantes cautivos del rey Ildrac, y los
torturadores hallaron alivio para el horrible anhelo
que sólo podían calmar con los sufrimientos de sus
semejantes. Y por todo el palacio y toda la isla de
Uccastrog, la Muerte sopló velozmente, visible para
aquellos a los que atacaba, pero por lo demás
invisible e impalpable.

Pero Ildrac, que llevaba el anillo de Vemdeez, era
inmune. Y sin adivinar la razón de su inmunidad,
contempló consternado la calamidad que caía sobre
sus seguidores y observó estupefacto la liberación de
sus víctimas. Después, temiendo alguna magia ene-
miga, salió corriendo del salón, y de pie, sobre una
terraza del palacio que daba al mar, retiró el anillo de
Vemdeez de su dedo y lo arrojó a las espumosas olas
pensando, en su terror, que quizá fuese éste la
fuente o el origen de aquella desconocida y hostil
magia .

Por tanto, lldrac, a su vez y cuando todos los
demás ya habían caído, fue golpeado por la Muerte
Plateada, cuya paz descendió sobre él en el lugar
donde quedó con sus ropajes de púrpura abrillantada
por la sangre y sus rasgos brillando pálidos en el
brillante sol. El olvido se enseñoreó de la isla de
Uccastrog y los torturadores se reunieron con los
torturados.

EL JARDIN DE ADOMPHA

"Señor de los bochornosos y rojos parterres
y de los huertos soleados por las inquietas llamas del
en tu jardín florece el Arbol que sostiene l infierno,
frutos de innumerables cabezas de demonios
y corre la raíz llamada Baaras,
parecida a una escurridiza serpiente.
Y allí las bifurcadas y pálidas mandrágoras,
desgajadas del suelo por sí solas, van de un lado a otro
pronunciando tu nombre
hasta que los últimos entre los condenados piensan que

[ los demonios están pasando
gritando con airado frenesí y extraño espanto."

Letanía a Thasaidón de Ludar.

Era bien sabido que Adompha, rey de la extensa
isla oriental de Sotar, poseía en los amplios dominios
de su palacio un jardín secreto para todos los
hombres, excepto para él mismo y para el mago de la
corte, Dwerulas. Las cuadradas murallas de granito
del jardín, altas y formidables como las de una
prisión, eran claramente visibles, elevándose sobre los
majestuosos bosques y árboles del alcanfor y las
anchas parcelas de flores multicolores. Pero nada
había podido saberse nunca respecto a su interior,
porque todo el cuidado que era necesario era prestado
únicamente por el mago bajo la dirección de Adom-
pha y los dos se referían a él en oscuras adivinanzas
que nadie podía interpretar. Las gruesas puertas de
bronce respondían a un mecanismo cuyo secreto no
compartían con nadie más, y el rey y Dwerulas, bien
por separado o juntos, visitaban el jardín únicamente
durante aquellas horas en las que nadie estaba fuera.
Y en verdad, no había quien pudiera alardear de
haber visto ni siquiera la apertura de la puerta.

Se decía que el jardín había sido protegido contra
el sol por grandes láminas de plomo y cobre, que no
dejaban ni la menor grieta por don-le la estrella más
diminuta pudiese mirar al interior. Algunos juraban
que la intimidad de sus dueños durante sus visitas era
asegurada por un sueño letal que Dwerulas, por
miedo de sus mágicas artes, acostumbraba a provocar
sobre toda la vecindad, durante aquel tiempo.

Un misterio tan sobresaliente difícilmente podría
dejar de provocar curiosidad y surgieron varias ver
siones distintas, con relación a la naturaleza del
jardín. Algunos aseguraban que estaba lleno de
plantas siniestras de hábitos noctunos que propor-
cionaban rápidos y poderosos venenos para uso de
Adompha, junto con esencias más insidiosas y sinies-
tras empleadas por el mago en la fabricación de sus
conjuros. Probablemente estas historias no dejaban
de tener algo de razón, porque, después de la
construcción del vallado jardín, habían sobrevenido
en la corte real numerosas muertes atribuibles a
envenenamientos y desastres que eran claramente
obra de un brujo, junto con la desaparición física de
gente cuya presencia en el mundo no agradaba ya a
Adompha o a Dwerulas.

Los crédulos susurraban otras historias más extra-
vagantes. Aquella leyenda de infamia fuera de lo
normal que había rodeado al rey desde la infancia
adquirió un tinte más odioso y la fama de Dwerulas,
que con certeza había sido vendido antes de nacer al
Archidemonio por su madre bruja, adquirió una
nueva negrura, pues excedía a todos los demás
hechiceros en la profundidad y maldad de su aban-
dono.

Despertando del sopor y los sueños producidos por
el jugo de la amapola negra~ el rey Adompha se levantó
en las horas muertas y estancadas que van de la
salida de la luna a la aurora. El palacio a su
alrededor estaba silencioso como un cementerio, pues
sus ocupantes habían cedido al sopor nocturno indu-
cido por el vino, las drogas y el aguardiente. Alrede-
dor del palacio dormían los jardines y la ciudad de
Loithé, bajo las lentas estrellas de los tranquilos cielos
meridionales. Adompha y Dwerulas acostumbraban
visitar el recinto de altas murallas a aquellas horas,
con poco temor de ser seguidos u obsenados.

Adompha salió, deteniéndose brevemente para
iluminar con el cubierto ojo de su linterna de negro
bronce la cámara en penumbra que estaba contigua a
la suya. La habitación había estado ocupada por
Thuloneah, su odalisca favorita, durante el, pocas
veces igualado, período de ocho noches, pero sin
sorpresa ni desconcierto vio que el lecho de desorde-
nadas sedas estaba ahora vacío. Esto le confirmó que
Dwerulas le había precedido al jardín. Y supo,
además, que no había ido ociosamente ni de vacío.

El recinto del palacio, rodeado por todas partes por
sombras continuas, parecía mantener aquel secreto
que el rey prefería. Llegó junto a las cerradas puertas
de bronce de la enorme pared de granito y emitió,
cuando se acercaba, un fuerte silbido parecido al de
una cobra. En respuesta a la subida y bajada de este
silbido, la puerta se abrió silenciosamente hacia
dentro y se cerró a su espalda, también en silencio.

El jardín, plantado y cultivado en privado, y
separado por el techo metálico de las esferas del cielo,
estaba iluminado únicamente por un extraño globo
ardiente que colgaba en su centro en medio del aire.
Adompha contempló este globo con horror, porque su
naturaleza y origen le eran desconocidos. Dwerulas
pretendía que había salido del infierno en una media-
noche sin luna y por su voluntad, que levitaba debido
al poder infernal y que se alimentaba de las incesan-
tes llamas de aquel clima en que los frutos de
Thasaidón adquiren un tamaño fuera de lo normal y
un sabor encantado. Despedía una luz sanguínea en
la que el jardín temblaba y se agitaba, como visto a
través de una luminosa neblina de sangre. Incluso en
las lúgubres noches de invierno, el globo despedía un
fuerte calor y nunca se apartaba de su extraña
suspensión, aunque no tenía ningún soporte visible;
bajo él, el jardín florecía malignamente, lozano y
exuberante como cualquier parterre del círculo pro-
fundo.

Indudablemente, ning-ún sol terrestre podría haber
producido los frutos de aquel jardín, y Dwerulas
decía que sus semillas eran del mismo origen que el
globo. Había troncos pálidos y bifurcados que se
lanzaban hacia arriba como queriendo desgajarse del
suelo, desplegando hojas inmensas como las oscuras y
nervudas alas de los dragones. Había flores del color
del amaranto, tan anchas como bandejas y sostenidas
por tallos del grueso de un brazo que temblaban
continuamente .

Y había muchas otras plantas diversas, extrañas
como los siete infiernos y sin otra característica
común que los injertos que Dwerulas había implanta-
do aquí y allá con sus innaturales y hechiceras artes.

Aquellos injertos eran diversos miembros y partes
de seres humanos. Habilidosamente, y con un éxito
constante, el mago los había unido a las brotes, mitad
vegetales, mitad animales, sobre los que después
vivieron y crecieron, sorbiendo una savia parecida al
íchor de los demonios. Así eran preservados los
recuerdos, cuidadosamente escogidos, de una multi-
tud de personas que habían provocado el disgusto o el
aburrimiento del rey o de Dwerulas. Sobre los troncos
de palmeras, bajo el follaje plumoso, colgaban en
racimos las cabezas de los eunucos, como enormes
dátiles oscuros. Una desnuda enredadera sin hojas
tenía por flores las orejas de soldados castigados.
Cactos deformes tenían como fruta pechos de muje-
res, o sus cabellos como hojas. Extremidades o torsos
completos habían sido unidos con monstruosos
árboles. Algunas de las gigantescas hojas del tamaño
de una bandeja portaban corazones palpitantes y
ciertas flores más pequeñas tenían en el centro ojos
que todavía se abrían y cerraban entre las pestañas.
Otros injertos eran demasiado obscenos o repelentes

para ser relatados.

Adompha avanzó entre las híbridas plantas que se
agitaban y susurraban ante su proximidad. Las
cabezas parecieron tenderse ligeramente hacia él, las
orejas se agitaron, los pechos se estremecieron un
poco, los ojos se dilataban o se entornaban como si
vigilasen su avance. Sabía que aquellos restos huma-
nos vivían únicamente con la perezosa vida de las
plantas, compartiendo únicamente su actividad suba-
nimal. Las había considerado como un placer estético
curioso y mórbido, había encontrado en ellas la
infalible atracción de cosas enormes y sobrenaturales.
Ahora, por primera vez, pasó entre ellas con un
lánguido interés. Comenzó ,a vislumbrar el momento
fatal en que el jardín, con todos sus nuevos prodigios,
no ofrecía ya un refugio para su inexorable aburri-
miento.

En el centro del extraño vergel, donde un espacio
circular todavía estaba vacío entre las apiñadas plan-
tas, Adompha se acercó a un montón de tierra
arcillosa recién excavada. A su lado, completamente
desnuda, pálida y con aspecto de estar muerta, yacía
la odalisca Thuloneah. Cerca de ella habían sido
depositados varios cuchillos y otros utensilios, junto
334

Zothique

con redomas de bálsamos líquidos y de viscosas
gomas que Dwerulas utilizaba para sus injertos y que
había sacado de una bolsa de cuero. Una planta
conocida como el dedaim, de tronco bulboso, pulposo
y de color blanco y tirando a verde, de cuyo centro
irradiaban varias ramas sin hojas que recordaban
reptiles, dejaba caer de cuando en cuando sobre el
pecho de Thuloneah una gota de un líquido amarillo-
rojizo procedente de unas incisiones practicadas en su
suave corteza.

Dwerulas apareció por detrás del túmulo arcilloso
con la brusquedad de un demonio emergiendo de su
caverna subterránea. En sus manos sostenía el pico
con el que acababa de terminar de cavar un agujero
profundo y semejante a una tumba. Comparado con
el porte y estatura realec de Adompha; no parecia
más que un enano envejecido. Su aspecto mostraba
todas las señales de una edad inmensurable, como si
los polvorientos siglos hubiesen deseado su carne y
sorbido la sangre de sus venas. Sus ojos resplandecían
en el fondo de órbitas semejantes a fosas, sus rasgos
eran negros y resecos como los de un cadáver muerto
hacía largo tiempo, su cuerpo engarfiado como un
milenario cedro del desierto. Siempre estaba inclina-
do, de forma que sus brazos largos y huesudos
llegaban casi hasta el suelo. Como siempre, Adompha
se sintió maravillado por la demoniaca fuerza de
aquellos brazos, maravillado de que Dwerulas mane-
jase tan rápidamente aquel pesado pico y de que
hubiese podido llevar sin ayuda humana hasta el
jardín las cargas de aquellas víctimas cuyos miembros
utilizara en sus experimentos. El rey nunca se había
dignado asistir a tales trabajos, sino que, después de
indicar de tiempo en tiempo las personas cuya
desaparición no le desagradaria en absoluto, no había
hecho más que observar y supervisar el barroco
jardín.

El jardín de Adompha

335

--¿Está muerta?--preguntó Adompha, observan-
do sin emoción alguna los voluptuosos miembros y
cuerpo de Thuloneah.

--No--dijo Dwerulas, con voz tan dura como el
herrumbroso gozne de un ataúd--, pero le he admi-
nistrado el todopoderoso y adormecedor jugo del
dedaim. Su corazón late impalpablemente y su sangre
fluye con la lentitud de ese mezclado líquido. No se
despertará..., excepto como una parte de la vida del
jardín, compartiendo su oscura cadencia. Ahora,
espero vuestras instrucciones. ¿Qué parte... o partes?

--Sus manos eran muy hábiles --dijo Adompha
como murmurando en voz alta en respuesta a la
pregunta apenas formulada--. Conocían las sutiles
formas del amor y eran diestras en todas las artes
amorosas. Me gustaria que conservases sus manos....
pero nada más.

La singular y mágica operación había sido comple-
tada. Las bellas, finas y alargadas manos de Thu-
loneah, limpiamente cortadas por las muñecas, fue-
ron unidas, sin apenas señal de la sutura, a los
pálidos y podados extremos de las dos ramas más
altas del dedaim. En este proceso, el brujo empleó la
goma de plantas infernales y había invocado repeti-
damente los curiosos poderes de ciertos genios subte-
rráneos, según acostumbraba a hacer en tales ocasio-
nes. Los brazos semivegetales se tendieron ahora hacia
Adompha con sus manos humanas, como en ademán
de súplica. El rey sintió que su viejo interés en la
horticultura de Dwerulas se reavivaba, una extraña
excitación se despertó en él ante la mezcla de lo bello
y lo grotesco en la planta injertada. Al mismo tiempo
su carne volvió a vivir los sutiles ardores de noches
pasadas..., porque las manos estaban cargadas de
recuerdos.

Se había olvidado por completo del cuerpo de
Thuloneah, que yacía cerca de él con los brazos
336 Zothique

mutilados. Despertado de sú ensoñación por el brusco
movimiento de Dwerulas, se volvió y vio al mago
inclinarse sobre la muchacha inconsciente, que no se
había movido durante el proceso de la operación. La
sangre todavía manaba de los muñones de sus
muñecas, formando charcos sobre la oscura tierra.
Dwerulas, con ese vigor innatural que envolvía todos
sus movimientos, cogió a la odalisca en sus nervudos
brazos y la subió con facilidad. Tenía el aire de un
trabajador que continúa una tarea interrumpida,
pero pareció vacilar antes de arrojarla al agujero que
le serviría de tumba. Allí, durante las estaciones
calentadas e iluminadas por el globo traído del
infierno, su cuerpo oculto, al pudrirse, alimentaría
las raíces de aquella planta anómala que tenía sus
propias manos como injertl ~. Parecía como si fuese
remiso a desprenderse de su voluptuosa carga.
Adompha, que le observaba con curiosidad, fue
consciente, como nunca lo había sido antes, de la
siniestra maldad~ de la lujuria que fluía del jorobado
cuerpo de Dwerulas y de su torcidas extremidades,
como un hedor todopoderoso.

Aunque él mismo había caído profundamente en
todo tipo de iniquidades, el rey sintió una vaga
repulsión. Dwerulas le recordaba un insecto horroro-
so que había sorprendido una vez dedicado a sus
vampíricas actividades. Recordó cómo había aplasta-
do al insecto con una piedra..., y al hacerlo concibió
una de esas inspiraciones atrevidas y repentinas.que
siempre le habían impulsado a una acción igualmente
brusca. Se dijo a sí mismo que no había venido al
jardín con aquella idea, pero la oportunidad era
demasiado urgente y perfecta para dejarla pasar. En
aquel momento, el mago le daba la espalda y sus
brazos estaban ocupados por su pesada y hermosa
carga. Agarrando el pico de hierro, Adompha lo dejó
caer sobre el pequeño y seco cráneo de Dwerulas con

El jardín de Adompha
337

una fuerza bastante considerable, heredada de ante-
pasados heroicos y piratas. El enano, sujetando a
Thuloneah, se derrumbó en la profunda fosa.

Preparando el pico por si fuese necesario un
segundo golpe, el rey esperó, pero no hubo ningún
sonido ni movimiento provenientes de la tumba.
Sintió cierta sorpresa de haber vencido con tanta
facilidad al formidable mago, de cuyos poderes
sobrehumanos estaba casi convencido, y una cierta
sorpresa también ante su propia temeridad. Después,
tranquilizado por su triunfo, el rey pensó que podría
intentar un experimento propio, puesto que creía
haber adquirido gran parte de la habilidad y conoci-
mientos de Dwerulas por medio de la observación. La
cabeza de Dwerulas formaría una adición apropiada y
única en una de las plantas del jardín. Sin embargo.
después de echar un vistazo al interior de la fosa, sé
vio obligado a abandonar la idea, porque vio que
había golpeado demasiado bien y reducido la cabeza
del hechicero a un estado en el que sería inútil para
su experimento, puesto que tales injertos requerían
una cierta integridad de la cabeza o miembro hu-
mano.

Reflexionando, no sin disgusto, en la inesperada
fragilidad de los cráneos de los hechiceros, que se
dejaban aplastar con tanta facilidad como las cásca-
ras de los huevos, Adompha comenzó a rellenar la
fosa con arcilla. El cuerpo de Dwerulas y la acurru-
cada forma de Thuloneah bajo él fueron pronto
cubiertos por los blandos y frágiles terrones, mientras
compartían una misma inmovilidad. El rey, que
había llegado a temer a Dwerulas en el fondo de su
corazón, fue consciente de un profundo alivio cuando
pisoteó la tumba fuertemente y la igualó con el suelo
que la rodeaba. Se dijo a sí mismo que había hecho
bien, porque los conocimientos del mago habían
llegado a incluir últimamente demasiados secretos
regios, y un poder como el suyo, fuese natural o
proveniente de regiones ocultas, nunca era comple-
tamente compartible con el seguro dominio y el
prolongado imperio de los reyes.

En la corte del rey Adompha y en la marítima
ciudad de Loithé, la desaparición de Dwerulas se
convirtió en motivo de mucha especulación, pero poca
investigación. Las opiniones sobre si era al rey
Adompha o al demonio Thasaidón a quien había que
estar agradecido por una desaparición tan saludable
estaban divididas y, en consecuencia, tanto el rey de
Sotar como el señor de los siete infiernos fueron más
temidos y respetados que antes. Sólo los más indo-
mables entre los hombres y los demonios podían
soportar a Dwerulas, del que se decía que había
vivido durante todo un milenio sirl dormir ni una sola
noche, llenando todas sus horas con iniquidades y
hechicerías de una negrura subtartárea.

Después de la inhumación de Dwerulas, un vago
sentimiento de miedo y terror, que no podía explicar-
se por completo, había impedido al rey visitar el
cerrado jardín. Sonriendo impasiblemente ante los
salvajes rumores de la corte, continuó su búsqueda de
nuevos placeres y sensaciones extrañas y violentas.
Sin embargo, en esto tuvo poco éxito, pues parecía
como si todos los senderos, incluso los más extrava-
gantes y tortuosos, condujesen únicamente a los
ocultos precipicios del aburrimiento. Apartándose de
extraños amores y crueldades, de extravagantes pom-
pas y enloquecedoras músicas, de los afrodisiacos
aromas de flores traídas de muy lejos, de los pechos,
extrañamente formados, de muchachas exóticas, re-
cordó con un nuevo deseo aquellas formas florales
semianimadas que Dwerulas había dotado con los
más provocativos encantos de las mujeres.

Así pues, una noche, en la hora media entre la
llegada de la luna y la del sol, cuando todo el palacio
y la ciudad de Loithé estaban sumergidos en un ebrio
sopor, el rey abandonó a su concubina y se dirigió al
jardín que era ahora secreto para todos los hombres,
excepto para él mismo.

En contestación al silbido de cobra, que era lo
unico que podía activar su astuto mecanismo, la
puerta se abrió ante Adompha y se cerró detrás de él.
Cuando aún se estaba cerrando, se dio cuenta de que
un cambio singular había sobrevenido en el jardín
durante su ausencia. El misterioso globo colgado en
medio del aire ardía con una luz más sangrienta, con
la radiación más tórrida, como si estuviese avivado
por airados demonios; las plantas, que habían crecido
excesivamente en altura y estaban recubiertas y
camufladas por un follaje más espeso que el que
habían ostentado anteriormente, permanecían inmó-
viles en una atmósfera que era como el caliente
aliento de algún rojo infierno.

Adompha vaciló, dudoso del significado de aque-
llos cambios. Se acordó de Dwerulas por un momen-
to, recordando ciertos prodigios inexplicables y haza-
ñas nigrománticas conseguidas por el mago..., y se
estremeció ligeramente. Pero había matado a Dweru-
las, enterrándolo con sus propias y reales manos. El
creciente calor y brillantez del globo, el excesivo
crecimiento del jardín, se debían sin duda a algún
proceso natural incontrolado.

Presa de una fuerte curiosidad, el rey inhaló el
sofocante perfume que llegó asaltando su olfato. La
luz deslumbraba sus ojos. llenándole con extraños y
nunca vistos colores; el color le golpeaba como
saliendo del solsticio de un verano infernal. Creyó oír
voces, al principio casi inaudibles, pero subiendo
hasta convertirse en un murmullo semiarticulado que
le sedujo con una dulzura extraterrestre. Al mismo
tiempo, pareció contemplar, entre la vegetación in-
móvil y en rápidas ojeadas, los miembros medio
340 Zothique

velados de unas bailarinas, miembros que no pudo
identificar como ninguno de los injertos hechos por
Dwerulas.

Atraído por el encanto del misterio y presa de una
vaga intoxicación, el rey se adentró en el laberinto
proveniente del infierno. Cuando se acercó, las plan-
tas retrocedieron suavemente y se apartaron a ambos
lados para permitirle el paso. Como en una mascara-
da arbórea, parecían ocultar sus injertos humanos
tras el manto de su reciente follaje. Después, cerrán-
dose tras Adompha, arrojaron su disfraz, revelando
fusiones más extrañas y anómalas que las que él
recordaba. Cambiaban a su alrededor de instante en
instante como formas de delirio, de forma que nunca
estaba completamente seguro de qué parte de su
apariencia era árbol y flor y cu~l mu~er y hombre. El
balanceo de un follaje convulso y las contorsiones de
cuerpos y extremidades rebeldes se turnaban. Des-
pués, por alguna transición imposible de distinguir,
pareció como si ya no estuviesen afianzados en el
suelo, sino que se movían a su alrededor sobre pies
fantásticos y vagos, formando círculos cada vez más
grandes, como los bailarines de algún amenazador
festival.

Una vez y otra Adompha recorrió las formas que
eran a la vez florales y humanas, hasta que la
vertiginosa locura de su movimiento provocó un
vértigo semejante en su cerebro. Oyó el rumor de un
bosque azotado por la tormenta, junto con el clamor
de unas voces familiares que le llamaban por su
nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y
pedían, miles de voces de guerreros, consejeros,
esclavos, cortesanos, castrados o amantes. Por enci-
ma de todas, el sanguíneo globo resplandecía con una
refulgencia cada vez más maligna y siniestra, con un
ardor casi más insoportable. Era como si toda la vida
del jardín girase, se elevase y llamease estática-

El jardín de Adompha 341

mente hasta llegar a alguna culminación infernal.
El rey Adompha había perdido todo recuerdo de
Dwerulas y su oscura magia. En sus sentidos ardía el
mismo ardor de la esfera salida del infierno y parecía
compartir el movimiento y éxtasis delirante de aque-
llas oscuras formas que le rodeaban. Por su sangre
subió un líquido enloquecedor, ante él revolotearon
las vagas imágenes de placeres que nunca había
conocido ni sospechado, placeres en los que traspa-
saría con mucho los límites impuestos a las sensacio-
nes de los mortales.

Entonces, entre aquella fantasmagoría que se arre-
molinaba, oyó el chirrido de una voz tan dura como
los goznes herrumbrosos de la cubierta de un sarcó-
fago. No pudo comprender las palabras, pero, como
si hubiese sido pronunciado algún conjuro ordenando
la inmovilidad, todo el jardín adquirió instantánea-
mente un aspecto tranquilo y silencioso. El rey se
quedó completamente estupefacto, ¡porque la voz
había sido la de Dwerulas! Miró a su alrededor
salvaJemente, asombrado y confuso, viendo única-
mente las inmóviles plantas con su manto de profuso
follaje. Ante él sobresalía una que consiguió recono-
cer como el dedaim, aunque su tronco en forma de
bulbo y sus ramas alargadas habían emitido una
enmarañada masa de filamentos oscuros, parecidos a
cabellos.

Muy lenta y suavemente, las dos ramas superiores
del dedaim descendieron hasta que sus puntas estu-
vieron al mismo nivel del rostro de Adompha. Las
esbeltas y alargadas manos de Thuloneah emergieron
de su follaje y comenzaron a acariciar las mejillas del
rey, con aquella habilidad amatoria que todavía
recordaba. En el mismo momento, vio que la espesa
maraña de cabellos sobre el ancho y llano extremo del
tronco del dedaim se separaba y, como saliendo de
unos hombros jorobados, la pequeña y reseca cabeza
de Dwerulas se elevó hasta encontrarse a su altura...
Mientras contemplaba con un vacío horror el
cráneo aplastado y cubierto por coágulos de sangre,
los rasgos resecos y ennegrecidos como por siglos, los
ojos que resplandecían en oscuras fosas como brasas
sobre las que soplasen los demonios, Adompha tuvo
la confusa impresión de que una muchedumbre se
lanzaba sobre él desde todas partes. En aquel jardín
de enloquecidas fusiones y transmutaciones mágicas
no había ya ningún árbol. A su alrededor, en el
ardiente aire, nadaban rostros que recordaba dema-
siado bien, rostros contorsionados ahora por una
maligna rabia y un mortal deseo de venganza. Por
una ironía que sólo Dwerulas hubiese podido conce-
bir, los suaves dedos de Thuloneah continuaron
acariciándole, mientras senií~ los tirones de innume-
rables manos que convertían sus vestiduras en hara-
pos y desgarraban su carne con las uñas.

EL VIAJE DEL REY
EUVORAN

La corona de los reyes de Ustaim estaba fabricada
únicamente con los materiales más singulares que
pudieron ser encontrados. El oro de su círculo,
mágicamente esculpido, fue extraido de un gigantesco
meteoro que había caído en la meridional isla de
Cyntrom, sacudiendo la isla de costa a costa con un
desastroso terremoto; este oro era más duro y brillan-
te que ningún otro proveniente de la tierra y su color
pasaba del rojo de una llama al amarillo de las lunas
jóvenes. Llevaba engarzadas trece piedras preciosas,
cada una de las cuales era única y sin igual, ni
siquiera en la fábula. Estas joyas eran una maravilla
de contemplar, haciendo brillar el círculo con extra-
ños e inquietos fuegos y con fulguraciones tan terri-
bles como los ojos del basilisco. Pero más maravilloso
que todo lo demás era el pájaro gazolba disecado que
formaba la superestructura de la corona, que se
agarraba al círculo con sus aceradas garras por
encima del entrecejo del que la llevaba y se erguía
majestuosamente con su resplandeciente plumaje ver-
de, violeta y bermellón. Su pico era del tono del
bronce bruñido, sus ojos eran como pequeños grana-
tes negros en órbitas de plata; siete diminutas plumas
que parecían de encaje surgían de su cabeza tan
negra como el ébano y una blanca cola caía en
abanico extendido como los rayos de algún blanco sol
344 Zothique

más allá del círculo. Según los marineros que le
habían matado en una isla casi legendaria más allá de
Sotar, muy al este de Zothique, el gazolba era el
último de su especie. Durante nueve generaciones
había rematado la corona de Ustaim y los reyes le
consideraban como el sagrado emblema de sus fortu-
nas y un talismán inseparable de su realeza, cuya
pérdida sería seguida por un terrible desastre.

Euvorán, el hijo de Karpoom, era el noveno que
llevaba la corona. Después de la muerte de Karpoom

debida a una indigestión de angulas rellenas y huevos
de salamandra en gelatina, la había llevado soberbia
y magníficamente, durante dos años y diez meses. En
todas las ocasiones oficiales, recepciones y concesio-
nes diarias de audiencias públicas y de administra-
ción de justicia, había agraciado ia frente del joven
rey, confiriéndole una grave majestad a los ojos de los
que le contemplaban. Además, había servido para
ocultar el lamentable desarrollo de una temprana
calvicie .

Sucedió, a finales del otoño del tercer año de su
reinado, que el rey Euvorán se levantó de un suculen-
to desayuno de doce platos y doce vinos y se dirigió,
según era su costumbre, al salón de justicia, que
ocupaba todo un ala de su palacio en la ciudad de
Aramoam, que, construida en mármol de varios
colores, contemplaba desde las colinas cubiertas por
palmeras el arrugado azul del océano Oriental.

Muy bien fortificado por su desayuno, Euvorán se
sentía dispuesto para desenredar la más complicada
madeja de la legalidad y el crimen y estaba asimismo
dispuesto a determinar un rápido castigo para todos
los malhechores. A su lado, a la derecha de su trono
de marfil, esculpido en forma de kraken, permanecía
un verdugo apoyado sobre una gigantesca maza de
cabeza de plomo que había sido templada hasta
obtener la dureza del hierro. Con esta maza, muy a

El viaje del rey Euvorán 345

menudo fueron rotos instantáneamente los huesos de
los ofensores más flagrantes, o sus cerebros habían
sido esparcidos en presencia del rey sobre un suelo
que estaba cubierto por arena negra. Y al lado
izquierdo del trono, un torturador profesional se
ocupa continuamente con los tornillos y poleas de
ciertos terribles instrumentos de tortura, como para
avisar de su destino a todos los que cometiesen alguna
fechoría. Las roscas de aquellos tornillos y los tenso-
res de aquellas poleas no siempre estaban ociosos y los
hechos metálicos de las máquinas no siempre estaban
vacíos .

Ahora bien, aquella mañana los policías de la
ciudad llevaron ante el rey Euvorán sólo unos cuantos
ladronzuelos y sospechosos de vagabundear y no
había casos de feloma tales que hubiesen hecho
necesario el descenso de la maza o la utilización de
los instrumentos de tortura. Así pues, el rey, que
había estado esperando una sesión placentera, se
sintió defraudado y desilusionado e interrogó con
mucha severidad a los pequeños culpables que esta-
ban ante él, intentando extraer de cada uno, por
turnos, una admisión de algún crimen más grave que
aquel de que se les acusaba. Pero parecía que los
ladrones eran inocentes de todo lo que no fuera robar
y los vagabundos no eran culpables de nada peor que
v~g~bundear, y Euvorán comenzó a pensar que la
mañana no ofrecería demasiado entretenimiento.
Porque, legalmente, los azotes eran el castigo más
pesado que podía imponer a aquellos delincuentes de
poca monta.

--¡Llevaos de aquí a estos bribones! --gritó a los
oficiales mientras su corona temblaba con la indigna-
ción y el alto pájaro gazolba parecía asentir e
inclinarse--. Sacadlos de aquí porque ensucian mi
presencia. Dadles a cada uno cien azotes con la dura
madera del sauce sobre las plantas desnudas de los
pies, sin ol~idarse de los talones. Después expulsadlos
de Aramoam hacia los terrenos donde viven los
exiliados y pinchadlos con tridentes de hierro al rojo
ViVO Si se demoran cuando se arrastren hacia allí.

Entonces, y antes de que los oficiales pudiesen
obedecerle, entraron en el salón de justicia dos
policías rezagados arrastrando entre ellos a un indivi-
duo peculiar y muy estrafalario, con los ganchos de
largo mango y muchas puntas que se usaban en
Aramoam para la captura de malhechores y sospecho-
sos. Y aunque los ganchos estaban aparentemen-
te clavados no sólo en los sucios harapos con los
que iba vestido. sino también en su carne, el prisio-
nero saltaba constantemente como si fuese una cabra
y sus captores se veían obligados a seguirle en
estas vivaces y poco dignas cabriolas, de forma que
los tres ofrecían un aspecto de saltimbanquis. El
increíble personaje se detuvo ante Euvorán con una
evolución final en la que los oficiales fueron arras-
trados por el aire como las colas de un cometa.
El rey lo contemplaba asombrado y no le causó buena
impresión la singular agilidad con que aterrizó sobre
el suelo, alterando el apenas recobrado equilibro de
los policías, que cayeron cuan largos eran sobre el
suelo ante el rey.

--¡Eh! ¿Qué tenemos aquí ahora?--dijo el rey con
voz amenazadora.

--Señor, es otro vagabundo--replicaron los oficia-
les sin aliento, cuando hubieron recobrado una pos-
tura inclinada más respetuosa--. Hubiese atravesado
Aramoam por la avenida principal de la forma que
acabáis de contemplar. sin detenerse y sin tan siquie-
ra disminuir la altitud de sus saltos, si no lo
hubiésemos detenido.

--Tal conducta es altamente sospechosa --dijo
Euvorán lleno de esperanza--. Prisionero, declara tu
nombre, natividad y ocupación, y los infames críme-
nes de que sin duda alguna era culpable.

El cautivo, que era bizco, parecía contemplar a
Euvorán, al macero real y al torturador y sus instru-
mentos todos de una simple mirada. Era feo hasta un
grado extravagante, su nariz, orejas y demás rasgos
poseían una movilidad innatural y continuamente
hacía muecas, de forma que su sucia barba se agitaba
y enroscaba como las algas en un pozo hirviendo.

--Tengo muchos nombres--replicó con voz inso-
lente cuyo tono era particularmente desagradable
para Euvorán, haciéndole doler los dientes como
cuando se escucha el rechinar del metal sobre el
vidrio--. En cuanto a mi natividad y ocupación,
saberlos, oh, rey no te servirá de mucho.

--Por Sirrah, que eres mal hablado. Contesta o
serán lenguas de hierro al rojo las que te interrogarán
--rugió Euvorán.

--Sabe pues que soy un nigromante y nací en ese
reino donde las auroras y el ocaso vienen al mismo
tiempo y la luna es tan brillante como el sol.

--¡Vaya! ¡Un nigromante!--resopló el rey--. ¿No
sabes que la magia es una ofensa capital en Ustaim?
En verdad, que encontraremos medios para disuadirte
de la práctica de tales infamias.

A una señal de Euvorán, los oficiales arrastraron a
su cautivo hacia los instrumentos de tortura. Para
gran sorpresa suya, en vista de su primitiva movilidad
permitió que lo encadenasen en posición supina sobre
la cama de hierro que producía un considerable
alargamiento de las extremidades de sus ocupantes.
El oficial ingeniero de aquellos milagros comenzó a
hacer funcionar las palancas y la cama se alargó poco
a poco, con un seco chirrido, hasta que pareció que
las articulaciones del prisionero se descoyuntarían. Su
estatura fue aumentando de pulgada en pulgada, y
aunque después de cierto tiempo había ganado más
de medio cúbito a causa de la extensión, no pareció
experimentar ninguna incomodidad; para estupefac-
ción de todos los presentes, se hizo evidente que la
elasticidad de sus brazos, piernas y cuerpo estaba más
allá de la extensibilidad del propio potro, que ya había
llegado a su último límite.

Al ver este prodigio todos quedaron en silencio y
Euvorán se levantó de su asiento y se acercó al potro,
como dudando de sus propios ojos, que testificaban
una cosa tan anormal. El prisionero le dijo:

--Sería mejor que me liberaras, oh rey Euvorán.

--¿Eso dices? --gritó el rey lleno de ira--. Sin
embargo, ésa no es la forma como tratamos a los
felones en Ustaim.

E hizo un gesto privado al verdugo, que se acercó
rápidamente, levantando su masiva maza de cabeza
de plomo.

--Caiga sobre tu propia cabeza--dijo el mago, y se
levantó instantáneamente del lecho de hierro, rom-
piendo las ligaduras que le sujetaban como si hubie-
sen sido cadenas de hierba. Después, irguiéndose con
la terrible altura que las vueltas del potro le había
dado, señaló con su largo dedo índice, oscuro v seco
como el de una momia, la corona del rey; simultá-
neamente, pronunció una palabra extraña, estridente
y horrible como el gemido de las aves migratorias que
pasan la noche dirigiéndose hacia costas desconoci-
das. Y como en respuesta a aquella palabra, sobre la
cabeza de Euvorán se oyó el fuerte y brusco aletear de
unas alas; el rey sintió cómo su frente era aligerada
del benéfico y acostumbrado peso de la corona. Una
sombra cayó sobre él y vio, y todos los presentes, al
pájaro gazolba disecado en el aire, aquel mismo que
había sido muerto hacía más de doscientos años por
unos marineros en una isla remota. Las alas del
pájaro, un esplendor viviente, estaban extendidas
como para volar y todavía llevaba en sus garras de
acero el extraño círculo de la corona. Se mantu~'° un
rato revoloteando sobre el trono, mientras el reY l°
contemplaba con un espanto y una consternaciOn sm
palabras. Después, con un chasquido metálic°~ su
blanca cola se desplegó como los rayos de u~ sol
volador, voló velozmente por las puertas abiertas Y
salió de Aramoam en la luz de la mañana, diri~
dose hacia el mar.

Detrás salió el nigromante con grandes boteS Y
saltos como los de una cabra y nadie intentó delener-
le. Pero los que le vieron partir de la ciudad ;IlJaban
que fue hacia el norte, siguiendo la línea del 0eéan°~
mientras que el pájaro voló directamente ha~a el
este, como dirigiéndose hacia la isla medio fabUIosa
donde había nacido. A partir de entonces, el ~igro-
mante no volvió a ser visto en Ustaim, como si de un
solo salto se hubiese marchado a otros reinos. pero la
tripulación de una galera mercante de Sotar que llegó
después a Aramoam, contó que el pájaro g3Z°'lba
había pasado por encima de ellos a media m~ana~
una gloria de varios colores volando continuaf~ente
hacia las fuentes de la primavera del día. Y dijer°n
que la corona de oro de color variable, con sus trece
gemas sin igual, estaba todavía en las garr~5 del
pájaro. Aunque durante largo tiempo habían traflcad°
en los archipiélagos maravillosos viendo muchoS pro-
digios, consideraban éste como un portento rar° Y sm
precedentes.

El rey Euvorán, tan extrañamente despojad° de
aquel avícola adorno y con su calvicie ruda~nente
expuesta a la mirada de ladrones y vagabundoS en el
salón de justicia, era como alguien a quien los dl~oses
han enviado un golpe repentino. Si el sol se h~blese
vuelto negro en el cielo, o las murallas de su ~alaclo
se hubiesen derrumbado sobre él, su pena babrla
sido apenas mayor. Porque le parecía que su fealeZa
había volado con aquella corona que era el ertlblema
3~,0 Zoth¿que

y el talismán de sus padres. Además, la cosa era
totalmente contra naturaleza y las leyes de dioses y
hombres eran conculcadas al mismo tiempo, porque
nunca anteriormente, en la historia o en la leyenda,
había escapado un pájaro muerto del reino de Us-
taim.

Indudablemente, la pérdida era una calamidad
horrible, y Euvorán, habiéndose puesto un volumino-
so turbante de brocado púrpura, tomó consejo con
sus ministros más sabios en relación al dilema de
estado que había surgido de aquella forma. Los
ministros no se sentían menos preocupados y perple-
jos que el rey, porque el pájaro y el círculo eran
irreemplazables. Mientras tanto, el rumor de esta
desgracia se había esparcido por Ustaim y el país se
llenó de dudas y confusión iamentables, y algunos
comenzaron a murmurar a escondidas de Euvorán,
diciendo que nadie podía ser el legítimo gobernante
de aquel país sin la corona del gazolba.

Entonces, y como era costumbre de los reyes en
tiempos de exigencia nacional, Euvorán se encaminó
al templo donde habitaba el dios Geol, que era un dios
terrestre y la principal deidad de Aramoam. Solo, con
la cabeza descubierta y descalzo según estaba orde-
nado por la ley de la jerarquía, entró en el oscuro
adytum donde la imagen de Geol, con una gran
barriga y hecha en cerámica del color de la tierra, se
recostaba eternamente sobre su espalda y contempla-
ba las partículas de un estrecho rayo de luz solar que
penetraba por una ranura en la pared. Y cayendo
sobre el polvo que se había reunido con los siglos
alrededor del ídolo, el rey rindió homenaje a Geol y le
imploró un orácuio que le iluminase y le guiase en su
necesidad. Tras una pausa, del vientre del dios salió
una voz, como si un estruendo subterráneo se hubiese
articulado, y dijo al rey Euvorán:

--Vete a buscar al gazolba en aquellas islas que se

El viaje del rey Euvorán

351

encuentran bajo el sol oriental. Allí, oh rey, en las
lejanas costas de la aurora, verás de nuevo al pájaro
viviente que es el símbolo y la fortuna de tu dinastía,
y allí, con tu propia mano, matarás al pájaro.

Euvorán se sintió muy consolado por este oráculo,
puesto que las enseñanzas del dios eran consideradas
como infalibles. Y le pareció que el oráculo implicaba
en términos claros que recobraría la corona perdida
de Ustaim, que tenía al reanimado pájaro como
superestructura. Así pues, volviendo al palacio real,
envió a buscar a los capitanes de sus mejores naves de
guerra, que estaban ancladas en el tranquilo puerto
de Aramoam, y les ordenó hacer inmediatamente
provisiones para un largo viaje hacia el este, hacia los
archipiélagos de la mañana.

Cuando todo estuvo listo, el rey Euvorán subió a
borde del buque insignia de la fiota, que era una
impresionante cuatrirreme con remos de maderas
preciosas y velas de ricas telas fuertemente tejidas y
teñidas de un escarlata amarillento y con un largo
estandarte en el mástil mayor, que mostraba al
gazolba con sus colores naturales sobre un campo de
azul cobalto. Los remeros y marineros de la cuatri-
rreme eran poderosos negros del norte y los soldados
que la tripulaban eran fieros mercenarios de Xylac, al
oeste, y el rey tomó con él a bordo a varias de sus
con~ubinas, bufones y otros servidores, además de
una amplia reserva de licores y viandas singulares, de
forma que no le pudiese faltar nada durante el viaje.
Acordándose de la profecía de Geol, el rey se armó
con una ballesta y un carcaj lleno de fiechas con
plumas de loro y también llevó una honda de piel de
león y una cerbatana de bambú negro que descargaba
diminutos dardos envenenados.

Parecía que los dioses favorecían el viaje, porque la
mañana de su partida sopló con fuerza el viento del
oeste, y la flota, que contaba con quince navíos, fue
empujada, con las velas hinchadas, hacia el sol que
salía del mar. Los clamores y gritos de despedida del
pueblo de Euvorán sobre los muelles pronto fueron
acallados por la distancia, y las casas de marmol de
Aramoam, sobre sus cuatro colinas cubiertas de pal-
meras, fueron ahogadas en aquel blanco azulina
disolviéndose rápidamente que era la línea de la costa
de Ustaim. A partir de entonces, y por muchos días,
las proas de madera de hierro de las galeras hendie-
ron un mar de color índigo suavemente revuelto que
se extendía ininterrumpidamente por todos lados bajo
un cielo sin nubes azul oscuro.

Confiando en el oráculo de Geol, aquel dios terres-
tre que nunca había abandonado a su padres, el rey
se divertía según era su costumbre, y reclinándose
bajo un dosel color azafrán en ;a popa de la
cuatrirreme, paladeaba en una copa de esmeralda
los vinos y licores que habían estado en las bodegas
de su palacio, almacenando el color de soles antiguos
y más ardientes donde había caído ya la negra
escarcha del olvido. Y se reía con las tonterías de sus
bufones, de inagotables chistes antiguos que habían
provocado la risa de otros reyes en los continentes
antiguos perdidos en el mar. Y sus mujeres le
divertían con obscenidades que eran más antiguas
que Roma o Atlantis. Y siempre conservaba a mano,
al lado de su lecho, las armas con las que esperaba
cazar y volver a matar al gazolba, según el oráculo de
Geol.

Los vientos fueron constantes y favorables y la flota
continuó su avance, con los grandes remeros negros
cantando alegremente a los remos, las suntuosas velas
golpeándose fuertemente con el viento, y los largos
gallardetes flotando al aire como llamas enhiestas.
Después de dos semanas llegaron a Sotar, cuyas bajas
costas cubiertas de casia y sagú formaban una
barrera de cien leguas de norte a sur en el mar, y se
detuvieron en Loithé, su principal puerto, para pre-
guntar por el gazolba. Se rumoreaba que el pájaro
había pasado sobre Sotar y varias personas les dijeron
que un habilidoso hechicero de aquella isla, llamado
Iflibos, lo había atraído gracias a su magia, ence-
rrándolo en una jaula de sándalo. Así pues, el rey
desembarcó en Loithé, considerando que quizá su
búsqueda se acercase a su fin, y con algunos de sus
capitanes y soldados se dirigió a visitar a Iflibos, que
vivía en un valle apartado entre las montañas centra-
les de la isla.

Fue un viaje tedioso y Euvorán se sintió muy
disgustado por los gigantescos y viciosos gusanos de
Sotar, que no respetaban la realeza y estaban siempre
insinuándose bajo su turbante. Cuando, después de
algún retraso y divagaciones por la espesa jungla,
llegó a la casa de Iflibos en un alto y peligroso
acantilado, vio que el pájaro era simplemente uno de
los buitres de brillante plumaje nativos de aquella
región, que Iflibos había domesticado para su propia
diversión. Por tanto, el rey volvió a Loithé, después de
declinar algo rudamente la invitación del hechicero,
que quería mostrarle las poco corrientes hazañas de
caza para las que había entrenado al buitre. Y en
Loithé el rey no se detuvo más que lo necesario para
cargar a bordo cincuenta jarros del soberano aguar-
diente en que Sotar sobrepasaba a todas las otras
islas orientales. Después, costeando los acantilados
y promontorios meridionales, donde el sol se hincha-
ba prodigiosamente en cavernas de millas de profun-
didad, las naves de Euvorán salieron de Sotar y
llegaron, tras muchos días, a la pocas veces visitada
isla de Tosk, cuyos habitantes se parecían más a
gorilas y chimpancés que a los hombres. Euvorán
preguntó si sabían algo del gazolba, re-:ibiendo como
respuesta únicamente un castañeteo semejante al de
los monos. Por tanto, el rey ordenó a sus soldados
que capturasen a varios de aquellos salvajes isleños y
les crucificasen sobre las palmeras cocoteras por su
falta de civismo. Los soldados persiguieron todo el día
a los ágiles habitantes del lugar entre los árboles y las
piedras, que abundaban en la isla, pero sin capturar
ni siquiera a uno de ellos. El rey se contentó con
crucificar a varios de sus soldados por su fallo en
cumplir aquella orden y navegó hasta llegar a los siete
atolones de Yumatot, cuyos habitantes eran en su
mayor parte caníbales. Más allá de Yumatot, que era
el límite usual de los viajes de Ustaim por el oriente,
los navíos entraron al mar Ilozio y comenzaron a
encontrar costas en parte míticas e islas sólo conoci-
das por los cuentos.

Sería tedioso relatar las particularidades completas
de aquel viaje en el que Euvoran y sus capitanes
fueron siempre hacia el punto donde nace la aurora.
Las extrañas maravillas que encontraron en los archi-
piélagos detrás de Yumatot fueron diversas e innu-
merables, pero en ningún lugar pudieron hallar una
sola pluma como la que había formado parte del
plumaje del gazolba y la extraña gente que poblaba
aquellas islas no había visto nunca al pájaro.

Sin embargo, el rey vio muchas bandadas de aves
de alas ardientes y desconocidas que pasaban sobre
sus galeras en medio del mar, yendo de un islote a
otro. Desembarcando a menudo, practicó su arquería
sobre periquitos y pájaros lira, o mató a las doradas
cacatúas con su cerbatana. Cazó al dido y al dinornis
en costas que por otra parte estaban despobladas.
Una vez, en un mar poblado de rocas desnudas que
salían a la superficie. Ia flota fue asaltada por
poderosos grifos que se lanzaron desde sus nidos
construidos en los acantilados y cuyas alas brillaban
como si las plumas fuesen de bronce bajo el sol
meridiano y había un fuerte tintineo como de escudos
sacudidos en la batalla. Los grifos, que eran al mismo
tiempo feroces y pertinaces, fueron alejados con
mucha dificultad por rocas lanzadas de las catapultas
de los navíos.

Mientras las naves continuaban avanzando hacia el
este, por todas partes había multitud de aves. Pero al
atardecer de un día en el cuarto mes después de su
partida de Aramoam, las naves se acercaron a una
isla sin nombre que sobresalía a una milla de altura
con acantilados de desnudo y negro basalto, a cuyo
alrededor el mar gritaba con ahogada rabia y en
cuyos precipicios no se veían alas ni se oían voces de
pájaros. La isla estaba coronada por engarfiados
cipreses que podrían haber crecido en un cementerio
azotado por el viento y absorbía lúgubremente el
atardecer, como si se empapase con un cuajarón de
sangre oscureciéndose. En la parte más alta de los
acantilados había extrañas cuevas con columnas pa-
recidas a las morada de olvidados trogloditas, pero
aparentemente inaccesibles para los hombres, y según
todas las apariencias, las cuevas no estaban ocupadas
por ningún tipo de vida, aunque agujereaban la faz
de la isla durante leguas. Euvorán ordenó que sus
capitanes soltaran el ancla, con la intención de buscar
un lugar para desembarcar la mañana siguiente,
puesto que en su ansiedad para volver a encontrar al
gazolba no dejaría pasar ninguna isla del océano de la
aurora, ni siquiera la menos probable, sin el debido
rastreo y examen.

La oscuridad cayó rápidamente y no había luna, de
forma que las naves, que estaban muy cerca unas de
otras, sólo eran visibles por sus linternas. Euvorán se
sentó en su camarote y se dispuso a cenar, sorbiendo
el dorado aguardiente de Sotar entre bocados de
mermelada de mango y carne de fenicóptero. Excepto
por una pequeña guardia en cada nave, los marineros
y soldados estaban todos cenando y los remeros
comían sus higos y lentejas en sus bancos. Entonces,
356 Zothique

un salvaje grito de alarma salió de todos los vigías, el
grito cesó en un instante y todas las enormes embar-
caciones se movieron y tambalearon sobre el agua
como si se hubiera posado sobre ellas un peso
monstruoso. Nadie sabía qué sucedía, pero por todas
partes imperaba el desconcierto y la confusión, di-
ciendo algunos que la flota era atacada por piratas.
Aquellos que miraban por las escotillas y agujeros de
los remos vieron que los faroles de sus vecinos habían
sido apagados y percibieron en la oscuridad un bullir
y revolotear como formado por nubes bajas, viendo
que pestilentes criaturas negras, del tamaño de un
hombre y con alas como los vampiros, trepaban en
miríadas por las filas de remos. Aquellos que se
atrevieron a acercarse a las escotillas abiertas vieron
que las cubiertas, los aparejos y los mástiles estaban
cubiertos por aquellas criaturas, que al parecer tenían
hábitos nocturnos y habían bajado a manera de
murciélagos de sus cuevas en la isla.

Después, como cosas de pesadilla, los monstruos
comenzaron a invadir las escotillas y asaltar los
puentes, clavando sus infernales garras en los hom-
bres que se les opusieron. Al causarles gran impedi-
mento sus alas, se les podía rechazar con lanzas y
flechas, pero volvían una y otra vez formando una
espesa turba innumerable, piando con un sonido
débil y parecido al de los murciélagos. Era claro que
eran vampiros, porque en cuanto conseguían arras-
trar a un hombre al suelo, tantos como podían
conseguir un bocado se fijaban a él y sin descanso le
chupaban la sangre hasta que quedaba poco más que
un puñado de huesos. Las cubiertas superiores, que
estaban medio abiertas al cielo, se vieron rápidamen-
te perdidas y sus tripulaciones fueron vencidas por un
odioso enjambre; los remeros gritaron desde sus
cubiertas que el agua del mar estaba entrando por los
agujeros de sus remos, al hundirse más profunda-
El viaje del rey Euvorán

mente las naves debido al peso, constantemente en
aumento.

Los hombres de Euvorán lucharon durante toda la
noche en las compuertas y las escotillas contra los
vampiros, turnándose cuando se cansaban. Muchos
de ellos fueron capturados y su sangre sorbida ante
los ojos de sus comp~ñeros, en el transcurso de
aquella noche, y parecía que los vampiros no serían
muertos con armas mortales, aunque la sangre que
habían chupado salía en tumultuosos surcos de sus
cuerpos heridos. Y se arracimaron todavía más sobre
la flota, hasta que las birremes comenzaron a hun-
dirse y los remeros se ahogaron en las sumergidas
cubiertas inferiores de ciertas trirremes y cuatrirre-
mes.

El rey Euvorán estaba furioso ante este inesperado
escándalo que había interrumpido su cena, y cuando
el dorado aguardiente hubo sido derramado y las
fuentes de carnes extrañas estaban por los suelos a
causa del violento cabeceo de la embarcación, quiso
salir de su camarote completamente armado, para
hacer llegar a su fin a aquellos chillones malnacidos.
Pero en el instante que giraba la puerta del camarote
para abrirla por completo, se oyó un suave e infernal
chillido en las escotillas a sus espaldas y las mujeres
que se hallaban con él comenzaron a chillar y los
bufones a gritar llenos de terror. El rey vio, a la luz
de la lámpara, una cara horrible con los dientes y las
fosas nasales de un ratón que se metía por una de las
compuertas del camarote. Intentó rechazar aquel
rostro, y desde ese momento hasta el amanecer luchó
contra los vampiros con las mismas armas que había
traído para dar muerte al gazolba; el capitán del
barco, que estaba cenando con él, guardó la otra
escotilla con su espalda y las restantes fueron defen-
didas por dos de los eunucos del rey, armados con
cimitarras. En esta actividad se vieron favorecidos por
358 Zothique

la pequeñez de las escotillas, que, en cualquier caso,
apenas hubiesen permitido el libre paso de sus alados
asaltantes. Después de oscuras horas de tediosa y
horrible pelea, la oscuridad se adelgazó con la parda
luz del amanecer y los vampiros se elevaron de las
naves formando una negra nube y volvieron a sus
cuevas en los acantilados de una milla de altura de
aquella isla sin nombre.

Cuando Euvorán contempló los daños causados en
sus orgullosas naves de guerra, su corazón se llenó de
pesar, porque, de los quince navíos, siete se habían
hundido durante la noche, arrastrados al fondo e
inundados por aquellas colgantes hordas de obscenos
vampiros, y las cubiertas de las restantes estaban tan
ensangrentadas como si fuesen mataderos, con la
mitad de sus marineros, remeros y soidados yaciendo
secos y fláccidos como pellejos de vino vacíos después
del sediento ataque de los murciélagos gigantes. Las
velas y gallardetes estaban convertidos en harapos, y
por todas partes, desde la proa hasta la popa de las
galeras de Euvorán, se desprendía el nauseabundo olor
de su fetidez horrible. Por tanto, para que otra noche
no les encontrase de nuevo en la proximidad de
aquella isla maldita, el rey ordenó a los capitanes que
quedaban que levaran anclas, y las naves, con el agua
del mar lavando todavía sus cubiertas y algunas con
los remeros ahogados todavía en sus puestos en los
bancos inferiores, se dirigieron lenta y pesadamente
hacia el este, hasta que las horadadas paredes de la
isla comenzaron a hundirse detrás del océano. De
noche no se veía tierra por ninguna parte, y después
de dos días sin haber sido molestados más por los
vampiros llegaron a una isla de coral de superficie
muy baja y con una tranquila laguna en el centro que
era frecuentada únicamente por las aves marinas.
Allí, por primera vez, Euvorán se detuvo a reparar
sus destrozadas velas, a achicar el agua de sus
El viaje del rey Euvorán
359

escondrijos y a limpiar la sangre y la basura de sus
cubiertas.

Sin embargo, a pesar de este desastre, el rey no
abandonó en modo alguno su propósito de seguir
navegando hacia las fuentes del día hasta que, como
había predicho Geol, se encontrase de nuevo al
gazolba huido y lo matase con su propia y real mano.
Así pues, durante otra luna, pasaron entre otros
extraños archipiélagos y penetraron más profunda-
mente en regiones de mito y leyenda.

Valientemente, se adentraron en amaneceres de
amaranto cruzados por loros dorados y corrientes de
mediodía de un zafiro oscuro y ardiente, donde los
rosados flamencos pasaban en dirección de playas
perdidas e invioladas. Las estrellas cambiaron y, bajo
signos de extraña forma, oyeron el salvaje y melancó-
lico canto de los cisnes que volaban hacia el sur,
huyendo del invierno de regiones no descubiertas y
buscando el verano de mundos inexplorados. Y
hablaron con hombres fabulosos que llevaban como
mantos las alas de un fabuloso y bel]o pájaro roc,
extendiéndose por el suelo detrás de ellos y con
hombres que se adornaban con plumas de epyornis.
Y también hablaron con gente extraordinaria cuyos
cuerpos estaban cubiertos por una pelusa como la de
las aves recién empolladas y con otras cuya carne
estaba salpicada de algo que se parecía al plumón.
Pero en ningún lugar pudieron enterarse de nada
sobre el gazolba.

A principios del sexto mes del viaje, a media
mañana, una costa nueva y desconocida ascendió
durante muchas millas de la profunda curva, exten-
diéndose de noroeste a sudoeste con puertos resguar-
dados y acantilados y salientes picudos que se inter-
calaban con calas bajas y verdes. Mientras las galeras
se dirigían hacia allí, Euvorán y sus capitanes vieron
que sobre algunas de las prominencias más enhiestas
360 Zothique

estaban construidas torres, pero en el puerto, debajo,
no había ni embarcaciones ancladas, ni botes en
movimiento, y la costa del puerto era una espesura de
verdes árboles y hierba. Navegando más cerca y
entrando en el puerto, no vieron otro signo evidente
de hombres, aparte de las torres levantadas sobre el
acantilado.

Sin embargo, el lugar estaba lleno con un extraor-
dinario número y variedad de pájaros, que variaban
en tamaño desde pequeños paros y paserinos a
criaturas de mayor longitud de alas que el águila o el
cóndor. Describían círculos sobre los barcos en gru-
pos y grandes y abigarradas bandadas, pareciendo al
mismo tiempo curiosos y prudentes; Euvorán vio
algo que parecía un consejo alado tener lugar sobre
los bosques y alrededor de los acantilados y las torres.
Pensó que aquél era un lugar apropiado para rastrear
al gazolba y, prepárandose para la caza, fue a tierra
firme en un pequeño bote con varios de sus hombres.

Los pájaros, incluso los de mayor tamaño, eran
claramente tímidos e inofensivos, porque, cuando el
rey desembarcó en la playa, hasta los mismos árboles
parecieron huir, tan numerosas fueron las aves que se
lanzaron a volar tierra adentro, o que buscaron los
acantilados y agujas rocosas que se elevaban más allá
del tiro de los arcos. De la multitud visible poco antes
no quedaba nada y Euvorán se maravilló ante tal
astucia. Más aún, estaba algo exasperado porque no
deseaba partir sin llevarse un trofeo de su habilidad,
aunque no pudiese encontrar al gazolba. Y consideró
la actitud de los pájaros tanto más curi~ia a causa de
la soledad de la isla, porque aquí no había otro
sendero que el que podrían hacer los animales del
bosque, y tanto éstos como los prados estaban
completamente salvajes y sin cultivar y las torres
parecían igualmente desoladas con aves marinas y
terrestres entrando y saliendo por sus vacías ventanas.
El viaje del re~ Euwrán 361

El rey y sus hombres registraron los bosques
desiertos a lo largo del litoral y llegaron a una
empinada pendiente cubierta por arbustos y cedros
enanos, cuya parte más alta se acercaba por un lado
a la torre más alta. Aquí, en el fondo de la pendiente,
Euvorán vio un pequeño búho durmiendo en uno de
los cedros, totalmente inadvertido de la conmoción
causada por los otros pájaros al huir. Euvorán colocó
una flecha y derribó al búho, aunque ordinariamente
hubiese perdonado una presa tan miserable. Estaba a
punto de recoger el pájaro caído cuando uno de los
hombres que le acompañaban gritó alarmado. Des-
pués, volviendo la cabeza mientras se inclinaba bajo
el follaje del cedro, el rey vio una bandada de pájaros
colosales, mayores que ninguno de los otros que había
visto en la isla, que descendían desde la torre como
rayos al caer. Antes de que pudiese colocar otra
flecha en la honda, estaban sobre él, produciendo un
fuerte estruendo con el batir de sus poderosas alas y
derribándolo al suelo instantáneamente, de forma
que únicamente los percibía como una tormenta de
plumas revolviéndose terriblemente y un torbellino de
crueles picos y garras. Antes de que sus hombres
pudiesen acudir en su ayuda, uno de los pájaros fijó
sus gigantescas garras sobre la hombrera del manto
del rey, sin perdonar la carne bajo su horrible
apretón, y se lo llevó a la torre del acantilado tan
fácilmente como un halcón se hubiese llevado a un
pequeño lebrato. El rey estaba totalmente indefenso,
pues había soltado su ballesta ante el asalto de los
pájaros y su cerbatana se había desprendido del cinto
del que pendía y todas sus flechas y dardos habían
sido desparramadas por el suelo. No tenía arma
alguna, aparte de una aguda daga, y no podía usarla
para nada contra su captor en medio del aire.

Velozmente fue llevado hasta la torre, con una
bandada de aves menores describiendo círculos a su
362 Zol hi(l u e

alrededor y chillando como en son de burla, hasta
que se sintió sordo por aquel alboroto. Se mareó a
causa de la altura a que había sido transportado y la
violencia de su ascenso, y vio borrosamente las
murallas de la torre desaparecer a su lado con
amplias ventanas, parecidas a puertas. Después,
cuando comenzaba a vomitar, entraron por una de
las ventanas y fue depositado rudamente sobre el
suelo de una cámara alta y espaciosa.

Extendido completamente, con el rostro contra el
suelo, yació vomitando durante un rato, sin tomar
conciencia de lo que le rodeaba. Después, recobrán-
dose ligeramente, se colocó en posición sentada y vio
ante él sobre una especie de plataforma una enorme
percha de oro rojo y marfil amarillo, con la forma de
una luna nueva creciente arqueandose hacia arriba. La
percha estaba sostenida por postes de jaspe negro,
moteados como con sangre, y sobre ella se sentaba un
pájaro gigante y de lo más singular, que contemplaba
a Euvorán con un aspecto lúgubre, terrible y austero,
como un emperador contemplaría a la escoria que
sus guardias han conducido ante él a causa de alguna
grave ofensa. El plumaje del pájaro era del color de la
púrpura de Tiro y su pico era como una poderosa
hacha de pálido bronce que estaba oscurecido en
verde hacia la punta y se sujetaba a la percha con
garras de hierro que eran más largas que los dedos
cubiertos de malla de un guerrero. Su cabeza estaba
adornada por plumas de azul turquesa y amarillo
ámbar, como una corona de muchas puntas, y
alrededor de su cuello, que era largo y sin plumas y
tan áspero como la piel de un dragón cubierto de
escamas, llevaba un extraño collaT compuesto por
cabezas humanas y de varios ani-males felinos, como
la comadreja, el gato salvaje, el zorro y la vicuña,
todos ellos reducidos a un tamaño común y no más
grandes que nueces.

El viaje del rey Euvorán 363

Euvorán se sintió aterrorizado por el aspecto de
este pájaro y su alarma no disminuyó cuando vio que
muchos otros pájaros de tamaño únicamente inferior
al de aquél estaban sentados en la cámara sobre
perchas menos elevadas y costosas, de la misma
forma que los grandes del reino se sentarían en
presencia de su soberano. Y detrás de Euvorán, como
guardianes, estaba la criatura que le había raptado a
la torre, junto con sus compañeros.

Entonces, y para su más profunda confusión, el
gran pájaro de plumaje tirio se le dirigió en lenguaje
humano, diciéndole con una voz dura pero grandilo-
cuente y mayestática:

--Con demasiado atrevimiento, oh basura de hu-
manidad, has invadido la paz de la isla de Ornava,
isla sagrada para los pájaros, y con maldad has
matado a uno de mis súbditos. Entérate de que yo soy
el monarca de todos los pájaros que vuelan, andan,
vadean o nadan en este globo terráqueo de la Tierra,
y mi capital y trono están en Ornava. En verdad, se
hará justicia por tu crimen. Pero si tienes algo que
decir en tu defensa, lo oiré ahora, porque no quisiera
que incluso el más vil de los gusanos terrestres y el
más pernicioso me acusase de injusticia o tiranía.

Entonces, recobrándose ligeramente, aunque con el
corazón muy asustado, Euvorán le contestó al pájaro
y dijo:

--Vine aquí a buscar al gazolba que adornaba mi
corona en Ustaim y me fue traidoramente arrebatado,
junto con la corona, por :nedio del hechizo de un
mago sin ley. Y conoce que soy Euvorán, rey de
Ustaim, y que no me inclino ante ningún pájaro, ni
siquiera ante el más poderoso de esta especie.

Entonces el rey de la aves, como asombrado y más
indignado que antes, interrogó a Euvorán y le hizo
multitud de preguntas en relación al gazolba. Al
enterarse de que este pájaro había sido muerto por
364

Zothique

unos marineros y después disecado, y que todo el
propósito de Euvorán en su viaje era cogerlo y
matarlo por segunda vez y volverlo a disecar si era
necesario, el rey gritó con voz fuerte y airada:

--Esto no ha ayudado tu caso, sino que te ha
probado culpable de un doble crimen y de una triple
infamia, porque has poseído una cosa abominable y
que es contraria a la naturaleza. En esta torre mía,
como es justo y apropiado, guardo los cuerpos de los
hombres que mis taxidermistas han disecado, pero,
en verdad, no es permitible ni sufrible que un hombre
haga esto con los pájaros. Por tanto, por la salud de
la justicia, y en retribución, pronto te entregaré a los
ciudadanos de mis taxidermistas. Indudablemente,
creo que un rey disecado, puesto que hasta los
gusanos tienen reyes, servirá para realzar mi co-
lección.

Después de esto, se dirigió a los guardianes de
Euvorán y les dijo:

--Llevaos esta basura. Confinadlo en la jaula
humana y mantened una vigilancia estricta sobre él.

Euvorán, urgido y empujado por los picotazos de
sus guardias, se vio obligado a trepar por una especie
de escalera inclinada con amplios travesaños de teca
que conducía a una cámara en la parte superior de
capacidad más que amplia para alojar a seis hom-
bres. El rey fue empujado al interior de la caja y los
pájaros trancaron la puerta detrás de él con sus
garras, que parecían tener la destreza de los dedos. A
partir de entonces, uno de ellos permaneció al lado de
la jaula, observando a Euvorán vigilantemente por los
espacios entre los barrotes; los otros se alejaron
volando por ull gran ventanal y no volvieron.

El rey se sentó sobre un montón de paja, puesto
que la jaula no contenía cosa mejor para su comodi-
dad. La desesperación le atenazaba y le parecía que
su situación era al mismo tiempo terrible e ignomi-

El viaje del rey Euvorán

niosa. Estaba profundamente asombrado de que un
pájaro pudiese hablar con el lenguaje humano, insul-
tando y despreciando a la humanidad, y consideraba
algo igualmente monstruoso que un ave viviese con
pompa real, con servidores que cumplían su voluntad
y la pompa y el poderío de un rey. Y Euvorán
esperaba su destino en la jaula para hombres, cavi-
lando sobre estos nefandos prodigios; después de un
rato, le trajeron agua y granos crudos en vasijas de
barro, pero no pudo comer los granos. Más tarde,
cuando el día se acercaba a la tarde, oyó gritos de
hombres y el chillido de las aves bajo la torre, y
pronto, sobre estos ruidos, los chasquidos de las
armas y el estruendo como si las rocas estuviesen
siendo desprendidas del acantilado. Así supo Euvorán
que sus marineros y soldados, que habían visto cómo
le llevaron cautivo a la torre, estaban asaltando el
lugar en un esfuerzo para socorrerle. Los ruidos
aumentaron, alcanzando un alboroto tremendo y
atroz, y se oyeron gritos como de gente herida
mortalmente y chillidos vengativos como de arpías en
medio de una batalla. Al poco rato, el clamor se alejó
y los gritos se debilitaron; Euvorán supo así que sus
hombres no habían tenido éxito en el asalto a la torre.
La esperanza murió en su interior, desvaneciéndose
en un pozo de desesperación todavía más profundo.

Así pasó la tarde, bajando hacia el mar, y el sol
tocó a Euvorán con sus parejos rayos y coloreó los
barrotes de la jaula con una imitación del oro. Pronto
la luz abandonó la habitación, y poco después llegó el
atardecer, tejiendo una temblorosa red fantasmal en
el pálido aire. Entre el ocaso y la oscuridad, una
guardia nocturna vino a relevar al pájaro diurno que
vigilaba al rey cautivo. El recién llegado era un
nictálope de relucientes ojos amarillos, y más alto que
el mismo Eurován; estaba formado y emplumado en
forma parecida a un búho y tenía las resistentes
366 Zothique

piernas de un megápodo. Euvorán era consciente, y
de forma incómoda, de los ojos del ave, que ardían
sobre él con un resplandor más brillante cuanto más
se acrecentaba la penumbra. Apenas podía resistir
aquel constante escrutinio. Pero pronto salió la luna,
casi llena, derramando una espectral y plateada luz
por la habitación, empalideciendo los ojos del pájaro,
y Euvorán concibió un plan desesperado.

Sus captores, pensando que había perdido todas
sus armas, se olvidaron de quitar de su cinturón la
daga, que era larga, con doble filo, y tan aguda como
una aguja en la punta. Sujetó el mango de la daga
bajo su manto y fingió una repentina enfermedad
con gemidos, agitaciones y convulsiones que le lanza-
ban contra los barrotes. Como había pensado, el gran
nictálope se acercó más, curioso por saber lo que
aquejaba al rey, e inclinándose metió su cabeza de
búho entre los barrotes sobre Euvorán. El rey,
fingiendo una convulsión más fuerte que las otras,
sacó la daga de su funda y golpeó rápidamente la
extendida garganta del pájaro.

El golpe penetró profundamente, taladrando las
venas más profundas; el graznido del pájaro fue
ahogado por su propia sangre y cayó, aleteando
ruidosamente, de forma que Euvorán temió que todos
los ocupantes de la torre se despertarían con el
sonido. Pero parecía que sus temores eran infunda-
dos, pues nadie entró en la cámara y pronto los
aleteos cesaron y el nictálope yació inmóvil, en un
gran montón de encrespadas plumas. Entonces el rey
siguió adelante con su plan e hizo girar los cerrojos de
amplia rejilla de la puerta de bambú con poca
dificultad. Después, dirigiéndose al comienzo de la
escalera por la que se bajaba a la otra habitación,
miró y vio al rey de las aves dormido a la 111Z de la
luna sobre su percha criselefantina con el terrible pico
en forma de hacha bajo las alas. Euvorán tuvo miedo

11 viaje del rey Euvorán

de descender a la cámara, por temor a que el rey se
despertase y le viese. También pensó que los pisos
bajos de la torre posiblemente estarían guardados por
aves parecidas a la criatura nocturna que había
matado.

De nuevo fue presa de la desesperación, pero
siendo de naturaleza astuta y resuelta, Euvorán pensó
en otro plan. Con mucho trabajo y utilizando la daga,
despellejó al enorme nictálope y limpió la sangre de
su plumaje lo mejor que pudo. Después se envolvió en
la piel, con la cabeza del nictálope sobre su propia
cabeza y unos agujeros para los ojos en la garganta
por los que pudiese mirar entre las plumas. La piel se
le ajustaba bastante bien a causa de su pecho
saliente, y su barriga y sus delgadas canillas eran
ocultadas tras las pesadas canillas del pájaro cuando
caminaba.

Después, imitando el porte y forma de andar del
pájaro, el rey descendió por la escalera, colocando los
pies cuidadosamente para evitar una caída y haciendo
poco ruido, para que el rey de los pájaros no se
despertase y descubriese su impostura. El rey estaba
completamente solo y siguió durmiendo sin moverse,
mientra Euvorán llegaba al suelo y cruzaba rápida-
mente la cámara hasta llegar a otra escalera que
conducía a otra habitación en el piso de abajo.

En esta habitación había muchos grandes pájaros
dormidos en perchas y el rey estuvo a punto de
perecer de terror mientras pasaba entre ellos. Algunos
de los pájaros se agitaron ligeramente y murmuraron
soñolientamente, como si fuesen conscientes de su
presencia, pero ninguno le puso obstáculos. Bajó a
una tercera habitación y se sobresaltó al ver allí las
figuras en pie de muchos hombres, algunos vestidos
de marineros, otros de mercaderes, otros desnudos y
enrojecidos con pinturas brillantes como los salvajes.
Los hombres estaban completamente inmóviles y
Zothique

mudos, como si estuvieran encantados, y el rey les
temió menos de lo que había temido a los pájaros.
Pero acordándose de lo que le había dicho su rey,
adivinó que aquellas personas habían sido capturadas
en forma parecida a la suya, y asesinados y conser-
vados gracias al arte de un ave taxidermista. Pasó
temblando a otra habitación, que estaba llena de
gatos, tigres y serpientes disecados, junto con varios
otros enemigos de las aves. La habitación bajo ésta
era el piso bajo de la torre y sus puertas y ventanas
estaban guardadas por varias aves nocturnas gigan-
tescas similares a aquella cuya piel llevaba el rey.
Indudablemente, aquí estaba el mayor peligro y la
prueba suprema de su coraje, porque los pájaros le
observaron alertas con sus ardientes órbitas doradas
y le saludaron con un s~ave graznido semejante al de
los búhos. Las rodillas de Euvorán temblaron y se
golpearon al pasar entre los guardias, pero imitando
el sonido en son de réplica, no fue molestado por
ellos. Llegando hasta la puerta abierta de una torre,
vio que la roca del acantilado, iluminada por la luna,
no estaba a más distancia que dos cúbitos bajo él, y
saltó desde el umbral imitando a un pájaro saltando
precariamente de borde en borde a lo largo del
promontorio, hasta llegar a la parte superior de aquel
declive en cuyo fondo había matado al pequeño búho.
Aquí su descenso se hizo más fácil y pronto llegó a los
bosques que rodeaban el puerto.

Pero antes de que pudiese entrar en los bosques, se
oyó a su alrededor el estridente silbido de los dardos;
el rey fue ligeramente herido por una flecha y rugió de
rabia, dejando caer el manto de piel de pájaro. Esto,
sin duda, le salvó de perecer a manos de sus propios
hombres, que venían por el bosque con la intención
de asaltar la torre durante la noche. Al saber esto, el
rey les perdonó el peligro en que sus flechas le habían
puesto. Pero pensó que lo mejor sería abandonar la

El viaje del rey Euvorán 369

isla a toda prisa, absteniéndose de asaltar la torre.
Así pues, volviendo al buque insignia, ordenó que
todos sus capitanes desplegasen las velas inmediata-
mente, porque, conociendo el terrible poder del
monarca de las aves, tenía cierto miedo a una
persecución, y pensó que lo mejor sería colocar entre
sus naves y la isla un ancho espacio de mar antes del
amanecer. Así, las galeras salieron del tranquilo
puerto, y rodeando un promontorio al nordeste se
dirigieron al este con un rumbo contrario al de la
luna. Euvorán, sentado en su camarote, se regaló con
gran cantidad y variedad de comida para compensar
el ayuno de la jaula humana y se bebió todo un galón
de vino de palma, añadiendo un jarro lleno del
potente aguardiente de Sotar, dorado como el oro.

A medio camino entre la medianoche y la mañana,
cuando la isla de Ornava estaba muy atrás, los
timoneles de las embarcaciones vieron surgir una
muralla de nubes negras como el ébano que se
elevaban velozmente bajo la luna en descenso. Ascen-
dió a gran altitud en los cielos, esparciéndose y
formando torres de trueno, hasta que la tormenta
asaltó la flota de Euvorán y la arrastró como con los
sueltos huracanes del infierno a través de un remolino
de caos sin estrellas. En la oscuridad las naves fueron
separadas y arrastradas lejos unas de otras, y al salir
el día la cuatrirreme del rey estaba sola en el tumulto
de aguas y nubes mezcladas; el mástil se rompió junto
con la mayor parte de los remos de madera y la nave
fue un juguete de los demonios de la tempestad.

Durante tres días y tres noches, sin que ni el
resplandor del sol ni el de las estrellas pudiese
discernirse entre aquel hirviente torbellino, la nave
fue arrastrada como si estuviese presa en una ca-
tarata de los elementos que se dirigiese a alguna
corriente sin fondo más allá de los límites del mundo.
Al amanecer del cuarto día, las nubes disminuyeron
Zothique

algo, pero el viento continuaba soplando como el
aliento de la perdición. Entonces, elevándose oscura-
mente entre la espuma y el vapor, una tierra medio
vista surgió ante la proa, y el timonel y los remeros
fueron completamente incapaces de apartar al conde-
nado barco de su rumbo. Poco después, con un gran
estruendo de su esculpida proa y el terrible desgarra-
miento de los maderos, la nave tocó un arrecife bajo,
oculto por la espuma, y sus cubiertas inferiores se
inundaron rápidamente. La nave comenzó a hundirse
con la popa inclinándose cada vez más y el agua
entrando por los castillos de babor.

La costa, que se extendía detrás del arrecife y podía
verse entre los velos de la espumosa furia del mar, era
lúgubre, recortada y austera. Parecía haber poca
esperanza de alcanzarla. Mas antes de que el destro-
zado barco se hubiese ido al fondo bajo él, Euvorán
se ató con cuerdas de bonete a un tonel de vino vacío
y se tiró desde el inclinado puente. Aquellos de sus
hombres que no se habían ahogado ya en el sitio, o no
habían sido arrastrados por el tifón, saltaron tras él a
aquel mar de altas olas, algunos confiando única-
mente en su habilidad como nadadores y otros
agarrados a barricas, tablones y remos rotos. La
mayoría fueron arrastrados al fondo por el hirviente
remolino o golpeados contra las rocas, y de toda la
compañía del barco sólo sobrevivió el rey, que fue
lanzado a la costa con el soplo de la vida no sofocado
en su interior por aquel amargo mar.

Medio ahogado y sin sentido, yació donde le habían
dejado las olas sobre una plataforma arenosa. Pronto
el temporal perdió su virulencia, las olas llegaron con
caídas crestas, las nubes desaparecieron en una hilera
perlada, y el sol, trepando sobre las rocas, brilló
sobre Euvorán desde un azul profundo e inmaculado.
Y el rey, todavía mareado por los efectos de la rudeza
del mar, oyó vagamente, y como en sueños, los

El viaje del rey Euvorán

chillidos de un ave desconocida. Después, abriendo
sus ojos, contempló entre él y el mar, revoloteando
con las alas extendidas, aquella gloria de plumas de
diversos colores que él conocía como el gazolba.
Gritando con voz que era dura y estridente com.~ la
de las aves marinas, el pájaro se mantuvo sobre él
durante un instante y después voló tierra adentro, a
través de una abertura entre los acantilados.

Olvidando todas sus desgracias y la pérdida de sus
orgullosas naves de guerra, el rey se desató rápida-
mente del tonel vacío y, poniéndose en pie torpemen-
te, siguió al pájaro. Aunque ahora no tenía armas, le
parecía que el cumplimiento del oráculo de Geol
estaba próximo. Lleno de esperanza, se armó con un
gran palo caído por allí y reunió pesadas piedras de la
playa, mientras perseguía al gazolba.

Detrás del paso entre los altos y agrestes acantila-
dos, encontró un resguardado valle con tranquilos
manantiales y bosques de hojas exóticas y fragantes
arbustos orientales en flor. Aquí, y ante sus asombra-
dos ojos, pasaban de rama en rama enormes cantida-
des de aves que llevaban el colorido plumaje del
gazolba; entre ellas fue incapaz de distinguir la que
había seguido, pensando que era el adorno avícola de
su corona perdida. Aquella muchedumbre de pájaros
era algo más allá de su comprensión, puesto que él y
todo su pueblo habían considerado que el ave diseca-
da era única y sin par en el mundo, de la misma
forma que las otras partes de la corora de Ustaim. Y
se le ocurrió que sus antepasados habían sido enga-
ñados por los marineros que mataron al pájaro en
una isla remota, jurando después que era el último de
su especie.

Sin embargo, aunque la ira y la confusión reinaban
en su corazón, Euvorán pensó que un pájaro cual-
quiera de la bandada serviría como emblema y
talismán de su realeza en Ustaim y probaría su
372

Zothique

búsqueda entre las islas de la aurora. Así pues, con
un bravo lanzamiento de piedras y palos, intentó
derribar uno de los gazolbas. Ante su acometida, los
pájaros volaron de árbol en árbol con un horrible
chillido y un revoloteo de plumas que formaban en el
aire un esplendor imperial. Al final, Euvorán, gracias
a su buena puntería o a la suerte, mató un gazolba.

Cuando se dirigía a recoger el pájaro caído, vio un
hombre que, con destrozadas vestiduras de un extra-
ño corte y armado con un arco rudimentario, cargaba
sobre su espalda un grupo de gazolbas atados por las
patas con una resistente hierba. El hombre llevaba
sobre su cabeza la piel y las plumas de aquel mismo
pájaro. Se acercó a Euvorán gritando indistintamente
a través de su enmarañada barba y el rey le contem-
pló con sorpresa y rabia, gritando fuertemente:

--Vil siervo, ¿cómo te atreves a matar al pájaro
sagrado para los reyes de Ustaim? ¿No sabes que sólo
los reyes pueden llevar al pájaro sobre su cabeza? Yo,
que soy el rey Euvorán, te pediré buena cuenta de lo
que has hecho.

Ante esto, y mirando con extrañeza a E~uvorán, el
hombre lanzó una risotada fuerte y burlona, como si
pensase que el rey era una persona algo tocada de la
cabeza. Y pareció encontrar muy divertido el aspecto
del rey, cuyas vestiduras estaban desordenadas, rígi-
das y sucias a causa de la sal marina al secarse, y
cuyo turbante había sido arrancado por las traidoras
olas, dejando su calvicie al descubierto. Cuando hubo
terminado de reír, el hombre dijo:

--En verdad, éste es el primer y único chiste que
he escuchado en nueve años, y mi risa debe ser
perdonada. Hace nueve años naufragué en esta isla,
siendo un capitán del lejano país sudoriental de
Ullotrol y el único miembro de la tripulación que
sobrevivió y llegó a salvo a la costa. En todos estos
años no he escuchado el lenguaje de ningún hombre,

~1 viaje del rey Euvorán

373

puesto que la isla está muy apartada de las rutas
marítimas y no tiene otros habitantes que los pájaros.
En cuanto a tus preguntas, se contestan fácilmente:
mato a estos pájaros para alejar los dolores del
hambre, puesto que en la isla hay poco más que se
pueda comer, aparte de raíces y frutos silvestres.
Llevo sobre mi cabeza su piel y sus plumas porque mi
turbante fue arrancado por el mar cuando me arrojó
bruscamente sobre esta playa. Y no me importan las
extrañas leyes que mencionas, y más aún, tu realeza
es algo que no me interesa demasiado, puesto que la
isla no tiene rey y tú y yo somos los únicos aquí, y yo
soy el más fuerte y el que está mejor armado. Por
tanto, piénsatelo mejor, oh rey Euvorán, y puesto que
tú mismo has matado un pájaro, te aconsejo que lo
cojas y vengas conmigo. Verdaderamente quizá pueda
ayudarte en lo que concierne a pelarla y cocinarla,
porque debo pensar que estás más acostumbrado a
los productos del arte culinario que a su práctica.

Oyendo todo esto, la rabia de Euvorán se desvane-
ció como una llama a la que falta el combustible. Vio
claramente la situación final a que su viaje le había
conducido y comprendió amargamente la ironía que
encerraba el verdadero oráculo de Geol. Supo que el
resto de su flota de guerra estaba esparcido entre islas
o perdido en mares desconocidos. Se dio cuenta de
que nunca volvería a ver las casas de mármol de
Aramoam ni a vivir rodeado de un agradable lujo, ni
a administrar la ley entre el verdugo y el torturador
en el salón de justicia, ni a llevar la corona del
gazolba entre los aplausos de su pueblo. Por tanto,
acató su destino, pues no estaba completamente
desprovisto de razón, y dijo al capitán:

--Lo que dices tiene sentido. Así pues, guíame.

Entonces, cargados con los despejos de la caza,
Euvorán y el capitán, cuyo nombre era Naz ()bbamar,
se dirigieron amigablemente a una caverna en la
rocosa pendiente del interior de la isla que Naz
Obbamar había escogido como morada. Aquí el
capitán hizo una hoguera de ramas de cedro secas y
enseñó al rey la forma más apropiada para pelar el
pájaro y asarlo sobre la hoguera, dándole vueltas
lentamente sobre un asador de madera de alcanfor
verde. Y Euvorán, que estaba hambriento, no encon-
tró la carne del gazolba demasiado incomestible,
aunque era algo dura y tenía un fuerte sabor.
Después de que hubieron comido, Naz Obbamar sacó
de la cueva una tosca jarra hecha con el barro de la
isla, y que contenía un vino que él había hecho con
ciertas bayas, y bebieron por turnos de la jarra,
contándose la historia de sus aventuras y olvidando
por un rato la dureza y soledad de su situación.

A partir de entonces, compartieron !a isla de los
gazolbas, matando y comiendo a las aves según lo
ordenaba su apetito. A veces, como una gran exquisi-
tez, mataron y comieron algún otro pájaro que se
encontraba en la isla mucho más raramente, aunque
a lo mejor era bastante corriente en Ustaim o
Ullotrol. Y el rey Euvorán se hizo un turbante con la
piel y plumas del gazolba, igual que lo había hecho
Naz Obbamar. Y así pasaron sus días hasta el fin.

EPILOGO

LA SECUENCIA DE LOS
CUENTOS DE ZOTHIQUE

Estos dieciséis cuentos de Zothique, el Ultimo
Continente, no fueron publicados originalmente en
ningún orden determinado, ni yo he podido descubrir
que Clark Ashton Smith, o algún otro escritor, haya
establecido alguna vez la secuencia cronológica del
conjunto de historias sobre Zothique. Por lo tanto, yo
me he prestado a ello.

Cuando comencé a compilar esta colección de
Zothique, consulté largamente con un coleccionista
de Smith, Mr. Roy A. Squires, de Glendale, Califor-
nia. No sólo había conocido personalmente a Smith,
sino que después de su muerte fue durante algunos
años el custodio de sus papeles. Mr. Squires no
solamente completó mi lista de todos los cuentos
sobre Zothique, sino que también pudo darme algún
consejo sobre la ordenación de las historias. Me pasó
los resultados de la investigación de Thomas G. L.
Cockroft. de Nueva Zelanda, que había establecido
que, según la evidencia interna del propio texto, "El
tejedor de la tumba" precede a "La magia de Ulúa", y
que "La muerte de Ilalotha" podría preceder al cuento
anterior, posiblemente en algunos siglos. Por estos y
otros datos, informaciones, alientos y consejos, estoy
muy agradecido a Roy Squieres y Tom Cockroft.

Sin embargo, sólo yo soy responsable del orden de
los cuentos tal y como aparecen en este libro. Y eso
Zothique

incluye cualquier error o incongruencia que pueda
haber pasado por alto. He establecido, a mi propia
satisfacción, que los cuentos se encuadran mejor en el
orden que yo les he dado; sólo puedo esperar que los
lectores estén de acuerdo conmigo.

Algunos detalles de esta secuencia resultan obvios
en un estudio de los cuentos. En "El ídolo oscuro",
por ejemplo, leemos cómo el hechicero Namirrha
destruye la ciudad de Ummaos en venganza por una
antigua ofensa.

En "El último jeroglífico" nos enteramos de que
Ummaos ha sido reconstruida sobre las ruinas de una
ciudad más antigua del mismo nombre, destruida
hace mucho tiempo por la ira de un mago. Obvia-
mente, "El ídolo oscuro" precede a "El último jeroglí-
fico" en un intervalo de tiempo considerable. Pero
¿qué sucede entonces con "El fruto de la tumba"? En
este cuento se dice que Namirrha vivió "hace muchos
siglos". Está claro que este cuento también viene
después del ídolo. Pero ¿qué relación tiene con el
del jeroglífico? Aquí me vi forzado a escoger. Puesto
que Namirrha era todavía recordado por su nombre
en el período de "El fruto de la tumba", pero era
solamente "un antiguo hechicero" en la época de "El
último jeroglífico", decidí que éste vendría algo des-
pués de "El fruto de la tumba". Quizá esté equivoca-
do, pero éste fue mi razonamiento.

Un trabajo similar de detective literario me decidió
a colocar "Xeethra" como el primer cuento en la
ordenación. En este caso, mi razonamiento se basó en
el hecho de que el país de Cincor estaba entonces
habitado, por lo menos en su parte sudoriental, y
tenía hierba suficiente para pastar, mientras que en
"El imperio de los nigromantes", Cincor es un desier-
t~ estéril, cuyas gentes han sido destruidas por la
peste hace largo tiempo. Puesto que Cincor no vuelve
a aparecer en la serie, lo supongo un país muy

Epílogo 377

antiguo, ya moribundo en tiempos de Xeethra, y
muerto en lo que se refiere al resto de las historias, lo
que hace que sea lógico colocarlo el primero en este
orden.

Un razonamiento similar fue empleado en todo el
libro; si se leen las historias cuidadosamente, como lo
he hecho yo, se puede seguir la corriente de la
civilización pasando de Xylac a Tasuun, a Yoros, y de
allí a Ustaim y las islas. Sucesivamente, cada país se
convierte en un desierto y sus pueblos se extinguen,
en el orden que yo he establecido.

Para algunos lectores esta elaborada maquinaria de
investigación interna puede parecer un ejercicio algo
trivial. Espero que no. En cualquier caso, habiendo
hecho mi propio estudio de la cronología de Zothique,
a falta de una anterior. creí que lo apropiado era
explicar mis ideas para ordenar estos cuentos, de
forma que no pareciese algo totalmente caprichoso.

Si se consulta el mapa al principio del libro, será
más fácil colocar los cuentos en su contexto geográfi-
co. Este mapa se basa en mis propias investigaciones
en el texto de los cuentos. Pero agradezco a Mr. L.
Sprague de Camp haberme dejado su propio esquema
de Zothique, hecho hace algunos años y "corregido"
por el propio Clark Ashton Smith; este esquema de
Camp/Smith me ha ayudado a resolver varios pelia-
gudos problemas referentes a la geografía zothi-
quiana .

Un comentario más sobre el texto de estas histo-
rias: durante el transcurso de mi trabajo en Zothique
he recurrido al consejo y ayuda de la viuda de Clark
Ashton Smith, por lo que le estoy extremadamente
agradecido. Los cuentos se imprimen aquí según
aparecieron en las diversas colecciones de la editorial
Arkham House. Sin embargo, en el caso de "El
último jeroglífico" y "La muerte de llalotha" he
trabajado directamente con copias Xerox de los
manuscritos originales, tal como salieron de las
manos de su autor. Y como el texto de "El viaje del
rey Euvorán" de Arkhan House reproduce los cam-
bios editoriales realizado por el editor de Weird Tales
(donde el cuento apareció bajo el título de "La
búsqueda del gazolba"), he utilizado en su lugar la
versión original publicada privadamente por Mr.
Smith en un pequeño panfleto titulado The Double
Shadow.
LIN CARTER
COLECCION ICARO

Frederik Pohl y Jack Williamson: EL FINAL DE LA
TIERRA. (Ciencia-ficción).

Tanith Lee: DIAS DE HIERBA. (Ciencia-ficción).

Thomas Burnett Swann: EL MUNDO INEXISTENTE.
(Fantasía).

Kate Wilhelm: CASA INTELIGENTE. (Ciencia-ficción).

C. J. Cherryh: EL ANGEL CON LA ESPADA. (Fan-
tasía).

Thomas Burnett Swann: EL FENIX VERDE. (Fantasía).

Clark Ashton Smith: ZOTHIQUE. (Fantasía).
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ZOTHIQUE, EL ULTIMO CONTINENTE - Clark Ashton Smith.txt

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