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Pío Baroja
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Zalacaín el aventurero
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11 Edición Braille
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O.N.C.E.
Centro Bibliográfico y Cultural
C. La Coruña, 18
28020 Madrid
Telf.: 915894200
1998
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Obra en 2 volúmenes
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Volumen I
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Pío Baroja
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Trilogía "Tierra vasca"
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Zalacaín el aventurero
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Historia de las buenas
andanzas y fortunas de
Martín Zalacaín de Urbía
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Colección:
"Autores españoles contemporáneos"
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Abril de 1961
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(C) Editorial Planeta, 1961
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Impreso por:
Gráficas Marpe
Calderón de la Barca, 3
Barcelona
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Depósito Legal: B. 5012-1961
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N.o de registro 1.012-61
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Prólogo
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Cómo era la Villa de Urbía en
el último tercio del siglo Xix
¬
Una muralla de piedra, negruzca y
alta, rodea a Urbía. Esta muralla
sigue a lo largo del camino real, li-
mita el pueblo por el Norte, y al
llegar al río se tuerce, tropieza con
la iglesia, a la que coge, dejando
parte del ábside fuera de su recinto,
y después escala una altura y envuelve
la ciudad por el Sur.
Hay todavía, en los fosos, terrenos
encharcados con hierbajos y espadañas,
poternas llenas de hierros, garitas
desmochadas, escalerillas musgosas, y
alrededor, en los glasis, altas y ro-
mánticas arboledas, malezas y bosca-
jes, y verdes praderas salpicadas de
florecillas. Cerca, en la aguda coli-
na a cuyo pie se asienta el pueblo, un
castillo sombrío se oculta entre gi-
gantescos olmos.
3010I
Desde el camino real, Urbía apare-
ce como una agrupación de casas decré-
pitas, leprosas, inclinadas, con bal-
cones corridos de madera y miradores
que asoman por encima de la negra pa-
red de piedra que les circunda.
Tiene Urbía una barriada vieja y
otra nueva. La barriada vieja, la
"calle", como se le llama por antono-
masia en vascuence, está formada prin-
cipalmente por dos callejuelas estre-
chas, sinuosas y en cuesta, que se
unen en la plaza.
El pueblo viejo, desde la carrete-
ra, traza una línea quebrada de teja-
dos torcidos y mugrientos que va des-
cendiendo desde el castillo hasta el
río. Las casas, encaramadas en la
cintura de piedra de la ciudad, parece
a primera vista que se encuentran en
una posición estrecha e incómoda; pero
no es así, sino todo lo contrario,
porque entre el pie de las casas y los
muros fortificados existe un gran es-
pacio ocupado por una serie de magní-
ficas huertas. Tales huertas, prote-
gidas de los vientos, son excelentes.
En ellas se pueden cultivar plantas
de zona cálida, como naranjos y limo-
8 7
neros.
La muralla, por la parte interior,
que da a las huertas, tiene un camino
formado por grandes losas, especie de
acera de un metro de ancho, con su ba-
randado de hierro.
En los intersticios de estas losas
viejas y desgastadas por las lluvias
crecen la venenosa cicuta y el beleño;
junto a las paredes brillan, en la
primavera, las flores amarillentas del
diente del león y del verbasco, los
gladiolos de hermoso color carmesí y
las digitales purpúreas. Otros muchos
hierbajos, mezclados con ortigas y
amapolas, se extienden por la muralla
y adornan con su verdura y con sus
constelaciones de flores pequeñas y
simples las almenas, las aspilleras y
los matacanes.
Durante el invierno, en las horas
de sol, algunos viejos de la vecindad,
con traje de casa y zapatillas, pasean
por la cornisa, y al llegar marzo o
abril contemplan los progresos de los
hermosos perales y melocotoneros de
las huertas.
3010I
Observan también, disimuladamente,
por las aspilleras, si viene algún
coche o carro al pueblo, si hay nove-
dades en las casas de la barriada nue-
va, no sin cierta hostilidad, porque
todos los habitantes del interior
sienten una oscura y mal explicada an-
tipatía por sus convecinos de extramu-
ros.
La cintura de piedra del pueblo
viejo se abre en unos sitios por puer-
tas ojivales; en otros se rompe irre-
gularmente, dejando un boquete que por
días se ve agrandarse.
En algunas de las puertas, debajo
de la ojiva primitiva se hizo poste-
riormente, no se sabe con qué objeto,
un arco de medio punto.
En las piedras de las jambas quedan
empotrados hierros que sirvieron para
las poternas. Los puentes levadizos
están sustituidos por montones de
tierra que rellenan el foso hasta la
necesaria altura.
Urbía ofrece aspectos varios, según
el sitio de donde se le contemple;
desde lejos y viniendo desde la carre-
tera, sobre todo al anochecer, tiene
la apariencia de un castillo feudal:
9 9
la ciudadela, sombría, envuelta entre
grandes árboles, prolongada después
por el pueblo con sus muros fortifica-
dos, que chorrean agua, presenta un
aspecto grave y guerrero; en cambio,
desde el puente y un día de sol, Ur-
bía no da ninguna impresión fosca; por
el contrario, parece una diminuta
Florencia, asentada en las orillas de
un riachuelo claro, pedregoso, murmu-
rador y de rápida corriente.
Las dos filas de casas bañadas por
el río son casas viejas con galerías y
miradores negruzcos, en los cuales
cuelgan ropas puestas a secar, ristras
de ajos y de pimientos. Estas gale-
rías tienen en un extremo una polea y
un cubo para subir agua. Al finalizar
las casas, siguiendo la orilla del
río, hay algunos huertos, por cuyas
tapias verdosas surgen cipreses altos,
delgados y espirituales, lo que da a
este rincón un mayor aspecto florenti-
no.
Urbía intramuros se acaba pronto;
fuera de las dos calles largas, sólo
tiene callejones húmedos y estrechos,
3010I
y la plaza. Ésta es una encrucijada
lóbrega, constituida por una pared de
la iglesia, con varias rejas tapiadas,
por la Casa del Ayuntamiento, con
sus balcones volados y su gran portón
coronado por el escudo de la villa, y
por un caserón enorme, en cuyo bajo se
halla instalado el almacén de Azpi-
llaga.
El almacén de Azpillaga, donde se
encuentra de todo, debe de dar a los
aldeanos la impresión de una caja de
Pandora, de un mundo inexplorado y
lleno de maravillas. A la puerta de
la casa de Azpillaga, colgando de las
negras paredes, suelen verse chisteras
para jugar a la pelota, albardas, já-
quimas, monturas de estilo andaluz, y
en las ventanas, que hacen de escapa-
rate, frascos con caramelos de color,
aparejos complicados de pesca, con su
corcho rojo y sus cañas, redes sujetas
a un mango, marcos de hoja de lata,
santos de yeso y de latón y estampas
viejas, sucias por las moscas.
En el interior hay ropas, mantas,
lanas, jamón, botellas de
"chartreusse" falsificado, loza fi-
na... El Museo Británico no es na-
11 11
da, en variedad, al lado de este alma-
cén.
A la puerta suele pasearse Azpi-
llaga, grueso, majestuoso, con su aire
clerical, unas mangas azules y su boi-
na. Las dos calles principales de
Urbía son estrechas, tortuosas y en
cuesta. La mayoría de los vecinos de
esas dos calles son labradores, alpar-
gateros y carpinteros de carros. Los
labradores, por la mañana, salen al
campo con sus yuntas. Al despertar el
pueblo, al amanecer, se oyen los mugi-
dos de los bueyes; luego, los alparga-
teros sacan su banco a la acera, y los
carpinteros trabajan en medio de la
calle en compañía de los chiquillos,
de las gallinas y de los perros.
Algunas de las casas de las dos
calles principales muestran su escudo;
otras, sentencias escritas en latín, y
la generalidad, un número, la fecha en
que se hicieron y el nombre del matri-
monio que las mandó construir...
Hoy el pueblo lo forma casi exclu-
sivamente la parte nueva, limpia, co-
quetona, un poco presuntuosa. En ve-
3010I
rano cruzan la carretera un sinfín de
automóviles, y casi todos se paran un
momento en la casa de Ohando, conver-
tida en Gran Hotel de Urbía. Algu-
nas señoritas, apasionadas por lo pin-
toresco, mientras el grueso papá es-
cribe postales en el hotel, suben las
escaleras del portal de la; Antigua,
hendidura estrecha y lóbrega de la mu-
ralla, que baja por una rampa en zig-
zag al camino real, recorren las dos
calles principales de la ciudad y sa-
can fotografías de los rincones que
les parecen románticos y de los grupos
de alpargateros que se dejan retratar,
sonriendo burlonamente.
Hace cuarenta años la vida en Ur-
bía era pacífica y sencilla; los do-
mingos había el acontecimiento de la
misa mayor, y por la tarde, el aconte-
cimiento de las vísperas. Después, en
un prado anejo a la ciudadela, y del
cual se había apoderado la villa, iba
el tamborilero, y la gente bailaba
alegremente al son del pito y del tam-
boril, hasta que el toque del "Ange-
lus" terminaba con la zambra, y los
campesinos volvían a sus casas después
de hacer una estación en la taberna.
15 13
¬
¬
¬
Libro Primero
¬
La Infancia de Zalacaín
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¬
Capítulo Primero
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Cómo vivió y se educó
Martín Zalacaín
¬
¬
Un camino en cuesta baja de la ciu-
dad, pasa por encima del cementerio y
atraviesa el portal de Francia. Este
camino, en la parte alta, tiene a los
lados varias cruces de piedra, que
terminan en una ermita, y por la parte
baja, después de entrar en la ciudad,
se convierte en calle. A la izquierda
del camino, antes de la muralla, había
hace años un caserío viejo, medio de-
rruido, con el tejado terrero lleno de
pedruscos y la piedra arenisca de sus
3010I
paredes desgastadas por la acción de
la humedad y del aire. En el frente
de la decrépita y pobre casa, un agu-
jero indicaba dónde estuvo en otro
tiempo el escudo, y debajo de él se
adivinaban, más bien que se leían, va-
rias letras que componían una frase
latina: "Post funera virtus vivit".
En este caserío nació y pasó los
primeros años de su infancia Martín
Zalacaín de Urbía, el que más tarde
había de ser llamado Zalacaín el
Aventurero; en este caserío soñó sus
primeras aventuras y rompió los prime-
ros pantalones.
Los Zalacaín vivían a pocos pasos
de Urbía; pero ni Martín ni su fami-
lia eran ciudadanos: faltaban a su ca-
sa unos metros para formar parte de la
villa.
El padre de Martín fue labrador,
un hombre oscuro y poco comunicativo,
muerto en una epidemia de viruelas; la
madre de Martín tampoco era mujer de
carácter; vivió en esa oscuridad psi-
cológica normal entre la gente del
campo, y pasó de soltera a casada, y
de casada a viuda, con absoluta in-
consciencia. Al morir su marido quedó
16 15
con dos hijos, Martín y una niña me-
nor llamada Ignacia.
El caserío donde habitaban los Za-
lacaín pertenecía a la familia de
Ohando, familia la más antigua, aris-
tocrática y rica de Urbía.
Vivía la madre de Martín casi de
la misericordia de los Ohando.
En tales condiciones de pobreza y
de miseria, parecía lógico que, por
herencia y por la acción del ambiente,
Martín fuese como su padre y su ma-
dre: oscuro, tímido y apocado; pero el
muchacho resultó decidido, temerario y
audaz.
En esta época, los chicos no iban
tanto a la escuela como ahora, y Mar-
tín pasó mucho tiempo sin sentarse en
sus bancos. No sabía de ella más sino
que era un sitio oscuro, con unos car-
telones blancos en las paredes, lo
cual no le animaba a entrar. Le ale-
jaba también de aquel modesto centro
de enseñanza el ver que los chicos de
la calle no le consideraban como uno
de los suyos, a causa de vivir fuera
del pueblo y de andar siempre hecho un
3010I
andrajoso.
Por este motivo les tenía algún
odio; así que cuando algunos chiqui-
llos de los caseríos de extramuros
entraban en la calle y comenzaban a
pedradas con los ciudadanos, Martín
era de los más encarnizados en el com-
bate; capitaneaba las hordas bárbaras,
las dirigía y hasta las dominaba.
Tenía entre los demás chicos el as-
cendiente de su audacia y de su teme-
ridad. No había rincón del pueblo que
Martín no conociera. Para él, Urbía
era la reunión de todas las bellezas,
el compendio de todos los intereses y
magnificencias.
Nadie se ocupaba de él, no compar-
tía con los demás chicos la escuela y
huroneaba por todas partes. Su aban-
dono le obligaba a formarse sus ideas
espontáneamente y a templar la osadía
con la prudencia.
Mientras los niños de su edad
aprendían a leer, él daba la vuelta a
la muralla, sin que le asustasen las
piedras derrumbadas ni las zarzas que
cerraban el paso.
Sabía dónde había palomas torcaces,
e intentaba coger sus nidos; robaba
17 17
fruta y cogía moras y fresas silves-
tres.
A los ocho años, Martín gozaba de
una mala fama, digna ya de un hombre.
Un día, al salir de la escuela, Car-
los Ohando, el hijo de la familia ri-
ca que dejaba por limosna el caserío a
la madre de Martín, señalándole con
el dedo, gritó:
--¡Ése! Ése es un ladrón.
--¡Yo! -exclamó Martín.
--Tú, sí. El otro día te vi que
estabas robando peras en mi casa. To-
da tu familia es de ladrones.
Martín, aunque respecto a él no po-
día negar la exactitud del cargo, cre-
yó no debía permitir este ultraje di-
rigido a los Zalacaín, y, abalanzán-
dose sobre el joven Ohando, le dio
una bofetada morrocotuda. Ohando con-
testó con un puñetazo; se agarraron
los dos y cayeron al suelo; se dieron
de trompicones; pero Martín, más
fuerte, tumbaba siempre al contrario.
Un alpargatero tuvo que intervenir en
la contienda, y a puntapiés y a empu-
jones separó a los dos adversarios.
3010I
Martín se separó triunfante, y el jo-
ven Ohando, magullado y maltrecho, se
fue a su casa.
La madre de Martín, al saber el
suceso, quiso obligar a su hijo a pre-
sentarse en casa de Ohando y a pedir
perdón a Carlos; pero Martín afirmó
que antes lo matarían. Ella tuvo que
encargarse de dar toda clase de excu-
sas y explicaciones a la poderosa fa-
milia.
Desde entonces, la madre miraba a
su hijo como a un réprobo.
--¡De dónde ha salido este chico
así! -decía; y experimentaba al pensar
en él un sentimiento confuso de amor y
de pena, sólo comparable con el asom-
bro y la desesperación de la gallina
cuando empolla huevos de pato y ve que
sus hijos se zambullen en el agua sin
miedo y van nadando valientemente.
21 19
¬
¬
¬
Capítulo Ii
¬
Donde se habla del viejo cínico
Miguel de Tellagorri
¬
¬
Algunas veces, cuando su madre en-
viaba por vino o por sidra a la taber-
na de Arcale a su hijo Martín, le
solía decir:
--Y si te encuentras al viejo Te-
llagorri, no le hables, y si te dice
algo, respóndele a todo que no.
Tellagorri, tío-abuelo de Martín,
hermano de la madre de su padre, era
un hombre flaco, de nariz enorme y
ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la
pipa de barro siempre en la boca.
Punto fuerte en la taberna de Arca-
le, tenía allí su centro de operacio-
nes, allí peroraba, discutía y mante-
nía vivo el odio latente que hay entre
los campesinos por el propietario.
Vivía el viejo Tellagorri de una
3010I
porción de pequeños recursos que él se
agenciaba, y tenía mala fama entre las
personas pudientes del pueblo. Era,
en el fondo, un hombre de rapiña,
alegre y jovial, buen bebedor, buen
amigo, y en el interior de su alma
bastante violento para pegarle un tiro
a uno o para incendiar el pueblo ente-
ro.
La madre de Martín presintió que,
dado el carácter de su hijo, termina-
ría haciéndose amigo de Tellagorri, a
quien ella consideraba como un hombre
siniestro. Efectivamente, así fue; el
mismo día en que el viejo supo la pa-
liza que su sobrino había adjudicado
al joven Ohando, le tomó bajo su pro-
tección y comenzó a iniciarle en su
vida.
El mismo señalado día en que Mar-
tín disfrutó de la amistad de Tella-
gorri obtuvo también la benevolencia
de "Marqués. Marqués" era el perro
de Tellagorri, un perro chiquito,
feo, contagiado hasta tal punto con
las ideas, preocupaciones y mañas de
su amo, que era como él: ladrón, astu-
to, vagabundo, viejo, cínico, inso-
ciable e independiente. Además, par-
22 21
ticipaba del odio de Tellagorri por
los ricos, cosa rara en un perro. Si
"Marqués" entraba alguna vez en la
iglesia era para ver si los chicos ha-
bían dejado en el suelo de los bancos
donde se sentaban algún mendrugo de
pan, no por otra cosa. No tenía ve-
leidades místicas. A pesar de su tí-
tulo aristocrático, "Marqués" no sim-
patizaba ni con el clero ni con la
nobleza. Tellagorri le llamaba siem-
pre "Marquesch", alteración que en
vasco parece más cariñosa.
Tellagorri poseía un huertecillo
que no valía nada, según los inteli-
gentes, en el extremo opuesto de su
casa, y para ir a él le era indispen-
sable recorrer todo el balcón de la
muralla. Muchas veces le propusieron
comprarle el huerto, pero él decía que
le venía de familia y que los higos de
sus higueras eran tan excelentes, que
por nada del mundo vendería aquel pe-
dazo de tierra.
Todo el mundo creía que conservaba
el huertecillo para tener derecho de
pasar por la muralla y robar, y esta
3010I
opinión no se hallaba, ni mucho menos,
alejada de la realidad.
Tellagorri era de la familia de los
Galchagorri, la familia de los panta-
lones colorados, y este consonante
entre el mote de su familia y su nom-
bre había servido al padre de la sa-
cristana, viejo chusco que odiaba a
Tellagorri, de motivo a una canción
que hasta los chicos la sabían y que
mortificaba profundamente a Tellago-
rri. La canción decía así:
¬
Tellagorri
Galchagorri
Ongui etorri
Onerá
Ostutzale
Erantzale
Nescatzale
Zu zerá.
¬
(Tellagorri, Galchagorri, bien ve-
nido seas aquí. Aficionado a robar,
aficionado a beber, aficionado a las
muchachas, eres tú).
Tellagorri, al oír la canción,
fruncía el entrecejo y se ponía serio.
Tellagorri era un individualista
24 23
convencido; tenía el individualismo
del vasco reforzado y calafateado por
el individualismo de los Tellagorri.
--Cada cual que conserve lo que
tenga y que robe lo que pueda -decía.
Ésta era la más social de sus teo-
rías; las más insociables se las ca-
llaba.
Tellagorri no necesitaba de nadie
para vivir. Él se hacía la ropa; él
se afeitaba y se cortaba el pelo, se
fabricaba las abarcas, y no necesitaba
de nadie, ni de mujer ni de hombre.
Así, al menos, lo aseguraba él.
Cuando Tellagorri tomó por su
cuenta a Martín, le enseñó toda su
ciencia. Le explicó la manera de aco-
gotar una gallina sin que alborotase;
le mostró la manera de coger los higos
y las ciruelas de las huertas sin pe-
ligro de ser visto, y le enseñó a co-
nocer las setas buenas de las veneno-
sas por el color de la hierba en donde
se crían.
Esta cosecha de setas y la caza de
caracoles constituían un ingreso para
Tellagorri; pero el mayor era otro.
3010I
Había en la Ciudadela, en uno de
los lienzos de la muralla, un rellano
formado por tierra, al cual parecía
tan imposible llegar subiendo como ba-
jando. Sin embargo, Tellagorri dio
con la vereda para escalar aquel rin-
cón, y en este sitio recóndito y so-
leado puso una verdadera plantación de
tabaco, cuyas hojas secas vendía al
tabernero Arcale.
El camino que llevaba a la planta-
ción de tabaco del viejo partía de una
heredad de los Ohando y pasaba por un
foso de la Ciudadela. Abriendo una
puerta vieja y carcomida que había en
este foso, por unos escalones cubier-
tos de musgo se llegaba al rincón de
Tellagorri.
Este camino subía apoyándose en las
gruesas raíces de los árboles, consti-
tuyendo una escalera de desiguales
tramos, metida en un túnel de ramaje.
En verano, las hojas lo cubrían por
completo. En los días calurosos de
agosto se podía dormir allí a la som-
bra, arrullado por el piar de los pá-
jaros y el rezongar de los moscones.
El foso era lugar también intere-
sante para Martín; las paredes esta-
25 25
ban cubiertas de musgos rojos, amari-
llos y verdes; entre las piedras na-
cían la lechetrezna, el beleño y el
yezgo, y los grandes lagartos tornaso-
lados se tostaban al sol. En los hue-
cos de la muralla tenían sus nidos las
lechuzas y los mochuelos.
Tellagorri explicaba todo detenida-
mente a Martín.
Tellagorri era un sabio; nadie co-
nocía la comarca como él; nadie domi-
naba la geografía del río Ibaya, la
fauna y la flora de sus orillas y de
sus aguas como este viejo cínico.
Guardaba en los agujeros del puente
romano su aparejo y su red para cuando
la veda; sabía pescar al martillo,
procedimiento que se reduce a golpear
algunas losas del fondo del río y lue-
go a levantarlas, con lo que quedan
las truchas que han estado debajo in-
móviles y aletargadas.
Sabía cazar los peces a tiros; po-
nía lazos a las nutrias en la cueva de
Amaviturrieta, que se hunde en el
suelo y está a medias llena de agua;
echaba las redes en Ocin beltz, el
3010I
agujero negro en donde el río se em-
balsa; pero no empleaba nunca la dina-
mita, porque, aunque vagamente, Te-
llagorri amaba la Naturaleza y no
quería empobrecerla.
Le gustaba también a este viejo em-
bromar a la gente: decía que nada gus-
taba tanto a las nutrias como un pe-
riódico con buenas noticias, y asegu-
raba que si se dejaba un papel a la
orilla del río, estos animales salían
a leerlo; contaba historias extraordi-
narias de la inteligencia de los sal-
mones y de otros peces. Para Tella-
gorri, los perros, si no hablaban, era
porque no querían, pero él los consi-
deraba con tanta inteligencia como una
persona. Este entusiasmo por los ca-
nes le había impulsado a pronunciar
esta frase irrespetuosa:
"Yo le saludo con más respeto a un
perro de aguas que al señor párroco".
La tal frase escandalizó al pueblo.
Había gente que comenzaba a creer
que Tellagorri y Voltaire eran los
causantes de la impiedad moderna.
Cuando no tenían el viejo y el chi-
co nada que hacer, iban de caza con
"Marqués" al monte. Arcale le pres-
26 27
taba a Tellagorri su escopeta. Te-
llagorri, sin motivo conocido, comen-
zaba a insultar a su perro. Para esto
siempre tenía que emplear el castella-
no.
--¡Canalla! ¡Granuja! -le decía-.
¡Viejo cochino! ¡Cobarde!
"Marqués" contestaba a los insultos
con un ladrido suave, que parecía una
quejumbrosa protesta, movía la cola
como un péndulo y se ponía a andar en
zigzag, olfateando por todas partes.
De pronto veía que algunas hierbas se
movían, y se lanzaba a ellas como una
flecha.
Martín se divertía muchísimo con
estos espectáculos. Tellagorri lo te-
nía como acompañante para todo, menos
para ir a la taberna: allí no le que-
ría a Martín. Al anochecer solía de-
cirle, cuando él iba a perorar al par-
lamento de casa de Arcale:
--Anda, vete a mi huerta y coge
unas peras de allí, del rincón, y llé-
vatelas a casa. Mañana me darás la
llave.
Y le entregaba un pedazo de hierro
3010I
que pesaba media tonelada, por lo me-
nos.
Martín recorría el balcón de la mu-
ralla. Así sabía que en casa de Tal
habían plantado alcachofas, y en la de
Cuál, judías. El ver las huertas y
las casas ajenas desde lo alto de la
muralla, y el contemplar los trabajos
de los demás, iba dando a Martín
cierta inclinación a la filosofía y al
robo.
Como en el fondo el joven Zalacaín
era agradecido y de buena pasta, sen-
tía por su viejo mentor un gran entu-
siasmo y un gran respeto. Tellagorri
lo sabia, aunque daba a entender que
lo ignoraba, pero, en buena reciproci-
dad, todo lo que comprendía que le
gustaba al muchacho o servía para su
educación, lo hacía, si estaba en su
mano.
¡Y qué rincones conocía Tellago-
rri! Como buen vagabundo, era aficio-
nado a la contemplación de la Natura-
leza. El viejo y el muchacho subían a
las alturas de la Ciudadela, y allá,
tendidos sobre la hierba y las alia-
gas, contemplaban el extenso paisaje.
Sobre todo, las tardes de primavera
28 29
era una maravilla. El río Ibaya,
limpio, claro, cruzaba el valle por
entre heredades verdes, por entre fi-
las de álamos altísimos, ensanchándose
y saltando sobre las piedras, estre-
chándose después, convirtiéndose en
cascada de perlas al caer por la presa
del molino. Cerraban el horizonte
montes ceñudos, y en los huertos se
veían arboledas y bosquecillos de fru-
tales.
El sol daba en los grandes olmos de
follaje espeso de la Ciudadela, y los
enrojecía y los coloreaba con un tono
de cobre.
Bajando desde lo alto, por senderos
de cabras, se llegaba a un camino que
corría junto a las aguas claras del
Ibaya. Cerca del pueblo, algunos
pescadores de caña se pasaban la tarde
sentados en la orilla, y las lavande-
ras, con las piernas desnudas metidas
en el río, sacudían las ropas y canta-
ban.
Tellagorri conocía de lejos a los
pescadores: Allí están Tal y Cuál
-decía-. Seguramente, no han pescado
3010I
nada. No se reunía con ellos; él sa-
bía un rincón, perfumado por las flo-
res de las acacias y de los espinos,
que caía sobre un sitio en donde el
río estaba en sombra y adonde afluían
los peces.
Tellagorri le curtía a Martín, le
hacía andar, correr, subirse a los ár-
boles, meterse en los agujeros como un
hurón; le educaba a su manera, por el
sistema pedagógico de los Tellagorri,
que se parecía bastante al salvajismo.
Mientras los demás chicos estudia-
ban la doctrina y el Catón, él con-
templaba los espectáculos de la Natu-
raleza, entraba en la cueva de
Erroitza, en donde hay salones inmen-
sos llenos de grandes murciélagos que
se cuelgan de las paredes por las uñas
de sus alas membranosas; se bañaba en
Ocin beltz, a pesar de que todo el
pueblo consideraba este remanso peli-
grosísimo; cazaba y daba grandes via-
jatas.
Tellagorri hacía que su sobrino-
nieto entrara en el río cuando lleva-
ban a bañar los caballos de la dili-
gencia, montado en uno de ellos.
--¡Más adentro! ¡Más cerca de la
29 31
presa, Martín! -le decía.
Y Martín, riendo, llevaba los ca-
ballos hasta la misma presa.
Algunas noches, Tellagorri le lle-
vó a Zalacaín al cementerio.
--Espérame aquí un momento -le di-
jo.
--Bueno.
Al cabo de media hora, al volver
por allí, le preguntó:
--¿Has tenido miedo, Martín?
--¿Miedo, de qué?
--¡"Arrayua"! Así hay que ser
-decía Tellagorri-. Hay que estar
firmes, siempre firmes.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Iii
¬
La reunión de la posada de Arcale
¬
¬
La posada de Arcale estaba en la
calle del Castillo y hacía esquina al
callejón Oquerra. Del callejón se
salía al portal de la Antigua. La
casa de Arcale era un caserón de
piedra hasta el primer piso, y lo de-
más de ladrillo, que dejaba ver sus
vigas cruzadas y ennegrecidas por la
humedad. Era, al mismo tiempo, posada
y taberna con honores de club, pues
allí por la noche se reunían varios
vecinos de la "calle" y algunos campe-
sinos a hablar y a discutir, y los do-
mingos a emborracharse. El zaguán,
negro, tenía un mostrador y un armario
repleto de vinos y licores; a un lado
estaba la taberna, con mesas de pino
largas que podían levantarse y suje-
tarse a la pared, y en el fondo, la
cocina. Arcale era un hombre grueso y
activo, ex cosechero, ex tratante de
31 33
caballos y contrabandista. Tenía
cuentas complicadas con todo el mundo,
administraba las diligencias, chala-
neaba, gitaneaba, y los días de fiesta
añadía a sus oficios el de cocinero.
Siempre estaba yendo y viniendo, ha-
blando, gritando, riñendo a su mujer y
a su hermano, a los criados y a los
pobres: no paraba nunca de hacer algo.
La tertulia de la noche en la ta-
berna de Arcale la sostenían Tella-
gorri y Pichía. Pichía, digno com-
pinche de Tellagorri, le servía de
contraste. Tellagorri, era flaco;
Pichía, gordo; Tellagorri vestía de
oscuro; Pichía, quizá para poner más
en evidencia su volumen, de claro;
Tellagorri pasaba por pobre; Pichía
era rico; Tellagorri era liberal;
Pichía, carlista; Tellagorri no pi-
saba la iglesia; Pichía estaba siem-
pre en ella; pero, a pesar de tantas
divergencias, Tellagorri y Pichía se
sentían almas gemelas que fraterniza-
ban ante un vaso de buen vino.
Tenían estos dos oradores de la ta-
berna de Arcale, hablando en caste-
3010I
llano, un carácter común, y era que
invariablemente trabucaban las efes y
las pes. No había medio de que las
pronunciaran a derechas.
--¿Qué te "farece" a ti el médico
nuevo? -le preguntaba Pichía a Te-
llagorri.
--¡Psch! -contestaba el otro-. La
"frática" es lo que le "palta".
--Pues es hombre listo, hombre de
alguna "portuna"; tiene su "fiano" en
casa.
No había manera de que uno u otro
pronunciaban estas letras bien. Te-
llagorri se sentía poco aficionado a
las cosas de iglesia, tenía poca "api-
ción", como habría dicho él, y cuando
bebía dos copas de más, la primera
gente de quien empezaba a hablar mal
era de los curas. Pichía parecía na-
tural que se indignara, y no sólo no
se indignaba como cerero y religioso,
sino que azuzaba a su amigo para que
dijera cosas más fuertes contra el vi-
cario, los coadjutores, el sacristán o
la cerora (1).
:::::::::::::::
(1) Cerora o sorora es la sacris-
tana en el país vasco.
33 35
Sin embargo, Tellagorri respetaba
al vicario de Arbea, a quien los cle-
ricales acusaban de liberal y de loco.
El tal vicario tenía la costumbre de
coger su sueldo, cambiarlo en plata y
dejarlo encima de la mesa, formando un
montón, no muy grande, porque el suel-
do no era mucho, de duros y pesetas.
Luego, a todo el que iba a pedirle
algo, después de reñirle rudamente y
de reprocharle sus vicios y de insul-
tarle a veces, le daba lo que le pare-
cía, hasta que a mediados del mes se
le acababa el montón de pesetas, y en-
tonces daba maíz o habichuelas, siem-
pre refunfuñando e insultando. Tella-
gorri decía:
--Ésos son curas, no como los de
aquí, que no quieren más que vivir
bien y buenas "profinas".
Toda la torpeza de Tellagorri ha-
blando castellano se trocaba en faci-
lidad, en rapidez y en gracia cuando
peroraba en vascuence. Sin embargo,
él prefería hablar en castellano, por-
que le parecía más elegante.
Cualquier cosa llegaba a ser gra-
3010I
ciosa en boca de aquel viejo truhán.
Cuando pasaba por delante de la ta-
berna alguna chica bonita, Tellagorri
lanzaba un ronquido tan socarrón, que
todo el mundo reía.
Otro, haciendo lo mismo, hubiera
parecido ordinario y grosero; él, no;
Tellagorri tenía una elegancia y una
delicadeza innatas que le alejaban de
la grosería.
Era también hombre de refranes, y
cuando estaba borracho cantaba muy
mal, sin afinación alguna, pero dando
a las palabras mucha malicia.
Las dos canciones favoritas suyas
eran dos híbridas de vascuence y cas-
tellano; traducidas literalmente, no
querían decir gran cosa, pero en sus
labios significaba todo.
Una, probablemente de su invención,
era así:
¬
Ba dala sargentua
ba dala quefia.
Erreguiñen bizcarretic
Artzen ditu cafia.
¬
(Ya sea sargento, ya sea jefe, a
costa de la reina toma su café).
34 37
¬
Esto, en boca de Tellagorri, que-
ría decir que todo el mundo era un
pillo.
La otra canción la tenía el viejo
para los momentos solemnes, y era así:
¬
Manuelacho, escasayozu
Barcasiyua Andresí.
¬
(Manolita, pídele perdón a An-
drés).
¬
Y hacía, al decir esto Tellagorri,
una reverencia cómica, y continuaba
con voz gangosa:
¬
Beti orrela ibilli gabe
malo sharraren iguesí.
¬
(Sin andar siempre, de esa manera,
huyendo de un viejecito tan majo).
¬
Y después, como una consecuencia
grave de lo que había dicho antes,
añadía:
¬
3010I
Napoleonen pauso gaiztoac
ondó dituzu icasi.
¬
(Los malos pasos de Napoleón, bien
los has aprendido).
¬
No era fácil comprender qué malos
pasos de Napoleón habría aprendido
Manolita. Probablemente Manolita no
tendría ni la más remota idea de la
existencia del héroe de Austerlitz;
pero esto no era obstáculo para que la
canción en boca de Tellagorri tuviese
muchísima gracia.
Para los momentos en que Tellago-
rri estaba un tanto excitado o borra-
cho, tenía otra canción bilingüe, en
que se celebraba el abrazo de Verga-
ra, y que concluía así:
¬
¡Viva Espartero!
¡Viva erreguiña!
¡Ojalá de repente ilcobalizaque
Bere ama ciquiña!
¬
(¡Viva Espartero! ¡Viva la reina!
¡Ojalá de repente se muriese su sucia
madre!).
¬
36 39
Este adjetivo, dirigido a la madre
de Isabel Ii, indicaba cómo había
llegado el odio por María Cristina
hasta los más alejados rincones de
España.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Iv
¬
Que se refiere a la noble
casa de Ohando
¬
¬
A la entrada del pueblo nuevo, en
la carretera, y, por lo tanto, fuera
de las murallas, estaba la casa más
antigua y linajuda de Urbía: la casa
de Ohando.
Los Ohando constituyeron durante
mucho tiempo la única aristocracia de
la villa: fueron en tiempo remoto
grandes hacendados y fundadores de ca-
pellanías; luego, algunos reveses de
fortuna y la guerra civil amenguaron
sus rentas, y la llegada de otras fa-
milias ricas les quitó la preponderan-
cia absoluta que habían tenido.
La casa de Ohando estaba en la
carretera, lo bastante retirada de
ella para dejar sitio a un hermoso
jardín, en el cual, como haciendo
guardia, se levantaban seis magníficos
tilos. Entre los grandes troncos de
37 41
estos árboles crecían viejos rosales,
que formaban guirnaldas en la primave-
ra, cuajadas de flores.
Otro rosal trepador, de retorcidas
ramas y rosas de color de té, subía
por la fachada, extendiéndose como una
parra, y daba al viejo caserón un tono
delicado y aéreo. Tenía además este
jardín, en el lado que se unía con la
huerta, un bosquecillo de lilas y saú-
cos. En los meses de abril y mayo es-
tos arbustos florecían y mezclaban sus
tirsos perfumados, sus corolas blancas
y sus racimillos azules.
En la casa solar, sobre el gran
balcón del centro, campeaba el escudo
de los fundadores, tallado en arenisca
roja; se veían esculpidos en él dos
lobos rampantes, con unas manos corta-
das en la boca y un roble en el fondo.
En el lenguaje heráldico, el lobo in-
dica encarnizamiento con los enemigos;
el roble, venerable antigüedad.
A juzgar por el blasón de los
Ohando, éstos eran de una familia an-
tigua, feroz con los enemigos. Si ha-
bía que dar crédito a algunas viejas
3010I
historias, el escudo decía únicamente
la verdad.
La parte de atrás de la casa de los
hidalgos daba a una hondonada; tenía
una gran galería de cristales y estaba
hecha de ladrillo, con entramado ne-
gro; enfrente se erguía un monte de
dos mil pies, según el mapa de la pro-
vincia, con algunos caseríos de la
parte baja, y en la alta, desnudo de
vegetación y sólo cubierta a trechos
por encinas y carrascas.
Por un lado, el jardín se continua-
ba con una magnífica huerta en decli-
ve, orientada al mediodía.
La familia de los Ohando se compo-
nía de la madre, doña Agueda, y de
sus hijos, Carlos y Catalina.
Doña Agueda, mujer débil, fanática
y enfermiza, de muy poco carácter, es-
taba dominada constantemente en las
cuestiones de la casa por alguna cria-
da antigua, y en las cuestiones espi-
rituales, por el confesor.
En esta época el confesor era un
curita joven llamado don Félix, hom-
bre de apariencia tranquila y dulce,
que ocultaba vagas ambiciones de domi-
nio bajo una capa de mansedumbre evan-
39 43
gélica.
Carlos de Ohando, el hijo mayor de
doña Agueda, era un muchacho cerril,
oscuro, tímido y de pasiones violen-
tas. El odio y la envidia se conver-
tían en él en verdaderas enfermedades.
A Martín Zalacaín le había odiado
desde pequeño; cuando Martín le ca-
lentó las costillas al salir de la es-
cuela, el odio de Carlos se convirtió
en furor. Cuando le veía a Martín
andar a caballo y entrar en el río, le
deseaba un desliz peligroso.
Le odiaba frenéticamente.
Catalina, en vez de ser oscura y
cerril como su hermano Carlos, era
pizpireta, sonriente, alegre y muy bo-
nita. Cuando iba a la escuela, con su
carita sonrosada, su traje gris y una
boina roja en la cabeza rubia, todas
las mujeres del pueblo la acariciaban;
las demás chicas querían siempre andar
con ella, y decían que, a pesar de su
posición privilegiada, no era nada or-
gullosa.
Una de sus amigas era Ignacita, la
hermana de Martín.
3010I
Catalina y Martín se encontraban
muchas veces y se hablaban; él la veía
desde lo alto de la muralla, en el mi-
rador de la casa, sentadita y muy for-
mal, jugando o aprendiendo a hacer me-
dia. Ella siempre estaba oyendo ha-
blar de las calaveradas de Martín.
--Ya está ese diablo ahí en la mu-
ralla -decía doña Agueda-. Se va a
matar el mejor día. ¡Qué demonio de
chico! ¡Qué malo es!
Catalina ya sabía que diciendo ese
demonio, o ese diablo, se refería a
Martín.
Carlos, alguna vez, le había dicho
a su hermana:
--No hables con ese ladrón.
Pero a Catalina no le parecía nin-
gún crimen que Martín cogiera frutas
de los árboles y se las comiese, ni
que corriese por la muralla. A ella
se le antojaban extravagancias, porque
desde niña tenía un instinto de orden
y tranquilidad, y le parecía mal que
Martín fuese tan loco.
Los Ohando eran dueños de un jar-
dín próximo al río, con grandes magno-
lias y tilos, y cercado por un seto de
zarzas
40 45
Cuando Catalina solía ir allí con
la criada a coger flores, Martín las
seguía muchas veces y se quedaba a la
entrada del seto.
--Entra si quieres -le decía Cata-
lina.
--Bueno -y Martín entraba y habla-
ba de sus correrías, de las barbarida-
des que iba a hacer, y exponía las
opiniones de Tellagorri, que le pare-
cían artículos de fe.
--¡Más te valiera ir a la escuela!
-le decía Catalina.
--¿Yo a la escuela? -exclamaba
Martín-. Yo me iré a América o me
iré a la guerra.
Catalina y la criada entraban por
un sendero del jardín lleno de rosales
y hacían ramos de flores. Martín las
veía y contemplaba la presa, cuyas
aguas brillaban al sol como perlas y
se deshacían en espumas blanquísimas.
--Yo andaría por ahí si tuviera una
lancha -decía Martín.
Catalina protestaba:
--¿No se te van a ocurrir más que
tonterías siempre? ¿Por qué no eres
3010I
como los demás chicos?
--Yo les pego a todos -contestaba
Martín, como si esto fuera una razón.
¬
... ... ... ... ... ... ... ... ...
¬
En la primavera, el camino próximo
al río era una delicia. Las hojas
nuevas de las hayas comenzaban a ver-
dear; el helecho lanzaba al aire sus
enroscados tallos; los manzanos y los
perales de las huertas ostentaban sus
copas nevadas por la flor, y se oían
los cantos de las malvises y de los
ruiseñores en las enramadas. El cielo
se mostraba azul, de un azul suave, un
poco pálido, y sólo alguna nube blan-
ca, de contornos duros, como si fuera
de mármol, aparecía en el cielo.
Los sábados por la tarde, durante
la primavera y el verano, Catalina y
otras chicas del pueblo, en compañía
de alguna buena mujer, iban al campo-
santo. Llevaba cada una un cestito de
flores, hacían una escobilla con los
hierbajos secos, limpiaban el suelo de
las lápidas en donde estaban enterra-
dos los muertos de su familia y ador-
naban las cruces con rosas y con azu-
42 47
cenas. Al volver hacia casa todas
juntas veían cómo en el cielo comenza-
ban a brillar las estrellas y escucha-
ban a los sapos, que lanzaban su mis-
teriosa nota de flauta en el silencio
del crepúsculo...
Muchas veces, en el mes de mayo,
cuando pasaban Tellagorri y Martín
por la orilla del río, al cruzar por
detrás de la iglesia, llegaba hasta
ellos las voces de las niñas, que can-
taban en el coro las flores de María.
¬
Emenchen gauzcatzu, ama.
¬
(Aquí nos tienes, madre).
¬
Escuchaban un momento, y Martín
distinguía la voz de Catalina, la
chica de Ohando.
--Es "Cataliñ", la de Ohando
-decía Martín.
--Si no eres tonto tú, te casarás
con ella -replicaba Tellagorri.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo V
¬
De cómo murió Martín López de
Zalacaín, en el año de gracia
de mil cuatrocientos y doce
¬
¬
Uno de los vecinos que con más fre-
cuencia paseaba por la acera de la mu-
ralla era un señor viejo, llamado don
Fermín Soraberri. Durante muchísi-
mos años, don Fermín desempeñó el
cargo de secretario del Ayuntamiento
de Urbía, hasta que se retiró, cuando
su hija se casó con un labrador de
buena posición.
El señor don Fermín Soraberri era
un hombre alto, grueso, pesado, con
los párpados edematosos y la cara
hinchada. Solía llevar una gorrita
con dos cintas colgantes por detrás,
una esclavina azul y zapatillas. La
especialidad de don Fermín era la de
ser distraído. Se olvidaba de todo.
Sus relaciones estaban cortadas por
este patrón:
43 49
--Una vez en Oñate... (para el se-
ñor Soraberri, Oñate era la Atenas
moderna. En España hay veinte o
treinta Atenas modernas). Una vez en
Oñate pude presenciar una cosa suma-
mente interesante. Estábamos reunidos
el señor vicario, un señor profesor de
primera enseñanza y... -y el señor
Soraberri miraba a todas partes, como
espantado, con sus grandes ojos tur-
bios, y decía-: ¿En qué iba?...
Pues... se me ha olvidado la especie.
Al señor Soraberri siempre se le
olvidaba la especie. Casi todos los
días el ex secretario se encontraba
con Tellagorri y cambiaban un saludo
y algunas palabras acerca del tiempo y
de la marcha de los árboles frutales.
Al comenzar a verle acompañado de
Martín, el señor Soraberri se extra-
ñó y miraba al muchacho con su aire de
elefante hinchado y reblandecido.
Pensó en dirigirle algunas pregun-
tas, pero tardó varios días, porque el
señor Soraberri era tardo en todo.
Al último le dijo con su majestuosa
lentitud:
3010I
--¿De quién es este niño, amigo
Tellagorri?
--¿Este chico? Es un pariente mío.
--¿Algún Tellagorri?
--No; se llama Martín Zalacaín.
--¡Hombre! ¡Hombre! Martín López
de Zalacaín.
--No; López, no -dijo Tellagorri.
--Yo sé lo que me digo. Este niño
se llama realmente Martín López de
Zalacaín y será de ese caserío que
está ahí cerca del portal de Francia.
--Sí, señor; de ahí es.
--Pues conozco su historia, y Ló-
pez de Zalacaín ha sido, y López de
Zalacaín será, y si quiere usted, ma-
ñana vaya a mi casa, y le leeré a us-
ted un papel que copié en el archivo
del Ayuntamiento acerca de esta cues-
tión.
Tellagorri dijo que iría, y, efec-
tivamente, al día siguiente, pensando
que quizá lo dicho por el ex secreta-
rio tuviese alguna importancia, se
presentó con Martín en su casa.
Al señor Soraberri se le había ol-
vidado la especie, pero recordó pronto
de qué se trataba; encargó a su hija
que trajese un vaso de vino para Te-
45 51
llagorri, entró él en su despacho y
volvió poco después con unos papeles
viejos en la mano; se puso los anteo-
jos, carraspeó, revolvió sus notas y
dijo:
--¡Ah! Aquí están. Esto -añadió-
es una copia de una narración que hace
el cronista Iñigo Sánchez de Ezpe-
leta acerca de cómo fue vertida la
primera sangre en la guerra de los li-
najes, en Urbía, entre el solar de
Ohando y el de Zalacaín, y supone
que estas luchas comenzaron en nuestra
villa a fines del siglo catorce o a
principios del quince.
--¿Y hace mucho tiempo de eso?
-preguntó Tellagorri.
--Cerca de quinientos años.
--¿Y ya existían Zalacaín enton-
ces?
--No sólo existían, sino que eran
nobles.
--Oye, oye -dijo Tellagorri, dando
un codazo a Martín, que se distraía.
--¿Quieren ustedes que lea lo que
dice el cronista?
--Sí, sí.
3010I
--Bueno. Pues dice así: "Título:
De cómo murió Martín López de Za-
lacaín, en el año de gracia de mil
cuatrocientos y doce".
Leído esto, Soraberri tosió, escu-
pió y comenzó esta relación con gran
solemnidad:
¬
"Enemistad antigua señalada avya
entre el solar d.Ohando, que es del
reino de Navarra, e el de Zalacaín,
que es en tierra de la Borte. E dí-
cese que la causa della foe sobre en-
vidia e a cual valia mas, e ficieron
muchos malheficios e los de Zalacaín
quemaron vivo al senyor de Sant Pe-
dro en una pelea que ovyeron en el
llano del Somo e porque no dexo fijo
el dicho senyor de Sant Pedro casa-
ron una su fija con Martin Lopez de
Zalacaín, home muy andariego.
/E dicho Martin Lopez seyendo
venido a la billa d.Urbia foe desa-
fiado por Mosen de Sant Pedro, del
solar d.Ohando, que era sobrino del
otro senyor de Sant Pedro e que ha-
bia fecho muchos malheficios, acechan-
zas e rrobos.
/E Martin Lopez contestole a su
46 53
desafiamiento: Como vos sabedes, yo
so contado aqui por el mas esforzado
ome y ardite en el fecho de las armas
en toda esta tierra y paresce que los
d.Ohando a vos han traido por la me-
jor lanza de Navarra por vengar la
muerte de mi suegro que foe en la pe-
lea peleada con lealtad en el Somo e
como el cuibdaba matar a mí, yo a el.
/E por ende si a vos pluguiese que
nos probemos vos e yo, uno para otro,
fasta que uno de nos o ambos por ven-
tura muramos, a mi plasera mucho e
aqui presto.
/E respondiole Mosen de Sant
Pedro que la plasia e Fe citaron en
el prado de Sant Ana. En esta sazon
venya dicho Martin Lopez encima de
su cavallo como esforzado cavallero e
antes de pelear con Mosen de Sant
Pedro fue ferido de una saeta que le
entró por un ojo e cayó muerto del ca-
vallo en medio del prado. E lo des-
jarretaron. E preparó la asechanza e
armó la ballesta e la disparó Velche
de Micolalde, deudo e amigo de Mosen
de Sant Pedro d.Ohando. E los omes
3010I
de Martin Lopez como le veyeron
muertto e eran pocos enfrente de los
de Ohando, ovyeron muy grant miedo e
comenzaron todos a fugir.
/E cuando lo supo la muger de
Martin Lopez fue la triste al prado
de Sant Ana, e cuando vido el cuerpo
de su marido, sangriento y mutilado,
se afinojó, prísole en sus brazos e
comenzó a llorar, maldiciendo la gue-
rra e su mala fortuna. E esto pasaba
en el año de Nuestro Senyor de mil
cuatrocientos y doce".
¬
Cuando concluyó el señor Sorabe-
rri, miró, a través de sus anteojos, a
sus dos oyentes. Martín no se había
enterado de nada; Tellagorri dijo:
--Sí, esos Ohando es gente "pal-
sa". Mucho ir a la iglesia, pero lue-
go matan a traición.
Soraberri recomendó eficazmente a
su amigo Tellagorri que no hiciera
nunca juicios aventurados y temera-
rios, y con este motivo comenzó a con-
tar una historia, precisamente ocurri-
da en Oñate; pero al ir a especificar
los que habían intervenido en su his-
toria, se le olvidó la especie, y lo
48 55
sintió, verdaderamente lo sintió, por-
que, según dijo, tenía la seguridad de
que el hecho era sumamente interesan-
te, y, además, muy digno de mención.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Vi
¬
De cómo llegaron unos titiriteros
y de lo que sucedió después
¬
¬
Un día de mayo, al anochecer, se
presentaron en el camino real tres
carros tirados por caballos flacos,
llenos de mataduras y de esparavanes.
Cruzaron la parte nueva del pueblo y
se detuvieron en lo alto del prado de
Santa Ana.
No podía Tellagorri, gaceta de la
taberna de Arcale, quedar sin saber
en seguida de qué se trataba; así que
se presentó al momento en el lugar,
seguido de Marqués.
Trabó inmediatamente conversación
con el jefe de la caravana, y después
de varias preguntas y respuestas y de
decir el hombre que era francés y do-
mador de fieras, Tellagorri se lo
llevó a la taberna de Arcale.
Martín se enteró también de la lle-
gada de los domadores con sus fieras
50 57
enjauladas, y a la mañana siguiente,
al levantarse, lo primero que hizo fue
dirigirse al prado de Santa Ana.
Comenzaba a salir el sol cuando
llegó al campamento del domador.
Uno de los carros era la casa de
los saltimbanquis. Acababan de salir
de dentro el domador, su mujer, un
viejo, un chico y una chica. Sólo una
niña de pocos meses quedó en la carre-
ta-choza jugando con un perro.
El domador no ofrecía ese aire,
entre petulante y grotesco, tan común
a los acróbatas de barracas y gentes
de feria: era sombrío, joven, con as-
pecto de gitano, el pelo negro y rizo-
so, los ojos verdes, el bigote alarga-
do en las puntas por una especie de
patillas pequeñas, y la expresión de
maldad siniestra y repulsiva.
El viejo, la mujer y los chicos te-
nían sólo carácter de pobres; eran de
esos tipos y figuras borrosas que el
troquel de la miseria produce a milla-
res.
El hombre, ayudado por el viejo y
por el chico, trazó con una cuerda un
3010I
círculo en la tierra, y en el centro
plantó un palo grande, de cuya punta
partían varias cuerdas, que se ataban
en estacas clavadas fuertemente en el
suelo.
El domador buscó a Tellagorri para
que le proporcionara una escalera; le
indicó éste que había una en la taber-
na de Arcale; la sacaron de allí, y
con ella sujetaron las lonas, hasta
que formaron una tienda de campaña de
forma cónica.
Los dos carros con jaulas en donde
iban las fieras los colocaron dejando
entre ellos un espacio que servía de
puerta al circo, y encima y a los la-
dos pusieron los saltimbanquis tres
carteles pintarrajeados. Uno repre-
sentaba varios perros lanzándose sobre
un oso; el otro, una lucha entre un
león y un búfalo, y el tercero, unos
indios atacando con lanzas a un tigre,
que les esperaba en la rama de un ár-
bol, como si fuera un jilguero.
Dieron los hombres la última mano
al circo, y el domingo, en el momento
que la gente salía de vísperas, se
presentó el domador, seguido del vie-
jo, en la plaza de Urbía, delante de
51 59
la iglesia. Ante el pueblo congrega-
do, el domador comenzó a soplar en un
cuerno de caza, y su ayudante redobló
en el tambor.
Recorrieron los dos hombres las
calles del barrio viejo y luego salie-
ron fuera de puertas, y tomando por el
puente, seguidos de una turba de chi-
cos y chicas, llegaron al prado de
Santa Ana, se acercaron a la barraca
y se detuvieron en ella.
A la entrada, la mujer tocaba el
bombo con la mano derecha y los pla-
tillos con la izquierda y una chica
desmelenada agitaba una campanilla.
Uniéronse a estos sonidos discordan-
tes las notas agudísimas del cuerno de
caza y el redoble del tambor, produ-
ciendo entre todo una algarabía inso-
portable.
Este ruido cesó a una señal impe-
riosa del domador, que, con su instru-
mento de viento en el brazo izquierdo,
se acercó a una escalera de mano pró-
xima a la entrada, subió dos o tres
peldaños, tomó una varita y, señalando
las monstruosas figuras pintarrajeadas
3010I
en los lienzos, dijo con voz enfática:
--Aquí verán ustedes los osos, los
lobos, el león y otras terribles fie-
ras. Verán ustedes la lucha del oso
de los Pirineos con los perros, que
saltan sobre él y acaban por sujetar-
le. Éste es el león del desierto, cu-
yos rugidos espantan al más bravo de
los cazadores. Sólo su voz pone es-
panto en el corazón más valiente...
¡Oíd!
El domador se detuvo un momento, y
se oyeron en el interior de la barraca
terribles rugidos y, como contestándo-
los, el ladrar feroz de una docena de
perros.
El público quedó aterrorizado.
--En el desierto...
El domador iba a seguir; pero vien-
do que el efecto de curiosidad en el
público estaba conseguido, y que la
multitud pretendía pasar sin tardanza
al interior del circo, gritó:
--La entrada no cuesta más que un
real. ¡Adelante, señores! ¡Adelante!
Y volvió a atacar con el cuerno de
caza un aire marcial, mientras el vie-
jo ayudante redoblaba en el tambor.
La mujer abrió la lona que cerraba
52 61
la puerta y se puso a recoger los
cuartos de los que iban pasando.
Martín presenció todas estas ma-
niobras con una curiosidad creciente;
habría dado cualquier cosa por entrar,
pero no tenía dinero.
Buscó una rendija entre las lonas,
para ver algo, pero no la pudo encon-
trar; se tendió en el suelo, y estaba
así, con la cara junto a la tierra,
cuando se le acercó la chica haraposa
del domador que tocaba la campanilla a
la puerta.
--Eh, tú, ¿qué haces ahí?
--Mirar -dijo Martín.
--No se puede.
--¿Y por qué no se puede?
--Porque no. Si no, quédate ahí;
ya verás si te pesca mi amo.
--¿Y quién es tu amo?
--¿Quién ha de ser? El domador.
--¡Ah! ¿Pero tú eres de aquí?
--Sí.
--¿Y no sabes pasar?
--Si no dices a nadie nada, ya te
pasaré.
--Yo también te traeré cerezas.
3010I
--¿De dónde?
--Yo sé dónde las hay.
--¿Cómo te llamas?
--Martín. ¿Y tú?
--Yo, Linda.
--Así se llamaba la perra del médi-
co -dijo, poco galantemente, Martín.
Linda no protestó de la compara-
ción; fue detrás de la entrada del
circo, tiró de una lona, abrió un res-
quicio y dijo a Martín:
--Anda, pasa.
Se deslizó Martín y luego ella.
--¿Cuándo me darás las cerezas?
-preguntó la chica.
--Cuando esto se concluya iré a
buscarlas.
Martín se colocó entre el público.
El espectáculo que ofrecía el domador
de fieras era realmente repulsivo.
Alrededor del circo, atados a los
pies de un banco hecho con tablas, ha-
bía diez o doce perros flacos y sarno-
sos. El domador hizo restallar el lá-
tigo, y todos los perros a una comen-
zaron a ladrar y a aullar furiosamen-
te. Luego el hombre vino con un oso
atado a una cadena, con la cabeza pro-
tegida por una cubierta de cuero.
54 63
El domador obligó a ponerse de pie
varias veces al oso y a bailar con el
palo cruzado sobre los hombros y a to-
car la pandereta. Luego soltó un pe-
rro, que se lanzó sobre el oso, y,
después de un momento de lucha, se le
colgó de la piel. Tras de éste soltó
otro perro, y luego otro y otro, con
lo cual el público se comenzó a can-
sar.
A Martín no le pareció bien, por-
que el pobre oso estaba sin defensa
alguna. Los perros se echaban con tal
furia sobre el oso, que, para obligar-
les a soltar la presa, el domador o el
viejo tenían que morderles la cola. A
Martín no le agradó el espectáculo, y
dijo en voz alta, y algunos fueron de
su opinión, que el oso atado no podía
defenderse.
Después todavía martirizaron más a
la pobre bestia. El domador era un
verdadero canalla y pegaba al animal
en los dedos de las patas, y el oso
babeaba y gemía con unos gemidos aho-
gados.
--¡Basta! ¡Basta! -gritó un india-
3010I
no que había estado en California.
--Porque tiene el oso atado hace
eso -dijo Martín- si no, no lo haría.
El domador se fijó en el muchacho y
le lanzó una mirada de odio.
Lo que siguió fue más agradable: la
mujer del domador, vestida con un tra-
je de lentejuelas, entró en la jaula
del león, jugó con él, le hizo saltar
y ponerse en pie, y después Linda dio
dos o tres volatines y vino con un mo-
nillo vestido de rojo, a quien obligó
a hacer ejercicios acrobáticos.
El espectáculo concluía. La gente
se disponía a salir. Martín vio que
el domador le miraba. Sin duda, se
había fijado en él. Martín se adelan-
tó a salir, y el domador le dijo:
--Espera, tú no has pagado. Ahora
nos veremos. Te voy a echar los pe-
rros como al oso.
Martín retrocedió espantado; el do-
mador le contemplaba con una sonrisa
feroz. Martín recordó el sitio por
donde entró, y empujando violentamente
la lona, la abrió y salió fuera de la
barraca. El domador quedó chasqueado.
Dio después Martín la vuelta al pra-
do de Santa Ana, hasta detenerse
55 65
prudentemente a quince o veinte metros
de la entrada del circo.
Al ver a Linda, le dijo:
--¿Quieres venir?
--No puedo.
--Pues ahora te traeré las cerezas.
En el momento que hablaba apareció
corriendo el domador, pensó, sin duda,
en abalanzarse sobre Martín, pero,
comprendiendo que no le alcanzaría, se
vengó en la niña y le dio una bofetada
brutal. La chiquilla cayó al suelo.
Unas mujeres se interpusieron e impi-
dieron al domador que siguiera pegando
a la pobre Linda.
--Tú lo has metido dentro, ¿verdad?
-gritó el domador en francés. --No;
ha sido él, que ha entrado.
--Mentira. Has sido tú. Confiesa
o te deslomo.
--Sí, he sido yo.
--¿Y por qué?
--Porque me ha dicho que me traería
cerezas.
--¡Ah, bueno! -y el domador se
tranquilizó-, que las traiga; pero si
te las comes, te hartaré de palos. Ya
3010I
lo sabes.
Martín, al poco rato, volvió con la
boina llena de cerezas. La Linda las
puso en su delantal, y estaba con
ellas cuando se presentó el domador de
nuevo. Martín se apartó dando un sal-
to hacia atrás.
--No, no te escapes -dijo el doma-
dor con una sonrisa que quería ser
amable.
Martín se quedó. Luego, el hombre
le preguntó quién era, y al saber su
parentesco con Tellagorri, le dijo:
--Ven cuando quieras; te dejaré pa-
sar.
Durante los demás días de la semana
la barraca del domador estuvo vacía.
El domingo, los saltimbanquis hicie-
ron dar un bando por el pregonero, di-
ciendo que representarían un número
extraordinario e interesantísimo.
Martín se lo dijo a su madre y a su
hermana. La chica se asustaba al es-
cuchar el relato de las fieras, y no
quiso ir.
Acudieron sólo la madre y el hijo.
El número sensacional era la lucha de
la Linda con el oso. La chiquilla se
presentó desnuda de medio cuerpo arri-
57 67
ba y con unos pantalones de percal ro-
jo. Linda se abrazó al oso y hacía
que luchaba con él, pero el domador
tiraba a cada paso de una cuerda atada
a la nariz del plantígrado.
A pesar de que la gente pensaba que
no había peligro para la niña, produ-
cía una horrible impresión ver las
grandes y peludas garras del animal
sobre las espaldas débiles de la niña.
Después del número sensacional, que
no entusiasmó al público, entró la mu-
jer en la jaula del león.
La fiera debía de estar enferma,
porque la domadora no halló medio de
que hiciese los ejercicios de costum-
bre.
Viendo semejante fracaso, el doma-
dor, poseído de una rabiosa furia,
entró en la jaula, mandó salir a la
mujer y empezó a latigazos con el
león. Éste se levantó enseñando los
dientes, y, lanzando un rugido, se
echó sobre el domador; el viejo ayu-
dante metió por entre los barrotes de
la jaula una palanca de hierro para
aislar el hombre de la fiera, pero con
3010I
tan poca fortuna, que la palanca se
enganchó en las ropas del domador, y
en vez de protegerle le inmovilizó y
le dejó entregado a la fiera.
El público vio al domador echando
sangre, y se levantó despavorido y se
dispuso a huir.
No había peligro para los especta-
dores, pero un pánico absurdo hizo que
todos se lanzasen atropelladamente a
la salida; alguien, que luego no se
supo quién fue, disparó un tiro contra
el león, y en aquel momento insensato
de fuga resultaron magullados y contu-
sos varias mujeres y niños.
El domador quedó también gravemente
herido.
Dos mujeres fueron recogidas con
contusiones de importancia; una de
ellas, una vieja de un caserío lejano
que hacía diez años que no había esta-
do en Urbía; la otra, la madre de
Martín, que, además de las magulladu-
ras y golpes, presentaba una herida en
el cuello, ocasionada, según dijo el
médico, por un trozo de barrote de la
jaula, desprendido al choque de la ba-
la disparada por una persona descono-
cida.
58 69
Se trasladó a la madre de Martín a
su casa, y fuera que las contusiones y
la herida tuviesen gravedad, fuera,
como dijeron algunos, que no estuviese
bien atendida, el caso fue que la po-
bre mujer murió a la semana del acci-
dente de la barraca, dejando huérfanos
a Martín y a la Ignacia.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Vii
¬
Cómo Tellagorri supo
proteger a los suyos
¬
¬
A la muerte de la madre de Martín,
Tellagorri, con gran asombro del
pueblo, recogió a sus sobrinos-nietos
y se los llevó a su casa.
La señora de Ohando dijo que era
una lástima que aquellos niños fuesen
a vivir con un hombre desalmado, sin
religión y sin costumbres, capaz de
decir que saludaba con más respeto a
un perro de aguas que al señor párro-
co.
La buena señora se lamentó, pero no
hizo nada, y Tellagorri se encargó de
cuidar y alimentar a los huérfanos.
La Ignacia entró en la posada de
Arcale de niñera, y hasta los catorce
años trabajó allí.
Martín frecuentó la escuela durante
algunos meses, pero le tuvo que sacar
Tellagorri antes del año porque se
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pegaba con todos los chicos y hasta
quiso zurrar al pasante.
Arcale, que sabía que el muchacho
era listo y de genio vivo, le utilizó
para recadista en el coche de Fran-
cia, y cuando aprendió a guiar, de re-
cadista le ascendieron a cochero inte-
rino, y al cabo de un año le pasaron a
cochero en propiedad.
Martín, a los dieciséis años, gana-
ba su vida y estaba en sus glorias.
Se jactaba de ser un poco bárbaro, y
vestía un tanto majo, con la elegancia
garbosa de los antiguos postillones.
Llevaba chalecos de color y en la ca-
dena del reloj colgantes de plata. Le
gustaba lucirse los domingos en el
pueblo; pero no le gustaba menos, los
días de labor, marchar en el pescante
por la carretera restallando el láti-
go, entrar en las ventas del camino,
contar y oír historias y llevar encar-
gos.
La señora de Ohando y Catalina se
los hacían con mucha frecuencia, y le
recomendaban que les trajese de Fran-
cia telas, puntillas y algunas veces
3010I
alhajas.
--¿Qué tal, Martín? -le decía Ca-
talina en vascuence.
--Bien -contestaba él rudamente,
haciéndose más el hombre-. ¿Y en
vuestra casa?
--Todos buenos. Cuando vayas a
Francia tienes que comprarme una pun-
tilla como la otra. ¿Sabes?
--Sí, sí; ya te compraré.
--¿Ya sabes francés?
--Ahora empiezo a hablar.
Martín se estaba haciendo un hom-
bretón, alto, fuerte, decidido. Abu-
saba un poco de su fuerza y de su va-
lor, pero nunca atacaba a los débiles.
Se distinguía también como jugador de
pelota, y era uno de los primeros en
el trinquete.
Un invierno hizo Martín una haza-
ña, de la que se habló en el pueblo.
La carretera estaba intransitable por
la nieve y no pasaba el coche. Zala-
caín fue a Francia y volvió a pie,
por la parte de Navarra, con un veci-
no de Larrau. Pasaron los dos por el
bosque de Iraty y les acometieron
unos cuantos jabalíes.
Ninguno de los hombres llevaba ar-
61 73
mas, pero a garrotazos mataron tres de
aquellos furiosos animales: Zalacaín,
dos, y el de Larrau, otro.
Cuando Martín volvió triunfante,
muerto de fatiga y con sus dos jaba-
líes, el pueblo entero le consideró
como un héroe.
Tellagorri también fue muy felici-
tado, por tener un sobrino de tanto
valor y audacia. El viejo, muy con-
tento, aunque haciéndose el indiferen-
te, decía:
--Este sobrino mío va a dar mucho
que hablar. De casta le viene al gal-
go. Porque yo no sé si vosotros ha-
bréis oído hablar de López de Zala-
caín. ¿No? Pues preguntadle a ese
viejo Soraberri, ya veréis lo que os
cuenta...
--¿Y qué tiene que ver ese López
con tu sobrino? -le replicaban.
--Pues que es antepasado de Mar-
tín. No comprendéis nada. Tellagorri
pagó caro el triunfo obtenido por su
sobrino en la caza de los jabalíes,
porque de tanto beber se puso enfermo.
La Ignacia y Martín, por consejo
3010I
del médico, obligaron al viejo a que
suprimiese toda bebida, fuese vino o
licor; pero Tellagorri, con tal pro-
cedimiento de abstinencia, languidecía
y se iba poniendo triste.
--Sin vino y sin "patharra" soy un
hombre muerto -decía Tellagorri.
Y viendo que el médico no se con-
vencía de esa verdad, hizo que llama-
ran a otro más joven.
Éste le dio la razón al borracho, y
no sólo le recomendó que bebiera todos
los días un poco de aguardiente, sino
que le recetó una medicina hecha con
ron. La Ignacia tuvo que guardar la
botella del medicamento para que el
enfermo no se la bebiera de un trago.
A medida que entraba el alcohol en el
cuerpo de Tellagorri, el viejo se er-
guía y se animaba.
A la semana de tratamiento se en-
contraba tan bien que comenzó a levan-
tarse y a ir a la posada de Arcale;
pero se creyó en el caso de hacer lo-
curas, a pesar de sus años, y anduvo
de noche entre la nieve y cogió una
pleuresía.
--De ésta no sale usted -le dijo el
médico, incomodado, al ver que había
62 75
faltado a sus prescripciones.
Tellagorri lo comprendió así, y se
puso serio, hizo una confesión rápida,
arregló sus cosas y, llamando a Mar-
tín, le dijo en vascuence: --Martín,
hijo mío, yo me voy. No llores. Por
mí lo mismo me da. Eres fuerte y va-
liente y eres buen chico. No abando-
nes a tu hermana, ten cuidado con
ella. Por ahora, lo mejor que puedes
hacer es llevarla a casa de Ohando.
Es un poco coqueta; pero Catalina la
tomará. No le olvides tampoco a
"Marquesch"; es viejo, pero ha cum-
plido.
--No, no le olvidaré -dijo Martín,
sollozando.
--Ahora -prosiguió Tellagorri- te
voy a decir una cosa, y es que antes
de poco habrá guerra. Tú eres valien-
te, Martín; tú no tendrás miedo de
las balas. Vete a la guerra, pero no
vayas de soldado. Ni con los blancos
ni con los negros. ¡Al comercio,
Martín! ¡Al comercio! Venderás a
los liberales y a los carlistas, harás
tu pacotilla y te casarás con la chica
3010I
de Ohando. Si tenéis un chico, lla-
madle como yo: Miguel o José Mi-
guel.
--Bueno -dijo Martín, sin fijarse
en lo extravagante de la recomenda-
ción.
--Dile a Arcale -siguió diciendo
el viejo- dónde tengo el tabaco y las
setas. Ahora acércate más. Cuando yo
me muera registra mi jergón, y encon-
trarás en una punta de la izquierda un
calcetín con unas monedas de oro. Ya
te he dicho: no quiero que las emplees
en tierras, sino en géneros de comer-
cio.
--Así lo haré.
--Creo que te lo he dicho todo.
Ahora dame la mano. Firmes, ¿eh?
--Firmes.
El pobre Tellagorri se olvidó de
decir "Pirmes", como hubiera dicho
estando sano.
--A esa sosa de la Ignacia -añadió
poco después el viejo- le puedes dar
lo que te parezca cuando se case.
¬
A todo dijo Martín que sí. Luego
acompañó al viejo, contestando a sus
preguntas, algunas muy extrañas, y por
64 77
la madrugada dejó de vivir Miguel de
Tellagorri, hombre de mala fama y de
buen corazón.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Viii
¬
Cómo aumentó el odio entre Martín
Zalacaín y Carlos Ohando
¬
¬
Cuando murió Tellagorri, Catalina
de Ohando, ya una señorita, habló a
su madre para que recogiera a la Ig-
nacia, la hermana de Martín. Era és-
ta, según se decía, un poco coqueta, y
estaba acostumbrada a los piropos de
la gente de casa de Arcale.
La suposición de que la muchacha,
siguiendo en la taberna, pudiese
echarse a perder, influyó en la señora
de Ohando para llevarla a su casa de
doncella. Pensaba sermonearla hasta
quitarle todos los malos resabios y
dirigirla por la senda de la más es-
trecha virtud.
Con el motivo de ver a su hermana,
Martín fue varias veces a casa de
Ohando y habló con Catalina y doña
Agueda. Catalina seguía hablándole
de tú, y doña Agueda manifestaba por
65 79
él afecto y simpatía, expresados en un
sinfín de advertencias y de consejos.
En verano se presentó Carlos
Ohando, que venía de vacaciones del
colegio de Oñate.
Pronto notó Martín que con la au-
sencia el odio que le profesaba Car-
los más había aumentado que disminui-
do. Al comprobar este sentimiento de
hostilidad dejó de presentarse en casa
de Ohando.
--No vas ahora a vernos -le dijo
alguna vez que le encontró en la calle
Catalina.
--No voy porque tu hermano me odia
-contestó claramente Martín.
--No, no lo creas.
--¡Bah! Yo sé lo que me digo.
El odio existía. Se manifestó pri-
meramente en el juego de pelota. Te-
nía Martín un rival en un chico na-
varro, de la Ribera del Ebro, hijo
de un carabinero.
A este rival le llamaban el Cacho,
porque era zurdo.
Carlos de Ohando y algunos condis-
cípulos suyos, carlistas que se las
3010I
echaban de aristócratas, comenzaron a
proteger al Cacho y a excitarlo y a
lanzarlo contra Martín.
El Cacho tenía un juego furioso de
hombre pequeño e iracundo; el juego de
Martín, tranquilo y reposado, era del
que está seguro de sí mismo. El Ca-
cho, si comenzaba a ganar, se exalta-
ba, llevaba el partido al vuelo; en
cambio, desanimado, no tiraba una pe-
lota que no fuese falta.
Eran dos tipos, Zalacaín y el
Cacho, completamente distintos; el
uno, la serenidad y la inteligencia
del montañés; el otro, el furor y el
brío del ribereño.
Semejante rivalidad, explotada por
Ohando y los señoritos de su cuerda,
terminó en un partido que propusieron
los amigos del Cacho. El desafío se
concertó así: el Cacho e Isquiña, un
jugador viejo de Urbía, contra Zala-
caín y el compañero que este quisiera
tomar. El partido sería a cesta y a
diez juegos.
Martín eligió como zaguero a un
muchacho vascofrancés que estaba de
oficial en la panadería de Archipi y
que se llamaba Bautista Urbide.
67 81
Bautista era delgado, pero fuerte,
sereno y muy dueño de sí mismo.
Se apostó mucho dinero por ambas
partes. Casi todo el elemento popular
y liberal estaba por Zalacaín y Ur-
bide; los señoritos, el sacristán y la
gente carlista de los caseríos, por el
Cacho.
El partido constituyó un aconteci-
miento en Urbía; el pueblo entero y
mucha gente de los alrededores se di-
rigió al juego de pelota a presenciar
el espectáculo.
La lucha principal iba a ser entre
los dos delanteros, entre Zalacaín y
el Cacho. El Cacho ponía de su par-
te su nervosidad, su furia, su violen-
cia en echar la pelota baja y arrinco-
nada; Zalacaín se fiaba en su sereni-
dad, en su buena vista y en la fuerza
de su brazo, que le permitía coger la
pelota y lanzarla a lo lejos.
La montaña iba a pelear contra la
llanura.
Comenzó el partido en medio de una
gran expectación; los primeros juegos
fueron llevados a la carrera por el
3010I
Cacho, que tiraba las pelotas como
balas unas líneas solamente por encima
de la raya, de tal modo, que era impo-
sible recogerlas.
A cada jugada maestra del navarro,
los señoritos y los carlistas aplau-
dían entusiasmados; Zalacaín sonreía,
y Bautista le miraba con cierto mal
disimulado pánico.
Iban cuatro juegos por nada, y ya
parecía el triunfo del navarro casi
seguro, cuando la suerte cambió y co-
menzaron a ganar Zalacaín y su compa-
ñero.
Al principio, el Cacho se defendía
bien y remataba el juego con golpes
furiosos; pero luego, como si hubiese
perdido el tono, comenzó a hacer fal-
tas con una frecuencia lamentable, y
el partido se igualó.
Desde entonces se vio que el Cacho
e Isquiña perdían el juego. Estaban
desmoralizados. El Cacho se tiraba
contra la pelota con ira; hacía una
falta y se indignaba; pegaba con la
cesta en la tierra, enfurecido, y
echaba la culpa de todo a su zaguero.
Zalacaín y el vascofrancés, dueños
de la situación, guardaban una sereni-
68 83
dad completa, corrían elásticamente y
reían.
--Ahí, Bautista -decía Zalacaín-.
¡Bien!
--Corre, Martín -gritaba Bautis-
ta-. ¡Eso es!
El juego terminó con el triunfo
completo de Zalacaín y de Urbide.
--"¡Viva gutarrac!" (¡Vivan los
nuestros!) -gritaron los de la calle
de Urbía, aplaudiendo torpemente.
Catalina sonrió a Martín y le fe-
licitó varias veces.
--¡Muy bien! ¡Muy bien!
--Hemos hecho lo que hemos podido
-contestó él, sonriente.
Carlos Ohando se acercó a Martín,
y le dijo con mal ceño:
--El Cacho te juega mano a mano.
--Estoy cansado -contestó Zala-
caín.
--¿No quieres jugar?
--No. Juega tú si quieres.
Carlos, que había comprobado una
vez más la simpatía de su hermana por
Martín, sintió avivarse su odio.
Había venido aquella vez Carlos
3010I
Ohando de Oñate más sombrío, más fa-
nático y más violento que nunca.
Martín sabía el odio del hermano de
Catalina, y cuando lo encontraba por
casualidad, huía de él, lo cual a
Carlos le producía más ira y más fu-
ror.
Martín estaba preocupado, buscando
la manera de seguir los consejos de
Tellagorri y de dedicarse al comer-
cio; había dejado su oficio de cochero
y entrado con Arcale en algunos nego-
cios de contrabando.
Un día, una vieja criada de casa de
Ohando, chismosa y murmuradora, fue a
buscarle y le contó que la Ignacia,
su hermana, coqueteaba con Carlos, el
señorito de Ohando.
Si doña Agueda lo notaba, iba a
despedir a la Ignacia, con lo cual el
escándalo dejaría a la muchacha en una
mala situación.
Martín, al saberlo, sintió deseos
de presentarse a Carlos y de insul-
tarle y desafiarle. Luego, pensando
que lo esencial era evitar las murmu-
raciones, ideó varias cosas, hasta
que, al último, le pareció lo mejor ir
a ver a su amigo Bautista Urbide.
70 85
Había visto al vascofrancés muchas
veces bailando con la Ignacia, y
creía que tenía alguna inclinación por
ella.
El mismo día que le dieron la noti-
cia se presentó en la tahona de Ar-
chipi, en donde Urbide trabajaba. Lo
encontró al vascofrancés, desnudo de
medio cuerpo arriba, en la boca del
horno.
--Oye, Bautista -le dijo.
--¿Qué pasa?
--Te tengo que hablar.
--Te escucho -dijo el francés,
mientras maniobraba con la pala.
--¿A ti te gusta la Iñasi, mi her-
mana?
--¡Hombre!... Sí. ¡Qué pregunta!
-exclamó Bautista-. ¿Para eso vienes
a verme?
--¿Te casarías con ella?
--Si tuviera dinero para estable-
cerme, ya lo creo.
--¿Cuánto necesitarías?
--Unos ochenta o cien duros.
--Yo te los doy.
--¿Y por qué es esa prisa? ¿Le pa-
3010I
sa algo a la Ignacia?
--No, pero he sabido que Carlos
Ohando le está haciendo el amor. ¡Y
como la tiene en su casa...!
--Nada, nada. Háblale tú, y si
ella quiere, ya está. Nos casamos en
seguida.
--Se despidieron Bautista y Mar-
tín, y éste, al día siguiente, llamó a
su hermana y le reprochó su coquetería
y su estupidez. La Ignacia negó los
rumores que habían llegado hasta su
hermano; pero, al último, confesó que
Carlos la pretendía, pero con buen
fin.
--¡Con buen fin! -exclamó Zala-
caín-. Pero tú eres idiota, criatura.
--¿Por qué?
--Porque te quiere engañar nada
más.
--Me ha dicho que se casará conmi-
go.
--¿Y tú le has creído?
--¡Yo! Le he dicho que espere y
que te preguntaré a ti; pero él me ha
contestado que no quiere que te diga a
ti nada.
--Claro. Porque yo echaría abajo
sus planes. Te quiere engañar y quie-
71 87
re deshonrarnos, y que el pueblo ente-
ro nos desprecie, porque me odia a mí.
Yo no te digo más que una cosa: que
si pasa algo entre ese sacristán y tú,
te despellejo a ti y a él, y le pego
fuego a la casa, aunque me lleven a
presidio para toda la vida.
La Ignacia se echó a llorar; pero
cuando Martín le dijo que Bautista
se quería casar con ella y que tenía
dinero, se secaron pronto sus lágri-
mas.
--¿Bautista quiere casarse? -pre-
guntó la Ignacia, asombrada.
--Sí.
--¡Pero si no tiene dinero!
--Pues ahora lo ha encontrado.
La idea del casamiento con Bautis-
ta no sólo consoló a la muchacha, sino
que pareció ofrecerle un halagador
porvenir,
--¿Y qué quieres que haga? ¿Salir
de la casa? -preguntó la Ignacia, se-
cándose las lágrimas y sonriendo.
--No; por de pronto sigue ahí, es
lo mejor, y dentro de unos días Bau-
tista irá a ver a doña Agueda y a de-
3010I
cirla que se casa contigo.
Se hizo lo acordado por los dos
hermanos. En los días siguientes,
Carlos Ohando vio que su conquista
no seguía adelante, y el domingo, en
la plaza, pudo comprobar que la Igna-
cia se inclinaba definitivamente del
lado de Bautista. Bailaron la mu-
chacha y el panadero toda la tarde con
gran entusiasmo.
Carlos esperó a que la Ignacia se
encontrara a solas y la insultó y le
echó en cara su coquetería y su false-
dad. La muchacha, que no tenía gran
inclinación por Carlos, al verle tan
violento, cobró por él desvío y miedo.
Poco después, Bautista Urbide se
presentó en casa de Ohando, habló a
doña Agueda, se celebró la boda, y
Bautista y la Ignacia fueron a vivir
a Zaro, un pueblecillo del país vas-
cofrancés.
73 89
¬
¬
¬
Capítulo Ix
¬
Cómo intentó vengarse Carlos
de Martín Zalacaín
¬
¬
Carlos Ohando enfermó de cólera y
de rabia. Su naturaleza, violenta y
orgullosa, no podía soportar la humi-
llación de ser vencido; sólo el pen-
sarlo le mortificaba y le corroía el
alma.
Al intentar seducir Carlos a la
Ignacia, casi podía más en él su odio
contra Martín que su inclinación por
la chica. Deshonrarla a ella y hacer-
le a él la vida triste era lo que le
encantaba. En el fondo, el aplomo de
Zalacaín, su contento por vivir, su
facilidad para desenvolverse ofendían
a este hombre sombrío y fanático.
Además, en Carlos la idea de or-
den, de categoría, de subordinación,
era esencial, fundamental, y Martín
3010I
intentaba marchar por la vida sin cui-
darse gran cosa de las clasificaciones
y de las categorías sociales.
Esta audacia ofendía profundamente
a Carlos, y hubiera querido humillar-
le para siempre, hacerle reconocer su
inferioridad. Por otra parte, el fra-
caso de su tentativa de seducción le
hizo más malhumorado y sombrío.
Una noche, aún no convaleciente de
su enfermedad, producida por el des-
pecho y la cólera, se levantó de la
cama, en donde no podía dormir, y bajó
al comedor.
Abrió una ventana y se asomó a
ella. El cielo estaba sereno y puro.
La luna blanqueaba las copas de los
manzanos, cubiertos por la nieve de
sus menudas flores. Los melocotoneros
extendían a lo largo de las paredes
sus ramas, abiertas en abanico, llenas
de capullos. Carlos respiraba el aire
tibio de la noche cuando oyó un cu-
chicheo y prestó atención.
Estaba hablando su hermana Catali-
na, desde la ventana de su cuarto, con
alguien que se encontraba en la huer-
ta. Cuando Carlos comprendió que era
con Martín con quien hablaba, sintió
74 91
un dolor agudísimo y una impresión so-
focante de ira.
Siempre se había de encontrar en-
frente de Martín. Parecía que el
destino de los dos era estorbarse y
chocar el uno contra el otro.
Martín contaba, bromeando, a Cata-
lina la boda de Bautista y de la Ig-
nacia en Zaro; el banquete celebrado
en casa del padre del vascofrancés, el
discurso del alcalde del puebleci-
llo...
Carlos desfallecía de cólera. Mar-
tín le había impedido conquistar a la
Ignacia, -y deshonraba, además, a los
Ohando siendo el novio de su hermana,
hablando con ella de noche. Sobre to-
do, lo que más hería a Carlos, aunque
no lo quisiera reconocer, lo que más
le mortificaba en el fondo de su alma,
era la superioridad de Martín, que
iba y venía sin reconocer categorías,
aspirando a todo y conquistándolo to-
do.
Aquel granuja de la calle era capaz
de subir, de prosperar, de hacerse ri-
co, de casarse con su hermana, y de
3010I
considerar todo esto lógico, natu-
ral... Era una desesperación.
Carlos habría gozado conquistando a
la Ignacia, abandonándola después,
paseándose desdeñosamente por delante
de Martín, y Martín le ganaba la
partida sacando a la Ignacia de su
alcance y enamorando a su hermana.
¡Un vagabundo, un ladrón, se la ha-
bía jugado a él, a un hidalgo rico,
heredero de una casa solariega! Y lo
que era peor, ¡esto no sería más que
el principio, el comienzo de su carre-
ra espléndida!
Carlos, mortificado por sus pensa-
mientos, no prestó atención a lo que
hablaban; luego oyó un beso, y poco
después las ramas de un árbol que se
movían.
Tras de esto se vio bajar un hombre
por el tronco de un árbol, se vio que
cruzaba la huerta, montaba sobre la
tapia y desaparecía.
Se cerró la ventana del cuarto de
Catalina, y en el mismo momento Car-
los se llevó la mano a la frente y
pensó con rabia en la magnífica oca-
sión perdida. ¡Qué soberbio instante
para concluir con aquel hombre que le
75 93
estorbaba!
¡Un tiro a boca de jarro!, y ya
aquella mala hierba no crecería más,
no ambicionaría más, no intentaría sa-
lir de su clase. Si lo mataba, todo
el mundo consideraría el suyo un caso
de legítima defensa contra un saltea-
dor, contra un ladrón.
Al día siguiente, Carlos buscó una
escopeta de dos cañones de su padre;
la encontró, la limpió a escondidas y
la cargó con perdigones loberos. Es-
tuvo vacilando en poner cartuchos con
bala, pero como era difícil hacer pun-
tería de noche, optó por los perdigo-
nes gruesos.
Ni en aquella noche ni en la si-
guiente se presentó Martín; pero
cuatro días después Carlos lo sintió
en la huerta. Todavía no había salido
la luna, y esto salvó al salteador
enamorado. Carlos, impaciente, al oír
el ruido de las hojas, apuntó y dispa-
ró.
Al fogonazo vio a Martín en el
tronco del árbol y volvió a disparar.
Se oyó un chillido de mujer y el
3010I
golpe de un cuerpo en el suelo. La
madre de Carlos y las criadas, alar-
madas, salieron de sus cuartos gritan-
do, preguntando lo que era. Catalina,
pálida como una muerta, no podía ha-
blar de emoción.
Doña Agueda, Carlos y las criadas
salieron al jardín. Debajo del árbol,
en la tierra y sobre la hierba húmeda,
se veían algunas gotas de sangre, pero
Martín había huido.
--No tenga usted cuidado, señorita
-le dijo a Catalina una de las cria-
das-. Martín ha podido escapar.
La señora Ohando, que se enteró de
lo ocurrido por su hijo, llamó en su
auxilio al cura don Félix para que le
aconsejara.
Se intentó hacer comprender a Ca-
talina el absurdo de su propósito, pe-
ro la muchacha era tenaz y estaba dis-
puesta a no ceder.
--Martín ha venido a darme noticias
de la Ignacia, y como sabe que no le
quieren en la casa, por eso ha saltado
la tapia.
Cuando Carlos supo que Martín es-
taba solamente herido en un brazo y
que se paseaba vendado por el pueblo,
77 95
siendo el héroe, se sintió furioso;
pero, por si acaso, no se atrevió a
salir a la calle.
Con el atentado, la hostilidad en-
tre Carlos y Catalina, ya existente,
se acentuó de tal manera que doña
Agueda, para evitar agrias disputas,
envió de nuevo a Carlos a Oñate, y
ella se dedicó a vigilar a su hija.
3010I
81 97
¬
¬
¬
Libro segundo
¬
Andanzas y correrías
:::::::::::::::::::::
¬
¬
¬
Capítulo primero
¬
En el que se habla de
los preludios de la
última guerra Carlista
¬
¬
Hay hombres para quienes la vida es
de una facilidad extraordinaria. Son
algo así como una esfera que rueda por
un plano inclinado, sin tropiezo, sin
dificultad alguna.
¿Es talento, es instinto o es suer-
te? Los propios interesados aseguran
ser instinto o talento; sus enemigos
dicen casualidad, suerte, y esto es
más probable que lo otro, porque hay
3010I
hombres excelentemente dispuestos para
la vida, inteligentes, enérgicos,
fuertes, y que, sin embargo, no hacen
más que detenerse y tropezar en todo.
Un proverbio vasco dice: "El buen
valor asusta a la mala suerte". Y es-
to es verdad a veces..., cuando se
tiene buena suerte.
Zalacaín era afortunado; todo lo
que intentaba lo llevaba bien. Nego-
cios, contrabando, amores, juego...
Su ocupación principal era el comer-
cio de caballos y de mulas, que com-
praba en Dax y pasaba de contrabando
por los Alduides o por Roncesvalles.
Tenía como socio a Capistun el
Americano, hombre inteligentísimo, ya
de edad, a quien todo el mundo llamaba
el Americano, aunque se sabía que era
gascón. Su mote procedía de haber vi-
vido en América mucho tiempo.
Bautista Urbide, antiguo panadero
de la tahona de Archipi, formaba mu-
chas veces parte de las expediciones.
Lo mismo Capistun que Martín tenían
como punto de descanso el pueblo de
Zaro, próximo a San Juan del Pie
del Puerto, donde vivía la Ignacia
con Bautista.
82 99
Capistun y Martín conocían, como
pocos, los puertos de Ibantelly y de
Atchuria, de Alcorrunz y de Larra-
tecoeguia, toda la línea de mugas de
Zugarramurdi. Habían recorrido mu-
chas veces los caminos que hay entre
Meaca y Urdax, entre Izpegui y San
Esteban de Baigorri, entre Biriatu
y Endarlaza, entre Elorrieta, la
Banca y Berdáriz. En casi todos los
pueblos de la frontera vasconavarra,
desde Fuenterrabía hasta Valcarlos,
tenían algún agente para sus negocios
de contrabando. Conocían también,
palmo a palmo, las veredas que van por
las vertientes del monte Larrun, y no
había misterios para ellos hacia el
lado Este de Navarra, en esas prade-
ras altas, metidas entre los bosques
de Irati y de Ori.
La vida de Capistun y Martín era
accidentada y peligrosa. Para Mar-
tín, la consigna del viejo Tellagorri
era la norma de su vida. Cuando se
encontraba en una situación apurada,
cercado por los carabineros; cuando se
perdían en el monte, en medio de la
3010I
noche; cuando tenía que hacer un es-
fuerzo sobre sí mismo, recordaba la
actitud y la voz del viejo al decir:
"¡Firmes! ¡Siempre firmes!". Y ha-
cía lo necesario en aquel momento con
decisión.
Tenía Martín serenidad y calma.
Sabía medir el peligro y ver la si-
tuación real de las cosas, sin exage-
raciones y sin alarmas. Para los ne-
gocios y para la guerra, el hombre ne-
cesita ser frío.
Martín comenzaba a impregnarse del
liberalismo francés y a encontrar
atrasados y fanáticos a sus paisanos;
pero, a pesar de esto, creía que Don
Carlos, en el instante que iniciase
la guerra, conseguiría la victoria.
En casi todo el Mediodía de Fran-
cia se creía lo mismo.
El Gobierno de la República, los
subprefectos y demás funcionarios de
la frontera española dejaban pasar a
los facciosos; y en los coches de
Elizondo, por los Alduides, por San
Esteban de Baigorri, por Añoa, via-
jaban los jefes carlistas, con sus
uniformes e insignias de mando.
Martín y Capistun, además de mulas
83 101
y de caballos, habían llevado a dife-
rentes puntos de Guipúzcoa y de Na-
varra armas y materias necesarias para
la fabricación de pólvora, cartuchos y
proyectiles, y hasta llegaron a pasar
por la frontera un cañón, de desecho
de la guerra francoprusiana, vendido
por el Estado francés.
Los comités carlistas funcionaban a
la vista de todo el mundo. General-
mente, Martín y Capistun se enten-
dían con el de Bayona; pero algunas
veces tuvieron que relacionarse con el
de Pau.
Muchas veces habían dejado en manos
de jóvenes carlistas, disfrazados de
boyerizos, barricas llenas de armas.
Los carlistas montaban las barricas
en un carro y se internaban en Espa-
ña.
--Es vino de la Rioja -solían de-
cir en broma al llegar a los pueblos,
golpeando los toneles, y el alcalde y
el secretario, cómplices, los dejaban
pasar.
También solían cargar en carros,
que cubrían de tejas, plomo en lingo-
3010I
tes, que había de servir para fundir
balas.
La alusión a la guerra próxima se
notaba en una porción de indicios y
señales. Curas, alcaldes y "jaunchos"
(1) se preparaban. Muchas veces, al
cruzar un pueblo, se oía una voz aguda
como de Carnaval, que gritaba en vas-
co: ¿"Noiz zuazte"? (¿Cuándo os
vais?) Lo que quería decir: ¿Cuándo
os echáis al campo?
Se cantaba también en Guipúzcoa
una canción en vascuence que aludía a
la guerra, y que se llamaba "Guguerá"
(Nosotros somos).
Era así:
¬
"Una voz"
Bigarren chandan
adituzendet
ate joca dan dan.
Ate onduan
norbait dago ta
galdezazu norman.
¬
(Por segunda vez oigo que están
:::::::::::::::
(1) "Jaunchos" = caciques.
85 103
llamando a la puerta, dan, dan. Junto
a la puerta hay alguno. Pregunta
quien es).
¬
"Varias voces"
Ta gu guerá
Ta gu guerá1 gabíltzanac
gora berá
etorri nayean onerá.
Ta gu guerá
Ta gu guerá
Quirlis Carlos
Carlos Quirlis
Ecarri nayean onerá.
¬
(Nosotros somos, nosotros somos los
que andamos de arriba abajo queriendo
venir aquí. Nosotros somos, nosotros
somos Quirlis Carlos, Carlos Quir-
lis, queriéndole traer aquí).
¬
Y mientras en las provincias se or-
ganizaba y preparaba una guerra feroz
y sangrienta, en Madrid, políticos y
oradores se dedicaban con fruición a
los bellos ejercicios de la retórica.
3010I
¬
... ... ... ... ... ... ... ...
¬
Un día de mayo fueron Martín, Ca-
pistun y Bautista a Vera. La seño-
rita de Ohando tenía una casa en el
barrio de Alzate y había ido a pasar
allí una temporada.
Martín quería hablar con su novia,
y Capistun y Bautista le acompaña-
ron. Salieron de Sara y marcharon
por un regato hundido hasta salir a
Lizuñaga, y de aquí al barrio de
Illecueta.
Martín contaba con una de las cria-
das de Ohando, partidaria suya, y és-
ta le facilitaba el poder hablar con
Catalina. Mientras Martín quedó en
Alzate, Capistun y Bautista entra-
ron en Vera.
En aquel mismo momento, Don Car-
los de Borbón, el pretendiente, lle-
gaba rodeado de un Estado Mayor de
generales carlistas y de algunos van-
deanos franceses.
Se leyó una alocución patriótica, y
después don Carlos, repitiendo el fi-
nal de la alocución, exclamó:
--Hoy, dos de mayo. ¡Día de fiesta
86 105
"nasional! ¡Abaco el extranquero"!
El "extranquero" era Amadeo de
Saboya.
Capistun y Bautista anduvieron
entre los grupos. Se decía que uno de
aquellos caballeros era Cathelineau,
el descendiente del célebre general
vandeano; se señalaba también al conde
de Barrot y a un marqués navarro.
Cuando llegó Martín a Vera se en-
contró la plaza llena de carlistas;
Bautista le dijo:
--La guerra ha empezado.
Martín se quedó pensativo.
Volvieron Martín, Capistun y
Bautista a Francia por la regata de
Sara. Bautista gritaba irónicamente
a cada paso: ¡"Abaco el extranquero"!
Zalacaín pensaba en el giro que toma-
ría aquella guerra así iniciada y en
lo que podría influir en sus amores
con Catalina.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Ii
¬
Cómo Martín, Bautista y Capistun
pasaron una noche en el norte
¬
¬
Una noche de invierno marchaban los
tres hombres con cuatro magníficas mu-
las cargadas con grandes fardos. Sa-
lidos de Zaro por la tarde, se diri-
gían hacia los altos del monte La-
rrun. Costeando un arroyo que bajaba
a unirse con la Nivelle, y cruzando
prados, llegaron a una borda, donde se
detuvieron a cenar.
Los tres hombres eran Martín Za-
lacaín, Capistun el gascón y Bautis-
ta Urbide. Llevaban una partida de
uniformes y capotes.
El alijo iba consignado a Lesaca,
en donde le recogerían los carlistas.
Después de cenar en la borda, los
tres hombres sacaron las mulas y con-
tinuaron el viaje, subiendo por el
monte Larrun.
Era la noche fría, comenzaba a ne-
90 107
var. En los caminos y sendas llenos
de lodo se resbalaban los pies; a ve-
ces una mula entraba en un charco has-
ta el vientre y a fuerza de fuerzas se
lograba sacarla del aprieto.
Los animales llevaban mucho peso.
Era preciso seguir el camino largo
sin utilizar las veredas y la marcha
se hacía pesada. Al llegar a la cum-
bre y al entrar en el puerto les sor-
prendió a los viandantes una tempestad
de viento y de nieve.
Se encontraban en la misma fronte-
ra. La nieve arreciaba; no era fácil
seguir adelante. Los tres hombres de-
tuvieron las mulas y mientras quedaba
Capistun con ellas Martín y Bautis-
ta se echaron uno a un lado y el otro
al otro para ver si encontraban cerca
algún refugio, cabaña o choza de pas-
tor.
Zalacaín vio a pocos pasos una ca-
sucha de carabineros cerrada.
--¡Eup! ¡Eup! -gritó.
No contestó nadie.
Martín empujó la puerta, sujeta con
un clavo y entró dentro del chozo.
3010I
Inmediatamente corrió a dar parte a
los amigos de su descubrimiento. Los
fardos que llevaban las mulas tenían
mantas, y extendiéndolas y sujetándo-
las por un extremo en la choza de los
carabineros y por otro en unas ramas,
improvisaron un cobertizo para las ca-
ballerías.
Puestas en seguridad la carga y las
mulas, entraron los tres en la casa de
los carabineros y encendieron una her-
mosa hoguera. Bautista fabricó en un
momento, con fibras de pino, una an-
torcha para alumbrar aquel rincón.
Esperaron a que pasara el temporal
y se dispusieron a matar el tiempo
junto a la lumbre. Capistun llevaba
una calabaza llena de aguardiente de
Armagnac, y, mezclándolo con agua,
que calentaron, bebieron los tres.
Luego, como era natural, hablaron
de la guerra. El carlismo se extendía
y marchaba de triunfo en triunfo. En
Cataluña y en el país vasconavarro
iba haciendo progresos. La República
española era una calamidad. Los pe-
riódicos hablaban de asesinatos en
Málaga, de incendios en Alcoy, de
soldados que desobedecían a los jefes
91 109
y se negaban a batirse. Era una ver-
güenza.
Los carlistas se apoderaban de una
porción de pueblos abandonados por los
liberales. Habían entrado en Este-
lla.
En las dos orillas del Bidasoa, lo
mismo en la frontera española que en
la francesa, se sentía un gran entu-
siasmo por la causa del Pretendiente.
Capistun y Bautista señalaron sus
conocidos alistados en la facción. La
mayoría eran mozos, pero no faltaban
tampoco los viejos. Los fueron citan-
do.
Allá estaban Juan Echeberrigaray,
de Ezpeleta; Tomás Albandos, de
Añoa; el herrero Lerrumburo, de Za-
ro; Echebarría, de Irisarri; Gal-
parzaroso, el alpargatero, de Urruña;
Mearuberry, el carnicero, de Osta-
bat; Miguel Larralde, el de Azcaín;
Carricaburo, el mozo de un caserío de
Arhamus; Chaubandidegui, el hijo del
confitero de Azcarat; Peyrohade y
Lafourchette, los dos mozos del bazar
de Hasparren.
3010I
--¡Valientes granujas! -murmuró
Martín, que escuchaba.
Capistun y Bautista siguieron su
enumeración. Estaban también Borda-
gorri, el de Meharín; Achucarro, de
Urdax; Etchehun, el versolari de
Chacxu; Gañecoechia, de Osses;
Bishiño, de Azparrain; Listurria,
de Briscus; Rebenacq, de Pourtal\s;
el propietario de Saint-Palais, con
el barón Lesbas d.Armagnac de Mau-
leon; Dechesarry, el sacristán de
Biriatu; Guibeleguieta, de Barcus;
Iturbide, de Hendaya; Echemendi, el
minero de Articuza; Chocoa, el can-
tero de San Esteban de Baigorri;
Garraiz, el cazador de palomas de
Echalar; Setoain el leñador de Es-
terensuby; Isuribere, el pastor de
Urepel. y Chiquierdi, el de Zuga-
rramundi.
Los vascos, siguiendo las tenden-
cias de su raza, marchaban a defender
lo viejo contra lo nuevo. Así habían
peleado en la antigüedad contra el ro-
mano, contra el godo, contra el árabe,
contra el castellano, siempre a favor
de la costumbre vieja y en contra de
la idea nueva.
92 111
Estos aldeanos y viejos hidalgos de
Vasconia y de Navarra, esta semia-
ristocracia campesina de las dos ver-
tientes del Pirineo, creía en aquel
Borbón vulgar, extranjero y extranje-
rizado, y estaban dispuestos a morir
para satisfacer las ambiciones de un
aventurero tan grotesco.
Los legitimistas franceses se lo
figuraban como un nuevo Enrique Iv,
y como de allí, del Bearn, salieron
en otro tiempo los Borbones para rei-
nar en España y en Francia, soñaban
con que Carlos Vii triunfaría en
España, acabaría también con la mal-
dita República francesa, daría fueros
a Navarra, que sería el centro del
mundo, y, además, restablecería el po-
der político del Papa en Roma.
Zalacaín se sentía muy español, y
dijo que los franceses eran unos co-
chinos, porque debían hacer la guerra
en su tierra, si querían.
Capistun, como buen republicano,
afirmó que la guerra en todas sus par-
tes era una barbaridad.
--Paz, paz es lo que se necesita
3010I
-añadió el gascón-; paz para poder
trabajar y vivir.
--¡Ah, la paz! -replicó Martín
contradiciéndole-; es mejor la guerra.
--No, no -repuso Capistun-. La
guerra es la barbarie, nada más.
Discutieron el asunto; el gascón,
como más ilustrado, aducía mejores ar-
gumentos; pero Bautista y Martín
replicaban:
--Sí, todo eso es verdad, pero tam-
bién es hermosa la guerra.
Y los dos vascos especificaron lo
que ellos consideraban como hermosura.
Ambos guardaban en el fondo de su al-
ma un sueño cándido y heroico, infan-
til y brutal. Se veían los dos por
los montes de Navarra y de Guipúzcoa
al frente de una partida, viviendo
siempre en acecho, en una continua
elasticidad de la voluntad, atacando,
huyendo, escondiéndose entre las ma-
tas, haciendo marchas forzadas, incen-
diando el caserío enemigo...
¡Y qué alegrías! ¡Qué triunfos!
Entrar en las aldeas a caballo, la
boina sobre los ojos, el sable al cin-
to, mientras las campanas tocan en la
iglesia. Ver, al huir de una fuerza
94 113
mayor, cómo aparece entre el verde de
las heredades el campanario de la al-
dea donde se tiene el asilo; defender
una trinchera heroicamente y plantar
la bandera entre las balas que silban,
conservar la serenidad mientras las
granadas caen, estallando a pocos pa-
sos, y caracolear en el caballo delan-
te de la partida, marchando al compás
del tambor...
¡Qué emociones debían de ser aqué-
llas! Y Bautista y Martín soñaban
con el placer de atacar y de huir, de
bailar en las fiestas de los pueblos y
de robar en los Ayuntamientos, de
acechar y de escapar por los senderos
húmedos y dormir en una borda sobre
una cama de hierba seca...
--¡Barbarie! ¡Barbarie! -replicaba
a todo esto el gascón.
--¡Qué barbarie! -exclamó Martín-.
¿Se ha de estar siempre hecho un es-
clavo, sembrando patatas o cuidando
cerdos? Prefiero la guerra.
--¿Y por qué prefieres la guerra?
Para robar.
--No hables, Capistun, que eres
3010I
comerciante.
--¿Y qué?
--Que tú y yo robamos con el libro
de cuentas. Entre robar en el camino
y robar con el libro de cuentas, pre-
fiero a los que roban en el camino.
--Si el comercio fuera un robo, no
habría sociedad -repuso el gascón.
--¿Y qué? -dijo Martín.
--Que acabarían las ciudades.
--Para mí las ciudades están hechas
por miserables y sirven para que las
saqueen los hombres fuertes -dijo
Martín con violencia.
--Eso es ser enemigo de la Humani-
dad.
Martín se encogió de hombros.
Poco después de la medianoche la
nieve comenzó a cesar, y Capistun dio
la orden de marcha. El cielo había
quedado estrellado. Los pies se hun-
dían en la nieve y se sentía un silen-
cio de muerte.
--"Cantats, amics" -dijo el gascón,
a quien tanta tristeza y tanto reposo
imponían.
--No nos vayan a oír -advirtió
Bautista.
--¡Ca! -y el gascón cantó:
95 115
¬
¡Oan! ¡Oan! lus de deuan
lus de darrer que seguirán.
Lus de darrer oan, oan,
que seguirán a trot de can.
¬
(¡Adelante! Adelante, los de de-
lante y los de atrás que seguirán.
Los de atrás, adelante, adelante, que
seguirán al trote de can).
¬
Era ésta una vieja canción gascona
para medir la marcha; muy buena para
el llano, pero poco oportuna en aque-
llos vericuetos.
Bautista, animado por el ejemplo
del gascón, cantó un zortzico vasco-
francés, que decía así:
¬
Gau erdi da
errico orenean
iñon ez da
arguiric lurrean
ez diteque
mendian adi deuzic
aizearen
arrabotza baizic
3010I
¬
(Es medianoche en el reloj del
pueblo; en ninguna parte hay luz en la
tierra; no se puede, en el monte, oír
más que el rumor estruendoso del vien-
to).
¬
La canción de Bautista era de una
salvaje melancolía; Martín lanzó un
grito, el irrintzi, como una larga
carcajada o un relincho salvaje, ter-
minando en una risa burlona. Capis-
tun, como protestando, cantó:
¬
Del castelet a l.aube
sort Isabeu,
es blanquette sa raube
come la neu.
¬
(Del castillete, al alba, sale
Isabel; es blanquita su ropa como la
nieve).
¬
A Martín y a Bautista no les gus-
taban las canciones del gascón, que
les parecían empalagosas, y a éste
tampoco las de sus amigos, a las cua-
les encontraba siniestras. Discutie-
ron acerca de las excelencias de sus
97 117
respectivos países, pasando de los
cantos populares a hablar de las cos-
tumbres y de la riqueza.
Iba a amanecer, comenzaban a acer-
carse a Vera, cuando se oyeron a lo
lejos varios tiros.
--¿Qué pasa aquí? -se preguntaron.
Tras de un instante se volvieron a
oír nuevos tiros y un lejano sonido de
campanas.
--Hay que ver lo que es.
Decidieron como más práctico que
Capistun, con las cuatro mulas, se
volviera y se encaminara despacio ha-
cia la choza de carabineros donde ha-
bían pasado la noche. Si no ocurría
nada en Vera, Bautista y Zalacaín
retornarían inmediatamente. Si en dos
horas no estaban allá, Capistun debía
ganar la frontera y refugiarse en
Francia: en Ascaín, en Sara, donde
pudiese.
Las mulas volvieron de nuevo camino
del puerto, y Zalacaín y su cuñado
comenzaron a bajar del monte en línea
recta, saltando, deslizándose sobre la
nieve, a riesgo de despeñarse. Media
3010I
hora después entraban en la calle de
Alzate, cuyas puertas se veían cerra-
das.
Llamaron en una posada conocida.
Tardaron en abrir, y, al último, el
posadero, amedrentado, se presentó en
la puerta.
--¿Qué pasa? -preguntó Zalacaín.
--Que ha entrado en Vera otra vez
la partida del Cura.
Bautista y Martín sabían la repu-
tación del Cura y su enemistad con
algunos generales carlistas, y convi-
nieron en que era peligroso llevar el
alijo a Vera o a Lesaca, mientras
anduvieran por allí las gentes del en-
sotanado cabecilla.
--Vamos en seguida a darle el aviso
a Capistun -dijo Bautista.
--Bueno, vete tú -repuso Martín-;
yo te alcanzo en seguida; vete.
--¿Qué vas a hacer?
--Voy a ver si veo a Catalina.
--Yo te esperaré.
Catalina y su madre vivían en una
magnífica casa de Alzate. Llamó
Martín en ella, y a la criada, que ya
le conocía, le dijo:
--¿Está Catalina?
98 119
--Sí... Pasa.
Entró en la cocina. Era ésta gran-
de y espaciosa y algo oscura. Alrede-
dor de la ancha campana de la chimenea
colgaba una tela blanca planchada su-
jeta por clavos. Del centro de la
campana bajaba una gruesa cadena ne-
gra, en cuyo garfio final se engancha-
ba un caldero. A un lado de la chime-
nea había un banquillo de piedra, so-
bre el cual estaban en fila tres he-
rradas, con los aros de hierro bri-
llantes, como si fueran de plata. En
las paredes se veían cacerolas de co-
bre rojizo y todos los chismes de la
cocina de la casa, desde las sartenes
y cucharas de palo, hasta el calenta-
dor, que también figuraba colgado en
la pared, como parte integrante de la
batería de cocina.
Aquel orden parecía algo absurdo y
extraordinario, contrastado con la
agitación exterior.
La criada había subido la escalera,
y tras de algún tiempo, bajó Catali-
na, envuelta en un mantón.
--¿Eres tú? -dijo sollozando.
3010I
--Sí, ¿qué pasa?
Catalina, llorando, contó que su
madre estaba muy enferma, su hermano
se había ido con los carlistas y a
ella querían meterla en un convento.
--¿Adónde te quieren llevar?
--No sé; todavía no se ha decidido.
--Cuando lo sepas, escríbeme.
--Sí, no tengas cuidado. Ahora ve-
te, Martín, porque mi madre habrá oí-
do que estamos hablando, y, como ha
sentido los tiros hace poco, está muy
alarmada.
Efectivamente, se oyó poco después
una voz débil que exclamaba:
--¡Catalina! ¡Catalina! ¿Con
quién hablas?
Catalina tendió la mano a Martín,
quien la estrechó en sus brazos. Ella
apoyó la cabeza en el hombro de su no-
vio, y viendo que la volvían a llamar,
subió la escalera. Zalacaín la con-
templó absorto, y luego abrió la puer-
ta de la casa, la cerró despacio, y,
al encontrarse en la calle, se vio con
un espectáculo inesperado. Bautista
discutía a gritos con tres hombres ar-
mados, que no parecían tener para él
muy buenas disposiciones.
100 121
--¿Qué pasa? -preguntó Martín.
Pasaba, sencillamente, que aquellos
tres individuos eran de la partida del
Cura y habían presentado a Bautista
Urbide este sencillo dilema:
"O formar parte de la partida o
quedar prisionero y recibir, además,
de propina una tanda de palos".
Martín iba a lanzarse a defender a
su cuñado, cuando vio que a un extremo
de la calle aparecían cinco o seis mo-
zos armados. En el otro esperaban
diez o doce. Con su rápido instinto
de comprender la situación, Martín se
dio cuenta de que no había más remedio
que someterse, y dijo a Bautista, en
vascuence, aparentando gran joviali-
dad:
--¡Qué demonio, Bautista! ¿No
querías tú entrar en una partida? ¿No
somos carlistas? Pues ahora estamos a
tiempo.
Uno de los tres hombres, viendo có-
mo se explicaba Zalacaín, exclamó sa-
tisfecho:
--¡"Arrayua"! Éste es de los nues-
tros. Venid los dos.
3010I
El tal hombre era un aldeano alto,
flaco, vestido con un uniforme destro-
zado y una pipa de barro en la boca.
Parecía el jefe, y le llamaban Lus-
chía.
Martín y Bautista siguieron a los
mozos armados, pasaron de Alzate a
Vera y se detuvieron en una casa, en
cuya puerta había un centinela.
--¡Bajadlos! ¡Bajadlos! -dijo
Luschía a su gente.
Cuatro mozos entraron en el portal
y subieron por la escalera.
Luschía, mientras tanto, preguntó a
Martín:
--Vosotros, ¿de dónde sois?
--De Zaro.
--¿Sois franceses?
--Sí -dijo Bautista.
Martín no quiso decir que él no lo
era, sabiendo que el decir que era
francés podía protegerle.
--Bueno, bueno -murmuró el jefe.
Los cuatro aldeanos de la partida
que habían entrado en la casa trajeron
a dos viejos.
--¡Atadlos! -dijo Luschía, el al-
deano de la pipa.
Sacaron a la calle un tambor de re-
101 123
gimiento y un cesto, y a los dos vie-
jos los ataron.
--¿Qué es lo que han hecho? -pre-
guntó Martín a uno de la partida que
llevaba una boina a rayas.
--Que son traidores -contestó éste.
--El uno era un maestro de escuela
y el otro un ex partidario de la gue-
rrilla del Cura.
Cuando estuvieron las dos víctimas
atadas y con las espaldas desnudas, el
ejecutor de la justicia, el mozo de la
boina a rayas, se remangó el brazo y
cogió una vara.
El maestro de escuela, suplicante,
imploró:
--¡Pero si todos somos unos!
El ex guerrillero no dijo nada.
No hubo apelación ni misericordia.
Al primer golpe, el maestro de escue-
la perdió el sentido; el otro, el an-
tiguo lugarteniente del Cura, calló y
comenzó a recibir los palos con un es-
toicismo siniestro.
Luschía se puso a hablar con Zala-
caín. Éste le contó una porción de
mentiras. Entre ellas le dijo que él
3010I
mismo había guardado cerca de Urdax,
en una cueva, más de treinta fusiles
modernos. El hombre oía, y de cuando
en cuando, volviéndose al ejecutor de
sus órdenes, decía con voz gangosa:
--¡Jo! ¡Jo! (Pega, pega).
Y volvía a caer la vara sobre las
espaldas desnudas.
103 125
¬
¬
¬
Capítulo Iii
¬
De algunos hombres decididos
que formaban la partida del cura
¬
¬
Concluida la paliza, Luschía dio
la orden de marcha, y los quince o
veinte hombres tomaron hacia Oyarzun,
por el camino que pasa por la Cuesta
de la Agonía.
La partida iba en dos grupos: en el
primero marchaba Martín y en el se-
gundo Bautista.
Ninguno de la partida tenía mal as-
pecto ni aire patibulario. La mayoría
parecían campesinos del país; casi to-
dos llevaban traje negro, boina azul
pequeña, y algunos en vez de botas,
calzaban abarcas con pieles de carne-
ro, que les envolvían las piernas.
Luschía, el jefe, era uno de los
tenientes del Cura, y, además, capi-
taneaba su guardia negra. Sin duda,
3010I
gozaba de la confianza del cabecilla.
Era alto, huesudo, de nariz fenome-
nal, enjuto y seco.
Tenía Luschía una cara que siempre
daba la impresión de verla de perfil,
y la nuez, puntiaguda.
Parecía buena persona hasta cierto
punto, insinuante y jovial. Conside-
raba, sin duda, una magnífica adquisi-
ción la de Zalacaín y Bautista, pero
desconfiaba de ellos, y aunque no como
prisioneros, los llevaba separados y
no les dejaba hablar a solas.
Luschía tenía también sus lugarte-
nientes: Praschcu, Belcha el corneta
de Lasala. Praschcu era un mocetón
grueso, barbudo, sonriente y rojo que,
a juzgar por sus palabras, no pensaba
más que en comer y en beber bien. Du-
rante el camino no habló más que de
guisos y de comidas, de la cena que le
quitaron al cura de tal pueblo o al
maestro de escuela de tal otro, del
cordero asado que comieron en este ca-
serío y de las botellas de sidra que
encontraron en una taberna. Para
Praschcu la guerra no era más que una
serie de comilonas y de borracheras.
Belcha y el corneta de Lasala iban
104 127
acompañando a Bautista.
A Belcha (el Negrito), le llama-
ban así por ser pequeño y moreno; el
corneta de Lasala ostentaba una ci-
catriz violácea que le cruzaba la
frente. Su apodo procedía de su ofi-
cio de capataz, de los que dan la se-
ñal para el comienzo y el paro del
trabajo con una bocina.
Los de la partida llegaron a media-
noche a Arichulegui, un monte cercano
a Oyarzun, y entraron en una borda
próxima a la ermita.
Esta borda era la guarida del Cu-
ra. Allí estaba su depósito de muni-
ciones.
El cabecilla no estaba. Guardaba
la borda un retén de unos veinte hom-
bres. Se hizo pronto de noche. Zala-
caín y Bautista comieron un rancho de
habas y durmieron sobre una hermosa
cama de heno seco.
Al día siguiente, muy de mañana,
sintieron los dos que les despertaban
de un empujón; se levantaron y oyeron
la voz de Luschía:
--¡Hala! Vamos andando.
3010I
Era todavía de noche; la partida
estuvo lista en un momento. Al medio-
día se detuvieron en Fagollaga, y al
anochecer llegaron a una venta próxima
a Andoain, en donde hicieron alto.
Entraron en la cocina. Según dijo
Luschía, allí se encontraba el Cura.
Efectivamente, poco después. Lus-
chía llamó a Zalacaín y a Bautista.
--Pasad -les dijo.
Subieron por la escalera de madera
hasta el desván y llamaron en una
puerta.
--¿Se puede? -preguntó Luschía.
--Adelante.
Zalacaín, a pesar de ser templado,
sintió un ligero estremecimiento en
todo el cuerpo, pero se irguió y entró
sonriente en el cuarto. Bautista lle-
vaba el ánimo de protestar.
--Yo hablaré -dijo Martín a su cu-
ñado-; tú no digas nada.
A la luz de un farol se veía un
cuarto, de cuyo techo colgaban mazor-
cas de maíz, y una mesa de pino, a la
cual estaban sentados dos hombres.
Uno de ellos era el Cura; el otro,
su teniente, un cabecilla que tenía
por apodo el Jabonero.
106 129
--Buenas noches -dijo Zalacaín en
vascuence.
--Buenas noches -contestó el Jabo-
nero amablemente.
El Cura no contestó. Estaba le-
yendo un papel.
Era un hombre regordete, más bajo
que alto, de tipo insignificante, de
unos treinta y tantos años. Lo único
que le daba carácter era la mirada,
amenazadora, oblicua y dura.
Al cabo de algunos minutos, el Cu-
ra levantó la vista, y dijo:
--Buenas noches.
Luego siguió leyendo.
Había en todo aquello algo ensayado
para infundir terror. Zalacaín lo
comprendió y se mostró indiferente y
contempló sin turbarse al Cura. Lle-
vaba éste la boina negra inclinada
sobre la frente, como si temiera que
le mirasen a los ojos; gastaba barba
ya ruda y crecida, el pelo corto, un
pañuelo en el cuello, un chaquetón
negro con todos los botones abrochados
y un garrote entre las piernas.
Aquel hombre tenía algo de esa per-
3010I
sonalidad enigmática de los seres san-
guinarios, de los asesinos y de los
verdugos, su fama de cruel y de bárba-
ro se extendía por toda España. Él
lo sabía y, probablemente, estaba or-
gulloso del terror que causaba su nom-
bre. En el fondo era un pobre diablo
histérico, enfermo, convencido de su
misión providencial. Nacido, según se
decía, en el arroyo, en Elduayen, ha-
bía llegado a ordenarse y a tener un
cuarto en un pueblecito próximo a To-
losa. Un día estaba celebrando misa
cuando fueron a prenderle. Pretextó
el Cura el ir a quitarse los hábitos,
y se tiró por una ventana y huyó y em-
pezó a organizar su partida.
Aquel hombre siniestro se encontró
sorprendido ante la presencia y la se-
renidad de Zalacaín y de Bautista, y
sin mirarles les preguntó:
--¿Sois vascongados?
--Sí -dijo Martín, avanzando.
--¿Qué hacíais?
--Contrabando de armas.
--¿Para quién?
--Para los carlistas.
--¿Con qué comité os entendíais?
--Con Bayona.
107 131
--¿Qué fusiles habéis traído?
--Berdan y Chassepot.
--¿Es verdad que tenéis armas es-
condidas cerca de Urdax?
--Ahí y en otros puntos.
--¿Para quién las traíais?
--Para los navarros.
--Bueno. Iremos a buscarlas. Si
no las encontramos, os fusilaremos.
--Está bien -dijo fríamente Zala-
caín.
--Marchaos -repuso el Cura, moles-
to por no haber intimidado a sus in-
terlocutores.
Al salir, en la escalera, el Jabo-
nero se acercó a ellos.
Éste tenía aspecto de militar, de
hombre amable y bien educado.
Había sido guardia civil.
--No temáis -dijo-. Si cumplís
bien, nada os pasará.
--Nada tememos -contestó Martín.
Fueron los tres a la cocina de la
posada, y el Jabonero se mezcló entre
la gente de la partida, que esperaba
la cena.
Se reunieron en la misma mesa el
3010I
Jabonero, Luschía, Belcha, el cor-
neta de Lasala y uno gordo a quien
llamaban Anchusa.
El Jabonero no quiso aceptar en la
mesa a Prachcu, porque dijo que si a
aquel bárbaro le ponían a comer al
principio no dejaba nada a los demás.
Con este motivo, un muchacho joven,
ex seminarista, apellidado Dantchari
y conocido también por el Estudiante,
que formaba parte de la partida, re-
cordó la canción de Vilinch, que se
llama la Canción del Potaje, y, como
en ella el autor se burla de un cura
tragón, tuvo que cantarla en voz baja,
para que no se enterara el cabecilla.
El posadero trajo la cena y una
porción de botellas de vino y de si-
dra, y, como la caminata desde Ari-
chulegui hasta allá les había abierto
el apetito, se lanzaron sobre las
viandas como fieras hambrientas.
Estaban cenando, cuando llamaron a
la puerta.
--¿Quién va? -dijo el posadero.
--Yo. Un amigo -contestaron de
fuera.
--¿Quién eres tú?
--Ipintza, el Loco.
109 133
--Pasa.
Se abrió la puerta y entró el viejo
mendigo, envuelto en una anguarina
parda, con una de las mangas atadas y
convertida en bolsillo. Dantchari el
Estudiante le conocía, y dijo que era
un vendedor de canciones, a quien te-
nían por loco porque cantaba y bailaba
recitándolas.
Se sentó Ipintza el Loco a la me-
sa, y le dio el posadero las sobras de
la cena. Luego se acercó al grupo que
formaban los hombres de la partida al-
rededor de la chimenea.
--¿No queréis alguna canción?
-dijo.
--¿Qué canciones traes? -le pregun-
tó el Estudiante.
--Tengo muchas. La de la mujer que
se queja del marido, la del marido que
se queja de la mujer, Pello Joshe-
pe...
--Todo eso es viejo.
--También tengo ¡Orra Pepito! y
la canción entre amo y criado.
--Ésa es liberal -dijo Dantchari.
--No sé -contestó Ipintza el Lo-
3010I
co.
--¿Cómo que no sabes? Yo creo que
tú no eres del todo ortodoxo.
--No sé lo que es eso. ¿No queréis
canciones?
--Pero, bueno, contesta. ¿Eres or-
todoxo o heterodoxo?
--Ya te he dicho que no sé.
--¿Qué opinas de la Trinidad?
--No sé.
--¿Cómo que no sabes? ¡Y te atre-
ves a decirlo! ¿De dónde procede el
Espíritu Santo? ¿Procede del Padre
o procede del Hijo, o de los dos? ¿O
es que tú crees que su hipóstasis es
consubstancial con la hipóstasis del
Padre o la del Hijo?
--No sé nada de eso. ¿Queréis can-
ciones? ¿No queréis comprar canciones
a Ipintza el Loco?
--¡Ah! ¿De manera que no contes-
tas? Entonces eres herético.
"Anathema sit". Estás excomulgado.
--¿Yo? ¿Excomulgado? -dijo Ipint-
za lleno de terror, y retrocedió y
enarboló su blanco garrote.
--Bueno, bueno -gritó Luschía al
Estudiante-. Basta de bromas.
Praschcu echó unas cuantas brazadas
110 135
de ramas secas. Chisporroteó el fuego
alegremente; después, unos se pusieron
a jugar al mus, y Bautista lució su
magnífica voz cantando varios zortzi-
cos.
Dantchari el Estudiante desafió a
echar versos a Bautista, y éste acep-
tó el desafío. Los dos comenzaron con
el estribillo:
¬
Orain esango dizut
nic zuri eguia.
¬
(Ahora te diré yo la verdad).
¬
Y la fuerza del consonante les hizo
decir una porción de disparates y de
astracanadas que produjeron el entu-
siasmo de la reunión.
Ambos merecieron plácemes y aplau-
sos. Luego, Dantchari aseguró que
sabía imitar la voz de tiple, y entre
Bautista y él cantaron la canción que
comienza diciendo:
¬
Marichu, ¿nora zuaz
eder galant ori?
3010I
(María, ¿adónde vas tan bonita?)
¬
Bautista, cantando de mozo, y
Dantchari, de chica, dirigiéndose
preguntas y respuestas de burlona in-
genuidad, hicieron las delicias de la
concurrencia.
Luego, Bautista cantó la bella
canción del país de Soul, que dice
así:
¬
Urzo churia errazu
Nora ywaten zera zu
Ezpaniaco mendi guziac
Elurrez beteac dituzu
Gaur arratzean ostatu
Gure echean badezu.
¬
(Paloma blanca, dime adónde vas.
Todos los montes de España están
llenos de nieve. Si quieres albergue
para esta noche, lo tienes en mi ca-
sa).
¬
Los de la partida aplaudieron; pero
más que esta canción romántica les
gustó el dúo anterior, y el Jabonero,
comprendiéndolo así, compró a Ipintza
el Loco un papel, que era la letra de
112 137
la nueva canción de Vilich, llamada
Juana Vishenta Olave, escrita por
el autor, adaptándola a un aire popu-
lar titulado ¡Orra Pepito!
La canción de Vilinch era un diá-
logo amoroso entre el propietario de
un caserío y la hija del arrendador, a
quien trata de conquistar.
El Estudiante se puso las enaguas
de la posadera y se ató un pañuelo a
la cabeza. Bautista se caló un som-
brero de copa que alguno encontró, no
se sabe dónde, y cantaron ambos el dúo
ingenuo de Vilinch, y la algazara fue
tan grande que los cantores tuvieron
que enmudecer, porque el Cura gritó
desde arriba que no le dejaban dormir
en paz.
Cada cual fue a acostarse donde pu-
do, y Martín le dijo a Bautista en
francés:
--¡Cuidado, eh! Hay que estar pre-
parados para escapar a la mejor oca-
sión.
Bautista movió la cabeza afirmati-
vamente, dando a entender que no se
olvidaba.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo Iv
¬
Historia casi inverosímil
de José Cracasch
¬
¬
Los dos días siguientes estuvo llo-
viendo, y se pasó la partida en la
venta, haciendo algunos reconocimien-
tos por los alrededores. Ni Zalacaín
ni Bautista vieron al Cura. Sin du-
da, éste no se presentaba más que en
las circunstancias graves.
Como era natural entre tanta gente
inactiva, se pasaron las horas, al la-
do del fuego, hablando y contando di-
versos episodios y aventuras.
Había en la partida un muchacho de
Tolosa, muy melancólico, cuyas únicas
ocupaciones eran mirarse a un espejito
de mano y tocar el acordeón. Este
muchacho se llamaba Josh\ Cacochipi,
y algunos, a sus espaldas, le decían
Josh\ Cracasch, o sea, en castella-
no, José Manchas.
Martín y Bautista le preguntaron
113 139
varias veces qué le pasaba para estar
tan triste, si es que le dolían las
muelas, si tenía las digestiones len-
tas, disgustos de familia o algún de-
sorden en la vejiga; a todas estas
preguntas contestaba Cacochipi, alias
Cracasch, diciendo que no le pasaba
nada, pero suspiraba como si le ocu-
rrieran todas esas calamidades al mis-
mo tiempo.
Como el tal Cacochipi constituía
un misterio, Martín preguntó a Dant-
chari, el Estudiante, si, por ser to-
losano, sabía la historia de su con-
terráneo y amigo, y el ex seminarista
dijo:
--Si no le decís nada os contaré la
historia de Josh\; pero habéis de
prometerme no burlaros de él.
--No nos burlaremos de él ni le di-
remos nada.
Dantchari hablaba en castellano con
esa pedantería clásica de los curas y
seminaristas, que creen indispensable,
para mayor claridad, decir de cuando
en cuando alguna palabra en latín en-
tre personas que ignoran en absoluto
3010I
este idioma.
--Pues habéis de saber -dijo Dant-
chari- que Josh\ Cacochipi, el hijo
menor de Andr\ Anthoni la confitera,
ha sido conocido siempre, "urbi et
orbe", por el apodo de Josh\
Cracasch.
Este apodo lo tenía muy merecido,
porque Josh\ era hace años, y aun ha-
ce meses, el mozo más abandonado de la
ciudad y de los contornos; así que to-
do el pueblo, "nemine discrepante", lo
apodaba Cracasch.
Josh\ no ha tenido, hasta hace po-
co, más pasión que la música.
Quisieron hacerle estudiar para cu-
ra y ordenarle "in sacris", pero fue
imposible.
Se puede decir de él que es músico
"per se" y hombre "per accidens".
Durante muchos años se ha pasado
ocho y nueve horas en el piano, ha-
ciendo ejercicios, y, como no ha teni-
do alma más que para la música, en to-
do lo demás ha sido un descuidado ho-
rrible.
Llevaba el traje lleno de lamparo-
nes, la boina sucia el pelo largo, se
olvidaba de la corbata. Era una ver-
115 141
dadera calamidad.
Por eso se le llamaba Josh\
Cracasch, y a él, no sólo no le ofen-
día el apodo, sino que le hacía gra-
cia; en cambio, su madre, Andr\ Ant-
honi, se ponía como una fiera cuando
oía que a su hijo le daban este mote.
Hará un año próximamente que un in-
diano rico, llamado Arizmendi, y que
dicen que ha sido pirata..., yo no lo
sé, "relata refero", llegó al pueblo.
Como digo, este señor le preguntó al
párroco:
--¿Qué profesor de música le podría
yo poner a mi chico?
--El mejor: Josh\ Cacochipi -con-
testó el cura.
Le hablaron a Cracasch, y éste se
encogió de hombros y dijo que bueno.
Su madre le preparó ropa limpia y le
advirtió que tuviera cuidado con lo
que decía y que fuera prudente, pues
la colocación podía ser un "modus
vivendi" para él. Cracasch prometió
ser prudentísimo.
Llegó el primer día a casa de
Arizmendi y preguntó por el amo.
3010I
Salió a abrirle una muchacha, y,
poco después, se presentó un señor.
La muchacha le dijo que dejara la
boina en el colgador.
--¿Para qué? -replicó Josh\. Y
luego, dirigiéndose al señor, le pre-
guntó-: ¿Es la criada, eh?
--No, esta señorita es mi hija
-contestó fríamente el señor Arizmen-
di.
Cracasch comprendió que había dado
un tropiezo. Y, para enmendarlo, di-
jo:
--Es muy guapa. ¡Ya se parece a
usted, ya!
--No. Si es hijastra mía -contestó
el señor Arizmendi.
--Ja, ja..., ¡qué risa!... Ya
tendrá novio, ¿eh?
Cacochipi fue a dar en un punto que
preocupaba a la familia, pues la mu-
chacha tenía amores, a disgusto de los
padres, con un primo.
El señor Arizmendi le dijo que no
hiciera más preguntas impertinentes;
que ya sabía que era medio bobo; pero
que aprendiese a reportarse.
Josh\, muy extrañado con tal exa-
brupto, fue al cuarto del chico, donde
116 143
dio su primera lección de solfeo.
Aquellas palabras duras del señor
Arizmendi, más que ofender, le extra-
ñaron. Josh\ no tenía ninguna mali-
cia; toda su vida la había pasado pen-
sando en la música, y de otras cosas
nada sabía.
A Cacochipi, que estuvo varias ve-
ces invitado a comer con la familia de
Arizmendi, le chocaba la tristeza del
padre y de la madre y de las hermanas,
y quiso alegrarlos un poco; porque,
como dice el profano: "Omissis curis,
jucunde vivendum esse": lo cual quiere
decir que se debe vivir alegremente y
sin cuidados.
Lo primero que se le ocurrió a
Cracasch, un día que se le figuro que
ya tenía confianza con la familia de
Arizmendi, fue, a los postres, imitar
el ruido del tren; luego intentó can-
tar una canción que en la taberna te-
nía mucho éxito. En esta canción se
hace como si se tocara la flauta y el
bombo, y como si se comiera en una ca-
zuela, y luego medio se desnuda uno
mientras canta. Josh\ creía que,
3010I
cuando él se quitara la chaqueta y el
chaleco, toda la familia rompería a
reír a carcajadas, pero fue todo lo
contrario, porque el señor Arizmendi,
mirándole con ojos terribles, le dijo:
--Bueno, Cacochipi: póngase usted
el chaleco, y no vuelva usted a qui-
társelo delante de nosotros.
Josh\ se quedó frío, y no precisa-
mente por la falta del chaleco.
--A esta gente no les hace gracia
nada -murmuró.
Un día apareció a dar la lección
con la cara pintada con varios luna-
res, y no hizo efecto; otro, ayudado
por su discípulo, ató los cubiertos a
la mesa..., y nada.
--¿Qué tal, Cracasch? -le pregun-
taba alguno en la calle-. ¿Cómo va la
familia de Arizmendi?
--¡Ah! Es una gente que nada les
gusta... -contestaba él-. Se hacen
cosas bonitas para divertirles..., y
nada.
El día de Carnaval, Josh\
Cracasch tuvo una idea de las suyas,
y fue convencer a su discípulo para
que sacara los trajes de su madre y de
una hermana. Se disfrazarían los dos
118 145
y darían a la familia Arizmendi una
broma graciosísima.
--Ahora sí que se van a reír -decía
Cacochipi en su interior.
El chico no se anduvo en retóricas,
y el domingo de Carnaval tomó los me-
jores trajes que encontró y fue con
ellos a la confitería. Maestro y dis-
cípulo se pusieron las prendas femeni-
nas, y, armados de sendas escobas,
fueron a la puerta de la iglesia.
Al salir Arizmendi con su mujer y
sus hijas de misa, Cacochipi y su
discípulo cayeron sobre ellos y les
dieron un sinfín de apretones y de
golpes; Josh\ recordó a Arizmendi
que tenía dentadura postiza; a su mu-
jer, que se ponía añadidos, y a la hi-
ja mayor, el novio, con quien había
reñido; y, después de otra porción de
cosas igualmente oportunas, se marcha-
ron las dos máscaras dando brincos.
Al día siguiente, cuando se presen-
tó en casa de Arizmendi, pensó
Cracasch:
--Nada, van a felicitarme por la
broma de ayer.
3010I
Entró y le pareció que todo el mun-
do estaba serio. De pronto se le
acercó Arizmendi, y con voz más que
severa, iracunda, en un terrible "ab
irato", le dijo:
--No vuelva usted a poner los pies
en mi casa. ¡Imbécil! Si no fuera
usted un idiota, le echaría a punta-
piés.
--Pero ¿por qué? -preguntó Josh\.
--¿Y lo pregunta usted todavía, ma-
jadero? Cuando no se sabe portarse
como una persona, no se debe alternar
con los demás. Yo creía que era usted
un estúpido, pero no tanto.
Cacochipi, por primera vez en su
vida, se sintió ofendido. Se encerró
en su casa y empezó a pensar en la
Celedonia, la segunda hija de Ariz-
mendi, y en la voz suave y la
"eloquendi suavitatem" con que le sa-
ludaba por las mañanas cuando le de-
cía:
--Buenos días, Josh\.
Cacochipi se convenció de que, como
le había dicho Arizmendi, era un es-
túpido y de que, además, estaba enamo-
rado. Estos dos convencimientos le
impulsaron a mudarse de traje, a cor-
119 147
tarse el pelo, a ponerse una boina
nueva y a no permitir que nadie le
llamara Cracasch.
--Oye, Cracasch -le decía alguno
en la calle.
--¡Hombre! Creo que me has llamado
Cracasch -decía él.
--Sí, ¿y qué?
--Que no quiero que me vuelvas a
llamar así.
--Pero, hombre, Cracasch...
--Toma -y Josh\ empezaba a puñeta-
zos y a golpes.
En poco tiempo Josh\ borró su apo-
do de Cracasch. La Celedonia Ariz-
mendi había notado la transformación
de Josh\ y sabía la parte que en este
cambio le correspondía a ella. Josh\
veía que la muchacha le miraba con
buenos ojos; pero era tan tímido que
nunca se hubiera atrevido a decirle
nada.
Llevaban sus amores el camino de
pasar a la historia sin llegar al pri-
mer capítulo, cuando el hijo del boti-
cario se encargó de darles una solu-
ción.
3010I
Quería burlarse de Josh\ y escri-
bió una carta de amor grotesca a la
hija de Arizmendi, firmando Josh\
Cracasch.
La chica le envió la carta a Josh\
diciéndole que se querían burlar de
él, pero que ella le estimaba y que
pasara por delante de su casa, y que
hablarían.
Josh\ fue y vio a la muchacha, y le
dio las buenas tardes y no se le ocu-
rrió más; ella le preguntó si su ma-
dre, Andr\ Anthoni, estaba buena; él
la contestó que sí, y entonces ella le
dijo:
--Hasta mañana, Josh\.
--Adiós.
Cacochipi quedó como embobado; ne-
cesitaba respirar, tomar aire, y salió
de Tolosa y tomó el camino de Anoe-
ta, y pasó Anoeta y luego Irura, y
cruzó Villabona, y fue andando, an-
dando, hasta que se topó con la parti-
da del Cura, que iba a conquistar,
"viribus et armis", la gloria. Uno de
la partida le dio el alto y le hizo
descender de las sublimidades amato-
riomusicales en que se hallaba sumido,
presentándole el sencillo dilema de
120 149
recibir una paliza o de venirse con
nosotros.
Josh\ Cacochipi, por muy aficiona-
do que sea a la música, no ha querido
que solfeen sobre él, y ya hace un mes
que está en la partida.
Tal era la historia de Josh\
Cracasch, que contó Dantchari, el
Estudiante, con algunos latinajos más
de los que pone el autor.
3010I
¬
¬
¬
Capítulo V
¬
Cómo la partida del cura detuvo
la diligencia cerca de Andoain
¬
¬
Al tercer día de estar en la venta,
la inacción era grande, y entre el
Jabonero y Luschía acordaron detener
aquella mañana la diligencia que iba
desde San Sebastián a Tolosa.
Se dispuso la gente a lo largo del
camino, de dos en dos; los más lejanos
irían avisando cuando apareciera la
diligencia y replegándose junto a la
venta.
Martín y Bautista se quedaron con
el Cura y el Jabonero, porque el ca-
becilla y su teniente no tenían bas-
tante confianza en ellos.
A eso de las once de la mañana avi-
saron la llegada del coche. Los hom-
bres que espiaban el paso fueron acer-
cándose a la venta, ocultándose por
los lados del camino.
El coche iba casi lleno. El Cura,
123 151
el Jabonero y los siete u ocho hom-
bres que estaban con ellos se planta-
ron en medio de la carretera.
Al acercarse el coche, el Cura le-
vantó su garrote y gritó:
--¡Alto!
Anchusa y Luschía se agarraron a
la cabezada de los caballos y el coche
se detuvo.
--¡"Arrayua"! ¡El Cura! -exclamó
el cochero en voz alta-. Nos hemos
fastidiado.
--Abajo todo el mundo -mandó el
Cura.
Egozcue abrió la portezuela de la
diligencia. Se oyó en el interior un
coro de exclamaciones y de gritos.
--¡Vaya! Bajen ustedes y no albo-
roten -dijo Egozcue con finura.
Bajaron primero dos campesinos vas-
congados y un cura; luego, un hombre
rubio al parecer extranjero, y después
saltó una muchacha morena, que ayudó a
bajar a una señora gruesa, de pelo
blanco.
--Pero, Dios mío, ¿adónde nos lle-
van? -exclamó ésta.
3010I
Nadie le contestó.
--¡Anchusa! ¡Luschía! Desengan-
chad los caballos -gritó el Cura-.
Ahora, todos a la posada.
Anchusa y Luschía llevaron los ca-
ballos y no quedaron con el Cura más
que unos ocho hombres, contando con
Bautista, Zalacaín y Josh\
Cracasch.
--Acompañad a éstos -dijo el cabe-
cilla a dos de sus hombres, señalando
a los campesinos y al cura.
--Vosotros -e indicó a Bautista,
Zalacaín, Josh\ Cracasch y otros
dos hombres armados-, id con la seño-
ra, la señorita y este viajero.
La señora gruesa lloraba afligida.
--Pero ¿nos van a fusilar? -pregun-
tó gimiendo.
--¡Vamos! ¡Vamos! -dijo uno de los
hombres armados, brutalmente.
La señora se arrodilló en el suelo,
pidiendo que la dejaran libre.
La señorita, pálida, con los dien-
tes apretados, lanzaba fuego por los
ojos. Sin duda, sabía los procedi-
mientos usados por el Cura con las
mujeres.
A algunas solía desnudarlas de me-
125 153
dio cuerpo arriba, les untaba con miel
el pecho y la espalda y las emplumaba;
a otras les cortaba el pelo o lo unta-
ba de brea y luego se lo pegaba a la
espalda.
--Ande usted, señora -dijo Mar-
tín-, que no les pasará nada.
--Pero ¿adónde? -preguntó ella.
--A la posada, que está aquí cerca.
La joven nada dijo, pero lanzó a
Martín una mirada de odio y de des-
precio.
Las dos mujeres y el extranjero co-
menzaron a marchar por la carretera.
--Atención, Bautista -dijo Martín
en francés-; tú al uno, yo al otro.
Cuando no nos vean.
El extranjero; extrañado, en el
mismo idioma preguntó:
--¿Qué van ustedes a hacer?
--Escaparnos. Vamos a quitar los
fusiles a estos hombres. Ayúdenos us-
ted.
Los dos hombres armados, al oír que
se entendían en una lengua que ellos
no comprendían, entraron en sospechas.
--¿Qué habláis? -dijo uno, retroce-
3010I
diendo y preparando el fusil.
No tuvo tiempo de hacer nada, por-
que Martín le dio un garrotazo en el
hombro y le hizo tirar el fusil al
suelo. Bautista y el extranjero for-
cejearon con el otro y le quitaron el
arma y los cartuchos. Josh\ Cracasch
estaba como en Babia.
Las dos mujeres, viéndose libres,
echaron a correr por la carretera en
dirección a Hernani. Cracasch las
siguió. Éste llevaba una mala escope-
ta, que podía servir en último caso.
El extranjero y Martín tenían cada
uno su fusil, pero no contaban más que
con pocos cartuchos. A uno de los
hombres le habían podido quitar la
cartuchera; al otro, fue imposible.
Éste volaba corriendo a dar parte a
los de la partida.
El extranjero, Martín y Bautista
corrieron y se reunieron con las dos
mujeres y con Josh\ Cracasch.
La ventaja que tenían era grande,
pero las mujeres corrían poco; en cam-
bio, la gente del Cura en cuatro sal-
tos se plantaría junto a ellos.
--¡Vamos! ¡Animo! -decía Martín-.
En una hora llegamos.
127 155
--No puedo -gemía la señora-. No
puedo andar más.
--¡Bautista! -exclamó Martín-.
Corre a Hernani, busca gente y tráe-
la. Nosotros nos defenderemos aquí un
momento.
--Iré yo -dijo Josh\ Cracasch.
--Bueno, entonces deja el fusil y
las municiones.
Tiró el músico el fusil y la car-
tuchera y echó a correr como alma que
lleva el diablo.
--No me fío de ese músico simple
-murmuró Martín-. Vete tú, Bautis-
ta. Lástima es que quede un arma inú-
til.
--Yo dispararé -dijo la muchacha.
Se volvieron a hacer frente, porque
los hombres de la partida se iban
acercando.
Silbaban las balas. Se veía una
nubecilla blanca, y pasaba al mismo
tiempo una bala por encima de las ca-
bezas de los fugitivos. El extranje-
ro, la señorita y Martín se guarecie-
ron cada uno detrás de un árbol y se
repartieron los cartuchos. La señora
3010I
vieja, sollozando, se tiró en la hier-
ba por consejo de Martín
--¿Es usted buen tirador? -preguntó
Zalacaín al extranjero.
--¿Yo? Sí. Bastante regular.
--¿Y usted, señorita?
--También he tirado algunas veces.
Seis hombres se fueron acercando a
unos cien metros de donde estaban gua-
recidos Martín, la señorita y el ex-
tranjero. Uno de ellos era Luschía.
--A ese ciudadano le voy a dejar
cojo para toda su vida -dijo el ex-
tranjero.
Efectivamente, disparó, y uno de
los hombres cayó al suelo dando gri-
tos.
--Buena puntería -dijo Martín.
--No es mala -contestó fríamente el
extranjero.
Los otros cinco hombres recogieron
al herido y lo retiraron hacia un de-
clive. Luego, cuatro de ellos, diri-
gidos por Luschía, dispararon al ár-
bol de donde había salido el tiro.
Creían, sin duda, que allí estaban
refugiados Martín y Bautista, y se
fueron acercando al árbol. Entonces
disparó Martín e hirió a uno en una
128 157
mano.
Quedaban solo tres hábiles, y, re-
trocediendo y arrimándose a los árbo-
les, siguieron haciendo disparos.
--¿Habrá descansado algo su madre?
-preguntó Martín a la señorita.
--Que siga huyendo. Vaya usted
también.
--No, no.
--No hay que perder tiempo -gritó
Martín, dando una patada en el sue-
lo-. Ella sola o con usted. ¡Hala!
En seguida.
La señorita dejó el fusil a Mar-
tín, y, en unión de su madre, comenzó
a marchar por la carretera.
El extranjero y Martín esperaron;
luego fueron retrocediendo sin dispa-
rar, hasta que al llegar a una vuelta
del camino comenzaron a correr con to-
da la fuerza de sus piernas. Pronto
se reunieron con la señora y su hija.
La carrera terminó a la media hora,
al oír que las balas comenzaban a sil-
bar por encima de sus cabezas.
Allí no había árboles donde guare-
cerse, pero sí unos montones de piedra
3010I
machacada para el lecho de la carrete-
ra, y en uno de ellos se tendió Mar-
tín y en el otro el extranjero. La
señora y su hija se echaron en el sue-
lo.
Al poco tiempo aparecieron varios
hombres; sin duda, ninguno quería
acercarse, y llevaban la idea de ro-
dear a los fugitivos y de cogerlos
entre dos fuegos.
Cuatro hombres fueron a campo tra-
viesa por entre maizales, por un lado
de la carretera, mientras otros cuatro
avanzaban por otro lado, entre manza-
nos.
--Si Bautista no viene pronto con
gente, creo que nos vamos a ver apura-
dos -exclamó Martín.
La señora, al oírle, lanzó nuevos
gemidos y comenzó a lamentarse, con
grandes sollozos, de haber escapado.
El extranjero sacó el reloj y mur-
muró:
--Tenía tiempo. No habrá encontra-
do a nadie.
--Eso debe ser -dijo Martín.
--Veremos si aquí podemos resistir
algo -repuso el extranjero.
--¡Hermoso día! -murmuró Martín.
129 159
--La verdad es que un día tan her-
moso convida a todo, hasta que le pe-
guen a uno un tiro.
--Por si acaso, habrá que evitarlo
en lo posible.
Dos o tres balas pasaron silbando y
fueron a estrellarse en el suelo.
--¡Rendíos! Dijo la voz de Bel-
cha, por entre unos manzanos.
--Venid a cogernos -gritó Martín,
y vio que uno le apuntaba en el monte,
desde cerca de un árbol; él apuntó a
su vez, y los dos tiros sonaron casi
simultáneamente. Al poco tiempo el
hombre volvió a aparecer más cerca,
escondido entre unos helechos, y dis-
paró sobre Martín.
Éste sintió un golpe en el muslo y
comprendió que estaba herido. Se lle-
vó la mano al sitio de la herida y no-
tó una cosa tibia. Era sangre. Con
la mano ensangrentada cogió el fusil,
y, apoyándose en las piedras, apuntó y
disparó. Luego sintió que se le iban
las fuerzas, al perder la sangre, y
cayó desmayado.
El extranjero aguardó un momento;
3010I
pero en aquel instante una compañía de
miqueletes avanzaba por la carretera,
corriendo y haciendo disparos, y la
gente del Cura se retiraba.
¬
¬
¬
¬
Fin del volumen I
:::::::::::::::::::
161
¬
¬
¬
Indice
:::::::
Págs.
cccccc
Prólogo: Cómo era la Villa de
Urbía en el último tercio del
siglo Xix .................... 5
Libro Primero. La Infancia de
Zalacaín ................... 13
Capítulo Primero: Cómo vi-
vió y se educó Martín
Zalacaín ................... 13
Capítulo Ii: Donde se habla
del viejo cínico Miguel de
Tellagorri ................. 19
Capítulo Iii: La reunión de
la posada de Arcale ........ 32
Capítulo Iv: Que se refiere
a la noble casa de Ohando .. 40
Capítulo V: De cómo murió
Martín López de Zalacaín,
en el año de gracia de mil
cuatrocientos y doce ........ 48
3010I
Págs.
cccccc
Capítulo Vi: De cómo llega-
ron unos titiriteros y de lo
que sucedió después ......... 56
Capítulo Vii: Cómo Tellago-
rri supo proteger a los suyos 70
Capítulo Viii: Cómo aumentó
el odio entre Martín Zala-
caín y Carlos Ohando ...... 78
Capítulo Ix: Cómo intentó
vengarse Carlos de Martín
Zalacaín ................... 89
Libro segundo: Andanzas y
correrías ................... 97
Capítulo primero: En el que
se habla de los preludios
de la última guerra Car-
lista ....................... 97
Capítulo Ii: Cómo Martín,
Bautista y Capistun pasaron
una noche en el monte ....... 106
Capítulo Iii: De algunos hom-
bres decididos que formaban la
partida del cura ............ 125
Capítulo Iv: Historia casi
inverosímil de José
Cracasch ................... 138
¬
163
Págs.
cccccc
Capítulo V: Cómo la partida
del cura detuvo la diligencia
cerca de Andoain ........... 5
¬
¬
¬
¬
::::::::::::::::::::::::::::
3010I
¬
Pío Baroja
::::::::::::
¬
¬
Zalacaín el aventurero
:::::::::::::::::::::::
¬
¬
¬
¬
11 Edición Braille
¬
O.N.C.E.
Centro Bibliográfico y Cultural
C. La Coruña, 18
28020 Madrid
Telf.: 915894200
1998
¬
¬
Obra en 2 volúmenes
¬
Volumen Ii
::::::::::::
¬
¬
Pío Baroja
::::::::::::
¬
¬
Trilogía "Tierra vasca"
¬
Zalacaín el aventurero
:::::::::::::::::::::::
¬
Historia de las buenas
andanzas y fortunas de
Martín Zalacaín de Urbía
¬
¬
Colección:
"Autores españoles contemporáneos"
¬
¬
Abril de 1961
¬
¬
::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
(C) Editorial Planeta, 1961
¬
¬
¬
Impreso por:
Gráficas Marpe
Calderón de la Barca, 3
Barcelona
¬
¬
Depósito Legal: B. 5012-1961
¬
N.o de registro 1.012-61
¬
¬
Libro segundo
¬
Andanzas y correrías
(continuación)
:::::::::::::::::::::
¬
¬
¬
Capítulo Vi
¬
Cómo cuidó la señorita de
Briones a Martín Zalacaín
¬
¬
Cuando de nuevo pudo darse Martín
Zalacaín cuenta de que vivía, se en-
contró en la cama, entre cortinas tu-
pidas.
Hizo un esfuerzo para moverse, y se
sintió muy débil y con un ligero dolor
en el muslo.
Recordó vagamente lo pasado, la
lucha en la carretera, y quiso saber
dónde estaba.
--¡Eh! -gritó con voz apagada.
3010I9
Las cortinas se abrieron, y una ca-
ra morena, de ojos negros, apareció
entre ellas.
--Por fin. ¡Ya se ha despertado
usted!
--Sí. ¿Dónde me han traído?
--Luego le contaré a usted todo
-dijo la muchacha morena.
--¿Estoy prisionero?
--No, no; está usted aquí en segu-
ridad.
--¿En qué pueblo?
--En Hernani.
--¡Ah!, vamos. ¿No me podrían
abrir esas cortinas?
--No; por ahora, no. Dentro de un
momento vendrá el médico, y si le en-
cuentra a usted bien abriremos las
cortinas y le permitiremos hablar.
Conque ahora siga usted durmiendo.
Martín sentía la cabeza débil y no
le costó mucho trabajo seguir el con-
sejo de la muchacha.
Al mediodía llegó el médico, que
reconoció a Martín la herida, le tomó
el pulso y dijo:
--Ya puede empezar a comer.
--¿Y le dejaremos hablar, doctor?
-preguntó la muchacha.
132 7
--Sí.
Se fue el doctor y la muchacha de
los ojos negros descorrió las corti-
nas, y Martín se encontró en una ha-
bitación grande, algo baja de techo,
por cuyas ventanas entraba un dorado
sol de invierno. Pocos instantes des-
pués apareció Bautista en el cuarto,
de puntillas.
--¡Hola, Bautista! -dijo Martín,
burlonamente-. ¿Qué te ha parecido
nuestra primera aventura de guerra,
eh?
--¡Hombre! A mí, bien -contestó el
cuñado-. A ti quizá no te haya pare-
cido tan bien.
--¡Psch! Ya hemos salido de ésta.
La muchacha de los ojos negros, a
quien al principio no reconoció Mar-
tín, era la señorita a quien habían
hecho bajar del coche los de la parti-
da del Cura y después se había fugado
con ellos, en compañía de su madre.
Esta señorita le contó a Martín
cómo le llevaron hasta Hernani y le
extrajeron la bala.
--Y yo no me he dado cuenta de todo
3010I9
esto -dijo Martín-. ¿Cuánto tiempo
llevo en la cama?
--Cuatro días ha estado usted con
una fiebre altísima.
--¿Cuatro días?
--Sí.
--Por eso estoy rendido. ¿Y su
madre de usted?
--También ha estado enferma, pero
ya se levanta.
--Me alegro mucho. ¿Sabe usted?
Es raro -dijo Martín-; no me parece
usted la misma que vino en la carrete-
ra con nosotros.
--¿No?
--No.
--¿Y por qué?
--Le brillaban a usted los ojos de
una manera tan rara, así como dura...
--Y ahora, ¿no?
--Ahora, no; ahora me parecen sus
ojos muy suaves.
La muchacha se ruborizó, sonriendo.
--La verdad es -dijo Bautista- que
has tenido suerte. Esta señorita te
ha cuidado como a un rey.
--¿Qué menos podía hacer por uno de
nuestros salvadores? - exclamó ella,
ocultando su confusión-. ¡Oh, pero no
134 9
hable usted tanto! Para el primer día
es demasiado.
--Una pregunta sólo -dijo Martín.
--Veamos la pregunta -contestó
ella.
--Quisiera saber cómo se llama us-
ted.
--Rosa Briones.
--Muchas gracias, señorita Rosa
-murmuró.
--¡Oh! No me llame usted señorita.
Llámeme usted Rosa o Rosita como me
dicen en casa.
--Es que yo no soy caballero -repu-
so Martín.
--Pues si usted no es caballero,
¿quién lo será?-dijo ella.
Martín se sintió halagado, y como
Rosa le indicó que callara, llevándo-
se el dedo a los labios, cerró los
ojos...
La convalecencia de Martín fue muy
rápida; tanto que a él le pareció que
se curaba demasiado pronto.
Bautista, al ver a su cuñado en
vísperas de levantarse y en buenas ma-
nos, como dijo algo irónicamente, se
3010I9
fue a Francia a reunirse con Capis-
tun y a seguir con los negocios.
Martín pudo tomar Hernani por una
Capua, una Capua espiritual.
Rosita Briones y su madre, doña
Pepita, le mimaban y le halagaban.
De conocerlo, Martín habría podido
recitar, refiriéndose a él mismo, el
romance antiguo de Lanzarote:
¬
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de su aldea vino.
¬
¬
Rosita, durante la convalecencia,
tuvo largas conversaciones con Mar-
tín. Era de Logroño, donde vivía con
su madre. Doña Pepita era la causan-
te de la desdichada aventura. A ella
se le ocurrió ir a Villabona, para
ver a su hijo, que le habían dicho que
se encontraba herido en este pueblo.
Afortunadamente, la noticia era fal-
sa.
Doña Pepita, la madre de Rosita,
era una señora romántica, con unas
ideas absurdas. Adoraba a su hijo,
135 11
vivía temblando de que le pasara algo;
pero, a pesar de todo, había querido
que fuera militar. Al decidir la
aventura que terminó con la detención
de la diligencia, y al oír las obser-
vaciones de su hija al malhadado pro-
yecto, había contestado:
--Los carlistas son españoles y ca-
balleros y no pueden hacer daño a unas
señoras.
A pesar de esta imposibilidad, es-
tuvieron a punto de ser emplumadas o
apaleadas por la gente del Cura.
Martín llegó a convencerse de que
la buena señora tenía una imposibili-
dad irreductible para enterarse de las
cosas. Lo veía todo a su gusto y se
convencía de que los hechos eran como
se los había pintado su fantasía. Si
de la madre cualquiera hubiese dicho
que le faltaba un tornillo, no podía
decirse lo mismo de su hija. Ésta era
lista y avispada como pocas; tenía un
juicio rápido, seguro y claro.
Muchas veces, para distraer al he-
rido, Rosa le leyó novelas de Dumas
y poesías de Bécquer. Martín nunca
3010I9
había oído versos, y le hicieron un
efecto admirable; pero lo que más le
sorprendió fue la discreción de los
comentarios de Rosita. No se le es-
capaba nada.
Pronto Martín pudo levantarse y,
cojeando, andar por la casa. Un día
que contaba su vida y sus aventuras,
Rosita le preguntó, de pronto:
--Y Catalina, ¿quién es? ¿Es su
novia de usted?
--Sí. ¿Cómo lo sabe usted?
--Porque ha hablado usted mucho de
ella durante el delirio.
--¡Ah!
--¿Y es guapa?
--¿Quién?
--Su novia.
--Sí, creo que sí.
--¿Cómo? ¿Cree usted nada más?
--Es que la conozco desde chico y
estoy tan acostumbrado a verla, que
casi no sé cómo es.
--Pero ¿no está usted enamorado de
ella?
--No sé, la verdad.
--¡Qué cosa más rara! ¿Qué tipo
tiene?
--Es así.., algo rubia...
136 13
--¿Y tiene hermosos ojos?
--No tanto como usted -dijo Mar-
tín.
A Rosita Briones le centellearon
los ojos y envolvió a Martín en una
de sus miradas enigmáticas.
Una tarde se presentó en Hernani
el hermano de Rosita.
Era un joven fino, atento, pero po-
co comunicativo.
Doña Pepita le puso a Zalacaín
delante de su hijo como un salvador,
como un héroe.
Al día siguiente, Rosita y su ma-
dre iban a San Sebastián, para mar-
charse desde allí a Logroño.
Les acompañó Martín, y su despedi-
da fue muy afectuosa. Doña Pepita le
abrazó y Rosita le estrechó la mano
varias veces y le dijo imperiosamente:
--Vaya usted a vernos.
--Sí, ya iré.
--Pero que sea de veras.
Los ojos de Rosita prometían mu-
cho.
Al marcharse madre e hija, Martín
pareció despertar de un sueño; se
3010I9
acordó de sus negocios, de su vida, y,
sin pérdida de tiempo, se fue a Fran-
cia.
139 15
¬
¬
¬
Capítulo Vii
¬
Cómo Martín Zalacaín
busca nuevas aventuras
¬
¬
Una noche de invierno llovía en las
calles de San Juan de Luz; algún
mechero de gas temblaba a impulsos del
viento, y de las puertas de las taber-
nas salían voces y sonidos de acordeo-
nes. En Socoa, que es el puerto de
San Juan de Luz, en una taberna de
marineros, cuatro hombres, sentados en
una mesa, charlaban. De cuando en
cuando, uno de ellos abría la puerta
de la taberna, avanzaba en el muelle,
silencioso, miraba al mar y, al vol-
ver, decía:
--Nada; "La Fléche" no viene aún.
El viento silbaba en bocanadas fu-
riosas sobre la noche y el mar, ne-
gros, y se oía el ruido de las olas
azotando la pared del muelle.
3010I9
En la taberna, Martín, Bautista,
Capistun y un hombre viejo, a quien
llamaban Ospitalech, hablaban; habla-
ban de la guerra carlista, que seguía,
como una enfermedad crónica, sin re-
solverse.
--La guerra acaba -dijo Martín.
--¿Tú crees? -preguntó el viejo
Ospitalech.
--Sí; esto marcha mal, y yo me
alegro -dijo Capistun.
--No; todavía hay esperanzas -repu-
so Ospitalech.
--El bombardeo de Irún ha sido un
fracaso completo para los carlistas
-dijo Martín-. ¡Y qué esperanzas te-
nían todos estos legitimistas france-
ses! Hasta los hermanos de la Doc-
trina Cristiana habían dado vacacio-
nes a los niños para que fuesen a la
frontera a ver el espectáculo. Y ahí
vimos a ese arrogante don Carlos, con
sus terribles batallones, echando gra-
nadas y granadas, para tener luego que
escaparse corriendo hasta Vera.
--Si la guerra se pierde, nos
arruinamos -murmuró Ospitalech.
Capistun estaba tranquilo; pensaba
retirarse a vivir a su país; Bautis-
140 17
ta, con las ganancias del contrabando,
había extendido sus tierras. De los
tres, Zalacaín no estaba contento.
Si no le hubiese retenido el pensa-
miento de encontrar a Catalina, se
habría ido a América.
Llevaba ya más de un año sin saber
nada de su novia; en Urbía se ignora-
ba su paradero; se decía que doña
Agueda había muerto, pero no se ha-
llaba confirmada la noticia.
De estos cuatro hombres de la ta-
berna de Socoa, los dos contentos,
Bautista y Capistun, charlaban; los
otros dos rabiaban y se miraban sin
hablarse. Afuera llovía y venteaba.
--¿Alguno de vosotros se encargaría
de un negocio difícil en que hay que
exponer la pelleja? -preguntó de pron-
to Ospitalech.
--Yo, no -dijo Capistun.
--Ni yo -contestó distraídamente
Bautista.
--¿De qué se trata? -preguntó Mar-
tín.
--Se trata de hacer un recorrido
por entre las filas carlistas y conse-
3010I9
guir que varios generales y, además,
el mismo Don Carlos, firmen unas
letras.
--¡Demonio! No es fácil la cosa
-exclamó Zalacaín.
--Ya lo sé que no; pero se pagaría
bien.
--¿Cuánto?
--El patrón ha dicho que daría el
veinte por ciento si le trajeran las
letras firmadas.
--¿Y a cuánto asciende el valor de
las letras?
--¿A cuánto? No sé de seguro la
cantidad. Pero ¿es que tú irías?
--¿Por qué no? Si se gana mucho...
--Pues, entonces, aguarda un momen-
to. Parece que llega el barco; luego
hablaremos.
Efectivamente, se había oído en me-
dio de la noche un agudo silbido. Los
cuatro salieron al puerto, y se oyó el
ruido de las aguas removidas por una
hélice, y luego aparecieron unos mari-
neros en la escalera del muelle, que
sujetaron la amarra en un poste.
--¡Eup! Manisch -gritó Ospita-
lech.
--¡Eup! -contestaron desde el mar.
142 19
--¿Todo bien?
--Todo bien -respondió la voz.
--Bueno, entremos -añadió Ospita-
lech-, que la noche está de perros.
Volvieron a meterse en la taberna
los cuatro hombres, y poco después se
unieron a ellos Manisch, el patrón
del barco "La Fléche", que al entrar
se quitó el impermeable, y dos marine-
ros más.
--¿De manera que tú estás dispuesto
a encargarte de este asunto? -preguntó
Ospitalech a Martín.
--Sí.
--¿Solo?
--Solo.
--Bueno, vamos a dormir. Por la
mañana iremos a ver al principal y te
dirá lo que se puede ganar.
Los marineros de "La Fléche" co-
menzaron a beber, y uno de ellos can-
taba, entre gritos y patadas, la can-
ción de "Les matelots de la Belle
Eug\nie".
Al día siguiente, muy temprano, se
levantó Martín, y con Ospitalech to-
mó el tren para Bayona. Fueron los
3010I9
dos a casa de un judío que se llamaba
Levi-Alvarez. Era éste un hombre
bajito, entre rubio y canoso, con la
nariz arqueada, el bigote blanco y los
anteojos de oro. Ospitalech era de-
pendiente del señor Levi-Alvarez, y
contó a su principal cómo Martín se
brindaba a realizar la expedición di-
fícil de entrar en el campo carlista
para volver con las letras firmadas.
--¿Cuánto quiere usted por eso?
-preguntó Levi-Alvarez.
--El veinte por ciento.
--¡Caramba! Es mucho.
--Está bien, no hablemos; me voy.
--Espere usted. ¿Sabe usted que
las letras ascienden a ciento veinte
mil duros? El veinte por ciento sería
una cantidad enorme.
--Es lo que me ha ofrecido Ospita-
lech. Eso, o nada. -¡Qué barbaridad!
No tiene usted consideración.
--Es mi última palabra. Eso, o na-
da.
--Bueno, bueno. Está bien. ¿Sabe
usted que si tiene suerte se va usted
a ganar veinticuatro mil duros?
--Y si no, me pegarán un tiro.
--Exacto. ¿Acepta usted?
143 21
--Sí, señor. Acepto.
--Bueno. Entonces, estamos confor-
mes.
--Pero yo exijo que usted me forma-
lice este contrato por escrito -dijo
Martín.
--No tengo inconveniente.
El judío quedó un poco perplejo, y,
después de vacilar un poco, preguntó:
--¿Cómo quiere usted que lo haga?
--En pagarés de mil duros cada uno.
El judío, después de vacilar, llenó
los pagarés y puso los sellos.
--Si cobra usted -advirtió-, de ca-
da pueblo me puede usted ir enviando
las letras.
--¿No las podría depositar en los
pueblos en casa del notario?
--Sí, es mejor. Un consejo. En
Estella no vaya usted donde el minis-
tro de la Guerra. Preséntese usted
al general en jefe y le entrega usted
las cartas.
--Eso haré.
--Entonces, adiós, y buena suerte.
Martín fue a casa de un notario de
Bayona, le preguntó si los pagarés
3010I9
estaban en regla, y habiéndole dicho
que sí, los depositó bajo recibo.
El mismo día se fue a Zaro.
--Guardadme este papel -dijo a
Bautista y a su hermana, dándoles el
recibo-. Yo me voy.
--¿Adónde vas? -preguntó Bautista.
Martín le explicó sus proyectos.
--Eso es un disparate -dijo Bau-
tista-; te van a matar.
--¡Ca!
--Cualquiera de la partida del Cu-
ra que te vea te denuncia.
--No está ninguno en España. La
mayoría andan por Buenos Aires. Al-
gunos los tienes por aquí, por Fran-
cia, trabajando.
--No importa, es una barbaridad lo
que quieres hacer.
--¡Hombre! Yo no obligo a nadie a
que venga conmigo -dijo Martín.
--Es que si tú crees que eres el
único capaz de hacer eso, estás equi-
vocado -replicó Bautista- Yo voy
donde otro vaya.
--No digo que no.
--Pero parece que dudas.
--No, hombre, no.
--Sí, sí, y para que veas que no
145 23
hay tal cosa, te voy a acompañar. No
se dirá que un vascofrancés no se
atreve a ir donde vaya un vascoespa-
ñol.
--Pero, hombre. tú estás casado
-repuso Martín.
--No importa.
--Bueno; ya veo que lo que tú quie-
res es acompañarme. Iremos juntos, y
si conseguimos traer las letras firma-
das te daré algo.
--¿Cuánto?
--Ya veremos.
--¡Qué granuja eres! -exclamo Bau-
tista-. ¿Para qué quieres tanto dine-
ro?
--¿Qué sé yo? Ya veremos. Yo ten-
go en la cabeza algo. ¿Qué? No lo
sé, pero sirvo para alguna cosa. Es
una idea que se me ha metido en la ca-
beza hace poco.
--¿Qué demonio de ambición tienes?
--No sé, chico, no sé -contestó
Martín-; pero hay gente que se consi-
dera como un cacharro viejo, que lo
mismo puede servir de taza que de es-
cupidera. Yo, no; yo siento en mí,
3010I9
aquí dentro, algo duro y fuerte...; no
se explicarme.
A Bautista le extrañaba esta ambi-
ción oscura de Martín; porque él era
claro y ordenado y sabía muy bien lo
que quería.
Dejaron esta cuestión y hablaron
del recorrido que tenían que hacer.
Éste comenzaría yendo en el vapor-
cito "La Fléche" a Zumaya, y si-
guiendo de aquí a Azpeitia; de Az-
peitia a Tolosa, y de Tolosa a Es-
tella. Para no llevar la lista de to-
das las personas a quienes tenían que
ver y estar consultando a cada paso,
lo que podía comprometerles, Bautis-
ta, que tenía magnífica memoria, se la
aprendió de corrido; cosieron las le-
tras entre el cuero de las polainas, y
por la noche se embarcaron.
Entraron en el vaporcito "La
Fléche", en Socoa, y se echaron al
mar. Bautista y Zalacaín pasaron la
travesía metidos en un camarote peque-
ño, dando tumbos.
Al amanecer, el piloto vio hacia el
cabo de Machichaco un barco que le
pareció de guerra, y forzando la mar-
cha entró en Zumaya.
146 25
Varias compañías carlistas salieron
al puerto dispuestas a comenzar el
fuego; pero cuando reconocieron el
barco francés se tranquilizaron. Des-
pués de desembarcar, la memoria admi-
rable de Bautista indicó las personas
a quienes tenían que visitar en este
pueblo. Eran tres o cuatro comercian-
tes. Los buscaron, firmaron las le-
tras, compraron los viajeros dos ca-
ballos, se agenciaron un salvoconduc-
to, y por la tarde, después de comer,
Martín y Bautista se encaminaron por
la carretera de Cestona.
Pasaron por el pueblecito de Oi-
quina, constituido por unos cuantos
caseríos colocados al borde del río
Urola; luego por Aizarnazábal, y en
la venta de Iraeta, cerca del puente,
se detuvieron a cenar.
La noche se echó pronto encima.
Cenaron Martín y Bautista, y discu-
tieron si sería mejor quedarse allí o
seguir adelante, y optaron por esto
último.
Montaron en sus jamelgos, y, al
echar a andar, vieron que de una casa
3010I9
próxima al puente de Iraeta salía un
coche arrastrado por cuatro caballos.
El coche comenzó a subir el camino de
Cestona al trote. Este trozo de ca-
mino, desde Iraeta a Cestona, pasa
entre dos montes y tiene en el fondo
el río. De noche, sobre todo, el tal
paraje es triste y siniestro.
Martín y Bautista, por ese senti-
miento de fraternidad que se siente en
las carreteras solitarias, quisieron
acercarse al coche y ponerse al habla
con el cochero; pero, sin duda, el
cochero tenía razones para no querer
compañía, porque, al notar que le se-
guían, puso los caballos al trote lar-
go, y luego los hizo galopar.
Así, el coche delante y Martín y
Bautista detrás, subieron a Cestona;
y, al llegar aquí, el coche dio una
vuelta rápida, y, poco después, echó
un fardo al suelo.
--Es algún contrabandista -dijo
Martín.
Efectivamente, lo era; hablaron con
él, y el hombre les confesó que había
estado dispuesto a dispararles al ver
que le perseguían. Marcharon los tres
a la posada, ya hechos amigos, y Mar-
148 27
tín fue a ver a un confitero carlista
de la calle Mayor.
Durmieron en la posada de Blas, y,
muy de mañana, Zalacaín y Bautista
se prepararon a seguir su camino.
Era el día lluvioso y frío; la ca-
rretera, amarillenta, llena de baches,
ondulaba por entre campos verdes; no
se veía el monte Itzarraiz, envuelto
en la bruma. El río, crecido, iba de
color de ocre. Se detuvieron en La-
sao, en la posesión de un barón car-
lista, a hacer que su administrador
firmara un documento, y siguieron bor-
deando el Urola hasta Azpeitia.
Aquí el trabajo era bastante gran-
de, y tardaron en terminarle. Al
anochecer estuvieron ya libres, y, co-
mo preferían no quedarse en pueblos
grandes, tomaron un camino de herradu-
ra que subía al monte Hernio y fueron
a dormir a una aldea llamada Régil.
El tercer día, de Régil cogieron
el camino de Vidania, y llegaron a
Tolosa, en donde estuvieron unas ho-
ras.
De Tolosa fueron a dormir a un
3010I9
pueblo próximo. Les dijeron que por
allá andaba una partida, y prefirieron
seguir adelante. Esta partida, días
antes, había apaleado bárbaramente a
unas muchachas, porque no quisieron
bailar con unos cuantos de aquellos
forajidos. Dejaron el pueblo, y, unas
veces al trote y otras al paso, llega-
ron hasta Amézqueta, en donde se de-
tuvieron.
149 29
¬
¬
¬
Capítulo Viii
¬
Varias anécdotas de Fernando de
Amézqueta, y llegada a Estella
¬
¬
En Amézqueta entraron en la posada
próxima al juego de pelota. Llovía,
hacía frío y se refugiaron al lado de
la lumbre.
Había entre los reunidos en la ven-
ta un campesino chusco que se puso a
contar historias. El campesino, al
entrar otros dos en la cocina, sacó su
gran pañuelo a cuadros y comenzó a dar
con él en las mesas y en las sillas,
como si estuviera espantando moscas.
--¿Qué hay? -le dijo Martín-.
¿Qué hace usted?
--Estas moscas fastidiosas -contes-
tó el campesino seriamente.
--Pero si no hay moscas.
--Sí, las hay, sí -replicó el hom-
bre, dando de nuevo con el pañuelo.
3010I9
El posadero advirtió, riendo, a
Martín y a Bautista que, como en
Amézqueta había tantas moscas de ma-
cho, a los del pueblo les llamaban, en
broma, "euliyac" (las moscas), y que
por eso el tipo aquel chistoso sacudía
las mesas y las sillas con el pañuelo
al entrar dos amezquetanos.
Rieron Martín y Bautista, y el
campesino contó una porción de histo-
rias y de anécdotas.
--Yo no sé contar nada -dijo el
hombre varias veces-. ¡Si estuviera
"Pernando"!
--¿Y quién era "Pernando"? -pre-
guntó Martín.
--¿No habéis oído vosotros hablar
de "Pernando" de Amézqueta?
--No.
--¡Ah! Pues era el hombre más gra-
cioso de toda esta provincia. ¡Las
cosas que contaba aquel hombre!
Martín y Bautista le instaron para
que contara alguna historia de Fer-
nando de Amézqueta; pero el campesino
se resistía, porque aseguraba que oír-
le a él contar estas chuscadas no daba
más que una pálida idea de las salidas
de Fernando. Sin embargo, a instan-
150 31
cias de los dos, el campesino contó
esta anécdota, en vascuence:
"Un día, Fernando fue a casa del
señor cura de Amézqueta, que era ami-
go suyo y le convidaba a comer con
frecuencia. Al entrar en la casa hus-
meó en la cocina y vio que el ama es-
taba limpiando dos truchas: una, her-
mosa, de cuatro libras lo menos, y la
otra, pequeñita, que apenas tenía car-
ne. Pasó Fernando a ver al señor cu-
ra, y éste, según su costumbre, le
convidó a comer. Se sentaron a la me-
sa el señor cura y Fernando. Sacaron
dos sopas, y Fernando comió de las
dos; luego sacaron el cocido; después,
una fuente de berzas con morcilla, y,
al llegar al principio, Fernando se
encontró con que, en vez de poner la
trucha grande, la condenada del ama
había puesto la pequeña, que no tenía
más que raspa.
--¡Hombre, trucha! -exclamó Fer-
nando-. Le voy a hacer una pregunta.
--¿Qué le vas a preguntar? -dijo el
cura, riendo, en espera de un chiste.
--Le voy a preguntar a ver si por
3010I9
los demás peces que ha conocido se ha
enterado algo de cómo están mis pa-
rientes al otro lado del mar, allí en
América. Porque estas truchas saben
mucho.
--Hombre, sí, pregúntale.
Cogió Fernando la fuente en donde
estaba la trucha y se la puso delante;
luego acercó el oído muy serio y es-
cuchó.
--Qué, ¿contesta algo? -dijo burlo-
namente el ama del cura.
--Sí, ya va contestando, ya va con-
testando.
--¿Y qué dice? ¿Qué dice? -pregun-
tó el cura.
--Pues dice -contestó Fernando-
que es muy pequeña; pero que ahí, en
esa despensa, hay guardada una trucha
muy grande, y que ella debe de saber
mejores noticias de mis parientes".
¬
Una muchacha que estaba en la coci-
na, al oír la anécdota, se echó a reír
con una risa aguda, y comunicó su risa
a todos.
--Rieron también, de buena gana
Martín y Bautista la manera de seña-
lar del truhán; pero el campesino ase-
152 33
guró que él no tenía arte para estos
cuentos.
Le instaron para que siguiera, y el
hombre contó una nueva ocurrencia de
"Pernando".
¬
"Otra vez -dijo- fue a Idiazábal,
donde había un partido de pelota, y
llegó tarde a la posada, cuando ya to-
dos estaban sentados.
El amo le dijo:
--No hay sitio para ti, Fernando,
ni probablemente tampoco habrá comida.
--¡Bah! -replicó él-. ¡Si me die-
rais de balde lo que sobre!
--Pues, nada, todo lo que sobre pa-
ra ti.
Se paseó Fernando por el comedor.
En la mesa redonda se habían senta-
do los dos bandos que habían jugado a
la pelota, separados. Fernando, vien-
do que traían en una fuente piernas de
carnero, dijo a dos o tres en voz ba-
ja:
--Yo no sé de dónde saca el amo es-
tas piernas de perro tan hermosas y
con tanta carne.
3010I9
--Pero ¿son de perro? -dijeron
ellos.
--Sí, de perro; pero no se lo di-
gáis a ésos, que se fastidien.
--Pero ¿de veras, Fernando?
--Sí, hombre; yo mismo he visto la
cabeza en la cocina. ¡Era un perro de
aguas más hermoso!
Dicho esto salió del comedor, y, al
volver, tenían una cazuela con liebre.
Fue al otro extremo de la mesa y dijo
a los del bando contrario:
--¡Vaya unos gatos más buenos que
compra este fondista a los carabine-
ros!
--¡Ah!, pero ¿es gato eso?
--Sí; no se lo digáis a ésos, pero
yo he visto las colas en la cocina.
Poco después, Fernando comía solo,
y tenía liebre y carnero de sobra. Al
anochecer, salieron del pueblo todos
algo borrachos, y alguno se paró a
echar la papilla en el camino.
--Es el perro, que le ha hecho daño
-decían unos, burlándose.
--Es el gato -decían los otros.
Y nadie quería decir que era el vi-
no.
--Compañeros -dijo Fernando-,
153 35
cuando se come gato y perro juntos no
pasa nada. Ellos riñen, en el inte-
rior, como perros y gatos, pero le de-
jan a uno en paz".
¬
La muchacha de la risa aguda rió de
nuevo, y el campesino comenzó a contar
otra anécdota, diciendo:
--No estuvo mal tampoco la manera
como Fernando deshizo la boda entre
un zapatero rico de Tolosa y una no-
via suya...
--A ver, a ver cómo fue -dijeron
todos.
¬
"Pues estaba Fernando de aprendiz
en la zapatería del difunto Ichtaber,
el Chato de Tolosa, y no sé si vo-
sotros sabréis, pero Ichtaber era un
zapatero viejo y muy rico. Tenía
Fernando de novia una chica muy gua-
pa; pero Ichtaber, el Chato, al ver-
la, la empezó a cortejar y a decir si
se quería casar con él y, como era ri-
co, ella aceptó. Solían verse la mu-
chacha y el viejo en la zapatería, y
el granuja de Ichtaber, para estar
3010I9
más libre, mandaba a Fernando, con
cualquier pretexto, a la trastienda.
Él hacía como que no se incomodaba,
pero se vengó. Fue a ver a su novia y
habló con ella.
--Sí -la dijo-. Ichtaber es buena
persona y hombre de fortuna, es ver-
dad; pero como es zapatero y chato y
ha andado toda la vida con pieles,
huele muy mal.
--¡Mentiroso! -dijo ella.
--No, no, fíjate. Ya verás.
Fernando fue a la zapatería, cogió
un fuelle grande y lo rellenó de esa
casca que queda después de curtidos
los pellejos y que huele que apesta;
luego hizo un agujero en el tabique de
la trastienda y esperó la ocasión
oportuna. Por la tarde llegó la chi-
ca, e Ichtaber dijo a su aprendiz:
--Oye, Fernando, vete a la tras-
tienda un momento a arreglar esas hor-
mas que hay en la caja.
Salió Fernando; tomó el fuelle.
Miró por el agujero. Ichtaber estaba
besando la mano de la chica; entonces
le apuntó a ella con el fuelle y metió
por el agujero del tabique una co-
rriente de aire de mal olor. Cuando
155 37
Fernando miró después, Ichtaber, el
Chato, estaba con la mano en sus di-
minutas narices, y la muchacha, lo
mismo.
Luego, Fernando siguió dándole al
fuelle con intermitencias, hasta que
se cansó.
Dos días después fue de nuevo la
chica, y le pasó lo mismo; y ya no
volvió más, porque decía que Ichta-
ber, el Chato, olía a muerto. Ichta-
ber hizo el amor a otra; pero Fernan-
do le jugó la misma pasada con el
fuelle, y el zapatero decía a sus ami-
gos:
--¡"Arrayua"! En mi tiempo era
otra cosa; las chicas estaban sanas.
Ahora, la que más y la que menos hue-
le a perros".
¬
Volvió a oírse la risa alegre y
chillona de la muchacha.
Celebraron los demás circunstantes
las granujerías de Fernando, el de
Amézqueta, y fueron a acostarse.
A la mañana siguiente, Martín y
Bautista dejaron a Amézqueta, y por
3010I9
un sendero llegaron a Ataun, lugar en
donde Dorronsoro, el jefe civil car-
lista, había sido escribano.
Se encontraron en el camino a un
muchacho de este pueblo que iba a
Echarri-Aranaz y, en su compañía,
tomaron por un camino de herradura que
bordeaba la sierra de Aralar.
Hablaron los tres de la marcha de
la guerra, y el chico contó una anéc-
dota de Dorronsoro que no dejaba de
tener gracia. Se había presentado a
él un señorito de San Sebastián, de
familia carlista, de los que llamaban
"ojalateros", muy gordo y muy lucio.
--Mire usted, don Miguel -había
dicho al escribano-, yo soy muy car-
lista y mi familia también lo es; qui-
siera servir a don Carlos, pero, ya
ve usted, no estoy para andar por el
monte, y desearía entrar en las ofici-
nas.
--Bueno, ya veré si encuentro algo
-le dijo Dorronsoro; vuelva usted ma-
ñana.
Volvió al día siguiente el señorito
y preguntó:
--¿Qué, ha encontrado usted algo?
--Sí, ya comprendo que no puede us-
156 39
ted salir al monte; de manera que en-
trará usted en las oficinas... y paga-
rá usted tres pesetas al día.
Celebraron Martín y Bautista la
decisión de Dorronsoro. Por la noche
llegaron al valle de Araquil y se de-
tuvieron en Echarri-Aranaz. Entra-
ron en la cocina de la venta a calen-
tarse al fuego. Allí, en vez de las
historias del buen truhán Fernando de
Amézqueta, tuvieron que oír, contada
por una vieja, la historia de don
Teodosio de Goñi un caballero nava-
rro que, después de haber matado a su
padre y a su madre, engañado por el
diablo, se fue de penitencia al monte
con una cadena al pie, hasta que, pa-
sados muchos años y siendo don Teodo-
sio viejo, se le presentó un dragón y
ya iba a devorarle, cuando apareció el
arcángel San Miguel y mató al dragón
y rompió las cadenas al caballero.
A Bautista y a Martín les pare-
cieron más entretenidas que esta his-
toria de dragones y de santos las
ocurrencias del buen Fernando de
Amézqueta.
3010I9
Estaban oyendo los comentarios a la
vida de don Teodosio, cuando se pre-
sentó en la venta un señor rubio que
al ver a Bautista y Martín, se les
quedó mirando atentamente.
--¡Pero son ustedes!
--Usted es el de...
--El mismo.
Era el extranjero a quien habían
libertado de las garras del Cura.
--¿A qué vienen ustedes aquí? -pre-
guntó el extranjero.
--Vamos a Estella.
--¿De veras?
--Sí.
--Yo también. Iremos juntos. ¿Co-
nocen ustedes el camino?
--No.
--Yo sí. He estado ya una vez.
--Pero, ¿qué hace usted andando
siempre por estos parajes? -le pregun-
tó Martín.
--Es mi oficio -le dijo el extran-
jero.
--¿Pues qué es usted, si se puede
saber?
--Soy periodista. La fuga aquella
me sirvió para hacer un artículo inte-
resantísimo. Hablaba de ustedes dos y
157 41
de aquella señorita morena. ¡Qué chi-
ca más valiente!, ¿eh?
--Ya lo creo.
--Pues si no tienen ustedes reparo,
iremos juntos a Estella.
--¿Reparo? Al revés. Satisfac-
ción, y grande.
Quedaron de acuerdo en marchar jun-
tos.
A las siete de la mañana, hora en
que empezó a aclarar, salieron los
tres, atravesaron el túnel de Lizá-
rraga y comenzaron a descender hacia
la llanada de Estella. El extranjero
montaba en un borriquillo que marchaba
casi más de prisa que los matalones en
que iban Martín y Bautista. El ca-
mino serpenteaba subiendo el desnivel
de la sierra de Andía.
Atravesaron posiciones ocupadas por
batallones carlistas. Entre los jefes
había muchos extranjeros con flamantes
uniformes austriacos, italianos y
franceses, un tanto carnavalescos.
A media tarde comieron en Lezaun,
y, arreando las caballerías, pasaron
por Abárzuza. El extranjero explicó
3010I9
al paso la posición respectiva de li-
berales y carlistas en la batalla de
Monte Muru y el sitio donde se de-
sarrolló lo más fuerte de la acción,
en la que murió el general Concha.
Al anochecer llegaron cerca de Es-
tella.
Mucho antes de entrar en la corte
carlista encontraron una compañía con
un teniente, que les ordenó detenerse.
Mostraron los tres su pasaporte.
Al llegar cerca del convento de
Recoletos era ya de noche.
--¿Quién vive? -gritó el centinela.
--España.
--¿Qué gente?
--Paisanos.
--Adelante.
Volvieron a mostrar sus documentos
al cabo de guardia y entraron en la
ciudad carlista.
161 43
¬
¬
¬
Capítulo Ix
¬
Cómo Martín y el extranjero
pasearon de noche por Estella,
y de lo que hablaron
¬
¬
Pasaron por el portal de Santiago,
entraron en la calle Mayor y pregun-
taron en la posada si había alojamien-
to.
Una muchacha apareció en la escale-
ra.
--Está la casa llena -dijo-. No
hay sitio para tres personas; sólo una
podría quedarse.
--¿Y las caballerías? -preguntó
Bautista.
--Creo que hay sitio en la cuadra.
Fue la muchacha a verlo, y Martín
dijo a Bautista:
--Puesto que hay posada para una
persona, tú te puedes quedar aquí.
Vale más que estemos separados y que
3010I9
hagamos como si no nos conociéramos.
--Sí, es verdad -contestó Bautis-
ta.
--Mañana, a la mañana, en la plaza
nos encontraremos.
Vino la muchacha y dijo que había
sitio en la cuadra para los jacos.
Entró Bautista en la casa con las
caballerías, y el extranjero y Martín
fueron, preguntando, a otra posada del
paseo de los Llanos, donde les dieron
alojamiento.
Llevaron a Martín a un cuarto des-
mantelado y polvoriento, en cuyo fondo
había una alcoba estrecha, con las pa-
redes cubiertas de unas manchas negras
de humo. Sin duda, los huéspedes ma-
taban las chinches quemándolas con una
vela o con la lamparilla, y dejaban
estos tranquilizadores rastros. En el
gabinete y en la alcoba olía a cuadra,
olor que venía de las junturas de las
maderas del suelo.
Martín sacó la carta de Levi-Al-
varez y el paquete de letras cosido en
el cuero de la bota, y separó las ya
aceptadas y firmadas de las otras.
Como éstas todas eran para Estella,
las encerró en un sobre y escribió:
162 45
"Al general en jefe del ejército
carlista".
--¿Será prudente -se dijo- entregar
estas letras sin garantía alguna?
No pensó mucho tiempo, porque com-
prendió en seguida que era una locura
pedir recibo o fianza.
--La verdad es que si no quieren
firmar, no puedo obligarles, y si me
dan un recibo y luego se les ocurre
quitármelo, con prenderme están al ca-
bo de la calle. Aquí hay que hacer
como si a uno le fuera indiferente la
cosa, y si sale bien, aprovecharse de
ella, y si no, dejarla.
Esperó a que se secara el sobre.
Salió a la calle. Vio en la calle a
un sargento y, después de saludarle,
le preguntó:
--¿Dónde se podrá ver al general?
--¡A qué general!
--Al general en jefe. Traigo unas
cartas para él.
--Estará, probablemente, paseando
en la plaza. Venga usted.
Fueron a la plaza. En los arcos, a
la luz de unos faroles tristes de pe-
3010I9
tróleo, paseaban algunos jefes carlis-
tas. El sargento se acercó al grupo
y, encarándose con uno de ellos, dijo:
--Mi general.
--¿Qué hay?
--Este paisano, que trae unas car-
tas para el general en jefe.
Martín se acercó y entregó los so-
bres. El general carlista se arrimó a
un farol y los abrió. Era el general
un hombre alto, flaco, de unos cin-
cuenta años, de barba negra, con el
brazo en cabestrillo. Llevaba una
boina grande de gascón con la borla.
--¿Quién ha traído esto? -preguntó
el general con voz fuerte.
--Yo -dijo Martín.
--¿Sabe usted lo que venía aquí
dentro?
--No, señor.
--¿Quién le ha dado a usted estos
sobres?
--El señor Levi-Alvarez, de Ba-
yona.
--¿Cómo ha venido usted hasta aquí?
--He ido de San Juan de Luz a
Zumaya en barco, de Zumaya aquí a
caballo.
--¿Y no ha tenido usted ningún
164 47
contratiempo en el camino?
--Ninguno.
--Aquí hay algunos papeles que hay
que entregar al rey. ¿Quiere usted
entregarlos, o que se los entregue yo?
--No tengo más encargo que dar es-
tos sobres, y si hay contestación,
volverla a Bayona.
--¿No es usted carlista? -preguntó
el general, sorprendido del tono de
indiferencia de Martín.
--Vivo en Francia y soy comercian-
te.
--¡Ah!, vamos, es usted francés.
Martín calló.
--¿Dónde para usted? -siguió pre-
guntando el general.
--En una posada de ese paseo...
--¿Del paseo de los Llanos?
--Creo que sí. Así se llama.
--¿Hay una administración de coches
en el portal? ¿No?
--Sí, señor.
--Entonces, es la misma. ¿Piensa
usted estar muchos días en Estella?
--Hasta que me digan si hay contes-
tación o no.
3010I9
--¿Cómo se llama usted?
--Martín Tellagorri.
--Está bien. Puede usted retirar-
se.
Saludó Martín y se fue a la posa-
da. A la puerta se encontró con el
extranjero.
--¿Dónde se mete usted? -le dijo-.
Le andaba buscando.
--He ido a ver al general en jefe.
--¿De veras?
--Sí.
--¿Y le ha visto usted?
--Ya lo creo. Y le he dado las
cartas que traía para él.
--¡Demonio! Eso sí que es ir de
prisa. No le quisiera tener a usted
de rival en un periódico. ¿Qué le ha
dicho a usted?
--Ha estado muy amable.
--Tenga usted cuidado, por si aca-
so. Mire usted que éstos son unos la-
dinos.
--Le he indicado que soy francés.
--¡Bah!, no importa. Este verano
han fusilado a un periodista alemán
amigo mío. Tenga usted cuidado.
--¡Oh! Lo tendré.
--Ahora, vamos a cenar.
165 49
Subieron las escaleras y entraron
en una cocina grande.
Varios paisanos y soldados, congre-
gados allí charlaban. Se sentaron a
cenar en una mesa larga, iluminada por
un velón de varios mecheros que colga-
ba del techo.
Un hombre viejo, bajito, que presi-
día la mesa, se quitó la boina y co-
menzó a rezar; todos los comensales
hicieron lo mismo, menos el extranje-
ro, a quien advirtió Martín de su ol-
vido, y que, al darse cuenta, se quitó
apresuradamente la gorra.
En el transcurso de la cena, el
hombre bajito habló más que nadie.
Era navarro de la ribera, un tipo de
cuidado, de mirada oblicua, pómulos
salientes, la boina pequeña echada
sobre los ojos, como si, instintiva-
mente, quisiera ocultar su mirada.
Defendía la conducta del cabecilla
Rosas Samaniego, que estaba entonces
preso en Estella, y le parecía poca
cosa el echar a los hombres por la si-
ma de Igusquiza tratándose de libera-
les y de hombres que blasfemaban de
3010I9
Dios y de su religión.
Contó el tal viejo varias historias
de la guerra carlista anterior. Una
de ellas era verdaderamente odiosa.
Una vez, cerca de un río, yendo con
la partida, se encontraron con diez o
doce soldados jovencitos que lavaban
sus camisas en el agua.
--A bayonetazos acabamos con todos
-dijo el hombre sonriendo; luego aña-
dió hipócritamente-: Dios nos lo ha-
brá perdonado.
Durante la cena, el viejo estuvo
contando hazañas por el estilo. Aquel
tipo siniestro se recreaba contando
sus fechorías.
Este desagradable y antipático per-
sonaje se puso después a clasificar
los batallones carlistas según su va-
lor: primero eran los navarros, como
era natural, siendo él navarro; luego,
los castellanos; después, los alave-
ses; luego, los guipuzcoanos, y al úl-
timo, los vizcaínos.
Por el curso de la conversación se
veía que había allá un ambiente de
odios terribles: navarros, vasconga-
dos, alaveses, aragoneses y castella-
nos se odiaban a muerte.
167 51
Todo ese fondo cabileño que duerme
en el instinto provincial español es-
taba despierto. Unos se reprochaban a
otros el ser cucos, granujas y ladro-
nes.
Martín se ahogaba en aquel antro,
y, sin tomar el postre, se levantó de
la mesa para marcharse. El extranjero
le siguió y salieron los dos a la ca-
lle.
Lloviznaba. En algunas tabernas
oscuras, a la luz de un quinqué de
petróleo, se veían grupos de soldados.
Se oía el rasguear de la guitarra; de
cuando en cuando, una voz cantaba la
jota, en la calle negra y silenciosa.
--Ya me está a mí cargando esta
canción estólida -murmuró Martín.
--¿Cuál? -preguntó el extranjero.
--La jota. La encuentro como una
cosa petulante. Me parece que le es-
toy oyendo hablar a ese viejo navarro
de la posada. El que la canta quiere
decir:
¬
"Yo soy más valiente que nadie,
más
3010I9
noble que nadie, más heroico que
nadie".
¬
--No lo sé; yo no lo creo, por lo
menos. Yo, ahora mismo, si tuviera
quinientos hombres, tomaba Estella
por asalto y le pegaba fuego.
--¡Ja! ¡Ja! Es usted un hombre
extraordinario.
--Es que lo digo porque lo creo.
--Yo también lo creo, y siento que
no tenga usted los quinientos hombres.
¿Y qué decía usted de la gente del
Ebro?
--Nada; que han decidido ellos mis-
mos que son los únicos francos, los
únicos leales porque hablan muy en
bruto y cantan la jota.
--¿De manera que para usted este
canto es como una falsificación del
valor y de la energía?
--Sí algo así.
--Está bien. Lo diré en mi próxima
crónica. ¿No le parece a usted mal
que me sirva de sus opiniones?
--De ningún modo, porque a mí no me
sirven para nada.
Siguieron paseando, pero al alejar-
se un poco, un centinela les dio el
168 53
alto y volvieron a la plaza. Se ha-
llaba ésta solitaria.
Dieron varias vueltas y un sereno
les saludó y les dijo:
--¿Qué hacen ustedes aquí?
--¿No se puede pasear? -preguntó
Zalacaín.
--Hombre, sí; pero no es una hora
muy a propósito.
--Es que hemos cenado tarde y está-
bamos dando una vuelta -dijo el ex-
tranjero-; no quisiéramos acostarnos
tan pronto.
--¿Por qué no van ustedes allí?
--Dijo el sereno, señalando los
balcones de una casa, que brillaban
iluminados.
--¿Qué es lo que hay allí? -pregun-
tó Martín.
--El casino -contestó el sereno.
--¿Y qué hacen ahora? -dijo el ex-
tranjero.
--Estarán jugando.
Se despidieron del vigilante noc-
turno y dejaron la plaza.
Después, dando un rodeo, salieron
al paseo de los Llanos. Una campana
3010I9
de un convento comenzó a tocar.
--Juego, campanas, carlismo y jota.
¡Qué español es esto, mi querido
Martín! -dijo el extranjero.
--Pues yo también soy español, y
todo eso no me es simpático -contestó
Martín.
--Sin embargo, son los caracteres
que constituyen la tradición de su
país -dijo el extranjero.
--Mi país es el monte -contestó
Zalacaín.
171 55
¬
¬
¬
Capítulo X
¬
Cómo transcurrió el
segundo día en Estella
¬
¬
Conformes Martín y Bautista, se
encontraron en la plaza. Martín con-
sideró que no convenía que le viesen
hablar con su cuñado, y para decir lo
hecho por él la noche anterior escri-
bió en un papel su entrevista con el
general.
Luego se fue a la plaza. Tocaba la
charanga. Había unos soldados forma-
dos. En el balcón de una casa peque-
ña, enfrente de la iglesia de San
Juan, estaba don Carlos con algunos
de sus oficiales.
Esperó Martín a ver a Bautista y
cuando le vio le dijo:
--Que no nos vean juntos.
Y le entregó el papel.
Bautista se alejó, y poco después
3010I9
se acercó de nuevo a Martín y le dio
otro pedazo de papel.
--¿Qué pasará? -se dijo Martín.
Se fue de la plaza, y cuando se vio
solo leyó el papel de Bautista, que
decía:
"Ten cuidado. Está aquí el Cacho
de sargento. No andes por el centro
del pueblo".
La advertencia de Bautista la con-
sideró Martín de gran importancia.
Sabía que el Cacho le odiaba y que,
colocado en una posición para él supe-
rior, podía vengar sus antiguos renco-
res con toda la saña de aquel hombre
pequeño, violento y colérico.
Martín pasó por el puente del Azu-
carero, contemplando el agua verdosa
del río. Al llegar a la plazoleta
donde comienza la rúa Mayor del pue-
blo viejo, Martín se detuvo frente al
palacio del duque de Granada, conver-
tido en cárcel, a contemplar una fuen-
te con un león tenante en medio, en
cuyas garras sujetaba un escudo de
Navarra. Estaba allí parado cuando
vio que se le acercaba el extranjero.
--¡Hola, querido Martín! -le dijo.
--Hola. Buenos días.
172 57
--¿Va usted a echar un vistazo por
este viejo barrio?
--Sí.
--Pues iré con usted.
Tomaron por la rúa Mayor, la calle
principal del pueblo antiguo. A un
lado y a otro se levantaban hermosas
casas de piedra amarilla, con escudos
y figuras talladas.
Luego, terminada la rúa, siguieron
por la calle de Curtidores. Las an-
tiguas casas solariegas mostraban sus
grandes puertas cerradas; en algunos
portales, convertidos en talleres de
curtidores, se veían filas de pellejos
colgados, y en el fondo, el agua casi
inmóvil del río Ega, verdosa y tur-
bia.
Al final de esta calle se encontra-
ron con la iglesia del Santo Sepul-
cro y se pararon a contemplarla. A
Martín le pareció aquella portada de
piedra amarilla, con sus santos desna-
rigados a pedradas, una cosa algo gro-
tesca; pero el extranjero aseguró que
era magnífica.
--¿De veras? preguntó Martín.
3010I9
--¡Oh! ¡Ya lo creo!
--¿Y la habrá hecho la gente de
aquí? -preguntó Martín.
--¿Le parece a usted imposible que
los de Estella hagan una cosa buena?
-preguntó riendo el extranjero.
--¡Qué sé yo! No me parece que en
este pueblo se haya inventado la pól-
vora.
En una calle transversal, las pare-
des de las antiguas casas hidalgas
derrumbadas servían de cerca para los
jardines. No se alejaron más, porque
a pocos pasos estaba ya la guardia.
Volvieron y subieron a San Pedro de
la Rúa, iglesia colocada en un alto,
a la cual se llegaba por unas escale-
ras desgastadas, entre cuyas losas
crecía la hierba.
--Sentémonos aquí un momento -dijo
el extranjero.
--Bueno, como usted quiera.
Desde allí se veía casi todo Es-
tella y los montes que le rodean: aba-
jo, el tejado de la cárcel, y en un
alto, la ermita del Puy. Una vieja
limpiaba las escaleras de piedra de la
iglesia con una escoba, y cantaba a
voz en grito:
174 59
¬
¬
¡Adiós los Llanos de Estella
San Benito y Santa Clara,
Convento de Recoletas,
donde yo me paseaba!
¬
--Ya ve usted -dijo el extranjero-
que, aunque a usted le parezca este
pueblo tan áspero, hay gente que le
tiene cariño.
--¿Quién? -dijo Martín.
--El que ha inventado esa canción.
--Era un hombre de mal gusto.
La vieja se acercó al extranjero y
a Martín y entabló conversación con
ellos. Era una mujer pequeña, de ojos
vivos y tez tostada.
--Usted será carlista, ¿eh? -le
preguntó el extranjero.
--Ya lo creo. En Estella todos
somos carlistas, y tenemos la seguri-
dad de que vendrá Don Carlos, con la
ayuda de Dios.
--Sí, es muy probable.
--¿Cómo probable? -exclamó la vie-
ja-. Es seguro. ¿Usted no será de
3010I9
aquí?
--No, no soy español.
--¡Ah!, vamos.
Y la vieja, después de mirarle con
curiosidad, siguió barriendo las esca-
leras.
--Creo que le ha tenido a usted
lástima al saber que no es usted espa-
ñol -dijo Martín.
--Sí, parece que sí -contestó el
extranjero-. La verdad es que es
triste que por ese estúpido hombre
guapo se mate esta pobre gente.
--¿Por quién lo dice usted, por
Don Carlos? -preguntó Martín.
--Sí.
--¿Usted también cree que no es
hombre de talento?
--¡Qué va a ser! Es un tipo vulgar
sin ninguna condición. Luego, no tie-
ne idea de nada. Hablé con él cuando
el bombardeo de Irún, y no se puede
usted figurar nada más plano y más
opaco.
--Pues no lo diga usted por ahí,
porque le hacen a usted pedazos. Es-
tos hombres están dispuestos a morir
por su rey.
--¡Oh!, no lo diría. Además, ¿para
175 61
qué? No había de convencer a nadie;
unos son fanáticos y otros aventure-
ros, y ninguno está dispuesto a dejar-
se persuadir. Pero no crea usted que
todos tienen un gran respeto ni por
Don Carlos ni por sus generales.
¿No ha oído usted en la posada que
hablan algunas veces de don Bobo?,
pues se refieren al Pretendiente.
Vieron el extranjero y Martín las
otras iglesias del pueblo, la Peña de
los Castillos y la parroquia de San-
ta María, y volvieron a comer.
Afortunadamente, el viejecillo an-
tipático no se sentaba a la mesa, y,
en cambio, estaban un legitimista
francés, el conde de Haussonville, de
la Legación extranjera, y un joven
comandante carlista llamado Iceta.
El conde de Haussonville fue la
alegría de la mesa. El conde, hombre
de unos cuarenta años, alto, grueso,
derecho, rubio, hablaba en un caste-
llano grotesco.
Lo verdaderamente gracioso de
Haussonville era su apetito voraz.
Todo lo que le daban de comer no le
3010I9
servía más que de aperitivo. Había
venido desde Caspe llevando prisione-
ro a un brigadier valenciano, carlis-
ta, a que compareciera ante el Estado
Mayor de Don Carlos, y contaba su
expedición de tal manera que hacía mo-
rirse de risa a todos.
Explicó su estancia en un pueblo,
con el batallón metido en una iglesia,
sin poder moverse por estar los cami-
nos intransitables por la nieve, no
comiendo más que habichuelas y tenien-
do por retrete un confesonario, y dio
tales detalles, que todo el mundo reía
a carcajadas.
Después de maldecir de la alimenta-
ción leguminosa y de la alimentación
patatosa, habló del resto del viaje.
Cada pueblo del tránsito le parecía
una estación de calvario para su estó-
mago hambriento; recordaba las aldeas
por lo que había comido, o, mejor di-
cho, por lo que había ayunado; aquí le
habían dado por toda comida un caldo
de berzas; allá, por cena, una cola-
ción de verduras cocidas; y, para col-
mo de desdichas, estaba alojado en
Estella en casa de unas viejas solte-
ronas, y, por la mañana, le daban cho-
177 63
colate con agua; por la tarde, cocido,
y de noche, una sopa de ajo infame.
--Y siempre, siempre, poco -decía
Haussonville, levantando los brazos
al cielo.
Iceta era un aventurero. Había es-
tado al principio en la guerra; luego
se fue a una República americana, to-
mó parte en una revolución, y después,
expulsado de allí por rebelde, volvía
al ejército carlista, en donde estaba
ya violento y deseando marcharse. Si-
guiéndole a todas partes, como amigo y
asesor, iba un antiguo criado suyo,
que se llamaba Asensio, pero a quien
se le conocía por estos dos motes:
Asenchio Lapurrá (Asensio el La-
drón) y Asenchio Araguiarrapatzallia
(Asensio el decomisador de carne).
Este mote lo debía Asensio a haber
sido consumero en su pueblo. Asensio
era graciosísimo hablando castellano:
no había palabra que empleara bien.
Siempre que tenía que decir anda-
mos, decía andemos; y, al contrario,
empleaba vaiga por vaya, y hagáis por
haced.
3010I9
La conversación entre el conde de
Haussonville y Asenchio Lapurrá era
de lo más dislocada y pintoresca.
--Si aquí hubiera un buen "quene-
rral" -decía Haussonville-, la "que-
rra" estaba resuelta.
--"Pueda, pueda" que sí -contestaba
Asensio.
--No saben "manecar" un grande
"equército", amigo Asensio.
--Si "supieseis" de "tática", otra
cosa sería.
Martín y el extranjero intimaron
con Haussonville, con Iceta y con
Asenchio Lapurrá, y se rieron a car-
cajadas con los mil "quid pro quos"
que resultaban en la conversación del
francés y del vasco.
Asensio había estado en Cuba algún
tiempo, de soldado, y contó anécdotas
de aquella tierra. Lo que más le gus-
taba era hablar de los chinos.
--Son de "mal" intención, pero bue-
nos cocineros, eso sí. "Digáis" a un
chino que os haga un arroz. Os hace
una cosa "manífica". Es gente "raro".
Luego se ponen a hablar "chun, chun,
chun". ¿Y entenderles?, nada. ¿A no-
sotros?, rabia nos tenían. Y al que
178 65
cogían "la" martirizaban. ¡Pse! No-
sotros "tamién" algunos "matemos".
Martín se reía a carcajadas con las
explicaciones de Asenchio Lapurrá.
Después de comer en la posada,
Martín, el extranjero, Iceta,
Haussonville y Asensio fueron a un
café de la plaza, donde estuvieron
hablando. Había ejercicios espiritua-
les en la iglesia de San Juan, y una
porción de beatos y de oficiales car-
listas iban a la iglesia.
--¡Qué país! -dijo Haussonville-;
la gente no hace más que ir a la igle-
sia. Todo es para el señor cura: las
buenas comidas... Aquí no hay nada
que hacer; todo para el señor cura.
Iceta y Haussonville contemplaban
con asombro aquel tropel de gente que
se encaminaba hacia la iglesia.
--¡Bestias! -exclamaba Iceta, dan-
do puñetazos en la mesa-. No quisiera
más que poder ametrallarlos.
El francés murmuraba como diciéndo-
selo a sí mismo:
--¡España! ¡España! "Jamais de la
vie¡" Mucha hidalguía, mucha jota;
3010I9
pero poco alimento.
--La guerra -añadía Asensio, me-
tiendo la cucharada- es cosa nada
"bueno".
181 67
¬
¬
¬
Capítulo Xi
¬
Cómo los acontecimientos se
enredaron hasta el punto que
Martín durmió el tercer día
de Estella en la cárcel
¬
¬
Al día siguiente por la noche iba a
acostarse Martín, cuando la posadera
le llamó y le entregó una carta que
decía:
"Preséntese usted mañana, de madru-
gada, en la ermita del Puy, en donde
se le devolverán las letras ya firma-
das. -El general en jefe".
Debajo había una firma ilegible.
Martín se metió la carta en el bol-
sillo, y luego, viendo que la posadera
no se marchaba de su cuarto, le pre-
guntó:
--¿Quería usted algo?
--Sí; nos han traído dos militares
heridos y quisiéramos el cuarto de us-
3010I9
ted para uno de ellos. Si usted no
tuviera inconveniente, le trasladaría-
mos abajo.
--Bueno; no tengo inconveniente.
Bajó a un cuarto del piso princi-
pal, que era una sala muy grande con
dos alcobas. La sala tenía en medio
un altar, iluminado con unas lámparas
tristes de aceite. Martín se acostó;
desde su cama veía las luces oscilan-
tes; pero estas cosas no influían en
su imaginación, y quedó dormido.
Era más de medianoche cuando se
despertó algo sobresaltado. En la al-
coba próxima se oían quejas, alternan-
do con voces de: "!Ay, Dios mío¡
!Ay, Jesús mío¡"
--¿Qué demonio será esto? -pensó
Martín.
Miró el reloj. Eran las tres. Se
volvió a tender en la cama; pero con
los lamentos no se pudo dormir y le
pareció mejor levantarse. Se vistió y
se acercó a la alcoba próxima y miró
por entre las cortinas. Se veía vaga-
mente a un hombre tendido en la cama.
--¿Qué le pasa a usted? -preguntó
Martín.
--Estoy herido -murmuró el enfermo.
182 69
--¿Quiere usted alguna cosa?
--Agua.
A Martín le dio la impresión de
conocer esta voz. Buscó por la sala
una botella de agua, y como no había
en el cuarto, fue a la cocina. Al
ruido de sus pasos, la voz de la pa-
trona preguntó:
--¿Qué pasa?
--El herido, que quiere agua.
--Voy.
La patrona apareció en enaguas, y
dijo, entregando a Martín una lampa-
rilla:
--Alumbre usted.
Tomaron el agua y volvieron a la
sala. Al entrar en la alcoba, Martín
levantó el brazo, con lo que iluminó
el rostro del enfermo y el suyo. El
herido tomó el vaso en la mano, e in-
corporándose y mirando a Martín, co-
menzó a gritar:
--¿Eres tú? !Canalla¡ !Ladrón¡
!Prendedle¡ !Prendedle¡
El herido era Carlos Ohando.
Martín dejó la lamparilla sobre la
mesa de noche.
3010I9
--Márchese usted -dijo la patrona-.
Está delirando.
Martín sabía que no deliraba-, se
retiró a la sala y escuchó, por si
Carlos contaba alguna cosa a la pa-
trona. Martín esperó en su alcoba.
En la sala, debajo del altar, estaba
el equipaje de Ohando, consistente en
un baúl y una maleta. Martín pensó
que quizá Carlos guardara alguna car-
ta de Catalina, y se dijo:
--Si esta noche encuentro una buena
ocasión, descerrajaré el baúl.
No la encontró. Iban a dar las
cuatro de la mañana cuando Martín,
envuelto en su capote, se marchó hacia
la ermita del Puy. Los carlistas es-
taban de maniobras. Llegó al campa-
mento de Don Carlos, y, mostrando su
carta, le dejaron pasar.
--El señor está con dos reverendos
padres -le advirtió un oficial.
--Vayan al diablo el señor y los
reverendos padres -refunfuñó Zala-
caín-. La verdad es que este rey es
un rey ridículo.
Esperó Martín a que despachara el
señor con los reverendos, hasta que el
rozagante Borbón, con su aire de hom-
184 71
bre bien cebado, salió de la ermita,
rodeado de su Estado Mayor. Junto
al Pretendiente iba una mujer a ca-
ballo, que Martín supuso sería doña
Blanca.
--Ahí está el rey. Tiene usted que
arrodillarse y besarle la mano -dijo
el oficial.
Zalacaín no replicó.
--Y darle el título de majestad.
Zalacaín no hizo caso.
Don Carlos no se fijó en Martín,
y éste se acercó al general, quien le
entregó las letras firmadas. Zalacaín
las examinó. Estaban bien.
En aquel momento, un fraile cas-
trense comenzó a arengar a las tropas.
Martín, sin que lo notara nadie, se
fue alejando de allí y bajó al pueblo
corriendo. El llevar en su bolsillo
su fortuna le hacía ser más asustadizo
que una liebre.
A la hora en que los soldados for-
maban en la plaza, se presentó Mar-
tín, y, al ver a Bautista, le dijo:
--Vete a la iglesia y allí hablare-
mos.
3010I9
Entraron los dos en la iglesia, y
en una capilla oscura se sentaron en
un banco.
--Toma las letras -le dijo Martín
a Bautista-. !Guárdalas¡
--¿Te las han dado ya firmadas?
--Sí.
--Hay que prepararse a salir de
Estella en seguida.
--No sé si podremos -dijo Bautis-
ta.
--Aquí estamos en peligro. Además
del Cacho, se encuentra en Estella
Carlos Ohando.
--¿Cómo lo sabes?
--Porque le he visto.
--¿En dónde?
--Está en mi casa herido.
--¿Y te ha visto él?
--Sí.
--Claro, están los dos -exclamó
Bautista.
--¿Cómo los dos? ¿Qué quieres de-
cir con eso?
--¿Yo? Nada.
--¿Tú sabes algo?
--No, hombre, no.
--O me lo dices, o se lo pregunto
al mismo Carlos Ohando. ¿Es que es-
185 73
tá aquí Catalina?
--Sí, está aquí.
--¿De veras?
--Sí.
--¿En dónde?
--En el convento de Recoletas.
--!Encerrada¡ ¿Y cómo lo sabes tú?
--Porque la he visto.
--!Qué suerte¡ ¿La has visto?
--Sí, la he visto y la he hablado.
--!Y eso querías ocultarme¡ Tú no
eres amigo mío, Bautista.
Bautista protestó.
--¿Y ella sabe que estoy aquí?
--Sí, lo sabe.
--¿Cómo se puede verla? -dijo Za-
lacaín.
--Suele bordar en el convento, cer-
ca de la ventana, y por la tarde sale
a pasear a la huerta.
--Bueno. Me voy. Si me ocurre al-
go, le diré a ese señor extranjero que
vaya a avisarte. Mira a ver si puedes
alquilar un coche para marcharnos de
aquí.
--Lo veré.
--Lo más pronto que puedas.
3010I9
--Bueno.
--Adiós
--Adiós, y prudencia.
Martín salió de la iglesia, tomó
por la calle Mayor hacia el convento
de las Recoletas, paseó arriba y aba-
jo horas y horas, sin llegar a ver a
Catalina. Al anochecer tuvo la suer-
te de verla asomada a una ventana.
Martín levantó la mano, y su novia,
haciendo como que no le conocía, se
retiró de la ventana. Martín quedó
helado, luego Catalina volvió a apa-
recer, y lanzó un ovillo de hilo casi
a los pies de Martín. Zalacaín lo
recogió; tenía dentro un papel, que
decía: "A las ocho podemos hablar un
momento. Espera cerca de la puerta de
la tapia". Martín volvió a la posada,
comió con un apetito extraordinario, y
a las ocho en punto estaba en la puer-
ta de la tapia esperando. Daban las
ocho en el reloj de las iglesias de
Estella, cuando Martín oyó dos gol-
pecitos en la puerta; Martín contestó
del mismo modo.
--¿Eres tú, Martín? -preguntó Ca-
talina en voz baja.
--Sí, yo soy. ¿No nos podemos ver?
187 75
--Imposible.
--Yo me voy a marchar de Estella.
¿Querrás venir conmigo? -preguntó
Martín.
--Sí. Pero ¿cómo salir de aquí?
--¿Estás dispuesta a hacer todo lo
que yo te diga?
--Sí.
--¿A seguirme a todas partes?
--A todas partes.
--¿De veras?
--Aunque sea a morir. Ahora vete.
!Por Dios¡ No nos sorprendan.
Martín se había olvidado de todos
sus peligros; marchó a su casa y, sin
pensar en espionajes, entró en la po-
sada a ver a Bautista y le abrazó con
entusiasmo.
--Pasado mañana -dijo Bautista-
tenemos el coche.
--¿Lo has arreglado?
--Sí.
Martín salió de casa de su cuñado
silbando alegremente. Al llegar cerca
de su posada, dos serenos, que pare-
cían estar espiándole, se le acercaron
y le mandaron callar de mala manera.
3010I9
--!Hombre¡ ¿No se puede silbar?
-preguntó Martín.
--No, señor.
--Bueno. No silbaré.
--Y si replica usted, va usted a la
cárcel.
--No replico.
--!Hala¡ !Hala¡ A la cárcel.
Zalacaín vio que buscaban un pre-
texto para encerrarle y aguantó los
empellones que le dieron, y, en medio
de los dos serenos, entró en la cár-
cel.
189 77
¬
¬
¬
Capítulo Xii
¬
En que los acontecimientos
marchan al galope
¬
¬
Entregaron los serenos a Martín en
manos del alcaide, y éste le llevó
hasta un cuarto oscuro con un banco y
una cantarilla para el agua.
--Demonio -exclamó Martín-, aquí
hace mucho frío. ¿No hay sitio donde
dormir?
--Ahí tiene usted el banco.
--¿No me podrían traer un jergón y
una manta para tenderme?
--Si paga usted...
--Pagaré lo que sea. Que me trai-
gan un jergón y dos mantas.
El alcaide se fue, dejando a oscu-
ras a Martín, y vino poco después con
un jergón y las mantas pedidas. Le
dio Martín un duro, y el carcelero,
amansado, le preguntó:
3010I9
--¿Qué ha hecho usted para que le
traigan aquí?
--Nada. Venía, distraído, silbando
por la calle. Y me ha dicho el sere-
no: "No se silba". Me he callado, y,
sin más ni más, me han traído a la
cárcel.
--¿Usted no se ha resistido?
--No.
--Entonces será por otra cosa por
lo que le han encerrado.
Martín dijo que así se lo figuraba
también él. Le dio las buenas noches
el carcelero; contestó Zalacaín ama-
blemente, y se tendió en el suelo.
--Aquí estoy tan seguro como en la
posada -se dijo-. Allí me tienen en
sus manos, y aquí también, luego estoy
igual. Durmamos. Veremos lo que se
hace mañana.
A pesar de que su imaginación se le
insubordinaba, pudo conciliar el sueño
y descansar profundamente.
Cuando despertó, vio que entraba un
rayo de sol por una alta ventana, ilu-
minando el destartalado zaquizamí.
Llamó a la puerta, vino el carcelero,
y le preguntó:
--¿No le han dicho a usted por qué
190 79
estoy preso?
--No.
--¿De manera que me van a tener en-
cerrado sin motivo?
--Quizá sea una equivocación.
--Pues es un consuelo.
--!Cosas de la vida¡ Aquí no le
puede pasar a usted nada.
--!Si le parece a usted poco estar
en la cárcel¡
--Eso no deshonra a nadie.
Martín se hizo el asustadizo y el
tímido, y preguntó:
--¿Me traerá usted de comer?
--Sí. Hay hambre, ¿eh?
--Ya lo creo.
--¿No querrá usted rancho?
--No.
--Pues ahora le traerán la comida.
Y el carcelero se fue, cantando
alegremente.
Comió Martín lo que le trajeron,
se tendió envuelto en la manta y, des-
pués de un momento de siesta, se le-
vantó a tomar una resolución.
--¿Qué podría hacer yo? -se dijo-.
Sobornar al alcaide exigiría mucho
3010I9
dinero. Llamar a Bautista es compro-
meterle. Esperar aquí a que me suel-
ten es exponerme a cárcel perpetua;
por lo menos, a estar preso hasta que
la guerra termine... Hay que escapar-
se, no hay más remedio.
Con esta firme decisión comenzó a
pensar un plan de fuga. Salir por la
puerta era difícil. La puerta, además
de ser fuerte, se cerraba por fuera
con llave y cerrojo. Después, aun en
el caso de aprovechar una ocasión y
poder salir de allá, quedaba por re-
correr un pasillo largo, y luego unas
escaleras... Imposible.
Había que escapar por la ventana.
Era el único recurso.
--¿Adónde dará esto? -se dijo.
Arrimó el banco a la pared, se su-
bió a él, se agarró a los barrotes, y
a pulso se levantó hasta poder mirar
por la reja. Daba el ventanillo a la
plaza de la fuente, en donde el día
anterior se había encontrado con el
extranjero.
Saltó al suelo y se sentó en el
banco. La reja era alta. pequeña, con
tres barrotes sin travesaño.
--Arrancando uno, quizá pudiera pa-
192 81
sar -se dijo Martín-. Y esto no se-
ría difícil... Luego necesitaría una
cuerda. ¿De dónde sacaría yo una
cuerda?... La manta..., la manta,
cortada en tiras, me podía servir...
No tenía más instrumento que un
cortaplumas pequeño.
--Hay que ver la solidez de la reja
-murmuró.
Volvió a subir. Se hallaba la reja
empotrada en la pared; pero no tenía
gran resistencia.
Los barrotes estaban sujetos por un
marco de madera, y el marco en un ex-
tremo se hallaba apolillado. Martín
supuso que no sería difícil cortar la
madera y quitar el barrote de un lado.
Cortó una tira de la manta, y pa-
sándola por el barrote de en medio y
atándola después por los extremos,
formó una abrazadera y metió dos patas
del banco en este anillo y las otras
dos las sujetó en el suelo.
Contaba así con una especie de pla-
no inclinado para llegar a la reja.
Subió por él, deslizándose; se agarró
con la mano izquierda a un barrote, y
3010I9
con la derecha, arma del cortaplumas,
comenzó a roer la madera del marco.
La postura no era cómoda, ni mucho
menos; pero la constancia de Zalacaín
no cejaba, y, tras de una hora de rudo
trabajo, logró arrancar el barrote de
su alvéolo.
Cuando lo tuvo ya suelto, lo volvió
a poner como antes, quitó el banco de
su posición oblicua, ocultó las asti-
llas arrancadas del marco de la venta-
na en el jergón y esperó la noche.
El carcelero le llevó la cena, y
Martín le preguntó con empeño si no
habían dispuesto nada respecto a él,
si pensaban tenerlo encerrado sin mo-
tivo alguno.
El carcelero se encogió de hombros
y se retiró en seguida tarareando.
Inmediatamente que Zalacaín se vio
solo, puso manos a la obra.
Tenía la absoluta seguridad de po-
derse escapar. Sacó el cortaplumas y
comenzó a cortar las dos mantas de
arriba abajo. Hecho esto, fue atando
las tiras una a otra, hasta formar una
cuerda de quince brazas. Era lo que
necesitaba.
Después pensó dejar un recuerdo
193 83
alegre y divertido en la cárcel. Co-
gió la cantarilla del agua y le puso
su boina y la dejó envuelta en el tro-
zo que quedaba de manta.
--Cuando se asome el carcelero po-
drá creer que sigo aquí durmiendo. Si
gano con esto un par de horas, me pue-
den servir admirablemente para esca-
parme.
Contempló el bulto con una sonrisa;
luego subió a la reja, ató un cabo de
la cuerda a los dos barrotes y el otro
extremo lo echó fuera poco a poco.
Cuando toda la cuerda quedó a lo lar-
go de la pared, pasó el cuerpo con mil
trabajos por la abertura que dejaba el
barrote arrancado, y comenzó a descol-
garse resbalándose por el muro.
Cruzó por delante de una ventana
iluminada. Vio a alguien que se movía
a través de un cristal. Estaba a
cuatro o cinco metros de la calle,
cuando oyó ruido de pasos. Se detuvo
en su descenso, y ya comenzaban a de-
jar de oírse los pasos, cuando cayó a
tierra, metiendo algún estrépito.
Uno de los nudos debía de haberse
3010I9
soltado, porque le quedaba un trozo de
cuerda entre los dedos. Se levantó.
--No hay avería. No me he hecho
nada -se dijo.
Al pasar por cerca de la fuente de
la plaza tiró el resto de la cuerda al
agua. Luego, de prisa, se dirigió por
la calle de la Rúa.
Iba marchando, volviéndose para mi-
rar atrás, cuando vio a la luz de un
farol que oscilaba colgando de una
cuerda dos hombres armados con fusi-
les, cuyas bayonetas brillaban de un
modo siniestro. Estos hombres, sin
duda, le seguían. Si se alejaba, iba
a dar a la guardia de extramuros. No
sabiendo qué hacer, y viendo un portal
abierto, entró en él, y empujando sua-
vemente la puerta la cerró.
Oyó el ruido de los pasos de los
hombres en la acera. Esperó a que de-
jaran de oírse, y cuando estaba dis-
puesto a salir, bajó una mujer vieja
al zaguán y echó la llave y el cerrojo
de la puerta.
Martín se quedó encerrado. Volvie-
ron a oírse los pasos de los que le
perseguían.
--No se van -pensó.
195 85
Efectivamente, no sólo no se fue-
ron, sino que llamaron en la casa con
dos aldabonazos.
Apareció de nuevo la vieja con un
farol y se puso al habla con los de
fuera sin abrir.
--¿Ha entrado aquí algún hombre?
-preguntó uno de los perseguidores.
--No.
--¿Quiere verlo bien? Somos de la
ronda.
--Aquí no hay nadie.
--Registre usted el portal.
Martín, al oír esto, agazapándose,
salió del portal y ganó la escalera.
La vieja paseó la luz del farol por
todo el zaguán, y dijo:
--No hay nadie, no; no hay nadie.
Martín pretendió volver al zaguán,
pero la vieja puso el farol de tal mo-
do que iluminaba el comienzo de la es-
calera. Martín no tuvo más remedio
que retirarse hacia arriba y subir los
escalones de dos en dos.
--Pasaremos aquí la noche -se dijo.
No había salida alguna. Lo mejor
era esperar a que llegase el día y
3010I9
abriesen la puerta. No quería expo-
nerse a que lo encontraran dentro es-
tando la casa cerrada, y aguardó hasta
muy entrada la mañana.
Serían cerca de las nueve cuando
comenzó a bajar las escaleras cautelo-
samente. Al pasar por el primer piso
vio en un cuarto muy lujoso, y exten-
dido sobre un sofá, un uniforme de
oficial carlista, con su boina y su
espada. Tenía tal convencimiento
Martín de que sólo a fuerza de auda-
cia se salvaría, que se desnudó con
rapidez, se puso el uniforme y la boi-
na, luego se ciñó la espada, se echó
el capote por encima y comenzó a bajar
las escaleras, taconeando. Se encon-
tró con la vieja de la noche anterior,
y al verla le dijo:
--¿Pero no hay nadie en esta casa?
--¿Qué quería usted? No le había
visto.
--¿Vive aquí el comandante don
Carlos Ohando?
--No, señor, aquí no vive.
--!Muchas gracias¡
Martín salió a la calle, y embozado
y con aire de conquistador, se dirigió
a la posada en donde vivía Bautista.
196 87
--!Tú¡ -exclamó Urbide-. ¿De dón-
de sales con ese uniforme? ¿Qué has
hecho en todo el día de ayer? Estaba
intranquilo. ¿Qué pasa?
--Todo lo contaré. ¿Tienes el co-
che?
--Sí, pero...
--Nada, tráetelo en seguida, lo más
pronto que puedas. Pero a escape.
Martín se sentó a la mesa y escri-
bió con lápiz en un papel: "Querida
hermana: Necesito verte. Estoy heri-
do, gravísimo. Ven inmediatamente en
el coche con mi amigo Zalacaín. Tu
hermano, Carlos".
Después de escribir el papel, Mar-
tín se paseó con impaciencia por el
cuarto. Cada minuto le parecía un
siglo.
Dos horas larguísimas tuvo que es-
tar esperando con angustias de muerte.
Al fin, cerca de las doce, oyó un
ruido de campanillas.
Se asomó al balcón. A la puerta
aguardaba un coche tirado por cuatro
caballos. Entre éstos distinguió
Martín los dos jacos en cuyos lomos
3010I9
fueron desde Zumaya hasta Estella.
El coche, un landó viejo y destarta-
lado, tenía un cristal y uno de los
faroles atado con una cuerda.
Bajó las escaleras Martín, emboza-
do en la capa, abrió la portezuela del
coche, y dijo a Bautista.
--Al convento de Recoletas.
Batistuta. Sin replicar, se diri-
gió hacia el sitio indicado. Cuando
el coche se detuvo frente al convento.
Bautista, al salir Zalacaín, le di-
jo:
--¿Qué disparate vas a hacer? Re-
flexiona.
--¿Tú sabes cuál es el camino de
Logroño? -preguntó Martín.
--Sí.
--Pues toma por allá.
--Pero ...
--Nada, nada: toma por allá. Al
principio marcha despacio, para no
cansar a los caballos, porque luego
habrá que correr.
Hecha esta recomendación, Martín,
muy erguido, se dirigió al convento.
--Aquí va a pasar algo gordo -se
dijo Bautista, preparándose para la
catástrofe.
197 89
Llamó Martín, entró en el portal,
preguntó a la hermana tornera por la
señorita Ohando y le dijo que necesi-
taba darle una carta. Le hicieron pa-
sar al locutorio y se encontró allí
con Catalina y una monja gruesa, que
era la superiora. Las saludó profun-
damente y preguntó:
--¿La señorita Ohando?
--Soy yo.
--Traigo una carta para usted de su
hermano.
Catalina palideció y le temblaron
las manos de la emoción. La superio-
ra, una mujer gruesa, de color de mar-
fil, con los ojos grandes y oscuros
como dos manchas negras que le cogían
la mitad de la cara y varios lunares
en la barbilla, preguntó:
--¿Qué pasa?, ¿Qué dice ese papel?
--Dice que mi hermano está gra-
ve..., que vaya -balbució Catalina.
--¿Está tan grave? -preguntó la su-
periora a Martín.
--Sí, creo que sí.
--¿En dónde se encuentra?
--En una casa de la carretera de
3010I9
Logroño -dijo Martín.
--¿Hacia Azqueta, quizá?
--Sí, cerca de Azqueta. Le han
herido en un reconocimiento.
--Bueno. Vamos -dijo la superio-
ra-. Que venga también el señor Be-
nito el demandadero.
Martín no se opuso, y esperó a que
se preparasen para acompañarlas. Al
salir los cuatro a tomar el coche, y
al verles Bautista desde lo alto del
pescante, no pudo menos de hacer una
mueca de asombro. El demandadero mon-
tó junto a él.
--Vamos -dijo Martín a Bautista.
El coche partió, la misma superiora
bajó las cortinas, y, sacando un rosa-
rio, comenzó a rezar. Recorrió el
coche la calle Mayor, atravesó el
puente del Azucarero, la calle de
San Nicolás, y tomó la carretera de
Logroño.
Al salir del pueblo, una patrulla
carlista se acercó al coche. Alguien
abrió la portezuela y la volvió a ce-
rrar en seguida.
--Va la madre superiora de las Re-
coletas a visitar a un enfermo -dijo
el demandadero con voz gangosa.
199 91
El coche siguió adelante, al trote
lento de los caballos. Lloviznaba, la
noche estaba negra, no brillaba ni una
estrella en el cielo. Se pasó una al-
dea, luego, otra.
--!Qué lentitud¡ -exclamó la monja.
--Es que los caballos son muy malos
-contestó Martín.
Pasaron de prisa otra aldea, y
cuando no tenían delante ni atrás
pueblos ni casas próximas, Bautista
aminoró la marcha. Comenzaba a ano-
checer.
--¿Pero qué pasa? -dijo de pronto
la superiora- . ¿No llegamos todavía?
--Pasa, señora -contestó Zala-
caín-, que tenemos que seguir adelan-
te.
--¿Y por qué?
--Hay esa orden.
--¿Y quién ha dado esa orden?
--Es un secreto.
--Pues hagan el favor de parar el
coche, porque voy a bajar.
--Si quiere usted bajar sola, puede
hacerlo.
--No, iré con Catalina.
3010I9
--Imposible.
La superiora lanzó una mirada fu-
riosa a Catalina, y, al ver que baja-
ba los ojos, exclamó:
--!Ah¡ Estaban entendidos.
--Sí, estamos entendidos -contestó
Martín-. Esta señorita es mi novia,
y no quiere estar en el convento, sino
casarse conmigo.
--No es verdad; yo lo impediré.
--La superiora se calló. Siguió el
coche en su marcha pesada y monótona
por la carretera. Era ya medianoche
cuando llegaron a la vista de Los
Arcos.
Doscientos metros antes detuvo
Bautista los caballos y saltó del
pescante.
--Tú -le dijo a Zalacaín en vas-
cuence-, tenemos un caballo aspeado;
si pudieras cambiarlo aquí...
--Intentaremos.
--Y si se pudieran cambiar los dos,
sería mejor.
--Voy a ver. Cuidado con el deman-
dadero y con la monja, que no salgan.
Desenganchó Martín los caballos y
fue con ellos a la venta.
Le salió al paso una muchacha re-
200 93
dondita, muy bonita y de muy mal hu-
mor. Le dijo Martín lo que necesita-
ba, y ella replicó que era imposible,
que el amo estaba acostado.
--Pues hay que despertarle.
Llamaron al posadero, y éste pre-
sentó una porción de obstáculos, adujo
toda clase de pretextos, pero al ver
el uniforme de Martín se avino a obe-
decer, y mandó despertar al mozo. El
mozo no estaba.
--Ya ve usted, no está el mozo.
--Ayúdeme usted, no tenga usted mal
genio -le dijo Martín a la muchacha,
tornándole la mano y dándole un duro-.
Me juego la vida en esto.
La muchacha guardó el duro en el
delantal, y ella misma sacó dos caba-
llos de la cuadra y fue con ellos can-
tando alegremente:
La Virgen del Puy de Estella
le dijo a la del Pilar:
Si tú eres aragonesa,
yo soy navarra y con sal.
¬
Martín pagó al posadero, y quedó
con él de acuerdo en el sitio donde
3010I9
tenía que dejar los caballos en Lo-
groño.
Entre Bautista, Martín y la moza
reemplazaron el tiro por completo.
Martín acompañó a la muchacha, y
cuando la vio sola la estrechó por la
cintura y la besó en la mejilla.
--!También usted es posma¡ -exclamó
ella con desgarro.
--Es que usted es navarra y con
sal, y yo quiero probar esa sal -re-
plicó Martín.
--Pues tenga usted cuidado no le
haga daño. ¿Quién lleva usted en el
coche?
--Unas viejas.
--¿Volverá usted por aquí?
--En cuanto pueda.
--Pues, adiós.
--Adiós, hermosa. Oiga usted. Si
le preguntan por dónde hemos ido, diga
usted que nos hemos quedado aquí.
--Bueno, así lo haré.
El coche pasó por delante de Los
Arcos. Al llegar cerca de Sansol,
cuatro hombres se plantaron en el ca-
mino.
--!Alto¡ -gritó uno de ellos, que
llevaba un farol. Martín saltó del
202 95
coche y desenvainó la espada.
--¿Quién es? -preguntó.
--Voluntarios realistas -dijeron
ellos.
--¿Qué quieren?
--Ver si tienen ustedes pasaporte.
Martín sacó el salvoconducto y lo
enseñó. Un viejo de aire respetable
tomó el papel y se puso a leerlo.
--¿No ve usted que soy oficial?
-preguntó Martín.
--No importa -replicó el viejo.
¿Quién va dentro?
--Dos madres recoletas que marchan
a Logroño.
--¿No saben ustedes que en Viana
están los liberales? -preguntó el vie-
jo.
--No importa, pasaremos.
--Vamos a ver a esas señoras -mur-
muró el vejete.
--!Eh, Bautista¡ Ten cuidado
-dijo Martín en vasco. Descendió
Urbide del pescante y tras él saltó
el demandadero. El viejo jefe de la
patrulla abrió la portezuela del coche
y echó la luz del farol al rostro de
3010I9
las viajeras.
--¿Quiénes son ustedes? -preguntó
la superiora con presteza.
--Somos voluntarios de Carlos
Vii.
--Entonces, que nos detengan. Es-
tos hombres nos llevan secuestradas.
No acababa de decir esto, cuando
Martín dio una patada al farol que
llevaba el viejo; y, después, de un
empujón, echó al anciano respetable a
la cuneta de la carretera. Bautista
arrancó el fusil al otro de la ronda,
y el demandadero se vio acometido por
dos hombres a la vez.
--!Pero si yo no soy de éstos¡ !Yo
soy carlista¡ -gritó el demandadero.
Los hombres, convencidos, se echa-
ron sobre Zalacaín; éste cerró contra
los dos; uno de los voluntarios le dio
un bayonetazo en el hombro izquierdo,
y Martín, furioso por el dolor, le
tiró una estocada, que le atravesó de
parte a parte.
La patrulla se había declarado en
fuga, dejando un fusil en el suelo.
--¿Estás herido? -preguntó Bautis-
ta a su cuñado.
--Sí, pero creo que no es nada.
203 97
!Hala, vámonos¡
--¿Llevamos este fusil?
--Sí; quítale la cartuchera a ese
que yo he tumbado, y vamos andando.
Bautista entregó un fusil y una
pistola a Martín.
--Vamos; !adentro¡ -dijo Martín al
demandadero.
Éste se metió temblando en el co-
che, que partió, llevado al galope por
los caballos. Pasaron por en medio de
un pueblo. Algunas ventanas se abrie-
ron y salieron los vecinos, creyendo,
sin duda, que pasaba un furgón de ar-
tillería. A la media hora Bautista
se paró. Se había roto una correa y
tuvieron que arreglarla, haciéndole un
agujero con el cortaplumas. Estaba
cayendo un chaparrón que convertía la
carretera en un barrizal.
--Habrá que ir más despacio -dijo
Martín.
Efectivamente, comenzaron a marchar
más despacio; pero, al cabo de un
cuarto de hora, se oyó a lo lejos como
a un galope de caballos. Martín se
asomó a la ventanilla; indudablemente,
3010I9
los perseguían.
El ruido de las herraduras se iba
acercando por momentos.
--!Alto¡ !Alto¡ -se oyó gritar.
Bautista azotó los caballos y el
coche tomó una carrera vertiginosa.
Al llegar a las curvas, el viejo lan-
dó se torcía y rechinaba como si fuera
a hacerse pedazos. La superiora y
Catalina rezaban; el demandadero ge-
mía en el fondo del coche.
--!Alto¡ !Alto¡ -gritaron de nue-
vo.
--!Adelante, Bautista¡ !Adelante¡
-dijo Martín, sacando la cabeza por
la ventanilla.
En aquel momento sonó un tiro, y
una bala pasó silbando a poca distan-
cia. Martín cargó la pistola, vio un
caballo y un jinete que se acercaban
al coche, hizo fuego y el caballo cayó
pesadamente al suelo. Los perseguido-
res dispararon sobre el coche, que fue
atravesado por las balas. Entonces
Martín cargó el fusil, y sacando el
cuerpo por la ventanilla, comenzó a
hacer disparos atendiendo al ruido de
las pisadas de los caballos; los que
les seguían disparaban también, pero
205 99
la noche estaba negra y ni Martín ni
los perseguidores afinaban la punte-
ría. Bautista, agazapado en el pes-
cante, llevaba los caballos al galope,
ninguno de los animales estaba herido;
la cosa iba bien.
Al amanecer cesó la persecución.
Ya no se veía a nadie en la carrete-
ra.
--Creo que podemos parar -gritó
Bautista-. ¿Eh? Llevamos otra vez
el tiro roto. ¿Paramos?
--Sí, para -dijo Martín-; no se ve
a nadie.
Paró Bautista, y tuvieron que com-
poner de nuevo otra correa.
El demandadero rezaba y gemía en el
coche; Zalacaín le hizo salir de
dentro a empujones.
--Anda, al pescante -le dijo-. ¿Es
que tú no tienes sangre en las venas,
sacristán de los demonios? -le pregun-
tó.
--Yo soy pacífico y no me gusta
mezclarme en estas cosas ni hacer daño
a nadie -contestó refunfuñando.
--¿No serás tú una monja disfraza-
3010I9
da?
--No, soy un hombre.
--¿No te habrás equivocado?
--No, soy un hombre, un pobre hom-
bre, si le parece a usted mejor.
--Eso no impedirá que te metan unas
píldoras de plomo en esa grasa fría
que forma tu cuerpo.
--!Qué horror¡
--Por eso debes comprender, hombre
linfático, que cuando se encuentra uno
en el caso de morir o de matar, no
puede uno andarse con tonterías.
Las palabras rudas de Martín rea-
nimaron un poco al demandadero.
Al subir Bautista al pescante, le
dijo Martín:
--¿Quieres que guíe yo ahora?
--No, no. Yo voy bien. Y tú, ¿có-
mo tienes la herida?
--No debe de ser nada.
--¿Vamos a verla?
--Luego, luego; no hay que perder
tiempo.
Martín abrió la portezuela, y al
sentarse, dirigiéndose a la superiora,
dijo:
--Respecto a usted, señora, si
vuelve a chillar, la voy a atar a un
206 101
árbol y a dejarla en la carretera.
Catalina, asustadísima, lloraba.
Bautista subió al pescante y el de-
mandadero con él. Comenzó el carruaje
a marchar despacio; pero, al poco
tiempo, volvieron a oírse como pisadas
de caballos.
Ya no quedaban municiones; los ca-
ballos del coche estaban cansados.
--Vamos, Bautista, un esfuerzo
-gritó Martín, sacando la cabeza por
la ventanilla- . !Así¡ Echando chis-
pas.
Bautista, excitado, gritaba y chas-
queaba el látigo. El coche pasaba con
la rapidez de una exhalación, y pronto
dejó de oírse detrás el ruido de pisa-
das de caballos.
Ya estaba clareando; nubarrones de
plomo corrían a impulsos del viento, y
en el fondo del cielo rojizo y triste
del alba se adivinaba un pueblo en un
alto. Debía de ser Viana.
Al acercarse a él, el coche tropezó
con una piedra, se soltó una de las
ruedas, la caja se inclinó y vino a
tierra. Todos los viajeros cayeron
3010I9
revueltos en el barro. Martín se le-
vantó primero y tomó en brazos a Ca-
talina.
--¿Tienes algo? -le dijo.
--No; creo que no -contestó ella,
gimiendo.
La superiora se había hecho un
chichón en la frente y el demandadero
dislocado una muñeca.
--No hay averías importantes -dijo
Martín-. !Adelante¡
Los viajeros entonaban un coro de
quejas y de lamentos.
--Desengancharemos y montaremos a
caballo -dijo Bautista.
--Yo, no. Yo no me muevo de aquí
-replicó la superiora.
La llegada del coche y su batacazo
no habían pasado inadvertidos, porque
pocos momentos después avanzó del lado
de Viana media compañía de soldados.
--Son los "guiris" -dijo Bautista
a Martín.
--Me alegro.
La media compañía se acercó al gru-
po.
--!Alto¡ -gritó el sargento-.
¿Quién vive?
--España.
208 103
--Daos prisioneros.
--No nos resistimos.
El sargento y su tropa quedaron
asombrados al ver a un militar carlis-
ta, a dos monjas y a sus acompañantes
llenos de barro.
--Vamos hacia el pueblo -les orde-
naron.
Todos juntos, escoltados por los
soldados, llegaron a Viana.
Un teniente que apareció en la ca-
rretera preguntó:
--¿Qué hay, sargento?
--Traemos prisioneros a un general
carlista y a dos monjas.
Martín se preguntó por qué le lla-
maba el sargento general carlista; pe-
ro al ver que el teniente le saludaba,
comprendió que el uniforme cogido por
él en Estella era de un general.
3010I9
¬
¬
¬
Capítulo Xiii
¬
Cómo llegaron a Logroño y
lo que les ocurrió
¬
¬
Hicieron entrar a todos en el cuer-
po de guardia, en donde, tendidos en
camastros, dormían unos cuantos solda-
dos, y otros se calentaban al calor de
un gran brasero. Martín fue tratado
con mucha consideración, engañados por
su uniforme. Rogó al oficial le deja-
ra estar a Catalina a su lado.
--¿Es la señora de usted?
--Sí, es mi mujer.
El oficial accedió y pasó a los dos
a un cuarto destartalado que servía
para los oficiales.
La superiora, Bautista y el deman-
dadero no merecieron las mismas aten-
ciones, y quedaron en el cuartelillo.
Un sargento viejo, andaluz, se
amarteló con la superiora y comenzó a
echarle piropos de los clásicos; le
dijo que tenía "loz ojoz como doz lu-
209 105
ceroz" y que se parecía a la Virgen
de la "Conzolación" de Utrera, y le
contó otra porción de cosas del reper-
torio de los almanaques.
A Bautista le dieron tal risa los
piropos del andaluz, que comenzó a
reírse con una risa contenida.
--A ver zi te "callaz", cochino
carca -le dijo el sargento.
--Si yo no digo nada -replicó Bau-
tista.
--"Zi te siguez" riendo "azí", te
voy a "clavá" como a un "zapo".
Bautista tuvo que ir a un rincón a
reírse, y la superiora y el sargento
siguieron su conversación.
Al mediodía llegó un coronel, que
al ver a Martín le saludó militarmen-
te; Martín le contó sus aventuras;
pero el coronel, al oírlas, frunció
las cejas.
--A éstos -pensó Martín- no les
gusta que un paisano haga cosas más
difíciles que las suyas.
--Irán ustedes a Logroño, y allí
veremos si identifican su personali-
dad. ¿Qué tiene usted? ¿Está usted
3010I9
herido?
--Sí.
--Ahora vendrá el físico a recono-
cerle.
Efectivamente, llegó un doctor que
reconoció a Martín, le vendó y redujo
la dislocación del demandadero, que
gritó y chilló como un condenado.
Después de comer trajeron los caba-
llos del coche, les obligaron a montar
en ellos, y, custodiados por toda la
compañía, tomaron el camino de Logro-
ño.
Al llegar cerca del puente sobre el
Ebro, una porción de lavanderas y mu-
jeres de carabineros salieron a ver la
extraña comitiva, y varias de ellas
comenzaron a cantar, sobre todo diri-
giéndose a la monja:
¬
Ahora sí que estarás contentona,
carlistona, mandilona;
ahora sí que estarás contentón,
carlistón, mandilón, cobardón.
¬
La pobre superiora estaba lívida de
rabia. Martín y Bautista se miraban
con cierto cómico estupor.
En Logroño pararon en el cuartel,
211 107
y un oficial hizo subir a Martín a
ver al general. Le contó Zalacaín
sus aventuras, y el general le dijo:
--Si yo tuviera la seguridad de que
lo que me dice usted es cierto, inme-
diatamente les dejaría libres a uste-
des y a sus compañeros.
--¿Y yo cómo voy a probar la verdad
de mis palabras?
--!Si pudiera usted identificar su
persona¡ ¿No conoce usted aquí a na-
die? ¿Algún comerciante?
--No.
--Es lástima.
--Sí, sí; conozco a una persona
-dijo de pronto Martín-; conozco a la
señora de Briones y a su hija.
--¿Y al capitán Briones, también
le conocerá usted?
--También.
Pues lo voy a llamar; dentro de un
momento estará aquí.
El general mandó un ayudante suyo,
y media hora después estaba el capitán
Briones, que reconoció a Martín. El
general los dejó a todos libres.
Martín, Catalina y Bautista iban
3010I9
a marcharse juntos, a pesar de la opo-
sición de la superiora, cuando el ca-
pitán Briones dijo:
--Amigo Zalacaín, mi madre y mi
hermana exigen que vaya usted a comer
con ellas.
Martín explicó a su novia cómo no
le era posible desatender la invita-
ción, y dejando a Bautista y a Cata-
lina se fue en compañía del oficial.
La casa de la señora de Briones
estaba en una calle céntrica, con so-
portales.
Rosita y su madre recibieron a
Martín con grandes muestras de amis-
tad. La aventura de su llegada a
Logroño con una señorita y una monja
había corrido por todas partes.
Madre e hija le preguntaron un sin-
fín de cosas, y Martín tuvo que con-
tar sus aventuras.
--!Pero qué muchacho¡ -decía doña
Pepita, haciéndose cruces. Usted es
un verdadero diablo.
Después de comer vinieron unas se-
ñoritas amigas de Rosa Briones, y
Martín tuvo que contar de nuevo sus
aventuras. Luego se habló de sobreme-
sa y se cantó. Martín pensaba: "¿Qué
212 109
hará Catalina?" Pero luego se olvi-
daba con la conversación.
Doña Pepita dijo que su hija había
tenido el capricho de aprender la gui-
tarra, e incitó a Rosita para que
cantara.
--Sí, canta -dijeron las demás mu-
chachas.
--Sí, cante usted -añadió Zala-
caín.
Rosita sacó la guitarra y cantó al-
gunas canciones, acompañándose con
ella, y luego, como en honor de Mar-
tín, entonó un zortzico con letra cas-
tellana que comenzaba así:
¬
Aunque la oración suene,
yo no me voy de aquí;
la del pañuelo rojo
loco me ha vuelto a mí.
¬
Y el estribillo de la canción era:
¬
Aufa, que el campanero
la oración va a tocar.
Aufa, que yo te quiero
Maitia, Maitia; ven acá.
3010I9
¬
Y Rosita, al cantar esto, miraba a
Martín de tal manera con los ojos
brillantes y negros, que él se olvidó
de que le esperaba Catalina.
Cuando salió de la casa de la seño-
ra de Briones eran cerca de las once
de la noche. Al encontrarse en la
calle comprendió su falta brutal de
atención. Fue a buscar a su novia
preguntando en los hoteles. La mayo-
ría estaban cerrados. En uno del Es-
polón le dijeron: "Aquí ha venido una
señorita, pero está descansando en su
cuarto".
--¿No podría usted avisarla?
--No.
Bautista tampoco aparecía.
Sin saber qué hacer, volvió Martín
a los soportales y se puso a pasear
por ellos. "Si no fuera por Catalina
-pensó-, era capaz de quedarme aquí y
ver si Rosita Briones está de veras
por mí, como parece".
Estaba embebido en estos pensamien-
tos cuando un hombre, con aspecto de
criado, se paró ante él y le dijo:
--¿Es usted don Martín Zalacaín?
--El mismo.
214 111
--¿Quiere usted venir conmigo? Mi
señora quiere hablarle.
--¿Y quién es la señora de usted?
--Me ha encargado que le diga que
es una amiga de su infancia.
--¿Una amiga de mi infancia?
--Sí.
--No es posible -pensó Zalacaín-.
¿Si habré conocido en mi infancia a
alguien que tenga criados sin saberlo?
En fin, vamos a ver a mi amiga -dijo
en voz alta.
El criado siguió por los soporta-
les, torció una esquina, y en una casa
grande empujó la puerta y entró en un
zaguán elegante, iluminado por un gran
farol.
--Pase el señorito -dijo el criado,
indicándole una escalera alfombrada.
--Debe de haber una equivocación
-pensó Martín-. No es posible otra
cosa.
Subieron la escalera; el criado le-
vantó una cortina, y pasó Zalacaín.
Sentada en un sofá y hojeando un ál-
bum había una mujer desconocida, una
mujer pequeña, delgada, rubia, elegan-
3010I9
tísima.
--Perdone usted, señora -dijo Mar-
tín-; creo que usted y yo somos vícti-
mas de una equivocación.
--Yo, por mi parte, no -contestó
ella riendo, con una risa zumbona.
--¿Quiere algo más la señora? -pre-
guntó el criado.
--No, puede usted retirarse.
Martín quedó asombrado. El criado
echó la pesada cortina, y quedaron so-
los.
--Martín -dijo la dama, levantándo-
se de su silla y poniéndole las manos
pequeñas en sus hombros-. ¿No te
acuerdas de mí?
--No, la verdad.
--Soy Linda.
--¿Qué Linda?
--Linda, la que estuvo en Urbía
cuando fue el domador y murió tu ma-
dre. ¿No te acuerdas?
--¿Usted es Linda?
--!Oh, no me hables de usted¡ Sí,
yo soy Linda. He sabido cómo habías
venido a Logroño, y he mandado que te
buscaran.
--¿De manera que tú eres aquella
chiquilla que jugaba con el oso?
216 113
--La misma.
--¿Y me has conocido?
--Sí.
--Yo no te habría conocido.
--Habla. Cuéntame tu vida. Tú no
sabes la gana que tenía de verte.
Eres el único hombre por quien me han
pegado. ¿Te acuerdas? Para mí cons-
tituías toda mi familia. "¿Qué hará?
¿Dónde estará Martín?", pensaba.
--¿De veras? !Qué extraño¡ !Hace
de esto tanto tiempo¡ Y somos jóvenes
los dos.
--!Cuenta¡ !Cuenta¡ ¿Cuál ha sido
tu vida? ¿Qué has hecho por el mundo?
Martín, emocionado, habló de su vi-
da, de sus aventuras. Luego, Linda
contó las suyas, su existencia bohemia
de volatinera, hasta que un señor rico
la sacó del circo y le brindó con su
protección. Ahora, este señor, titu-
lo, con grandes posesiones en la Rio-
ja, quería casarse con ella.
--¿Y tú te vas a casar? -le pregun-
tó Martín.
--Claro.
--¿De manera que dentro de poco se-
3010I9
rás una señora condesa o marquesa?
--Sí, marquesa; pero, chico, esto
no me entusiasma. He vivido siempre
libre, y ya las cadenas no son para
mí, aunque sean de oro. Pero estás
pálido. ¿Qué te pasa?
Martín sentía un gran cansancio y
le dolía el hombro. Linda. al saber
que estaba herido, le obligó a quedar-
se allí.
Afortunadamente, el rasguño no era
grave, y Zalacaín curó pronto. Al
día siguiente, Linda no le dejó sa-
lir; y al verse dominado por ella, por
su suave encanto, encontró el herido
que sus convalecencias eran más peli-
grosas para sus sentimientos que para
su salud.
--Que le avisen a mi cuñado dónde
estoy -dijo Martín varias veces a
Linda.
Ésta envió un criado a los hoteles;
pero en ninguno daban noticia ni de
Bautista ni de Catalina.
219 115
¬
¬
¬
Capítulo Xiv
¬
Cómo Zalacaín y Bautista Urbide
tomaron, los dos solos, la
ciudad de Laguardia, ocupada
por los Carlistas
¬
¬
De conocer Martín la "Odisea", es
posible que habría tenido la preten-
sión de comparar a Linda con la he-
chicera Circe, y a sí mismo con Uli-
ses; pero como no había leído el poema
de Homero, no se le ocurrió tal com-
paración.
Sí se le ocurrió varias veces que
se estaba portando como un bellaco.
!Pero Linda era tan encantadora¡
!Tenía por él tan grande entusiasmo¡
Le había hecho olvidar a Catalina.
Muchos días maldecía de su barbarie,
pero no se determinaba a marcharse.
Decidió, en su fuero interno, que la
culpa de todo era de Bautista, y esta
3010I9
decisión le tranquilizó.
--¿Dónde se ha metido ese hombre?
-se preguntaba.
Una semana después del encuentro
con Linda, al pasar por los soporta-
les de la calle principal de Logroño,
se encontró con Bautista, que venía
hacia él, indiferente y tranquilo, co-
mo de costumbre.
--Pero, ¿dónde estás? -exclamó
Martín incomodado.
--Eso te pregunto yo: ¿dónde estás?
-contestó Bautista.
--¿Y Catalina?
--!Qué sé yo¡ Yo creí que tú sa-
brías dónde estaba, que os habíais
marchado los dos sin decirme nada.
--¿De manera que no sabes...?
--Yo, no.
--¿Cuándo hablaste tú con ella por
última vez?
--El mismo día de llegar aquí: hace
ocho días. Cuando tú te fuiste a co-
mer a casa de la señora de Briones,
Catalina, la monja y yo nos fuimos a
la fonda. Pasó el tiempo, pasó el
tiempo, y tú no venías. "Pero ¿dónde
está?", preguntaba Catalina. "¿Qué
sé yo?", le decía. A la una de la ma-
220 117
ñana, viendo que tú no venías, me fui
a la cama. Estaba molido. Me dormí y
me desperté muy tarde, y me encontré
con que la monja y Catalina se habían
marchado y tú no habías venido. Espe-
ré un día, y como no aparecía nadie,
creí que os habíais marchado, y me fui
a Bayona y dejé las letras en casa de
Levi-Alvarez. Luego, tu hermana em-
pezó a decirme: "Pero ¿dónde estará
Martín? ¿Le ha pasado algo"? Escri-
bí a Briones, y me contestó que esta-
bas aquí escandalizando el pueblo, y
por eso he venido.
--Sí, la verdad es que yo tengo la
culpa -dijo Martín-. Pero ¿dónde
puede estar Catalina? ¿Habrá seguido
a la monja?
--Es lo más probable.
Martín, al encontrarse con Bautis-
ta y hablar con él, se sintió fuera de
la influencia del hechizo de Linda, y
comenzó a hacer indagaciones con una
actividad extraordinaria. De las dos
viajeras del hotel, se habían marchado
el mismo día; una, según había dicho,
por la estación, la otra, en un coche
3010I9
hacia Laguardia.
Martín y Bautista supusieron si
las dos estarían refugiadas en La-
guardia. Sin duda, la monja recuperó
su ascendiente sobre Catalina, en
vista de la falta de Martín, y la
convenció de que volviera con ella al
convento.
Era imposible que Catalina, en-
contrándose en otro lado, no hubiese
escrito.
Se dedicaron a seguir la pista de
la monja. Averiguaron en la venta de
Asa que, días antes, un coche con la
monja intentó pasar a Laguardia; pe-
ro, al ver la carretera ocupada por el
ejército liberal, sitiando la ciudad y
atacando las trincheras, retrocedió.
Suponían los de la venta que la monja
habría vuelto a Logroño, a no ser que
intentara entrar en la ciudad sitiada,
tomando en caballería el camino de
Lanciego, por Oyón y Viñaspre.
Marcharon a Oyón y luego a Yéco-
ra, pero nadie les pudo dar razón.
Los dos pueblos estaban casi abando-
nados.
Desde aquel camino alto se veía
Laguardia, rodeada de su muralla, en
222 119
medio de una explanada enorme. Hacia
el Norte, limitaba esta explanada co-
mo una muralla gris la cordillera de
Cantabria; hacia el Sur, podía ex-
tenderse la vista hacia los montes de
Pancorbo.
En este polígono amarillento de
Laguardia no se destacaban ni tejados
ni campanarios; no parecía aquello un
pueblo, sino más bien una fortaleza.
En un extremo de la muralla se erguía
un torreón, envuelto en aquel instante
en una densa humareda.
Al salir de Yécora, un hombre fa-
mélico les salió al encuentro y habló
con ellos. Les contó que los carlis-
tas iban a abandonar Laguardia un día
u otro. Le preguntó Martín si era
posible entrar en la ciudad.
--Por la puerta es imposible -dijo
el hombre-; pero yo he entrado subien-
do por unos agujeros que hay en el mu-
ro, entre la puerta de Paganos y la
del Mercadal.
--Pero ¿y los centinelas?
--No suele haber muchas veces.
Bajaron Martín y Bautista por una
3010I9
senda desde Lanciego a la carretera y
llegaron al sitio donde acampaba el
ejército liberal. Las tropas, después
de cañonear las trincheras carlistas,
avanzaban, y el enemigo abandonaba sus
posiciones, refugiándose en los muros.
El regimiento del capitán Briones
se encontraba en las avanzadas. Mar-
tín preguntó por él y lo encontró.
Briones presentó a Zalacaín y a
Bautista a algunos oficiales compañe-
ros suyos, y por la noche tuvieron una
partida de cartas y jugaron y bebie-
ron. Ganó Martín, y uno de los com-
pañeros de Briones, un teniente ara-
gonés, que había perdido toda su paga,
comenzó, para vengarse, a hablar mal
de los vascongados, y Zalacaín y él
se enzarzaron en una discusión de amor
propio regional, de esas tan frecuen-
tes en España.
Decía el teniente aragonés que los
vascongados eran tan torpes, que un
capitán carlista, para enseñarles a
marchar a la derecha y a la izquierda,
llevaba un manojo de paja en la mano y
les decía, por ejemplo: "!Doble de-
recha¡" Y en seguida pasaba el manojo
a la derecha, y decía: "!Hacia el la-
223 121
do de la paja¡" Además, según el ofi-
cial, los vascongados eran unos pol-
trones que no se querían batir más que
estando cerca de sus casas.
Martín se estaba amoscando, y dijo
al oficial:
--Yo no sé cómo serán los vasconga-
dos; pero lo que le puedo decir a us-
ted es que lo que usted o cualquiera
de estos señores haga, lo hago yo por
debajo de la pierna.
--Y yo -dijo Bautista, colocándose
al lado de Martín.
--Vamos, hombre -dijo Briones-.
No sean ustedes tontos. El teniente
Ramírez no ha querido ofenderles.
--No nos ha llamado más que estúpi-
dos y cobardes -dijo riendo Martín-.
Claro, a mí no me importa nada lo que
este señor opine de nosotros; pero me
gustaría encontrar una ocasión para
probarle que está equivocado.
--Salga usted -dijo el teniente.
Cuando usted quiera -contestó Mar-
tín.
--No -replico Briones-, yo lo pro-
híbo. El teniente Ramírez quedará
3010I9
arrestado.
--Está bien -dijo, refunfuñando, el
aludido.
--Si estos señores quieren un poco
de jaleo, cuando tomemos Laguardia
pueden venir con nosotros -advirtió el
oficial.
Martín creyó ver alguna ironía en
las palabras del oficial, y replicó
burlonamente.
--!Cuando tomen ustedes Laguardia¡
No, hombre. Eso no es nada para no-
sotros. Yo voy solo a Laguardia y la
tomo, o, a lo más, con mi cuñado Bau-
tista.
Se echaron todos a reír de la fan-
farronada; pero viendo que Martín in-
sistía, diciendo que aquella misma
noche iba a entrar en la ciudad sitia-
da, pensaron que Martín estaba loco.
Briones, que le conocía, trató de di-
suadirle de hacer esta barbaridad, pe-
ro Zalacaín no se convenció.
--¿Ven ustedes este pañuelo blanco?
-dijo-. Mañana al amanecer lo verán
ustedes en este palo flotando sobre
Laguardia. ¿Habrá por aquí una cuer-
da?
Uno de los oficiales jóvenes trajo
224 123
una cuerda, y Martín y Bautista, sin
hacer caso de las palabras de Brio-
nes, avanzaron por la carretera.
El frío de la noche les serenó, y
Martín y su cuñado se miraron algo
extrañados. Se dice que los antiguos
godos tenían la costumbre de resolver
sus asuntos dos veces: una, borrachos,
y otra, serenos. De esta manera unían
en sus decisiones el atrevimiento y la
prudencia. Martín sintió no haber se-
guido esta prudente táctica goda, pero
se calló y dio a entender que no se
encontraba en uno de los momentos re-
gocijados de su vida.
--¿Qué? ¿Vamos a ir? -preguntó
Bautista.
--Probaremos.
Se acercaron a Laguardia. A poca
distancia de sus muros tomaron a la
izquierda, por la senda de las Damas,
hasta salir al camino del Elciego, y
cruzando éste se acercaron a la altura
en donde se asienta la ciudad. Deja-
ron a un lado el cementerio y llegaron
a un paseo con árboles que circunda el
pueblo.
3010I9
Debían de encontrarse en el punto
indicado por el hombre de Yécora,
entre la puerta del Mercadal y la de
Paganos.
Efectivamente, el sitio era aquél.
Distinguieron los agujeros en el muro
que servía de escalera; los de abajo
estaban tapados.
--Podríamos abrir estos boquetes
-dijo Bautista.
--!Hum¡ Tardaríamos mucho -contes-
tó Martín-. Súbete encima de mí a
ver si llegas. Toma la cuerda.
Bautista se encaramó sobre los hom-
bros de Martín, y luego, viendo que
se podía subir sin dificultad, escaló
la muralla hasta lo alto. Asomó la
cabeza y, viendo que no había vigilan-
cia, saltó encima.
--¿Nadie? -dijo Martín.
--Nadie.
Sujetó Bautista la cuerda con un
lazo corredizo en un ángulo de un to-
rreón y subió Martín a pulso, con el
palo en los dientes.
Se deslizaron los dos por el borde
de la muralla hasta enfilar una calle-
ja. Ni guardia ni centinela; no se
veía ni se oía nada. El pueblo pare-
226 125
cía muerto.
--¿Qué pasará aquí? -se dijo Mar-
tín.
Se acercaron al otro extremo de la
ciudad. El mismo silencio. Nadie.
Indudablemente, los carlistas habían
huido de Laguardia.
Martín y Bautista adquirieron el
convencimiento de que el pueblo estaba
abandonado. Avanzaron con esta con-
fianza hasta cerca de la puerta del
Mercadal, y enfrente del cementerio,
hacia la carretera de Logroño, suje-
taron entre dos piedras el palo y ata-
ron en su punta el pañuelo blanco.
Hecho esto volvieron de prisa al
punto por donde habían subido. La
cuerda seguía en el mismo sitio. Ama-
necía. Desde allá arriba se veía una
enorme extensión de campo. La luz co-
menzaba a indicar las sombras de los
viñedos y de los olivares. El viento
fresco anunciaba la proximidad del
día.
--Bueno, baja -dijo Martín-. Yo
sujetaré la cuerda.
--No, baja tú -replicó Bautista.
3010I9
--Vamos, no seas imbécil.
--¿Quién vive? -gritó una voz en
aquel mismo momento. Ninguno de los
dos contestó. Bautista comenzó a ba-
jar despacio. Martín se tendió en la
muralla.
--¿Quién vive? -volvió a gritar el
centinela.
Martín se aplastó en el suelo todo
lo que pudo; sonó un disparo y una ba-
la pasó por encima de su cabeza.
Afortunadamente, el centinela estaba
lejos. Cuando Bautista descendió,
Martín comenzó a bajar. Tuvo la
suerte de que la cuerda no se desliza-
se. Bautista le esperaba con el alma
en un hilo. Había movimiento en la
muralla; cuatro o cinco hombres se
asomaron a ella, y Martín y Bautista
se escondieron tras de los árboles del
paseo que circundaba el pueblo. Lo
malo era que aclaraba cada vez más.
Fueron pasando de árbol a árbol hasta
llegar cerca del cementerio.
--Ahora no hay más remedio que
echar a correr a la descubierta -dijo
Martín-. A la una..., a las dos...
Vamos allá.
Echaron los dos a correr. Sonaron
227 127
varios tiros. Ambos llegaron ilesos
al cementerio. De aquí ganaron pronto
el camino de Logroño. Ya fuera de
peligro, miraron hacia atrás. El pa-
ñuelo seguía en la muralla ondeando al
viento. Briones y sus amigos recibie-
ron a Martín y a Bautista como a hé-
roes.
Al día siguiente los carlistas
abandonaron Laguardia y se refugiaron
en Peñacerrada. La población enarbo-
ló bandera de parlamento, y el ejérci-
to, con el general al frente, entraba
en la ciudad.
Por más que Martín y Bautista
preguntaron en todas las casas, no en-
contraron a Catalina.
3010I9
229 129
¬
¬
¬
Libro Tercero
¬
Las últimas aventuras
::::::::::::::::::::::
¬
¬
¬
Capítulo primero
¬
Los recién casados están contentos
¬
¬
Catalina no fue inflexible. Pocos
días después, Martín recibió una car-
ta de su hermana. Decía la Ignacia
que Catalina estaba en su casa, en
Zaro, desde hacía algunos días. Al
principio no había querido oír hablar
de Martín; pero ahora le perdonaba y
le esperaba.
Martín y Bautista se presentaron
en Zaro inmediatamente, y los novios
se reconciliaron.
Se preparó la boda. !Qué paz se
3010I9
disfrutaba allí, mientras se mataban
en España¡ La gente trabajaba en el
campo. Los domingos, después de la
misa, los aldeanos, endomingados, con
la chaqueta al hombro, se reunían en
la sidrería y en el juego de pelota;
las mujeres iban a la iglesia, con un
capuchón negro que rodeaba su cabeza.
Catalina cantaba en el coro, y Mar-
tín la oía, como en la infancia, cuan-
do en la iglesia de Urbía entonaba el
"Aleluya".
Se celebró la boda, con la posible
solemnidad, en la iglesia de Zaro, y
luego la fiesta en la casa de Bautis-
ta.
Hacía todavía frío, y los aldeanos
amigos se reunieron en la cocina de la
casa, que era grande, hermosa y lim-
pia. En la enorme chimenea redonda se
echaron montones de leña, y los invi-
tados cantaron y bebieron hasta bien
entrada la noche al resplandor de las
llamas. Los padres de Bautista, dos
viejecitos arrugados, que hablaban só-
lo vascuence, cantaron una canción mo-
nótona de su tiempo. y Bautista lució
su voz y su repertorio completo y can-
tó una canción en honor de los novios:
232 131
¬
Ezcon berriyac
Pozquidac daudé
Pozquidac daudé
Eguin diralaco gaur
Al carren jabé
Elizan.
¬
(Los recién casados están muy ale-
gres, porque hoy se han hecho dueños,
uno de otro, en la iglesia).
¬
La fiesta acabó con la mayor ale-
gría, a la medianoche, en que se reti-
raron todos.
Pasada la luna de miel, Martín
volvió a las andadas. No paraba; iba
y venía de España a Francia, sin po-
der reposar.
Catalina deseaba ardientemente que
acabara la guerra, e intentaba retener
a Martín a su lado.
--¿Para qué quieres más? -le de-
cía-. ¿No tienes ya bastante dinero?
¿Para qué exponerte de nuevo?
--Si no me expongo -replicaba Mar-
tín.
3010I9
Pero no era verdad; tenía ambición,
amor al peligro y una confianza ciega
en su estrella. La vida sedentaria le
irritaba.
Martín y Bautista dejaban solas a
las dos mujeres y se iban a España.
Al año de casada, Catalina tuvo un
hijo, al que llamaron José Miguel,
recordando Martín la recomendación
del viejo Tellagorri.
235 133
¬
¬
¬
Capítulo Ii
¬
En el cual se inicia la "Deshecha"
¬
¬
Con la proclamación de la monarquía
en España comenzó el deshielo en el
campo carlista.
La batalla de Lácar, perdida de
una manera absurda por el ejército re-
gular en presencia del nuevo rey, dio
alientos a los carlistas; pero, a pe-
sar del triunfo y del botín, la causa
del Pretendiente iba de capa caída.
La batalla de Lácar no hizo más
que enriquecer el repertorio de las
canciones de la guerra con una copla
que, más que para soldados, parecía
escrita para el coro de señoras de una
zarzuela, y que decía así:
¬
En Lácar, chiquillo,
te viste en un tris;
si Don Carlos te da con la bota,
3010I9
como una pelota
te envía a París.
¬
Era difícil, al oír esta canción,
no pensar en unas cuantas coristas ba-
lanceando voluptuosamente las caderas.
Los carlistas hablaban ya de trai-
ción. Con el fracaso del sitio de
Irún y con la retirada de Don Car-
los, los curas navarros y vascongados
empezaron a dudar del triunfo de la
causa. Con la proclamación de Sagun-
to, la desconfianza cundió por todas
partes.
--Son primos, y ellos se entienden
-decían los desconfiados, que eran le-
gión.
Algunos, que habían oído hablar de
un Don Alfonso, hermano de Don
Carlos, creían que a este Don Al-
fonso le habían hecho rey.
Los ambiciosos de los pueblos veían
que todas las clases ricas se inclina-
ban a favor de la monarquía liberal.
Los generales alfonsinos, después
de haber ascendido en su carrera todo
lo posible, encontraban que era una
estupidez continuar la guerra durante
más tiempo; habían matado la Repúbli-
236 135
ca, que, ciertamente, por estólida,
merecía la muerte; el nuevo Gobierno
les miraba como vencedores, pacifica-
dores y héroes. ¿Qué más podían de-
sear?
En el campo carlista comenzaba la
Deshecha. Ya se podía andar por las
carreteras sin peligro; el carlismo
seguía, por la fuerza de la inercia,
defendido débilmente y atacado más dé-
bilmente todavía. La única arma que
se blandía de veras era el dinero.
Martín, viendo que no era difícil
recorrer los caminos, tomó su cocheci-
to y se dirigió hacia Urbía una maña-
na de invierno.
Todos los fuertes permanecían si-
lenciosos, mudas las trincheras car-
listas; ni una detonación ni una huma-
reda cruzaban el aire. La nieve cu-
bría el campo con su mortaja blanca,
bajo el cielo entoldado y plomizo.
Antes de llegar a Urbía, a un lado
y a otro, se veían casas de campo de-
rrumbadas, fachadas con las ventanas
tapiadas y rellenas de paja, árboles
con las ramas rotas, zanjas y parape-
3010I9
tos por todas partes.
Martín entró en Urbía. La casa de
Catalina estaba destrozada; con los
techos atravesados por las granadas,
las puertas y ventanas cerradas hermé-
ticamente. Ofrecía el hermoso caserón
un aspecto lamentable; en la huerta,
abandonada, las lilas mostraban sus
ramas rotas, y una de las más grandes,
de un magnífico tilo, desgajada, lle-
gaba hasta el suelo. Los rosales tre-
padores, antes tan lozanos, se veían
marchitos.
Subió Martín por su calle a ver la
casa en donde nació.
La escuela estaba cerrada; por los
cristales empolvados se veían los car-
telones con letras grandes y los mapas
colgados de las paredes. Cerca del
caserío de Zalacaín había una viga de
madera, de la que colgaba una campana.
--¿Para qué sirve esto? -preguntó a
un mendigo que iba de puerta en puer-
ta.
Era para el vigía. Cuando notaba
un fogonazo, tocaba la campana para
avisar a la gente de la parte baja.
Entró Martín en el caserío de Za-
lacaín. El tejado no existía; sólo
238 137
quedaba un rincón de la antigua cocina
con cubierta. Bajo este techo, entre
los escombros, había un hombre senta-
do, escribiendo, y un chiquillo ocupa-
do en cuidar varios pucheros
--¿Quién vive aquí? -preguntó Mar-
tín.
--Aquí vivo yo -contestó una voz.
Martín quedó atónito. Era el ex-
tranjero. Al verse, se estrecharon
las manos afectuosamente.
--!Lo que dio usted que hablar en
Estella¡ -dijo el extranjero-. !Qué
golpe aquél más admirable¡ ¿Cómo se
escaparon ustedes?
Martín contó la historia de su es-
capatoria, y el periodista fue tomando
notas.
--Puedo hacer una crónica admirable
-dijo.
Luego hablaron de la guerra.
--!Pobre país¡ -dijo el extranje-
ro-. !Cuánta brutalidad¡ ¿Se acuerda
usted del pobre Haussonville, que co-
nocimos en Estella?
--Sí.
--Murió fusilado. ¿Y del corneta
3010I9
de Lasala y de Praschcu, que fueron
de los que nos persiguieron cerca de
Hernani?
--Sí.
--Esos dos habían salvado al cabe-
cilla Montserrat de la muerte. ¿Sabe
usted quién los ha fusilado?
--¿Pero los han fusilado?
--Sí; el mismo Montserrat, en Or-
máiztegui.
--!Pobre gente¡
--A otro, llamado Anchusa, de la
partida del Cura, le debía usted tam-
bién conocer...
--Sí; lo conocía.
--A ése lo mandó fusilar Lizárra-
ga. Y al Jabonero, el lugarteniente
del Cura...
--¿También lo fusilaron?
--También. Al Jabonero le debía
el Cura la única victoria que consi-
guió en Usúrbil, cuando defendieron
una ermita contra los liberales; pero
tenía celos de él y, además, creía que
le hacía traición, y le mandó fusilar.
--Si esto sigue así no vamos a que-
dar nadie.
--Afortunadamente, ya ha comenzado
la Deshecha, como dicen los aldeanos
239 139
-contestó el extranjero-. ¿Y usted a
qué ha venido aquí? Martín dijo que
él era de Urbía, así como su mujer, y
contó sus aventuras desde el tiempo en
que había dejado de ver al extranjero.
Comieron juntos y por la tarde se
despidieron.
--Todavía creo que nos volveremos a
ver -dijo el extranjero.
--Quién sabe, es muy posible.
3010I9
¬
¬
¬
Capítulo Iii
¬
En donde Martín comienza a
trabajar por la gloria
¬
¬
En la época de las nieves, un gene-
ral audaz que venía de muy lejos in-
tentó envolver a los carlistas por el
lado del Pirineo, y, saliendo de
Pamplona, avanzó por la carretera de
Elizondo; pero al ver el alto de Ve-
late, defendido y atrincherado por los
carlistas, se retiró hacia Euguí y
luego tomó por el puerto de Olaberri,
próximo a la frontera, por entre bos-
ques y sendas malísimas; y perdidos
sus soldados en los bosques, llegaron
después de dos días y tres noches, al
Baztán.
La imprudencia era grande, pero
aquel general tuvo suerte, porque si
la terrible nevada que cayó al día si-
guiente de estar en Elizondo hubiese
caído antes, habrían quedado la mitad
de las tropas entre la nieve.
241 141
El general pidió víveres a Fran-
cia, y, gracias a la ayuda del país
vecino, pudo dar de comer a su gente y
preparar alojamiento. Martín y Bau-
tista se hallaban en relación con una
casa de Bayona, y fueron a Añoa con
sus carros.
Añoa está a un kilómetro, próxima-
mente, de la frontera, en donde se
halla establecida la aduana española
de Dancharinea.
Aquel día, una porción de gente de
la frontera francesa se asomó a Añoa.
La carretera estaba atestada de ca-
rromatos, carretas y ómnibus, que con-
ducía al valle de Baztán, para las
tropas, fardos de zapatos, sacos de
pan, cajones de galleta de Burdeos,
esparto para las camas, barriles de
vino y aguardiente.
El camino estaba intransitable y
lleno de barro. Además de todo aquel
convoy de mercancías consignado al
ejército, hallábanse otros coches ati-
borrados de géneros que algunos comer-
ciantes de Bayona llevaban a ver si
vendían al por menor.
3010I9
Había también cerca del puente,
sobre el riachuelo Ugarona, una por-
ción de cantineros con sus cestas,
friscos y cachivaches.
Martín, con su mujer, y Bautista,
con la suya, se acercaron a Añoa y se
alojaron en la venta. Catalina quería
ver si obtenía noticias de su hermano.
En la venta preguntaron a un mu-
chacho, desertor carlista; pero no su-
po darles ninguna razón de Carlos
Ohando.
--Si no está en Peñaplata, irá ca-
mino de Burguete -les dijo.
Se encontraban a la puerta de la
venta Martín y Bautista, cuando pa-
só, envuelto en su capote, Briones,
el hermano de Rosita. Le saludó a
Martín muy afectuoso y entró en la
venta. Vestía uniforme de comandante
y llevaba cordones dorados como los
ayudantes de generales.
--Le he hablado mucho de usted a mi
general -le dijo a Martín.
--¿Sí?
--Ya lo creo. Tendría mucho gusto
en conocerle a usted. Le he contado
sus aventuras. ¿Quiere usted venir a
saludarle? Tengo ahí un caballo de mi
243 143
asistente.
--¿Dónde está el general?
--En Elizondo. ¿Viene usted?
--Vamos.
Advirtió Martín a su mujer que se
marchaba a Elizondo; montaron Brio-
nes y Zalacaín a caballo, y, charlan-
do de muchas cosas, llegaron a esta
villa, centro del valle del Baztán.
El general se alojaba en un palacio
de la plaza; a la puerta, dos oficia-
les hablaban.
Le hizo pasar Briones a Martín al
cuarto en donde se encontraba el gene-
ral. Éste, sentado a una mesa, donde
tenía planos y papeles, fumaba un ci-
garro puro y discutía con varias per-
sonas.
Presentó Briones a Martín, y el
general, después de estrecharle la ma-
no, le dijo bruscamente:
--Me ha contado Briones sus aven-
turas. Le felicito a usted.
--Muchas gracias, mi general.
--¿Conoce usted toda esta zona de
mugas de la frontera que domina el
valle del Baztán?
3010I9
--Sí, como mi propia mano. Creo
que no habrá otro que la conozca tan
bien.
--¿Sabe usted los caminos y las
sendas?
--No hay más que sendas.
--¿Hay un sendero para subir a Pe-
ñaplata, por el lado de Zugarramurdi?
--Lo hay.
--¿Pueden subir los caballos?
--Sí, fácilmente.
El general discutió con Briones y
con el otro ayudante. Él había tenido
el proyecto de cerrar la frontera e
impedir la retirada a Francia del
grueso del ejército carlista, pero era
imposible.
--Usted, ¿qué ideas políticas tie-
ne? -preguntó, de pronto, el general a
Martín.
--Yo he trabajado para los carlis-
tas, pero, en el fondo, creo que soy
liberal.
--¿Querría usted servir de guía a
la columna que subirá mañana a Peña-
plata?
--No tengo inconveniente.
El general se levantó de la silla
en donde estaba sentado y se acercó
244 145
con Zalacaín a uno de los balcones.
--Creo -le dijo- que actualmente
soy el hombre de más influencia de
España. ¿Qué quiere usted ser? ¿No
tiene usted ambiciones?
--Actualmente soy casi rico; mi mu-
jer lo es también...
--¿De dónde es usted?
--De Urbía.
--¿Quiere usted que le nombremos
alcalde de allá?
Martín reflexionó.
--Sí, eso me gusta -dijo.
--Pues cuente usted con ello. Ma-
ñana por la mañana hay que estar aquí.
--¿Van a ir tropas por Zugarramur-
di?
--Sí.
--Yo les esperaré en la carretera,
junto al alto de Maya.
Martín se despidió del general y de
Briones, y volvió a Añoa para tran-
quilizar a su mujer. Contó a Bautis-
ta su conversación con el general;
Bautista se lo dijo a su mujer, y és-
ta, a Catalina.
A medianoche se preparaba Martín a
3010I9
montar a caballo, cuando se presentó
Catalina con su hijo en brazos.
--!Martín¡ !Martín¡ -le dijo so-
llozando-. Me han asegurado que quie-
res ir con el ejército a subir a Pe-
ñaplata.
--¿Yo?
--Sí.
--Es verdad. ¿Y eso te asusta?
--No vayas. Te van a matar, Mar-
tín. !No vayas¡ !Por nuestro hijo¡
Por mí.
--!Bah¡ !Tonterías¡ ¿Qué miedo
puedes tener? Si he estado otras ve-
ces solos ¿qué me va a pasar, yendo en
compañía de tanta gente?
--Sí, pero ahora no vayas, Martín.
La guerra se va a acabar en seguida.
Que no te pase algo al final.
--Me he comprometido. Tengo que
ir.
--!Oh Martín¡ -sollozó Catalina-.
Tú eres todo para mí; yo no tengo
padre, ni madre, ni tengo hermano,
porque el cariño que pudiese tenerle a
él lo he puesto en ti y en tu hijo.
No vayas a dejarme viuda, Martín.
--No tengas cuidado. Estáte tran-
quila. Mi vida está asegurada, pero
246 147
tengo que ir. He dado mi palabra...
--Por tu hijo...
--Sí, por mi hijo también... No
quiero que, andando el tiempo, puedan
decir de él: "Éste es el hijo de Za-
lacaín, que dio su palabra y no la
cumplió por miedo"; no, si dicen algo,
que digan: "Éste es Miguel Zala-
caín, tan valiente como su padre...
No. Más valiente aún que su padre".
Y Martín, con sus palabras, llegó
a infundir ánimo en su mujer, acarició
al niño, que le miraba sonriendo desde
el regazo de su madre, abrazó a ésta
y, montando a caballo, desapareció por
el camino de Elizondo.
3010I9
¬
¬
¬
Capítulo Iv
¬
La batalla cerca del Monte
Aquelarre
¬
¬
Martín llegó al alto de Maya al
amanecer, subió un poco por la carre-
tera y vio que venía la tropa. Se
reunió con Briones, y ambos se pusie-
ron a la cabeza de la columna.
Al llegar a Zugarramurdi, comenza-
ba a clarear. Sobre el pueblo, las
cimas del monte, blancas y pulidas por
la lluvia, brillaban con los primeros
rayos del sol.
De esta blancura de las rocas pro-
cedía el nombre del monte Arrizuri
(piedra blanca), en vasco, y Peñapla-
na, en castellano.
Martín tomó el sendero que bordea
un torrente. Una capa de arcilla hu-
medecida cubría el camino, por el cual
los caballos y los hombres se resbala-
ban. El sendero tan pronto se acerca-
ba a la torrentera, llena de malezas y
247 149
de troncos podridos de árboles, como
se separaba de ella. Los soldados
caían en este terreno resbaladizo. A
cierta altura, el torrente era ya un
precipicio, por cuyo fondo, lleno de
matorrales, se precipitaba el agua
brillante.
Mientras marchaban Martín y Brio-
nes a caballo, fueron hablando amisto-
samente. Martín felicitó a Briones
por sus ascensos.
--Sí, no estoy descontento -dijo el
comandante-; pero usted, amigo Zala-
caín, es el que avanza con rapidez; si
sigue así, si en estos años adelanta
usted lo que ha adelantado en los cin-
co pasados, va usted a llegar donde
quiera.
--¿Creerá usted que ya no tengo ca-
si ambición?
--¿No?
--No. Sin duda, eran los obstácu-
los los que me daban bríos y fuerza,
el ver que todo el mundo se plantaba a
mi paso para estorbarme. Que uno que-
ría vivir, el obstáculo; que uno que-
ría a una mujer y la mujer le quería a
3010I9
uno, el obstáculo también. Ahora no
tengo obstáculo, y ya no sé qué hacer.
Voy a tener que inventarme otras ocu-
paciones y otros quebraderos de cabe-
za.
--Es usted la inquietud personifi-
cada, Martín -dijo Briones.
--¿Qué quiere usted? He crecido
salvaje como las hierbas y necesito la
acción, la acción continua. Yo, mu-
chas veces pienso que llegará un día
en que los hombres podrán aprovechar
las pasiones de los demás en algo bue-
no.
--¿También es usted soñador?
--También.
--La verdad es que es usted un hom-
bre pintoresco, amigo Zalacaín. --
Pero la mayoría de los hombres son
como yo.
--!Oh, no¡ La mayoría somos gente
tranquila, pacífica, un poco muerta.
--Pues yo estoy vivo, eso sí; pero
la misma energía que no puedo emplear
se me queda dentro y se me pudre. Sa-
be usted, yo quisiera que todo comen-
zara a marchar, no dejar nada parado,
empujar todo al movimiento, hombres,
mujeres, negocios, máquinas, minas,
249 151
nada quieto, nada inmóvil.
--Extrañas ideas -murmuró Briones.
Concluía el camino y comenzaban las
sendas a dividirse y a subdividirse,
escalando la altura.
Al llegar a este punto, Martín
avisó a Briones que era conveniente
que sus tropas estuviesen preparadas,
pues al final de estas sendas se en-
contrarían en terreno descubierto y
desprovisto de árboles.
Briones mandó a los tiradores de la
vanguardia preparasen sus armas y fue-
ran avanzando despacio, en guerrilla.
--Mientras unos van por aquí -dijo
Martín a Briones-, otros pueden su-
bir por el lado opuesto. Hay allá
arriba una explanada grande. Si los
carlistas se parapetan entre las ro-
cas, van a hacer una mortandad terri-
ble.
Briones dio cuenta al general de lo
dicho por Martín, y aquél ordenó que
medio batallón fuera por el lado indi-
cado por el guía. Mientras no oyeran
los tiros del grueso de la fuerza no
debían atacar.
3010I9
Zalacaín y Briones bajaron de sus
caballos y tomaron por una senda y du-
rante un par de horas fueron rodeando
el monte, marchando entre helechos.
--Por esta parte, en una calvera
del monte, en donde hay como una pla-
zuela formada por hayas -dijo Mar-
tín-, deben de tener centinelas los
carlistas; si no, por ahí podemos su-
bir hasta los altos de Peñaplata, sin
dificultad.
Al acercarse al sitio indicado por
Martín, oyeron una voz que cantaba.
Sorprendidos, fueron despacio acor-
tando la distancia.
--¿No serán las brujas? -dijo Mar-
tín.
--¿Por qué las brujas? -preguntó
Briones.
--¿No sabe usted que éstos son los
montes de las brujas? Aquél es el
Aquelarre -contestó Martín.
--¿El Aquelarre? ¿Pero existe?
--Sí.
--¿Y quiere decir algo en vascuence
ese nombre?
--¿Aquelarre?... Sí, quiere decir
prado del Macho cabrío.
--¿El macho cabrío será el demonio?
250 153
--Probablemente.
La canción no la cantaban las bru-
jas, sino un muchacho que, en compañía
de diez o doce, estaba calentándose
alrededor de una hoguera.
Uno cantaba canciones liberales y
carlistas, y los otros le coreaban.
No habían comenzado a oírse los
primeros tiros, y Briones y su gente
esperaron tendidos entre los matorra-
les.
Martín sentía como un remordimiento
al pensar que aquellos alegres mucha-
chos iban a ser fusilados dentro de
unos momentos.
La señal no se hizo esperar, y no
fue un tiro, sino una serie de descar-
gas cerradas.
--!Fuego¡ -gritó Briones.
Tres o cuatro de los cantores caye-
ron a tierra, y los demás, saltando
entre breñales, comenzaron a huir y a
disparar.
La acción se generalizaba, debía de
ser furiosa, a juzgar por el ruido de
fusilería. Briones, con su tropa, y
Martín subían por el monte a duras
3010I9
penas. Al llegar a los altos, los
carlistas, cogidos entre dos fuegos,
se retiraron.
La gran explanada del monte estaba
sembrada de heridos y de muertos.
Iban recogiéndolos en camillas. To-
davía seguía la acción, pero, poco
después, una columna de ejército avan-
zaba por el monte por otro lado, y los
carlistas huían a la desbandada hacia
Francia.
253 155
¬
¬
¬
Capítulo V
¬
Donde la historia moderna repite
el hecho de la Historia antigua
¬
¬
Fueron Martín y Catalina en su
carricoche a Saint-Jean Pied de
Port. Todo el grueso del ejército
carlista entraba, en su retirada de
España, por el barranco de Ronces-
valles y por Valcarlos. Una porción
de comerciantes se había descolgado
por allí, como cuervos al olor de la
carne muerta, y compraban hermosos ca-
ballos por diez o doce duros, espadas,
fusiles y ropas a precios ínfimos.
Era un poco repulsivo ver esta ex-
plotación, y Martín, sintiéndose pa-
triota, habló de la avaricia y de la
sordidez de los franceses. Un ropave-
jero de Bayona le dijo que el negocio
era el negocio, y que cada cual se
aprovechaba cuando podía.
3010I9
Martín no quiso discutir. Pregun-
taron Catalina y él a varios carlis-
tas de Urbía por Ohando, y uno le
indicó que Carlos, en compañía del
Cacho, habían salido de Burguete muy
tarde, porque estaba muy enfermo.
Sin atener a que fuera o no pruden-
te, Martín tomó el carricoche por el
camino de Arneguy; atravesaron este
pueblecillo, que tiene dos barrios,
uno español y otro francés, en las
orillas de un riachuelo, y siguieron
hasta Valcarlos.
Catalina, al ver aquel espectáculo,
quedó horrorizada. La estrecha carre-
tera era un campo de desolación. Ca-
sas humeando aún por el incendio, ár-
boles rotos, zanjas, el suelo sembrado
de municiones de guerra, cajas, co-
rreas de artillería, bayonetas torci-
das, instrumentos musicales de cobre
aplastados por los carros.
En la cuneta de la carretera se
veía a un muerto medio desnudo, sin
botas, con el cuerpo cubierto por ho-
jas de helechos; el barro le manchaba
la cara.
En el aire gris, una nube de cuer-
vos avanzaba, siguiendo aquel ejército
254 157
funesto, para devorar sus despojos.
Martín, atendiendo a la impresión
de Catalina, volvió prudentemente,
hasta llegar de nuevo al barrio fran-
cés de Arneguy. Entraron en la posa-
da. Allí estaba el extranjero.
--¿No le decía a usted que nos ve-
ríamos todavía? -dijo éste.
--Sí. Es verdad.
Martín presentó a su mujer al pe-
riodista, y los tres reunidos espera-
ron a que llegaran los últimos solda-
dos.
Al anochecer, en un grupo de seis o
siete, apareció Carlos Ohando y el
Cacho.
Catalina se acercó a su hermano con
los brazos abiertos.
--!Carlos¡ !Carlos¡ -gritó.
Ohando quedó atónito al verla; lue-
go, con un gesto de ira y de despre-
cio, añadió:
--Quítate de delante. !Perdida¡
!Nos has deshonrado¡
Y, en su brutalidad, escupió a Ca-
talina en la cara. Martín, cegado,
saltó como un tigre sobre Carlos y le
3010I9
agarró por el cuello.
--!Canalla¡ !Cobarde¡ -rugió-.
Ahora mismo vas a pedir perdón a tu
hermana.
--!Suelta¡ !Suelta¡ -exclamó Car-
los, ahogándose.
--!De rodillas¡
--!Por Dios, Martín, déjale¡
-gritó Catalina-. !Déjale¡
--No, porque es un miserable, un
canalla cobarde, y te va a pedir per-
dón de rodillas.
--No -exclamó Ohando.
--Sí.
Y Martín le llevó por el cuello,
arrastrándole por el barro, hasta don-
de estaba Catalina.
--No sea usted bárbaro -exclamó el
extranjero-. Déjelo usted.
--!A mí, Cacho¡ !A mí¡ -gritó
Carlos ahogadamente.
Entonces, antes de que nadie lo pu-
diera evitar, el Cacho, desde la es-
quina de la posada, levantó su fusil,
apuntó; se oyó una detonación, y Mar-
tín, herido en la espalda, vaciló,
soltó a Ohando y cayó en la tierra.
Carlos se levantó y quedó mirando a
su adversario. Catalina se lanzó so-
256 159
bre el cuerpo de su marido y trató de
incorporarlo. Era inútil.
Martín tomó la mano de su mujer y
con un esfuerzo último se la llevó a
los labios.
--!Adiós¡ -murmuró débilmente.
Se le nublaron los ojos y quedó
muerto.
A lo lejos, un clarín guerrero ha-
cía temblar el aire de Roncesvalles.
Así se habían estremecido aquellos
montes con el cuerno de Rolando.
Así, hacía cerca de quinientos
años, había matado, también a trai-
ción, Velche de Micolalde, deudo de
los Ohando, a Martín López de Za-
lacaín.
Catalina se desmayó al lado del ca-
dáver de su marido. El extranjero,
con la gente de la fonda, le atendie-
ron. Mientras tanto, unos gendarmes
franceses persiguieron al Cacho, y,
viendo que éste no se detenía, le dis-
pararon varios tiros, hasta que cayó
herido.
¬
... ... ... ... ... ... ... ... ...
3010I9
¬
El cadáver de Martín se llevó al
interior de la posada, y estuvo toda
la noche rodeado de cirios. Los ami-
gos no cabían en la casa. Acudieron a
rezar el oficio de difuntos el abad de
Roncesvalles y los curas de Arneguy,
de Valcarlos y de Zaro.
Por la mañana se verificó el en-
tierro. El día estaba claro y alegre.
Se sacó la caja y se la colocó en el
coche que habían mandado de San Juan
del Pie del Puerto. Todos los la-
bradores de los caseríos propiedad de
los Ohando estaban allí; habían veni-
do de Urbía a pie para asistir al en-
tierro. Y presidieron el duelo Brio-
nes, vestido de uniforme; Bautista
Urbide y Capistun, el americano.
Y las mujeres lloraban.
--Tan grande como era -decían-.
!Pobre¡ !Quién había de decir que
tendríamos que asistir a su entierro,
nosotros, que le hemos conocido de ni-
ño¡
El cortejo tomó el camino de Zaro,
y allí tuvo fin la triste ceremonia.
¬
... ... ... ... ... ... ... ... ...
257 161
¬
Meses después, Carlos Ohando en-
tró en San Ignacio de Loyola; el
Cacho estuvo en el hospital, en donde
le cortaron una pierna, y luego fue
enviado a un presidio francés; y Ca-
talina, con su hijo, marchó a Zaro, a
vivir al lado de la Ignacia y de
Bautista.
3010I9
¬
¬
¬
Capítulo Vi
¬
Las tres rosas del
cementerio de Zaro
¬
¬
El pueblecito de Zaro es muy pe-
queño y está asentado sobre una coli-
na. Para llegar a él se pasa por un
camino, en algunas partes muy hondo,
al cual los arbustos frondosos forman
en verano un túnel.
A la entrada de Zaro, como en
otros pueblos vascofranceses, hay una
gran cruz de madera, muy alta, pintada
de rojo, con diversos atributos de la
Pasión: un gallo, las tenazas, la
lanza y los clavos. Estas cruces, con
estrellas y corazones grabados en ne-
gro, dan un carácter sombrío y trágico
a las aldeas vascas.
En el vértice del cerro donde se
asienta Zaro, en medio de una plazo-
leta, estrecha y larga, se yergue un
inmenso nogal copudo, con el grueso
tronco rodeado por un banco de piedra.
259 163
Una de las casas que forman la pla-
za es grande, con pórtico espacioso,
alero avanzado y varias ventanas cu-
biertas por persianas verdes. Sobre
el escudo que se ostenta en el arco de
la puerta se ve escrita la fecha en
que se edificó la casa, y unas pala-
bras en latín indicando quién la hizo:
¬
Bacalereus, presbiterus Urbide,
hoc domicilium fecit in lapide.
¬
En un extremo de la plazoleta se
levanta la iglesia, pequeña, humilde,
con su atrio, su campanario y su teja-
dillo de pizarra. Rodeándola, sobre
una tapia baja, se extiende el cemen-
terio.
En Zaro hay siempre un silencio
absoluto, casi únicamente interrumpido
por la voz cascada del reloj de la
iglesia, que da las horas de una mane-
ra melancólica, con un tañido de llo-
ro.
En el reloj de sol de la torre de
otro pueblo vasco, en Urruña, se lee
escrita esta triste sentencia:
3010I9
"Vulnerant omnes; ultima, necat":
Todas hieren; la última, mata. Mejor
todavía la triste sentencia podría es-
tar escrita en el reloj de la torre de
Zaro.
En el cementerio, alrededor de la
iglesia, entre las cruces de piedra,
brillan durante la primavera rosales
de varios colores, rojos, amarillos, y
azucenas blancas de aspecto triste.
Desde este cementerio se ve un va-
lle extensísimo, un paisaje amable y
pastoril. El grave silencio que reina
en el camposanto apenas lo turban los
débiles rumores de la vida del pueblo.
De cuando en cuando se oye el chi-
rriar de una puerta, el tintineo del
cencerro de las vacas, la voz de un
chiquillo, el zumbido de los mosco-
nes..., y, de cuando en cuando, se oye
también el golpe del martillo del re-
loj, voz de muerte apagada, sombría,
que tiene en el valle un triste eco.
Tras de estas campanadas fatídicas,
el silencio que viene después parece
un tierno halago.
Como protesta de la eterna vida, en
el mismo camposanto las malas hierbas
crecen vigorosas, extienden sus vásta-
261 165
gos robustos por el suelo y dan un
olor acre en el crepúsculo, tras de
las horas de sol; pían los pájaros con
algarabía estrepitosa, y los gallos
lanzan al aire su cacareo valiente,
como un desafío.
La vista alcanza desde allá un ex-
tenso panorama de líneas suaves, de
intenso verdor, sin rocas adustas, sin
matorrales sombríos, sin nada duro y
salvaje. Los pueblecillos blancos
duermen sobre las heredades; las ca-
rretas rechinan en los caminos; los
labradores trabajan con sus bueyes en
los campos, y la tierra, fértil y hú-
meda, reposa bajo la gran sonrisa del
cielo y la inmensa piedad del sol...
En el cementerio de Zaro hay una
tumba de piedra, y en la misma cruz,
escrito con letras negras, dice en
vasco:
¬
Aquí yace
Martín Zalacaín
muerto, a los
24 años,
el 29 de febrero de 1876
3010I9
¬
Una tarde de verano, muchos, muchos
años después de la guerra, se vio en-
trar en el mismo día en el cementerio
de Zaro a tres viejecitas vestidas de
luto.
Una de ellas era Linda; se acercó
al sepulcro de Zalacaín y dejó sobre
él una rosa negra; la otra era la se-
ñorita de Briones, y puso una rosa
roja. Catalina, que iba todos los
días al cementerio, vio las dos rosas
en la lápida de su marido y las respe-
tó, y depositó junto a ellas una rosa
blanca.
Y las tres rosas duraron mucho
tiempo lozanas sobre la tumba de Za-
lacaín.
263 167
¬
¬
¬
Capítulo Vii
¬
Epitafios
¬
¬
He aquí el epitafio que improvisó
el versolari Echehun de Zugarramurdi
en la tumba de Zalacaín el Aventure-
ro:
¬
Lur santu onetan dago
Martín Zalacaín ló
Eriotzac hill zuen
Bazan salvatucó
Eliz aldeco itzalac
Gorde du beticó
Bere izena dedin
Honranto gaur gueró
Aurrema Euscal Errien
Gloriya izatecó.
¬
(En esta santa tierra está durmien-
do Martín Zalacaín. La muerte lo
hirió, pero él logró salvarse. En el
3010I9
próximo presbiterio se guarda para
siempre su nombre, para honra primera-
mente del País Vasco, y después para
su gloria).
¬
Y el joven navarro Juan de Navas-
cués, aficionado a la poesía, glosó el
epitafio del versolari Echehun de
Zugarramurdi en esta décima castella-
na:
¬
Duerme en esta sepultura
Martín Zalacaín, el fuerte.
Venganza tomó la muerte
de su audacia y su bravura.
De su guerrera apostura
el vasco guarda memoria;
y aunque el libro de la Historia
su rudo nombre rechaza,
!caminante de su raza,
descúbrete ante su gloria¡
¬
¬
¬
¬
Fin del volumen Iv
y de la obra
::::::::::::::::::::
169
¬
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¬
¬
Indice
:::::::
Págs.
cccccc
Libro segundo: Andanzas y
correrías (continuación) .... 5
Capítulo Vi: Cómo cuidó la
señorita de Briones a Mar-
tín Zalacin ................ 5
Capítulo Vii: Cómo Martín
Zalacaín busca nuevas aven-
turas ....................... 15
Capítulo Viii: Varias anécdo-
tas de Fernando de Amézque-
ta, y llegada a Estella .... 29
Capítulo Ix: Cómo Martín y
el extranjero pasearon de
noche por Estella, y de lo
que hablaron ................ 43
Capítulo X: Cómo transcurrió
el segundo día en Estella .. 55
3010I9
Págs.
cccccc
Capítulo Xi: Cómo los aconte-
cimientos se enredaron hasta
el punto que Martín durmió el
tercer día de Estella en la
cárcel ...................... 67
Capítulo Xii: En que los acon-
tecimientos marchan al galope 77
Capítulo Xiii: Cómo llega-
ron a Logroño y lo que les
ocurrió ..................... 104
Capítulo Xiv: Cómo Zalacaín
y Bautista Urbide tomaron,
los dos solos, la ciudad de
Laguardia, ocupada por los
Carlistas .................. 115
Libro Tercero: Las últimas
aventuras .................. 129
Capítulo primero: Los recién
casados están contentos ..... 129
Capítulo Ii: En el cual se
inicia la "Deshecha" ....... 133
Capítulo Iii: En donde Mar-
tín comienza a trabajar por la
gloria ...................... 140
Capítulo Iv: La batalla cerca
del Monte Aquelarre ....... 148
¬
171
Págs.
cccccc
Capítulo V: Donde la historia
moderna repite el hecho de la
Historia Antigua .......... 155
Capítulo Vi: Las tres rosas
del cementerio de Zaro ..... 162
Capítulo Vii: Epitafios .... 167
¬
¬
¬
¬
::::::::::::::::::::::::::::
3010I9
Zalacaín el aventurero - Pío Baroja.txt
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